Revista Ajo. Periodismo de Largo Aliento / #01 / Agosto 2014
¿QUIÉN DIJO
QUE NO HAY NEGROS EN
RUMENCÓ? POR ANDREA PÉREZ - FOTOS: PABLO GONZÁLEZ
A 15 kilómetros del centro de Mar del Plata, un paredón verde separa a ricos de pobres. Sin embargo, adentro y afuera hay cuestiones en común: en el country más viejo de la ciudad también se precarizan trabajadores y se evaden los controles del Ministerio de Trabajo y de la Afip para no regularizar a quienes sirven, barren y hacen la cama.
INFORMES / ¿QUIÉN DIJO QUE NO HAY NEGROS EN RUMENCÓ? A 15 kilómetros del centro, en la zona sur de Mar del Plata, hay un campo de refugiados. Sí, como se lee: un campo de refugiados. Pero no de esos que se ven en las películas o los noticieros, cuando una guerra expulsa a un pueblo de su lugar. No, no. Acá es diferente. Se trata de un predio para la protección de personas que abandonan el mundo público porque “es violento y peligroso”, porque está plagado de un “otro potencialmente riesgoso”.
Estos refugiados, que están en el otro extremo de los de Ruanda, le temen y escapan al Estado y los sectores populares. Por eso sus murallas, sus garitas de seguridad y cámaras de monitoreo. Del otro lado de la cerca, como sostiene la antropóloga social María Carman en su libro Las trampas de la naturaleza, está “el mundo que intentan dejar fuera: el del baldío, el mendigo, el ocupante ilegal, el villero; el de un peligro anónimo pero posible que se evita pragmáticamente, autoexcluyéndose de él”.
Sin embargo, para que el resguardo sea efectivo y confortable, estos hombres y mujeres utilizan los servicios de las personas que con sus vallas y portones tratan de mantener lejos. Son los trabajadores de los barrios populares los que les tienden la cama, le sirven el café y le construyen el baño. También los que los custodian y les ordenan el parque. Son los que toman el empleo por necesidad y toleran los malos salarios, la no registración o, con suerte, el medio blanqueo. A 15 kilómetros del centro, en la zona sur
de Mar del Plata, está Rumencó, el primer barrio privado (de derechos laborales) de la ciudad.
Más respeto que soy tu jefa Dos años pasaron para que Feliciana escuchara a su patrona decirle que se había quedado sin trabajo. La verdad es que no se la veía venir. No sólo porque hasta entonces nunca había tenido un roce, sino porque además era navidad. Y lo que le pidió y crispó a su jefa fue justamente el pago -atrasado- del aguinaldo y la cajita de dulces y sidra para brindar a la noche.
Ese 24 de diciembre, Feliciana, empleada doméstica en la casa del propietario de una reconocida empresa de neumáticos ubicado en avenida Champagnat, pidió a su jefa irse al mediodía, no a las dos de la tarde como era habitual.
Feliciana vive en el barrio Hipódromo y para llegar a Rumencó tiene que cruzar, literalmente, toda la ciudad. Unos 25 kilómetros separan la periferia gris del oeste de la periferia con canteros y seguridad privada del sur. En el 562 o 511, el viaje dura poco más de una hora y media.
Por teléfono, a través de su hijo mayor, la dueña de casa hizo saber a Feliciana que sus pedidos, incluido el de salir más temprano, no le caían en gracia. Lo dijo caprichosa, recuerda ahora Feliciana, una mujer con acento paraguayo, con hijo y esposo, que desde que llegó a Mar del Plata -hace siete años- come por limpiar las casas de otros.
A diciembre de 2013, la patrona le pagaba $2000 por mes; $200 más de lo que le dio durante el primer año y medio de trabajo. “Un aumento, Feliciana”, le dijo aquel día que subió su salario un 12%, o sea, unas 25 leches o algo más de un abono de celular, que nunca te deja llegar con crédito a fin de mes.
Pero eso sí: la señora con mansión con pileta le pagaba religiosamente los diez pasajes de colectivo que por semana necesitaba para ir y venir del trabajo.
“Para eso te pago”, le gritó Carla, la jefa, cuando cruzó la puerta y la vio. “Agarrá tus cosas y andate”, le ordenó, y Feliciana se negó a dar el brazo a torcer. Reclamaba un (su) aguinaldo y una (su) cajita para celebrar la Navidad.
Tras ver cómo la sidra, el pan dulce, las garrapiñadas y el turrón quedaban desparramados sobre la mesa, producto de un ataque de histeria de la patrona, Feliciana se mandó a mudar.
Nunca más volvió. Cobró a través de un abogado los $500 del medio aguinaldo por planchar, lavar, atender las visitas, fregar el inodoro, tender la cama grande y limpiar todos los rincones de una casa con tres pisos. Ni hablar del proporcional por vacaciones: todavía recuerda que cuando viajó a Paraguay a bautizar a su hijo, la jefa le aclaró que no le podría dar dinero. Sin embargo, le deseó la mejor de las suertes.
todo eMpieza en la garita Para llegar a Rumencó hay varias opciones, pero la más sencilla, si se viene del norte, es cruzar el centro y tomar Edison
hasta Jorge Newbery. Ahí donde está especialmente iluminado está Rumencó. Antes y después, las luces escasean y los servicios también. En el country construido en 2005, además de seguridad privada las 24 horas y triple cerco perimetral, hay calles asfaltadas, alumbrado público, gas natural, red de agua potable interna, una planta de tratamiento de efluentes cloacales, TV satelital, telefonía e internet.
