LA SANTA
Emilia García
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l Percha lo enterraron un domingo a las 12 de la mañana. Lo recuerdo bien porque ese día decidimos sacrificar la función del
matinal por esa otra función viva que se nos ofrecía entre expectante y morbosa. Y todo, porque Concha, La Marenga, la mujer del Percha, su entonces hacía unas horas viuda, se había empeñado en asistir al entierro, y que mucho cuidado con quien se opusiera porque podía hacer alguna tontería o alguna locura.
En la plaza todos sabían a qué tonterías o locuras se refería, porque La Marenga ya las había protagonizado en otras ocasiones. Estaba ducha en esos menesteres, decía la gente, la próxima seguro que no falla. Así que, en contra de lo que era tradicional, o sea, quedarse en la casa preparando el duelo con el
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resto de las mujeres, La Marenga se había metido en su cuarto desde por la mañana temprano y aún no había salido cuando ya la plaza estaba a rebosar de hombres y la casa era un ir y venir de mujeres de negro, afectadas o simulando afectación, porque, según escuchábamos, El Percha se lo tenía bien merecido. Las niñas mariposeábamos aquí o allá, entre los grupos de mujeres o entre los corrillos de hombres, o nos camuflábamos en las esquinas más próximas. ¡Dicen que ya sale! ¡ que ya sale! Se corría el rumor por las contraventanas. Y salieron. Primero los hombres con el ataúd, después, a pocos metros y completamente sola, presidiendo el cortejo que iría detrás, apareció la figura de La Marenga. El murmullo había hecho su camino desde el interior de la casa de Concha hasta la plaza, en la que los hombres intentaban acallarlo tosiendo o regañando a los niños que, de puntillas, La Santa
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queríamos hacernos con algún ángulo de visión apropiado. Yo me subí a las rejas de la ventana de La Remedios y entonces la vi. La Marenga se había puesto guapísima. Se había peinado el pelo rojo en un moño alto, muy cardado. Se había puesto su mejor vestido, el que le vimos cuando bautizaron al chico de su hermano. Un vestido de color crema con unas grandes rosas rojas y verdes, ceñido a la cintura y después cayendo en vuelo hasta debajo de las rodillas. Sus zapatos de tacones y sus pendientes de perlas. No llevaba bolso. Las manos las mantenía ocupadas con un rollo de papel que llevaba. Parecía una revista. Pero lo más espectacular era su sonrisa, una sonrisa pintada de rojo fuerte. Que aquello era una vergüenza era el comentario sordo que se escuchaba por donde iba pasando el cortejo. Y si no hubiese sido por “las tonterías” con las que en varias ocasiones La Marenga turbó al barrio, todos la hubieran tachado de algo mucho más grosero. Pero qué se podía hacer, murmuraban, la pobre ha La Santa
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perdido la cabeza del todo. Y así, con la cabeza baja, la mayor parte de los hombres, aunque no daban su aprobación, aceptaron cada uno como pudo, la salida de tono de Concha. Las mujeres, en cambio, que se habían quedado en casa esperando la vuelta de los dolientes, estaban presas de una agitación extraordinaria. Las copitas de anís iban y venían acompañadas de alguna que otra galletita y algún que otro suspiro acompañado por risitas entrecortadas que a nosotras nos sabían a dulces secretos. ¡Ay ¡, si yo fuera una niña, gemía con los ojos chispeantes La Rosario, no me perdía el espectáculo por nada del mundo. Y vuelta a las risitas entrecortadas, a los sofocones. ¡Ay dios, que esto no puede ser sano, que la Virgen María nos perdone! Y, entre tanto, van y paran en que allí estamos nosotras, escuchando, saboreando las galletas y turbias por algún traguito de anís mal encajado. ¡Pero niñas! ¿porqué no vais vosotras? ¡andad! ¡corred, y después nos lo contáis! Pero
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cuidado, no meteros entre los hombres. Vosotras, de lejos, pero sin perder detalle. Y, así, nos echaron del velorio para que corriésemos calle abajo hasta alcanzar la procesión, que eso nos parecía, porque la gente, conforme iba pasando el cadáver con La Marenga detrás, iban saliendo a sus puertas más curiosos que dolidos por el pobre hombre que ya dejaba para siempre este valle de lágrimas.
