PLAZA DE ROJAS
Editado en Málaga Abril, 2004
Composición y edición: Emilia García
Diseño e ilustración: Miguel Segura
ROMANCE DE LA PENA NEGRA Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora, cuando por el monte oscuro baja Soledad Montoya. Cobre amarillo, su carne, huele a caballo y a sombra. Yunques ahumados sus pechos, gimen canciones redondas. Soledad, ¿por quién preguntas sin compaña y a estas horas? Pregunte por quien pregunte, dime: ¿a ti qué se te importa? Vengo a buscar lo que busco, mi alegría y mi persona. Soledad de mis pesares, caballo que se desboca, al fin encuentra la mar y se lo tragan las olas. No me recuerdes el mar, que la pena negra, brota en las tierras de aceituna bajo el rumor de las hojas. ¡Soledad, qué pena tienes! ¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón agrio de espera y de boca. ¡Qué pena tan grande! Corro a mi casa como una loca, mis dos trenzas por el suelo, de la cocina a la alcoba. ¡Qué pena! Me estoy poniendo de azabache, carne y ropa. ¡Ay mis camisas de hilo! ¡Ay mis muslos de amapola! Soledad: lava tu cuerpo con agua de las alondras y deja tu corazón en paz, Soledad Montoya. * Por abajo canta el río: volante de cielo y hojas. Con flores de calabaza, la nueva luz se corona. ¡Oh pena de los gitanos! Pena limpia y siempre sola. ¡Oh pena de cauce oculto y madrugada remota!
Federico García Lorca El Romancero Gitano
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“Parece que quien mire de cerca en mis ojos lo verá enseguida, se hará más triste y más pensativo escuchando el relato que duele” Anna Ajmátova.
MARÍA Y RAFAEL
l día 9 de octubre de 1940, amanecía gris y plomo sobre Málaga. Siete hombres habían pasado la noche esperando oír sus nombres. No intercambiaron palabras entre ellos. Sus miradas se habían escondido hacia adentro. Todos buscaban, no ya un asidero en la esperanza, que sabían andaba lejos, sino una explicación, un por qué a tanto irraciocinio, a tanto dolor, a tanto sufrimiento aún no acabado que habría de prolongarse sobre la sangre de su sangre.
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Sus imágenes eran en blanco y negro. Un negro sobre blanco que agrisaba los rayos de sol, el verde de los árboles, el azul del mar y del cielo, el rojo de la sangre y de las rosas y de los labios. Rafael García Fernández oyó su nombre alto y claro. No le hacía falta más. Un suspiro por María, su mujer, y por sus hijos, le brotó del fondo de los huesos. Plaza de Rojas
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No sentía su carne, ni su sangre, ni su dolor, ni sus latidos. Porque hay un dolor más fuerte que el de la carne propia. No le dolía su propia muerte que, por otra parte, ya la sabía certera. Lo que le aplastaba el pecho y le despedazaba el corazón y le desgarraba por dentro, era el miedo atroz por la suerte de su mujer y de sus hijos. Tenía la voz de los niños latiéndole en los labios, Rafael, el mayor, ya casi un muchacho, Antonio, Pepe, que en Mayo cumpliría los 10 años, y Paco, el pequeño. ¿ Podrían sobrevivir a todo aquello? ¿ Podrían acordarse de él, de cómo era su padre, de qué timbre tenía su voz, de cómo reía ?... Y, sobre todo, María, a la que dejaba. María, María,... Sus pies se dirigían solos, como si tuvieran voluntad propia y él no interviniera para nada. Sabían adonde iban; lo habían intuido desde hacía meses. Ese sería el viaje final. Un paseo gris. Un paseo con olor y sabor a plomo que acabaría justo en el fondo de su corazón. Una serpiente plomiza que resbalaría fría sobre sus sienes para adentrarse en la gris y fría tierra del Plaza de Rojas
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cementerio; mientras de sus labios salía un ¡Viva la República! y de su corazón la última imagen de su mujer y sus niños. La madrugada del 9 de octubre de 1940, a María la despertó un dolor sordo en el pecho y en las sienes. Se había incorporado en la cama como si una fuerza sobrehumana la arrancara hacia arriba. Un frío gris le laceraba todo el cuerpo. No sentía el corazón y un zumbido de avispas le latía en la frente. Estaba empapada. Se llevó las manos a la cabeza y el tacto le supo espeso y amargo. Por un instante creyó que sangraba. Fue la certeza y el sabor de la sangre lo que hizo que, de pronto, el sueño que la había despertado le llegara rotundo y preciso. El suelo se resquebrajaba a sus pies. Un suelo de escarcha, frío, gris, más que blanco. El cielo se abría también esparciendo todo el hielo y el frío acumulado por los siglos de los siglos. Un caballo frío y ebrio emitía un relincho de muerte, un relincho de huesos, de quijadas abiertas, grises, frías. Plaza de Rojas
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A lo lejos, la silueta difusa de un hombre que ella reconocía y al que quería llegar. Un hombre que caminaba hacia ella, con los pies destrozados por los meses de camino. Un hombre que había estado a punto de cruzar la frontera, que podía haberla cruzado, que podía haberse salvado de aquel invierno de plomo y de muerte y que sin embargo decidió regresar junto a ella, junto a sus hijos, y que pase lo que tenga que pasar, le dijo, pero con vosotros cerca. Un hombre para quien la vida sólo tenía sentido junto a ella y los niños, en nuestra casa, María. Su hombre, su marido, su compañero, que quería ahora caminar hacia ella pero que parecía no avanzar por ese sendero glacial que se cuarteaba clavándosele a cada paso. Y María lo llamaba.¡ Rafael, Rafael, Rafael...! Y el nombre se repetía hasta el infinito hasta que todo se convirtió en un muro gris, un muro donde el hombre parecía también multiplicarse y ya no era uno, sino cientos, miles, los que se alineaban sobre el muro para ser doblados por un sonido de tumba abierta, de zanja agotada ya de sangre y de terror. Plaza de Rojas
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Era la madrugada del 9 de octubre de 1940 y María Martín Camacho supo, en esa ráfaga de fríos segundos en los que el sueño se vuelve lucidez, todo lo que había pasado. Con las manos temblorosas cogió la mariposa que ardía sobre la mesita de noche y, temblando se dirigió hacia la cómoda. El espejo le devolvió una imagen que no reconoció. Su pelo, que hasta hacía unas horas era de color castaño, se había vuelto completamente gris. María sacó del armario el vestido negro que había sido su vestido de bodas y se lo puso. Era la madrugada del 9 de octubre de 1940. Era la madrugada en la que Rafael García Fernández fue sacado de la cárcel de Málaga y fusilado por los fascistas.
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“Aunque mi gloria no tendrá un Homero, una Odisea fue también mi guerra” Salomea Neris
MANUELA Y ANGEL
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a carretera hacia Almería era un infierno gris en el que se acumulaban los cuerpos. Gritos, llantos, pies sangrantes. Niños de pecho yaciendo sobre sus madres, y un mar y un cielo que habían sido profanados por los aliados de la muerte. Manuela Expósito tenía 28 años, y en ese mes de febrero de 1937, con su compañero, Ángel, sus cuatro hijos, y embarazada de seis meses, corría por la carretera sorteando cadáveres. A la altura de Nerja, uno de los proyectiles casi los alcanza de lleno. Fue un alivio que duró un segundo, el que Manuela tuvo para darse cuenta de que Antonio, el más pequeño, había saltado de entre los brazos del padre. Buscaron como locos, dejándose las uñas y la Plaza de Rojas
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humedad de los ojos entre aquellos muros que le habían arrebatado, de golpe, aquel calor infantil y tierno que llevaron en sus regazos durante todo el trayecto. Emilia y Ana y Ángel y Joselillo se movían alrededor, entre los gritos de la madre, aterrados y sorprendidos, sin comprender qué había pasado; qué era lo que había hecho desaparecer a su hermano. Lo desenterraron de entre los escombros. Ya lívido. Amoratado. Con la boca llena de tierra. Con los ojos cerrados. Y allí quedaron. En la cuneta. Sentados. Viendo pasar aquella inagotable marea humana. Sin escuchar ya los gritos ni los llantos de otros niños. Encogidos . Manuela abrazada al marido, a sus hijos, abrazada a su vientre, en el que la pequeña, la que nacería tres meses después, también se estremecía de dolor y se encogía de desesperanza. La mañana del 7 de febrero, Ángel había llegado a la casa con los hombros hundidos y los ojos lejanos. Plaza de Rojas
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Hay que irse, todo el mundo se está yendo. Esa noche las baterías sonaron muy cercanas. Se había perdido, después de una lucha atroz, el puerto de Zafarraya. Los italianos y los moros habían avanzado hasta casi la entrada del pueblo. Todo estaba perdido. Rodeado por todos los frentes con la excepción de la carretera hacia Almería, por donde ya se retiraba el ejercito republicano y la población civil huía en desbandada llevando lo puesto. Familias enteras huyendo entre la desolación y el miedo. Hay que irse, repitió Ángel. Se quitó el uniforme de guardia de asalto, guardó el revolver en la cuadra. Manuela se ató al pecho la llave de la casa. Joselillo, el hijo de Ángel, el mayor, llevaba a Ana a hombros. El padre con Antoñito, el más pequeño en los brazos y Emilia y Angelillo de las manos de la madre. Salieron del pueblo corriendo, porque todos Plaza de Rojas
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corrían en un intento vano de ganar terreno, de ganar tiempo, de llegar por lo menos hasta Nerja donde ya se habían asentado parte de las tropas republicanas. Las tropas republicanas combatiendo casi sin armas y sin municiones y apenas sin hombres; sólo con la voluntad de las milicias populares. Las tropas republicanas condenadas por la propia República; por la miopía de los gobernantes que no supieron ver el peligro, que desprotegieron a Málaga; que hicieron oídos sordos a las peticiones de armas, de municiones, de tropas. Ahora, la población civil, aterrorizada por las noticias que les llegaba y de cómo los pueblos eran arrasados y las familias enteras pasadas a cuchillo por las tropas africanas, marchaban en masa. ¿Y qué hacer ? ¿Adónde ir ya? Con el cadáver de su pequeño entre los brazos. Con las entrañas partidas. ¿Con ese dolor helado quemándole los pechos? Con un hijo menos y con la certeza de que parecían querer cebarse en la sangre de los Plaza de Rojas
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niños y mujeres y ancianos que ya sembraban aquel camino. Entonces tomaron la decisión de volver hacia su pueblo, hacia Vélez, y que sea lo que Dios quiera. Se adentraron como pudieron monte a través y comenzaron a desandar lo andado. Tardaron en llegar, porque se escondían durante el día y caminaban de noche. Eludieron las entradas principales del pueblo y llegaron por la mañana. Fue a la entrada de la calle San Francisco cuando los niños se percataron del horror. Soldados italianos empujando, sacudiendo, apuntando con sus armas, disparando, abriendo puertas y sacando a todos a la calle. Sin saber cómo, llegaron hasta su casa y allí, a oscuras, sin abrir las ventanas, se abandonaron al llanto. Encerrados estuvieron tres días. Los que tardaron en llegar. Llegaron de noche, como hacían siempre. Unos soldados con otros de paisano, aporrearon la puerta. Plaza de Rojas
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¡ Que abran cojones, o nos cargamos a todo bicho viviente! Y Ángel abrió la puerta. Entre culatazos lo esposaron – rojo de mierda – y lo llevaron a la pequeña cárcel del pueblo de donde salía ya un murmullo que alcanzaba a toda la Plaza de San Juan y se alzaba sobre el borboteo del agua de la Fuente de Fernando VI. Un murmullo que era un clamor hecho de la suma del susurro de los hombres que se hacinaban unos sobre otros y cuyo número no decrecía a pesar de que los camiones hacían su salida cada noche. Ángel estuvo en esa cárcel unas semanas. Una tarde, su hija mayor, Emilia, lo verá por última vez. Lo llamará desde la calle y Ángel se arrimará a la ventana, se cogerá a los barrotes y será alzado por alguno de los compañeros. Esa tarde Ángel no sonríe como otras veces, lleva una especie de venda que le rodea la cabeza a la altura de las Plaza de Rojas
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sienes. Tiene los ojos de no dormir, del que sabe que no dormirá más. Moreno, con barba de días, mira a su hija y quiere dedicarle una última sonrisa; pero sus labios no pueden curvarse y sus ojos no brillan. La niña pensará que a su padre, ese día, le dolía la cabeza. Pero esa noche era noche oscura, no había luna, y la crueldad de los verdugos llegaba hasta el extremo de preparar a los presos desde por la mañana. Se tuvieron que vendar la cabeza unos a otros, con trozos de sábana que habían hecho jirones. Señalados ya para el final . – ¡Bien fuerte coño, no se os vaya a caer! ¡No pienso desperdiciar ni una bala en vuestras cabezas de rojos de mierda! Cuando la niña vuelva al día siguiente, Ángel ya no se asomará a las rejas. Aunque lo llame a gritos. Hasta que uno de los soldados le diga que se vaya, que su padre no está allí. Y Manuela, con su hija mayor, se irá para la casa temblando y sin querer llorar. Plaza de Rojas
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¿Qué sintió Manuela cuando aquella noche, días después de haber perdido al menor de sus hijos en las cercanías de Nerja, en febrero de 1937, las botas pasan por calle Espinar y suben calle las Parras y se paran ante su puerta y los puños multiplican los golpes y el eco de las voces canallescas se adentran en los muros de su casa haciendo temblar hasta las últimas raíces de su ser? ¿Qué sintió Ángel cuando, trastornado y abatido por el dolor, con los ojos todavía vidriados y rotos por el espanto de cuanto había visto en la entrada del pueblo; abrazado a su familia, siente los golpes y sabe que esos golpes suenan ya a azada y huele a tierra de cementerio? ¿Qué sienten los niños, Emilia, Ana, Ángel y Joselillo, abrazados todos, convertidos en una muralla de carne, corazón, sangre latiendo, lágrimas, hambre y espanto; ante esa llamada que no es llamada sino la certeza de que un monstruo sanguinario y voraz los ha elegido? Y no quieren romper el abrazo. No quieren separarse del padre. Y sí quieren que la noche y la pesadilla termine. O mejor aún; que surta un Plaza de Rojas
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milagro y todo, la tierra toda, quede en suspenso, en un sueño de piedras y de siglos, en un sueño de olvido en el que permanecer a salvo. Pero el prodigio no sucede, dios está mirando para otro lado y el abrazo tiene que romperse, tiene que desgarrarse. Ángel lo sabe y Manuela lo sabe. Saben que ese será el último abrazo. Saben que él no podrá ver a la niña que nacerá tres meses después. Y Ángel, el hombre que morirá dentro de unas semanas ya ha comenzado a desangrarse por dentro, ya ha comenzado la cuenta atrás cuando abre la puerta de su casa y entre gritos, insultos y empujones lo llevan plaza Espinar abajo siguiendo la calle Real, la cuesta de los desamparados y giran hacia la izquierda de la plaza de San Juan, hacia calle las tiendas, hacia la cárcel. Allí, donde ya lo esperan para darle “la bienvenida”. Y en esa cuenta atrás que ya ha comenzado, Angel logra escapar del horror de los golpes y de la tortura aferrándose a lo que tiene más dentro de sí, a lo único que logra atarlo todavía al vaivén de la respiración. Angel se aferra al Plaza de Rojas
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amor que siente por Manuela y por sus hijos. Lo único ya que dentro de su cuerpo reconoce como suyo. Lo único que no pueden arrebatarle. Adonde no llegan la vileza ni el espanto de los canallas que lo machacan. Y mientras la sangre le brota de los ojos, y de la boca, y de los oídos, en esa noche de locura, Ángel va rememorando las horas pasadas con Manuela. Las noches. Los días. Ángel recupera la mirada y la sonrisa de sus hijos, y hasta siente el calor del más pequeño, del que murió hace nada. Y Ángel, el hombre que está siendo reducido a fuerzas de golpes. El hombre al que tratan de despojar de su dignidad, sabe ahora, con toda certeza que Manuela y los hijos vivirán. Y lo que es más; sabe, y esa certeza le dota de una humanidad de gigante, que podrían hacerlo pedazos allí mismo y no lograrían llegar hasta el fondo, donde esconde lo que le hace hombre. Ese amor que ha llegado a conocer. Ese amor hecho de vida. De horas. Ese amor que es el tiempo ya de su vida entera. Lo único que le importa, lo único por lo que aún respira. Ese amor que trasciende las puertas de la casa y de la Plaza de Rojas
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alcoba y desea el amor y el pan y el techo y el calor y la salud y los libros para todos.. para todos Manuela, para todos...