Para ingresar a este intento de “paraíso”, además de autorización del propietario del lote, hay que presentar DNI. Si se entra con auto, también número de patente. La garita de ingreso oficia de filtro, control y escudo, porque no sólo vela por la protección de la vida y los bienes de esa comunidad. También resguarda sus intereses y autoridad moral. No vaya a ser cosa que por no demorar el ingreso de los agentes de la Afip o el Ministerio de Trabajo los dueños de casa queden como negreros o precarizadores que tienen que pagar multas por no pagar cargas sociales.
A Feliciana, por ejemplo, la patrona la sacó escondida en su auto a los ocho meses de estar trabajando. La llamaron de la garita y le avisaron que en la puerta estaban los inspectores. Feliciana no supo hasta el otro día por qué esa jornada de trabajo terminó cuatro horas antes de lo previsto. “Me sacó para que no me agarrara el Ministerio. Me dijo que me preparara ya, que estaba viniendo gente y que yo no tenía papeles. Me dejó en la entrada y esperé el colectivo. Después de eso me puso en blanco, pero sólo la mitad de las horas”.
Ariel Ramadori, coordinador de inspectores del Ministerio de Trabajo de la Nación,
aseguró que “aunque cada vez es menos complicado, por las sucesivas sanciones, aún es difícil entrar a controlar en Rumencó”.
“Cuando llegás, tenés que identificarte. La garita es una barrera, nos hemos dado cuenta, y nos lo han asegurado contratistas que tienen todo en regla, que nos demoran y que pasan las motos avisando dentro del country que están los inspectores. Con esa certeza, hemos intimado por obstrucción a la administración del barrio. No nos pueden demorar más de quince minutos en la puerta, porque ese es el plazo máximo de espera”, explicó el funcionario.
Hasta antes de la recientemente promulgada ley de Promoción del Trabajo Registrado y Prevención del Fraude Laboral, obstruir era más barato que blanquear. La multa por impedir la inspección era de $5.000, mientras que la que regía por cada trabajador no registrado costaba $9.500.
“Las multas hoy se rigen por el salario mínimo, vital y móvil y puede ser del cien por cien del salario hasta el 5000 por ciento, es decir, más de $18.000.000. Así que la realidad es que hoy la obstrucción es una herramienta”, analizó Ramadori, que aclaró que las sanciones por obstaculizar la inspección también se dan “una vez adentro”.
el contratista, una obstrucción Rolando no tiene auto, pero sí seis hijos, una esposa, y una casa que mantener. Desde los 16, por herencia paterna, trabaja en la construcción. No tiene estudios, pero es especialista en revoques, cimien-
tos y contrapisos. La práctica y los años según admite- le dieron la destreza suficiente como para ser “incuestionable en el trabajo”.
Sin embargo, como muchos otros compañeros del gremio, Rolando se emplea sin registración. Los contratistas lo llaman para levantar una casa, le pagan por esa obra y le palmean el hombro hasta la próxima changa. Nada de alta temprana, ni ART, ni obra social y proporcional por vacaciones. Como la mayoría de los albañiles, Rolando trabaja en negro en Rumencó. Así, de hecho, lo demuestran las estadísticas del Ministerio de Trabajo.
“En el barrio privado estuve dos veces por dos lozas y algunas otras cosas. Seis meses en cada oportunidad. En la obra, dependiendo de la urgencia, éramos seis u ocho. Todos estábamos en negro. Ese contratista siempre nos llama y siempre nos da obras en las que no nos va a registrar. Uno porque necesita laburar para mantener a su familia lo agarra, pero ojalá pudiera decirle que no, que se mande a mudar, que es un negrero”, reniega Rolando, lleno de polvo y con restos de cemento en las manos.
En Rumencó no hay obras sin contratista. Ellos son los intermediarios entre los arquitectos y las personas que levantarán la casa o mansión. “Algunos les cobran a los dueños la plata para registrar al personal y no lo hacen. Y otros, directamente, con tal de agarrar el trabajo no presupuestan los costos para registrar. La mayoría de los contratistas son un problema, un obstáculo para el blanqueo de los trabajadores de la construcción”, advierte César Trujillo, secretario general de la Uocra.
Hay una imagen que a Rolando le causa gracia y bronca. Es esa que recrea a la distancia aquel día en que llegaron los inspectores y “la mitad de la obra se mandó a mudar”. “Unos corrían hacia el portón de atrás -ese por el que ingresan cada mañana los obreros, que son dos kilómetros de tierra a puro pozo-. Uno de los muchachos, desesperado, se trepó para salir rajando. Terrible. Otros, que no eran de la obra donde yo estaba, se guardaron en el obrador, atrás de una mezcladora”.
La escena que describe Rolando es convalidada por Ramadori, el coordinador de los inspectores de la Nación. “Nosotros podemos controlar a los trabajadores en actividad al momento de la inspección. Si vamos a la obra, y eso sucede muchas veces, estamos atentos a los lugares por donde pueden llegar a escaparse los trabajadores. Mientras uno se presenta, dos o tres observan que nadie se retire. Pero si se empiezan a ir, directamente se intima al contratista o al propietario a que, si en el plazo de 15 minutos esos trabajadores no vuelven a sus puestos, se va a proceder a labrar el acta de infracción por obstrucción”.
Según dijo, esa secuencia se repite “todo el tiempo”. “De hecho -subrayó Ramadorien la última inspección de junio se hicieron dos actas de obstrucción parcial, porque una parte del personal se quedó y la otra se fue. Lamentablemente es muy común. La actualización de los montos por obstrucción, esperamos, va a generar otra dinámica en el control”.
algunos (pocos) nuMeritos Obtener estadísticas sobre las inspeccio-
nes laborales realizadas en Rumencó es lo más parecido, sin exagerar, a una odisea. Durante poco más de dos meses, se pidieron datos a la Afip, al Ministerio de Trabajo de Provincia, de Nación, y a la obra social del Personal Doméstico.