A Concha la veíamos de lejos, andaba contoneándose, firme, con la cabeza alta y la sonrisa fresca. De vez en cuando, el aire, que por el camino del cementerio parecía correr con más prisa, le levantaba algo la falda, sólo un poco, pero lo bastante como para que alguno de los acompañantes le diera con el codo al que tenía más cerca
mientras se intercambiaban un guiño de
complicidad.
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Nos metimos por una de las calles transversales que desembocaba casi a la altura del que sería el último catre del percha. Desde allí, vimos cómo subían el ataúd, cómo tapiaban el nicho y cómo después, La Marenga se disponía a decir su último adiós al que hasta hace unas horas era su marido. Se hizo un silencio total. Ni siquiera Pedro, El Celtascortos, lo llegó a romper con aquella tos de cueva húmeda que le salía a todas horas y que llegaba a doblarlo casi por completo, como si sus pulmones tuviesen añoranza de vida subterránea.
Concha, La Marenga, no derramó ni una lágrima ni en su voz se percibía signo de pesar alguno. Levantó la mano en la que aún llevaba lo que parecía una revista y, a modo de torero, lo mismo que si hiciera un brindis en la plaza, sólo dijo: ¡ Va por ti! y comenzó a cantar un fandango con tanta gracia que si los muertos hubiesen podido oírla a buen seguro que le hubiesen aplaudido. Cuando terminó de cantar; desenrolló por fin lo que La Santa
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llevaba en las manos. Efectivamente era una revista, abierta por una página en la que había un primer plano de Roger Moore con el halo de luz incluido. La Marenga, se dio una vuelta completa para que todos pudieran ver la imagen, después a pleno pulmón se dirigió al Percha, aunque ya nada podía ver ni escuchar, y le gritó: ¡ Ahí te quedas corazón, que yo, a éste, me lo planto en la cabecera de la cama! ¡Que te aproveche! y dio media vuelta y se alejó de allí con paso firme, mirando a los ojos de todos cuantos se encontraban en el entierro.
La comitiva se dispersó. A Concha la acompañó a casa su hermano, que durante el funeral había ido pasando por todos los colores posibles. Hay que ver Concha, cómo se te ocurre, vas a ser la comidilla de todos. Pues que coman, que coman, repetía ella, y tú, a ver cómo te lo haces con La Elvira, que la tienes La Santa
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amargada, a ver si acabas tú también como tu compadre; muerto de celos y de vino. Pues mira para lo que sirven, ¡ala!, a ver si ahora puede impedir que salga o que entre o que vea la televisión. ¿Que estoy loca? ¡ Sí! ¡ Claro que estoy loca! Una locura ha sido mi casa en estos quince años de casada. ¡ Venga, para la casa, tranquilo, y a vivir! Y tú, Rosita, gasta cuidado con el novio que te eches, no vaya a ser un vaina de estos que tienen celos hasta de los personajes del cine. Y acogiéndonos en su camino, nos llevó hasta la casa.
Los hombres, por supuesto, se habían retirado antes de que La Marenga llegara. La plaza se había quedado desierta, sólo en la casa de la viuda había actividad. Eran las mujeres, las amigas de Concha, que continuaban con su quehacer.
