Los cuentos de la casa barroca

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LOS CUENTOS DE LA CASA BARROCA

MOMENT ANGULAR, 100



ALBERTO TUGUES

LOS CUENTOS DE LA CASA BARROCA

emboscall


© Alberto Tugues Fotografía de la cubierta: Janet Xirgu Edita: emboscall www.emboscall.com Depósito legal: B 8049-2015 ISBN: 978-84-92563-99-9 Primera edición: marzo de 2015


Melibea.– No se dice en vano que el más empecible miembro del mal hombre o mujer es la lengua. FERNANDO DE ROJAS, LA CELESTINA L’obscè i el macabre: a la mòmia que fa de nuvi li han encaixat un ciri (potser el ciri pasqual) en forma grotesca... JOAN SALES, INCERTA GLÒRIA





CUENTOS PARA DISTRAER A LOS VECINOS DE LA CASA BARROCA



LA CONFESIÓN Porque el amor es como la rata dentro del envase de lata. Divierte haberla cogido. Enaltece el corazón. Pero, después, gruñe, rabia y se agita desesperadamente en el espíritu. Hasta que, no pudiendo escapar, muere en él y lo emponzoña para siempre. JUAN FILLOY, OP OLOOP

Todo sucedió una mañana, a primera hora. Conocía a aquella mujer de ir al bar por las mañanas a desayunar. Siempre hablábamos de algún suceso, de alguna película, etc., pero aquel día, al salir del bar, comenzó a hablarme para mi sorpresa de sus días de postparto, hacía ya unos diez años. Me cogió del brazo, apretándome fuerte con su pecho izquierdo, y me explicó lo que le había ocurrido a los pocos días de salir de la clínica. Estaba sola en casa cuando, de pronto, sus tetas (me lo dijo así) empezaron a derramársele, empapando de leche la ropa interior, bajándole por las piernas hasta llegar a los pies, donde el líquido formó un charco alrededor. Entonces, de súbito, salió un roedor de debajo de un mueble (un pequeño armario de madera blanca), y se puso en medio del charco de leche a beberla. Era un ratón, no muy grande, que seguramente había bajado de la azotea por donde a veces correteaban los ratones al anochecer. Asustada, se fue corriendo a su habitación, perdiendo gotas de leche por el pasillo. Se tendió en la cama e intentó descansar, limpiándose la leche con una toalla. Se durmió con la toalla en la mejilla, oliéndola. Pero al cabo de una media hora, oyó un ruido en la puerta de la habitación, como si alguien la empujara suavemente. Adormilada, se incorporó y vio que era otra vez aquel ratón, que ya entraba en la habitación, saltaba a la 11


cama y se ponía encima de ella y le lamía la leche que ya se le había resecado en la piel. Fue entonces (me confesó, apretándome más con su brazo) cuando el ratón empezó a morder los pelos ensortijados del pubis, estirándolos hasta dejarlos casi lacios. Y todo esto le sucedió un día tras otro, me decía, sobre todo cuando estaba sola, de modo que se fue acostumbrando a estas visitas: se tendía en la cama, se levantaba el vestido y, al cabo de unos instantes, entraba el ratón en la habitación atraído por el olor, se le subía por las piernas, atravesaba sus muslos y le succionaba los pelos del pubis, estirándolos con fuerza y volviéndolos cada vez más lacios. El marido nunca descubrió estas relaciones secretas, aunque un día le comentó a su mujer que le sorprendía el nuevo pubis de pelos lacios («los pelos del coño ya no están revueltos, enmarañados como antes», le decía con estas mismas palabras). Ella se limitó a explicarle que en la peluquería le habían recomendado un producto suavizante que los fortalecía y estiraba, hasta dejarlos lacios y brillantes como una cola de caballo. El hombre sonrió con picardía, agradecido, y se puso a lamer los pelos lacios del pubis de la mujer, los mismos pelos que el ratón había mordisqueado unas horas antes. Curiosamente, el placer de la mujer, su placer, me dijo, no era el mismo con su marido, era cada vez menos intenso. Dicho esto, me soltó el brazo y, antes de separarnos, me preguntó si me gustaría conocer el final de la historia. Le contesté que sí, que me interesaba. Pues bien, ya me lo contaría el próximo día, añadió, y se fue calle arriba. Volví a la oficina, intrigado, y con un ligero dolor de cabeza.

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SANGRE EN EL ESCAPARATE DE LA PELUQUERÍA

Se paró a mirar el escaparate de aquella peluquería, donde había un anuncio de trabajo que decía: Se necesitan chicas guapas para corte de pelo y sesión fotográfica. Decidida, entró y preguntó por el trabajo. La atendió en seguida una de las peluqueras y le dijo que lo sentían, que para el trabajo necesitaban otro tipo de chica, con otro estilo, una chica algo más rubia, y además se trataba de un trabajo duro, por lo que era mejor algo de experiencia profesional, añadió la peluquera. Eso mismo, contestó ella, es perfecto para mí, ése es el trabajo que ando buscando. Ahora se acercó otra de las peluqueras y le comentaron que no querían ofenderla, pero consideraban que ella no era la persona más adecuada para ese trabajo, que no daba el tipo, que era otra la apariencia que necesitaban para el corte de cabello a la moda y la posterior sesión de fotos. Ella insistió en que era la persona más idónea para ese corte de pelo y posado fotográfico, sólo había que mirarla, fíjense, fíjense –les decía dando un giro con los pies como si fuera una modelo–. Siempre le habían dicho en su casa que era una chica seductora, deseada por el ojo de la cámara, y que un día, no, por favor, déjenme hablar, que un día llegaría a ser una buena modelo, teniendo en cuenta además que, con la ayuda de una buena agencia o un buen representante, destacaría muy pronto en el mundo de la alta costura o del diseño más moderno. Es verdad que hubiera preferido empezar de otro 13


modo, siguió diciendo, pero estaba dispuesta a sacrificarse y empezar allí mismo, en la peluquería, sirviendo como modelo para un corte de pelo moderno, un peinado moderno y una sesión fotográfica moderna. Repitió tres veces la palabra «moderno» para que no hubiera la menor duda sobre su experiencia de lo moderno. Durante quince minutos más siguieron los argumentos de la aspirante, así como las excusas por parte de las dos peluqueras que la atendían, visiblemente alteradas ya. Al final, hubo de salir la encargada de la peluquería y le dijo que lo había oído todo desde su despacho, y volvían a repetirle que necesitaban a una chica de otro tipo, guapa, guapa de verdad, y no a una chica como ella, con esa nariz pequeña pero desproporcionada, chata casi, y esos labios pintados pero inexistentes, como hundidos dentro de la boca, por no hablar del cabello de rastrojo, mal teñido de rubio, como una peluca de vieja que se fuera a bailar a La Paloma. La chica se quedó muda, asustada por lo que acababa de oír, se puso a llorar con las manos en la cara, desconsolada, dio media vuelta, salió a la calle, buscó algo en el bolso negro y lo hizo allí mismo: les disparó tres veces, una bala para cada una, tres balazos en los tres corazones: las dos peluqueras y la encargada se desplomaron y se desangraron en el suelo de la peluquería, entre pelos cortados y peines, en esa peluquería que sólo querían chicas guapas y rubias para un corte de pelo y una sesión fotográfica.

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DOS NOVIOS EXTRAÑOS

Cuentan en el barrio que eran dos novios extraños, y que todo comenzó un día de invierno, cuando él encontró a esta novia y decidió atormentarla con poemas, para vengarse, dicen, de otra novia que lo dejó esperando y plantado en plena calle como un árbol enfermo. ¿En qué consistía el tormento poético? Pues bien, el escribía a diario un poema lírico y luego, una vez escrito y corregido, se lo ponía a su novia entre los labios, la cual debía chupar el papel y masticarlo, masticarlo, hasta que la tinta de las palabras se derramara sobre la lengua y se tragara todo el papel del poema. Al amanecer del día siguiente, ella debía avisar a su novio, el poeta, al sentir sus primeras necesidades e ir al lavabo, ya que su misión de musa consistía en expulsar en su presencia el poema tragado y digerido el día anterior. El novio poeta ya se encargaría de envolver la punta –sólo la punta– del tallo que iría floreciendo entre las nalgas de su novia (metáfora floral que el poeta dedicaba a sus posibles lectores delicados). Posteriormente, el salía a la calle con la punta del tallo bien envuelta en papel de aluminio, pero ignoramos lo que hacía con ese pequeño paquete, ya que, horas después, volvía a casa con las manos vacías, sin el paquete, y como si nada hubiera ocurrido. Todo esto pudo saberse, dicen, por la obstrucción intestinal que un día tuvo la novia y al descubrir el cirujano que la operaba una inmensa bola de papel en su intestino: eran varios poemas apelotonados que el poeta desalmado fue escribiendo, sin esperar a que la novia los fuera expulsando

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uno a uno a la luz del lavabo. Una obstrucción poética en el intestino, comentó riendo el cirujano. Poemas indigestos.

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MISTERIO EN LA CASA BARROCA

Se acercó a él y le invitó a subir a su casa, aquí mismo, le dijo ella señalando el portal de una casa de enfrente, una casa barroca. Aunque sorprendido, aceptó sin embargo la invitación. Cruzaron la calle y subieron por la vieja escalera de la casa. Entraron al piso, recorrieron varios pasillos, un piso viejo pero muy grande, comentó ella, mientras seguían atravesando salas y corredores. Por fin, entraron en una habitación, enorme también, donde había un hombre sentado de espaldas, que saludó sin volver la cabeza, y les dijo que tenía preparadas unas copas de un vino exquisito. Probaron el vino. Poco después, sin mediar palabra, ella y el hombre lo invitaron a desnudarse, diciéndole que no debía temer nada. Se trataba sólo de un juego placentero que deseaban enseñarle, y para ello era preciso desnudarle. Más sorprendido aún que antes e intrigado, aceptó también esta segunda invitación. Lo desnudaron. Cuando ella se levantó de la cama, él seguía estirado allí, en la amplia cama, donde hacía un par de horas que lo habían desnudado delicadamente. Tenía los ojos muy abiertos y en su cara había una expresión de espanto. Estaba muerto. Ella sonrió al correr el visillo de la ventana, e hizo una señal dirigida al piso de enfrente. Se vistió deprisa y se fue. Días después, el médico forense declaró que el cuerpo de la víctima, antes de ser mordido y devorado por dentro por las ratas, había sido envenenado y que, por lo tanto, las mordeduras no habían sido la causa principal de la muerte, como se había sospechado en un principio.

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Tanto el presidente de la comunidad, como la portera y los otros vecinos, mostraron su extrañeza por lo ocurrido en el único piso vacío de la casa barroca. Por otra parte, dijeron que durante todo el tiempo que llevaban viviendo allí, nunca habían visto ratas en el edificio.

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IR DE COMPRAS

Más de uno lo ha comentado en el supermercado. Aquel hombre rubio, delgado, con barba, entra una y otra vez al supermercado a comprar, ahora una lata de cerveza, ahora un sobre de sopa de fideos, pero uno solo, ya que al cabo de un rato volverá a entrar a comprar otro sobre de sopa, o bien otra lata de cerveza. Son productos que no necesita. ¿Por qué lo hace, pues? ¿A qué viene este ir y volver tan a menudo al supermercado? Algunos opinan que lo hace por simple capricho, otros dicen que tiene la manía compulsiva de comprar lo que sea. Él sonríe cuando oye algún comentario sobre su forma de comprar las cosas una por una, pero volviendo a la tienda diez o quince veces al día. No saben, no conocen su placer, el placer que el hombre rubio experimenta cuando aquella muchacha, una cajera colombiana, le acaricia la punta de los dedos al darle el cambio, las tres o cuatro monedas del cambio, mientras él se demora haciendo ver que se le escapan las monedas entre los dedos de la cajera, le pide disculpas rozándola con el dedo y sale tan feliz de la tienda. Debemos añadir, que la cajera no se lo toma a mal e incluso le hace gracia la extraña manera de ser de ese «pobre cliente», como dice ella, sentimental. También es verdad, aunque esto no lo justifica, que ésta es su única felicidad en el mundo, y la cajera colombiana lo sabe, pero no lo dice a nadie.

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EL CORREO PERDIDO DEL SER

Se puso el dedo índice en la ceja, y dijo: «Antes, también yo recibía por correo felicitaciones y postales de otros mundos, de otros lugares, de otras casas, seguramente bien iluminadas por dentro y por fuera, sin duda rodeadas de árboles y de voces que subían de la tierra húmeda; con dos ventanales góticos, por donde ya se asomaba otra vez, mirando más allá, fiel a lo desconocido, aquella figura de cabellos ensortijados, aquella figura de niebla que aún recordaba mi nombre. Que ahora –quizá desde hace unos dieciocho años– no me lleguen sobres de tan lejos, ni con tanta regularidad, no significa forzosamente que hayan dejado de pensar en mí, esos desconocidos lejanos que todo lo saben sobre mis días más señalados. Me relatan anécdotas, primeros premios y citas amorosas bajo los tilos, que no siempre –debo decirlo– recuerdo con precisión; e incluso ciertas noches dudo que yo, de joven o de mayor, en esta o aquella ciudad, haya obtenido tales premios y vivido tantos amores. Pero no importa: son tan amables y circunspectos en sus detalles biográficos, y la estampación de las tarjetas postales es de una belleza tal, que en todo caso prefiero no inquietarles con preguntas indiscretas sobre mi propia vida. En el último sobre que recibí, cosida a una postal de Marruecos, me adjuntaban una poesía firmada por un amigo anónimo. Es esta balada:

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BALADA ESCRITA EN LA PARED DE UN VENTANAL GÓTICO Ya entonces no había nada debajo de aquella piedra. Ahora resbalamos un poco más, es cierto, al apoyarnos en los cristales de la memoria. Y el silencio no se detiene en la cintura; sube y baja por todo el recuerdo, en un ejercicio último, como un trozo de hielo que parpadeara. Una superficie de serrín sobre el alma, una luz, no, la inicial de un nombre rompiéndose dentro del cuerpo. Sin embargo, algunas noches, la palabra se mueve aún entre las paredes de aquel tiempo, sorprendida, y dice un nombre otra vez, ser ausente, irreconocible, un ramo de sombra escondido bajo una piedra. Ya lo sabes: no es un destino fácil levantarse de madrugada y buscar noticias amorosas bajo las piedras. Pero al fin aprendimos, de memoria, a fundirnos como la nieve, lejos de las noticias amorosas, con otro perfil, con otra ausencia entre los dedos, lejos de las noticias amorosas. Hasta que acontecieron demasiadas palabras, y, con el gesto deformado, regresamos lentamente –el dedo índice palpando serrín ensangrentado– por el largo pasillo de los nombres, de los recuerdos fingidos.

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Después de leerme la balada por segunda vez, permaneció en silencio largo tiempo, con la mirada puesta más allá de las palabras y las casas, acaso en busca de una señal, de un indicio que le permitiera seguir esperando nuevas postales y felicitaciones, nuevos hallazgos esplendorosos de su propia vida. Algunas noches, cuando dábamos otra vuelta a la misma plaza, a los mismos recuerdos, con la eternidad convaleciente siguiéndonos los pasos, como decía él, sarcástico, la mano se le iba calle arriba, distanciándose cada vez más de su cuerpo, en una especie de tirón metafísico; y, sin quererlo, la mano trazaba palabras en los muros, palabras, muchas palabras que se elevaban de la tierra, decía.

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LA HISTORIA DE UN MUCHACHO QUE NO HABLABA COMO LOS DEMÁS

Conocí a un muchacho que no hablaba como los demás: acostumbraba a decir una cosa por otra. Un día me confesó que se había fijado en una mujer del barrio, una mujer ya madura, separada, y que de tanto fijarse en ella, comenzó a soñarla, a soñar su cuerpo y a enamorarse. Pero cuando me contaba su sueño no decía «su boca, sus labios, pechos, vientre, sexo...», sino: sus pétalos de rosa, dos cerezas oscuras, musgo sedoso, ensortijado, con una pequeña almendra blanca partida, una flor profunda, escondida. Así veía él la realidad. Pero un día le ocurrió algo, me dijo, y dejó de tener aquel sueño. Le animé a que me lo explicara, pero me respondió que no podía contar ciertas cosas. Hasta que un día, mientras tomábamos una cerveza, me alargó un papel escrito, un cuento que narraba su historia y lo leí. Se titulaba: ¿QUIÉN ERA LA MUJER MADURA? Dicen que todo comenzó cuando él se enamoró de aquella vecina del 3º 1ª, una mujer madura, separada de su marido desde hacía unos años. Le dejaba poemas por todas partes, en el buzón, en la escalera, por debajo de la puerta, todos los vecinos tropezaban con aquellos papeles al subir o bajar por la escalera, poemas por todas partes, decían. Hasta que un día la vecina del 3º 1ª se quejó a la comunidad y tuvieron que advertir a aquel vecino enamorado que no tirara más poemas en la escalera, ni en los buzones ni por debajo de la puerta del piso de la mujer madura. Uno de los vecinos, el más descarado, le sugirió que se buscara una mujer, una novia de verdad o una de ésas de alquiler, dijo bromeando con los otros vecinos. Él, 25


sin embargo, se armó de valor y aceptó la propuesta: una noche encontró a una prostituta que se parecía a la mujer madura, su vecina amada. Subieron a una habitación y se desnudaron. Ella intentó besarle, pero el apartó la boca. Entonces ella le rozó los labios, y de nuevo él giró la cabeza, rechazándola. No podía ser, le dijo él. Se levantaron y se despidieron. Al llegar a casa, él se puso a escribir un poema, un largo poema amoroso, pero el deseo insatisfecho le punzaba, hasta que no pudo más e interrumpió el poema y se fue al lavabo, y allí, con la luz apagada, amó en secreto y dijo el nombre de su amada, en la fría estancia de las baldosas blancas. Días después, recibió un sobre por debajo de la puerta. Era una nota de su vecina, la mujer madura, que le comunicaba que le hubiera gustado conocerlo tiempo atrás, cuando los dos eran más jóvenes, cuando ella aún podía amar y no hacía de prostituta. Asombrado, comprendió que había tenido a la vecina amada entre sus brazos, a la mujer madura desnuda encima de él y que, sin embargo, no había podido amarla. Resignado, volvió a escribir otro poema, pero ahora sabiendo que sólo podría amarla así, en el sueño, escribiendo, o con la luz apagada en la estancia de las baldosas blancas. Hasta que un día le despertaron unos ruidos por la escalera: la mujer madura se iba a vivir a otra casa, y él ya no volvió a soñar. Le devolví el papel después de leerlo, sonreí perplejo, le dije que era una historia extraordinaria, con «doble» incluido. Al salir del bar, sin hacer más comentarios, rompió el papel del cuento y lo tiró a una papelera. «Ya te he dicho que he dejado de soñar», me dijo dándome una palmada en el antebrazo.

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EL CUENTO DEL VECINO CORRUPTOR

El presidente de la comunidad de propietarios de la casa barroca convocó una reunión urgente para el próximo domingo, a las doce del mediodía. Había que tratar el tema de unos anónimos que alguien, desde hacía medio año más o menos, depositaba en uno de los buzones de la comunidad. El día de la reunión, la persona afectada, una vecina del 2º 1ª, que vivía sola desde la muerte de su marido, aportó una carpeta llena de anónimos: unos quince o veinte escritos amorosos, unos en verso y otros en prosa. Se los ofreció al presidente de la comunidad para que los leyera en público, aunque ella, le dijo, no asistiría a la reunión. El presidente comenzó la lectura: EL TESORO DE LA DAMA VIUDA El aventurero buscaba por todo el mundo el llamado «tesoro de la dama viuda». Hasta que un día de pronto lo encontró en una playa. Abrió el cofre, acarició las piedras preciosas y descubrió un pequeño diamante incrustado en un trozo de madera: al tocar el pequeño diamante sintió como un latido, luego se lo puso entre los labios y resplandeció una luz, como si el diamante derramara una luz entre sus labios. Una luz que desaparecía al depositarlo de nuevo en el cofre, cuando el aventurero se despertaba y tenía las manos abiertas, vacías. Después de las exclamaciones de rechazo de uno de los vecinos, el del 4º 2ª, indignado por lo que había escuchado, el presidente pasó a leer el segundo texto aportado como prueba: 29


ESTRATEGIAS 1 Dice que ya se lo enseñaron de niño: era la estrategia de un beso, pero un beso escrito en cada verso, como le aconsejó el poeta del barrio, muy seductor con la vecinas. Al ser escrita la palabra «beso», el lector o lectora tendría que leer y pronunciar esta palabra, es decir, el beso escrito. El cual, entonces, al ser leído, aprovecharía para refugiarse en los labios, como si fuera un beso. Tal era la estrategia que empleaba el poeta del barrio, y que el muchacho fue aplicando por calles y escaleras, aunque no siempre con resultado satisfactorio –todo hay que decirlo, confesaba. 2 Como ella, su vecina, no quería ser besada, él ideó lo que llamaba la estrategia del beso: le mandaría un poema y en cada verso escribiría la palabra «beso», que ella se vería obligada a leer. El poema constaría de 430 versos, de este modo ella debería pronunciar la palabra «beso» tantas veces como lo leyera, con lo cual el beso escrito sería dicho por sus labios de lectora 430 veces. No se trataría de un beso real, esto él ya lo sabe. Pero ella, la que no quería ser besada, la vecina imposible, al leer el poema sería vulnerada en lo más íntimo por ese beso escrito 430 veces. Claro que si no leía el poema... Después de la burla y condena unánime por parte de los allí reunidos, el presidente pasó a leer aún un tercer texto: SOLUCIÓN MÁGICA Los demás vecinos se burlaban y se reían cuando él afirmaba, contundente, que había sido amado por la misma vecina que lo 30


rechazaba. Fue entonces cuando les explicó la función y el valor de la poesía. Para ello, había que escoger las palabras apropiadas al caso. Por ejemplo, «sueño, rozar y musgo», y con ellas tres hacer un verso: «Un sueño roza su musgo». Más tarde, ella, al leerlo, sentiría el roce de ese sueño en el musgo más secreto de su piel, acabó explicando. Algunos de los vecinos continuaron con la burla y la condena, y otros se fueron pensativos, quizá ya esbozando un verso que les sirviera de estrategia amorosa para el futuro. Una vez finalizada la lectura, algunos de los allí reunidos explicaron que esta vecina, después de leer los textos anónimos, se encerraba en el lavabo y se ponía a reír y a gritar, maldiciendo lo que había leído (la oían maldecir al otro lado de la pared; otros, más vulgares y con las paredes más finas, murmuraban que lo que hacía era masturbarse excitada y corrompida por la poesía de los textos). Se acabó la reunión sugiriendo que se estableciera una severa vigilancia sobre el muchacho del 2º 3ª, un nuevo inquilino que hacía unos meses que vivía en el edificio. Satisfechos por las medidas urgentes tomadas, cada uno se fue a su casa. Gracias a la vigilancia que se ejercía sobre el vecino y los buzones, ya no se recibieron más anónimos en los días siguientes. Pero al cabo de un tiempo sucedió un hecho trágico: una noche apareció muerto en la escalera el muchacho del 2º 3ª, con una herida de cuchillo en el costado izquierdo. Nunca se aclaró la causa del asesinato, pero curiosamente, al día siguiente de la muerte del muchacho del 2º 3ª, los anónimos volvieron a aparecer en los buzones de la finca, la casa barroca.

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EL CUENTO DE LAS FLORES

Dicen algunos vecinos que ella, la vecina que ha desaparecido, siempre estaba rodeada de flores marchitas, que su habitación estaba llena de flores marchitas cuando la abrieron, y que por la noche, cuando se desnudaba, se cubría el cuerpo con ellas. Y que al cubrirse, esas flores marchitas abrían otra vez sus pétalos y se multiplicaban. Es decir, que las flores marchitas acudían a taparla y florecían de nuevo cada noche, como en un sueño, encima de su cuerpo y lo perfumaban, y luego salían por el pasillo, bajaban por la escalera y llenaban la calle de flores. El vecino más romántico del lugar decía que eso de las flores ocurría porque alguien, un enamorado que vivían en otro barrio, las compraba a diario y obstaculizaba el tránsito de los vecinos con tantas flores marchitas repartidas por todas partes. Pero había otro vecino, más esotérico y misterioso pero sensual, que opinaba que no se trataba de un asunto de flores, sino que esta vecina, tiempo atrás, tenía la manía de llevar blusas de raso estampadas de flores, y que alguien se había fijado tanto en esas blusas y lo que transparentaban, que ahora esas misma flores florecían por todas partes por donde ella hubiera pasado. Sea como fuere, dijo otro más soñador, sabemos que se trata de un asunto de flores, unas flores marchitas que florecen y se marchitan de nuevo porque alguien, no sabemos quién, sueña con ellas desde algún lugar oculto. En el barrio hay incluso un aficionado a la poesía que sostiene que esta vecina ha sido tragada, comida por las flores. Una mujer, mientras hablaba con otras vecinas en la escalera, murmuraba a menudo: «Parece mentira que hablen tanto de las flores y no de los pechos que mostraba siempre esa puta.» 32


NOTA MISTERIOSA DEJADA EN EL BUZÓN

Dejó esta primera nota en el buzón: Un pétalo de rosa, la punta tierna de un pétalo, una punta rosada. Dos capullos de rosa, las puntas tiernas de dos capullos rosados. Y después, el misterio, el pinchazo de una espina, dos gotas de sangre Dejó esta segunda nota en el buzón: Fue un mal jardinero. Vio aquella flor y la tocó, acarició su capullo, su pelusilla, pero la flor no se abrió. Por culpa de aquella flor, dejó de ser jardinero y se abstuvo durante diez años de acercarse a cualquier flor. Algunos dicen que volvió a encontrar la flor primera, ya florecida, abierta, y que la acarició por última vez porque él entonces ya estaba resentido con las flores y la dejó allí, abierta, florecida. Cuando lo expulsaron de aquel edificio por ser demasiado poeta, decía él (obsceno e indecente, acusaban los otros), él ya había buscado y encontrado piso en otro barrio, una vivienda más nueva y soleada, donde podía cultivar cualquier flor, ¡sin ser expulsado!, exclamaba luego por bares y tiendas.