A pesar de eso, luego de un exhaustivo cuestionario respecto al solicitante (la periodista), el medio de publicación (Ajo), el motivo del pedido (un informe sobre trabajo en Rumencó) y la inquietud/cuestionamiento del “entorno elegido para analizar” (inédito), poca información se obtuvo.
La estadística es sobre construcción y pertenece a la delegación local del Ministerio de Trabajo de Nación. Según ese informe, entre abril y junio de 2014 se fiscalizaron 52 razones sociales. Sólo 20 trabajadores estaban registrados. El resto, exactamente 124, se empleaban en negro.
La cantidad de mujeres que trabajan en Rumencó como “empleadas de casas particulares”, nombre que les asigna la ley 26.844, fue imposible de establecer. Pero independientemente de eso, hay un dato que muestra que está prefigurada la precarización en este tipo de trabajos.
Como la actividad no cuenta con convenio colectivo ni discusión paritaria, es el Ministerio de Trabajo el que fija la escala salarial. El último incremento, otorgado en septiembre de 2013, fue del 25% y estableció que una persona que trabaja “con retiro” -sin cama adentro- cobra $25 la hora y alguien “sin retiro” -con cama adentro- $28. Así que Feliciana y todas las Felicianas que trabajan en Rumencó unas seis
horas por día, de lunes a viernes, cobran a fin de mes $3000.
Al patrón, registrarlas, le costaría $135: $100 para salud y $35 para la jubilación.
al club House le crece la nariz En uno de los tantos sillones mullidos, bien oscuros y amplios que decoran el Club House, un hombre lee La Nación. Muy discretamente levanta la mirada. Tras unos segundos, la vuelve a bajar y así sucesivamente. Se nota que le intriga la presencia de cuatro inspectores en el restaurante del barrio privado. Algo similar le pasa al señor de jogging y barba blanca que acaba de llegar, que se sienta mucho más cerca de la barra y pide “lo de siempre”: un sándwich tostado y una gaseosa de marca.
El hombre y el señor observan cómo el Ministerio de Trabajo de Provincia y una comitiva de agentes del sindicato de Gastronómicos chequean las condiciones de empleo de las pocas personas que un jueves al mediodía trabajan en el Club House: una camarera, un cocinero, y Luciano, un muchacho joven y coqueto que los inspectores inscriben como encargado, aunque él se presente como “socio” del titular de la concesión. Luego del saludo y la notificación por el control laboral, los inspectores realizan las preguntas de rigor.
Luciano es el que contesta y dice que el Club House tiene un solo turno y que abre de 11:00 a 15:00, pese a que el cartel de la puerta -blanco, grande- avisa que el lugar permanece abierto los martes y miércoles de 10:00 a 19:00 y de jueves a domingos de 10:00 a 23:00.
Cotidianamente, según contaron dos exempleados, ahí trabajan: dos cocineros, dos o tres camareros, y una mujer de limpieza. Los fines de semana, que llegan a hacerse hasta cien cubiertos, se agrega, además de un responsable de barra, un trabajador más por especialidad.
Pese a la consulta del inspector, Luciano aseguró que en el Club House no hay delivery y que por tanto no existe un trabajador asignado a esa tarea. Sin embargo, de las heladeras de todas las casas de Rumencó cuelga un volante con los precios del bar que reparte de noche, es decir, mucho más allá de las 15:00 y las 19:00. Los paquetes de comida los entrega un joven. No en moto, en auto.
En el rubro gastronómico está permitida la figura del empleado “eventual”. En Rumencó se realizan fiestas y no alcanza con un cocinero y una camarera para atender a 150 invitados. Entonces, cuando hay casamientos, bautismos o agasajos se suman al staff diez camareros, un cocinero, una mujer para la limpieza y otra persona en la barra. Es decir, muchos eventuales.
Pero Luciano, que en teoría es “socio” de un bar que funciona desde diciembre de 2008, dijo desconocer esa figura. Juró no saber que existía. De hecho le reconoció al agente que jamás la utilizó. Y fue justamente por eso que hace poco más de un año, una empleada lo increpó. Le reclamó registración y aumento de sueldo. La paga de entonces no superaba los $15 por hora. ¿La respuesta del concesionario al legí-
timo pedido de la empleada? El despido. El suyo y el de otra decena de empleados jóvenes, la mayoría estudiantes, casi todos cercanos al comedor universitario que también administra -con algunas denunciadas irregularidades- el dueño del Club House.
ruMencó: ¿responsable solidario? La pregunta que sobrevuela y que quizás encuentra respuesta en la normativa laboral vigente es si Rumencó es responsable también de este sistema laboral precarizado.
El artículo 30 de la Ley de Contrato de Trabajo establece que “quienes cedan total o parcialmente a otros el establecimiento o explotación habilitado a su nombre, o contraten o subcontraten, cualquiera sea el acto que le dé origen, trabajos o servicios correspondientes a la actividad normal y específica propia del establecimiento, dentro o fuera de su ámbito, deberán exigir a sus contratistas o subcontratistas el adecuado cumplimiento de las normas relativas al trabajo y los organismos de seguridad social”.