ambién a ella vendrán a buscarla. Van a buscar el revólver del marido y Manuela no sabe donde lo escondió. La interrogan, la abofetean, la amenazan.
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De la habitación contigua se escuchan gritos y llantos de mujer. Se abre la puerta y aparece alguien que conoce. Es una de sus vecinas. La cabeza rapada, la cara amoratada, un cartel colgando de una cuerda al cuello. Pero no sale sola. Detrás de ella viene otra, y otra, y otra. Mira por donde. Dice el que la interroga. Me falta una para completar la docena. Y Manuela se coge el vientre y llora y pide. No por ella, sino por lo que lleva dentro. Y vuelve a llorar y a jurar por dios que no sabe donde está el revólver. Que vayan a su casa, que busquen, que verán como no tiene arma alguna, que ella sólo es una mujer que no entiende de nada, ni de Plaza de Rojas
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guerras ni de política, que sus hijos son pequeños.. Y no sabe el tiempo que pasa entre amenazas, mientras el resto de las mujeres son preparadas para salir de “paseo por el pueblo”. Les han colgado también una lata a modo de tambor y les dan dos palos y les dicen lo que tienen que ir cantando. Ya ha llegado el más joven con la garrafa de aceite de ricino y el embudo. – ¡ No seas burro! Espera a que salgan a la calle, no se me vayan a cagar encimaY a Manuela, en el último momento, la salva uno de los oficiales que llega a descifrar la declaración que había hecho Ángel y en la que cuenta dónde está escondido el revólver. O quizás, ya lo sabían y sólo querían asustar a Manuela. Vete, le dicen entre risas. ¡No vayas a probar tú también el jarabe! Después, Manuela preguntaría al enterrador, a Aurelico como le llamaban, si había visto a su Plaza de Rojas
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marido en alguno de los pelotones de fusilamiento. El le dijo que sí, pero que no lo había llegado a enterrar, porque después del tiro de gracia, cuando los apilaban a todos para meterlos en la fosa común, el cadáver de Ángel no se encontró. Durante un tiempo, Manuela vivió con la esperanza de que su marido se hubiera salvado. El tiempo justo para que no le importara demasiado las injurias y las vejaciones a las que fue sometida. Nada de eso le importó porque pensaba que Ángel podía estar vivo, quizás escondido, quizás alguien le había curado las heridas. Fue una esperanza que duró lo que tardó en enterarse de que Aurelico le daba las mismas noticias a muchas de las ya viudas, en un intento quizás, de hacerles más liviano el sufrimiento. O quizás, porque como decía todo el mundo, ya había perdido la cabeza y la cuenta. Ángel Castillo Martin había sido fusilado. Al igual que tantos otros, sacado de la pequeña cárcel del pueblo en la impunidad de una noche oscura. Plaza de Rojas
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Mientras el camión se alejaba hacia el cementerio, Ángel sólo podía ver la cara de su hija la mayor, Emilia, de cómo lo había mirado y de cómo se había alejado después, calle arriba. Una niña que aún no tenía los siete años y que guardará para siempre la imagen de aquel día y que siempre se preguntará porqué aquel día, el último, su padre llevaba una venda en la cabeza. En sus sueños, Manuela veía siempre el ojo grande de Dios, impasible, iluminando con una luz fría y gris el cadáver de los hombres fusilados y el dolor imposible de las mujeres que extendían sus brazos llamando a sus seres queridos. Y sus bocas eran túneles por los que salía todo el estremecimiento y todo el dolor del mundo. En 1937, el gobierno republicano encargaría a Pablo Ruiz Picasso un lienzo en el que se pusiera de manifiesto la grandeza de la República. Pablo Picasso comenzaría a trabajar en ello, pero su idea inicial la cambiaría al conocer el bombardeo que la aviación alemana había lanzado sobre Guernika. Población reducida a escombros. Plaza de Rojas
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Manuela y María no supieron nunca quien era Pablo Picasso ni que era el Guernika. Pero en las noches frías y solitarias de sus vidas; cuando el sueño acudía a ellas, siempre lo hacía en blanco y negro; y entre el gris de sus imágenes, siempre se les proyectaba el mismo muro pálido de vergüenza en el que se doblaban a plomo las esperanzas de los hombres, y las bocas de las mujeres eran sólo negros túneles desgarrados por la impotencia del grito. Y las despertaba sobresaltadas el piafar metálico y violento de un caballo, sólo huesos y quijadas; y el mugir de hambre y soledad de un toro que era ya pura piel; y, por encima de todo; vigilando impasible estaba el ojo desmesuradamente abierto de un dios desconocido.
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“Quiero decirles frente a frente, que no viví mi vida inútilmente, caminos recorrí los necesarios” Olga Berggolts
RAFAEL
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ovía cuando despedían a los internacionales. Dicen que, aunque el pueblo echaba flores a su paso y cantaban canciones, los hombres marchaban tristes y todo Barcelona tenía un aire de tristeza que se calaba hasta el tuétano. También esta noche es triste. Los hombres están doblados por la pena. Mañana, a estas horas, estaremos en suelo francés.. “El rubio” se había acercado a su capitán que hacía rato se había sentado un tanto apartado del grupo, pensativo, solitario, sobre aquella piedra, en el risco donde habían parado a descansar unas horas. Miraba la noche, las estrellas. De vez en cuando se volvía hacia donde estaban los pocos hombres, apretujados, tiritando de frío, con los uniformes cuarteados, rotos. Supervivientes de una guerra que parecía duraba mil años. Plaza de Rojas
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Juan, “el rubio”, como le llamaban, era el más joven. Un muchacho que se había ganado el apodo por el color de su piel. Moreno aceitunado de ojos rajados y oscuros y un pelo negro y fuerte. El rubio era locuaz por naturaleza, le encantaba la copla y se sabía de memoria un sinfín de romances. Sentía un especial afecto por Rafael, “mi capitán”, como él le decía, haciéndole sonreír. Sentía por él un afecto parecido al que se le tiene a un padre o a un hermano mayor, por eso se le hacia cuesta arriba sus largos silencios y sobre todo, verlo así, como ahora, tan ausente. Por eso, se le acerca intentando entablar cuatro palabras, las que sean, con tal de no verlo tan callado, con esa mirada perdida en la lejanía. Rafael le sonríe, como hace siempre. Y le invita a que se siente junto a él. Rubio, tú que sabes tantos poemas ¿ te sabes el de la pena negra? No le da tiempo a responder siquiera; Rafael continúa como si hablara consigo mismo. Plaza de Rojas
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María, mi mujer, se lo sabe de memoria. Una noche, mi hermana Rosa trajo a casa un librito, un romancero; era de un poeta granadino, Federico, el que mataron los fascistas al poco del alzamiento. Cuando mi hermana recitó “La pena negra”, mi mujer le pidió que lo repitiera, le gustó tanto que hizo que se lo copiara en una cuartilla y desde entonces, lo leía siempre que podía. Yo le preguntaba que por qué ese poema precisamente. Qué tenía, que cosas se le pasaban por dentro cuando lo leía. Ella me miraba con seriedad. ¡ pero qué brutos sois los hombres! Una noche, ya en la cama, muy bajito, María me contó el secreto de su poema. Si yo me quedara sin ti, o sin mis hijos, no de forma natural, que la muerte, aunque sea muy dolorosa, se sobrelleva, sino porque algo o alguien te llevara lejos y yo me quedara sin saber dónde estás, cómo estás, si estás sano o enfermo, si comes o pasas hambre, si sufres... Eso sería para mí la pena negra.. Eso es lo que le pasa a la mujer del romance, a Soledad, que Plaza de Rojas
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hasta su nombre le viene como anillo al dedo. Es una mujer que respira, que come, que duerme, que trabaja. Pero es una mujer que está muerta por dentro. Por eso se consume. Porque es una muerta en vida. Porque la pena que siente no tiene nombre; porque no sabe si el ser que más quiere está en este mundo o fuera de él. Ya ves, Rafael, eso es lo que me imagino. Así es como yo me sentiría si un día, algo o alguien te arrancara de mi vera y te llevara lejos y yo no supiera nada de ti.
Eso me dijo Juan, y yo sentí que la quería más que nunca. Lo sentí de una manera que me dolía. Sentí que esa mujer, mi mujer, María, formaba parte de mis propias entrañas. Así que ya lo sabes, me vuelvo a mi pueblo por amor. Porque no quiero que mi mujer se pierda en la negrura de la tristeza, porque quiero que me vea a su lado, porque quiero verla y ver a mis hijos aunque sea lo último que haga en esta vida. Plaza de Rojas
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Dices que los hombres están doblados por la pena, y es verdad. Todos dejan atrás a alguien que les quiere; mujeres, hijos, padres, hermanos, novia. Llevamos casi tres años viendo morir a compañeros. Pasando por pueblos arrasados por la miseria y el espanto. Más abajo, en el Ebro, ha quedado mi sobrino. Mis hermanas han podido pasar la frontera, y en mi pueblo, muchos de los que conocí seguro que ya han muerto. Pero mi mujer y mis hijos siguen vivos, están esperándome Juan y allá voy. Los hombres se pondrán en marcha hacia los escasos kilómetros que los separan de la frontera. Rafael irá en sentido contrario, hacia el sur, siempre hacia el sur. Será un viaje a pie que le llevará meses; un viaje de frío, de soledad y de hambre.