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VOLVER

Mucho tiempo después, al volver, ya separada, sin hijos, ella le confesó que siempre había conservado un resto de pureza para él, como un homenaje a su memoria aunque hiciera el amor con otros. Crédulo, enamorado aún, él le preguntó si un día le dejaría conocer ese resto. Ella le respondió que lo estaba deseando, y se fueron a una casa de citas que estaba cerca del bar donde se habían encontrado. Al desnudarse, ella se puso una crema suavizante, que olía a limón, y le indicó que era ése el lugar reservado para él. Halagado, él penetró en el resto de pureza, con olor a limón, y le pareció rozar algo que pugnaba por salir, pero no tuvo tiempo de preguntar ni de averiguar qué era al eyacular enseguida en abundancia. Ella se fue al lavabo a limpiarse, salió lo que pugnaba por salir y, al verlo, pensó: «Igual de estilizado, con una capa blancuzca y oliendo a limón, como los que me pedía mi exmarido después de hacer el amor».

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DE LO DESCONOCIDO

Mi amigo y yo nos veíamos una vez a la semana, la noche de los sábados, y a menudo me hablaba de su nostalgia, la nostalgia profunda, incurable, que sentía por lo desconocido, por todo aquello que no había conocido. Pero aquella noche me reveló algo más, que me dejó asombrado. Me confesó que la nostalgia que sentía por lo desconocido era, en realidad, la nostalgia de un pene. «¿Cómo, qué dices? –le pregunté–, ¿un pene?» «Así es –me respondió con tristeza–, se trata de la nostalgia de una forma que no conocí, del enigma oculto de un muchacho que se casó y se fue del barrio. Es desde entonces que imagino la forma, el color, las dimensiones rosadas, la piel suave de ese enigma que no pude conocer.» Es desde entonces también –prosiguió diciendo–, que frecuenta toda clase de prostitutos, a los que les pide que le enseñen su forma, es decir, el pene. Pero la muestra es siempre un fracaso, una desilusión, todo es en vano, enseguida vuelve a caer en la nostalgia profunda, incurable, de lo desconocido, del enigma que no pudo llegar a ver. Al volver a casa me sentí intrigado por lo desconocido, pero era obvio que no podía ayudarle en su búsqueda.

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RUIDOS EN LA HABITACIÓN

Hacía más de una hora que oía aquellas voces a través de la pared, aquellos gemidos que venían de la habitación de al lado y que no le dejaban dormir. Había creído que este fin de semana podría descansar tranquilo en la habitación de este hostal, que visitaba por segunda vez. Estaba ya a punto de llamar por teléfono al recepcionista para quejarse de los ruidos, cuando éstos cesaron después de unos golpes más fuertes contra la pared y más gemidos y exclamaciones. Pero ahora ya le habían desvelado, se levantó, se fue al lavabo, excitado por las voces que acababa de oír, y volvió a la cama. Al día siguiente, muy temprano, llamó el recepcionista a la puerta de su habitación con golpes contundentes, de urgencia, y le comunicó que la policía les esperaba abajo, en la sala del comedor. Un policía comunicó a todos los huéspedes que la noche pasada se había cometido un doble asesinato en una de las habitaciones y quería hacerles unas preguntas. Se trataba de aquella pareja de los ruidos, pensó él, y explicó a la policía lo que había oído. Más tarde, antes de volver a la habitación, el recepcionista, mirándole a los ojos y sonriendo con malicia, le contó que el hombre y la mujer habían aparecido muertos sobre la cama, con las sábanas empapadas de sangre. Ella, con un trozo de miembro viril (así se lo había dicho uno de los policías) embutido en la boca taponándole la garganta hasta asfixiarla. Él, con dos tajos en el cuello, degollado, y un trozo de papel higiénico estrujado dentro de la mano derecha, que sólo pudieron abrir rompiéndole un par de dedos, explicaba el recepcionista mientras le daba las «Buenas noches» de una manera extraña. 36




Él, al dirigirse a su habitación, de pronto recordó con angustia el papel higiénico que él había estrujado y depositado por error en el bidet. Entró corriendo en la habitación, fue al cuarto de baño, pero el papel estrujado ya no estaba allí. Al cabo de unos veinte minutos, el recepcionista volvió a subir y llamó a la puerta de la habitación, esta vez con dos golpes muy suaves.

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CUENTO BREVE

Había dedicado unos versos a una vecina, y ésta, burlándose del contenido amoroso del poema, hizo una serie de fotocopias y las distribuyó por todo el edificio. Aún hoy resuenan las carcajadas cuando nuestro vecino poeta pasaba por la portería y subía al ascensor, en silencio, apenas un saludo inaudible. El poema, de cuatro versos, sin título y escrito en catalán, decía así: Somiava una flor blanca. La pluja li havia fet un tall al mig i es marcia. Però ell, somiant-la, la revifava i tornava a florir. Quan es despertava, tenia pètals blancs entre els dits. Por eso no me sorprendió cuando, muchos años después, me dijo que le gustaba ser amigo de niños de menos de catorce años. Hacía ya tiempo que detestaba a las mujeres, a todas las vecinas, sus bocas insaciables de burla y todo lo demás. Tampoco soportaba a los hombres, a sus maridos, y no comprendía cómo las mujeres podían tragar todas aquellas porquerías de pocilga matrimonial, con perdón de los animales, añadía. Es verdad que su madre tenía amigas prostitutas, que eran también amigas de él, pero esto era otro tema, me decía, ya que no tenía con ellas relaciones propiamente amorosas: «Por delante y por detrás todos somos iguales, y además las prostitutas no son las verdaderas putas de este mundo», decía sonriendo. Cuando lo detuvieron, estaba entregando una flor marchita a un niño del barrio, el hijo del carnicero. Salió de la cárcel dos años después, y dice que el hijo del carnicero lo 40


estaba esperando en la calle. Se miraron fijamente y se saludaron de lejos, y después cada uno se fue por su lado. No volvieron a verse nunca más.

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EL VICIO DE LA POESÍA

Antes era poeta y no era un mal muchacho, dicen en la casa barroca, pero ahora sólo escribía poemas para molestar a los vecinos con sus envíos. Y las cosas empeoraron en los últimos tiempos, con esos engendros poéticos que mandaba a las mujeres, a las esposas de los vecinos, para que se deleitaran después de hacer el amor con sus maridos, más tarde, cuando se quedaban solas en el lavabo. Por eso mismo, la mayoría son de la opinión que aquella paliza en la escalera la tuvo bien merecida, e incluso bromean ahora cuando dicen que, más que un poeta, parece un vagabundo cojo, con las manos magulladas, unas manos que, por suerte para ellos, han dejado de escribir y enviar poemas. El único inconveniente son esas voces. ¿Qué voces?, pregunta el vecino nuevo. Las voces que da cada vez que se masturba en el lavabo de su casa y canta una canción que se puede oír desde todos los pisos, ya que los lavabos tienen un ventanuco que da al patio. Y la canción siempre es la misma, con esta letra: «Fruta madura, insinuada, que me desvelas el sueño. Fruta que, de tan madura, se pela ella sola, y la pulpa derrama su jugo sin ser mordida. Fruta madura, su transparencia me desvela el sueño, y arde el tallo de la flor que, al tocarla, me deja una quemadura de pétalos blancos en la mano. Fruta madura de la vecina cuyo nombre algún día susurraré». Como es lógico, más de un vecino, y de una vecina, están preocupados por el asunto del nombre que un día a él se le puede escapar y susurrarlo alto al masturbarse, cantando en el lavabo: aunque sólo sea un nombre susurrado, aquí todo se oye a través de las ventanas y las paredes, todos tenemos buen oído (excepto la señora del 2º 3ª), y ello puede 42


tener consecuencias desagradables para la estabilidad matrimonial de la afectada, sea quien sea –opina el presidente de la comunidad.


LAVAR

Hacía poco tiempo que ella vivía en aquella casa y apenas habían intercambiado algunos saludos, pero desde que la vio el último día en la escalera, con aquel vestido veraniego, no dejaba de pensar en aquella transparencia. Era como una obsesión, la veía de día y de noche, hasta que planeó una estrategia para subir a su casa y hacerle unas preguntas. Le preguntaría, en primer lugar, cómo se lavan mejor las prendas íntimas, a mano o a máquina, y luego ya irían hablando de otras cosas, como por ejemplo cuáles eran las mejores tiendas del barrio para comprar bien y barato. Así pues, una mañana se decidió a subir y se lo preguntó: ¿Cómo se lavan mejor las prendas íntimas, a mano o a máquina? Ella, muy amable, le respondió que lo mejor era hacerlo a mano, aunque no era tan práctico como hacerlo a máquina, y usar sobre todo un jabón suavizante para prendas delicadas. Él le dio las gracias y no hizo más preguntas, dejando la cuestión de las tiendas para otro día. Al cabo de un par de día, volvió a subir y le dijo que tenía un problema, pese a haber seguido las instrucciones de lavado que ella le había aconsejado. Por mucho que las frotara, había algunas prendas que se resistían y permanecía la huella de la mancha. ¿En qué prendas exactamente y qué manchas?, preguntó ella. Sobre todo en los pantalones cortos, dijo él como avergonzado, en esos pantalones cortitos de hombre. ¿En los calzoncillos?, preguntó ella sonriendo. Sí, eso mismo, en esas prendas más íntimas es donde ciertas manchas se resisten a desaparecer, sobre todo las llamadas manchas del amor. ¿Manchas del amor?, aquí ella se puso seria y le dijo que tenía prisa, que volviera otro día. Él se fue 44


cabizbajo, sabiendo que abajo, en su casa, le aguardaban otra vez el tormento de las prendas íntimas y el lavado de esas manchas que nunca desaparecen del todo: las manchas que traicionan al hombre solitario.

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TÉCNICAS Y NUEVAS TÉCNICAS DEL MASAJE

Decepcionado, frustrado poéticamente por no haber conseguido ni un accésit en los «Juegos Florales» de la ciudad en que nació, decidió enviar a conocidas y vecinas unos ejemplares de su libro titulado Técnicas y nuevas técnicas poéticas del masaje. Un poemario, un conjunto de prosas poéticas presentadas como ejercicios útiles para la soledad. Sin embargo, un buen amigo de la infancia, después de corregirle las faltas de ortografía, le reprochó que se dedicara a escribir textos de esa clase, ejercicios poéticos para el placer solitario de los lectores («masturbar, pelar», le dijo en realidad, expresiones bruscas que nuestro poeta odiaba desde los tiempos del colegio, de la infancia). Él no era, por supuesto, de la misma opinión. Desde que había dejado de frecuentar las calles oscuras, se entregaba de lleno a la investigación poética de la soledad y sus placeres, a «las visiones del solitario y sus aplicaciones», decía él. Y de la cual resultó este conjunto de ejercicios poéticos, que pueden ser leídos y usados de distinto modo, pero sin abusar de su práctica: dos o tres ejercicios por semana era lo recomendable, decía. El primer texto, escrito a modo de prólogo a los ejercicios, y que recibió la hermana de un amigo, era el siguiente, acompañado por la formulación de dos ejercicios: Él tuvo una visión y la olvidó. Hasta que un día, al escuchar una palabra dicha al azar, se desveló aquella visión. Al principio, le gustaba volver a ver aquella imagen, aquella forma insinuada misteriosamente, imaginarla le daba cierto placer. Pero al final le consumía la repetición de la imagen, y decidió liberarse de ella. Frecuentó calles oscuras, pero de nada le sirvió. Volvía a tener aquella visión, y la imagen se imponía, le tensaba la piel del sueño y se despertaba 46




fatigado, con el tallo de una flor en la mano, pero ya sin flor, como un tallo cortado y rasgado por espinas. Nada podía librarle de aquella pesadilla. Fue entonces cuando empezó a escribir estos ejercicios poéticos, incorporando aquella visión, poseyendo y olvidando la imagen a medida que la escribía en la página. ¿Una masturbación lírica?, le preguntaban algunos censurando su manera de escribir. No, respondía él, es sólo un poema donde se transparenta una visión misteriosa. Y entre las palabras crecen como unas puntas tiernas, con espinas que arañan y tensan la piel solitaria del sueño, una puntas tiernas que se yerguen hacia el poema, y donde la imagen, ya desvelada, rasgada la transparencia, será poseída al ser escrita, al ser leída, al ser usada. El deseo se transparenta en el poema, fluye, y entonces la mano queda vencida, un resto de papel húmedo pegado a los dedos. Primer ejercicio (masculino): Mójese el pene con agua tibia, descorra el prepucio con suavidad y cubra el pene con una piel de plátano que se conserve entera, sin romperla, y a continuación vaya pulsando la base rugosa de la piel de plátano y espere hasta la plena satisfacción. No utilizar la misma piel de plátano dos veces. Primer ejercicio (femenino): Copie en una hoja de papel azul un poema breve de amor (por ejemplo, un soneto de Shakespeare, Neruda, etc.), enrolle la hoja y empape uno de los extremos con una colonia de su gusto, y aplíquela suavemente en sus partes más íntimas, y sueñe. Puede utilizar más de una vez el poema copiado, si lo guarda en lugar seguro y seco. Nota. Solicite contra-reembolso un ejemplar de los ejercicios completos que se editarán en volumen aparte con el título: Ejercicios breves, con técnicas y nuevas técnicas poéticas del masaje. 49



EL POSEÍDO

Ayer noche me encontré con un amigo al que no veía desde hacía tiempo, y lo vi pálido, demacrado, como si estuviera enfermo. Le pregunté si las cosas le iban bien. Me dijo que sí, que todo le iba bastante bien, pero que desde hacía un año se sentía como endemoniado: estaba poseído por la imagen de una virgen. ¿Cómo dices, una virgen, y poseído?, le respondí, sorprendido. Sí, pero no una virgen de iglesia, una virgen por ejemplo católica, sino otra clase de virgen, una virgen del barrio, madura, una virgen de unos cincuenta años. ¿De cincuenta años y virgen?, te preguntarás, me dijo sonriendo. Se trataba, en realidad, de una vecina que vivía enfrente de su casa, y que, aun habiendo sido amada y fecundada en varias ocasiones (averiguó que tenía tres hijos), conservaba en la piel un destello de virginidad. Vivía en una calle estrecha, una de ésas donde los vecinos de un lado pueden espiar lo que hacen los vecinos de enfrente. Y desde que, asomado al balcón, descubrió que podía verla allí todos los martes y jueves, sentada en el salón de su casa con la bata desabrochada, leyendo alguna revista, fue cuando empezó a interesarse por esa visión de la virginidad que tenía cuando se la encontraba después por la calle. Sí, es verdad, esta mujer había hecho el amor, había tratado con hombres, pero aun así se mantenía incólume, virgen. Si la hubiera tocado, habría tocado a una virgen, abriendo de nuevo la herida de una virgen que había sido abandonada. Abandonada, sí, pero que, en vez de odiar, siguió amando sin temor y esto fue seguramente lo que le restituyó la virginidad, ese fulgor de lozanía, como si le hubiera renacido la piel después del abandono. 51


Como una segunda virginidad: había florecido, había sido desflorada y fecundada, es verdad, pero, al ser abandonada, los pétalos de sus flores se cerraron, por amor. Seguía amando y cumpliendo sus deseos entre sueños, y de tanto soñar le crecieron flores nuevas en la piel, volvió a florecer, a recuperar su virginidad, la segunda virginidad. Esa imagen que veía, sentada en el sofá, con la bata abierta, tenía una cabellera propia de una virgen sedente de Murillo, comentaba mi amigo. Y ahora, cuando él cierra los ojos y entra en el dominio del sueño, esa imagen lo posee, y al despertar, cuando sale del sueño, le queda una prueba, como un resto de sueño, una señal en la mano cerrada: una humedad entre los dedos, una prueba de amor virgen, concluye diciendo mi amigo. Le comenté que lo que le quedaba en la mano, después del sueño, podía ser seguramente el líquido de una polución nocturna, provocada por alguna imagen soñada, quizá la de esa misma vecina. Él, entonces, sonrió y me dijo que estaba equivocado: la humedad era roja, de sangre, una gota de sangre en la punta de los dedos, una señal de la virginidad de su vecina que se repetía milagrosamente, en su mano, cada vez que él entraba y salía del sueño. Cuando nos despedimos, me sentí un tanto perplejo, mientras que mi amigo parecía haberse recuperado con aquella charla. Quedamos en vernos más a menudo, y él se fue sonriendo y yo cabizbajo, pensando en esa teoría de la virginidad que me acababa de contar. Al cabo de un par de meses, una noche volvimos a encontrarnos en un bar de su barrio, pero en seguida noté que se había vuelto más irónico al hablar, incluso sarcástico. Me contó, al fin, que estaba muy decepcionado con la vecina de enfrente, tristemente decepcionado, y me explicó el motivo: «Una tarde, al salir al balcón, vi otra vez a mi vecina, 52


pero no era martes ni jueves y esto ya me intrigó. Estaba casi desnuda como de costumbre, con los pechos al aire y una falda amarilla ceñida, pero esta vez no estaba sentada en el sofá, sino de espaldas. No se movía, parecía petrificada enfrente de mi balcón. De pronto, apareció una sombra a su lado, algo se movía: era un hombre rubio, velludo, de baja estatura, que se puso detrás de ella e intentaba penetrarla por detrás subiéndole la falda amarilla, mientras ella iba girándose a la izquierda, poco a poco, como jugando a no dejarse poseer, e iba mirando hacia mi balcón, sonriendo, hasta que el hombre pareció penetrarla y ella me miró de frente, dedicándome un gesto de burla, obsceno, sin que el hombre lo advirtiera. Cerré el balcón y no quiero explicarte lo que hice después.» Aquel día, al despedirnos, nos abrazamos y él se burló de su debilidad y de la vecina, y me rozó la mejilla con una lágrima.

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LA MANO DELATORA

No la quería mirar, se avergonzaba al verla así, con la piel impura, como si estuviera manchada, y la escondía. Se refería a la mano, a su mano. Desde que un día, en la oficina donde trabajaba, tuvo una visión y vio aquella imagen, una imagen misteriosa, esconde la mano, me dijo. Ahora, en el sueño, ve otra vez aquella imagen, su forma misteriosa. Y al despertar, un resto de lo soñado aparece en la mano y crece: es la prueba que ha dejado el sueño. Estruja lo soñado dentro de la mano, quiere hacerlo desaparecer, lo aprieta hasta hacerse daño y siente como una quemadura. Sintió vergüenza, me confiesa, al abrir la mano y contemplar el sueño estrujado, un resto de sueño, deshecho, que traspasaba la piel y huía. Descubrir la quemadura, la herida blanca que le ha dejado el sueño, es esto lo que le avergüenza, me dice. Es como si hubiera introducido la mano dentro del sueño y luego la hubiese extraído manchada de ceniza, marcada por un delito cometido durante el sueño. Por eso se avergonzaba de la mano, de su mano delatora, como si en ella se transparentara el delito, y la escondía para no ser vista. Le comenté que no debía avergonzarse de su sueño, que su experiencia se asemejaba a una simple fantasía nocturna. Pero él se enojó al escuchar mis palabras y me dijo que yo no había entendido nada, que él no iba por los lavabos masturbándose como si fuera un adolescente. Él, me lo volvía a explicar, había tenido una visión, pero ahora le acosaba una pesadilla, un mal sueño que se prolongaba al despertarse y le consumía la mano con una quemadura, con el estigma de una herida blanca. Un estigma milagroso en la piel de la mano, donde se transparentaba la depravación de lo que 54


había visto y lo que había soñado, y por eso escondía la mano. El resto de un mal sueño, de un mal sueño, me repetía, un resto que, al despertarse, le crecía en la mano, monstruoso, dejándole una quemadura. Como todo esto le daba vergüenza, escondía la mano para que nadie descubriera la mancha del delito. La mano delatora. Al despedirnos, me porté mal y no le di la mano, aprensivo, pero él no dijo nada, se fue cabizbajo, con una mano escondida en el bolsillo.

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LA IMAGEN

Me sorprendió cuando me dijo que él no vivía en las imágenes del presente, sino en una imagen del pasado, de la que entraba y salía a diario. ¿Vives en una imagen del pasado?, le pregunté recordando una novela que había leído. Sí, vivo en una imagen de otro tiempo, en una imagen que no existe aquí. Es una imagen borrosa, de sombras, pero entre las que se vislumbran unas formas, una corporeidad que apenas se puede adivinar y que no es posible explicar sino a través de símbolos. Con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, cuando entras en la imagen lo primero que te sorprende, por arriba, es como un desprendimiento de pétalos endurecidos, como unas puntas de piedra que te rozan al pasar. Si bajas y sigues recorriendo el lugar de la imagen, te encuentras con un pequeño saliente de fuego, y, más bajo aún, en las profundidades de la imagen, hay una zona más oscura, absorbente, como si estuviera imantada o cubierta de plantas carnívoras. Cuando sales de la imagen, te sientes fatigado por el recorrido a oscuras, entre formas borrosas, y siempre te queda una flor marchita en la mano, un resto de flor y unos pétalos pegajosos entre los dedos. Nunca entendí bien su relación con esta imagen, ni qué tipo de imagen podía ser, aparte de borrosa, con formas oscuras, como decía mi amigo.

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HISTORIAS DE VECINOS EXPULSADOS DE LA CASA BARROCA POR OBSCENIDAD



CUESTIÓN DE NOMBRES

I Me confiesa que tiene un problema grave en su casa, con los vecinos, que se reunieron hace unos días para tratar del asunto. Su «asunto», su «problema», le remarcaron. Y le dijeron que consideran inaceptable y escandaloso que él, cada noche, se encierre solo en el lavabo (saben que vive siempre solo), gima un poco y, al final, entre jadeos y susurros, pronuncie un nombre, Eleonora (que coincide con el nombre de una vecina), ya que se le oye desde los otros lavabos que dan al mismo patio interior. Cada noche los mismos sonidos y el mismo nombre, y esto es escandaloso, le han advertido. Es por eso, me dice, que ahora utiliza otra técnica para hacer lo mismo, que consiste en no gemir, susurrar apenas y cambiar siempre de nombre, es decir, no decir nunca el mismo nombre dos noches seguidas. Parece ser que, de momento, usando esta técnica, los vecinos ya no se escandalizan como antes, pues oyen cada noche nombres diferentes: Mercedes, Carmen, Luisa, etc. Y aunque a veces coincida con el de alguna vecina, ya no lo consideran tan escandaloso ni ofensivo como antes. Eso sí, ahora, después de pronunciar el nombre, añade además un pequeño recitado poético sobre la historia de unas flores que crecen en su mano y le dejan, dice el poema, una señal de amor imposible. Esto lo valoran de una manera positiva, le ha hecho saber el presidente de la comunidad. Uno de los vecinos, atento lector de poesía, incluso le ha comentado que esta novedad, no sólo no molesta a la comunidad, sino que han decidido estimularlo y recomendarle que desarrolle más el asunto poético de los 61


tallos sin flor, «que al crecer dejan una quemadura en la mano y la herida fluye más allá, donde todo amor imposible se vuelve posible y se derrama la blancura», añade su vecino, lírico, al hacerle esta recomendación. Y mi amigo se sorprende cada vez que se lo comenta este vecino, ya que él, en su recitado poético, nunca ha mencionado nada sobre «tallos sin flor», ni que «el amor imposible se vuelva imposible y derrame blancuras». Le gusta la poesía, sí, me dice, pero no hasta el punto de recitar semejantes barbaridades. II (LA QUEMADURA DE LO OCULTO) Esta tarde la comunidad de vecinos se ha reunido con urgencia para buscar una solución al escándalo de ayer noche: el nuevo vecino del 3º 2ª, un muchacho que se pasa parte de la noche gimiendo en el lavabo, y al preguntarle hoy qué le había pasado, contestó que no era nada, una aparición que había tenido, una imagen monstruosa que le obligó a..., le daba vergüenza decirlo, le había obligado a tocarse varias veces a lo largo de la noche para liberarse del pánico, de la angustia. A continuación se transcribe el resto de su confesión: Dice que lo oculto le ha quemado la mano y le ha dejado una herida, una quemadura que no le permite tocar las cosas. Es lo oculto, cuando se manifiesta; es la transparencia de lo oculto, dice, que se muestra y desaparece, y si lo contemplas una vez te perseguirá siempre al cerrar los ojos. En el sueño se te aparecerá otra vez lo oculto, su transparencia monstruosa, que deja adivinar lo que esconde, pero que nunca podrás ver del todo ni alcanzar a tocar, como unas 62


flores que al ser miradas te quemaran la mano y te hicieran una herida. Una quemadura que siempre te aniquilará cuando cierres los ojos y se te aparezca de nuevo aquella imagen. Esa tentación que te insinúa lo que no verás, pero que te destruirá y te dejará una quemadura en la mano, un resto de sueño. Una quemadura como ésta, dice abriendo la mano, despellejada, medio comida por el fuego, que luego esconderá en un guante de seda para refrescarla. Verlo, deslumbra. Tocarlo, es imposible, está más allá, arde en las profundidades. Y se pregunta: ¿por qué lo oculto se insinúa si no quiere mostrarse del todo? Quizá, dice, se insinúa para señalarnos que existe aunque esté oculto. Como las flores marchitas, escondidas, que sin embargo continúan exhalando cierto perfume. Flores ocultas y marchitas que, no obstante, consiguen que la palabra se incline y busque en la oscuridad perfumada, en esa oscuridad donde nacerá el poema, la canción de la flor marchita: aquella imagen que entró en su sueño y ardió, aquella imagen monstruosa que ocupó su sueño toda la noche, y al despertar tenía una quemadura que le devoraba la mano. Hasta aquí la confesión. Debatido el tema, la comunidad de vecinos decide por unanimidad expulsar al nuevo vecino del edificio, antes de que otros lo imiten y se toquen por la noche en el lavabo de modo estentóreo, alterando el sueño de los vecinos, de los matrimonios que ya han cumplido con su obligación en el más estricto de los silencios y que ahora descansan. Al comunicarle la noticia de la expulsión y el motivo, él se limitó a responder, triste pero sin avergonzarse, que no se masturbaba, como le decían de una manera tan poco educada, sino que él lo que tenía por las noches era una aparición que le dejaban unas quemaduras en las manos y las desollaban. 63


Tiempo después, el muchacho envió una nota a sus exvecinos en que les contaba lo siguiente: «Érase una vez una flor sin tallo que creció al lado de un tallo sin flor. Un día de mucha luz, se transparentó el interior de la flor, se abrieron y se cerraron sus bellos pétalos. El tallo sin flor lo vio y soñó con la flor sin tallo. Al soñar, fue creciendo hacia la flor, la piel del sueño se tensó y el tallo sintió una quemadura. Herido, ya no pudo llegar hasta la flor. Dice la leyenda que desde entonces crecieron por separado hacia la luz, él torciéndose hacia otra flores, sin luz, oscuras, y ella, la flor, buscando otra luz que la transparentara, otro tallo. Una mañana de mucha luz, los vecinos del jardín se levantaron y con unas tijeras de podar cortaron el tallo y lo arrojaron a la basura. Y dicen que ahora la flor, con un tallo injertado, resplandece bella y transparente bajo la luz». Aún hoy se preguntan en la comunidad por el significado de esta nota, de este cuento que les envió el vecino expulsado. ¿Cuál debía de ser su intención al enviarla, y en quién pensaba el exvecino cuando hacía aquellas marranadas en el lavabo?, se preguntan aún los vecinos mirando de reojo a las vecinas. Todos Ignoraban que al exvecino le gustaba hacer teatro en el lavabo, molestar a los maridos y a sus esposas, provocarlos y aguar su presunta felicidad, simplemente eso. Ignoraban que él se había enamorado y no era correspondido, que se había enamorado de un muchacho que vivía en otro barrio y que no le gustaba ninguna de aquellas vecinas, «atiborradas», y mucho menos sus asquerosos maridos, «atiborradores de las atiborradas», decía más tarde en un bar, haciendo gestos y muecas de payaso.