Ajustados al texto de la norma, la administración del barrio privado no tendría responsabilidad solidaria del cumplimiento de las obligaciones legales laborales sobre la falta de registración o empleo en negro del personal doméstico o los obreros de la construcción, más allá de que podría generar los mecanismos para evitar esa precarización. Sin embargo, sí le caben responsabilidades sobre los trabajadores que desempeñan
tareas en el Club House. Es que, como confirmaron desde Rumencó, “ese espacio está concesionado”. Se le cede parcialmente la explotación del establecimiento a un tercero, al “socio” de Luciano.
Según prosigue el artículo, se le debería exigir a quien explota la concesión “el número del código único de identificación laboral de cada uno de los trabajadores que presten servicios, y la constancia de pago de las remuneraciones, copia firmada de los comprobantes de pago mensuales al sistema de la seguridad social, una cuenta corriente bancaria de la cual sea titular, y una cobertura por riesgos del trabajo”.
“El incumplimiento de alguno de los requisitos -advierte la norma- hará responsable solidariamente al principal -en este caso, el barrio privado- por las obligaciones de los cesionarios, contratistas o subcontratistas respecto del personal que ocuparen en la prestación de dichos trabajos o servicios y que fueren emergentes de la relación laboral incluyendo su extinción y de las obligaciones de la seguridad social”.
Por tanto, Rumencó está obligado a controlar que el Club House tenga al personal debidamente registrado. De lo contrario, por ser responsable solidario, también podría ser objeto de las denuncias e imputaciones de los trabajadores en negro.
A I R T S U D N I ¿PUEDE LA A L R A J A B DEL MIEDO ? N Ó I C A P U C DESO POR PABLO VASCO - FOTO: JUAN PABLO BUCETA ILUSTRACIÓN: LUCIANO AGUSTÍN COTARELO
Soliloquios de un tipo que se pone y saca el traje de periodista todas las mañanas, per o que, en el fondo, gus taría contestar a la pre “¿Profesión?”, con un gunta: seco: “Comediante”.
COLUMNAS / MONÓLOGOS DEL CAPITÁN DISLEXIA El otro día caminaba por la peatonal cuando me topé con personas que estaban juntando firmas a favor del traslado de la cárcel de Batán. Y casi como que me provocaron la misma ternura que los que se paran con un cartel que reza “Abrazos gratis”, desconociendo totalmente que nadie paga por recibir uno.
Fue así que me asaltó una reflexión. Y todos sabemos que -cuando una reflexión nos asalta- no hay que resistirse, porque es peor: si hace cinco años alguien hubiera osado sugerir que una de las soluciones al problema de la inseguridad pasaba por sacar la cárcel de Batán y llevarla a otro lugar, lo hubieran pulverizado.
Para mí, que aceptemos cualquier cosa en pos de una solución al problema de la inseguridad, tiene mucho que ver con el miedo. Con el miedo y la tercera edad. Los datos nos dicen que un tercio de la población marplatense está integrada por adultos mayores, en uno de los porcentajes más altos de Latinoamérica.
Y con todo respeto por nuestros abuelitos (en el caso de que todos los septuagenarios tengan nietos), un viejo asustado es un peligro. No sé por qué pasa eso: tal vez subirse los pantalones hasta apenas por debajo de las tetillas corte la circulación y libere las endorfinas del miedo.
¿Qué nos está pasando? Muy simple: Mar del Plata se ubica cada vez más a la derecha.
El otro día, un oyente de una prestigiosa AM dejó en el contestador el siguiente mensaje: “Estoy a favor del traslado de la cárcel de Batán. Una buena idea sería transportarla poniéndola sobre cuatro elefantes. ¿Vieron cómo se sostiene la Tierra? Bueno, así. La radio está buenísima…”.
Creo no exagerar si pienso que dentro de diez años alguien propondrá como solución comerse a los ladrones. Y que la discusión se dará únicamente sobre la manera de cocinarlos. Estarán los partidarios de hacerlos a la parrilla enfrentados a los que busquen meterlos en una cacerola. Y habrá un grupo de vegetarianos que se sentirá discriminado. Pero nadie pensará en que la solución de fondo es una locura.
¿Cómo se justifica que un grupo de personas le quiera pegar a un pibe tirado en el piso porque quiso robarse algo? Desde la
En cambio, en la actualidad, esa propuesta se debate. Y consigue adhesiones.
A este ritmo, para el 2050 estaremos chocando con África.
Pero el tema es cuando el miedo de los ancianos se traslada al resto de la población. En Mar del Plata hay viejos de 30 años. Se los reconoce fácilmente por su forma de pensar respecto a los pobres o porque usan el pulóver sobre los hombros pensando que les queda bien. Y ese miedo provoca actitudes incomprensibles, como querer linchar a un pibe de seis años, por ejemplo.
aparición de “Games of Thrones” que alguien que no supera el metro y medio de altura provoca tanto temor.
Y es que nuestra ciudad, además de mar, arena, sol, alfajores y vicepresidentes procesados, tiene para ofrecer toneladas de miedo. Es como una industria sin chimeneas, pero que mueve millones de pesos.
Por eso no llegan las soluciones de fondo. Definitivamente, a alguien le conviene que tengamos miedo. De esa manera –obsesionados con los robos- no se piensa en otras cosas. Está clarísimo: nos dan facilidades y 500 cuotas para que nos compremos un LCD de 50 pulgadas, desde donde pasaremos todo el tiempo viendo cómo se los roban a las personas que osaron salir de sus casas.
