Filmin Mag #8 Paul B. Preciado escribe a Almodóvar

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Estimado/a lector/a:

Hoy, día Internacional de la Visibilidad Trans, volvemos con nuestra newsletter epistolar, la edición 8 de nuestra Filmin Mag. Esta vez lo hacemos con dos nombres clave de nuestra cultura. El remitente es el reconocido filósofo y escritor trans Paul B. Preciado, que nos cautivó con su “Orlando”. El destinatario, Pedro Almodóvar, que nos fascina desde que nos presentó a aquellas chicas del montón. A los que hacemos Filmin, las palabras de Preciado nos han conmovido. Esperamos que os pase lo mismo.

Yo crecí en una película tuya que mi familia rodaba sin que tú lo supieras, a mediados de los años 80, en una pequeña ciudad del norte de la península ibérica. Llamaban a esa época la Movida porque todo se movía de una forma distinta que antes de la muerte de Franco: los cuerpos, las ideas, la heroína y el dinero. El país se abría al neoliberalismo, al consumo y a la comunicación de masas.

En aquella ciudad de provincias, entre tinieblas, mi madre era una chica Almodóvar.

Piel muy blanca, ojos oscuros y brillantes, una línea casi egipcia dibujada sobre cada párpado, el pelo negro azabache recogido sobre la cabeza tan verticalmente que más que un moño hubiéramos podido hablar de una arquitectura capilar, de una peineta tejida con pelo, o de un nido de cuervos. Su pelo era un biombo que separaba el mundo-dedelante del mundo-de-atrás y, como en el cine, estar delante era mucho mejor que estar atrás. Sus labios rojos conjuntaban con un traje de falda lápiz y de chaqueta de tweed con doble botonadura.

Cada día, se arreglaba para esperar la llegada de mi padre. Yo oía sus tacones claquetear mientras corría por el pasillo para llegar a la puerta antes de que mi padre tuviera tiempo de abrir. Era ella la que le abría. Y entonces, ella, con un Chanel hecho en casa, y él, vestido con un grasiento mono azul, se besaban. Su historia, un laberinto de pasiones entre un propietario de un garaje y una modista, era también un amor Almodóvar.

A mi madre, le ocurrió lo que les ocurre casi siempre a los personajes femeninos de tus películas: le salió el hijo transexual. Si te digo la verdad, yo no era ni un niño ni una niña, ni carne ni pescado, ni trigo ni cebada. Pero, después, viviendo en Nueva York, entre mala educación y testosterona, o quizás, entre medicina de fin de siglo y normalización social, me fui convirtiendo en un hombre trans. Esta es la piel que habito hoy. Mi madre lo supo siempre. Y como en tus películas, prefirió ocultarlo tanto tiempo como pudo.

Cuando empecé a escribir sobre la libertad de las minorías sexuales y de género, mi madre me llamó por teléfono y me dijo: “Ya sé que sales otra vez en el periódico hablando de tus temas. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¡Qué pena! Otra semana sin poder bajar a la peluquería.” Elegir entre el pelo y la honra. Elegir la honra y ocultar el pelo. O elegir el pelo y perder la honra. Elegir entre amar a tu madre y amarte a ti mismo. Yo quiero a mi madre. Y eso, seguramente, supone que me odio un poco. Ahora ya lo sabes casi todo sobre mi madre. Y si no, habla con ella.

En tus películas, las personas trans son siempre mujeres, quizás porque tú, como tu personaje con Fabio McNamara, imaginas a través de ellas un devenir-femenino-deti-mismo. Quizás porque idealizas esa mutación. La erotizas. O la temes. Quizás, por todo eso al mismo tiempo. O incluso, por cualquier otra razón. En todo caso, el reverso de este axioma es también cierto: todas las mujeres de tus películas son un poco trans, y como Agrado y mi madre, son más auténticas cuanto más se parecen a lo que han soñado de sí mismas.

Esta disolución de los límites entre lo que es considerado como natural y artificial que tú instalas en el corazón y en el cuerpo de tus personajes hace que tus relatos, que en apariencia, como la más clásica de las tragedias griegas, giran en torno a cuestiones de filiación fallida, se vuelvan una invitación a cambiar el modo de mirar lo normal y lo patológico, como cuando en La Ley del Deseo, transgrediendo las atribuciones normativas, le das a Carmen Maura el rol de la mujer trans, mientras que prefieres que sea Bibi Andersen quien encarne el rol de la mujer cis, de la mujer “normal”, de la “madre.”

Resulta llamativo que nunca te hayas realmente atrevido a representar un hombre trans. A pesar de ello, todos los hombres heterosexuales de tus películas son un poco drag Kings, se visten de “hombre”, se ponen el uniforme militar o eclesiástico para dañar o mentir, como Imanol Arias en La Flor de mi Secreto, o se pegan bigotes para representar a la ley, como Miguel Bosé en Tacones Lejanos. O son hombreslesbianas, como cuando la versión femenina del mismo Miguel Boséque tú construyes como un collage

del pelo de Marisa Paredes y la voz de Luz Casal - pregunta a Victoria Abril, la hija de la mujer a la que Bosé imita:

-“Oye Rebeca, te molesta que imite a mujeres?

- Al contrario, me encanta que imites a mi madre, responde Victoria Abril.

-Me gustaría ser algo más que una madre para ti, replica Miguel Bosé antes de comerle el moño.

Yo siempre me he sentido en tus películas como en casa: querido y abusado. Hay quien podrá acusarte de hablar de lo que no conoces y de hacer de las personas trans chivos expiatorios a través de los que resuelves tus propios conflictos sexuales y de género. Es en parte verdad. Pero no te vamos a pedir que seas más queer que Andy Warhol. O más radical que Keneth Anger.

Eres una marica de tu tiempo y bien que nos ha servido tu escalera para subir al Gólgota de la representación mediática. Así que, joder, gracias. Gracias por haber inventado un relato que nos ha permitido llorar y reír con los heterosexuales y los cis, aunque no lo hiciéramos ni en el mismo momento ni por la misma razón. Como dicen en la transumancia, loca es la oveja que al lobo se confiesa, pero ahí voy. Nos has usado, nos has explotado, es cierto, pero has hecho de nosotres los héroes de cine que somos.

Si no te debo la vida, te debo en todo caso la imagen en movimiento, la tijera que nos corta y la cola que nos pega.

Diría, para concluir, que has sido más que una madre para mí. Y no paralela, sino perpendicular. De esas con las que te cruzas y que te paren un nuevo rumbo. Y aunque ahora nuestros caminos son distintos, no serían los mismos sin ese cruce.

Amistosamente,

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