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CRÓNICA DE LOS POBRES AMANTES

1 Una señora en la panadería cuenta que en su edificio han expulsado a una vecina por cometer obscenidades. ¿Obscenidades?, pregunta otra clienta de la panadería. Sí, responde la señora, era una mujer que en el ascensor, cuando las otras vecinas la miraban mal, les explicaba que a ella le gustaba ponerse un dedo entre los pétalos de las flores misteriosas (ya me entienden, les decía), y que seguramente era más feliz que muchas de ellas, les decía a aquellas vecinas casadas que la miraban con malos ojos. Era necesario expulsar a la puta aquella, no se debían permitir ciertas obscenidades en el ascensor, dijo la señora al pagar la barra de pan. 2 Parece ser que en la misma comunidad echaron también de su casa a otra vecina, por contar lo que no se debe contar, afirman. Siempre contaba la misma historia de una fruta: Que escogía una fruta, la pelaba con suavidad, pero estaba tan madura que se pelaba casi sola y el jugo se derramaba entre sus dedos delicados. Una vez pelada la fruta, la abría por la mitad, sin llegar a partirla, introducía los labios en la fruta, la probaba, succionaba el jugo y se estremecía cuando le bajaba por dentro, y añadía que sentía más placer que cuando se desnudaba con los hombres. Fue esta última frase la que motivó su condena y expulsión. Por no saber callar a tiempo, la puta. 65


EL DESPERTAR

El hombre y la mujer dieron unos caramelos al niño y lo llevaron a la habitación de matrimonio. Le dijeron que le iban a contar lo que hacen los hombres y las mujeres cuando son mayores. El hombre se desnudó y luego desnudó al niño, mientras la mujer se pintaba los labios y se desvestía también. Tendieron al niño en la cama, asustado, mudo. Acto seguido, la mujer le abrió el prepucio con unas pinzas doradas y empezó a descorrer la piel, arrugándola y estirándola como si fuera un diminuto acordeón de papel. Mientras tanto, el hombre acariciaba los ojos del niño y le besaba los labios. La mujer seguía masturbando al niño, cada vez con más fuerza, hasta que brotó un hilo de sangre del prepucio, el niño dio un grito y arrojó unas gotas transparentes en la mano de la mujer, cuyos dedos ya estaban ensangrentados. El hombre y la mujer limpiaron con agua oxigenada la herida del niño, se sentaron al borde de la cama y se masturbaron también allí mismo, mientras el niño escondía la cabeza debajo de la almohada. Más tarde, el hombre, la mujer y el niño abandonaron la habitación de matrimonio y salieron a la calle a pasear. Cuando el niño se hizo mayor, intentó amar y desear a las mujeres o a los hombres, pero en realidad no podía amarlos, nunca supo cómo se hacían estas cosas del amor. Sin embargo, un día se le acercó una prostituta, lo invitó a subir por una escalera oscura, entraron en un piso, le dio un beso delicado y se tendieron en la cama, sin desvestirse, y no sabemos lo que se dijeron. Pero al día siguiente aparecieron muertos en la cama del prostíbulo, con varios tubos de pastillas por el suelo. Se habían suicidado en el prostíbulo, y 66




no estaban siquiera desnudos, dijo el informe policial. Aún hoy se habla en el barrio de aquella familia tan solitaria y del niño triste, aquel niño que de mayor acabó de mala manera y fue encontrado muerto al lado de una desconocida, los dos suicidados en la cama de un prostíbulo.

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LAS FLORES MARCHITAS

Dice mi amigo que le gusta recordar las flores marchitas que cultiva a escondidas una vecina: son unas flores ya marchitas, pero que ella las cuida de tal modo, en la soledad de su estancia, que parecen siempre flores recién plantadas, frescas. No son como las flores de las otras vecinas, flores cortadas en balcones y ventanas que no atraen la mirada de los paseantes, que todas son iguales y tienen el mismo perfume. Por el contrario, en las flores marchitas de su vecina, cultivadas en cinco palmos de tierra generosa y fecunda, se concentra el amor más solitario de esta mujer, el enamoramiento y deseo profundos con que ellas las cuida a diario, y cuyos pétalos, aun estando marchitos, desprenden una luz misteriosa por toda la casa. Me confiesa mi amigo que él entró una vez en casa de esta vecina para discutir unos asuntos de la comunidad, y que fue entonces cuando descubrió fugazmente unas cuantas de esas flores: se fijó en su transparencia, en la luz que irradiaban, y quedó deslumbrado. Desde entonces, al cerrar los ojos, percibe esa misma luz, una luz que se apodera de su sueño, deslumbradora. Y recuerda el espejo donde ella se miraba de reojo, mientras hablaban, con el reflejo de sus labios recién pintados entrando en el espejo y recibiendo el beso frío del cristal. Más tarde, seguramente volvería a cuidar una vez más las flores de su estancia, lejos de las miradas de los otros vecinos y vecinas, lejos de los amantes y de los novios con un ramillete de flores. Dice una leyenda del barrio que, por las noches, en casa de esta vecina, brotan las flores por todas partes y se 70


extienden hasta la habitación donde ella duerme, suben a su cama y la cubren con un manto de pétalos perfumados, hasta el amanecer en que desaparecen, pero habiendo dejado la habitación, la casa y toda la escalera perfumadas.

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UN SUEÑO

Hace un tiempo conocí a un muchacho en un bar que, me dijo, había perdido una flor. Como le respondí que no entendía lo que me decía, al día siguiente, sin hablar una sola palabra, me dejó un papel en la mano y se fue. Era un papel escrito que decía: «El tallo perdió la flor». Al cabo de unos días depositó dos papeles más en mi bolsillo. Uno decía: «El tallo sin flor deja ceniza en la mano.» Y el otro: «No hay más flor real que la que se transparenta en el sueño, y el tallo sin flor la busca en la soledad encendida.» Preocupado, un día le dije que no entendía la historia de la flor, y entonces accedió a explicármelo mejor y me dio otro papel, que decía lo siguiente: Hace ya un tiempo que tiene el mismo sueño: una mujer desconocida, con los ojos y los labios pintados, atraviesa las paredes del sueño –lleva una túnica translúcida, pero un ramo de flores esparcidas le cubre el cuerpo–, lo coge de la mano y lo conduce a una estancia oscura, donde brilla un cofre de cristal. Ella pronuncia un nombre, el cofre se abre solo y surge una flor, también brillante. Él quiere ver mejor el interior del tesoro y la flor, se acerca un poco más al cofre e inclina la cabeza hasta rozar casi la flor con los dedos. Pero entonces desaparece el tesoro, la mujer le entrega unos papeles y lo arroja de la estancia. Al despertar, aún tiene los papeles en la mano y lee uno de ellos: le advierten que no debe conocer nada más y que ya tiene suficiente con lo que ha visto. Y es desde entonces que se duele de la falta de flor y reparte copias de los papeles que tenía en la mano cuando despertó, esos papeles que vienen del sueño. 72


SIN PALABRAS

Ciertas habladurías decían que aquel inquilino iba a ser expulsado de la comunidad por enamorar a las vecinas con su malformación genital. Cosa que negaban todos los vecinos, y argumentaban que el motivo de la expulsión no tenía nada que ver con esa supuesta malformación, sino con los impagos de unos recibos y una serie de anónimos atribuidos a él. Sin ir más lejos, unos días antes de la fecha fijada para su expulsión, dejó un anónimo en el buzón de una vecina, viuda y con hijos, argumentaban. Y si luego no quiso irse y prefirió suicidarse en el piso, la culpa no era de la comunidad. La nota era un largo párrafo que decía: Éste sueño no se puede escribir, es el sueño que no tiene palabras, que no se puede decir, el sueño que penetra en la obscuridad y adivina lo que no ve, el despertar con la mirada inquieta, deslumbrada por lo que ha visto, el sueño que no es feliz al intuir lo oculto, el sueño que se vale y siente por sí mismo, pero sin escribirlo, sin decirlo con gestos o palabras viudas, el sueño que atraviesa las paredes y adivina lo que no ve ni toca, sin decirlo, el sueño que es sin ser, el sueño que es más que siendo dicho o hecho con gestos o palabras o piel, hermana de la viudedad, un sueño que no se puede escribir, que no tiene palabras, un sueño que no se puede decir de dónde viene, ni lo que ha visto o adivinado, un sueño que no se puede nombrar, hermano de la viuda, pero que deja en la mano unos pétalos estrujados, como prenda de lo soñado, hijos de la viudedad. Era un texto alucinante, que nadie podía entender, propio de un demente, decían los vecinos para consolar a la viuda afectada, destinataria de la nota. En seguida se comentó 73


que su suicidio no fue provocado por la decisión de expulsarlo del edificio, sino por la denuncia a la policía de las porquerías que le seguía enviando a la viuda unos días antes de irse, y cuyo hermano se vio obligado a denunciar, con la consiguiente humillación pública para el autor de esos anónimos y su suicidio. Que este último escrito no contuviera obscenidades y estuviera destinado al presidente de la comunidad para explicarle que él no era el autor de los anónimos, haciendo extrañas referencias a la vecina viuda, a los hijos y al hermano, no exonera de culpa a este mal vecino, argumentaban en la comunidad.

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ARCHIVO DE PAPELES DE LA COMUNIDAD DE VECINOS DE LA CASA BARROCA, GUARDADOS POR SI PROCEDE SU REVISIÓN EN EL FUTURO

1 Nota anónima del 25.10.1992, dejada en el buzón de una vecina casada, del 3º1ª. Se desnudó, se echó en la cama y se puso de espaldas, ofreciéndole la flor más secreta, de pétalos dorados, pero era todo un sueño: él estaba solo en el lavabo, a oscuras, y era el marido quien le abría la flor más secreta a la mujer, pero cuyos pétalos dorados ahora sentían las manos del otro, de él, que estaba solo en la oscuridad fría del lavabo (le gustaba hacerlo con la luz apagada), con un pañuelo de papel en la mano, que una vez empapado y agujereado arrojaría a las tinieblas del wáter, ya sin amor ni deseo, y con un poco de frío hiriéndole la mano, que diría el poeta. 2 Nota anónima dejada el 14.2.1993 en otro buzón, el 4º2ª. Tenía una planta que se había quedado sin flor –me dijo–, y fue por culpa de una vecina cuya voz, cantando o gritando en el lavabo o discutiendo en la habitación con su marido, que al parecer cada noche le abría demasiado las nalgas. Esa voz, pues, atravesaba las delgadas paredes del piso e invadía la intimidad de su habitación y penetraba en la ventana que daba a la calle, con aquella única planta de geranios cuyos tallos se pelaban solos, de miedo, al oír aquella voz. Cada vez 75


era peor. Hasta que se habían quedado sin flor de tanto pelarse al escuchar la horrible voz de aquella vecina. 3 Copia de la denuncia del 10.8.1995, firmada por el matrimonio del ático 1ª. Entregada en mano al presidente de la comunidad para el archivo. Dice que lo denunció a la policía porque aquel vecino pensaba demasiado en ella, cosas feas, según había podido averiguar a través de otras vecinas. La soñaba, y esto, decía, le provocaba pesadillas y le calentaba la cama, y al despertar, sin saber cómo, se levantaba toda húmeda, como si alguien la hubiera tocado durante la noche. Era, sin duda, él, su sueño, el causante de aquella alteración, que se metía dentro de ella y la pinchaba. Era él, denunciaba y volvía a repetirlo, quien le calentaba la cabeza desde arriba, desde su piso, desnudándola y tocándola con la imaginación cuando ella estaba en el lavabo o en la habitación, acostada desnuda o haciendo el amor con su marido. Él se interponía furtivamente entre los dos cuerpos, y en el momento del éxtasis utilizaba toda clase de sueños feos, de imaginaciones perversas, para dominar la mente de ella y hacer desaparecer al marido, su marido y «amante satisfecho y satisfactorio», añadía para que no hubiera dudas en la denuncia. De modo que, reiteraba por tercera o cuarta vez, todo esto era un no vivir, que la hacía soñar y la sometía mientras soñaba, y toda la cama se movía mecánicamente y las sábanas ardían como si estuvieran recién planchadas, y ella también se movía, como si una mano misteriosa la pinchara por dentro, hasta que se despertaba, angustiada, sudorosa, con aquellas manchas tan desagradables en la cama y la sorpresa lógica de su marido. Ésta era, pues, la denuncia que quería hacer y firmaba ahora. 76




UN SUEÑO SIN FINAL

Me dijo que vio a una mujer que se pintaba los labios delante del espejo de un bar. Más tarde, por la noche, tuvo un sueño: estaba en una habitación, iluminada con luces rojas y verdes –parecía un prostíbulo–, junto a la misma mujer de labios pintados y otro hombre. Él miraba cómo a la mujer se le iban despintando los labios, cómo la pintura se le escurría entre los pechos, cuerpo abajo, mientras el otro hombre que estaba en la habitación le ponía el mango de un cuchillo entre las piernas, del mismo color rojo que el pintalabios de la mujer. Al despertar, escribió lo que sucedió durante el sueño, pero al día siguiente rompió el papel. Así nadie conocerá su sueño, me dijo antes de darme un beso en la mejilla y explicármelo todo, un sueño que yo tampoco debo contar hasta el final.

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EL CUENTO DE LA VERDAD

Una mujer se lo pensó dos, tres, cuatro y cinco veces, pero al final decidió no acudir a la cita y no dejarse ver más. Dicen que un pobre diablo, un enamorado de los de antes, la estuvo esperando dos, tres, cuatro y cinco horas en aquella esquina nocturna, hasta que recibió un golpe de aire helado y, con el alma enfriada, se retiró de la esquina. Ya al día siguiente, comenzaron las maledicencias sobre su naturaleza fallida como amante, murmuraciones de barrio de los que él se defendía contando mentiras sobre la verdad de lo ocurrido. Se volvió, pues, embustero, y se acostumbró a mentir sobre todas las cosas y personas. Mientras tanto, meses después, la mujer que no acudió a la cita se casó con otro, y dicen que, la noche de bodas, en un arrebato de fidelidad, le explicó a su marido, con todo lujo de detalles, los defectos físicos y sexuales de su anterior novio, el de la esquina. No sabemos lo que sucedió después de esta confesión conyugal, a lo largo de la noche, pero muchos opinan que el hombre y la mujer se amaron agresiva y matrimonialmente, como debe ser, dejando para más adelante los ejercicios de crueldad. Entretanto, el otro, el de la esquina, se aficionó a mentir, a confundir a las conocidas y desconocidas que se le acercaban dulcemente, a marear con poemas a todas las vecinas, sin distinción de peso o belleza, decía ya con afán despectivo. Es desde entonces que se inventaba estrategias para soportar a las mujeres que acudían a las citas. Al verlas acercarse al lugar del encuentro, puntuales, ya empezaba a sentirse mal, como si estuviera en el mismo infierno. Tenía ganas de salir corriendo hacia lo desconocido, pero antes, por supuesto, les diría como halago las cuatro o cinco mentiras 80


amorosas, de rigor, que había preparado para este día (no más de cinco seducciones al día, ya que tampoco le gustaba abusar de su técnica).

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DICEN QUE LA MUERTE ATASCÓ LA PUERTA DEL BAR

Esto no ocurría en esta calle, en esta ciudad... Dicen que había tantos muertos aquel día, que no podían abrir la puerta del bar. Se esforzaban en abrirla, pero dicen que la puerta se había atascado con tanta muerte alrededor. Aquel día, pues, no pudieron abrir la puerta, y el dueño y su hermana anunciaron que el bar quedaba cerrado hasta después de la muerte, es decir, que no abrirían hasta que desaparecieran los muertos de alrededor, los muertos que atascaban la puerta. Pero esto no ocurría ni en esta calle ni en esta ciudad... Al cabo de unos días, el dueño del bar y su hermana volvieron a repetir lo mismo: que ya abrirían más adelante, cuando desaparecieran los muertos que se habían acumulado en la calle, atascando la puerta del bar. Y así fueron transcurriendo más días y más noches, con el bar cerrado, con la puerta atascada. Pero el bar y la puerta atascada por la muerte no estaban aquí, en esta ciudad, sino que estaban en otro lugar, en otra calle que no era esta calle. Eran los muertos de otra tierra que no era esta tierra, muerte acumulada alrededor del bar, atascando la puerta, en otra calle, en otra ciudad, pero cuyo olor a muerte llegaba hasta aquí.

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EL JARDÍN SOLITARIO

Dice que pasó al lado de un jardín cerrado, solitario, y al mirar vio dentro a una niña con dos flores blancas, cubierta de niebla, como si un cristal empañado protegiera la blancura de las flores. Al cabo de unos días volvió al jardín, pero la niña ya no estaba. De pronto, un golpe fuerte de viento abrió la puerta y vio una luz entre la maleza. Se acercó a averiguar lo que era y descubrió que era la luz que irradiaban dos flores ocultas, la transparencia de sus pétalos blancos. Al día siguiente, fue a verlas de nuevo, pero las dos flores ya no estaban, también habían desaparecido. Y se fue del jardín con aquellos pétalos blancos en la memoria, triste, como si los hubiera robado. Se sentía avergonzado, no por haber mirado, no por haber visto lo oculto, sino por haberlo robado y matado en un sueño. Un sueño en el que él aparecía matando flores con un cuchillo, estrujando los pétalos blancos que se iban desprendiendo. Pero cometió la imprudencia de morder uno de aquellos pétalos y éste empezó a sangrar en su boca, como si al morderlo hubiera herido la intimidad de aquella flores, sus pétalos blancos. Cuando se despertó, sobresaltado, aterrado, tenía la boca llena de sangre, y vio ratas blancas, despellejadas, que se movían por el suelo de la habitación, con pétalos colgando entre los dientes, sangrando.

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HAY AMORES QUE MATAN

Un día dejó de amar, pero no quiso explicar el motivo. Por eso decía que las mujeres le producían aversión, y le molestaban los hombres. Pues bien, desde ese mismo día algunos comenzaron a torturarle hablándole de amor, de lo mucho que lo habían amado y lo amaban. Decía que para despreciarlos, para rechazar ese amor, se masturbaba de cualquier manera, pensando en seres deformes y mujeres perdidas, y de este modo ensuciaba a las mujeres y a los hombres que decían amarlo. Era una forma de defender su vida íntima, que pretendían violar con tantas muestras de amor. Al fin, no pudiendo soportar la cantidad de amor que le arrojaban, el enorme peso amoroso y la profunda aversión que sentía, una noche se alejó, desapareció de los lugares conocidos y no volvió a hablar con los humanos, esos torturadores, decía, que utilizan la palabra amor para sangrar al otro, para atormentarlo y violarlo más allá de la muerte, con tanto amor. No querían comprender que él, un día, dejó de amar para siempre.

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LA HISTORIA DE UNA VISIÓN Lo maté en sueños... MAX AUB, CRÍMENES EJEMPLARES

No quería soñar lo que estaba soñando y, sin embargo, lo soñaba. Al despertar, no podía decir lo que había soñado, no podía explicarlo. El poder de lo oculto se le había revelado y reventado en el sueño, una forma parecía avanzar hacia él, amenazadora, pero vio sólo la parte iluminada. A la noche siguiente, al querer ver la otra parte de lo oculto, al querer completar la forma que había visto, quedó prendido en el sueño y ya no despertó: lo encontraron muerto en el comedor, colgado de un cinturón de cuero, de color granate, apuntó una vecina.

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EL VECINO VISIONARIO Fingen, molt cara amiga mia, los poetes. ANÒNIM, CURIAL E GÜELFA (LLIBRE TERCER, 21)

Cuentan en el barrio que había un vecino que siempre hablaba de sus visiones. En el ascensor, en la escalera, cuando salía a la calle, en tiendas y bares, durante sus trabajos de carpintería, siempre les contaba alguna de sus visiones, la última visión, decía, que había tenido ayer o anteayer. Parece ser que todo comenzó una noche en que no podía dormir, cuando de pronto vio un fulgor en la oscuridad. Se levantó de la cama y quiso acercarse a aquella aparición para verla mejor, pero un resplandor le deslumbró y sintió una leve quemadura en los párpados. Deslumbrado, con la quemadura en los ojos, empezaron sus visiones diurnas y nocturnas. Algunos vecinos dicen que sus visiones son fingidas, inventadas para seducir a las vecinas casadas y solteras, o a esas clientas que le encargan un mueble, una puerta de madera para la cocina o la reparación de alguna silla o cama. También dicen esos murmuradores que es entonces, en esas horas de trabajo, cuando más habladurías cuenta a las clientas (así califican estos vecinos sus visiones, con absoluto desprecio). En cuanto al fulgor que él dice haber visto, algunos sospechan que se trata de una blusa roja de verano de la vecina del ático 2ª, una de esas blusas rojas, transparentes, que llevan algunas mujeres para deslumbrar a los hombres, murmuran algunas vecinas.

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ENSAYO DE ORQUESTA También se escucha la música de las esferas celestes en el chasquido de una cerradura. JOSÉ LUIS GIMÉNEZ-FRONTÍN, QUE NO MUERA ESE INSTANTE

Hacía ya tiempo que en el barrio, al anochecer, se oían sonidos inarmónicos que entraban por balcones y ventanas. Los vecinos, insomnes, subieron un día a la azotea a ver qué pasaba, armados de palos y escobas. No vieron a nadie, a ningún maleante nocturno, pero descubrieron que allí arriba, en un tejado, había un grupo numeroso de gatos abandonados y perros cojos, todos muy ocupados con sus cacharros de metal y cuerda. Preguntados por su actividad, dijeron que no eran del vecindario, pero que venían al tejado de esta casa, no con la intención de molestar con maullidos y ladridos, sino a ensayar los sonidos que se oyen en el chasquido de una cerradura cuando te echan de casa y te abandonan. La comunidad de vecinos, por cincuenta y dos votos a favor y seis en contra, depuso palos y escobas con la condición de que los ensayos se efectuaran de día y no de noche, y acto seguido los vecinos insomnes se sentaron a escuchar los ensayos de esta singular orquesta de perros cojos y gatos abandonados. Hasta que un día la orquesta dejo de oírse y ya no hubo más música en aquel vecindario: los gatos y los perros habían sido envenenados y descuartizados en el tejado. La sangre bajaba goteando por los peldaños de la escalera del edificio, hasta la portería. Nadie volvió a mencionar nunca esta historia.

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UNA MALA EXPERIENCIA

Dicen que era un niño enamoradizo, que se enamoraba de todo el mundo. Pero se hizo mayor y un día se enamoró más de la cuenta: al cabo de unos meses perdió el equilibrio al volver de una cita y quedó malherido. Nunca más se enamoraría, afirmó delante de todos los vecinos. Es por eso que desde entonces sólo busca las zonas oscuras de la ciudad, las calles más ocultas, la parte trasera de las casas, para ensuciar el amor entre bolsas de basura y cartones.

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CON LA PUNTA DE LA LENGUA

Con la punta de la lengua. Así lo hizo, con la punta de la lengua –esto me dijo aquel día en un bar, antes de enmudecer y cambiar de barrio. Buscaba un nombre, el de otro, con la punta de la lengua, pero no lo encontraba. En la calle, no estaba. En el sueño lo buscaba, con la punta de la lengua. Tampoco estaba. El nombre se le escapaba. Ni con la punta de la lengua podía hallarlo. El otro, todo él, todo su nombre huía fugitivo y se le escapaba de la punta de la lengua. Todo él. Todo su nombre, huidizo, se le escapaba. De la punta de la lengua. Y fue así, buscándolo, como se quedó un día sin habla, muertas las palabras en la punta fría de la lengua.

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UNA HISTORIA DE INTRIGA

I Con mucha melancolía en la sangre. VALÉRIE TASSO, INSTRUCCIONES DEJADAS...

Dicen que ocurrió así: Suena un timbre se abre la puerta se cierra la puerta un departamento con una cortina una escalera se abre la puerta se cierra la puerta la habitación luz rojiza ahora anaranjada pero del lavabo sale otra luz blancuzca fluorescente espectros que van y vienen ante el espejo muertos desnudos ahora un escarabajo dorado atrapado en la telaraña de la pared junto a la cama manchas de sangre en la sábana no importa es agua roja de colonia dice la boca desdentada te ofrece no sé qué a buen precio rosas marchitas para el cadáver ahora te quiere manosear la parte más viva de la muerte exclama riendo pero le dices que no mientras se abre la herida y la muerte se amplía allí mismo con la parte más dolorida ahora se abre la puerta entra la muerte está como en su casa dicen desde el otro lado desde la otra habitación mientras salimos y cerramos la puerta con la muerte dentro dejamos a una muerte dentro y salimos con otra muerte afuera escarabajos derramados dorados en la escalera al descender al bajar a la calle una despedida un trozo de hielo en el suelo ha pasado la muerte dicen desde la otra acera una niña en la calle que te mira te lavas las manos y los ojos en una fuente y la niña te vuelve a mirar te mira como se mira a un muerto reciente en un cuento de amor érase una vez un novio que se había perdido en la noche siendo acuchillado al amanecer por el vidrio de una 92


botella rota atravesado por los cristales por el filo de una melancolía en la sangre esta noche de naufragio con violetas rotas entre los dedos con violetas rotas en el corazón en la botella rota que ha matado al novio del cuento cuya muerte reciente por amor es descubierta por la niña en la calle junto al agua de una fuente donde naufraga un escarabajo dorado al que rescatas con una hoja seca de árbol antes de irte con los ojos cerrados que la niña de la calle te ha lavado con claveles marchitos, antes de caer muerto, acuchillado en la calle. II PRIMERA CONFESIÓN EN LA COMISARÍA Ella declaró que lo que vino después no era amor lo puro se volvió obsceno era una corrupción amar ensuciarse el alma el cuerpo no era amor todo había muerto lo puro era obsceno y no quedaba nada la degradación derramar amor muerto en la boca trozos de hielo despojos amorosos era todo lo que quedaba no era amor lo que vino después sino herida chupar la muerte amor muerto. SEGUNDA CONFESIÓN EN LA COMISARÍA Ella confesó que él le ponía la polla en la boca para que no hablara para que no le dijera te quiero te amo tanto te beso quiéreme mucho le ponía la polla en la boca para que dejara de quererle tanto para que así nadie le quisiera con la polla en la boca todo era silencio y limpio pues él tenía el sentimiento muerto pero nunca era feliz con la polla en esa boca callada en la boca de ella que así no le hablaba de amor 93


hasta que un día ella se cansó de tanto silencio con la polla en la boca y le volvió a decir te quiero mucho sí y cogió un cuchillo y lo mató (pero no le cortó la polla en la boca como decían algunos sino que le cortó el cuello y la polla fue haciéndose más pequeña y fría fuera de la boca callada).