El miedo es una industria, un negocio, y una usina generadora de fuentes de trabajo: policías, vigiladores privados, diseñadores, fabricantes, vendedores e instaladores de alarmas, cámaras de seguridad o rejas, armerías, funcionarios nombrados específicamente para solucionar el tema, publicistas, asesores, empresas de telecomunicaciones, pizzerías (alguien tiene que alimentar a los efectivos), fabricantes de patrulleros, expendedores de combustible y un sinfín de etcéteras. Hay mucha guita e intereses dando vueltas.
El tema (el chiste) es generar la sensación de que se está trabajando intensamente para que no pase nada malo en todos lados. Incluso en los sitios donde –habitualmente- no pasa nada malo.
Paradójicamente, el precio de las alarmas es un robo. Eso también crea una grieta entre los que tienen plata para acceder a ese tipo de consumo y el que no puede gastar en protección. Dentro de poco tendremos ladrones que robarán dinero para poder costearse una alarma.
En internet venden cámaras de seguridad falsas. No filman, solamente tienen una lucecita y un sensor de movimiento: “La cámara simula ser real, pero el delincuente no lo sabe”, asegura la publicidad. Salen 79 pesos.
Hay un libro de autoayuda que se llama “ATENCIÓN!” (así, con mayúsculas) “Ideas útiles y consejos prácticos para prevenir y enfrentar la INSEGURIDAD”. Es una especie de libro de recetas de Maru Botana, pero dictadas por Daniel Scioli.
Supongamos que ese libro es efectivo y las Fuerzas del Bien ganan la batalla y se acaba el delito. ¿De qué vivirían todas estas personas?
Por eso es necesario respirar profundo y tener claras las cosas.
Los ladrones más peligrosos no te sacan el celular en un arrebato. Intentan venderte uno en 12 cuotas.
TE AMO, TE ODIO,
DAME MÁS POR LUCÍA SÁNCHEZ LUCERO - FOTOS: FEDERICA GONZÁLEZ
El Procrear en primera persona. Construir una casa se convierte en una montaña rusa emocional, económica y familiar. Salir más o menos enteros y juntos de la odisea, el gran objetivo. Una periodista con ganas de mudarse ya, te lo cuenta con lujo de detalles.
CRÓNICAS / TE AMO, TE ODIO, DAME MÁS La posibilidad de tener techo propio era cosa del futuro. Era una idea lejana, hasta tal vez utópica. Los pensamientos más cercanos a eso eran ahorrar hasta tener una suma considerable –llamémosle “considerable” al 10% de lo que puede costar una propiedad-, sacar un crédito y comprarme un departamentito de un ambiente en una zona no tan alejada del centro.
No era un proyecto concreto ni muy definido, sino más bien algo que haría alguna vez, en algún momento. Es que por aquel entonces, mi entusiasmo se concentraba en vivir sola por primera vez, tras 24 meses de convivencia con mi amiga la Reyna.
Claro que nunca todo sucede como uno se imagina. Mi mudanza coincidió con un hallazgo inesperado: la pareja estable. Y con ella, la sorpresiva convivencia. Todo de un tirón.
Leandro me llevó por primera vez a Camet Norte, localidad pegada a Santa Clara del Mar, en el Partido de Mar Chiquita. Su característica principal: las casitas de colores. Aparecen bien espaciadas unas de las otras, a lo largo y ancho de sus más de 200 hectáreas, donde escasean los árboles y sobran los teros. Un pueblito donde no hay nada más que mar, viento y lechuzas.
En noviembre de 2011, Lea cerró el trato. Por mensaje de texto me dijo: “Listo, ya pagué el adelanto. Espero que te guste porque quiero compartirlo con vos”. Mi novio era el feliz propietario de un terreno
de 14×27 en Camet Norte.
El calorcito del verano 2012, un noviazgo de estreno y las playas casi desiertas, hicieron que a diario recorriéramos los 17 kilómetros que hay entre Mar del Plata y Camet Norte. Volvíamos de la playa y la cuadra del terreno era paso obligado. Nos sentábamos en el pasto que amablemente cortaba la municipalidad porque el lote no estaba alambrado, tomábamos mate y delirábamos con alguna vez, en algún momento, tener una casita en ese pedazo de tierra.
oportunidad Con el adelantado invierno marplatense calando en los huesos, las visitas a Camet Norte eran mucho menos recurrentes. Era mediados de junio de 2012 cuando un anuncio presidencial cambió todos los rumbos.
El Procrear estaba ahí, expuesto como la gran posibilidad de tener una vivienda propia, con condiciones de pago inmejorables y lo que era aún más insólito, nos ubicaba entre el gran grupo que podía cumplir con los requisitos para el acceso.
No recuerdo el momento en que nos decidimos a anotarnos, ni las charlas previas, ni siquiera cuando nos dimos cuenta de que podíamos ser beneficiarios. Cuando pienso en el principio de todo este proceso sólo se me viene a la mente un recuerdo. Mi novio y yo sentados alrededor de una media mesa amurada a la pared, en la diminuta cocina del departamento,
mi suegro apoyado sobre la puerta plegable y la frase: “Yo no sé qué piensan hacer ustedes, pero esto del Procrear es para aprovecharlo”. La respuesta fue: “Sí, nos vamos a inscribir”.
Creo que ese fue el instante en el que tomé realmente dimensión de que si una cantidad incontable de casualidades y causalidades se daban juntas en un tiempo y espacio determinado, no sólo podía tener una casa propia, sino que además me estaba comprometiendo a compartir –más no sea económicamente si todo salía mal en la pareja- los próximos 20 años de mi vida con una persona. Porque construir tu casa no es sólo un acto físico y tangible, delimitado por paredes y ambientes, construir es emocional desde cualquier perspectiva posible.
el azar Preguntas, dudas y más dudas y preguntas. Era todo lo que teníamos cuando empezamos a llenar las planillas de inscripción al Procrear. Para colmo, la página de la Anses se colgaba constantemente y no nos dejaba terminar de llenar los formularios. Y lo que es peor, cuando todo indicaba que estábamos a punto de lograr nuestro cometido, aparecía algún campo vinculado con la escritura del terreno o la parcela en sí, del que no teníamos ni idea. Si las respuestas buscadas en internet no convencían –nunca convencían-, vuelta a empezar tras consultar con personas idóneas en la materia.
