Inocencias Emilia GarcĂa
Inocencias Emilia GarcĂa
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I
Tenía el día largas trenzas y una fiesta de saltos y almohadas que cortaba el aire y las risas.
Era la elasticidad de los cuerpos y las camas, pequeño paraíso circense de mañanas en domingo.
Sonaba la trompeta de la tarde, y en el cielo abierto del estío dejábamos refrescar el corazón y las manos. 4
Los pies no sabĂan de relojes. Una carrera veloz sin prisas, nos llevaba morenos y rojos a la esquina del delantal que, en la plaza, llena de soles, exhibĂa su reclamo: ÂĄBandera de trigo y aceitunas!
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II
Mi padre me enseĂąaba el secreto de las voces. Serenamente, noche tras noche, hasta que accedĂ al rumor sinuoso de las plurales.
Y mi madre con paciencia rosa prolongaba la luz sobre sus manos, pues su mirada no conocĂa el cansancio y el invierno se le antojaba lejos.
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Siempre, Siempre la veo Con una flor blanca Besรกndole las mejillas.
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III
Entonces no era distinta la palabra muerte de la palabra casa, dibujo o excursión.
Giraba el llanto de un niño en la noche siempre a recién nacer.
Y qué cerca la luna de los ojos. El espacio circular donde perderse mientras pasábamos el anillo.
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A ti te sorprendĂan siempre Âżrecuerdas? Con las manos turbadas sobre la falda.
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IV
A veces nos dĂĄbamos cita al borde de la mentira. Bajo el palio de mayo, en el bies blanco del vestido la dejĂĄbamos anidar.
Mientras, a lo lejos, llovĂan azahares sin naranjos.
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V
Se agolpaban los sueños en la habitación donde el crepúsculo mezclaba los juguetes. Allí dormían mis muñecas. Fugaces portadoras de celos rubios.
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VI
Con cuidada pericia ahondĂĄbamos las heridas de las paredes.
Se detenĂa el sol, vibrantes las yemas al contacto sedoso y tibio de aquel vaciar los muros de sentido.
Y ya, la piedra roja, palpitante, aparecĂa cual victoria. Traspasada de mensajes y de rayos,
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VII
Los espejos se avenían palacios, un mundo anudado sobre el pecho fingido por la sábana me esperaba.
Qué sed de horizontes en la abierta ventana. Allí jugaba a sorprender miradas invisibles.
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VIII
Pero también había oscuridad y frío y desorden en el corazón rosa de los jazmines. En el tumulto de helechos y su humedad verde. En el reptar de las yedras asombrando las ventanas, sorprendiendo en el techo sus reflejos. Sombras de inundación callada. Y el miedo, entonces, era el galope de un caballo rojo que enbozado hasta las lágrimas Invocaba del día su conjuro.
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IX
Me sabían a poco los atardeceres cuando la plaza se trascendía en el aroma de los naranjos. Parecía que el cielo se volviese del revés.
Y mis pasos nerviosos sonriendo en las aceras. En aquellas esquinas donde reducían sus voces los muchachos. Cuando abril Redondeaba La cima de todos los campanarios.
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X
Llegado el momento el mundo se nos hizo pequeĂąo.
Hirientes, las esquinas plegadas del mapa donde dormĂan los horrores ajenos.
Implacable el reloj con su muerte de calendario.
Dolorosa la angustia silente de las calles al paso de las madres blancas.
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Llegado el momento tambiĂŠn nosotros pensamos que la felicidad era un perro orinando en una esquina Y que dios No era mĂĄs que un niĂąo deshojando una margarita.
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