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EL PÉTALO

Le mandaron por mail una fotografía. La imagen, borrosa, parecía la de un pétalo, algo arrugado y un poco rojizo. Imprimió la fotografía y pasó la mano por encima de la imagen. Al palpar varias veces el pétalo, éste pareció cobrar vida, enderezarse. Como si brotara de la fotografía, el pétalo había formado un relieve que él, asombrado, volvía a reseguir con el dedo, cuando, de pronto, el pétalo comenzó a expulsar un líquido amarillento que se extendió sobre toda la fotografía, pegándose a sus dedos. Se fue al lavabo con la fotografía y cerró la puerta. Ahora guarda la foto en una cajita de terciopelo negro, que de vez en cuando abre, toca el relieve del pétalo y éste vuelve a expulsar el líquido amarillento. Después, se encierra como siempre en el lavabo, pero ahora al cerrar la puerta se oye un gemido y una voz que dice: «Al tocarme, has envenenado tu vida para siempre». No sabemos lo que ocurre en el lavabo cuando cierra la puerta.

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LECCIÓN POÉTICA

«Ésta es la historia de un beso que se extravió por las calles. Buscó una ventana con flores, no la encontró y ahora, extraviado, sigue buscando por calles y plazas. Hasta que un día, una vecina del barrio que salía de una tienda de comestibles, sintió un estremecimiento, como si le entrara algo por debajo del vestido. Dicen que era el beso extraviado. Cuentan algunos que la vecina salió huyendo de la calle y en el suelo quedaron unas gotas de sangre, trozos muertos, trozos de beso muerto, dicen los más finos del lugar. También explican, sorprendidos, que desde aquel día ya no hay ratas en el barrio: la muerte del beso extraviado, al desangrarse en la calle, las alejó para siempre de aquel lugar». Pues bien, dijo el profesor del Taller de Poesía, este texto que os he leído lo escribió un delincuente de la cárcel «La Modelo», y esto prueba que cualquier hijo de puta puede escribir un poema. Como vosotros.

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EL MALDITO RAMO BLANCO A Balthazar, el asno que, en la película de Pierre Bresson, AU HASARD BALTHAZAR, es maltratado hasta la muerte.

Dicen las malas lenguas que tuvieron que echarla del barrio después de avisarla y prevenirla en muchas ocasiones, porque ella ya no tenía ninguna vergüenza y se corría por todas partes, como si fuera una mujer de la vida, una de esas putas (a algunos vecinos les gustaba decirlo así, con estas palabras: «la muy puta se corría como una perra», o «los animales se corren a latigazos, y los hombres y las mujeres se corren en la cama»). Y todo por culpa de los sueños y las malditas flores. Había alguien, no se sabía quién, uno o quizá varios conocidos o desconocidos que se ponían a soñar con ella un rato, y ésta al instante se corría estuviera donde estuviera. Siempre con aquella humedad blanca entre las piernas, exhalando un raro olor a flores marchitas por todo el vecindario. Sí, a flores marchitas, corrompidas, y sabían de lo que hablaban, decían los vecinos arrugando la nariz. Todo se descubrió un día en que ella visitó a una vecina del barrio, que era modista, y sintió la necesidad de ir al lavabo, donde estuvo encerrada durante unos diez minutos. Más tarde, cuando ella ya se había ido, la modista fue al cuarto de baño y vio flores blancas en el wáter, en el bidet y por el suelo. Todo el cuarto de baño estaba lleno de flores blancas, dijo la modista al día siguiente, alarmada por el suceso. Reunidos con urgencia los vecinos de la comunidad, llegaron a la conclusión de que era la humedad lo que provocaba el estallido de flores entre las piernas de esta 99


vecina conflictiva. Y florecían, dijeron, cada vez que algún vicioso soñaba con ella, y luego se deshojaban marchitas cuando salía de su casa, dejando perdido el suelo de los otros pisos, de las calles y tiendas por donde pasaba. Con tanta flor corrompida extendiéndose a lo largo de las calles, el aire resultaba irrespirable. Por eso mismo, dicen, por eso la expulsaron del barrio, y ahora ya no hay ninguna flor por las calles y los vecinos pueden respirar tranquilos.

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EL CONSTRUCTOR Escrito al margen de LOCUS SOLUS, de RAYMOND ROUSSEL

Se dice que en una lejana aldea habitaba un constructor que fabricaba artilugios para amar. Destacaba el artilugio de los labios mecánicos, que «besaban mejor que los amantes», anunciaba el prospecto de propaganda. Eran unos labios artificiales, portátiles, que se podían llevar en un bolso o en cualquier bolsillo. Dicen que los construía utilizando una materia blanda que, al parecer, obtenía al macerar flores cultivabas en un jardín secreto, flores extrañas que nadie pudo llegar a ver. Introducía luego en este compuesto de pétalos una estructura de alambre que servía para accionar los labios artificiales, como si se tratara de un autómata. Cuentan que un día una mujer compró uno de estos artilugios para consolar su soledad, pero le ocurrió algo insólito, monstruoso. Dicen que fue víctima de un abuso y violación mediante unos hierros puntiagudos, y la encontraron tumbada en el bosque, desnuda, con el rostro desfigurado y las piernas llenas de sangre. Los habitantes de esa lejana aldea aún no se explican lo sucedido, ya que resulta difícil de creer la conclusión del médico forense: muerte accidental por mordeduras de unos labios artificiales, quizá de alambre, dijo el médico en una primera autopsia (encontraron el artilugio de los labios artificiales, portátiles, en el bolso de la mujer, ensangrentados). Otros cuentan que las cosas no fueron así, y afirman que el artilugio de los labios artificiales no estaba en el bolso de la mujer, sino que lo tenía incrustado dentro, como se descubrió en una segunda autopsia: lo tenía clavado en el 101


interior del ano, que estaba todo roído como si un ratón hubiera penetrado allí dentro y mordisqueara una y otra vez al no poder salir. Pero, más de uno se preguntaba, ¿cómo podían clavarse y morder unos labios artificiales que eran de materia blanda? ¿Acaso la materia se había descompuesto por el uso, resecándose tanto que esos labios artificiales, portátiles, se agrietaron, reventaron y se rompieron los alambres del interior convirtiéndolos en un artilugio de agujas capaz de matar? De ahí que, al final, se extendiera el rumor de que la mujer murió destrozada, no al reventar los labios mecánicos, sino por el abuso obsceno que alguien hizo con los alambres de esos labios. El artesano, el constructor de artilugios para amar, fue detenido y procesado por falta de escrúpulos y grave atentado a la salud pública. Al cabo de unos trece años, sin embargo, salió de la cárcel gracias a un indulto, y se cuenta que, ya viejo, murió solo y abandonado en una cueva del bosque, donde continuaba fabricando sus incomprendidos artilugios para amar.

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EL ANILLO MÁGICO

Era una mujer solitaria, misteriosa, que guardaba en un estuche un anillo mágico que podía abrir todas las puertas y ventanas. Cada noche lo escondía en un rincón distinto de su casa, que tenía doce puertas y cuatro ventanas. Dicen en la aldea que algunas noches, antes de acostarse, dejaba abierta una de las ventanas, y que más tarde entraba un pájaro negro, de alas blancas. Volaba por el pasillo, por las habitaciones, hasta que encontraba el estuche escondido en otro rincón de la casa. Lo picoteaba hasta abrirlo y ver cómo brillaba el anillo mágico. Dicen que al abrirse, el estuche gemía y la luz del anillo se derramaba por toda la aldea, provocando un estrépito de puertas y ventanas que se abrían y se cerraban solas, como poseídas por un conjuro. Al amanecer, la mujer tenía una pluma negra en el vientre, se levantaba, cerraba la ventana y enterraba la pluma en el jardín. Era un jardín donde sólo crecían flores negras, y donde años más tarde, muerta ya la mujer solitaria, encontrarían enterradas copias de unas doscientas cartas, en sobres individuales. Se comprobó que la mayoría de las cartas habían sido enviadas a exnovios que la habían rechazado, maldiciéndolos, y otras, unas quince, fueron escritas con amenazas a los vecinos que le hacían la vida imposible, se quejaba y maldecía. Había dos cartas, sin embargo, no enviadas, selladas con lacre y dirigidas a su hermana, en las que le confesaba que era la autora de varios crímenes amorosos, unos crímenes que no habían sido resueltos en su día por la policía de la capital. Junto a cada uno de los sobres, había una pluma negra, rota por la mitad, y una hoja de afeitar, oxidada. Doscientas 103


plumas negras, rotas, y doscientas hojas de afeitar, oxidadas, con restos de sangre, para doscientas cartas.

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DOS HISTORIAS

Siempre le preguntaban lo mismo: ¿Por qué amas? Si no eres amada, si nadie te quiere, ¿por qué sigues amando? Pero ella no contestaba a esas preguntas, y volvía a su casa, sin ser amada, pero amando más cada día. ¿Cómo podía resistirlo, cómo podía amar tanto sin ser amada?, le preguntaban algunos. No contestaba, no les decía que había muerto varias veces. Era una novia que había muerto de tanto amar, pero que aún vivía de lo que había amado. Muerta, vivía de amor y cada noche amaba más lo que había perdido, y volvía a morir, amando. Esto es lo que no sabían sus vecinos. Había otro caso. Éste era un hombre que había sido abandonado en una esquina por su novia. Mucho tiempo después, regresó aquella novia a la misma esquina y le pidió a su exnovio –que aún estaba allí, petrificado, unido a la pared– que la perdonara, que ella también había sufrido de amor al abandonarlo, le aseguraba. Pero él le respondió que se equivocaba de persona o de novio. Aquel novio al que ella se refería, murió al poco de ser abandonado. Por supuesto, ella no se había enterado de la noticia. Es lógico, nadie lo supo: él mismo, su amigo, se cuidó de los preparativos fúnebres; él mismo lo había enterrado, más allá, en un lugar desconocido, bajo las flores de un ramo marchito. Si quería, le dijo a la exnovia, podía mostrarle el lugar de la sepultura. Ella le contestó que no era necesario y se fue por donde había venido. Entonces, él sonrió, mientras más allá una calavera aparecía entre las flores de un ramo marchito: era la calavera del novio abandonado. En realidad, la explicación del misterio era que la novia no se había equivocado, es decir, no se había equivocado de 105


novio, pero había llegado demasiado tarde a la cita, en aquella esquina, y el novio que la recibió era el muerto, el mismo que realmente murió esperando y que de vez en cuando salía a dar una vuelta por el lugar del desastre y luego, al volver, se quedaba petrificado unas horas contra aquella pared. Así pues, hablando con más precisión, era y no era él. En realidad, no había hablado con el novio al que abandonó, sino con el muerto que se había quedado allí, parado en la esquina, petrificado. Dicen que aquella misma noche, ella, para olvidar, hizo el amor con un desconocido, mientras él abandonaba la esquina y volvía a la sepultura, a su calavera, sosegado y ya sepultado para siempre bajo las flores de un ramo marchito. No volvió a salir. Esto es lo que cuentan.

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EL CEPILLO DE DIENTES

Dicen que tenía una dolencia de amor. Vivía sola, y cuando volvía a casa, después de una dura jornada de trabajo (era peluquera), se iba directamente al cuarto de baño, cogía el cepillo de los dientes, apagaba la luz y encendía una linterna. Unos vecinos descubrieron un día, por el ventanuco del lavabo, que la mujer se acariciaba con el cepillo de los dientes: apagaba la luz, abría las piernas que se iluminaba con una linterna y se frotaba con las púas del cepillo hasta sangrar –empapándolo de gotas rojas, decían los que la habían espiado mejor. A la mañana siguiente, cuando se lavaba los dientes, un sabor a muerte le subía al paladar, a la lengua. Pero esto último se lo imaginaban los vecinos, los mismos vecinos que la descubrieron con el cepillo de los dientes en la mano, frotándose hasta sangrar gotas rojas. Dicen que vivía sola y sufría dolencias de amor. Un día se marchó de aquella casa, sin despedirse de nadie. Pero dejó un cepillo de los dientes sobre la mesa, envuelto en una servilleta de papel donde había escrito, con tinta azul, estas palabras: «Cerdas, púas de cerdo, como todos vosotros».

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HAY AMORES QUE MATAN

Dicen que se suicidó por enamoramiento. Dicen que se enamoraba demasiado, tanto, que ya no podía salir ni a la calle. Se enamoraba a cada instante de cualquier desconocida. No les decía nada, no las rozaba, sólo una mirada, un rostro, un perfil, y ya quedaba prendado de esa nueva desconocida. La seguía un rato, a una prudente distancia, hasta que se cruzaba con otra desconocida, y se volvía a enamorar. A veces aparecía un novio o alguna amiga de la desconocida, pero eso era lo de menos: las contemplaba un poco más y ya se iba, era educado y no iba a entorpecer ninguna relación. Además, enseguida se cruzaba con otra desconocida de la que se enamoraba y estaba dispuesto a serle fiel para siempre..., de no haber sido por la fatalidad de que ya se acercaba por la acera otra desconocida que también lo enamoraba. En suma, tanto enamoramiento era insoportable, tal cantidad de amor fugaz por calles y plazas no podía resistirlo un simple mortal. Y cuentan que se suicidó, agotado, destruido por esos amores a distancia, por esos enamoramientos callejeros, efímeros, que duraban unos instantes, es verdad, pero auténticos y profundos en su brevedad. Muchos no comprenderán nunca su modo de vivir y de enamorarse así, hasta el agotamiento y la extinción, dijo un amigo suyo en el funeral, un amigo del cual se dice que el finado también se enamoró en más de una ocasión.

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HISTORIA DE UN PREMIO LITERARIO

Soltero, sin familia, vivía en el barrio desde su infancia y todos conocían su afición a las letras. Sabían que se presentaba a premios literarios de poesía y narrativa. Por fin, dos días antes de su fallecimiento, por muerte súbita, a los 63 años, le comunicaron que le habían concedido un premio de poesía, honorífico, sin dotación económica. Durante el funeral, algunos vecinos calcularon que el poeta del barrio se había presentado a unos 504 premios, ocho por año, es decir, a cuatro premios de poesía y cuatro premios de narrativa al año, según él mismo había comentado por bares y tiendas. Días más tarde, en el vecindario hicieron una recolecta para recaudar unos miles de euros y hacer grabar una lápida donde constara la obtención del citado premio de poesía. Aunque otorgado a última hora, unos días antes de la muerte súbita del poeta, añadieron algunos bromeando. Recaudados 999 euros, en el barrio encontraron a un tallador de lápidas de mármol que les hizo un buen precio, un precio de vecino, les dijo, y labró en la lápida el nombre del poeta y el del premio obtenido: XXXI Premio de Poesía El Orfeo Efímero, haciendo constar la fecha en que fue concedido y el título del poemario, Cantos a una desconocida. Poemario que hasta hoy, después de quince años, aún permanece inédito y guardado en el cajón del armario de una de las vecinas. El manuscrito lleva una cita: «Al igual que Orfeo, todos los poetas estaban al borde de una muerte trágica», de un tal Apollinaire (¿será un distribuidor de pollos?, dicen que comentó uno del jurado).

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LA PURIFICACIÓN

Era un vecino muy silencioso, siempre daba una imagen sospechosa con sus miradas y gestos y parecía recelar de todo el mundo. Apenas me saludaba cuando coincidíamos en el ascensor o en la escalera. Un día me explicaron la historia amorosa de sus padres, una de las más sorprendentes y pavorosas que conozco. Él creía que sus padres se habían separado de mutuo acuerdo, pero más tarde descubrió por unas cartas que fue ella, su madre, quien lo abandonó a él y a su padre y se casó con otro. Al cabo de los años, después de haber estado con muchos hombres, ella quiso volver a su lado, al lado de su primer marido, más enamorada que nunca, según le confesaba en una carta. Su padre aceptó, pero con una condición, le dijo: de vez en cuando, ella debería ir con algún hombre o alguna mujer, cobrar por ello, volver al lado de él, prostituida, y entregarle lo cobrado. El pago debía ser estrictamente simbólico, pues su padre era muy escrupuloso y no quería tener que lavarse las manos otra vez al tocar el dinero. Una vez hecha la entrega fruto de su prostitución (lo remarcaba así en una de las cartas, «fruto de su prostitución»), ella se tendería desnuda en la cama, al lado de él pero sin tocarle, y se masturbaría. Una vez que ella se hubiera corrido (escribía esta palabra en cursiva), él se levantaría, siempre sin tocarla, se iría al lavabo y se masturbaría con un trozo de papel higiénico: ella no podría verlo ni sabría nunca en quién pensaba cuando lo hacía. Acto seguido, volvería al lado de ella, que recibiría el papel higiénico empapado, como si comulgara con algún novio. Después, ella se frotaría el cuerpo con el papel mojado, apretándolo para que se fuera 112


escurriendo el líquido, hasta que al final formaría una pelota húmeda, arrugada, que luego debería arrojar a la cloaca para preñar a las ratas. Acabada la ceremonia, que tendría lugar en un prostíbulo (esto se lo decía al final de la carta, ya que para dar un mayor suspense a la ceremonia le iba explicando poco a poco lo que debía hacer), él le haría una entrega simbólica de dinero, con guantes (su padre no quería mancharse las manos, recordemos), y se despediría de ella como si fuera una desconocida y él un cliente más. Cada uno se iría a su casa y se olvidarían de lo ocurrido, hasta que volvieran a encontrarse al cabo de veintidós días exactos. Una noche ambos fueron hallados muertos, dicen que envenenados, en un prostíbulo de mala muerte. Su hijo, el vecino extraño, receloso, lo explica así y no quiere contar nada más.

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CUENTOS INMORALES DE LA TIENDA DE VESTIDOS DE NOVIA



INTRODUCCIÓN

Hace ya tiempo, unos tenderos del barrio me preguntaron si me interesaría alquilar la trastienda de su comercio como vivienda, ya que ellos se trasladaban a un piso que habían comprado en otro barrio. Bajarían todas las mañanas a la tienda de comestibles, tendrían abierto y venderían hasta las dos de la tarde, luego cerrarían y «me dejarían todo el dominio de la trastienda», me decían medio en broma. La verdad es que también les interesaba que hiciera un poco de vigilante de la tienda por la noche, teniendo en cuenta «el barrio conflictivo y los tiempos que corren», me dijeron. Acepté la oferta y me trasladé a vivir a la trastienda, harto ya de los ruidos en mi piso y la mala convivencia con los vecinos. Aunque al principio me parecía un inconveniente tener que atravesar la tienda para salir y entrar a la vivienda, en seguida me adapté bien a la nueva situación, a tal punto que muy pronto entablé conversación con los clientes habituales de la tienda, cosa que también agradó a mis caseros, los tenderos (un matrimonio sin hijos). Ellos seguían bajando a la tienda de lunes a sábado, como habían dicho, abrían a las ocho de la mañana y cerraban a las dos de la tarde, sin causarme la menor molestia, y vivía tranquilo entrando y saliendo de la trastienda para ir a la sucursal bancaria donde trabajaba por las mañanas. Fue así, al cruzar la tienda para salir, como fui haciendo relación con uno de los clientes habituales, un hombre muy delgado, un poco tartamudo, que ya siempre preguntaba por mí cuando iba a comprar. Y cuando nos encontrábamos, lo invitaba a pasar a la trastienda para tomarnos un café. Más adelante, el trato ya fue más frecuente y él mismo venía a verme directamente, aunque no tuviera que ir a comprar.

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Un día, mientras tomábamos el café, me habló de su hermano mayor, el cual tuvo una experiencia demoledora, me dijo, al trabajar en una tienda de vestidos de novia: sufrió acoso, malos tratos, toda clase de abusos. Me explicó que todos abusaban de la fragilidad de su hermano mayor, que ya de niño, por su belleza delicada, había sufrido abusos por parte de los pederastas, que bajaban al barrio en busca de «ángeles», decían, uno de ellos incluso amigo de la familia, y esto le había dejado tocado, como perplejo e indefenso ante la brutalidad de la vida. Su hermano se había suicidado hacía un par de años, me confesó, y le dejó un paquete que contenía dos carpetas escolares, con una serie de relatos extraños, morbosos. Se trataba de una colección de historias sobre un mismo tema: todo ocurría en una tienda de vestidos de novia, una tienda que más bien parecía una sala de tortura o un burdel, según lo que relataba su hermano. Como ya me había dicho, su hermano era demasiado frágil, muy débil de espíritu, para reaccionar a cualquier abuso, y era tan delicado que a veces rozaba el ridículo con su manera afeminada de comportarse, sin saber cómo reaccionar cuando lo trataban de cualquier manera y abusaban de él en todos los sentidos: laboral, sentimental y sexualmente. Me preguntó si me gustaría que me leyera algunos de los relatos de su hermano, y le dije que sí, que me encantaría escucharlos. Días después, me entregó una copia de cada uno de los cuentos que me había leído. A continuación, pues, transcribo algunos de ellos. Son relatos crueles, morbosos, pero también satíricos, donde unas personas, con una clara obsesión perversa, abusan de su poder y someten a otra persona, de categoría laboral inferior, cuya fragilidad no le permite reaccionar a tiempo ni como es debido. No he censurado ningún fragmento por desagradable que pueda ser.

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LA MANCHA SECRETA

Era una mañana de verano, llovía y hacía un calor húmedo, pegajoso. Él acostumbraba a llegar al almacén antes que los demás empleados, abría las ventanas, ponía en funcionamiento el ordenador y empezaba a abrir y cerrar cajas con vestidos de novia. Pero a veces también se presentaba a primera hora, de improviso, la propietaria. Aquella mañana, por ejemplo, dijo que necesitaba encontrar enseguida un correo del día anterior, un mensaje urgente, y se fue a la mesa de él y se le sentó encima para trabajar frente al ordenador. Mientras los dos buscaban el correo en la pantalla, ella le dio un pellizco en el pantalón, apretó, dio un gritito de sorpresa y se levantó. Pero acto seguido volvió a sentarse encima de él y continuaron buscando el correo en el ordenador. Le dio otro pellizco, pero esta vez no apartaba la mano y le pellizcaba más fuerte, y apretó, apretó más, hasta que él emitió un pequeño gemido de dolor, y ella sintió como un estremecimiento en la mano. Se levantó riendo y dijo que ya había encontrado el mensaje urgente del día anterior, mientras una mancha lenta de humedad se extendía por los pantalones de él. Resignado, esperó a que la mancha se secara un poco, y al cabo de unos largos dos o tres minutos se levantó por fin de la silla, tapándose con una revista de jardinería que le habían regalado, y dijo que se iba a tomar un café. Pero al salir a la calle se dirigió enseguida a una tienda de ropa de caballero, se probó unos pantalones que estaban de rebajas, y aunque le iban un poco anchos y cortos de talla, le dijo a la dependienta que le gustaban mucho y que se los llevaba 121


puestos. Guardó en una bolsa los pantalones manchados. Al volver a la oficina, ella, la propietaria autoritaria, le echó un mirada furibunda a los pantalones nuevos, le comentó que era un mal día para cambiarse de pantalones –aún llovía–, y añadió que no le gustaba el color, aunque el diseño no estaba mal, quizá un poco ancho por detrás, pero esta amplitud le iría bien para las rozaduras del verano, le dijo en tono de burla. Al salir del trabajo, cuando volvía a casa andando e intentaba serenarse dentro de aquellos pantalones demasiado anchos y cortos, sentía como si caminara desnudo y todo el mundo pudiera verle aún la mancha secreta. Menos mal, se decía, que con la revista de jardinería en la mano, con aquella fotografía en portada de plantas y flores, podía cubrir un poco la mancha simulando que era un lector aficionado a la jardinería.

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LAS TECLAS NEGRAS DEL PIANO

Durante muchas noches a lo largo de aquel verano, la fotografía que le había dado una vecina –un retrato de ella desnuda en la bañera, con su marido echándole espuma encima, ambos de pie, una fotografía toda blanca–, penetraba en su sueño, alteraba su espíritu y abundaban los deseos pecaminosos, incontinencia incluida, ante la alarma de su madre al lavar las sábanas. Dicen que superó los efectos fotográficos gracias a la ayuda de otra vecina, aunque tan sólo le hizo de novia unos meses dada la incontinencia que él ya no podía controlar. Estudiante de música en su juventud, estudiante muy aplicado, ahora se ganaba la vida tocando el piano en bares de mala muerte. Pero hace ya tiempo que dejó de tocar las teclas blancas del piano, que semejaban, decía, blancura de baño, porcelana obscena de lavabo: de ahora en adelante sólo tocaría las teclas negras, así no se mancharía las manos con malos pensamientos, con el recuerdo de aquella fotografía tan blanca. Más tarde, compondría baladas y canciones, sólo para teclas negras de piano, e incluso tuvo un éxito en el año 1957: «No quiero más fotografías blancas», se titulaba, y fue proclamada «canción del verano» aquel mismo año. Así fue pasando su vida, huyendo siempre de la blancura, a una prudente distancia del blanco. Hasta que un día fue detenido al salir de casa, sospechoso de acosar a una vecina con letras de canciones pornográficas, «aunque sólo eran para teclas negras de piano», confesó en el interrogatorio policial. El día de la detención, por cierto, llevaba un traje blanco.