Primer escollo, superado. Pocos días después, por fin teníamos fecha para la reunión informativa, y para principios de agosto, una pantalla nos daba la constan-
cia de inscripción al sorteo. Éste era el gran filtro y el más peligroso de todos. Puro azar obrando a favor o en contra de este principio de proyecto temeroso de casa y de vida.
Cual supersticiosos cabuleros, escribimos los números del sorteo detrás de una foto nuestra en el terreno, que metí en mi billetera y aún conservo allí.
Nos fuimos de viaje a Brasil, pensando en que tal vez podía ser el último respiro antes de embarcarnos en tan estresante aventura. Al regreso, nos esperaría el resultado. Y sin que pase un día más, el 25 de agosto teníamos un mail que nos informaba de nuestra suerte. De más de 25.500 inscriptos para el segundo sorteo del Procrear, unos 13.800 resultaron beneficiados. Nosotros éramos uno de ellos.
la carpeta gris Si alguien, por cualquier extraño motivo, quisiera saber técnica y detalladamente lo que conlleva construir una casa, le prestaría unos días la destartalada carpeta gris que nos acompaña desde el día cero. No encontrará las crisis, las peleas a los gritos, los ojos empañados de emoción ni las mil sonrisas, pero sí un panorama acabado de cada presupuesto pedido y ejecutado, cada trámite interminable y sus correspondientes comprobantes de reclamo, cada boleta pagada y por pagar. Encontrará, así, planos; planillas; resúmenes de tarjetas de crédito; 35 facturas del corralón con la tranquilizante leyenda que indica “Pagado”; 34 recibos firmados por el capataz de la obra y hasta un papel que dice que abonamos $350 a “Pilares Ramón”, escrito con fibrón negro. Todo
debidamente guardado en folios que ya no soportan más contenido.
No puedo llevarme el mérito, el orden no es lo mío. Leandro es quien se ocupa de equilibrar cada aspecto de la construcción -¿y de la vida?- ante mi desborde constante y sonante.
La carpeta gris ya comenzaba a acumular una amplia gama de papeles cuando ni siquiera teníamos el crédito aprobado porque el tramiterío previo es intenso. Al banco hay que presentarle hasta los planos ingresados en la Municipalidad para que te tomen la documentación, por lo que en un lapso de 90 días desde que salimos sorteados, teníamos que definir cómo sería nuestra casa. Casa que podía o no tener una fuente de financiamiento porque no teníamos plan B. Si no obteníamos el crédito, los planos descansarían en un cajón quien sabe hasta cuándo.
Tal vez una de las primeras cosas que ocupó un folio fue el certificado de amojonamiento del terreno. Este paso es fundamental para iniciar cualquier tipo de construcción ya que en base a distintos cálculos y mediciones, un agrimensor establece la ubicación exacta de la parcela y su superficie. Pues bien, así descubrimos que aquel terreno en el que muy románticamente nos sentábamos a hacer los mil y un planes, no era el nuestro, sino el de mi cuñado, que había comprado el espacio adyacente. Sólo un pequeño detalle. el proyecto Con los plazos bancarios pisándonos los talones, y tras barajar varias opciones, decidimos llevar adelante la obra con dos ar-
quitectos amigos. El primer boceto de diseño fue relativamente sencillo, con los ambientes divididos de manera estándar. No obstante, para la segunda reunión, el escenario cambió rotundamente y la inventiva de estos jóvenes profesionales nos alumbró a la casa del muro. Éste es el rasgo distintivo de nuestro hogar: se encuentra atravesado por un muro, que separa la parte pública de la privada. Living y cocina por un lado, habitaciones y baños por el otro. No lo dudamos ni un instante, ahí queríamos vivir.
De entrada supimos que los costos de la casa que estábamos proyectando no podían ser cubiertos en su totalidad por el crédito, a pesar de haber obtenido el monto máximo. Entonces, le propusimos al Banco un plano dividido en el que marcamos la superficie que sería construida con los fondos del Procrear y aquella a realizar con financiamiento propio. Es decir, que arrancábamos con los números en rojo.
Presentamos la documentación ante el Hipotecario y eso fue todo de nuestra parte. Ahora, el resultado dependía de los analistas bancarios que debían decidir a través de datos duros impresos en papel si éramos o no aptos para obtener el crédito.
la llaMada En las reuniones informativas, el optimismo de los agentes del banco era envidiable: “Quédense tranquilos que sale”, nos dijeron. Y lo intentábamos, repasábamos los requisitos una y otra vez para cerciorarnos de que efectivamente teníamos todo en orden, pero la sensación de que en algún punto todo se iba a derrumbar
seguía latente.
A la ansiedad propia, se sumaba la de los más allegados. “¿Alguna novedad del banco?”. No, ninguna. “¿Ya empezaron a comprar material?”. No, para nada. “Y ¿Por qué no empiezan a hacer acopio? Con la inflación que hay en este país…”. Porque si nos rebotan cual pelotita de ping pong nos tenemos que meter la arena, los ladrillos y el cemento en… ¡Basta! No pregunten más que no puedo conmigo, ¿cómo voy a poder con ustedes y sus dudas?
