ร lbum de sombras
Colecciรณn Caldera del Dagda
ElĂas Moro
Ă lbum de sombras
Para Ana Crespo Villarreal y Marino González Montero, que tanto confían, y aún no sé bien por qué, en mí.
Sólo me quedaba el recuerdo y yo no podía confiar en la memoria. Ray Bradbury
De la infancia sólo añoro la sensación de eternidad. Luis Sáez Delgado
Alba de América
M
i padre fue albañil durante prácticamente toda su vida. Con él trabajé en ese oficio cerca de dos años tras regresar de la mili, aquel secuestro legal, hoy felizmente desaparecido, en el que durante al menos un año y con penosas excepciones (casi cegatos, patizambos, estrechos de pecho, huérfanos de padre…) padecíamos como galeotes el elemento masculino de la población patria. Y a pesar de que era un magnífico oficial al que no se le ponía reforma por delante («MAESTRO ALBAÑIL Reformas en General», rezaba tal cual en las tarjetas que se hizo imprimir años después de que me emancipara de su tutela), la verdad es que aprendí poco a su lado, apenas lo justo para defenderme en minúsculas chapuzas en casa, en apaños urgentes para salir del paso mal que bien: sustituir algún azulejo roto, enfoscar de manera torpe algún murete, extender un poco de yeso para disimular un desconchón… En buena medida, lo reconozco, culpa mía, porque lo cierto y verdad es que tampoco le puse mucho em11
peño al asunto, no era un oficio que me gustase. Vamos, que me escaqueaba todo lo que podía porque mi labor habitual a su lado era la que realizan de común los sufridos peones de obra: acarrear material, picar paredes, retirar escombro, preparar las masas… Mi viejo era muy quisquilloso para esto último, a sus ojos las mezclas, tanto las de cemento como las de yeso, nunca estaban en su punto óptimo: como no las hiciera él, siempre, mire usted por dónde, les faltaba, o tenían de más, arena o cemento o yeso o agua. Y si por un aquel los porcentajes del material a emplear habían sido los correctos, resultaba, vaya por Dios, que o no los había removido lo suficiente o me había pasado de rosca; lo que quiero decir es que si alguna vez, y aunque fuese más por casualidad que por maña, me salía una mezcla como para enlucir con ella los muros del Vaticano o las cúpulas del Kremlin, no creáis que se molestaba ni un poco en que yo lo supiera: calibraba en un vistazo la calidad del producto, agarraba la espuerta, gastaba la masa en un voleo sin decir ni pío y «venga —ordenaba escueto y cortante—, espabila y prepárame otra igual. Y rapidito, que tenemos que acabar esta pared para hoy y a este paso nos coge el toro, que pareces atontao». Era raro y poco dado a las efusiones cariñosas, qué puedo decir. Pero en su extensa y poco variada vida laboral (agricultura y construcción sobre todo) también tuvo tiempo, y esto me parecía entonces una cosa de lo más extraña, para trabajar durante alguna que otra temporada en una fábrica de pasta y fideos cuando yo era todavía un infante sin apenas memoria mas sobrado de mocos. Desde que lo supe, cada vez que tocaban macarrones o sopa para comer o cenar aun12
que fueran estrellitas o puntitos o letras y no necesariamente fideos, entre cucharada va y viene no podía evitar la imagen de mi padre vestido de blanco de pies a cabeza y enredando, pringoso de harina y levadura, entre los hilos de pasta con sus manazas callosas. Claro, que peor hubiera sido imaginármelo trabajando de matarife y goteando sangre por el pasillo de casa. Tampoco sé si sería así su faena en aquella ignota fábrica, cuál su cometido concreto en la cadena productiva de la industria alimentaria, ramo cereales y féculas, subsector hidratos de carbono. Así que no creo faltar a la verdad si os digo que aquello de los fideos me parecía lo más insólito y extravagante que sabía hasta entonces con respecto a él. Hasta que una tarde de invierno, sentados todos a la mesa camilla, el brasero de picón crepitando y repartiendo su calorcillo bajo la falda, nos confesó por sorpresa que una vez, cuando tenía veintiuno o veintidós años, hizo de figurante en la película Alba de América. Aunque él no utilizó esa palabra. Ni, por supuesto, meritorio o extra. No sé mis hermanos, pero yo desde luego me quedé con la boca abierta ante la inesperada revelación. ¡Mi padre en el mundo de la farándula y los titiriteros, codo con codo entre donjuanes y vicetiples, hombro con hombro junto a amazonas y espadachines, ten con ten con alcahuetas y pícaros! No sabía si creerle. —En esa película salgo yo —comentó de pasada un día que la pusieron en la televisión. Pero el muy cuco se calló el momento exacto de su aparición en la pantalla—. Estoy por ahí, con el resto de la tropa —dijo, lacónico y desinteresado, después de ponernos los dientes largos con la imprevista confesión. 13
Esas dos escuetas frases fueron las únicas que pudimos sacarle entre los tres hermanos a nuestras insistentes preguntas. Y mira que le dimos la matraca a base de bien para que al menos nos facilitara alguna pista acerca de su momento de gloria en el arte del celuloide. Pero no hubo caso ni por esas, el hombre no era lo que se dice dado a las confidencias, qué le vamos a hacer, cada uno es como es; de modo que, o el comentario se le escapó sin querer o nos vaciló de lo lindo porque se aburría como una ostra con la peli de marras. Y si aquello ya fue extraño de por sí, otra cosa rara de aquella tarde es que mi viejo no se fuera pitando a la taberna a echar la partida, visto lo visto. Mi madre, por cierto, que también estaba sentada a la misma mesa con nosotros y digo yo que algo tendría que saber del asunto, ni quitó los ojos de la tele ni abrió la boca en todo el rato: parecía una esfinge con voto de silencio perpetuo. Por ese lado tampoco hubo nada que hacer ni entonces ni nunca porque jamás nos dijo ni mu al respecto. Y también le dimos la tabarra a modo. Porque otra cosa no, pero cuando algo se nos metía en la mollera pesados éramos un rato. Desde entonces he visto la película tres o cuatro veces casi fotograma por fotograma. Una forma como otra cualquiera de perder el tiempo miserablemente porque la peli, se mire por donde se mire, es una castaña de tomo y lomo, un pestiño indigesto como bocadillo de polvorones, un infumable pastiche de cartón piedra y autobombo patrio. Desde luego, no os la recomiendo. Con profunda desazón he de confesar que a pesar de mis obstinados esfuerzos visuales en su búsqueda por todos 14
los rincones de la pantalla no he conseguido reconocerle en ninguna de las escenas. No sé. Hablaba tan poco con nosotros. Sé tan pocas cosas de mi padre. Conque imagino que aquello sería otra mentira de las suyas.
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Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda 1. La sombra del Toisón. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. Educando a Tarzán Francisco Flecha Andrés 3. Braganza César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. Perro no come perro, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. Segundo cuaderno de St. Louis. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. secretos de espuma Cristina Peñalosa Giménez 9. Iluminada Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. la verdadera historia de montserrat c. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero 13. WASSALON (V Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Salvador J. Tamayo 14. DÉJAME DECIRTE QUÉ DÍA ES HOY Rafael Gallego Díaz 15. 40 Óscar M. Prieto
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© Elías Moro, 2017 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Disño y maquetación: Alberto R. Torices Fotografía de cubierta: Jordan Whitt (www.unsplash.com · con Licencia CC Zero) ISBN: 978-84-16613-73-1 Depósito Legal: LE 165-2017 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España