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UN MORADO

Él estaba en el almacén de la tienda de vestidos de novia, ordenando albaranes y facturas cuando se acercó ella, una compañera de despacho, y se inclinó para comentarle al oído un asunto de trabajo. Él volvió la cabeza y se quedó sorprendido al ver a su lado un escote abierto y unos pezones gruesos, tan cerca de su cara que le tocaban casi la oreja derecha. Era tal su perplejidad por esta visión que, al quedarse solo, derramó un vaso de agua que tenía sobre la mesa y se levantó a buscar unas hojas de periódico. Mientras secaba el agua derramada, se dio cuenta de algo y se sentó de inmediato. Miró a los lados por si alguien había advertido lo que le sucedía, aquel abultamiento inoportuno, y se encontró con la mirada de la otra, la propietaria y diseñadora, que ya le sonreía irónica. Se acercó a él y le preguntó cómo la tenía de larga..., la factura, dijo, y se rió. Él disimuló y se concentró de nuevo en los albaranes. Pero ella dio un salto, se puso a su lado y se le sentó encima, levantando un poco el vestido, como de costumbre. Pero esta vez lo hizo con más vigor, con más contundencia, haciendo impactar con fuerza el poderío de sus nalgas contra el regazo de él. Pero con tan mala fortuna que él sintió como la cremallera de sus pantalones se abría y se le introducía en la piel, haciéndole daño, pero reprimió el dolor. A causa del impacto, la silla se había desplazado hacia atrás (una silla de oficina, con ruedecitas), separándose unos palmos de la mesa. Ella se levantó, le dijo que se acercara más a la mesa y volvió a sentarse de un salto sobre sus rodillas, colocándose ahora mejor entre sus piernas, rozándole y abriéndole más la bragueta de los pantalones, cuya cremallera aún le dolía. Él 124


no sabía dónde poner las manos, le miró los muslos, la cintura, y al final optó por dejar los brazos caídos, colgados a lo largo de la silla, impotente, sin atreverse a tocarla. Ella se abalanzó hacia delante para ver mejor unos datos en la pantalla del ordenador, con lo cual la blusa se le escapó de la falda y ésta se ahuecó, dejando ver unas bragas blancas con florecillas en las costuras, por donde asomaba la pelusilla de las nalgas. «¡Qué estás mirando!», exclamó ella sin volverse, como si adivinara y sintiera la mirada en la piel. «Nada, nada», dijo él, mientras ella ya le volvía a interrogar sobra la extensión de la factura, sobre sus medidas. Como él no respondía, le dio un fuerte pellizco en la bragueta, palpó bien y comentó, como si fuera un urólogo, que según la prueba material o tocamiento podía deducirse que la tenía más gruesa que larga, unos nueve centímetros de ancho por unos siete u ocho de largo, bromeó. Es decir, que si por un lado al tenerla proporcionalmente más gruesa que larga no podía llegar hasta el fondo, sí que podía, por otro lado, llenar a satisfacción el espacio ocupado. No estaba, pues, nada mal, diagnosticó: un instrumento delicado, más interesante que el de su marido, dijo, que tiene unas medidas vulgares más acordes con lo que se entiende como un hombre macho, y que a veces resulta desagradable para una mujer tener que soportar dentro todo aquel material, toda aquella basura dentro de una removiendo las entrañas, removiéndolas en vano, dijo antes de levantarse y salir del almacén, riendo. A causa del pellizco le salió un morado en el pene (aunque esto, como es lógico, lo comprobaría más tarde en su casa al sacarse los pantalones y acostarse solo y humillado, como siempre).

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ALBARANES Y FACTURAS CANCELADAS

Él y ella (la encargada y confidente de la propietaria de la tienda de vestidos de novia) se dirigen a un almacén que está en otro edificio, donde guardan embalados en cajas de cartón vestidos antiguos, pasados de moda, y papeles viejos de la oficina (archivos de albaranes, facturas, libros de contabilidad). Antes de llegar al almacén deben comprar dos botellas de agua, dice ella, ya que hace calor y hoy sudarán al tener que hacer limpieza y romper todos los papeles que tengan más de cinco años de antigüedad. Al llegar al almacén, ella se pone una bata para no ensuciarse con el polvo. Empiezan a trabajar abriendo las cajas de cartón, analizan el contenido, miran las fechas y rompen todos los documentos de más de cinco años de antigüedad, caducados. Al cabo de una hora más o menos, ella tropieza con una de las cajas, se agarra a él. Le dice que está un poco fatigada y se sienta sobre un saco lleno de papeles rotos. Él también descansa sentado en el suelo, mientras ella bebe un sorbo de agua, hace un gesto extraño y abre las piernas: la bata se abre, no lleva ropa interior y tiene el sexo rasurado. Ahora dice que le duele la espalda y quiere recostarse un momento, y él la ayuda a organizar un lecho con las cajas de cartón. Ella se estira, con la bata desabrochada, hace mucho calor y se moja los pechos con agua, unos pechos marchitos por la edad, aunque se conserva joven de aspecto, piensa él. Pero ella ahora, de súbito, desliza la mano hacia abajo, por el vientre, la bata se abre más, y entonces él descubre un pájaro tatuado, un cisne dibujado alrededor de su sexo rasurado. Ella le sonríe al ver su asombro y le dice que le 126


gustan mucho los cisnes, los pájaros de cuello largo, y añade que él también tiene el cuello largo. Él disimula y se hace el distraído mirando a otro lado. Ella se pone la mano en el pubis, sobre el cisne tatuado, el cual empieza a moverse como si estuviera vivo. Le dice que si quiere puede acariciar las plumas y el cuello del cisne, él vuelve la cabeza y le responde que no, que él no sirve para acariciar esta clase de animales. Para estas cosas ya se ve que no es un verdadero hombre, le dice ella, y sigue con los ejercicios del cisne. Lleva la bata toda abierta y cada vez se estremece más. Con el movimiento de su cintura, el pájaro tatuado parece cobrar vida, agitar las plumas y picotear. Por fin, ella da un grito: «¡Cisne, cisne de cuello largo!», exclama, y algo que sale del cisne tatuado se derrama sobre el lecho de cajas de cartón. Entonces, por curiosidad, él pasa los dedos por el cartón y toca un líquido viscoso. Ahora, junta su mano a la de ella y roza las plumas del cisne. Al cabo de unos segundos, se levanta, mareado, y vomita en un rincón del almacén, sobre los albaranes, facturas, balances contables y vestidos de novia ajados, pasados de moda.

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UNAS FOTOGRAFÍAS

Esta vez será memorable, lo recordará toda la vida, le decía la propietaria de la tienda a su encargada, fiel colaboradora y chivata. Entraron en un cuartucho del almacén en donde él acostumbraba a quedarse amodorrado en una silla, después de comer. La propietaria se puso una peluca rubia, una capa, unos guantes de goma de la mujer de la limpieza y se hincó de rodillas frente al durmiente: le bajó la cremallera del pantalón, le extrajo el pene fláccido con una servilleta de papel, lo manoseó para endurecerlo un poco y simular un coito, que la otra, la encargada, debía fotografiar. Pasados unos instantes, la propietaria le ordenó disparar la cámara y la chivata se puso a dar brincos alrededor haciendo fotografías mientras él seguía durmiendo. Y le dijo a la propietaria: «¡Esto sí que será una exclusiva fotográfica!» (A esta encargada le gustaba presumir delante de las cinco dependientas de la tienda explicando que su marido tenía el aparato más grande del vecindario y lo había fotografiado. Pero las dependientas se preguntaban a escondidas y entre risas cómo habrían adquirido conocimiento sobre tales tamaños ella y sus vecinas). Una vez hechas las fotografías, la propietaria envolvió el sexo con una servilleta de papel, lo introdujo dentro del pantalón, cerró la cremallera y las dos salieron del despacho. Al despertase, él sintió algo húmedo en el pantalón, comprobó lo que era y descubrió la servilleta mojada. Le sorprendió, pero se dijo que seguramente había bebido demasiado durante la comida y que después, durante la siesta, habría tenido algún sueño erótico del que no recordaba nada.

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Al día siguiente por la tarde, recibió un mail de remitente desconocido (escrito y enviado sin duda por alguien que colaboraba con ellas en esta broma macabra), sin texto y con un archivo adjunto de seis fotografías. Abrió el archivo y vio en las fotografías una mujer rubia, con una capa y unos guantes de goma, de espaldas, que le manoseaba el sexo a él. Al pie de las fotos, había un texto anónimo que decía: «Ya te hemos descubierto. Tienes un sexo infantil, con eyaculación precoz. Eres lo que siempre habíamos sospechado: una mujercita, querido». Aturdido, desconfiando de todos y todas, al salir de la tienda se fue caminando hacia el puerto y estuvo a punto de arrojarse al mar. Pero una mujer muerta, con un vestido de novia roto, pasó por su lado y le dijo que no lo hiciera, que no valía la pena, y ambos se fueron de paseo dándose la mano como dos niños. (Este final lírico fue añadido por el autor al cabo de un tiempo substituyendo otro final más truculento, me dijo su hermano, donde el personaje era detenido por la policía y acusado de pervertido y sádico por enviar cabezas de perro, congeladas dentro de bolsas de plástico, a sus compañeras de trabajo. No se sabe cómo las conseguía o si decapitaba él mismo a los perros).

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RUIDOS EN EL BAR

Estaba solo en el almacén, tranquilo, empaquetando vestidos de novia, cuando oyó un taconeo que se aproximaba y entraba ella, la autoritaria y diseñadora de la oficina. Se inclinó hacia él, le puso los pechos sobre los ojos y le consultó un asunto. Después se sentó frente a él, a un metro de distancia, poniendo primero una pierna sobre la otra y luego abriéndolas y mostrando el color de las bragas: una tira roja con una cinta negra bordeándola, y el vello del pubis pugnando por salir, rizos rubios como escarabajos de oro tratando de huir de aquel lugar oscuro. Al terminar la consulta, ella le dijo que hoy irían juntos a tomar un café, que no se escapara como siempre. Y también como siempre, él aprovecharía cualquier descuido para no ir con ella: esperaba a que estuviera ocupada hablando por teléfono o reunida con otra persona, y entonces, disimulando pero sin correr, salía de la tienda e iba solo al bar a desayunar. Pero allí, en el bar, ya le esperaba, no ella (aunque todo era posible), sino otra sorpresa. La mujer del dueño del bar, aprovechando que el marido estaba en la cocina, le explicaba la anécdota (ella lo decía así) de la noche anterior con su marido, lo cual demostraba, decía, la falta de delicadeza de todos los hombres. Y le contaba cómo el marido, después de lo que le había hecho por detrás (le avergonzaba explicar más detalles), se levantaba de la cama y se iba a ver la televisión, dejándola a ella en la cama, encogida, soñando con hombres delicados. Mientras le explicaba todo esto, lo miraba fijamente a los ojos, deletreando las palabras. De pronto, le anunció que se sentía indispuesta y que necesitaba ir al lavabo. Él seguía en la barra del bar, leyendo el periódico. 130


Le sorprendió oír voces y toses en el lavabo, como si hubiera más de una persona allí dentro. También escuchó el ruido de la cisterna del wáter. Instantes después, ella salía con una sonrisa, miraba hacia la cocina y comprobaba que su marido estuviera aún allí, haciendo la tortilla de patata y calabacín de todos los días, y volvía a la barra del bar. Se ponía frente a él de nuevo, pero ahora no le sonreía como antes y le decía que ya podía irse, mañana le contaría más anécdotas y..., ya no podía añadir nada más porque su marido empezaba a llamarla a gritos, a insultarla desde el fondo de la cocina. Un día más, otro día más en el infierno.

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ESCÁNDALO EN EL AUTOBÚS

Él ya se disponía a salir para ir a entregar un vestido de novia, cuando la propietaria de la tienda lo paró y le dijo que la esperase, que esta vez lo acompañaba porque le haría una última prueba del vestido a la novia. Además, quería visitar a otra clienta que debía los últimos plazos del vestido y la ropa interior de novia que había comprado hacía más de un año y que los inútiles de la tienda, como él, eran incapaces de cobrar. Así pues, subieron juntos al autobús (ella tenía el coche estropeado desde hacía días y no quería gastar más en taxis, le dijo). El autobús estaba abarrotado de gente. Ellos dos se quedaron en medio, aprisionados, apretados el uno contra el otro y la caja del vestido apoyada en el suelo, a un lado. Ella, la dueña de la tienda, se había puesto de espaldas a él. Empujados por la gente y los frenazos, cada vez estaban más apretados, ella moviendo las caderas más de la cuenta, y él intentando custodiar la caja con el vestido y a la vez no caer en la tentación de una ridícula erección, allí, en medio del autobús. Ridículo. De pronto, hubo un frenazo más fuerte y todos se abalanzaron unos contra otros. Él se quedó encajonado entre las nalgas de ella, cuyo vestido abotonado por detrás se le había desabrochado por la parte de abajo. Él no soltaba la caja que tenía al lado, mientras sentía cada vez más el agobio del autobús y el calor de aquellas nalgas poderosas, dignas de una yegua, pensaba sonriendo, momento de debilidad que le traicionó y ya no pudo evitar lo irremediable, un bulto creciente en los pantalones. Ella no decía nada y seguía contorsionándose al compás del autobús y de los apretujones, cuando, de manera inesperada, 132


una mujer que estaba junto a ellos empezó a quejarse, a gritar, a insultar, reclamando ayuda contra aquellos pantalones abultados que estaban, dijo, abusando de la mujer de delante. Ella, la propietaria, volvió la cabeza hacia la mujer que gritaba y le respondió que no pasaba nada, que nadie la estaba rozando por detrás. Y fue entonces cuando otros pasajeros, mirando hacia abajo, descubrieron el vestido de ella abierto por detrás y el abultado pantalón de él. Los señalaron e insultaron, y reclamaron al conductor que interviniera. El conductor pidió calma a los pasajeros, se levantó e indicó a los dos pasajeros que hicieran el favor de bajar del autobús. ¡Por indecencia y escándalo público!, exclamó otro pasajero. Regresaron juntos a la tienda después de probar y entregar el vestido a la novia y haber cobrado uno de los recibos morosos de la otra clienta, una exnovia. Pero antes de llegar a la tienda, ambos hicieron un pacto: ninguno de los dos contaría jamás lo sucedido en el autobús.

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COMODIDAD AMOROSA

Se juntó una temporada con una vecina, pero después ella lo abandonó y se casó con otro. Pero un día, después de muchas pesquisas, él pudo descubrir el domicilio del nuevo matrimonio. Entonces, cambió de identidad, se disfrazó, se tiñó los cabellos, se dejó crecer la barba, se puso gafas oscuras y se hizo el cojo. Disfrazado de este modo, alquiló el piso que estaba debajo de ellos. Desde abajo, desde su piso, con aquellas paredes tan delgadas, ahora podía oír a la perfección las exclamaciones amorosas de los dos amantes, el ruido de la cama, los gritos de ella o los gruñidos de él. ¿Por qué se sometía a ese tormento?, le pregunté a mi amigo. Y me dijo que no era ningún tormento ni suplicio, sino una forma de vivir, aunque fuera espiando de esta manera. No soportaba tener a nadie a su lado, y mucho menos hacer el amor con alguien. Él disfrutaba a su modo escuchando a los dos amantes, imaginándola a ella con las tetas desparramadas y esas nalgas abiertas que el marido le penetraba, con el vello sudado. O aquel sexo que el no tuvo tiempo de conocer bien, ¿cuál sería su forma?, se preguntaba a veces..., en fin, toda esa intimidad fisiológica que él no alcanzó a ver, ya que ella se fue de improviso y se casó con otro: «Se fue con las tetas a otra parte», como decía él, burlándose cruelmente de aquello maldito que llaman amor. Sea como fuere, también admitía al final que era verdad que a veces le molestaba tener que escuchar las voces de aquel hombre y las exclamaciones de ella cuando la penetraba..., pero, sí, se refugiaba en el sueño, sentía cierto placer imaginando lo de arriba, lo que ocurría arriba. La ventaja era que, después de todo, él no tenía que soportar a 134


nadie, no tenía que soportar caricias y desprecios de ella, no tenía que verla a su lado después de haber sido amada por otro, oliendo a otro. Ésta era su forma de amar, en solitario, sin piel ni odio, ya que de este modo se ahorraba, como decía, la presencia y el olor de aquella mujer que lo había abandonado para dejarse oler por otro. Con una pared o techo de por medio, espiando desde su habitación los ruidos de arriba, el crujir del somier, los gritos del matrimonio, los golpes en el suelo, el taconeo de los zapatos, el sonido del agua y las cañerías al lavarse después de amar o defecar, así, de lejos, desde abajo, todo era más puro, más limpio. No había más que hablar. ¿Quizá por eso, por culpa de este fracaso amoroso, él aceptaba las humillaciones a que le sometían en la tienda de vestidos de novia donde trabajaba?

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VARIAS NOVIAS

Éramos amigos desde hacía tiempo, y aunque ya en el colegio era un chico extraño, muy solitario, nos entendíamos bien. Un día me contó que había tenido varias novias y que no le fue bien con ninguna de ellas (hablaba de cierta ambigüedad sexual, pero no quiso explicármelo mejor). Ahora no soportaba a las novias ni a las mujeres casadas o viudas, y prefería acostarse con fotografías, decía. ¿Con fotografías?, le respondí asombrado. Sí, me dijo, con fotografías, sobre todo con las que le ha mandado por correo una de las dependientas de la tienda, una compañera de trabajo a la que le gusta posar y desnudarse ante las cámaras. Pone una de esas fotografías sobre la almohada, se acuesta a su lado y sueña con ella, con el cuerpo de la fotografía, no con el cuerpo real, vivo, sino con el de la imagen estática, un cuerpo inmóvil que realmente no existe. Esa imagen penetra en el sueño y, al cabo de un rato, siente como una convulsión. Estos son, dijo, sus ejercicios nocturnos: acostarse al lado de fotografías como si fueran mujeres muertas. Amadas inmóviles.

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ÚLTIMO ACTO

Era un día de puente laboral, pero ella, la propietaria de la tienda y él, habían determinado ir a trabajar ese día para empaquetar y enviar con urgencia unos trajes de novia. Por la mañana, cuando él entró en el almacén, la encontró a ella tendida en el suelo, medio desnuda, con sus brazos musculosos alzados y las piernas abiertas, por el bochorno del calor, dijo ella. A su lado, un baúl grande de viaje, con ruedas, del cual colgaban la blusa y la falda. Le pidió que se acercara para comentarle una cosa del trabajo. Él se arrodilló para escucharla mejor, y entonces ella tiró de él, de su brazo y le hizo perder el equilibrio, de modo que él quedó con la cabeza entre las piernas de ella, que seguían abiertas, amenazantes. Ella le dijo que hiciera algo, pronto, que moviera la cabeza o se levantara, pero que no estuviera estático allí, entre sus piernas, pasmado, igual como reaccionaba al cambiar de programa informático o de estrategia comercial, es decir: un perfecto imbécil. ¡Reacciona, reacciona de una vez!, le ordenaba con las piernas abiertas, húmedas por el bochorno del calor. Pero él seguía sin mover la cabeza, sin tocar a la jefa, sin decir nada. Sonó el teléfono varias veces, pero ninguno de los dos se levantó. Al cabo de unos minutos, ella empezó a cerrar las piernas, lentamente, alrededor del pecho frágil de él («estrecho de pecho», le habían dicho los médicos y lo declararon no apto para hacer el servicio militar), hasta rozarle el cuello mientras le insultaba, inútil, eres un inútil, le gritaba una y otra vez, eres el más inútil del almacén. De súbito, ella dejó de gritar, le acarició la cabeza y cruzó las piernas con fuerza, violentamente, alrededor de su cuello, 137


apretando más y más. Después, se puso unos guantes de goma, le bajó los pantalones, comprobó que aún tenía el miembro en erección y se lo retorció con sus guantes hasta hacerlo sangrar y dejarlo amoratado. Sonrió, lo había conseguido, se dijo: por fin, aquella desgracia de hombre, el empleado débil y delicado como una jovencita, ese inepto al que le gustaba atormentar, ese maldito cuerpo impotente en vida, por fin la había deseado después de muerto. Esta vez no pudo escapar de ella, de sus garras, ni rechazarla como si fuera una mujer cualquiera. Esta vez, la primera y la última vez, ella había sido objeto de su deseo, él la había deseado aunque fuera como un cadáver, eyaculando más allá de la muerte. El deseo y la erección de un muerto, se dijo, pero no importaba: lo había conseguido. Lavó los guantes y se los volvió a poner, colocó el cadáver en el baúl de ruedas, lo cargó en una camioneta, se dirigió a un acantilado y lo arrojó al mar.

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CUENTOS GROTESCOS DE LA CASA BARROCA



UN VESTIDO EN EL ESCAPARATE

I Ésta es la historia de un enamoramiento extraño, la historia de un hombre que me dijo que se había enamorado de un vestido. Aficionado a escribir sonetos, acostumbraba a pasear por las tardes en busca de inspiración, mirando el ambiente de las calles y sobre todo mirando los escaparates con prendas de mujer. Le seducían los escaparates de las tiendas. Un día pasó por delante de una tienda y se fijó en un vestido expuesto en el escaparate, que parecía de gasa (no entendía de telas), con ramas floridas estampadas en el busto. Al día siguiente, volvió a pasar por delante de la tienda y allí seguía expuesto el vestido, destacando entre faldas, blusas y otros vestidos. Estuvo un buen rato mirándolo fijamente, hasta que de pronto el vestido pareció moverse, como si algo palpitara debajo de él. Sorprendido, enseguida sonrió y pensó que podía tratarse de una corriente de aire. Sin embargo, comprobó que el escaparte estaba cerrado por dentro y por tanto no era posible que penetrara un golpe de viento en el escaparate. Volvió a mirar, intrigado, y ahora no cabía duda, el vestido se movía otra vez, las ramas del estampado se movían como mecidas por una brisa sobre el busto vacío del vestido, o como si alguien respirara en su interior. Aquel día, el día del descubrimiento, como él decía, estuvo mucho rato delante del escaparate observando fijamente e intentando averiguar aquel misterio. Al final, salieron la encargada de la tienda y una dependienta y le dijeron que hiciera el favor de marcharse, ya que con su 143


presencia estática y mirando de aquella forma casi obscena, no dejaba que nadie más se acercara al escaparate y ahuyentaba a posibles clientes. Se fue sin replicar, avergonzado, como si la encargada y la dependienta hubieran descubierto la fantasía que le había provocado la palpitación del vestido vacío. Sin embargo, volvió a la tienda en días sucesivos, aunque ahora pasaba por delante del escaparate y se paraba con más astucia, haciendo ver que se iba pero no se iba, sin mirar con la persistencia de antes. De tal modo que podía observar otra vez, a la perfección, que el vestido seguía moviéndose, que aún se agitaban las ramas sobre el busto del vestido. Pero se iba de inmediato si la encargada o la dependienta de la tienda se disponían a salir. II Regresaba a su casa sin mirar más tiendas ni escaparates, se sentaba en una silla y soñaba con aquel vestido, enamorado de un vestido móvil, con una presencia extraña e invisible dentro del mismo. A veces pensaba que su enamoramiento, el haberse enamorado de aquel vestido, se debía a la sensación que tuvo, cuando era niño, al ver, tras el cristal de un bar, cómo se movían unas ramas floridas, brillantes, estampadas en el vestido de una prostituta del barrio. Fue como una visión, me dijo: era un vestido cuyo esplendor le deslumbró, le subyugó y le quitó el sueño más de una noche. Incluso su madre lo sospechaba al descubrir por las mañanas la huella, el rastro que sus sueños dejaban en las sábanas..., hubo días en que se le escapaba la orina dos y tres veces mientras soñaba, bueno, lo que él creía orina 144




blanca..., a tal punto llegó el poder de aquella visión..., cosas de los sueños, me confesó un poco avergonzado. Años después, vio otros vestidos y blusas por la calle, en la oficina donde trabajaba y en otros sitios, vestidos ajustados, blusas escotadas, pero ni caso, decía, no le interesaban nada. Fue al ver ese vestido en el escaparate, con unas ramas estampadas moviéndose, cuando le volvió aquel enamoramiento de juventud. Pero ya sin ningún cuerpo dentro. Un día, por fin, decidió ir a la tienda y enfrentarse a la encarga y a la dependienta, si era necesario, y comprar el vestido del que se había enamorado. Así podría contemplarlo en su casa cuanto quisiera, lejos de los curiosos que merodeaban por la calle y abusaban del vestido con la mirada, se lamentaba. Pero trágica fue su decepción: aquel día la tienda estaba cerrada, con un aviso pegado a la puerta comunicando el cierre de la misma a causa de una desratización municipal. ¿Qué, acaso yo no entendía lo sucedido?, me preguntó. Era una tragedia: se había enamorado de un vestido vacío cuyo estampado de ramas floridas, sobre el busto, no se movía por amor. Era un vestido vacío, dentro del cual no palpitaba el corazón de la amada invisible, sino un montón de ratones. La culpa de su enamoramiento la tenían los ratones, que seguramente ya habrían roído todo el vestido antes del cierre de la tienda, me dijo desolado. A causa de esta mala experiencia, dejó de salir a mirar escaparates en busca de inspiración y, al mismo tiempo, dejó también de escribir sonetos. Había comprendido que sólo escribía sonetos para recuperar un vestido que ya no existía. Por otra parte, ya no le convenía seguir excitando el celo de algunas de sus vecinas con sus composiciones, me confesó 147


con cierta malicia: estaba el problema de los maridos, cada vez más intolerantes, que no entendían en absoluto la noble vocación de la poesía y eran un punto agresivos. Así pues, al coincidir el desengaño de los escaparates con la agresividad de aquellos maridos, y dado que no era partidario de la violencia, dejó de escribir sonetos dedicados a las señoras.