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uponemos que el hombre marcha solo. Que va a desandar todo el territorio que lo separa de su casa en soledad. Que se amparará en los senderos montañosos no transitados, que evitará las ciudades y los pueblos, que realizará, en fin, este duro descenso por la geografía del país sin más compañía que sus pensamientos, refugiándose en el frío de la piedra, en el frescor de los árboles, en las aristas montañosas. Camuflándose en los valles, haciéndose tierra o trigal, alga en las albuferas, viento en los chopos... el hombre, uno con la naturaleza, aprendiendo. Descartando los sonidos. Eso es un búho. Eso un ruiseñor. Eso un cuco. La voz de las hojas intimando con el viento. El grito de las raíces bajo el peso del jabalí. La risa desbocada de los ríos. El silencio de miedo con el que la sierra advierte del peligro... Suponemos que este hombre que tiene nombre propio, al que podemos nombrar y ubicar, que tiene familia y pasado, una casa que le espera, una mujer y unos hijos, engaña el tiempo de su desesperación rememorando quién fue, Plaza de Rojas
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restituyendo uno a uno los recuerdos que durante los últimos años ha tenido que apartar para que no dolieran tanto. Y así, a las noches de frío y de espera entre trincheras pantanosas, a las terribles marchas de la lucha, a los silbidos de las balas, a los resplandores del fuego que se cruza, al temblor de tierra de los blindados, al zumbido de los aviones, al grito de dolor del herido, a la soledad violácea de los muertos, le sucede ahora, un torbellino de imágenes de antes. De días luminosos, de noches de esperanza, de alegría desatada. Y estas imágenes, de lo que antes había sido, aún sabiendo que también ellas contaban su tiempo hacia atrás, le daban fuerzas para seguir, sabiendo que cada recodo del camino, cada piedra, cada árbol, cada pueblo que dejaba atrás, formaban ya también parte de su pasado, y en ese peregrinaje extenuante, casi en vigilia permanente, que le llevaba hacia su casa, hacia su tierra chica, el hombre que tiene nombre y apellidos, que tiene aún una familia que le espera, no piensa en mañana, porque el futuro, lo que puede pasar, lo que sucederá después no Plaza de Rojas
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cabe ya en su corazón, lleno por completo del ansia de abrazar a los suyos. Suponemos también, porque este hombre con nombre y apellidos, no tuvo tiempo suficiente para contarlo, que bien pudiera haber encontrado alivio y descanso, en alguno de los pueblos o ciudades por los que se vio obligado a pasar y que, Juan o Manuel o Rodrigo, algunos de los que ya cruzaron la frontera bien pudieran haberles dado el contacto de algún pariente, alguien allegado que le prestara un rincón en sus casas durante la noche y que compartieran con él alguna taza de arroz hervido; que le dejaran algo de ropa, porque ellos la habían dejado allí y más o menos podían servirle. Podemos suponer que Rafael, este hombre con nombre, así lo hace y que pasará a dar noticias de los que ya no están, pero que se han salvado. Podrá decir a la madre deshecha en lágrimas, entre susurros, que no se preocupe, que su hijo está bien, y que quizás pronto pueda volver junto a ella. Tendrá que dar señales de su apariencia, si está muy delgado, si ha sido herido, si enfermó. Plaza de Rojas
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Y a todo ira diciendo que no se preocupe, que él me manda para decirle que está bien, que no podrá escribirle durante un tiempo porque después de esto no sabemos lo que harán con las cartas, pero que tenga confianza, que tarde o temprano, la carta del hijo, o del marido, o del hermano llegará. Y le comentarán cómo los últimos que esperaban los barcos en Valencia se quedaron en el puerto, que hubo soldados que, desesperados, al ver que no venían, que los barcos nunca iban a aparecer, se quitaron la vida allí mismo. Que había ancianos y mujeres y niños que pasaron la noche más larga de sus vidas, con las esperanzas puestas en el mar. Y con los italianos detrás, esperando la orden que llegó y que cumplieron a rajatabla. Y de allí, pasaron unos directamente al cementerio y otros directamente a las cárceles. Fíjese Rafael, para qué quieren encerrar a madres y a abuelos, bastante tienen ya con haberse quedados solos, los pobres, separados de sus criaturitas.. Y le dirán también que nadie se creyó la proclama de última hora en la que se hablaba de Plaza de Rojas
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que no habría represalias contra los que no se hubiesen manchado las manos. Qué ironía Rafael, si aquí las manos las tenemos sucias todos, y ellos más que nadie, arrogantes incapaces de asumir la voluntad del pueblo. Y el generalito el que más. No las manos, ese tiene sucio hasta el corazón, que está demostrando que lo que quería no era sólo acabar con la República, sino acabar con el pueblo entero y con todo el que le hiciera sombra. No quiere a nadie que lo nuble , ni de entre los suyos ni fuera. A qué si no esta guerra.. Tres años de destrucción, cuando tenía los dos ejércitos europeos más sanguinarios y con las armas más modernas para él. Yo soy viejo Rafael, pero esta guerra podía haber acabado mucho antes. Y no se ofenda, no por que ustedes, mi hijo el primero, no hayan defendido la República con agallas, que la han tenido, sino porque de qué valen las agallas cuando lo que mandan son los cañones y las bombas, y todos sabemos quien estaba sobrado de eso. Ha sido una guerra desigual que ha durado lo que el enano ha querido que dure, lo justo para dejarlo todo arrasado. Plaza de Rojas
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Ya has visto lo que pasa en los pueblos, en los barrios. Aquí, en Valencia lo mismo que en otras partes, ya no hay quien confíe en nadie. Cualquiera puede ser un delator. Basta que diga, ése es rojo. Y créeme Rafael, muchos de los que ayer aclamaban y hasta votaron por la República, se suman también a esta cadena de delaciones. El mejor salvoconducto es la delación. Todo el mundo tiene miedo de que el coche pare en su puerta esa noche, y el alma humana es así; yo no los culpo. Tienen hijos. Tienen mujer y procuran ser de los que verán el día de mañana. El pueblo entero está sobrecogido por el miedo. Todavía no entiendo cómo no pasaste la frontera. Porque yo también tengo hijos y mujer, abuelo. Y también quiero vivir con ellos el mañana, aunque ese mañana dure un solo día, aunque dure lo que dura un abrazo, porque quiero que sepan que su padre está aquí, que ha vuelto, que Rafael García Fernández no da la espalda a lo que más quiere en este mundo, porque quizás Plaza de Rojas
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esté loco, abuelo, pero prometí que volvería cuando la guerra terminara y lo cumpliré. Y así, a solas la mayor parte del tiempo y asilado temporalmente a ratos, Rafael, este hombre que tiene nombre y apellidos y que sobrevivió a las batallas más cruentas de la guerra; que anduvo kilómetros y kilómetros con la esperanza puesta en ver amanecer en su pueblo, de abrazar a los suyos, a su mujer, a sus hijos, este hombre que ha ido dejando en el camino semillas de esperanza en el alma de los que también esperan, este hombre que no sabe que dentro de setenta años, alguien que no pudo conocerle, sangre de su sangre, intentará imaginar su camino y su dolor y no se preguntará el porqué de ese regreso, porque ella sabe, sin necesidad de que se lo digan que fue por amor; abuelo, que sólo fue el amor, que sólo por amor, un hombre, una mujer, se olvidan de sí mismos, que el amor guió sus pasos y lo mantuvo alerta, sorteando, evitando los peligros, y que también por amor la mujer que lo esperó, la mujer que sabía que volvería, porque él siempre cumple lo que promete, también por amor, esta mujer con nombre y apellidos, teme cada noche, desde que terminara la guerra, que él cumpla su palabra. Plaza de Rojas
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No vengas Rafael. Implora noche tras noche en soledad, consigo misma, cuando ya nadie la escucha. No vengas Rafael, Aquí todo es maldad, todo es infierno y cementerio y rejas y pobreza y cárcel. Y María nota cómo el miedo le sube por la planta de los pies hasta que se centra en su corazón y le aprieta y le impide respirar y un frío de agujas y de plomo le recorre las venas. No vengas Rafael, Sálvate. Pero ella sabe que vendrá, porque ese mismo dolor que le aprieta el corazón le dice que ella no ha llegado a sufrir todavía una mínima parte de lo que han sufrido otras, y ella, ella, tampoco se salvará. Lo que no destruyó la guerra lo está destruyendo ahora esta paz de podredumbre y rencor y locura que amanece cada mañana con el mismo rostro gris y cadavérico. Ella sabe, la mujer que tiene nombre y apellidos, que el hombre se acerca. Lo intuye. Se lo dicen pequeñas cosas. Cosas que creía olvidadas y que la asaltan desde dentro. Y cuanto más cotidianas se vuelven esas cosas, más segura está de que lo Plaza de Rojas
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verá entrar por la puerta un día cualquiera. Y mayor es su miedo y su dolor. Esta mujer, a la que de pronto le viene a la memoria versos enteros de un romance que antes recitaba del tirón. Esta mujer que está viendo cómo sus hijos, sus niños, se hacen mayores por necesidad, Mientras tanto, el hombre que ya se acerca, que está ya casi llegando, roto y con los pies sangrantes, encerrados en lo que quedan de unas botas, hambriento y cansado y feliz, aunque sabe que le espera lo más duro, llegar a su casa antes de que nadie pueda reconocerle y delatarle. Este hombre que ha evitado la costa, que entrará a su pueblo por la parte alta, dando un rodeo, por el camino de Arenas; que estará escondido durante todo el día y se aventurará en la noche, porque nadie debe verlo por ahora... siente que el corazón le crece por momentos y en su interior crece también una voz que conoce muy bien, una voz que repite, no vengas Rafael, una voz que él acalla con otras voces de consuelo, no pasará nada María, no pasará nada... Con toda seguridad que, en el camino de Arenas, Plaza de Rojas
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donde familia de la mujer tiene una casita, este hombre se aventurará a entrar para pedir que avisen a María, que él llegará esa noche, que entrará por la puerta del corral, que la deje sin cerrar y que no diga todavía nada a los niños, que no quiere que, en su inocencia, éstos puedan decir algo inconveniente en la calle, o a los otros niños. Quiere llegar, quiere verlos. Después ya veremos... A María no le cabe el corazón en el pecho cuando escucha lo que le cuenta su prima, ha tenido que sentarse a tomar aire, lleva ya meses en la casa que era de sus suegros, cuidando lo poco que hay en ella. Lleva toda la primavera y todo el verano, desde que acabara la guerra esperando una noticia. La espera en el aire, en el tono de las nubes. Se acostumbró a querer ver señales en la naturaleza, a sabiendas que por otro medio era casi imposible que llegaran, aunque ve pasar al cartero, o mejor, lo siente, porque ella ni se asoma a la puerta de la casa, sabe que no serán las cartas las que le traigan noticias de su marido. Plaza de Rojas
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Ahora sabe que esta cerca, a pocos kilómetros de la casa, reponiendo sus fuerzas bajo el techo de su familia. Cómo está dios, cómo está, y aunque le dicen que bien, que está bien, que está entero, que no ha caído enfermo, a María, de pronto, las pocas horas que los separan le parece más largas que los interminables meses que han pasado lejos el uno del otro. La explosión de felicidad sólo es comparable al dolor que, apenas una semana después de su vuelta, supuso el encarcelamiento de Rafael; María se pregunta quién ha podido ser; si todavía no le había dado tiempo a salir a la calle, que ella no le había dejado, si los niños no dijeron absolutamente nada porque ella los conocía bien y bien les había advertido, y bien habían visto lo que le pasaba a los padres de otros niños, si absolutamente nadie había entrado en la casa en esos días en los que María, conmocionada y feliz, y también aterrada por el qué pasará, se había impuesto como meta el que su marido se restableciera. Así no sales Rafael, primero coge fuerzas, cúrate los pies que los tienes en carne viva. Pero las puertas, a veces, parecen que no pueden Plaza de Rojas
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detener la envidia, la maldad. Y aunque los muros sean gruesos, más parecen afinarse los oídos para interceptar algún sonido no acostumbrado. Aunque se hable en susurro. Aunque se hagan las mismas cosas que el día de ayer. Hay ojos que parecen buscar los resquicios de todas las puertas y de todas las paredes. Y lo que no sabía nadie, se convierte de pronto en una frase hecha que bulle en la cabeza de un delator y guía sus pasos hasta la cárcel del pueblo y pide hablar con el oficial. Y con serenidad, con frialdad, sin importarle que con aquellas seis palabras que va a escupir quede fijada para siempre la suerte de un hombre; de su familia; de los hijos de sus hijos; el hombre se acerca, ya anochecido, mira hacía atrás para convencerse de que nadie lo ve, que nadie hay ya a esa hora , que nadie baja de la Plaza de San Juan, que sólo se escucha el murmullo de la fuente de Fernando VI. El hombre no toma aliento. No lo necesita. Sabe que lo que va a hacer le puede solucionar a él los años que le quedan por delante. Algún favor, unas migajas de la nueva España que se está Plaza de Rojas
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forjando debe de caberle a él, por lo menos para no morirse de hambre con toda su familia en ese pueblo en el que todo se ha vuelto gris y sucio. Y el hombre entra y saluda con el brazo en alto al policía y pregunta por un superior . Y tú que tienes que me pueda interesar a mí, muerto de hambre, preguntará ,sin despegar los labios, el superior. Y el escupirá sobre la mesa las seis palabras que trae arrastrando desde hace un par de días. Las seis palabras que a veces le queman por dentro y que le despiertan por la noche sudando y sobresaltado: SE DONDE HAY UN ROJO ESCONDIDO, Y el superior, que, distraído se sacudirá la chaqueta, y se pondrá el sombrero y atusará el pequeño bigote y con los ojos fríos dirá bueno, pos ahora vamos a saberlo los dos, andando y espero que sea verdad lo que dices. Y lo llevará hasta la entrada de la casa. Y el policía que se ha hecho acompañar por dos subordinados, pegará a la puerta. no al momento, sino unas horas después cuando la noche se haya cerrado y la oscuridad sea extrema, cuando las sombras se rebelen más cruentas y el golpe de la aldaba en la puerta Plaza de Rojas
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suene a golpe de muerte, a campanada de difunto, a réquiem, Llamará a la puerta y en el silencio de la noche, María y Rafael sabrán quienes llaman, y María cree morir de dolor, aunque Rafael le diga que no tema, que la guerra terminó, que eso es pura rutina, que a lo más, le esperan unos años en la cárcel, nada más, y Rafael dice esto queriendo que en cada palabra vaya toda su fuerza, porque quiere que su mujer las crea, que María crea que el volverá, que no será nada, aunque bien sabe él la fuerza y el valor que tiene el edicto que promulgó el generalito, bien sabe él que las cárceles están llenas y que se continúa fusilando , bien sabe él las farsas de juicios que se celebran y que el veredicto más leve son largos y duros años de cárcel o de trabajos forzados. Lo sabe, aunque haya pasado la mayor parte de los meses que duró su vuelta a solas. Las pocas ciudades y pueblos donde se aventuró, todas y todos eran lo mismo, en todas y todos los mismos sucesos, las mismas noticias que el aire llevaba a escondidas, si te acercabas a alguna de las cárceles, podías sentir el murmullo desde el exterior, el murmullo de las voces. Y por las noches, por las noches se podían oír Plaza de Rojas
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los disparos en el cementerio. Cementerios de ciudades en los que en la oscuridad, podía verse bailar los fuegos fatuos sobre la única tumba en la que se descarnaban los huesos de hombres incontables. Quiere parecer tranquilo. No despiertes a los niños. Pero los niños están despiertos. Los han despertado los golpes de la aldaba. El mayor, Rafael, agacha la cabeza y se muerde los labios. Se llevan al padre. Rafael, Antonio, Pepe y Paco, los cuatro hijos que durante dos años y medio han estado esperando la vuelta, ahora ven cómo su padre sale de casa, esposado, en medio de dos cabos. Y a Pepe, el mediano, se le hace un nudo en la garganta que le impide hablar, preguntar, llorar. El corazón entero, las entrañas, se le ha subido hasta las cuerdas vocales Esa noche será una noche oceánica, una noche de naufragio en la que zozobrarán las recién alimentadas ilusiones. Pero esa noche también pasará y el día volverá y tendrán que salir a la calle, y saldrán. Todos juntos, y bajarán de la Villa hasta la cárcel, y en la misma ventana, donde a finales de febrero de 1937 se asomó Ángel a la llamada de su hija, se Plaza de Rojas
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asomará ahora Rafael, dos años y medio después, cuando María y sus hijos lo llamen. Y le fallarán las fuerzas, pero intentará sonreír para que sus hijos lo vean – Venga muchachos- que no pasa nada, dentro de poco estaré en casa. Pero no será a casa adónde vaya Rafael. Unas semanas más tarde lo trasladarán. El día 9 de octubre de 1940 amanecerá gris y plomo sobre Málaga. Siete hombres habían pasado la noche esperando oír sus nombres. Rafael García Fernández lo oyó alto y claro. Un suspiro por María, su mujer, y sus cuatro hijos, le brotó desde el fondo de los huesos.