La llamada, no obstante, llegó. Estoy sentada en una comisión del Concejo Deliberante, en medio de algún debate aburrido o picante, no lo recuerdo, pero el teléfono empezó a sonar insistentemente. Atendí, con apenas un hilo de voz, y del otro lado Lea dijo: “Llamaron del banco. Nos aprobaron el crédito”. No pude decir nada. Se me hizo un nudo en la garganta y balbucee un “ya te llamo”. Salí del cuartito atestado de gente y en aquel pasillo presioné la rellamada con una sonrisa que no me entraba en la cara y al borde del llanto. Quería detalles, pero no había. La información era acotada y fue sólo eso: la solicitud del crédito había sido aceptada.
Ahora sí, nos metimos de lleno en una relación seria y formal, casi invasiva, con “acopio”. Arrancamos la compra de materiales con algunos ahorros en un corralón de Santa Clara del Mar que tenía valores menos onerosos que los locales marplatenses y no nos cobraba flete.
La hipoteca la firmamos un 22 de mayo, casi un año después de habernos inscripto
al sorteo. El monto final del crédito otorgado por el Hipotecario resultó ser exactamente el presupuesto elaborado por los arquitectos, sin un centavo de más ni de menos. Ese mismo día nos depositaron el primer desembolso para comenzar la construcción. Con 84 mil pesos, el objetivo era alcanzar un avance de obra del 25% para poder acceder al segundo desembolso y así sucesivamente.
El primer golpe al bolsillo no tardaría en llegar. Firmada la hipoteca, el escribano amablemente pidió permiso para pagarse y en un instante restó de nuestro saldo inicial su comisión, más otros gastos en conceptos de seguros: 6.600 pesos menos en cuestión de segundos.
eMpezar Apenas obtuvimos el primer desembolso, le dimos la venia al grupo de obreros para que comenzaran. Todo se hacía demasiado real y avanzaba a pasos agigantados. Los cambios durante los primeros meses se notaban de una semana a la otra.
De repente, aquel terreno desierto tenía cimientos. Mis cimientos, nuestros cimientos. La primera sensación fue que todos los ambientes eran chicos. Especialmente comparados con el monstruoso obrador que había quedado bien ubicadito frente al gran ventanal de mi dormitorio. Casi me largo a llorar el día que lo vi. Recuerdo haberle dicho a Leandro que apenas terminemos, aquel cuarto de ladrillos iba a ser gustosamente derrumbado. Claro que mi poca capacidad de proyección impidió ver que al lado de la casa, el obrador iba a per-
der cualquier relevancia.
Así que, ahí estábamos. Parados dentro de una habitación sin paredes ni techo, o de una cocina que parecía iba a resultar diminuta.
Un mes después, con algunas paredes levantadas, estar en esos mismos espacios despertaba un panorama totalmente diferente. Los ambientes se ampliaron y la obra tomaba indefectiblemente forma de casa.
A esta altura, la noción de lo que significaba mucho o poco dinero, estaba absolutamente comprometida. Nunca en mi vida me había imaginado que podía llegar a gastar tanta plata junta en tan poco tiempo, y que nunca fuera suficiente.
Al raspar el 25% de avance, llamamos de inmediato al banco para obtener el segundo desembolso. De oídas sabíamos que este tramo podía ser el más flexible desde la perspectiva bancaria, ya que el control no se ejercería de manera rigurosa. De hecho, un día después de la solicitud, el dinero estaba depositado. Si hay algo que destacar del proceso en relación al Hipotecario, es que los desembolsos se hicieron siempre en tiempo y forma. Nosotros cumplimos con los avances de obra exigidos, y ellos con la entrega de los montos programados.
de cierres y venciMientos A medida que las hileras de ladrillos iban elevándose, los requerimientos económicos se hacían cada vez más abultados. Fin de mes dejó de ser un problema, porque ya para mediados del mismo, la plata se
acabó. Ahora, la vida era aquello que sucedía entre el cierre de la tarjeta y el vencimiento de la misma.
Había que cuidar el efectivo celosamente porque si algo nos habíamos impuesto era que podíamos permitirnos muchas cosas, menos dejar de pagar a los albañiles. La estrategia, entonces, fue tarjetear cuanto se pudiera, en la mayor cantidad de cuotas sin interés posible. Había que calcular también el momento exacto del mes en que se hacían determinados gastos, a fin de que las sumas entraran al mes siguiente. Y si lo podíamos estirar para deshacernos de una cuota alta y recién ahí reemplazarla por otra, hacíamos malabares.
Las familias y amigos salieron a socorrernos más de una vez. Resultó primordial contar con esos apoyos inestimables cuando todo se hacía muy cuesta arriba. Aquel que no prestó plata, puso conocimiento, fuerza de trabajo, contactos o consiguió descuentos. Nos regalaron puertas, una campana para la cocina y una bacha. Nadie se salvó de colaborar y así alivianaron la carga.
decoración de interiores Si hay algo que realmente detesto en la vida es hacer shopping y mirar vidrieras. Necesito algo en particular, voy en busca de eso, me lo pruebo, me cierra el precio, lo compro. Punto. No reviso treinta percheros distintos ni intento entrar en diez pares de jeans diferentes, y hasta esquivo intencionalmente aquellos sitios de precios inalcanzables para mi presupuesto.
Lea, por el contrario, es un catador serial,
que no compra hasta que no da vuelta varios locales enteros, sin importarle si uno está pegado al otro o en rincones opuestos de la ciudad. Gracias a esta construcción, ambos descubrimos que estas actitudes no se ajustan sólo a la compra de indumentaria, sino también al resto de las adquisiciones.