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Tampoco quedaba rastro de los familiares del Percha. Se habían marchado, indignadísimos por la actuación de Concha, para hacer la honra al difunto en un velatorio paralelo. Mientras tanto, Concha se ponía desde ese mismo instante manos a la obra en una faena que nos hizo recorrer todos los rincones de aquella casa. Bolsas y cajas se fueron llenando una tras otra de útiles desechados, y fueron trasladadas, entre las vecinas, unas hacia los puntos de recogida de basura más próximos, otras hacia la casa paterna del Percha, otras, en fin, fueron sorteadas entre las participantes en la limpieza. Los muebles cambiaron de sitio una y otra vez hasta que la dueña y señora de la casa se sintió satisfecha. El colchón saltó por el balcón hacia la calle, tal como en una ocasión hiciera la propia Concha en una de sus “tonterías” o “locuras” como la llamaba la gente. Y el retrato enmarcado de la boda fue objeto de una minuciosa transformación en la que, al final, la foto de novios quedaba hecha añicos en el suelo y el La Santa
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lugar que había ocupado lo ocupaba entonces el póster que había llevado consigo durante todo el entierro y con el que había dicho su último adiós al que fuera su marido. El salón se convirtió, rescatando la máquina de coser, adjuntando mesas y retirando sillas, en lo que sería, el taller de costura de La Santa, como ella misma lo bautizó en ese preciso instante. Así, y desde entonces, a La Marenga empezó a conocérsela por La Santa, por lo que en un mismo día, como dijo mi madre, asistimos a entierro y bautizo. Así es la vida, diría ella, unos mueren y otros nacen; y a mí ahora me toca renacer. Concha siempre había trabajado con la costura. Cuando era soltera así se ganaba el sustento para ella y su familia, y pensaba seguir después de casarse. Al principio, al Percha no le importó. Hasta que un día le llegó diciendo que el dinero que tenía que
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entrar en la casa lo entraba él, que se olvidara de la costura y de las tertulias con las vecinas. Ese fue el inicio del cambio que se operaría después, porque, poco a poco, fue sintiéndose cada vez más controlada por el marido. Que si tú no necesitas pintura con lo guapa que eres, que si a qué viene eso de leer tantas novelitas, que todo eso son patrañas, que una mujer con hacer las cosas de la casa y tener contento al marido tiene bastante.. y así, toda una retahíla de negaciones que ella acataba sin saber muy bien lo que estaba pasando. Preguntándose porqué, si antes a él no le disgustaba ni que leyera, ni que se pintara, ni que charlara con las vecinas; ahora se portaba como si todo eso formara parte de otra que no era ella. Por eso Concha, leía a escondidas, y fumaba a escondidas, y bailaba a escondidas y hasta reía a escondidas, por temor a que algo de aquello fuera fuente de conflictos.
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Pero El Percha intuía que la Concha de antes seguía viva, adormilada, pero viva, por eso su acoso se hacía cada vez más insistente y más insoportable hasta el punto de llegar a tener celos del personaje de la serie televisiva y romper, en uno de sus momentos de furia, la pantalla del televisor. Después del destrozo y, envalentonado por el pánico que percibió en los ojos de su mujer, El Percha no volvió a dirigir sus ataques de furia o de celos contra electrodoméstico o mueble alguno; porque empezó a tomarle afecto a eso de que el blanco de su ira fuesen los brazos o la espalda o las piernas de la propia Concha. Nunca la cara. Dicen que fue a partir de ahí que ella comenzó a hacer de sus locuras; primero con la lejía y después por el balcón. En ambos casos, le costó unas semanas de hospital, pero nada más, porque la entonces Marenga tenía una fortaleza de hierro.
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De la última estancia en San Juan de Dios, La Marenga volvió no sólo con unas muletas, junto a ellas, se trajo clavada en los ojos su faceta más indómita, que parecía haber resurgido durante los días de convalecencia; y se juró a sí misma, que si El Percha ponía todo su afán en camuflar, de cara al vecindario, la mala leche que mamó, ella lucharía con uñas y dientes en ponerlo de manifiesto. Se pasearía desnuda si hacía falta para que los vecinos pudieran ver los moratones y las cicatrices; como así hizo en alguna ocasión; aunque eso le valiera ser el hazmerreír de la chiquillería o ir tachada de loca para el fin de los tiempos. Y que si acaso El Percha moría antes que ella, la foto del Santo ocuparía el mejor lugar de la casa y que iría con ella hasta el cementerio para que el Percha se pudriera de celos en su propia tumba.
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Que al Percha lo mataron los celos, y la mala sangre, como diría ella, podría parecer exagerado si no fuera porque en definitiva, fue eso la causa de que aquel día, con la sangre avinagrada por el vino y los malos pensamientos, El Percha volviera a su casa, antes de costumbre, y dejando el tajo a medias, como hacía muchas veces, a fin de poder sorprenderla en cualquiera sabe qué desliz, y lo hiciera tan ciego y quisiera atajar tanto que salió de entre las cañas de azúcar hacia la carretera sin mirar y, sin mirar, quisiera cruzarla para acabar cruzándose con Juan, el de la motocarro, y el impacto lo derribara justo sobre el mojón 32 abriéndole la cabeza.