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FATALIDAD

Todo ocurrió una tarde de verano, durante una convocatoria de la Comunidad de Propietarios de nuestra finca para tratar asuntos económicos y la falta de civismo. Nos reunimos en el piso de un vecino que siempre presumía de tener una mujer exuberante, provocativa, lo que se dice «una mujer fatal», que en esta ocasión llevaba un vestido de verano con botones, muy corto y transparente, desabrochado el busto. La reunión transcurría más sosegada de lo habitual, sin discusiones, cuando mi amigo se levantó de pronto y dijo que necesitaba ir al baño. El dueño del piso le indicó dónde estaba el lavabo y continuamos con la reunión, sin esperar a que volviera. Al cabo de unos diez minutos (éste fue su error, tardó demasiado en volver), apareció en silencio, como deslizándose, y, cuando iba a sentarse, se levantaron cuatro de los vecinos más corpulentos y se arrojaron sobre él, acusándolo de haberlo hecho de nuevo, esta vez en el propio lavabo de uno de los vecinos. Y además lo había hecho en público (casi en público, matizó una de las vecinas), durante una reunión de la Comunidad, dijo el propietario del piso mirando a su mujer, que sonreía mientras cruzaba las piernas y se abrochaba el vestido de verano. En esta ocasión había caído en la trampa que le habían tendido, y ahora ya no eran sólo sospechas, sino que era de dominio público su mal comportamiento en la vecindad, le decían gritando mientras lo desnudaban y lo golpeaban, desgarrándole la piel del prepucio con una hoja de afeitar, para que no olvidara nunca su última obscenidad en la Comunidad, le dijeron. Empujé a aquellos vecinos justicieros e intenté defender a mi amigo 149


argumentando que debía tratarse de un malentendido, de una confusión, pero se arrojaron todos sobre mí, me agarraron de los brazos y me echaron escaleras abajo, advirtiéndome que éste no era asunto mío, que yo era un simple soltero sin mujer a la que proteger de obscenidades, y cerraron la puerta con violencia. Mientras subía a mi casa, oía los insultos de los vecinos y los gritos de dolor de mi amigo, al que seguían apaleando. Llamé a la policía. Pero cuando subieron al piso, mi amigo ya se había tirado por el balcón. Los vecinos declararon que habían tenido una discusión violenta, esto no lo negaban, e incluso aceptaron que habían llegado a golpearse por una discusión sobre las indecencias que cometía el vecino muerto. El cual, al verse descubierto y desenmascarado allí, en público, se desnudó y se arrojó a la calle por el balcón, en un momento de agitación y locura. Declaré a la policía que era falsa, que era inverosímil la historia del suicidio de mi amigo, y expliqué la tortura a que lo habían sometido. Pero mi declaración no fue tenida en cuenta y el asunto se archivó. Me fui para siempre de aquella casa.

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LA CEREMONIA MÁGICA DE LOS REYES DE PERSIA Tenía una curiosa manera fraccionaria de contar las cosas: siempre parecía haberlas empezado a contar en otra parte, a otra persona (que le había vuelto la espalda sin esperar el final). JUAN MARSÉ, ÚLTIMAS TARDES CON TERESA

Me invitó a tomar una cerveza y me contó su problema. Era un problema amoroso, me dijo. Se había enamorado de una compañera de la oficina, coja y unos años mayor que él, y el deseo era cada vez más fuerte. Pero era un deseo imposible, ya que ella, una mujer formal, nunca hubiera aceptado mostrar más de lo que ya había mostrado: el terciopelo de los pezones (que él había descubierto por la acción calurosa del verano). Sin embargo, lo más humillante era la reacción de él a ese deseo imposible: buscaba el placer de otro modo, decía, como cuando era adolescente y su madre le regañaba por pensar en mujeres. Esto, a su edad, le hacía sentir mal. Como un adolescente!, exclamaba, y lo peor era al día siguiente, cuando tenía que ver a la compañera de la oficina y disimular lo que había hecho, el placer que había obtenido al soñar con ella. Le aconsejé que debía tomar medidas en seguida, buscar un remedio urgente, y para ello le hablé de una amiga de mi hermana, una mujer egipcia que a veces ejercía la prostitución y así conseguía un complemento económico para sus «gastos caprichosos», como decía ella. Y le di su número de teléfono. Al cabo de un mes, volvimos a vernos y me dijo que se sentía mucho mejor. La mujer egipcia le había enseñado a no avergonzarse si, algunas noches, soñaba como si fuera un 151


adolescente y mojaba las sábanas, y esto le facilitaba la vida y tenía una mejor relación con las compañeras de la oficina, sin oscuros deseos de por medio. No me explicó nada más, y le di la enhorabuena por la nueva vida. Durante un tiempo estuve de viaje por asuntos de trabajo. Al regresar, al cabo de unos meses, volví a encontrarme con mi amigo, pero esta vez lo vi tan consumido y preocupado que me asusté y le pregunté si las cosas seguían bien con la mujer egipcia. Me contó que todo había cambiado, que le había ocurrido algo asombroso con aquella mujer, algo difícil de creer, y me explicó los pormenores del caso desde el primer día que conoció a la mujer egipcia: «La primera vez, ella me citó en la habitación que tenía alquilada en una Pensión de los barrios bajos. Cuando entré en la habitación, ella ya estaba desnuda y me llevó al borde de la cama. No era necesario que me desnudara, me dijo. Entonces, ella abrió las piernas delante de mí y comenzó a levantar y a bajar los brazos. ¿Estaba haciendo gimnasia?, le pregunté. Me respondió que no, que se trataba de una ceremonia mágica, la ceremonia de los antiguos reyes magos de Persia, y siguió levantando y bajando los brazos, flexionando las piernas y moviendo los pechos de un lado a otro. De pronto, abrió más las piernas y la gruta oscura del sexo se abrió, como por ensalmo, y derramó un líquido al suelo, un líquido incoloro, transparente. Fue al lavabo, trajo dos bayetas pequeñas de color gris y me dijo que limpiara el líquido haciendo círculos con la bayeta, mientras ella ya se vestía. Al despedirnos, me dijo que, a partir de ahora, nos veríamos una vez a la semana, todos los jueves por la tarde, ella realizaría siempre esta ceremonia mágica de los antiguos 152


reyes persas y no habría que hacer nada más, ni siquiera tocarse o esas vulgaridades que otras hacían con los clientes. De momento, ya sería suficiente con esta ceremonia, y la noche de los jueves, pero sólo la noche de los jueves, le advirtió, antes de acostarse debería invocar la ceremonia celebrada por ella y de este modo podría soñar libremente, con toda tranquilidad, sin tener que avergonzarse de nada, puesto que era ella misma quien se lo recomendaba. Pasaron los días y todo funcionaba bastante bien, hasta que una noche me llamó la mujer egipcia y me dijo que necesitaba verme con urgencia. Se había quedado preñada. Le dije que era asombroso, que no podía creérmelo, puesto que no habíamos hecho nada en aquella habitación, excepto la celebración de aquellas ceremonias mágicas. Pero ella me explicó que, lamentablemente, a veces ocurrían estas cosas y la magia no funcionaba. Cuando los hombres pensaban mucho en ella, cuando la invocaban demasiado y no se limitaban a las noches de los jueves, cabía la posibilidad remota de que alguna vez se quedara embarazada, como había sucedido en este caso, por desgracia. Éste era el único inconveniente de la ceremonia mágica de los antiguos reyes de Persia: el abuso, el hacerlo cada día y no sólo las noches de los jueves, como ya le había advertido. De todos modos, la mujer egipcia dijo que confiaba en mi sentido de la responsabilidad, que no dudaba que asumiría todos los gastos relativos a este ‘inconveniente’, y que, además, estaba dispuesta a enseñarme otras técnicas más seguras, dada mi falta de disciplina. Se lo agradecí, pero le comenté que era mejor que no nos viéramos de momento, ya que debía pensar en todo lo sucedido. Ella me dijo que entendía mis dudas, mi sorpresa, pero que confiaba plenamente en mi ‘responsabilidad’, añadió al final con más firmeza.» 153


Le advertí a mi amigo que todo aquello era muy sospechoso y que seguramente había sido víctima de un chantaje encubierto. Más tarde, hablé con mi hermana y cuando le conté la historia de mi amigo se echó a reír: su amiga, la mujer egipcia, siempre hacía lo mismo con los hombres, me dijo riendo. Se quedaba preñada de no se sabía quién (ya tenía siete hijos), y entonces recurría a la artimaña de la ceremonia mágica, un ritual de los antiguos reyes magos de Persia, como ella lo denominaba. Le dije a mi hermana que me lo hubiera podido advertir antes, y no poner a mi amigo en esta situación difícil. Se volvió a reír y me dijo que los hombres siempre seremos unos estúpidos. Debo añadir que a lo largo de este tiempo mi amigo se ha comportado como es debido con la mujer egipcia y la hermosa niña que nació. Pero desde entonces ambos desconfiamos de las ceremonias mágicas, y nos decimos que es mejor no pensar demasiado en mujeres que conocemos, como ya nos advertían nuestras madres.

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HISTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA RETOCADA

Dicen que en el barrio había vivido un vecino que un día escuchó una palabra dicha al azar, en una tienda. Más tarde, esta palabra se introdujo en su sueño, de tal modo y con tanta fuerza que se transparentó algo que había visto en otro tiempo. Era sólo la parte de una imagen que correspondía a una persona que conocía de vista, la parte que se transparentaba, ya que el resto permanecía como detrás de la maleza, oculto a la mirada, explican los vecinos. Sin embargo, esa parte se fue ampliando en el sueño, y cada vez imaginaba mejor el resto e iba completando dicha imagen, hasta que pudo recrearla entera. Más adelante, sin embargo, cometió la indelicadeza de forzar un encuentro con esa persona y comentarle lo que veía en sus sueños. Ella sonrío y le dijo que le gustaría que se lo relatara mejor y se lo enviara por correo. Y así lo hizo, de tal modo que ahora, cuando coincidían por la calle, esa persona, que ahora ya se reconocía en el relato que él le enviaba de vez en cuando, hacía involuntariamente gestos, muecas y miradas para que luego él los incorporara a su imagen, durante el sueño, y lo escribiera después en el relato, que era siempre el mismo, pero con las variaciones oportunas de gestos, muecas y miradas del último encuentro. Ella lo leía cada vez con más curiosidad y se sentía satisfecha de los nuevos elementos incorporados al mismo. Podríamos decir que ella, poco a poco, se dejaba poseer en efigie, en imagen, permitiendo que él se adentrara en la maleza de su imagen completa. Pero día a día se fue convirtiendo en una imagen de sí misma, y cada vez se

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parecía más a la imagen que él iba creando y soñando a distancia. Hasta que una noche, estando medio dormida al lado de su marido, ella se sintió realmente poseída y ultrajada en medio de la maleza de su imagen, y sintió tal vergüenza que decidió no volver a leer los relatos de aquel soñador tan extravagante, y tampoco volvieron a coincidir nunca más por la calle. Al parecer, comentaba él después a los vecinos, ella no quería ser poseída de aquel modo, en efigie, detrás de la maleza de una imagen, y con el marido al lado. Pero aquí no se acabó la historia, dicen. Él, aun cuando ya no se veían por la calle, insistía en enviarle nuevas variaciones del mismo texto, pero enriquecido ahora con más gestos, muecas, miradas e incluso ya con toda clase de exclamaciones, gritos y susurros. La imagen recreada por él era cada vez más potente y agresiva, ya no respetaba siquiera el descanso matrimonial e intervenía en el dormitorio en cualquier momento del día y de la noche, se introducía en el sueño de ella, alterándola y provocándole convulsiones que incluso despertaban al marido, acostumbrado antes a roncar dulcemente. A ella la vampirizaba y al marido lo atormentaba con los fuertes espasmos nocturnos de ella. Ella y su marido presentaron una denuncia en la comisaría, acusándole de instalarse en su casa como un mal espíritu, de acosarlos mediante conjuros espiritistas, y nuestro vecino fue expulsado del barrio. Pero un día ocurrió la tragedia (y aquí los vecinos bajaban la voz). Ella y su marido fueron encontrados muertos en la cama, desnudos, con una fotografía en medio del lecho que separaba los dos cuerpos, y un texto escrito detrás. Era una fotografía en blanco y negro de ella, una fotografía retocada con los labios pintados de rojo y unos pechos 158


dibujados a lápiz sobre la blusa. Los vecinos enseguida sospecharon de él. Pero no había gotas de sangre ni señales de violencia: como si la mujer y su marido hubieran muerto plácidamente al mismo tempo. Él fue detenido y procesado, pero no pudo probarse nada contra él, ni siquiera que fuera el autor de la fotografía retocada ni del texto escrito, y por lo tanto fue declarado inocente ante la decepción de los vecinos que lo habían acusado. El texto escrito detrás de la fotografía decía: Una palabra dicha al azar. Una palabra oída, que se introduce en la memoria y va creciendo, devastadora. La palabra crece mal, desproporcionada, monstruosa, y ya ocupa todo el sueño hasta rasgarlo y reventarlo, y aprovecha la ocasión para escaparse, para huir más allá del sueño, como un delincuente en la oscuridad, matando a quien la ha escuchado.

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EL CUENTO DEL AMANTE EFÍMERO –Si tots ens en hi anem –va dir la Irina–, qui es queda a escoltar l’Eusebi? MIQUEL DE PALOL, EL TESTAMENT D’ALCESTIS

I Era un buen amigo, y cada vez que nos veíamos me contaba la historia de su vida, pero añadía siempre algún detalle nuevo y sorprendente. La última versión que me contó es ésta: Otra tarde más, se paseaba tranquilamente por la calle, contemplando los escaparates de las tiendas, las últimas tendencias de la moda en vestidos y zapatos. Se paraba frente a un escaparate y se admiraba de las nuevas formas y colores de las telas, de la moda extravagante de esta primavera, decía en voz alta, cuando alguien, una desconocida, se ponía detrás suyo y se reflejaba también en el escaparate, como si las dos figuras, la de ella y la de él, estuvieran juntas y expuestas dentro del escaparate, entre los vestidos. Se apartaba un poco para que la figura recién llegada tuviera más espacio y pudiera observar mejor el escaparate, y era entonces, al haber esta separación, cuando empezaba de nuevo su fatalismo diario: se había enamorado de otra figura desconocida. Ésta era su desdicha, su tormento, enamorarse dos y tres veces durante los paseos, perdida la serenidad de espíritu y sin poder ver a gusto las últimas novedades expuestas en los escaparates de las tiendas. Otra vez fatalmente enamorado, ahora seguía a cierta distancia a la desconocida, la acompañaba con la 160


mirada extasiada, su perfil le recordaba a alguien, se dijo, cada vez más enamorado. Y así paseaban los dos, uno detrás del otro, de tienda en tienda, ignorando la desconocida que era seguida y amada fatalmente por un desconocido. En verano, cuando aquellas desconocidas iban más ligeras de ropa, mientras las seguía recordaba a una compañera de trabajo de su madre, y un escrito que le había dedicado pero que nunca le entregó, y que ahora, durante el seguimiento a una desconocida, recordaba palabra por palabra. II Los días de invierno sus enamoramientos eran menos alborotados y más discretos. No andaba con tanta incomodidad detrás de las desconocidas como en verano, cuando era difícil ocultar el abultamiento inoportuno de los pantalones, de tela ligera y fresca. Hoy, por ejemplo, ha sido un día agotador, pensaba él, mirando la espalda de la desconocida, que ahora apresuraba el paso y doblaba una esquina. Agotador, cuatro veces en una sola tarde, con ésta, enamorarse cuatro veces en una misma tarde, y apasionadamente, ¡una barbaridad para cualquier amante!, exclamaba para sí, mientras la desconocida se paraba frente a otro escaparate y esperaba mirando a los lados. Él la observaba desde la acera de enfrente, disimulando con las hojas abiertas de un periódico. Esta vez, sí, se había enamorado fatalmente, se decía sonriendo y pasando las hojas del periódico. Todo iba bien en su enamoramiento, cuando de pronto apareció un hombre en la acera, atravesó la calle y se acercó a la desconocida, 161


dándole un beso, y se fueron calle abajo. La cosa se complicaba, pero él insistió y siguió a la pareja un rato. Hasta que ya se cansó, desilusionado, al ver los innumerables gestos y tonterías de aquella pareja de novios. Y todo tiene un límite, decía, incluso en estos enamoramientos a una prudente distancia. Desengañado, triste, fue en busca de consuelo en el escaparate de otra tienda, una zapatería que estaba en otra calle. Así distraía su pena, observando ahora los nuevos modelos en calzado femenino y masculino, hasta que una figura, situada detrás de él, se reflejó en el cristal del escaparate, otra figura, la figura de otra desconocida, de la que sin duda ya comenzaba a estar fatal, perdidamente enamorado. Hacía un par de horas que paseaba y ya se había enamorado cinco veces. Agotador, insoportable, se dijo el amante efímero, mientras ya emprendía el seguimiento amoroso de la nueva desconocida. No sabemos lo que hacía cuando llegaba a su casa, solo y exhausto, después de arrastrarse por la ciudad en busca de otra novia desconocida, calle arriba, calle abajo, todo en vano, decepcionado y preocupado otra vez por las complicaciones del último paseo amoroso. III Es verdad que en su juventud había tenido malas experiencias y varios desengaños amorosos. Quizá esto le influyó más que las visitas a la oficina de aduanas de su madre, cuando era adolescente, donde cada día se enamoraba de una secretaria diferente. Sea como fuere, lo cierto es que ahora se había convertido en un amante efímero, un novio ficticio que merodeaba detrás de mujeres desconocidas con 162


las que se cruzaba por las calles, y a las que seguía hasta caer extenuado en el banco de algún jardín. Era superior a su fuerzas, no podía reprimirlo: veía a una desconocida que le llamaba la atención por algún rasgo físico, por una mirada o un gesto, y ya salía en peregrinación detrás de ella, en peregrinación, insistía, y nunca en persecución, ya que él no las perseguía en modo alguno, simplemente las seguía a una prudente distancia y con toda clase de miramientos y respeto, sin acosarlas en absoluto. Puesto que él no era un vulgar perseguidor de mujeres, uno de aquellos que molestan y ofenden con su mal comportamiento y piropos de mal gusto, sino que era un amante efímero: un enamorado de las desconocidas, de las aparecidas que pasaban por su lado, las miraba y se quedaba como encantado, las seguía, sí, pero se limitaba a contemplarlas de lejos, hasta que las perdía de vista por culpa del maldito tráfico de la ciudad, o a causa de algún novio inoportuno que se presentaba de pronto. También podía ocurrir que las abandonase por cansancio al doblar una esquina, o cuando ellas, las amadas, se encontraban con alguna amiga. En estos casos, siempre cambiaba de acera y se iba cuanto antes. Sin embargo, aunque la desconocida amada se fuera con otro u otra, con absoluta indiferencia, no quedaba en él ningún resentimiento por esta nueva decepción, por este desengaño, que para otros habría sido un drama amoroso. Lo comprendía, tal era el destino, cada uno se iba por su lado, como era normal, sin discusiones ni malas palabras. Ella, la desconocida, desaparecía con su novio o con una amiga, mientras él reiniciaba el paseo por otra calle, volviendo a mirar los escaparates de las tiendas, volviendo a enamorarse otra vez de nuevas apariciones. No pasaba 163


nada, un poco más de soledad quizá, pero no por mucho tiempo, pues ya aparecía doblando la esquina otra bella transeúnte, la décima, undécima o duodécima amada de esta tarde, se decía, ya que a veces perdía la cuenta con tanto trasiego amoroso.

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LA CASA DE LAS FLORES

Ella había dejado de trabajar y ahora vivía con una pensión mínima. Cojeaba un poco, apenas salía a la calle. La verdad es que le molestaba el tráfico de los automóviles y bicicletas, el ruido de la calle, el ir y venir de la gente. En suma, le incomodaba todo lo que se movía alrededor de su casa, la vida de la calle, y sólo salía para hacer algunas compras o ir al médico. Los domingos también hacía una visita a sus sobrinas, tres hermanas solteras que vivían cerca de su casa y que la invitaban a comer. Les llevaba tres ramos de flores. A ella le gustaba tener flores en casa, cada día procuraba comprar un ramo, pero de las que estaban mejor de precio, o, si no, pedía una maceta de anémonas o geranios, Cuando iba al médico, si el diagnóstico era favorable, volvía a casa cargada de flores, y si era desfavorable, también. Había cercado su casa con flores, colgaba guirnaldas de la puerta del piso, ponía ramos de flores en la entrada, plantas y más flores en cada una de las habitaciones y por los pasillos, también en el suelo hacía como un laberinto de flores por toda la vivienda, flores y plantas en balcones y ventanas, flores por los rincones, colgando del techo, flores y plantas por todas partes. Decía que rodeándose de flores se alejaba más del ruido, de la vida de la calle. Era la suya como una vida de flor, que se iba marchitando entre las flores, pero lejos, cada vez más lejos de los asuntos de los hombres y sus ruidos insoportables, decía. Vivió repleta de flores y también murió entre las flores, o mejor dicho, desapareció bajo las flores, ya que nunca encontraron a la mujer muerta: sólo un puñado de polvo blanco debajo de un ramo, como si el cadáver hubiera sido 167


desvestido, sepultado y convertido en polvo por las mismas flores. Los análisis posteriores certificaron que el polvo blanco correspondía efectivamente a la mujer de las flores. El caso quedaba pendiente de investigación, comunicó la policía.

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EL MEJOR CUENTISTA DE LA ÉPOCA

Cuentan que en el vecindario se escandalizaron cuando el notario leyó el testamento que un escritor había dejado a sus vecinos. Dicen que era un autor que sólo escribía cuentos y poemas, uno tras otro, sin descanso, y que de este modo, escribiendo uno o dos cuentos o poemas al día, llegó a convertirse en uno de los mejores cuentistas y poetas de su época. A su fallecimiento, los vecinos fueron convocados por un notario en la portería del edificio. Abrió y leyó el testamento allí mismo, haciéndoles saber que el cuentista y poeta agradecía a todos los vecinos, de manera especial a las lectoras, el tiempo dedicado a sus cuentos y poemas, y decía que nunca sabría cómo pagar el placer que, sobre todo algunas de ellas, de esas vecinas lectoras, le habían dado al entregarse, con toda pureza y desnudez de sentimientos, a las palabras más vivas de sus cuentos y poemas. Y confesaba, en las frases finales del testamento, su propósito fundamental y la ilusión más profunda que sentía cuando empezaba a escribir cuentos y poemas para ellas, sus lectoras preferidas: «Conseguir un día que alguna lectora se desnudara y dejara que las palabras de sus cuentos y poemas la poseyeran, como si una frase extensa o un verso alargado y afilado la rasgara y la penetrara hasta lo más hondo, de tal manera que fuera más amada y poseída por las imágenes de sus cuentos y poemas que por la vulgar acción nocturna del marido» (dicho y escrito con esta misma metáfora en el testamento, explicaba el notario). Así pues, como prueba de agradecimiento y fidelidad póstumas, dijo el notario que el fallecido les dejaba en un sobre aparte unas copias del poema titulado Enigma de la 169


flor, que serían distribuidas al día siguiente entre todas las mujeres cuyas señas de identidad figuraban especificadas en el testamento. Nombres que el notario, por prudencia y respeto vecinal, no podía leer en público, ya que muchas de ellas estaban casadas y no todas, añadió el notario con mirada pícara, no todas habían rechazado los halagos y poesías que uno de los mejores cuentistas y poetas de la época les había enviado por correo, o que, en alguna ocasión, había incluso entregado directamente, en mano (el notario imponía aquí la reserva más absoluta). Al día siguiente, tal y como se había anunciado, cada una de las mujeres citadas en el testamento recibió como herencia, con toda clase de miramientos y reservas, el susodicho poema Enigma de una flor, un poema erótico. De ahí, pues, el escándalo en el vecindario al conocer públicamente que el poema dejado en herencia a un número determinado de mujeres, o presuntas lectoras, era un vulgar poema erótico. Todas las copias fueron devueltas al notario, arguyendo, las favorecidas por el testamento, que ellas nunca habían sido objeto de ninguna poesía por parte de aquel vecino, y que por tanto no aceptaban tal herencia, rechazo al que también se sumaban los maridos, afirmaban. Tal fue, pues, la reacción de las vecinas implicadas y sus maridos, ante el escándalo del vecindario al descubrir las razones obscenas por las que escribía uno de los mejores y más premiados cuentistas y poetas de la época, según los entendidos.

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LOS PRIMEROS EXTRAVÍOS

Tenía un amigo que me dejaba asombrado con las historias que me relataba. A veces me explicaba aventuras increíbles, de viajes o de trabajos que había hecho en su vida; otras, eran historias íntimas que parecían inverosímiles, como esta última que voy a contar. Me dijo que ya de joven comenzaron sus extravíos. Le pregunté en qué país, en qué ciudad o bosque se había extraviado por vez primera. Lo recordaba muy bien, demasiado bien, me respondió. La primera vez que se extravió de una manera peligrosa, grave, fue en un pueblo de pescadores, en una Pensión, donde se extravió al no encontrar ciertos lugares del cuerpo de su novia, y más exactamente, el lugar exacto del placer, el Punto G, ese lugar mítico del que hablaban todas las revistas especializadas en sexualidad y que él leía a escondidas de sus padres. No hubo manera, me dijo sonriendo con cierta tristeza, no lo encontró, no hubo manera de encontrar el lugar exacto, y su novia se sintió humillada y molesta por tanta búsqueda en vano, lo dejó plantado en medio de una calle de aquel pueblo de pescadores, extraviado, y muy pronto se casó con otro. Me explicaba que, además de no haber encontrado el lugar exacto del placer, también se lamentaba de no haber contado los cabellos de su primera novia, pero no los de la cabeza, como diría cualquier otro novio, sino el número de cabellos íntimos de las novias, aquellos que se ensortijan y nadie ve, aquellos que se enredan cubriendo lo lugares más exóticos y secretos de las novias (le gustaba utilizar este lenguaje como si viajara a lugares remotos de la tierra o explorara las insondables profundidades del mar). Se 171


lamentaba de ambas ignorancias, pero ahora ya era demasiado tarde para remediarlas, me decía. Mientras tanto, él, desde aquel primer extravío y durante años, se perdió una y otra vez merodeando por calles y calles, por jardines, parques y playas, espiando a las parejas de novios, a esos novios que echados sobre la hierba buscaban también el lugar exacto de la novia. Pero ellos lo encontraban y las novias se reían. Entonces, él, ofendido por el éxito de los novios, se extraviaba por algunas callejuelas, entraba en casa de una amiga de su madre, que había trabajado en un prostíbulo y tenía experiencia, y le decía que aún no había encontrado el lugar exacto de las novias. Después, se iba sin haberse siquiera desnudado, tal vez con más conocimiento del lugar exacto (cosa que ahora dudaba), pero igual de perdido, de extraviado, me confesaba con cierta amargura. Sin embargo, ya había pasado mucho tiempo de aquellos extravíos, de aquella época en que llegó a extraviarse innumerables veces. Cuentan algunos vecinos, que una candidata a novia, teniendo noticia de los extravíos y búsquedas de su exnovio, le envió una nota explicativa indicándole el lugar exacto de su clítoris, la forma y dimensiones del mismo, así como la textura y el color y la cantidad de vello que lo cubría, todo eso que él no había sabido encontrar ni encontraría nunca, añadía en la nota. Una vulgaridad. Una terrible broma pesada. No me atreví a preguntarle nada a mi amigo sobre la veracidad de este rumor. Ésta fue, pues, la historia íntima que más me asombró de todas las que me fue contando a lo largo de nuestra amistad.