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“Y el niño, copartícipe de milagros terrenos, lleva siete facetas de cristal en la mano, y los destellos hieren como espadas al caer en el suelo de rojo enarenado” Bella Ajmadólina
LOS NIÑOS
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s primavera en el calendario, y en las flores, y en el campo todo verde y exultante; ha llovido mucho ese invierno, es abril y una mujer joven con dos de sus hijas trata de cruzar por el cauce del río que ahora viene demasiado crecido. Han de sortearlo saltando sobre las planchas de pizarra que, a modo de puente, lo hacen posible. Vienen corriendo. jadeando. sudando a pesar del frío que traspasa sus ropas a esas horas de la mañana. Las niñas ríen, porque los niños tienen la virtud de hacer posible el juego hasta en los momentos más dramáticos. La madre, vestida de negro, con el pelo camuflado por el negro del pañuelo que lo cubre, lleva un hatillo al hombro, y en la cintura, una pequeña taleguilla de tela que le sirve de monedero y donde mete los pocos céntimos que Plaza de Rojas
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reúne pidiendo limosna por las calles. En el hatillo, lo que han podido recoger esa noche en el campo. Unas pocas de patatas picadas y unas matas de acelgas que Emilia ha podido entresacar antes de que se oyeran los ladridos de los perros y se escuchara el tiro del guarda de la finca. Por eso corren y saltan sobre las pizarras resbaladizas que hacen las veces de puente en ese río que ahora llega tan crecido. Por eso, sus pies parecen alas y sus cuerpos semejan mariposas, y saltan, y brincan ,y vencen las dificultades, y arriban a la otra orilla, y siguen corriendo monte arriba hasta escapar y se refugian entre unos zarzales que, para mayor gloria, están vencidos de moras. Y vuelven a reír mientras las van devorando. También ríe la madre. Ríe porque ahora es de día y con la luz se alejan los terrores que la invaden en la oscuridad. Y piensa que han tenido suerte. Suerte porque de entre todos los que rebuscan en los campos, ellas han podido conseguir unas patatas y unas ramas de acelgas. Plaza de Rojas
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Suerte porque no las ha alcanzado el guarda. Suerte porque han venido a refugiarse justo debajo de ese zarzal reventón de frutos. Suerte porque puede oír reír a sus hijas. Suerte porque todavía están vivas. Y a la risa, le sucede el éxtasis. Se han quedado de pronto calladas y no aciertan a saber por qué y una sombra se adentra entre sus ojos. Es un jirón de tristeza que llevarán siempre y que asomará irremisiblemente a lo largo de sus vidas; sorprendiéndolas en el momento menos pensado, enturbiándolas con un dolor que viene de muy profundo y del que ninguna habla. Sólo pueden espantarla poniéndose en marcha. La madre lo sabe y canta. Comienza a cantar algún romance que las niñas aprenderán y cantarán a su vez. Así, corriendo otra vez llegarán hasta el pueblo donde las espera Pilar, la más pequeña, y donde también llegará Ángel, que ha salido por las calles a ver lo que encuentra. Se reunirán y pondrán sobre el tablero de la mesa lo que hayan podido Plaza de Rojas
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conseguir. Y otra vez a la calle, ahora con Ana, que tiene dotes de actriz y sabe hacerse la loca y hasta simular ataques epilépticos.
Y Emilia, que irá a vender el periódico, sin haber dormido apenas, gritando los titulares en la Plaza de las Carmelitas y la plaza de San Juan. Y ya no se volverán a ver hasta la tarde, casi noche y podrán cenar lo poco que tengan y descansar unas horas hasta que de madrugada, otra vez, se alejen del pueblo a visitar los campos vecinos en busca de alguna otra patata o algún ramo de acelgas, o a lo mejor, hasta tienen suerte y todavía no han recogido las moras que quedaban en el zarzal.
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E
n el pueblo hay un comedor para los niños pobres, pero con las puertas cerradas a los hijos de los “rojos”. Como el hambre aprieta la niña acude hasta la ventana y se encarama a las rejas. Se cuelga a los barrotes, animada por el olor a comida guisada y quizás esperanzada a que le den algo, aunque sea un poco de pan. La niña mira a los otros niños, los que están dentro. Ve cómo alrededor de las mesas se pasean tiesas las señoras de la sección femenina. Los niños están de pie. Esperando. Hambrientos. La mayoría de ellos, completamente rapados. Las señoras examinan sus cabezas, les miran detrás de las orejas, las manos, las uñas. Algunos parece que pueden desmayarse de un momento a otro o que han perdido algo en un punto indeterminado de la habitación, hacia donde miran, con la expresión vacía y ojos de bobos mientras dura el ritual: primero una oración, luego el himno, la canción que habla de flechas y del sol y de camisas nuevas. Plaza de Rojas
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Alguno de ellos se lleva un coscorrón, por distraerse, por no saberse la canción, por rascarse la cabeza... A Emilia no le importaría recibir un coscorrón de aquellos si después puede sentarse a comer esas lentejas que están humeante sobre los platos y ese trozo de pan, que parece decirle cómeme... Emilia se imagina allí dentro, con los otros niños, sin tener que ir por las calles pidiendo, o de madrugada por los campos, para recoger alguna hortaliza o alguna patata. Emilia se imagina que no tiene que recorrer todas las calles pregonando el periódico, o llamar a las casas de los señoritos para que se los compren y que no tiene que cargar con los canastos de ropa que tanto pesan. Emilia sueña que tiene un bonito vestido y unos zapatos nuevos y que va de la mano de sus padres a la feria y que su padre se para y le compra a ella y a sus hermanos uno de esos cucuruchos de caramelo que tanto le gustan; y que su padre sonríe y la lleva sobre los hombros Plaza de Rojas
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y juega en la caseta de tiro y le gana una muñeca.. Y que después, vuelven a la casa y hacen una fiesta y la madre baila con el padre y se ríen mientras sobre la mesa espera la comida que la madre ha preparado ya, una comida sabrosa, como las de antes. Emilia recuerda aquella fiesta de carnaval; la que nunca se le olvidará. Ve a su padre trabajando con las cañas. Su padre, trabajador incansable, que hacía canastas de caña en la casa, por las noches, apenas sin luz, tejiéndolas con presteza. Mira Emilita, hasta con los ojos cerrados ,y ese trabajo le permitía arrimar unos céntimos más a la economía familiar. Después su madre la vendería en el mercado, o la llevaría por las casas que se la habían encargado. Su padre, hombre alegre donde los haya, que desde hace unas semanas está tejiendo algo que ninguna acierta a saber qué es. Es una sorpresa, le dice; ya verás, Emilita, ya verás lo que se Plaza de Rojas
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puede hacer con la caña. ¿Qué es papá? preguntará la niña, pero el no dirá nada. Que no, que no puede saberse. Ya lo verás cuando esté terminado. Su padre, ahora, con la sorpresa de caña puesta encima, presumiendo de traje. ¡El traje más original! ¡con éste, ganamos el concurso niñas, ala, al carnaval, ala, a la fiesta, que hoy ganamos el premio. Su padre, con el pantalón, la chaqueta, el chaleco, hasta la camisa de cañas. Sonriendo presumido y ufano. Orgulloso de su trabajo. De pie todo el tiempo, bailando con la madre, muy tieso, pero bailando..su padre y su madre, risueños, alegres, esperando la decisión del jurado.. Su padre y su madre, saltando de contento y ella, la niña, Emilia, saltando de admiración , con su hermana nena, más chiquita, también entusiasmada, contagiada por la alegría de todos cuando se escucha la voz, la voz que se ha subido a la tarima y que en tono solemne dice: Y el premio al mejor disfraz en este carnaval de 1935 es para.... Silencio, expectación Plaza de Rojas
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¡¡¡ EL HOMBRE DE CAÑA!!! de Ángel Castillo. Aplausos, más risa, más alegría si cabe. Su padre guapísimo, feliz como siempre; con los ojos chispeantes de amor y de alegría. Su padre subiendo a la tarima, llevado por su madre, muy tieso, orgullosísimo. Su madre bailando y riendo. Contenta. Feliz. Ella misma, girando, dando palmadas, aplaudiendo, saltando de alegría, queriéndolo, admirándolo... Y el sueño y el recuerdo la extasía y casi la marea hasta que se da cuenta que alguien se acerca hasta ella. Es un hombre de uniforme que se la queda mirando y que gruñe algo que ella no entiende muy bien, y que despacio, pero con fuerza, le va retirando uno a uno los dedos de la reja. La niña grita que se cae.
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Y el hombre de uniforme se ríe mientras le va soltando, uno a uno, ahora, los dedos de la otra mano. Y ya, la niña cae hacia atrás. Al vacío. Sobre el empedrado de la calle. Hiriéndose. Llorando y sangrante se vuelve corriendo, queriendo llamar a su padre, queriendo contarle a alguien que la quiera lo que le ha pasado; queriendo tener a alguien cerca para que la defienda, para que la cure y la acune y para que se encare con aquel hombre que la ha tirado de la ventana. Pero la niña no tiene ya un padre a quien acudir y su madre está tan indefensa como ella. Y aunque sabe que la madre está trabajando, limpiando la casa de la señorita Victoria, la que también les da el periódico para que lo vendan; la niña va hasta allí y entra llorando. Cuenta lo que le ha pasado... La señorita Victoria, puede que tenga hijos o piense en tenerlos. En cualquier caso, es mujer sensible. Una mujer que en su fuero interno Plaza de Rojas
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reniega cada día de esta victoria de horror, de pobreza y de muerte que los suyos celebran. La señorita Victoria siente en su vientre el dolor de la madre. En su estómago le escuece el llanto de la niña, la invade de tristeza. Son tiempos muy duros, dice en voz alta, queriendo abrazar a la niña, queriendo estrecharla entre sus brazos, queriendo aliviarle el dolor. Venga, Emilia, te voy a curar eso, ya verás como no es nada, anda, enjuágate los ojos y límpiate los mocos, no ves criatura, que me estás poniendo perdida, anda mujer, tienes que ser fuerte, y, sobre todo, no tienes que guardar rencor, también Dios, nuestro señor, fue crucificado y perdonó a sus verdugos. Venga, venga, se acabó la llantina, ven a la cocina que te prepare un poco de pan. Y la señorita Victoria se llevará a la niña, ya más calmada hacia la cocina, mientras Manuela continúa fregando, arrodillada en el suelo, enjuagándolo con el agua de sus lágrimas. La señorita Victoria suspira mientras prepara el pan con aceite. Plaza de Rojas
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¡ Ay Dios! ¡ Ay Dios! Es un suspiro que acude a sus labios de forma espontánea durante demasiadas veces al día. Piensa en Dios cuando sale a la calle cada mañana para ir a misa. Velo y mangas largas. Todo es tristeza. Ya no hay colores. El pueblo se ha vuelto gris. El cielo opaco. La sonrisa oscura. Se huele a pobreza. A miseria de cuerpos y de almas. El aire se va estirando y poniéndose tan rígido que casi duele respirarlo. ¿Dónde te metes Dios? Y Victoria piensa que algo puede arreglar ella, aunque sea poco, aunque sólo alcance a esa pobre gente que le limpia la casa y le reparte el periódico, aunque sólo sean esos niños; esa niña, demasiado delgada para su edad. Plaza de Rojas
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Venga Emilita, ahora vete a tu casa. No callejees más por hoy. Y la señorita Victoria la lleva hasta la puerta y la despide y luego se vuelve hacia Manuela y le pide que pare el trabajo un poco, que tienen que hablar. ¡Hay que bautizar a la más pequeña¡ dice la señorita Victoria. Es la única manera de que tus hijos puedan ir al comedor. Que esto quede entre yu y yo, Manuela, y no se te ocurra hablarlo con nadie. Las cosas han cambiado, hay que vivir con lo que tenemos que vivir. Ahora, lo que importa es seguir adelante. Dime, acaso tú, en tu interior, no crees en dios, no crees que hay algo por encima de ti y de mí, del mundo entero. Manuela asiente, pero dice que en lo que no cree es en los curas, que son todos unos farsantes. Bueno, bueno, habrá de todo Manuela. ¿Y además, qué te importan a ti los curas? dios está por encima de ellos y por encima de la iglesia y por encima de los que gobiernan. Hay veces, Plaza de Rojas
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Manuela, que hay que hacer todo lo posible por estar de buenas con los de arriba, ya vistan sotanas o uniformes. ¿Acaso no son tus hijos lo que más te importa en la vida? Pues entonces, hay que hacer de tripas corazón. Tienes cinco hijos, estás matada a trabajar. Tus niñas andan por las calles como dios les da a entender. Yo no puedo pagarte más, bastante tengo con soportar cada día el sermón de mis padres que dicen que hay que ver, una roja fregando la casa. Yo gano en tranquilidad y tu ganas a los ojos de todos. Que vean que te arrepientes de tu vida pasada. Ve a confesarte. ¡Que te vean como buena cristiana! Manuela, como una mujer más de esta nueva España. Si tienes que fregar la iglesia la friegas. Y tus niñas, la más pequeña sobre todo, tiene que bautizarse. Su bautizo te abrirá otras puertas, Manuela, hazme caso que yo sé lo que me digo. Y así lo acuerdan. Victoria será la madrina de Pilar. Y Pilar será bautizada, cristianizada. Gracias a eso, Emilia no se encaramará más a las Plaza de Rojas
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rejas aquellas, Ella y sus hermanos podrán visitar el comedor como los otros niños y hasta recibirán algunas clases de alfabetización. Gracias a eso, la señorita Victoria será algo más que madrina para Pilar, será como la madrina de la familia. Porque más tarde, años después, Manuela será recibida por el alcalde del pueblo a quien pedirá un trozo de terreno en el que construir una casa. El terreno está en la Plaza de Rojas, a pocos pasos de donde vive, pero lo suficientemente lejos como para que se renueve la alegría de vivir y los recuerdos no la atormenten por las noches, cuando en la habitación umbría, acurrucada junto a sus hijas, las noches parecen siglos y aún puede escuchar los puños golpeando en la puerta, retumbando en los muros, clavándoseles como garfios en el pecho; aún puede escuchar el temblor de las piedras por el peso de las botas subiendo calle arriba, parándose ante la casa. Aún puede sentir el abrazo que se quiebra, el último abrazo de Ángel. Aún puede respirar el miedo de sus hijos. Su propio miedo. Plaza de Rojas
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¡Una casa en la que entre el sol! Una casa abierta a la alegría. Eso quiere Manuela. El alcalde no le dirá que no. El terreno es suyo a condición de que sea ella misma la que levante las tapias. Y Manuela lo hará. Ladrillo a ladrillo. Emilia y Nena irían a la fortaleza todos los días, a acarrear piedras y ladrillos. Un pico y una canasta y muchas idas y venidas, hasta que un día, Pepe, el niño que ha puesto los ojos en Emilia, el niño que se sube a una higuera sólo para verla, el hijo del hombre que pudo haberse salvado, que pudo haber cruzado la frontera y no lo hizo, se alza como cabecilla de la causa y capitanea a un pequeño ejército de chicos, voluntarios casi adolescentes, cadena de picapedreros, cuya misión consiste en ayudar a las niñas a llevar piedras para su casa. Una organización infantil que entre risas, juegos, carreras, sudores, bromas y coplas, lograron su cometido. Pepe tenía su recompensa de las manos de Emilia. Un pedazo de pan con aceite y una Plaza de Rojas
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sonrisa. Y algo más que brotaba en ambos corazones. Y Manuela pudo levantar las tapias. Lo suficiente, como para que el alcalde hubiera de cumplir su promesa. Después, poco a poco, le construirán la casa. Allí, en la Plaza de Rojas. Una casa en la que entraba el sol. Una casa donde lograría acallar las voces y los golpes que no la dejaban dormir.