A nadie le extrañó que la viuda no experimentara dolor; pero algunos pensaban que podía haber fingido un poco, aunque sólo fuera para salvar las apariencias. Pero Concha ya hacía tiempo que había dejado de fingir y de salvar apariencias, que era lo único que había hecho durante muchos años de matrimonio. La Santa
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Dios mío, nos diría después, y pensar que tuve que esperar a que se muriera, cuando aquí cerca, en Francia mismo, seguro que se están separando o divorciando cantidad de parejas. Y nosotras aquí, en este puñetero país, donde todo son habladurías y mala conciencia. ¡Qué tiempos más grises estos! Tener que aguantar. Tener que hacer de tripas corazón, tener que soportar a un hombre al que ya ni quieres, ni te gusta ni le tienes ganas. A ver si vosotras andáis con más tiento, que hay cada uno que vaya, primero flores y después dolores. Vosotras a coser, a estudiar, a trabajar, que no tengáis que depender de nadie.
Desde entonces, La Santa ya no tuvo más de aquellos ataques nocturnos, como cuando vivía El Percha y la noche se llenaba de quejidos y gritos que parecían salir, no del cuerpo, sino de un lugar más lejano y misterioso, porque era imposible que aquellos
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quejidos los produjese dolor corporal alguno. Eran desgarros que helaban la sangre y hacían que nos apretásemos entre las sábanas y cerrásemos los ojos por temor a que uno de ellos se materializara entre las sombras que la luz de la luna proyectaba en las paredes; y las parejas se abrazaban con desasosiego, suplicando al cielo que el dolor de La Marenga cesara.
A su taller pudimos ir algunas de nosotras como aprendizas. Nuestras madres fueron sus primeras clientas, pero no duró mucho, porque la gente la miraba con cierto recelo y hablaban de ella a escondidas y los maridos prohibían a las mujeres el trato con la Santa, hasta el punto que sólo unas pocas vecinas, entre ellas mi madre, le daban trato y algo de costura, aunque no lo suficiente como para que el taller se mantuviera. Entre puntada y puntada fue hilvanándose entonces la piel de una mujer que a mí me resultaba desconocida. Imaginaba que algo latía en ella que estaba a punto de salir, y eso era lo que me La Santa
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llevaba a observarla en los momentos en que se sentía lejos de miradas indiscretas. Veía cómo La Santa, después del café, aprovechando los rayos de sol que entraban por el patio, se sentaba en el escalón y encendía un cigarrillo que se fumaba lento, muy lento, con los ojos adormecidos y los labios susurrando una cancioncilla, moviendo la cabeza al compás de un ritmo interior que sólo ella oía y, de vez en cuando, una sonrisa leve le brotaba. Era una sonrisa nueva, una sonrisa en la que podía sentirse el aliento de mundos imaginarios, de un futuro, de una vida nueva que La Santa alimentaba. Unos años después, La Santa se fue del barrio y del pueblo. Una mañana su casa, simplemente no se abrió. Nadie la vio marchar, aunque ella se despidió de las amigas más íntimas.
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Cuando pregunté, mi madre me dijo que no me preocupara, que la Santa estaba bien, que ya escribiría. Y escribió. Al principio, me entusiasmaba cuando mi madre leía sus cartas, pero después, con el paso del tiempo, fui perdiendo interés pos sus noticias. También las cartas se fueron haciendo cada vez más escasas. Rara vez volví a acordarme de ella, hasta hoy, en que, por casualidad me encontré justo delante de un escaparate, en el barrio de esta ciudad donde estaré de paso, apenas unos días. “Modas la Santa” señala el rótulo del establecimiento. El corazón me dio un vuelco. Me acerqué y miré como quien está interesada en alguna de las prendas que allí se exponen, pero mis ojos buscaban hacia dentro, queriendo encontrar vestigios de aquella Santa que llegué a conocer. Y cuando la visión se hizo más nítida la vi. Allí, sentada en una esquina, charlando cariñosamente con la joven dependienta, estaba la Santa, ya casi una anciana, pero
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aún conservando aquella sonrisa fresca que tanto dio que hablar aquel domingo de entierro. Me moría de ganas de entrar, pero no lo hice. De haberlo hecho, me hubiese puesto a llorar como una niña. Hubiese tenido que revivir los dos últimos años de infierno y locura por los que había pasado. Hubiese tenido que explicar que no me quedó otra alternativa, que hay hombres con los que sólo puedes, o esperar que se mueran antes que tú, o poner tierra de por medio, Yo elegí lo último. Salí corriendo.
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