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LA IMAGEN

A la hora de los postres, en la penumbra de un restaurante, fue cuando me lo dijo: No entiende por qué la ha escogido a ella. Es una de las secretarias de la oficina en donde él trabaja, ni la más joven ni la más sensual, casada, separada y con varios hijos, pero que sabe insinuar a su manera, discretamente, la belleza marchita que oculta, la pasión largamente contenida. Pues bien, la ha escogido a ella para soñar. Él vive hospedado en casa de una familia que le ha alquilado una habitación. La familia se compone de un matrimonio con dos hijos y una tía materna del marido, y los realquilados son tres, dos mujeres solteras, universitarias, y él. Es una casa muy singular, donde la intimidad es casi imposible, con todas las puertas suprimidas, excepto la del lavabo, aunque no tiene pestillo para cerrar. Dicen los propietarios que es mejor no tener puertas, para que entre mejor la luz natural y el aire y mantener así bien oreado el comedor y ventiladas las habitaciones. Pero él sospecha que lo hacen para vigilar mejor a los tres huéspedes, puesto que también controlan las idas al lavabo y el consumo de agua fría y caliente, de tal modo que uno no puede ducharse ni hacer sus necesidades de una manera sosegada y placentera, ni tampoco soñar con la empleada de la oficina, la escogida, argumenta mi amigo. Por otra parte, me dice que está seguro de que ella, la escogida, se molestaría con él si supiera cómo utiliza su imagen y sueña con ella unos momentos en el lavabo, pese a todos los inconvenientes. Cierto que a veces ella lo mira como si sospechara algo, como si intuyera que ha sido 173


escogida por él para soñar. Pero como no lo sabe a ciencia cierta se limita a sonreír y a sonrojarse un poco, sin olvidarse de insinuar discretamente la belleza marchita que oculta, por si luego quiere recordarla. Me comenta mi amigo que ahora quiere mudarse de casa, encontrar una habitación o un apartamento donde poder soñar tranquilamente, sin estar sometido a la vigilancia de los dueños ni depender de las urgencias de los otros huéspedes.

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UN CASO SORPRENDENTE

Dice que el suyo fue un caso sorprendente en los anales de la jurisprudencia de su país: lo condenaron a tres años de cárcel por «prostitución a distancia», aunque él siempre se declaró inocente. ¿A distancia, prostitución a distancia? Sí, eso es, responde, y me cuenta su caso. Él no negó, durante el juicio, que hubiera enviado notas y poemas sugerentes a conocidas y desconocidas, cuyo contenido quizá vulneraba un poco la intimidad de las destinatarias y de sus correspondientes maridos, pero en modo alguno había pensado en prostituirlas, me decía. Como declaró durante el juicio, él no podía considerarse responsable de la buena acogida que las destinatarias dispensaban a sus notas y poemas. Aunque también era verdad, y así lo aceptaba, que si la respuesta a sus notas y poemas era muy entusiasta y elogiosa por parte de alguna de las destinatarias; si éstas le decían que sus poemas eran maravillosos, de una fuerza de penetración impresionante, sobre todo psicológica, incomparable con lo que hasta ahora habían conocido (incluidos los primeros poemas amorosos de sus esposos, hoy tan lejanos y rotos)..., entonces él, estimulado por la belleza e intimidad de esas palabras, copiaba la respuesta en la impresora del ordenador y se iba al lavabo a leerla una y otra vez, cerrando la puerta para que su madre no interrumpiera la lectura (y otras cosas que él debía hacer para corresponder a tanto entusiasmo, sobre todo redactar una buena respuesta). ¿Era por eso un inmoral? Es cierto que había cometido una falta de delicadeza al confesar a una de las destinatarias que «no podía soportar el embrujo de sus respuestas, un 177


embrujo indescriptible que lo sometía al yugo del placer cada vez que recibía una respuesta tan entusiasta como la suya, y que pronto se presentaría en su domicilio, le anunciaba, para probarle la verdad de sus sentimientos», le confesaba entre otras cosas más subidas de tono, en una nota que al parecer también leyó su segundo marido. Fue justo por ese motivo, por esta falta de delicadeza y presunta violación de domicilio particular, que lo denunciaron, lo detuvieron y lo llevaron a juicio, condenándolo a unos meses de cárcel por reiterada «prostitución a distancia».

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EL FINAL DE TODOS LOS CUENTOS

Cuentan los más viejos del lugar que, al final, se acabaron todos los cuentos. Y aquel personaje taciturno del barrio, a partir del día en que fue prejubilado por la dirección de la empresa, se dedicó a perseguir a cada una de las doce compañeras de oficina con las que había trabajado durante treinta años. Asesinaba una cada tres meses, coincidiendo con los pagos trimestrales del IRPF, uno de los trabajos más desagradables que él debía hacer en la oficina –explicaba después, burlándose, a los compañeros de la cárcel Modelo, donde cumplía una condena de treinta y dos años por cinco de los crímenes, ya que los otros no pudieron ser probados suficientemente por la fiscalía.

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UN PEQUEÑO INVERNÁCULO DE FLORES BLANCAS Dedicado a los personajes de la novela inédita «Un muerto. Un celoso», de Jorge de los Santos.

I Dice que apagaba la luz y se le aparecía aquella imagen otra vez aquella imagen aquellas formas que se transparentaban en la oscuridad y deslumbraban como cerillas encendidas en medio de la noche y quemaban la piel del sueño lo hacían crecer lo endurecían y hacía daño le hacía daño el sueño la piel del sueño cuando crecía abultado dice más grueso que largo y el sueño quemaba al rozar la imagen al entrar dentro de aquella luz buscando refugio entre aquellas formas que se transparentaban en la oscuridad hasta que el sueño se iba borrando y se encogía se reducía la piel del sueño su dureza se ablandaba dice que entonces se volvía tierna la abultada, larga y dura... tristeza. Se despertaba y se apagaban las cerillas encendidas y la imagen desaparecía. Algunos se ríen cuando lo escuchan y le dicen que parece un niño mirando fotografías de mujeres desnudas y haciendo cosas con ellas y escondiéndolas pero él lo niega con la cabeza e insiste en que no y dice que es aquella imagen que le estira la piel del sueño la hace larga y dura y la espera le hace daño hasta que la nieve se derrite en la mano y se desvanece la imagen. Algunos dicen que es el tonto del barrio.

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II Ha pasado el tiempo pero él sigue teniendo por la noche aquellas mismas visiones aquellas apariciones la última tenía muchos colores alrededor y en el centro la blancura de una transparencia dos ramos blancos con musgo verde oscuro un capullo aún cerrado de rosa roja pequeña y otra rosa grande también roja con los pétalos muy abiertos y los dos ramos juntos parecían una planta monstruosa voraz decía una planta carnívora y cuando se despertó asustado con las manos heladas tenía como un frío blanco en una de las manos decía un resto de blancura que se iba derritiendo mientras desaparecía la aparición. III Las mujeres estaban reunidas en un rellano de la escalera discutiendo sobre aquel vecino lo mucho que había cambiado decían y las cosas raras que estaba haciendo aquel muchacho desde que vivía solo y una de ellas dijo que incluso podía escuchar sus jadeos a través de la pared cuando se tocaba y otra vecina y otra comentaban que podían ver desde los ventanucos de los cuartos de baño cómo aquel muchacho se ponía unos guantes de seda para tocarse y apretar aquel bulto (que era más grueso que largo, añadían, y todas se reían) y era horrible ver aquello decían observar el frío de aquel guante blanco como si pelara una fruta y otra vecina exclamó que aquello ya duraba demasiado todo el día lo mismo estaban expuestas a los jadeos de aquel vecino desde el ventanuco de los cuartos de baño podían ver lo que hacía sin ningún miramiento a cualquier hora y con la ventana 181


abierta y además se rumoreaba que era él quien enviaba cartas de amor anónimas a las vecinas y otras fechorías amorosas todo esto ya duraba demasiado dijeron y por la noche lo explicaron a sus maridos los cuales irritados aconsejaron una reunión urgente de la comunidad sin más demora al día siguiente se reunieron todas las mujeres y sus maridos y todos estuvieron de acuerdo en que era necesario amonestarlo muy severamente y con violencia si era necesario en caso de que no cambiara de costumbres y persistiera en sus fechorías amorosas hasta que lo denunciaran y expulsaran de aquel edificio sí sí sí dijeron todos en el rellano de la escalera y escogieron una fecha para ir a la comisaría y denunciarlo un viernes por la tarde sí un viernes al salir del trabajo les iba mejor a ellas y a sus maridos dijeron reunidas en el rellano de la escalera y así lo acordaron pero cuando ya se despedían vieron al muchacho detrás de ellas que había subido por la escalera sigilosamente como siempre hacía (no le gustaba subir en ascensor con los demás) y ahora estaba allí detrás espiando y escuchando inclinado como un árbol seco lo había oído todo o casi todo y lo miraban con asombro fijamente mientras él se agarraba fuerte a la barandilla de la escalera daba un salto y se arrojaba al vacío y las mujeres gritaban horrorizadas y el cuerpo del muchacho chocaba contra el techo de cristal de un pequeño invernáculo de flores que había en el patio interior del edificio y el cuerpo reventado se desangraba en el suelo cubierto de cristales y flores aplastadas.

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LA APARECIDA

Lo había investigado a fondo y sabía que los ruidos del piso de arriba provenían de una habitación. En el piso vivía una pareja recién llegada, un hombre bajito pero corpulento, muy velludo, y una mujer rubia, alta, también atlética, que tenía un enorme parecido con una exnovia que él había tenido. Los ruidos eran siempre a medianoche, a la misma hora. Entonces era cuando las patas de la cama repercutían en el suelo y se oía el crujido del somier, los jadeos y exclamaciones. Todos los ruidos que hacía aquella pareja, podía oírlos y distinguirlos perfectamente desde el piso de abajo, donde él vivía. Cada noche lo mismo, a la misma hora, ya comenzaba el bullicio de aquella pareja, sin duda metódicos en el horario, pero demasiado ruidosos en su tarea, pensaba. Y lo peor del caso venía después, cuando, invocado por los ruidos, se le aparecía el cuerpo de la vecina en una pared de la habitación, que él confundía con el de su exnovia, y hablaba con ella. Él se quejaba a su exnovia de los ruidos que se producían arriba, y le decía que no estaba bien que ella, su exnovia, le permitiera a su amante que la empujara así contra la cama, sometiéndola a todo tipo de vejaciones sobre el lecho y provocando esos ruidos insoportables, cada noche, y más sabiendo que él, su exnovio, vivía debajo y tenía el oído muy sensible a cualquier ruido. Incluso podía escuchar cómo fluía el agua de la ducha y el lavabo, le decía, y cómo orinaban y defecaban, y el ruido que hacían al tirar de la cadena, entre risas, como si los dos lo hubieran defecado al mismo tiempo. Cosa difícil de imaginar, a no ser que hubieran instalado dos inodoros (o tazas de wáter, decía a 183


continuación para ser mejor entendido) en el mismo lavabo sin que él lo supiera. Vergonzoso, lamentable. Pero ella no respondía a las preguntas, se limitaba a sonreír, a mover los pechos y a dar patadas desde la pared, como si intentara hacer más ruido y arrojarlo de su propia casa. Después de tantas palabras vanas, y dado que el cuerpo de la aparecida no dejaba de insinuarse y dar patadas, él, ya desesperado por los ruidos y jadeos de arriba y de abajo, se lanzaba con violencia sobre el cuerpo de su exnovia o vecina, y el ruido, ahora sí, era descomunal al golpearse la cabeza contra la pared y caer al suelo sin sentido. Tan fuerte era el golpe, que incluso cesaban los ruidos de arriba, asustados los dos amantes por el ruido que procedía del piso de abajo.

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EL COMPRADOR DE FLORES

Ella le dijo que le atara los brazos a la cabecera de la cama. Y él lo hizo. Ella le dijo que le abriera las piernas y la atara a los pies de la cama. Y él lo hizo. Ella le dijo que ya podía poseerla, amarla apasionadamente. Pero él no lo hizo, le puso una flor entre las piernas y se fue. Decían en el vecindario que él era un pervertido, un desalmado con las mujeres casadas, y que siempre hacía lo mismo: cuando los maridos no estaban, subía a casa de sus esposas y les dejaba flores entre las piernas. Pero él, pese a las murmuraciones, siguió comprando flores y visitando a las mujeres casadas. Hasta que un día uno de los maridos, informado por su mujer de lo que les ocurría a sus amigas con las flores, lo denunció a la policía y le tendieron una trampa. Detuvieron al amante de las flores en el mismo lugar de los hechos, en la habitación del marido denunciante, cuando el pervertido ya se disponía a poner una flor entre las piernas de la esposa atada. Ella, que ya había sido prevenida por su marido sobre la trampa amorosa de la policía, sonreía maliciosamente cuando vio entrar a su marido con la policía detrás. Así fue como lo detuvieron un día, y todos los matrimonios afectados se reconciliaron por la noche y se burlaron del falso amante de las flores, que no sabía poseer a las mujeres. Por lo menos, ésta fue la explicación oficial de los hechos que dieron los maridos y sus esposas en el vecindario.

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LA DESAPARICIÓN

Era un hombre cada vez más solitario, apenas hablaba y esquivaba a la gente siempre que podía. Cuando hacía algún viaje iba siempre a hoteles apartados, alejados de la población. Esta vez había alquilado una habitación en un hotel que estaba lejos de la playa. Era hacia finales del verano. La segunda noche entró en la habitación mareado por lo que le había contado una camarera del hotel, y se acostó, apagó la luz, cerró los ojos y volvió a abrirlos en la oscuridad. Entonces tuvo aquella visión: una de las paredes de la habitación estaba iluminada y toda cubierta de musgo, por arriba sobresalían ramos de flores blancas, y por abajo unos capullos de rosa. Se acercó a la pared, hundió las manos en el musgo, y la pared se resquebrajó. Ahora podía escuchar, a través de las grietas, unas voces al otro lado de la pared, en la habitación contigua. Le pareció reconocer una de las voces. Escuchó con más atención, no cabía duda, reconoció la voz: era una novia que tuvo hace años y que se fue con otro, un amigo de ambos. Y ahora estaban allí los dos, haciendo crujir la cama. Pudo escucharlos, dice, y también verlos a través de la grieta más grande de la pared de musgo. Al lado de la cama, había un niño recostado en una silla, debía de tener unos siete años, medio desnudo. De vez en cuando, la mujer golpeaba los pequeños testículos del niño con uno de los preservativos usados del hombre, mientras éste sacaba otro preservativo de la mesilla de noche y se lo introducía en el ano a ella. En el suelo de la habitación había otros preservativos, derramándose junto a la silla del niño.

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Esto se repitió varias veces, y el niño no se movía ni decía nada, pero volvía el rostro hacia la pared, la pared agrietada, y miraba con tristeza al hombre que espiaba desde la otra habitación, por entre el musgo. Al día siguiente, la camarera encontró vacía la habitación del cliente solitario, que se había ido sin decir nada, dejando en un sobre el dinero para pagar la habitación. La camarera, al entrar para abrir las ventanas, descubrió aterrada que unas manchas de sangre traspasaban una pared y goteaban sobre un trozo de musgo que había en el suelo. Cuando fue a la otra habitación, vio que la mujer y el hombre estaban muertos en la cama, y el niño había desaparecido. Más tarde, la policía también encontró en el suelo, debajo de la cama, un trozo de musgo ensangrentado, pero en las paredes de esta habitación, curiosamente, no había ninguna mancha. El hombre solitario y el niño fueron declarados por la policía como desaparecidos.

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TELA DE ARAÑA

Dice que, según cómo se cuente, esta historia puede parecer un chiste, un cuento o un poema. Todo sucedió por no saber hacer el amor con una amiga soltera de su madre, que le sedujo durante unas vacaciones. La maldita tela de araña, una telaraña que no fue rasgada una noche de invierno (él lo cuenta así, como si fuera el inicio de un poema). Años después, cuando volvieron a encontrarse, ella ya se había casado y divorciado, y él ya tenía el amor envenenado por algunas experiencias negativas. Ella lo invitó a repetir la historia de su juventud, pero era demasiado tarde. Y además parecía una comedia: como si ahora le dieran otra oportunidad para rasgar la tela de araña que ya fue rasgada en una habitación por otro hombre, su exmarido. Era inútil, pues. Aquel amor de juventud ya estaba envenenado. Sin embargo, lo convenció y lo intentaron de nuevo. Pero en vano. Ahora, decía, al atravesar aquella telaraña rasgada por otro hombre, era como si quisiera alcanzar la punta de su alma con el amor envenenado y matarla. Arrojar amor envenenado como una serpiente y matar a la amiga de su madre allí mismo. Por eso dice que, según cómo se cuente la historia, puede parecer un chiste, un cuento o un poema. Él recomienda que es mejor leer en público el comienzo de esta historia como si fuera un poema, y luego, si aún tienen ganas de seguir escuchando, puede interpretarse el tema como si fuera un cuento de amor desdichado, finalizando la lectura con unas frases más o menos picantes, que hacen que la historia se vuelva grotesca. De este modo, es casi seguro que la 192


historia será escuchada como un chiste y acabará teniendo cierto éxito entre los oyentes, que reirán y pedirán más historias (el chiste podrá ser de humor negro, de humor verde o de otro color, pero eso ya dependerá del momento y de cómo se cuente la historia a los oyentes).

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LA DENUNCIA DE LA VECINA

I Dicen que ella, la vecina, lo denunció en una reunión de la Comunidad de Propietarios. En la denuncia acusaba a aquel vecino de aprovecharse de ella cuando dormía, cada noche hacía lo mismo, dijo la vecina. Y no era un sueño. Entraba sigilosamente en la habitación mientras ella y su esposo dormían, le sacaba el camisón sin ella quererlo ni poder impedirlo, y le hurgaba todo el cuerpo como si fuera un insecto voraz, y después no iba más allá, no hacía como todos los hombres, sino que se dormía plácidamente y no hacía nada más. Así estaba un buen rato, acostado encima de ella como si fuera un gato dormido, pero ella ya sentía el calor de la oreja apoyada entre los pechos o en el vientre, y aquel calor le entraba dentro y la angustiaba. De pronto, sin abrir los ojos, él comenzaba a mover la mano de aquella manera, como a veces la mueve su hijo, ya me entienden, dijo ella, y al final la mojaba y ya no hacía nada más, el muy cabrón. Y no era sólo un sueño, aunque su marido dijera que no se daba cuenta de nada. Ella ya sabía que este vecino pensaba en ella todo el día, lo sabía bien, y por las noches aprovechaba el sueño profundo de su marido para despertarla a ella y comportarse como un gato en celo, no como un hombre de verdad. Y así noche tras noche, con aquel gato en celo encima de ella, como si no tuviera suficiente con el amor de su marido, que si no dormía siempre a su lado era porque, ya lo sabían, trabajaba como viajante de comercio, y cuando regresaba a casa estaba cansado y tenía ese sueño profundo que no le


permitía darse cuenta de nada, y, claro, el otro, el malvado, se aprovechaba de la situación. El fiscal archivó la denuncia por falta de pruebas más reales, informó. II OTRA VERSIÓN DEL MISMO CASO (EL PRESENTIMIENTO) Declaró que tenía un presentimiento y que por eso lo denunció. Hacía ya tiempo que lo presentía, pero no se decidía a denunciarlo, hasta que el otro día lo vio todo más claro y se confirmó el presentimiento, el mal presentimiento que ella tenía. Estaba en la cama con su marido a punto de dormirse después de haber hecho el amor, y de pronto volvió a tener aquel mal presentimiento y a sentir un deseo extraño, como si la poseyera un fantasma, una especie de conde Drácula ávido de chuparle la sangre. Sus rasgos físicos se parecían muchísimo a los del vecino del 3ª2º, ya no había duda, y seguro que lo estaba haciendo otra vez pensando en ella, ya me entiende señor comisario, aprovechando el momento de debilidad en que ella se entregaba a su marido. Y hubo un tiempo, declaró, en que también tenía este presentimiento durante el día, al atardecer, cuando ella estaba en la cocina preparando la cena y llegaba su marido de vuelta del trabajo, le levantaba las faldas por detrás y, ya sabe usted, señor comisario, me hacía lo que suelen hacer los maridos cuando han tomado una copa de más, y entonces tenía otra vez aquel mal presentimiento, que la hacía sentir infiel y sucia. Todo era por culpa de aquel vecino que lo hacía 195


pensando en ella, ya sabe señor comisario lo que quiero decir, mientras su marido entraba en la cocina y le bajaba las faldas, y se sentía incómoda por tener aquel presentimiento y estar viendo, bueno, presintiendo la fisonomía de aquel vecino del 3º2ª, lo que le estaba haciendo en aquel momento, y tener que fingir con su marido, que ya se iba satisfecho y sin haberse dado cuenta del presentimiento mediante el cual era poseída por el vecino maligno. Cuando la policía fue a detenerlo, ya no lo encontraron en su casa Unos vecinos dijeron que la noche anterior habían oído unos pasos en la escalera, los suyos, huyendo precipitadamente. Otros, afirmaban que vivía en unos bajos cerca del barrio y que continuaba seduciendo a vecinas mirándolas de aquella manera ambigua e induciéndolas a presentir, a tener esos presentimientos por los cuales había sido denunciado. Días más tarde, sin embargo, apareció su cuerpo desnudo y golpeado flotando en las aguas negras del puerto. Y desaparecieron del vecindario los presentimientos, los malos presentimientos, declararon los vecinos.

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LAS CAPAS DE LA CEBOLLA

Una vez tuvo la desvergüenza y el mal gusto de dejarle en el buzón un papel escrito, claramente ofensivo, titulado Las capas de la cebolla, dijo en la reunión de vecinos: Ya no escribe los poemas que imagina, ya no escribe las imágenes que ve. Tiene, dicen, la mano gastada por las cebollas del sueño, por haber pelado demasiado las capas de cebolla de una imagen, las capas blancas de una imagen que se ha hecho transparente. Pero de tanto pelarla, dicen, capa tras capa, la imagen se ha podrido como una cebolla mal cortada, un resto de cebolla que ha sobrado y se ha florecido en un rincón de la cocina, olvidada. Dicen que quizá suene mal y obsceno esto de pelarla, de pelar las capas de una imagen como si fuera una cebolla, pelarla capa tras capa, pero es lo que a él le ha sucedido de tanto imaginar a una vecina haciendo toda clase de refritos, pelando las cebollas con su marido o a solas. Ya no escribe, pues, los poemas que imagina, las imágenes que ve, porque tiene la mano gastada por las cebollas del sueño y, en estas condiciones, con la cebolla mal pelada y florecida, ya no puede escribir poemas. La comunidad de propietarios de la casa barroca hizo llamar al vecino y lo interrogaron entre todos durante un par de días. Pero él no quiso responder a ninguna pregunta, no dijo nada, no se defendió, aceptó la culpa y se marchó del barrio. Algunos vecinos, sin embargo (muy pocos, la verdad) se han quedado con la duda y dicen que a lo mejor no era del todo responsable del texto ni de las cebollas mal peladas. Otra versión de la leyenda cuenta que aquel vecino no llegó a salir nunca del barrio, sino que murió al día siguiente 199


por la noche, apaleado en plena calle por un grupo de vecinos hasta matarlo, y que después lo enterraron en un paraje desconocido, bajo un campo de cebollas, o quizá en el sótano de la misma casa barroca donde los vecinos guardaban trastos, bulbos de cebolla, semillas de flores y todo tipo de herramientas de jardinería.

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RESUMEN DE CUENTO GROTESCO / 1

Éste es el resumen de un cuento cuya historia se interrumpe cuando llega la policía al barrio, lo detienen y él responde: «Los estaba esperando. No he hecho nada, pero sabía que vendrían un día y los estaba esperando desde hace tiempo».

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RESUMEN DE CUENTO TRISTE / 2

Dicen que salió a la calle soñando, y fue apedreado. Alguien había dicho: «Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra», y eso hicieron, tiraron la primera piedra y la segunda, la tercera y la cuarta y todas las demás, hasta que se desplomó, apedreado en medio de la calle. Ahora comentan que hizo mal en salir a la calle, que no tenía que haber salido de aquel modo, como si fuera inocente. Pero las piedras ya habían sido arrojadas. Otros dicen que lo tiene merecido por su manera de mirar.

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EN UN TALLER DE ESCRITURA

Daba clases en un taller de escritura y puso como ejemplo literario un cuento breve de amor: «Vivían en el mismo edificio, a menudo se encontraba en el ascensor o por la escalera, y un día le contó su historia. Le dijo que el amor la había envenenado, que se envenenó por amor. Aunque sobrevivió. Tiempo después, iba con desconocidos y conocidos, cobrando o sin cobrar, pagando o sin pagar, daba lo mismo, el resultado siempre era el mismo: arrojaba amor envenenado. Acompañada o sola, en cualquier sitio, en cualquier cuerpo, arrojaba siempre un amor envenenado. Ésta era, pues, su historia breve de amor, no apta para enamorados ni para poetas, le dijo irónica. Una noche se fue del barrio y no volvieron a verla. Pero aquel vecino al que le contó su historia, a veces piensa en ella y cree verla por la calle, pero siempre se confunde de persona». Después de este ejemplo literario, la profesora les dijo a sus alumnos que no debían escribir nunca un cuento o un poema semejante, ya que era la negación misma de la escritura, una historia tan poco amorosa, más bien repugnante y nada poética.