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os niños parecen los únicos que salen a las calles sin temor. Los niños, con el instinto de supervivencia a flor de piel. Los niños y sus ansias de vivir, de sobrevivir como sea. Niños de familias ya deshechas que, con el mismo ímpetu que se arrojan al juego sin cansancio, se arrojan ahora desde muy temprano a los campos, a las calles... Niños y niñas, solos, o con sus hermanos. Solos, o con algún vecino amigo. Solos con su hambre. Con su frío. Con su desamparo. Los niños son los que ahora forman ese pequeño ejército de buscadores. Buscan cualquier cosa que pueda ser cambiada por comida o que pueda comerse. Buscan leña, setas, madroños, moras, hortalizas. Se hacen recaderos, porteadores, leñadores, lavanderas, vendedoras de periódicos, ayudantes ocasionales... Ese es ahora su juego. Esa su diversión. Y lo que debía ser una niñez más o menos cómoda se convierte en un trasiego interminable donde un día es sólo la antesala de otro y donde Plaza de Rojas
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lo único importante es no volver a casa con las manos vacías. Y en algunas de esas excursiones a las que cada mañana se lanzan para sobrevivir, ocurre que, a veces, les sorprende el milagro y vuelven a casa antes de los esperado. Vuelven felices y victoriosos a compartir, con su madre o con sus hermanos, o a veces es sólo para ellos, ese pedazo de gloria que les ha supuesto cerrar el balance del día antes de tiempo. Eso le ha pasado hoy a Pepe, el hijo del hombre que pudo haber cruzado la frontera pero que volvió por amor; el padre de la mujer que escribe. El niño al que una noche, el corazón se le subió hasta las cuerdas vocales y le impidió pronunciar una sola palabra. Pepe sale de su casa esa mañana. Como todos los días. A buscar. Se alejó solo, como hace casi siempre. Irá hasta unas huertas que hay lindando el río y rebusca sin resultado hasta que comienza a clarear. Plaza de Rojas
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Hace rato que alguien lo observa, alguien que ve como el niño, con cuidado, anda entre los caballones y separa las hojas tiernas para no dañarlas. Pepe no encuentra nada que se pueda coger; se le han adelantado y la huerta aparece más que limpia. Con las manos en los bolsillos y la cabeza baja ya se dispone a abandonar la búsqueda cuando una mano en el hombro lo detiene. Pepe quiere correr pero no puede, el hombre lo tiene bien agarrado, pero ni su cara ni su voz son una cara ni una voz que señalen peligro alguno. ¡ Tranquilo muchacho, que no voy a comerte¡ ¿qué pasa, ya te das por vencido, esto esta pelao no? Pepe no responde, no sabe qué decir ¿Bueno, no tienes lengua? Y yo que creía que iba a tener un rato de conversación... ¡ pos volando niño, que aquí no quiero moscones¡ Pepe ya quiere salir disparado pero el hombre no lo suelta todavía. Plaza de Rojas
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¡ Yo que tú cogería un ramo de hierbabuena! En la plaza de la Gloria hay siempre un reten de moros; ¿no sabes que los moros se chiflan por la hierbabuena? Anda hombre, cógela y vete no me vaya arrepentir. Pepe no sabe muy bien qué provecho puede sacar, pero, por obedecer más que nada, coge una brazada y ahora sí, sale volando de la huerta. Pepe vuela más que corre hacia el pueblo, hacia la calle de la Gloria dónde, todavía temblando por la carrera y la emoción llega cansado y sediento, la lengua seca, el paladar desabrido. Así, y abrazado aún al ramo de hierbabuena, va hasta la fuente que hay en la plaza, justo detrás del Palacio de Beniel, los chorros de agua fresca lo reponen de la carrera, pero quiere más y se moja la cabeza y el agua le empapa la camisa desgastada que lleva. Ha dejado por un momento el ramo de hierbabuena en el borde de la fuente y no se da cuenta de que alguien se acerca profiriendo voces, no se da cuenta hasta que casi lo tiene encima. Es uno de los moros de uniforme que rondan por la plaza. Plaza de Rojas
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- Niño, niño, yo cambio. Le grita el moro, pero él no entiende. -Yo cambio , tu esperas. Pero Pepe está tan asustado que el soldado piensa que saldrá corriendo en cuanto se dé la vuelta; por eso, grita hacia donde están sus compañeros y les habla en una lengua que Pepe no entiende. El moro parece enfadado por el tono de la voz y los gritos con los que llama a los demás que andan fumando, en el rincón más fresco y desolado de la plaza. Pepe no sabe qué pasa ni qué va a pasarle y está muy asustado, mira hacia todas direcciones buscando por donde perderse a la menor oportunidad, pero no le da tiempo, uno de los del grupo, ha salido corriendo y llega entre risas con un paquete en la mano que le da al que retiene al chiquillo. - Tu cambia. Le vuelve a decir el moro señalando el ramo de hierbabuena y el paquete. - Tú cambia. Plaza de Rojas
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Y Pepe, ya sin saber que hacer, alarga el ramo hacia la mano que se le extiende y toma lo que la otra le ofrece. El moro tiene una sonrisa de oreja a oreja. - Niño sabe cambiar-, le dice, y se aleja hacia donde están los compañeros. Pepe, con el paquete en la mano, corre ahora hacia su casa, pensando que ese día no se le olvidará en la vida. El paquete que lleva, envuelto en papel de periódico, desprende un olor casi olvidado, un olor que le despierta un hambre de días, tan voraz, como voraz era el miedo que había sentido. Pepe vuela, el niño vuela, el hijo del hombre que pudo cruzar la frontera y que no lo hizo, vuela, el padre de la mujer que escribe vuela; mi padre volaba; riéndose, con las lágrimas bañándole la cara, sin creerse todavía lo que había pasado. Y en esa carrera, en ese vuelo, en ese estallido de músculos y de sangre de niño que vence cuestas y sortea obstáculos en el camino hacia su casa, a Pepe le viene a la memoria otro día, no muy lejano, en el que el hambre le apretaba Plaza de Rojas
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tanto como hoy, otro dĂa que son muchos, en el que el hambre le despierta una agudeza y unos reflejos insospechados para ĂŠl.
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P
epe escucha a su abuela protestar por la tardanza de Rafael, el mayor, al que ha mandado a Salares a por el pan. Pepe sabe que su hermano llegará resoplando, renegando, diciendo lo de siempre, que ya no irá más, que se pasa el día en el camino, que la canasta con los panes pesa, que está harto de ir y venir. Ese día Rafael tarda más de lo acostumbrado, todos esperan en la casa, la abuela porque tiene que salir a vender los medios panes que el nieto le trae desde el pueblo y con lo que se podrá comprar algo de azúcar o lentejas o arroz, o un poco de aceite. Los demás, porque medio pan se quedará en la casa para el consumo de todos. Cuando llega Rafael, están la abuela y Pepe, María, la madre, habrá ido a llevar la ropa que ha estado lavando durante toda la mañana; Antonio habrá salido a buscar en la estación un poco de carbón y Paco, el más pequeño, se ha quedado dormido. Están la abuela, irritada por la tardanza y Pepe, Plaza de Rojas
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con el estómago revuelto por el hambre y las ansias de recibir su trozo de pan. Por fin llega Rafael, más irritado que nunca, exasperado porque se ha resbalado varias veces queriendo cortar camino monte a través, porque la canasta pesa, porque se pasa el día andando... y no irá más, mañana mismo se va a buscar leña para vender, a coger carbón, a lo que sea, pero no piensa ir más a por panes. La abuela protesta, Rafael protesta, la cocina de la casa está casi a oscura porque es invierno y ya ha anochecido. Rafael suelta la canasta con el pan en el suelo, cerca de donde está Pepe, Pepe mira los medios panes, mira a la abuela, mira al hermano, cada vez los dos más ensalzados en la discusión. Sabe que la abuela no quita ojo de la canasta, lo nota, o cree notarlo, piensa que la abuela es capaz de darse cuenta de cualquier movimiento que se establezca entre él y la canasta. Cree que el hermano notará que se acerca cada vez más, que mira cada vez con mayor ansia la canasta. De pronto, la canasta es su único objetivo, lo Plaza de Rojas
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único que ve, lo único que huele, lo único que siente... el pan está al alcance de su mano. No ha sido nada, lo que la abuela ha tardado en girar la cabeza para dar un bofetón a Rafael que está insoportable, y Pepe ya ha agarrado el medio pan y ha salido volando, con la misma agilidad con la que ahora corre. Pepe sale a oscuras de la casa y se esconde en un solar que hay a escasos metros. Allí, tras unas pitas, sentado en la oscuridad, Pepe come hasta que ya no puede más. Pero el medio pan era mucho para él. Le queda un resto que no puede pasar y Pepe decide guardarlo para mañana. Coge unas matas secas que tiene cerca y envuelve, como puede, aquel trozo que hoy le sobra pero que mañana le matará el hambre; lo esconde, semienterrado entre las pitas. Cuando vaya al día siguiente, Pepe no encontrará el trozo de pan. Las ratas también estaban hambrientas.
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Pero cuando esa noche, después de haber comido con vértigo el medio pan que ha cogido de la canasta, vuelva a su casa, se encontrará a la abuela aún más enfadada. Desde luego que Rafael ya no irá más a por el pan, el muy sinvergüenza se ha comido una pieza, que cómo vamos a sobrevivir en esta casa si cada uno hace lo que le da la gana, si ni siquiera son capaces de hacer los recados en condiciones, que qué comerán ellos esa noche. La abuela se deshace en maldiciones.. esto pasa por habernos quedado sin hombres. Por esta maldita guerra. Por estos malditos hijos de su madre que no dejan títere con cabeza, que todo lo quieren resolver a zambombazos. ¡matarnos! ¡matarnos a todos!, grita la abuela. Pepe no puede ya contener el llanto y Paco el pequeño está despierto y llorando también, hasta que llega la madre. La madre, María, que es como un bálsamo y dulcifica el ambiente y tiene el poder de apaciguar los ánimos, venga mujer, ya nos apañaremos, se le habrá caído el pan por el camino y no se ha dado cuenta. Mire usted, mire lo que he ganado con la ropa, ande mujer, ya buscaremos una solución. Plaza de Rojas
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Y la encuentran. A partir de ahora ellas harán el pan. Ya no habrá que ir más a Salares. En el corral se hace un horno con piedras. Comprarán harina, amasarán, hornearán el pan ellas mismas.. Y así es como en casa de Pepe siempre olerá a pan. Pepe esa noche se duerme con sentimientos encontrados. Tiene un pellizco en el estómago, se siente mal porque, por su culpa, han regañado a su hermano, porque su abuela ha estado llorando, porque él se ha comido el pan que les correspondía a todos. Por otra parte, piensa que de no ser por eso, quizás su hermano tuviera que seguir yendo hasta Salares a por el pan y no hubieran decidido hacerlo en casa, y esto último a Pepe le sabe de maravilla. Se ha jurado que nunca volverá a coger nada sin permiso, pero... siempre puede quedar algo de masa; alguna miga desperdigada en la mesa... La vivencia del inocente hurto le dura segundos. En seguida otras imágenes vienen hacia su cabeza... vienen y van volando, como él, que no Plaza de Rojas
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para de correr y que entra saltando de alegría en su casa ¡ mamá, mamá, mira, mira lo que traigo!