Tuve que ser literalmente arrastrada a ver pisos, griferías, revestimientos y bachas. Nada me resultó más tedioso en este proceso que elegir porcelanatos. Los pisos me parecían todos iguales, no podía ubicarlos en mi living ni en mi baño. Hasta que capaz aparecía uno que resaltaba: mil pesos el metro cuadrado. Bien, gracias. Sigamos viendo.
No me importaba, para ser sincera, el color del piso que iba a sostener mis pies, tal vez el resto de mi vida. Ni una pizca. Especialmente cuando no podíamos comprarlos en ese mismo momento, sino que sólo íbamos en busca de presupuestos o un estilo que defina al menos un ambiente de la casa. Llevé a Leandro a puntos extremos de frustración y exasperación angustiante, y viceversa.
Además de mi escaso interés en la decoración de interiores, desarrollé un tremendo miedo al mal gusto. ¿Y si elegía todo mal? ¿Y si nada combinaba con nada? ¿Y si lo dejaba elegir a Lea y resultaba que él también tiene mal gusto? Los bienintencionados amigos me aconsejaban mirar revistas para resolver mi dilema existencial. Tampoco funcionó, ahí siguen apiladas, con algunas hojas que marqué… por marcar algo. Al día de hoy, con los porcelanatos todavía en sus cajitas originales,
desconozco si hicimos las elecciones correctas.
paciencia La primera proyección respecto de los tiempos de construcción la obtuvimos de parte del capataz de la obra. Daniel, pastor evangélico en sus 70, aseguró que en seis meses estábamos listos. Los arquitectos nos devolvieron a la realidad: no hay casa que se construya en ese lapso. Sin embargo, el nuevo pronóstico no fue tan desalentador y se auguró que para fin de año la casa estaría “habitable”. Sepan que las estimaciones y cálculos en tiempo y dinero, nunca fueron, son, ni serán acertados.
Para diciembre, con el vencimiento del contrato de alquiler del departamento, nos mudamos… a la casa de mi suegro. Como para tantas otras parejas y familias, la ecuación es simple: alquilás o construís.
El 2014 nos recibió en un panorama financiero marcado por las micro devaluaciones y la especulación empresaria, lo que impactó de lleno en nuestro magro presupuesto y con sólo un desembolso más del banco por cobrar: obra paralizada, hasta nuevo aviso.
Otra vez a hacer cálculos pormenorizados y casi sin margen de error porque se sumaba un nuevo ingrediente a la ensalada de la construcción. Habíamos pasado nueve meses en obra y las reglas del juego indican que, al mes diez, hay que empezar a pagar el crédito.
La letra chica de cualquier acuerdo siempre le juega en contra al más débil, pero al
menos una única vez, pudimos sacarle una mínima ventaja. Es que las cláusulas de la hipoteca en cuanto a la devolución del préstamo tenían un doble estándar: se comienza a pagar al mes diez, o un mes después de haber obtenido el último desembolso.
Decidimos, entonces, especular nosotros con los tiempos del banco. Si pedíamos el desembolso a finales de febrero, y se demoraban al menos 15 días hábiles (18 tardaron en el tercer adelanto) en depositarlo, la primera cuota tendríamos que pagarla en abril. Ganábamos un mes. Nada más, nada menos. En este contexto, era vital conseguir ese tiempo extra y, afortunadamente, así fue.
Cuando recibimos el detalle de la primera cuota, la venganza: mil pesos por arriba del monto estimativo mensual que se supone íbamos a abonar. Las siguientes, entre 600 y 700 pesos más, producto del cobro de un seguro obligatorio y abusivo de parte del banco Hipotecario.
Con el último desembolso llegamos hasta el revoque fino exterior e interior. Volvimos a parar, a la espera de las aberturas y ya por nuestra cuenta, económicamente hablando. Pasamos más de un año en obra y todo indica que hasta fin de este 2014 no estaremos listos, pero ya la paciencia está entrenada con creces.
un tecHo Tenía, literalmente, un techo sobre mi cabeza. Miraba hacia arriba, parada sobre el piso de cemento de mi futuro comedor y no podía dejar de sonreír. Tan simple, tan mundano y rústico como unos tablones de
madera y una chapa acanalada. Es una de las sensaciones más indescriptibles que me ha recorrido el cuerpo.
Construir no es fácil. Se desarrolla un vínculo profundo de amor-odio con la obra, con el proceso, con el presente y el futuro. Son incontables las veces que me agarré la cabeza y me pregunté: “Con lo tranquila que estaba ¿para qué mierda me metí en todo esto?”. La respuesta no tarda en llegar. Me metí en todo esto para tener un techo, para construir no sólo paredes, sino también un hogar. Para hacer asados interminables con amigos, de esos que empiezan al mediodía y terminan a la madrugada, o directamente no terminan. Me metí en todo esto para criar a mis hijos como mis viejos me criaron a mí: cerca del mar, en el medio del campo, en calles de tierra, al aire libre y sin rejas.
Nos costó mucho, nos cuesta mucho porque todavía no terminamos y estos últimos meses se han vuelto demasiado lentos. Pero ahí está, la puedo ver, la puedo palpar, oler, sentir. Esa proyección que no tuve para la construcción y la decoración de interiores, la tengo para la vida que nos espera. No puedo ver cómo van a ser los muebles, ni dónde van a ir cuadros o espejos, ni siquiera el color de las paredes, pero nos puedo ver ahí. Y eso hará que todo sea pura y simplemente anecdótico.