Thomas de Quincey: Literatura de conocimientos y literatura de poder

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Literatura de conocimientos y literatura de poder Por Thomas de Quincey(*) Traducción Enrique G de la G(**)

¿A qué nos referimos por literatura? Se utiliza la expresión coloquialmente y entre los incultos para incluir todo lo que se imprime en los libros. Basta un poco de sentido común para desbaratar esa definición. La persona más sencilla fácilmente advierte que un elemento esencial en la idea de “literatura” es cierta relación con el interés general y común del hombre, de manera que lo referido a un interés local, profesional o personal, aún cuando se presente en forma de libro, no pertenecerá a la literatura. Hasta aquí la definición ha sido reducida con facilidad, e igualmente fácil será dilatada. Porque no todo lo que aparece en libros es literatura ni todo lo que realmente es literatura aparece siempre en libros. Los sermones semanales de los cristianos, esa vasta literatura de púlpito que actúa tan extensamente sobre la mente popular –para advertir, apoyar, renovar, confortar, alarmar– no se localiza en el santuario de las librerías ni en su diezmilésima extensión. El drama también, como por ejemplo lo mejor de Shakespeare en Inglaterra y todas las obras atenienses en el crepúsculo de la era ática, operó como literatura en la mente popular, y fueron publicadas (siguiendo estrictamente la literalidad del término) a través de las audiencias que presenciaron su representación aún antes de que se imprimieran para ser leídas; y se publicaban en el escenario con mucho mayor efecto que el que podrían tener como libros en esas épocas, cuando imprimir y copiar era costosísimo. Los libros, por estas razones, no poseen un sentido sinónimo e intercambiable con el de literatura, porque mucha literatura, como la escénica, forense o didáctica (como la de los lectores y oradores públicos) quizá jamás se imprima, y mucho de lo que aparece en los libros podrá tener nulo interés literario. Otra corrección aún más importante, aplicable a la noción vaga de literatura, debe buscarse no con ánimos de definir mejor el término sino para distinguir adecuadamente sus dos funciones. En ese gran órgano social que colectivamente llamamos literatura podemos encontrar dos oficios distintos que pueden confundirse –y de hecho lo consiguen– pero que son capaces de aislarse e, incluso, de disponerlos de tal manera que se repelan recíprocamente. Está en primer lugar la literatura de conocimientos y, en segundo término, la literatura de poder. La función de la primera es enseñar, la otra está para mover: la primera es el timón, la segunda un remo o una vela. La primera habla exclusivamente al entendimiento discursivo, mientras la segunda habla a un entendimiento mayor, la razón, pero siempre con afecciones de placer y simpatía. Remotamente persigue alcanzar un objeto establecido en lo que Lord Bacon llama “luz seca”; pero en lo próximo opera y debe operar (o cesará de ser literatura de poder) en y a través de aquella “luz húmeda” que se viste a sí misma con las nieblas y chispazos de las pasiones humanas, los deseos y las emociones geniales. Los hombres han reflexionado tan poco en las altas funciones de la literatura como para encontrar paradójico que uno quisiera describirla como el medio o propósito de los libros para ofrecer información. Pero ésta es una paradoja sólo en el sentido en que ser paradójico honra. Siempre que hablamos en el lenguaje cotidiano de buscar información o ganar conocimiento entendemos las palabras como referidas a algo absolutamente novedoso. Pero es la grandeza de toda verdad que puede ocupar un muy alto nivel entre los intereses humanos, de manera que jamás será una novedad absoluta ni aún para la más sencilla de las mentes: existe


eternamente a manera de germen o principio latente, en lo más bajo y en lo más alto, necesitando continuamente desarrollarse pero nunca ser plantada. El criterio para detectar de inmediato una verdad de baja escala es la capacidad de transplante. Además de ésta, existe algo más raro que la verdad, a saber, el poder o la profunda simpatía con la verdad. ¿Cuál es el efecto, por ejemplo, de los niños sobre la sociedad? Por la piedad, por la delicadeza y por las maneras tan peculiares de expresar admiración, que los relacionan con la incapacidad, la inocencia y con la simpleza propias de los niños, no sólo se fortalecen y renuevan continuamente estas afecciones, sino también las cualidades más estimadas en el cielo –la fragilidad, por ejemplo, que apela a la abstinencia, la inocencia que simboliza lo celestial, y la simpleza que es lo más alejado de lo mundano– se mantienen en perpetua memoria y siempre frescas. El mismo propósito es atendido por la literatura mayor, es decir, por la literatura de poder. ¿Qué se aprende del Paraíso perdido? Nada en absoluto. ¿Qué aprendemos de un recetario? Algo nuevo en cada párrafo, algo que antes desconocíamos. Pero, por eso, ¿pondría usted el miserable recetario en un nivel superior de estimación que el poema divino? Lo que usted le debe a Milton no es el tipo de conocimiento según el cual un millón de artículos son un millón de pasos hacia delante pero siempre en el mismo nivel terreno; lo que usted le debe es poder, es decir, el ejercicio y la expansión de la propia capacidad –latente– de simpatía con el infinito, donde cada impulso y cada influjo particular es un escalón hacia arriba, como la escalera de Jacob, desde la tierra hasta alturas misteriosas. Todas las etapas del conocimiento, de la primera a la última, lo llevan más lejos siempre en el mismo plano, pero jamás podrán elevarlo, ni un paso siquiera, sobre el nivel terrestre; mientras que el primer paso en el poder es volar, es un movimiento ascendente en otro elemento donde ya ha sido olvidada la tierra. Si no fuera porque las sensibilidades humanas son ventiladas y llamadas continuamente a ejercerse por los grandes fenómenos de la infancia o de la vida real mientras se mueve entre cambio y cambio, o por la literatura al recombinar estos elementos en imitaciones de poetría, romance, etcétera, es verdad que, como todo poder animal o la energía muscular, cuando cae en desuso, también estas “sensibilidades” pueden torcerse o disminuir gradualmente. La literatura de poder, diferenciándose de la literatura de conocimientos, vive y reconoce su campo de acción en relación con estas grandes capacidades morales del hombre. Se interesa en lo más alto del hombre; las mismas Escrituras nunca condescendieron a tratar exclusivamente con el entendimiento discursivo a través de sugestiones o cooperaciones: cuando las Escrituras hablan acerca de la capacidad intelectual del hombre no se refieren al “entendimiento” sino “al corazón que entiende”, haciendo del corazón –es decir, el gran órgano de la intuición, el órgano no discursivo– la fórmula para que el hombre, en su más alto estado de capacidad, pueda intercambiarse con el infinito. La tragedia, el romance, la historia fantástica o la epopeya, todas restauran en la mente del hombre los ideales de justicia, esperanza, verdad, misericordia, retribución que de otra manera (abandonados a mantenernos en las realidades cotidianas) languidecerían por preferir el conocimiento. ¿A qué nos referimos, por ejemplo, con “justicia poética”? No significa una justicia que difiera por su objeto de la justicia ordinaria propia de la jurisprudencia humana, porque –de lo contrario– sería forzosamente una especie terrible de justicia; significa, más bien, una justicia que difiere de la común justicia forense por el grado con que alcanza su objeto, una justicia más poderosa sobre sus propios fines cuando trata no con los necios elementos de la vida terrestre sino con los elementos de su propia creación y con materiales moldeables a sus más puras ideas preconcebidas. Es verdad