Ese día, en su casa, comerán chorizo. Unos estupendos chorizos. Fue un día de victoria. Un día para no olvidar, un día para recordar y contar; porque en los días en que un trozo de pan o unas cuantas lentejas picadas era el menú principal, comer chorizo era como entrar en la Gloria aún sin creer en ella.
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M
uy cerca, casi al mismo tiempo, una niña juega con las amigas. Juegan a la comba, a la rueda, al pilla pilla, a inventarse historias, a recrearse en la burla o en el miedo. Es un tiempo uniforme. Un tiempo en el que la tragedia o el drama se vuelve risa fácil, y siempre hay momento para la risa porque los niños tienen la virtud de vestir con la risa todas las miserias. La risa alegre, la risa mordaz, la risa histérica, la risa nerviosa, la risa ante el dolor, la risa hiriente, la risa que duele, la risa que purifica, la risa que muerde, la risa que besa, la risa que llora, la risa que se ríe de la propia risa, la risa que cura. Y siempre hay, para los niños, un lugar donde alojar o sobre quien lanzar los dardos de la risa. Es momento sin consuelo y sin piedad, y ese mismo desconsuelo y esa misma impiedad que sufren, los niños la transforman, se acorazan, se Plaza de Rojas
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vuelven impermeables, impenetrables, y son capaces de hacer rebotar todo, o casi todo el dolor y las frustraciones acumuladas en su piel de alma de niños. Esa tarde, como otras, Emilia juega con sus amigas, se acercan hacia la casa de Aurelico, el tonto como le llaman, saben como hacer para exasperarle y saben lo que el hombre hace. Saben que su juego consiste en llegar hacia su puerta, mirar por el agujero de la enorme cerradura y gritar a coro ¡ Aurelico se te ve el culito! Y ese es su juego, porque el hombre, indignado, abrirá la puerta. Siempre lo hace, desnudo como está, para salir tras ellas, y que sólo se dará cuenta cuando haya abierto la puerta, como siempre, de que efectivamente está desnudo y no puede salir a la calle y ya algunas vecinas le han visto y también se mofan de él. El hombre, que una vez a la semana, se queda desnudo en la casa para secar la única ropa que tiene y que ha enjuagado apenas sin lavar. El tonto, como le dicen, que perdió la cuenta y la Plaza de Rojas
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cabeza una mañana en el cementerio porque ya ni su corazón ni sus tripas aguantaron más ese sin número de muertos que tapaba cada día. Aurelico, que de tanto decir a las viudas que su marido no había sido enterrado, soñaba que los muertos se levantaban de su tumba para que la zanja no terminara nunca de llenarse. El hombre que contaba en secreto cuantos llevaba y que había perdido los números y ya no alcanzaba a acordarse cual era el orden a seguir y se devanaba los sesos noche tras noche intentando poner un orden en ese sin sosiego aritmético en que había caído. Empezaron por parecerle carentes de sentido, uno, uno, uno, uno, qué significaba uno. Repetía constantemente , primero las decenas, después las centenas, hasta que se tropezó con una cara a la que fue a poner número y ya no le salió la cuenta ni le saldría jamás, porque se perdió en los ojos abiertos de aquel hombre que lo miraba desde otra parte.
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Y creyó que ese número ya lo tenía, ya era un número dicho. Y pensó que debía contar hacia atrás, pero para hacerlo, debía rescatar los cuerpos ya sepultos y que qué pasaría cuando llegara al uno, porque ¿qué era el uno? Si el uno era un hombre o una mujer, ¿cómo y porqué darle precisamente ese número? ¿Acaso significaba que antes de ellos no había nada? Eso no era posible, porque siempre hay algo o alguien que esta antes que otra cosa u otra persona. Contaba los dedos de sus manos y llegaba a idéntica conclusión. Si los contaba como suyos propios, tenía 10. Pero, ¿porqué empezar con el meñique dándole el nombre de uno y no con el pulgar? Y si empezaba por el pulgar ya los dedos no se corresponderían con los números que antes les había dado. Pero si sólo contaba dedos, sin importar a qué manos pertenecieran, entonces, no le cabía ninguna duda de que no sabría qué números podría corresponder a los suyos propios. Si no hubiera mirado los ojos del hombre con el que perdió la cuenta, probablemente hubiese Plaza de Rojas
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seguido contando sin más. Pero en aquellos ojos que lo miraban desde otro lado el enterrador se perdió ya irremisiblemente en una espiral de negrura matemática, porque creyó que era dios el que le pedía cuentas a través de los ojos del hombre y se sintió perdido y extraviado en sus torpes sumas, sin saber qué número ponerle ni qué cuentas daría a dios cuando desde otro lado también lo llamara para pedirle el número de almas que había llegado a enterrar en las aciagas noches de aquellos años de miedo y de plomo. Y así, sin poder dar cuentas ni explicaciones, sin poder servir de testigo en un juicio final para el que el creía que sería llamado, ¿qué servicios iba a prestar a la verdad y a la justicia? Dios mismo le tacharía de incompetente, Aurelico, que no supiste ni siquiera dar cuenta de los que enterraste. Eran noches de locura en la que los signos de un álgebra celeste irrumpían en sus sueños torturándole con cuentas que hasta un niño sin escuela podría resolver, pero que, para él, ya era imposible.
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Aurelico perdió los números, se les fueron yendo de la cabeza, cuanto más los repetía más lejanos se encontraban. Hasta que desaparecieron en el infinito del mar de la memoria y ya no supo siquiera que una noche pudo llegar a contar hasta 300, la noche en que se topó con unos ojos que le impidieron decir 301.
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“Duerme, y que nada en ti provoque el llanto que yo haré de ave nocturna para mecer tu sueño con mi canto” Avetik Isaakián
EL AMOR
L
a casa de Manuela estaba en calle Las Parras, lindando con la tapia del corral de una casa que se había quedado casi vacía hasta que llegó María con sus hijos. Al principio, María iba a ratos, para refrescarla y hacerle un poco de compañía a su suegra. después, se fue para quedarse. Porque qué hacían dos mujeres solas, ella por un lado y su suegra, más sola que la una, sin marido y con los hijos demasiado lejos, en la guerra, en el exilio, y a los que probablemente nunca volvería a ver. Así fue cómo Pepe y Emilia empezaron a ser vecinos. Las niñas de Manuela miraban por la estrecha ventana hacia la casa de María, hacia el corral. Plaza de Rojas
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Casi en su centro había una enorme higuera. Una higuera que daba enormes y sabrosas brevas. Veían a María cuidar de las flores. ¡Qué rosas más bonitas, qué geranios, qué helechos, qué margaritas, qué siemprevivas, qué gitanillas, qué hortensias, qué gladiolos¡ si hasta en la parte más salvaje del corral, renacían con fuerza las matas de San Pedro. Lo hacían formando macizos, intercambiándose los colores de sus flores. Los jazmines de san pedro, amarillos, rojos, azules, blancos, violeta, naranja... como si con ello, quisieran acercarse hacia esa otra parte, la que cuidaba María con mimo, la parte más cercana a la casa, más ajardinada. En este lugar, un enorme árbol del pacífico con sus enormes flores fucsias era el rey. En el otro, en el más agreste, la reina era la higuera. Una higuera centenaria que se desbordaba en ramas y en frutos. Paco y Pepe eran los que, por su peso, se subían para coger las brevas y no dañar las ramas. Las niñas, Nena y Emilia, espiaban el momento desde sus ventana. ¡Venga Emilia, que ahora Plaza de Rojas
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está el más chico, vamos a pedirle brevas¡ y bajaban de dos en dos los escalones y se plantaban a una altura de la calle desde la que el niño pudiera verlas y le gritaban con fuerza, ¡niño! ¡niño! venga, echa unas brevas. Y Paco las complacía. ¡Pero no la tires a la pared¡ gritaban histéricas y alegres. Con Pepe era distinto; era más mayor y parecía más serio. Pero Pepe ya había advertido la expectativa que provocaba en las niñas la cosecha de las brevas y aprovechaba la menor oportunidad para ser él quien se subiera al árbol, sobre todo si, de soslayo, veía a Emilia en la ventana. Pepe miraba a Emilia a escondidas. ¡ Qué niña más guapa¡ pensaba... y sentía celos de que con su hermano, con el más chico, Emilia hablara aunque fuese a gritos desde la calle, aunque fuese para pedirle brevas.
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¡ Pues si quiere brevas me las va a tener que pedir a mí! pensaba para sus adentros, algo exaltado. Y así se las arreglaba para ser él el que se subiera a la higuera la mayor parte de las veces, o por lo menos, cuando él sabía que Emilia estaba en su casa. Emilia también miraba a Pepe, también lo hacía a hurtadillas, también le gustaba el niño, tan serio, tan guapo... Se habían mirado sin mirarse. Se habían buscado entre los umbrales del patio, en la sombra de la contraventana, en las carreras que hacían en la calle. El niño espiaba a la niña sin pensar que ella se daba cuenta. La niña espiaba al niño sin imaginar que él la veía. Por eso Emilia, esa mañana que acaba de ver como Pepe se sube a la higuera, esa mañana que está sola en casa, se moja el pelo con agua, se alisa el vestido y sale corriendo de la casa, como otras veces, y se para a la altura de la calle desde Plaza de Rojas
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la que él puede verla y le grita, un poco azorada, con la voz entrecortada por la emoción.. -niño, ¡niño¡ Niñoooo! El niño, Pepe, la ha visto ¡ Cómo no iba a verla¡ si acaba de subirse a la higuera para que la niña lo llame y le pida. Pero se hace un poco el loco... - Niñoooo ¿ estás sordo?. Repite insistente y un poco contrariada la niña. Y ahora, rojo como un tomate, Pepe se gira hacia ella para decirle que qué maneras de llamar es esa, que qué forma de dar gritos, que él escucha perfectamente. Y que, además, tiene un nombre, por si no lo sabe, se llama Pepe. Bueno hombre no te enfades, dirá ahora ella, temiendo, en el fondo, haber provocado el malentendido. Yo me llamo Emilia y vivo aquí mismo, y señalará su casa, y él le dirá que ya lo sabe, que cómo no lo va a saber si la ve todos los días, que ni es sordo ni tonto, pero que bueno, que qué es lo que quería. Sólo unas brevas, bueno, si puedes, es que están tan ricas. Y Pepe se las dará, dirigiéndole una sonrisa triunfante, una sonrisa en la que no hay atisbos de disgusto, sino todo lo contrario, una sonrisa que le dice Plaza de Rojas
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que no tema, que puede pedirle brevas siempre que quiera, porque él siempre le dirá que sí. La niña, se recoge el delantal y lo levanta y Pepe va lanzando con total precisión, una breva tras otra hasta que la niña le grita de nuevo que vale, que ya está bien, que tiene bastante, y sale corriendo hacia su casa en la que entrará temblando por la emoción, la cara roja y el pulso acelerado. Nerviosa, sin saber muy bien qué le pasa. Confusa y alegre. Y Pepe, bajará de la higuera con el pecho inflamado. Esa niña. La más bonita de todas las niñas que ha visto. La más bonita de todas las que verá en su vida. Esa niña que tiene los ojos más risueños y más negros del mundo. Esa niña, Emilia, ha hablado con él. A partir de ahora podrá saludarla, podrá decirle hola y adiós. Y más adelante, cuando sean un poco más grandes, esa niña será su novia. Se lo dirá con una rosa. Pero eso será después. Plaza de Rojas
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Ahora le basta con verla y saludarla cada día. Le basta con conocer sus pasos de memoria. Con mirarla pasar; con saber qué coplas son las que más le gustan, porque son las que ella canta mientras está limpiando, o cuando sale a comprar. Le basta con sentir el aire, el mismo aire que ella respira y que es el que respira él. Le basta con saber que cuando salga a la calle podrá verla, allí, con las otras niñas, jugando al corro, o simplemente charlando. Le basta con sentirla, con saberla cerca. Están en los umbrales de la adolescencia y los sentimientos les perturban. No saben bien qué les pasa. Sólo saben que algo los une, algo completamente invisible, algo que no puede decirse a ciencia cierta dónde radica ni cómo llamarlo. Algo que se aloja en la boca del estómago y oprime y duele y es placentero a la vez. Algo que les gustaría poder gritar a los cuatro vientos. Plaza de Rojas
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Algo que quieren compartir. Que quieren que todos sepan. Algo mรกs fuerte que ellos mismos. Algo que les hace sentir que la vida estรก por empezar. Que hay un mundo dentro de sus propios mundos, un mundo y una vida para compartir.
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una rosa.