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ACCIÓN TEATRAL EN LA OFICINA

La acción transcurre en una oficina, al mediodía. Es la hora de comer, y en la oficina sólo quedan dos empleados, dos personajes solos, a los que llamaremos B y L. B se dirige a la mesa de L para consultar unos datos en el ordenador, y se sienta sobre sus rodillas. A veces le gusta hacer estas bromas a L, sentarse encima suyo, sin malicia, solo para incomodarle y crear una situación un poco embarazosa para L. No puede evitarlo, disfruta con estas bromas y viendo los apuros de L por disimular el peso que tiene sobre las rodillas y aparentando no darle importancia. Pero hoy ocurrirá algo terrible. Cuando están a punto de regresar los otros empleados, después de comer, B comprueba que no puede levantarse y le pide ayuda a L, que tampoco puede levantarse de la silla: los dos están clavados en la silla y no pueden levantarse. Mueven los brazos y las piernas, se esfuerzan una y otra vez, apoyan firmemente los pies en el suelo, pero nada, no pueden desclavarse de la silla. Con tantos esfuerzos, su ropa se va desgarrando, se hacen rasguños en la piel, y ahora parecen dos vagabundos, con harapos, clavados a una silla del despacho. Pero en ningún momento hay lo que se dice un contacto erótico entre B y L, pese a rozarse ambos cada vez más y con más fuerza por la cantidad de gestos y movimientos que deben hacer al intentar desclavarse de la silla, sin conseguirlo. Por lo tanto, no diremos lo que tal vez hubiera escrito, esto es: que al hacer ciertos movimientos, al lanzarse B hacia la derecha con potencia, y al intentarlo también L hacia el lado izquierdo, las nalgas de B se abrieron por el esfuerzo realizado, y L se introdujo, sin proponérselo, entre sus nalgas. Nada de esto, no queremos 206


alimentar este tipo de literatura. Lo que ocurrió fue que, en esta nueva posición, cada vez que se movían hacia arriba y a los lados de la silla, se producía lo que se podría llamar la simulación o parodia de un coito involuntario, pero sin serlo verdaderamente. Todo venía dado por el movimiento, por los esfuerzos que estaban haciendo por desclavarse de la silla. Hubo incluso, en el fragor del movimiento, uno de más brusco y violento que los anteriores, que hizo saltar a los dos hacia arriba. Pero en esta nueva acción, sólo consiguieron arrastrar consigo la silla y darse un fuerte golpe al desplomarse de nuevo, quedando más clavados a la silla de lo que ya estaban. A causa de este golpe, L sintió un estremecimiento por dentro, como si algo se le escapara, mientras que B, que había percibido tal estremecimiento, empezó a sentir una humedad creciente por detrás, al final de la espalda, una sudoración quizá motivada por el esfuerzo de ambos, pensó. Pero ninguno de los dos comentó nada, y por otra parte no había tiempo que perder dada la situación complicada y difícil de resolver entre ellos y la silla. No diremos, pues, nada más sobre lo que podría interpretarse mal, ya que, ahora, lo que realmente les preocupaba a ambos no era que sus cuerpos se tocasen más o menos, sino cómo liberarse del dominio de la silla y volver a la vida normal. Por fin, llegó la situación terrorífica: que es cuando vuelven de comer los otros empleados y aparecen por detrás de ellos y los descubren en aquella situación, uno sentado sobre el otro, haciendo gestos y movimientos por desclavarse de la silla, pero dando la falsa imagen de que están haciendo el amor y que han sido descubiertos (recordemos lo dicho: pese a lo que pudiera parecer, en modo alguno estaban haciendo el amor, sino que se trataba sólo de una falsa apariencia producida por circunstancias adversas, y 207


aprovechemos también para decir, aun sin venir a cuento, que en ningún momento se ha especificado en el relato de este accidente si los afectados eran hombre y mujer o dos hombres). «Como dos perros», dice uno de los empleados, bromeando, «lo están haciendo como dos perros de la calle». Ahora les insultan, los llaman obscenos, inmorales, los arrastran con la silla detrás y los someten a juicio allí mismo, en un despacho de la oficina. Sin derecho a defensa, B y L son juzgados, declarados culpables y condenados a permanecer en la silla. Les tapan la boca con cinta adhesiva, envuelven sus cuerpos en unos trapos grandes y los atan fuertemente a la silla con dos cuerdas. Más tarde, avisan al conserje del edificio para que, por la noche, baje a la calle una silla envuelta con trapos, que ya no sirve para nada y lleva dentro un paquete grande de expedientes caducados, le advierten para que no lo abra. Y le ordenan que lo deje todo junto a los contenedores, bien dispuesto para que más tarde se lo lleve el camión de los muebles y trastos viejos.

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LA CONFESIÓN

Cuenta la leyenda que al final habló, y dijo que sí, que lo confesaba. Confesaba que, ya de muy joven, veía a veces una imagen borrosa a través del agua y que él caía en la tentación de invocarla cuando se duchaba. Y de tanto imaginarla, hacía cosas feas en el lavabo y en la habitación al apagar la luz, cuando vivía en casa de sus padres. Y, ya de mayor, lo volvía a hacer, pero una parte de la imagen ahora se había transparentado y ya podía imaginar lo oculto con más precisión. Ésta fue sin duda su perdición, dijo él mismo: la transparencia de la imagen, la transparencia de las aguas, lo tentaba más todavía y le obligaba a imaginar el resto, aquello que no veía. Él ahora lo confiesa y acepta el tormento, mientras las sirenas lo atan más fuerte a la roca y le desuellan la piel por haber soñado y oscurecido la transparencia de las aguas, por haber enturbiado las aguas encantadas del lago. Él intenta defenderse como puede y pregunta a las sirenas si es malo soñar solo, sin molestar a nadie. Le responden las sirenas que no es malo imaginar ni soñar, solo o acompañado, pero sí lo es el abuso que él ha cometido con la imagen. Este vicio, le dicen, ha enturbiado la transparencia de las aguas, han quedado corrompidas al desembocar en ellas todos los papeles y pañuelos empapados que él tiraba al lavabo o la alcantarilla, después de sus fantasías de juventud. No obstante, dice la leyenda que él se arrepintió cuando las sirenas le explicaron lo más grave de todo, su pecado más grave: al arrojar a la alcantarilla y al lavabo aquellos papeles y pañuelos empapados, ya resecos o todavía húmedos, había seducido y preñado a ratas que contaminaban las aguas transparentes del lago. 209


Éste era, pues, su pecado más cruel, aunque no lo supiera en el momento de cometerlo: preñar a las ratas que luego contaminaban las aguas. En el mundo, hay individuos que tienen novia y hay individuos que alquilan novias, pero sólo él, le dijeron, había sido el novio de las ratas, a las que había seducido y preñado arrojando pañuelos y papeles manchados. Muchos no han creído el final de esta leyenda, pero la gente lo explica así, y así lo dejamos escrito.

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AMORES RIDÍCULOS...

Un amigo, que está en paradero desconocido desde hace unos quince años, me mandó un sobre por correo, sin remitente, que contenía tres cuentos sobre un mismo tema. Los había escrito en unos pocos meses, me decía en una nota. Sin embargo, me explicaba que más tarde se puso a intercalar en los textos una serie de palabras feas, frases obscenas, versos y dichos clásicos, todos de mal gusto, material de relleno o digresión con que interrumpía el desarrollo de los cuentos y malograba la poesía que aún pudieran contener. Ésta era, me decía, la causa del relleno o digresión obscena: matar a la poesía. Este trabajo de intercalación le llevó varios años y sólo dio los cuentos por finalizados cuando ya los había rellenado con tal cantidad de obscenidades, que ningún lector podría descubrir la más mínima poesía en lo relatado. De ahí que los titulara, Amores ridículos, o los pellejos de la poesía. También me daba permiso para publicarlos, si lo consideraba oportuno, pero sin su firma. No quería ser reconocido y laureado después de muerto. Soy poeta, me decía, pero no poeta póstumo. Así pues, aquí los publico sin omitir ninguna de sus palabras.

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OTROS AMORES RIDÍCULOS, O LOS PELLEJOS DE LA POESÍA Tenia el braç tibat, i tolerava aquell pes tebi, persistent, a l’avantbraç. GABRIEL FERRATER, AMISTAT DEL BRAÇ

I LA TIENDA Estaban en una tienda de la casa barroca, mirando blusas de verano, cuando ella, de pronto, dijo: «Me gustan las transparencias.» Al escuchar esta palabra, «transparencia», en seguida despertó en la memoria de él un suceso que tuvo lugar en la oficina donde los dos trabajaban: se trataba de una transparencia, se decía, ni más ni menos que la transparencia de una blusa, la blusa transparente que un día llevaba esta misma compañera de trabajo y que mostraba sus pechos al desnudo. Quiso agradar a la polla / y la levantó el vestido. Era una imagen que había olvidado por completo y que ahora, al oír aquella palabra, se le aparecía otra vez de manera nítida. Batas de oficina, abiertas. Cuando hacía de botones en aquella empresa, algunas secretarias lo rozaban por detrás, arrambándolo contra la pared con los tentáculos de sus pechos. Algunos jefes se reían mientras miraban y archivaban sus pollas en algún expediente caducado. Seguían mirando prendas de verano en aquella tienda, que estaba situada en el portalón de un antiguo palacete del barrio viejo, ahora restaurado. La tenía en la boca y le cortó la punta de un mordisco seco, brutal. No murió atragantada porque vomitó el trozo de polla. Con unos arcos de piedra por donde se 214




pasaba de un espacio a otro donde se exhibían los vestidos, blusas y pantalones. Ella y él examinaban tallas y colores y se acercaron a un rincón de la tienda que estaba rodeado de vestidos colgados, transparentes. Cuando estaba de espaldas, entró aquel matrimonio, le bajaron los pantalones y ella le disparó en la cabeza. Al alargar los brazos hacia los vestidos, se encontraron fortuitamente el brazo de él y uno de los pechos de ella. El toque de la corneta / de sus brazos le separa, / y no tuvo otro desquite / que hacerse después la paja. Él no apartó el brazo y ella tampoco hizo ningún ademán de apartarse, quizás sorprendida como él y no queriendo hacerle daño despreciando aquella breve relación furtiva, o tal vez no se dio cuenta. Cierta moza daba audiencia / para curarle la urgencia. Quedaron así un rato, dando un vistazo a los vestidos y manteniendo aquel roce, un contacto que a él le producía una sensación de parálisis, como si tuviera el brazo hundido en una trampa cubierta de hierba, prisionero, y no pudiera apartarlo de allí. El amante depone entre los pechos de la amada, / en tanto la amada regala un bello excremento al amante. Por otro lado, también era extraño, pensaba, que ella no se diera cuenta de aquel roce y no hiciera nada por evitarlo, ya que tenía el codo prácticamente hundido en el promontorio de su pecho desde hacía un rato. Cuando le hicieron la autopsia, le encontraron un poema dentro del coño. «Era puro veneno y mal escrito», diagnosticó el médico forense. Él, sin embargo, poco más podía hacer, pues intentaba en vano apartar el brazo, lo tenía allí como prisionero, enganchado al pecho, y además se sentía desvalido, mareado por el perfume y el contacto del que no podía liberarse. Decidme, señora Lozana, ¿qué quiere decir que los hombres tienen los compañones gordos como huevos de gallina, de paloma y de golondrina, y otros que no tienen sino uno? 217


Era como si se celebrara una ceremonia mágica y como si él, después de haber sido iniciado al escuchar la palabra transparencia, ahora fuera llevado por ella, por la palabra, a conocer y tocar la existencia real de lo que se hallaba escondido bajo la ropa. Parece mi casa atalaya de putas. Porque eran los mismos pechos que se habían transparentado en la oficina, eran los mismos que ahora le acogían el brazo y no lo apartaban, como si le permitieran hundirlo en su seno para atormentarlo con malos sueños. Durante toda su vida estuvo fingiendo. Harta, le cogió los testículos e hizo «veinte rebanadas muy finas para el perrito», dijo. Y es cierto que aquella noche tuvo una pesadilla con escenas amorosas de innumerables pechos que lo llevaban a un lugar misterioso, oscuro, donde había un amante que no era él, sino un desconocido (pollalisa) que era alimentado por cuatro pechos de los que brotaba un chorro de líquido oscuro que, mojándole los labios, envenenaba poco a poco al amante desconocido, hasta matarlo. El culo del amante, la visión del poeta, el culo de la amada: el poema que no puede decirse, y te cagas y callas. Era una pesadilla de la cual sólo te podías despertar sudoroso, aterrado, decía. Gomas, condones, preservativos y lavajes en la tienda-clínica de «La musa y el puto Orfeo». En más de una ocasión, tiempo después, al relacionarse con mujeres mecánicamente, sin ningún tipo de amor y escaso deseo, se le despertaba en la memoria aquella imagen de la transparencia que su amiga había mencionado en la tienda. «Ni coños ni pollas», dijo al ser detenida. En la nevera encontraron un testículo de hombre en una bandeja, macerado en vinagre y limón. «Para los gatos», dijo. ¿Qué fue del otro testículo?, le preguntaron, pero no quiso responder. Y ocupaba su imaginación, no alguna mujer desnuda que hubiera estado con él, sino aquel contacto furtivo, la relación estremecedora entre el brazo y el pecho en una tienda de 218


ropa: «Aquel almohadón de flores acogiendo al brazo, bajo los arcos de un antiguo palacio», como él decía al intentar poetizar aquella experiencia amorosa. Prestádselos un rato a mi ojo ciego, / porque a luz saque ciertos versos flojos, / y entenderéis cualquier gregüesco luego. Según parece, escribió una serie de canciones que algunos amigos, después de haberlas escuchado, se tomaban a risa, burlándose de aquella historia de amor tan ridícula y poco varonil. Baste decir que culos que se conocen, en la calle se saludan. II REGRESO A LA TIENDA Esta historia le ocurrió, me dijo, en una tienda de ropa donde hacían rebajas. Acompañaba a una compañera de la oficina donde trabajaba y estaban mirando blusas y vestidos. Ella encontró una blusa transparente, y dijo «Me gustan mucho las transparencias». La tomó en la falda y la llevó a su casa, / púsola cerca del fuego, cerca de buena brasa; avivó la culebra. Entonces fue cuando él tuvo una visión y le vino a la memoria un día de verano, cuando esta misma compañera se presentó a la oficina con una blusa transparente que mostraba sus pechos sin sostenes, deslumbrando la mirada de los empleados de la oficina, aunque la mayoría eran mujeres, me dijo. Con todo el glande descubierto orinó en los zapatos viejos, leyó. Y mientras seguían en la tienda y ella seguía mirando blusas y vestidos, el empezó a reflexionar sobre lo que sucedió aquel día de verano y se hacía las siguientes preguntas: ¿Por qué ella, la más recatada de la oficina, se puso aquella blusa transparente? ¿Quién fue el que le tocó el culo?, preguntaron en el 219


autobús. ¿Lo hizo por el calor, para ir más fresca, o bien porque deseaba mostrar lo que había ocultado durante demasiado tiempo? ¿Fue un atrevimiento, una provocación, o un deseo de mostrarse a la luz antes de que su belleza se marchitara aún más? Dicen que la jefa tenía una brasa entre las nalgas, y se corrían las palabras mientras escribía a máquina. Pero, ella, que era tímida en esas cuestiones y que no soportaba las bromas soeces ni los chistes de mal gusto, ¿no imaginó que lo que ahora enseñaba podía ser objeto de deseo, que algunos se fijarían demasiado en ello e intentarían tocarlo o lo recordarían obscenamente por la noche? Después de ver «Psicosis», ya no iba al lavabo con una fotografía de James Dean, le explicó. No, esto último no podía ser, reflexionaba mi amigo. Ella seguro que nunca hubiera sospechado que al ponerse aquella blusa y mostrar lo oculto, algunos de los empleados podían obsesionarse con lo visto y soñarlo por la noche y tener que levantarse para aliviarse de la pesadilla, de la efervescencia de aquella imagen. Lo hacía en el lavabo de su casa con una fotografía de M. M. o de B. B. y no con una de S.M, la actriz nacional. Ya de niño era muy suyo, silencioso e internacional, confiaba su madre a una amiga, mientras ambas hacían la calle por la Plaza Real, por Escudellers, Aviñó y Fernando, dando vueltas sin parar y tomando el pelo y el dinero a nacionales y extranjeros. Cosa que él, me confesó, nunca había hecho, pues no era de esos que tenían miedo a la sífilis y se encerraban en el lavabo para aliviarse fácilmente como adolescentes temerosos o mediante una ducha de agua fría, ya que disponía de otro método mucho más expeditivo, más eficaz y liberador, un método que le enseñaba, gratis, una de las vecinas cuando no estaba ocupada con su marido. Hijo de puta, le dijeron, ves a follar a tus muertos. Es decir, era imposible que aquella compañera de trabajo mostrara lo que hasta entonces había ocultado y lo hiciera a propósito para incitar y provocar un 220


deseo de esta naturaleza. Gustar, atraer, seducir, eso quizá sí, pero sin ir más allá, sin una intención provocadora de malos sueños, de pesadillas nocturnas. Las diabólicas nunca duermen y clavan alfileres en el prepucio del niño. Mi amigo, sin embargo, después de lo que ocurrió en la tienda, pensó a menudo en la frase que ella le había dicho: «Me gustan las transparencias», y recordaba la visión de aquel día de verano, la visión de lo oculto. Él decía que alababa durante las conversaciones, en presencia de aquellos que pretendían ser galanes de su esposa: «alababa las prendas y partes buenas que tenía, pidiéndole y aun mandándole que descubriese algunas cosas ilícitas, pechos, brazos, pies, y aun, aun... –quiero callar, que me corro de imaginarlo– para que viesen si era gruesa o delgada, blanca, morena o roja!» Le comenté a mi amigo que tal vez ella tenía una doble vida, como mi madre. Más puta que una gallina, le dijo el dueño de la relojería a mi padre, antes de que éste cogiera el cuchillo de carnicero. Y añadí que, fuera de la oficina, quizá no era tan recatada como él creía. También cabía otra posibilidad, le dije: que estuviera enamorada de alguien que no se decidía a comprometerse y, mediante la transparencia de aquel día, quería enseñarle una parte de la belleza que ella ocultaba y que él se perdía tontamente. Teta, coño, polla, culo, a batir huevos y leche, le enseñaban sus primas mayores bajándose las bragas y a él los pantalones. La transparencia como una insinuación, como una iniciación al amor. En suma, que fuera recatada y tímida no quería decir que no se enamorara ni deseara como las otras compañeras de la oficina, mucho más atrevidas, según me había contado, algunas de las cuales le provocaban rozándole con sus pechos o aposentando sus nalgas prominentes sobre sus rodillas. Una niña de pueblo invitó a follar a un niño de ciudad. El niño sólo miró y la folló uno del pueblo. Él me respondió que no era posible lo que yo le argumentaba, que mis suposiciones eran falsas y 221


seguro que ella lo hizo todo de una manera pura, natural, sin la intención de provocar a nadie, sin ningún deseo oculto, pero que los hombres somos así, obscenos por naturaleza (barrio de putas, macarras y maricones, mi madre era una puta y mi padre un maricón, cantaba), y que siempre pensamos mal y nos obsesionamos cuando una mujer nos enseña una parte de su belleza oculta (la vecina se tocaba cuando el vecino la miraba por la ventana). Sin embargo, pasado un tiempo, cambió de opinión el día que la vio en un bar con un hombre desconocido. Llevaba la misma blusa transparente, ahora un poco más abierta que en la oficina. Ambos estaban tan absortos mirándose, que ni siquiera se fijaron en él cuando pasó por el lado de su mesa. Decepcionado, superada su teoría de la transparencia pura y natural, se fue por un callejón. Al llegar a casa, fatigado y triste, llamó por teléfono a la vecina experta, pero ésta le contestó que estaría toda la semana ocupada con su marido. Fue entonces, me dijo, cuando recapacitó, volvió a recordar aquella visión y a examinar su teoría de la transparencia. La examinó en detalle una y otra vez para intentar comprender lo sucedido. Estuvo así mucho tiempo, indagando en casa, solo, y dejamos de vernos. Años después, unos vecinos me contaron que tuvieron que llamar a una ambulancia, lo ingresaron en un hospital y ya no volvió a esta casa. No saben lo que le ocurrió, dijeron. Es probable que muriera, con la mala vida que llevaba, comentaron. Pero yo sospechaba que estaba vivo y no les dije nada. Los cabrones son los demás y los que más hablan. Las mujeres infecundas me preguntaban por su sucesión, las solteras por sus bodas, las aborrecidas del marido me pedían remedios para reconciliarlos, recordaba el Gran Piscator del barrio.

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III LA PARTE ILUMINADA Sólo conozco la parte iluminada, me dijo. No entendí lo que me decía. Y entonces me explicó que había visto la parte iluminada, la parte que se transparentó bajo la luz, y después, soñando, imaginó la parte desconocida. Y ambas se fusionaron en una sola, la bella conocida y la misteriosa desconocida. Fue de este modo que aprendió la teoría y práctica del amor: soñando con las dos partes de aquella figura, hasta completarla. Madre, hermana, ¿en qué prostíbulo trabajáis? Le pregunté si se trataba de una figura real, de la imagen de un cuerpo real. Y me respondió que esto no tenía importancia, que él prefería la ficción a la realidad, y que aquella ficción le daba un placer que seguramente no le habría dado la realidad. El pederasta del cine de barrio me compra gaseosa y patatas fritas. La ficción lo atraía y la realidad le resultaba desagradable. Además, añadió sonriendo, era más fácil hacer el amor así, sin tener que pedir permiso ni conformidad a nadie. Mi hijo los tiene escondidos, dijo ella con los cojones de su amante en la mano. Aquella figura, a quien veía de día en la calle o en el trabajo, no sabía lo que él hacía por la noche, de modo que así no surgía ningún problema ni nadie era sometido a hacer lo que tal vez no quería. Noche de bodas, ¿cuánta sangre? En la tienda de enfrente, el otro, la bragueta abierta del carbonero. Es cierto que, de aquella figura, sólo conocía la parte iluminada, la parte transparentada, pero con esto ya tenía más que suficiente, decía, para imaginar la otra parte, la parte desconocida, y pasar una buena noche con la figura completa. Hijos de puta, el niño ha muerto.

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ESCOGE EL CUENTO QUE MÁS TE GUSTE

Nació a medianoche en una sala de urgencias, lo llevaron a casa y le enseñaron a andar, creció, fue al colegio, le enseñaron a caer y a levantarse, dejó los estudios, empezó a trabajar, fue al baile y conoció el primer amor y, meses después, el primer fracaso, dejó el trabajo, merodeó por ciudades y barrios, volvió a la ciudad natal, encontró otro trabajo, se casó, pero no tuvo hijos, y después de unos cuantos fracasos más desapareció del barrio, de la ciudad, del mundo. Una vez acabado el cuento, también podemos modificarlo y decir que fue un buen estudiante y un buen oficinista, que se casó con el primer amor, tuvo un par de hijos y murió satisfecho rodeado por su familia. Cosas peores se hacen que alterar el comienzo y el final del cuento de una vida.

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Índice CUENTOS PARA DISTRAER A LOS VECINOS DE LA CASA BARROCA LA CONFESIÓN SANGRE EN EL ESCAPARATE DE LA PELUQUERÍA DOS NOVIOS EXTRAÑOS MISTERIO EN LA CASA BARROCA IR DE COMPRAS EL CORREO PERDIDO DEL SER LA HISTORIA DE UN MUCHACHO QUE NO HABLABA COMO LOS DEMÁS EL CUENTO DEL VECINO CORRUPTOR EL CUENTO DE LAS FLORES NOTA MISTERIOSA DEJADA EN EL BUZÓN VOLVER DE LO DESCONOCIDO RUIDOS EN LA HABITACIÓN CUENTO BREVE EL VICIO DE LA POESÍA LAVAR TÉCNICAS Y NUEVAS TÉCNICAS DEL MASAJE EL POSEÍDO LA MANO DELATORA LA IMAGEN

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HISTORIAS DE VECINOS EXPULSADOS DE LA CASA BARROCA POR OBSCENIDAD CUESTIÓN DE NOMBRES CRÓNICA DE LOS POBRES AMANTES EL DESPERTAR LAS FLORES MARCHITAS UN SUEÑO SIN PALABRAS

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ARCHIVO DE PAPELES DE LA COMUNIDAD DE VECINOS DE LA CASA BARROCA, GUARDADOS POR SI PROCEDE SU REVISIÓN EN EL FUTURO UN SUEÑO SIN FINAL EL CUENTO DE LA VERDAD DICEN QUE LA MUERTE ATASCÓ LA PUERTA DEL BAR EL JARDÍN SOLITARIO HAY AMORES QUE MATAN LA HISTORIA DE UNA VISIÓN EL VECINO VISIONARIO ENSAYO DE ORQUESTA UNA MALA EXPERIENCIA CON LA PUNTA DE LA LENGUA UNA HISTORIA DE INTRIGA EL PÉTALO LECCIÓN POÉTICA EL MALDITO RAMO BLANCO EL CONSTRUCTOR EL ANILLO MÁGICO DOS HISTORIAS EL CEPILLO DE DIENTES HAY AMORES QUE MATAN HISTORIA DE UN PREMIO LITERARIO LA PURIFICACIÓN

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CUENTOS INMORALES DE LA TIENDA DE VESTIDOS DE NOVIA INTRODUCCIÓN LA MANCHA SECRETA LAS TECLAS NEGRAS DEL PIANO UN MORADO ALBARANES Y FACTURAS CANCELADAS UNAS FOTOGRAFÍAS RUIDOS EN EL BAR ESCÁNDALO EN EL AUTOBÚS COMODIDAD AMOROSA

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VARIAS NOVIAS ÚLTIMO ACTO

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CUENTOS GROTESCOS DE LA CASA BARROCA UN VESTIDO EN EL ESCAPARATE FATALIDAD LA CEREMONIA MÁGICA DE LOS REYES DE PERSIA HISTORIA DE UNA FOTOGRAFÍA RETOCADA EL CUENTO DEL AMANTE EFÍMERO LA CASA DE LAS FLORES EL MEJOR CUENTISTA DE LA ÉPOCA LOS PRIMEROS EXTRAVÍOS LA IMAGEN UN CASO SORPRENDENTE EL FINAL DE TODOS LOS CUENTOS UN PEQUEÑO INVERNÁCULO DE FLORES BLANCAS LA APARECIDA EL COMPRADOR DE FLORES LA DESAPARICIÓN TELA DE ARAÑA LA DENUNCIA DE LA VECINA LAS CAPAS DE LA CEBOLLA RESUMEN DE CUENTO GROTESCO / 1 RESUMEN DE CUENTO TRISTE / 2 EN UN TALLER DE ESCRITURA ACCIÓN TEATRAL EN LA OFICINA LA CONFESIÓN AMORES RIDÍCULOS... OTROS AMORES RIDÍCULOS, O LOS PELLEJOS DE LA POESÍA ESCOGE EL CUENTO QUE MÁS TE GUSTE

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Impreso por emboscall. Marzo de 2015.



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