que, de no existir la literatura de poder, estos ideales permanecerían frecuentemente como meras formas o áridas nociones; mientras que, gracias a las fuerzas creativas del hombre plasmadas en la literatura, aquellos ideales ganan una primaveral vida de restauración, y germinan en actividades vitales. La novela más común, al moverse aliada con los miedos y las esperanzas humanas, con los instintos de bien y mal, mantiene y cataliza esas afecciones. Llamándolas a actuar las rescata del torpor. Y de aquí la preeminencia sobre todos los autores que únicamente enseñan del más mísero autor que mueve, o que enseña –si acaso indirectamente– por el simple mover. El trabajo más alto que ha existido siempre en la literatura de conocimientos es un trabajo provisional, un libro bajo prueba, y tolerado “quamdiu bene se gesserit” (“siempre que vaya bien”). Permite que su enseñanza sea aún parcialmente revisada, que no sea sino expandida, o aún que su enseñanza sea reacomodada para bien, e instantáneamente se sustituya. Mientras que los trabajos literarios más pobres, si sobreviven, permanecerán acabados e inalterables entre los hombres. Por ejemplo, los Principia de Sir Isaac Newton fue desde el principio un libro de vanguardia en el mundo. En todas las etapas de su progreso tendría que pelear por su existencia: primero respecto de la verdad absoluta; y luego, cuando ese combate hubiera sido superado, respecto de su forma, o manera de presentar la verdad. Y tan pronto como La Place –o cualquier otro– construya más alto sobre los cimientos puestos por dicho libro, instantáneamente es arrojado desde el esplendor hasta las profundidades más oscuras; con las armas que ganó en ese libro lo jubila y destruye, y pronto el nombre de Newton queda como la “nominis umbra” (“sombra del nombre”), aunque su libro, como un poder vivo, se haya metamorfoseado. Por el contrario, la Iliada, el Prometeo de Esquilo, el Otelo o el Rey Lear,Hamlet o Macbeth, y el Paraíso perdido no son combatientes sino eternos triunfadores siempre que existan las lenguas con que se expresan o con que puedan aprender a expresarse. Jamás podrán transmigrar hacia nuevas encarnaciones. Reproducir estas obras en nuevas formas o variaciones, aún cuando en algunos puntos deban ser mejoradas, es plagiar. Un buen motor de vapor es propiamente reemplazado por uno mejor. Pero un encantador valle de pastores jamás podrá ser reemplazado por otro, ni una estatua de Praxíteles por un Miguel Ángel. Estas cosas están separadas, no por la imparidad sino por la disparidad. No son consideradas miembros desiguales de una misma categoría, sino diferentes en especie y, si en algo se consideran semejantes, son elementos semejantes perteneciendo a distintas especies. Los trabajos humanos de inmortal belleza y las obras de la naturaleza comparten un rasgo común: jamás se repiten, nunca se acercan tanto como para no diferir; y no es que difieran por ser mejores o peores, o por ser más o menos; difieren por diferencias indescifrables e incomunicables que no pueden ser captadas por imitaciones, que no pueden reflejarse en el espejo de la copia, que no pueden ponderarse en las escalas de la comparación vulgar. (*) Tomado de la colección Gateway to the Great Books, R.M. HUTCHINS & M.J. ADLER (eds), Encyclopædia Britannica, vol. 5, 1963. (**) Enrique G de la G (San Pedro Garza García, México, 1979). Lector y escritor, estudió filosofía. Su tesis versa sobre el objeto de la metafísica aristotélica. Colabora en distintas revistas con ensayos, reseñas y entrevistas. Agradecido lector de Borges, Victor Hugo y Alfonso Reyes.


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