Y
pasará el tiempo. Y Pepe se lo dirá con
Porque Pepe, el niño al que un día se le subieron las entrañas hasta la garganta y se le enredaron en las cuerdas vocales, y les impidieron llamar al padre; llega a creer que el amor no necesita de palabras. O quizás, las palabras necesarias no acudan hasta su garganta, porque mirando a la niña, que ya es casi una joven, a Emilia, el aire no parece querer salir de sus pulmones y las cuerdas vocales y la glotis, y la lengua, y el paladar y los dientes y los labios, no le obedecen, se rebelan, o simplemente permanecen encantados, aletargados, sin poder dar el sonido exacto a esa voz que quiere salirle del pecho, del corazón, del centro mismo de su cerebro, y que no es otra voz más que la del amor. El sonido de un te quiero que lucha por hacerse físico, onda ya del aire y llegar hasta los oídos de ella. Plaza de Rojas
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Se lo fue diciendo con los actos. Como cuando se encargó de hacer que no faltasen piedras para que pudieran construir la tapia de su casa. Se lo dijo con una rosa. Con un ofrecimiento. Con un regalo. La rosa más perfecta de su jardín. Una rosa cuyo aroma y tersura fueran capaces de evocar por sí mismos todo ese cúmulo de sentimientos que se le escapan por los ojos., chispeantes de amor y de ternura. Inquietos ante la posibilidad de que un día amanezca diferente y no pueda encontrar en la mirada de ella lo que ahora ve; el reconocimiento de ese amor callado. Amor callado que está en las voces de todos los muchachos y muchachas conocidos. Son novios a los ojos de todos; en los labios de todos; en las voces de todos sin que hayan dado el paso decisivo. Ese paso que refrenda la voz, la tibieza física del sonido, de un interrogante que es una certeza. Por eso, se lo dirá con una rosa. La rosa con que Emilia se fotografiará ese mismo día para fijar el Plaza de Rojas
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momento, el instante, el día en que después de tanto años de juegos de miradas, su noviazgo formal comenzaba. Fue un noviazgo largo y sin intimidad, como eran los noviazgos entonces, un noviazgo de caricias clandestinas, como clandestinos eran los pensamientos de libertad. Un noviazgo de ilusiones y silencios. Sin saber muchas veces qué decir, de qué hablar, allí sentados, siempre con la suegra o con la cuñada o con el cuñado delante. Espiando sus movimientos; atentos a las palabras, cuando lo que él quería era sólo estar con ella, hablarle a ella y que nadie más en el mundo pudiese saber qué le decía, con qué tono de voz, de qué timbre estaban hechos sus sueños. Sin que nadie se percatara de que sus silencios clamaban por romperse y eclosionar en un estallido de te quieros , de palabras no dichas, de pensamientos sin nombre que inundaran el aire de toda la casa, de toda la plaza.
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S
e casaron en abril. El día 15 de abril de 1956 la casa de Manuela y la casa de María amanecieron unidas por una corriente invisible. Una brisa suave que partía de Emilia y recorriendo una trayectoria diagonal se colaba por las puertas entreabiertas de la casa de Pepe, pasaba la entrada, atravesaba la cocina, se dirigía hacia el patio y se enredaba entre los rosales rojos y blancos aterciopelados del jardín de María. Se entretenía entre los pétalos, los acariciaba uno por uno y volvía de nuevo, deshacía su camino para enredarse de nuevo en cada suspiro de la novia y la envolvía, esparciendo el aroma entre su pelo, entre sus poros, en su mismo aliento. El día 15 de abril la Plaza de Rojas amaneció recién lavada por un agua fina con la que el cielo de la primavera quiso regalar a los novios, contribuyendo así a que el terrizo de la plaza se aplacara y las fachadas brillasen como recién encaladas y las rejas destacasen su forjado y los helechos y los geranios multiplicasen sus colores.
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Y cuando la novia salió de la casa, esa tarde de abril, después de toda una mañana de suspiros, la Plaza entera percibió el aroma a rosas que se desprendía de Emilia. Un efluvio de amor que impregnó a todos cuantos esperaban en la calle impacientes por verla salir, alegres y risueños, y ahora ya un poco ebrios a causa del perfume. Un perfume que se adentraba por todos los sentidos y que hizo que todos sintieran la necesidad de tener a alguien cerca, alguien a quien sentir y abrazar y querer. El día 15 de abril llovió. Y esa lluvia fina que la novia sorteaba, echa charco en el suelo, temiendo manchar su vestido, fue una lluvia fértil, pronóstico de dicha y de buena fortuna. El viaje de novios fue corto. Una noche en Málaga, a donde irían a recoger el “premio” que daban a los recién casados. Mil quinientas pesetas con las que el gobierno intentaba animar a las parejas. Esas mil quinientas pesetas fueron en gran parte para el proyecto que los recién casados tenían en mente, abrir una pequeña tienda de comestibles en la que los dos podrían trabajar, codo con Plaza de Rojas
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codo, amantes y compañeros, marido y mujer. Trabajo en el que habían puesto sus esperanzas de futuro. Pero eso vendría después, antes tendrían que soportar una pequeña separación, porque a ese dinero habría que sumarle el que Pepe trajera del Norte, de las minas, a donde iría a trabajar, mientras Emilia hacia lo mismo en el pueblo, trabajar en casa ajena para poder ahorrar. Poco después, a la casa irán llegando uno tras otro, los hijos. La mujer que escribe será la primera. La mujer que recuerda el regalo que su padre le trajo un día. Una muñeca que era casi tan grande como ella, y que recuerda cómo por las noches su padre le pedirá a la madre que cante, venga Emilia, cántale al niño y verás como se duerme. Y Emilia cantará aquellos romances mientras acuna al más pequeño. Mientras, en la habitación de al lado, la mujer que escribe, se entrega al sueño feliz, oyendo la voz dulce y tierna de la madre. Escuchando las Plaza de Rojas
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historias que se van desgranando canción tras canción, romance tras romance. Y duerme sonriente. También, acunado como un niño, dormirá el padre. Eran romances de niños perdidos, de amores imposibles, de niños santos que podían meter en una habitación a los pájaros para que no picaran el sembrado, de princesas moras, de cristianas cautivas... Eran historias cantadas con personajes que cobraban vida y se hacían visibles y pasaban a incorporarse en el pensamiento y en el corazón de la mujer que escribe y formaban su mundo imaginario, su mundo alimentado con visiones de otras épocas, con protagonistas capaces de las mayores atrocidades y de las mayores heroicidades. Era un mundo en el que el bien siempre prevalecía. Un mundo visto desde las primeras luces. Un mundo de amanecida en el que todavía no habían hecho su aparición los primeros dolores. Plaza de Rojas
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Un mundo que cabĂa en el escenario de una plaza.
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“Ya tantos años que mi calle cuenta rumor de pasos Se van mis amigos y satisface su partida lenta de aquella oscuridad tras los postigos” Bella Ajmadólina
LA MUJER QUE ESCRIBE
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onozco a la mujer que escribe. La veo noche tras noche a través del filtro de las persianas de esa especie de estudio que su marido ganó a la terraza. Reproduce casi exactamente los mismos actos. Enciende el flexo del escritorio, recoge algunas de las carpetas que tiene esparcidas por la mesa. Se sienta a estudiar o a leer, y a veces, escribe. Se que le cuesta escribir. Sé que lleva meses detrás de un proyecto con el que está recreando una historia, la historia de su familia y, en parte, la suya propia. Sé que viene rememorando, que viene rescatando palabras y recuerdos. Que los vive de tal manera que le parece haber visto a sus abuelos, al hombre que pudo cruzar la frontera y no lo hizo por amor.
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Al hombre que vistió un traje de cañas y con el que ganó un premio en aquel Carnaval de 1935. Ha tenido que recorrer sus caminos, sentir sus soledades y sus miedos y sus ansiedades y sus amores. Le ha dolido morir con ellos. Y sabe que Ángel y Manuela se quisieron con locura. Y que Ángel estaba desgarrado por dentro cuando vio por última vez a su hija, tras las rejas de aquella ventana. Y esta mujer lo sabe, porque ha llegado a ver a su abuelo no con los ojos del recuerdo, sino con los ojos de la carne, a través de la propia carne y los propios ojos de su madre que son los suyos propios en este viaje de amor y de reencuentro. Y sabe que su abuelo Rafael volvió por amor. Porque no quiso ni pudo dejar a María y a sus hijos. Y ese amor hizo que desterrase todo el temor y que no le importase su suerte. Y le dio fuerzas para volver, para desandar un camino tortuoso y difícil. Pero la mujer que escribe, la mujer que comenzó recordando palabras sueltas, frases Plaza de Rojas
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apenas dichas, la mujer que sabe, que imagina y que recrea, ya no está sola. En el camino, y en esto también tiene que ver el amor, se le han unido otras voces. Otros recuerdos que sus hermanos van desgranando poco a poco de la memoria de sus padres. Sin que se den cuenta. Sin que se percaten de a qué viene ahora tantas preguntas sobre la niñez. Sin que sepan, porque todavía no pueden saberlo, que están reconstruyendo lo que muchos años de silencio y muchos años de vida han ido dejando atrás. Porque quieren que mañana, si los hijos de los hijos preguntan, puedan conocer lo que debe conocerse, para que no caiga ni en el olvido ni en la desmemoria. Lo que fue parte desgarradora y viva de sus abuelos y tatarabuelos. Los que tuvieron que vivir pesadillas que ojalá nunca se repitan, los que murieron y los que vivieron arrancando cada minuto a la vida misma. Trabajando desde niños. Porque lo que debe saberse es que detrás de la historia social, y antes que ella misma, por Plaza de Rojas
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encima de las circunstancias, lo que les une, lo que les hace ser como son ahora es nada más y nada menos que el amor. Un amor que es historia de sus historias personales. El amor de sus abuelos. El amor de sus padres. Un amor generoso como solo el amor puede serlo. Un amor que ni las armas, ni la muerte, ni la pobreza, ni el hambre, pudieron abatir. De ese tronco son ellos. Esa son sus raíces. Ese su orgullo.
Sí, ahora son más las voces que llegan hasta los oídos de la mujer que escribe. La voz de su hermano Ángel, la voz de su hermano Antonio, y, a través de ellos, las voces de sus padres, las voces de una niñez que se iniciaba con los años treinta y que se vio truncada, de pronto, desprotegida, desamparada, para conquistar no ya el espacio del adulto, sino el pan de cada día. La mujer que escribe pasó su primera infancia en la Plaza de Rojas. Una plaza en la que el tiempo se había detenido y que continuaba casi idéntica a cuando sus padres eran chicos. Una Plaza de Rojas
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plaza en la que cabía el mundo entero. Su mundo de niña. Era un mundo de inviernos oscuros en los que a última hora de la tarde las familias perpetuaban un instante más la luz arrebatando a la noche que comenzaba sus primeras sombras. Parecía que obedecieran a alguna orden oculta, a alguna especie de sortilegio que les hacía sacar a la puerta de las casas, casi al unísono, los braseros, la madera, el picón. Las pequeñas hogueras se multiplicaban, primero chisporroteantes, alegres, con los chiquillos alrededor. Después, cada vez más graves, hasta que las llamas se extinguían y en las entradas de las casas, en los poyetes, ya eran promesa de brasas y llegaba el momento de dejar la calle, de entrar al calor de la casa, alrededor de la mesa. Y la plaza, se iba cuajando de negrura conforme se iban retirando, uno tras otro los últimos vecinos. Y ahora, arropados por la tibieza, el silencio y la negrura de la noche se iban haciendo jirones, se disolvían en presencias invisibles que traspasaban los umbrales para sentarse cual Plaza de Rojas
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invitados de piedra, alrededor del coro familiar en el que se iban tejiendo y destejiendo los miedos y los amores. Y los niños tenían acceso a un mundo que empezó antes que ellos, un mundo que los padres creaban y relataban. Un mundo real e imaginario en el que se entrelazaban vivencias y cuentos de castillos de donde era muy difícil volver. Era un mundo de veranos luminosos, abiertos hasta muy tarde. Lleno de voces, de juegos, de canciones, de historias alrededor de los mayores sentados al fresco y a las estrellas. Era una plaza en la que todo cabía y todo parecía estar en su sitio. En ella, o muy cerca de ella, vivían el sereno, el hojalatero, el vaquero, el cabrero, el zapatero. El sereno, guardián nocturno y reloj viviente que salía de su casa al anochecer a recorrer las calles del pueblo y que ya no volvía hasta la mañana. El hojalatero, cuyo nombre perdura en una guía de artesanos de Málaga, y que hacía los jarros y Plaza de Rojas
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las vasijas de lata, y las vinagreras y aceiteras, y que tenía un hijo completamente arrebatado por los tebeos que atesoraba en un cajón de una de aquellas inmensas cómodas. Un cajón repleto de historias del Jabato y el Capitán Trueno, los preferidos de aquella niña que fue la mujer que escribe, y que durante un tiempo estuvo leyendo, cada día uno, en préstamo, hasta que ya no hubo más números para continuar las historias de aventuras siempre interrumpidas.. El vaquero, que se iba a los campos a recoger matas de habichuelas para dar de comer a los animales y que cuando llegaba a la plaza, con los serones de los mulos cargados, invitaba a los niños a que espurgaran las matas y se llevaran a casa las vainas que encontraran y cuyos hijos pequeños también formaron parte del universo infantil de esta mujer que ahora sonríe mientras escribe, recordando a un niño, sentado en el suelo, con un papel y una caja de acuarelas recreando un precioso paisaje recortado por una fantástica catarata de agua azul, más azul que el propio cielo. Rosi, la primera amiga, la primera que dejó la Plaza cuando sus padres emigraron a Barcelona Plaza de Rojas
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y que ya sólo volvió a ver una vez más. Un verano. Pero ya los kilómetros habían hecho estragos y sus mundos no se acoplaban. Chirriaban entre sí, como piezas de un puzzle mal ajustado. Las familias de gitanos que pasaban días enteros cantando villancicos durante las navidades y que solían ir casa por casa, con zambombas, almireles, panderetas o carracas. Festiva peregrinación en la que la virgen lavaba los pañales a un niño dios recién nacido en el seno de familias de miembros incontables, tíos, primos, abuelos, nietos, biznietos, tatarabuelos, bisabuelos. Alegre romería que impregnaba la calle real y la puerta de Antequera, y el Arco, y entraba por todas las puertas abiertas de la Villa y que confluía en la plaza y se paraban delante de las casas siempre abiertas y seguían cantando, invitando y dejándose invitar a un borrachuelo o a una copita de aguardiente. La rondalla que por San José despertaban a toda la familia cantando las mañanitas al padre. Y el Plaza de Rojas
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padre y la madre y los niños se levantaban deprisa y abrían las puertas al día aún no comenzado y a las guitarras y a las voces de aquellos hombres, trovadores de sorpresas, capaces del mejor regalo, el de la alegría. El cabrero, que pasaba largas temporadas lejos de su casa y cuya mujer, Remedios, hacía los quesos frescos en el patio. Ricos quesos apretados en recipientes de esparto y que una vez prensados y ya cuajados, también formarían parte del mundo del paladar de la mujer que escribe. Queso de cabra fresco con una pizca de sal. Era una plaza en la que confluía el mundo entero y todo lo que restaba le quedaba a pocos pasos. Al lado tenía a su abuela Manuela y a su tía Nena. Su mamalela, trabajadora y alegre, capaz de pintar una casa sin demostrar cansancio mientras cantaba los peregrinitos o aquel estribillo que decía “dale que dale que dale, toma que toma que toma, que tengo una novia que vale más que la fuente de Roma”.
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Su tía Nena, capaz de arrebatarle la paz a los niños con sus cuentos de miedo y de fantasmas, pero con un gancho que la hacia especial ya que no había niño que se resistiera a sus cuentos y a sus juegos. Como el del “anillo” en el que las prendas a pagar se convertían en verdaderas pruebas de valor. A pocos pasos, lindando con la plaza, en calle Espinar, su abuela María, cuya casa era un misterio para la niña. Un misterio de sombra y luz. Sombra en el interior y luz cegadora de colores y aromas en el corral, patio y jardín a la vez. Jardín, rosas , flores. Su abuela María, jardinera y ángel. Un poco más abajo, en la Puerta de Antequera, la Fuente del Milagro, a la vez fuente de historias desgranadas a media voz. A donde iban las mujeres a por agua, adonde fue la madre de la mujer que escribe a por agua noche tras noches, después de la larga jornada de trabajo, cántaro tras cántaro, almacenando lo que al día siguiente sería la fuente de la mezcla, tierra y arena, con la que levantarían su casa, la que sería su casa. Cuando el agua corriente no llegaba hasta las viviendas, allí, en la villa, y había que Plaza de Rojas
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ir a buscarla y subir la cuesta con los cantaros en las caderas. Caderas de mujer joven y llena de vida y de ilusiones, que pasó nueve años de noviazgo ahorrando cuando no había qué ahorrar; con un amor sin intimidad donde el beso y la caricia habían de tener la rapidez del viento y el sigilo de las sombras. La fuente del milagro adonde iban las niñas con los botijos en las tardes de verano. El mejor refresco para las gargantas en las secas tardes de agosto. El agua del milagro. El lugar donde si se prestaba oídos, se podía entresacar fragmentos de historias que la imaginación infantil acababa completando de una manera u otra, verdades a medias, historias vedadas a los oídos de las niñas que acababan llenando de zozobra el corazón. Como aquella que contaban de un hombre que se volvió loco por amor, que había sido víctima de extraños bebedizos por parte de la mujer que amaba y que ahora, erraba meditabundo casi siempre. Alto y esbelto como un fantasma triste, esquivado por los niños. El loco, al que sólo se le oía unos “buenos días” en el mejor de los casos. El hombre vestido de gris oscuro, con chaqueta, elegante dentro de su pobreza, Plaza de Rojas
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atractivo aún con el brillo entre irónico y triste de la mirada. La víctima de un brebaje de amor. De uno de esos filtros enfermizos que las medias voces coloreaban de humores femeninos, mientras la fuente cantaba los turnos en el naufragio de las gargantas de los cántaros o en el borde de los cubos. ¿ Qué verdades de amor se esconderían en su locura? La mujer que escribe no lo sabe, solo sabe lo que las medias voces decían. Pero ella se imaginaba su locura hecha de abandonos y soledades. Producto del desamor. Locura de un hombre derrotado por el gris y la tristeza o por visiones de otros mundo, de cuando era amado, de cuando tenía alegría. Por eso no soportaba esas visiones, porque eran visiones simultaneas del antes y el después de ella, de la mujer que amó y que ya no estaba, de la mujer que las medias voces decían le dio a beber, en mal día, un filtro de locura y desarraigo. Era una locura de pena negra.
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O las historias sobre el poeta del barrio, que decían, había muerto porque no se callaba sus ideas. Porque las cantaba. Decía las verdades en verso. ¡Miguiña!, cuya tumba era la expresión minimalista de un exuberante jardín, y su fotografía, a ras del suelo, se le antojaba a la niña que fue la mujer que escribe, la imagen de un profeta o de un santo. Un profeta de libertades sepultado en un mundo donde libertad y verdad no rimaban. ¡ Cómo podían matar o enloquecer el amor o las ideas! se preguntaba entonces, cuando no sabía aún que parte de su familia ya había sido víctima de la misma fatalidad. Y que el amor y las ansias de libertad estaban tan presentes en su mundo y formaban tanta parte de él como esa Plaza, la Plaza de Rojas, donde la locura, y la muerte y la alegría y el amor y la poesía y el miedo confluían. Donde cada uno de sus vecinos llevaba consigo un mundo. Un mundo que se ha parado un momento para ofrecerle ese otro mundo que forma parte de su carne y al que la mujer que escribe, intenta poner palabras. Un mundo que empezó hace mucho tiempo y al que intenta fechar con los primeros recuerdos; y Plaza de Rojas
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que tuvo un antes. Un antes donde el corazón y el pensamiento iban de la mano. Un mundo donde era posible amar, pensar, expresar. Con el paso del tiempo, la plaza perdió su inocencia y el terrizo del suelo y el encalado de las paredes de las casas comenzaron a dolerse. La mujer que escribe percibía el quejido que de puro viejo proyectaba el aire sobre la insuficiente luz de las fachadas. La mujer que escribe quiere mirar la plaza con los mismos ojos. Pero la plaza se va haciendo cada vez más pequeña hasta parecerle casi un milagro que allí confluyera tanta gente que tanta vida se diera cita entre sus contornos. Ve a su hermano jugar, a sus padres preparando los regalos de Reyes. Siente el nerviosismo de Pepito, allí arriba, los dos escondidos, despiertos, escuchando, queriendo descubrir en el murmullo de los padres, el secreto del regalo. El fuerte de indios, las muñecas, la bicicleta, el traje de vaquero, el diábolo, la comba, los útiles para jugar a las casitas, los coches, el caballito. Todo lo imaginan, pero será aún mejor cuando Plaza de Rojas
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bajen las escaleras al día siguiente y el milagro se produzca. Allí, todos los juguetes perfectamente ordenados y dispuestos. Siente a su hermano Rubén, en brazos, aquella tarde terrible, cuando acunándolo se dio cuenta de que el niño no respiraba y la angustia de la madre y el dolor en los ojos del padre hasta que el médico acude con la vecina que ha ido a traerlo y lo reconoce y dice que no es grave, que sólo hay que gastar cuidado y controlar la fiebre. Pero durante mucho tiempo convivieron con el miedo a que aquello volviera. Aquélla fiebre que por unos instantes hizo que el mundo entero se tambaleara y la casa se impregnara de miedo. Ve a Fali esforzándose por hacerse mayor, por crecer, consiguiendo trofeos en las tardes de baile cuando la fiebre del sábado noche arrasaba las discotecas. Fali, que de niño se dormía con los cuentos, con las aventuras y las historias fantásticas que Pepito y Emilita les contaba y que ellos mismos querían creerse.
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Niños jugando en el país de nunca jamás, peter panes de carne y hueso que levantaban mundos mágicos en cualquier momento y con cualquier ocasión. Ve a Ángel, Angelín ya para siempre, encaramado en un burro o persiguiendo a los gatos o jugando a esconderse en los sitios más inverosímiles. Angelín, siempre alegre y travieso que quería ser torero y hubo de recortarle un trapo rojo para que realizara sus pases y echara cuerpo ante toros imaginarios. Ve a Toni en lo alto de la escalera, con chupete y zapatillas en las manos, esperando a que vayan a por él. Toni, tan prudente, tan generoso, que iba a la guardería con caramelos y no los probaba porque los repartía entre los demás niños. Toni un día, en el recreo del colegio, cuando la mujer que escribe se acercó sólo para verlo y le llevó un dulce como pretexto. Pero Toni no llegó a verla. Toni garabateando su libro de poesía. Toni tan callado y tan bueno. Plaza de Rojas
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Ve a sus hermanos, como si viera a sus hijos. Y ahora, mientras la mujer que escribe se para y enciende un cigarrillo, recuerda cómo una tarde de 1970 unos desconocidos entraron en la casa y registraron la habitación de sus padres y pusieron los cajones de la cómoda patas arriba. Y cómo, su madre temblando, la mandó a la cocina y a su hermano Pepe a que avisara a su tío Antonio. Y cómo después se llevaron al padre, sacándolo de la misma casa y haciendo el mismo camino que hiciera su abuelo Rafael, pero esta vez directamente a Málaga, y cómo esa misma madrugada se llevarían a su tío Antonio, y cómo lloraba la madre y cómo y porqué ella aún no se percataba de lo que estaba pasando. Y la mujer que escribe sonríe mientras da un salto en el tiempo y puede sentir cómo , cinco años después, un día de noviembre amaneció con ruido de voces en el vecindario al que se sumaron los repiques de campanas porque, el generalito, por fin había muerto después de días de agonía insufrible. Plaza de Rojas
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Y recuerda que ese día, mientras iba para el instituto y todo Capuchinos y toda la Avenida estaba plagada de guardias civiles, ella se sentía triunfante, con los libros en la mano y la mochila repleta de mundos obreros que dejaría en los pupitres de las compañeras y con la certeza de que esa tarde, cuando se reuniera con los amigos no sería una tarde como las demás, porque esa tarde comenzaba algo nuevo, porque esa tarde se empezarían a abrir las ventanas y el aire ya no entraría gris ni plomizo; porque esa tarde comenzaba un tiempo en el que se podría amar, pensar y expresar con mayúsculas, a pleno pulmón. Un tiempo de esperanza. Un tiempo de libertad.
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Hoy, la mujer que escribe sabe que su tiempo de libertad comenzó mucho antes, cuando en las rodillas de su padre aprendía las primeras letras, cuando escuchaban radio pirenaica, cuando hurgaba a hurtadillas en la cómoda de la abuela para ver las fotografías, cuando su abuela la dejaba corretear por el jardín para coger las flores, cuando su tía le contaba historias durante el verano, al fresco, en la puerta de la casa. Cuando le prestaron los primeros tebeos, cuando escuchaba a su madre cantar, cuando le hablaban de sus abuelos, cuando inventaba historias con sus hermanos, cuando miraba la foto de la madre, guapísima con aquella rosa blanca en el pelo, cuando corrían a recibir al padre que venía en la moto y el zumbido del motor los avisaba de lejos. Cuando un hombre que pudo haber cruzado la frontera, no lo hizo y volvió por amor
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Recordar y revivir un presente tan real como el hoy.
El hoy. El ahora mismo parece ya ido, desmemoriado, como si tuviera prisa por hacerse presente con el recuerdo.
Maria Martín Camacho (Verano 1965)
ABUELA MARÍA Te sonríes entimismada en el sueño con tus rosas en la mano. ¡Las que no pudieron soportar tu ausencia! ¡Mi ángel!
Manuela Expósito (otoño 1965) con la prima Anita y Emilita.
MAMALELA
Con tu mano en mi hombro. ¡Qué capricho me arrugaba el ceño! ¡Qué poco sabía esa niña con coletas de tu dolor y de tu fortaleza !¡Mi ángel!
Era primavera Olía a primavera
Abril de 1956 (mamá y papá se casan)
Se vestían de primavera los naranjos. Había primavera en vuestros ojos de amor recién inaugurado.
En el Parque de Málaga. El día Después de la boda. Con tita Nena.
( 1950) Emilia Castillo Martín y José García Martín (mamá y papá cuando tenían 18 o 20 años)
Mi padre me enseñó el secreto de las voces. Serenamente, noche tras noche.
Y mi madre, con paciencia rosa, prolongaba la luz sobre sus manos.
Hasta que accedí al rumoroso mundo de las plurales.
Siempre. Siempre la veo con una flor blanca besándole la mejilla.
Pepito y Emilita (Los primeros)
Fali
Angelín
Rubén
Toni
Emilita, Pepito y Fali Foto hecha en la casa de Plaza de Rojas. Podemos ver lo que era la antigua tienda de papรก y mamรก. Probablemente 1963/64
Noviembre de1965. Mamá con Rubén en brazos en la casa de Plaza de Rojas. El televisor hacía pocos meses que se había comprado. La cortina de lunares tapaba el hueco de la escalera más conocido como “el cuarto de los leones”
(1966) Emilita, Pepe y Fali en casa de “Mamalela”
Fali estaba todavía en periodo de “aprendizaje”, como podemos comprobar, no hacían falta pañales.
1966. Pepito y Emilita en la Plaza del Carmen.
Verano 1966. Emilita con Rubén. Poyete de la casa de Plaza de Rojas. La moto de papá.
Toni. En la parte alta del corral de la casa de C/ Espinar. Puede que 1976. En el lateral se puede apreciar alguna de las ramas de la higuera. La misma higuera que mucho antes sirvió de pretexto para que papá y mamá, siendo aún niños, se conocieran.
Rubén, Angelín cogido a las riendas del burro y Fali asomado a la entrada de la casa por C/ las Parras (Zona en sombras). Al fondo, la casa donde vivió mamá cuando era una niña.
Siempre le gustaron las motos. AngelĂn tendrĂa unos 14 aĂąos. C/ las Parras ya pavimentada.
Tenía el día largas trenzas y una fiesta de saltos y almohadas que cortaba el aire y las risas. Sonaba la trompeta de la tarde y en el cielo abierto del estío dejábamos refrescar el corazón y las manos. Los pies no sabían de relojes y una carrera veloz, sin prisas, nos llevaba morenos y rojos a la esquina del delantal que, en la plaza, llena de soles, exhibía su reclamo: ¡ Bandera de trigos y aceitunas!
Este libro se terminó de imprimir en Abril de 2004. Se utilizó papel ahuesado Verjurado-Laid de 100 gramos para el texto y papel couché mate de 130 gramos extra blanco para el álbum fotográfico. Ha sio cosido y encuadernado de manera artesanal.