Blues en la habitación 143

Page 1

ANTONIO MARTÍNEZ LLAMAS

BLUES EN LA HABITACIÓN



BLUES EN LA HABITACIÓN

143

Antonio Martínez Llamas



Alejandra le advirtió a él: «Ni me has encontrado ni me has perdido, estoy aquí» Ramiro le confesó a ella: «Tú no has llegado a mi vida por casualidad»



Que alguien te haga sentir cosas sin ponerte un dedo encima, eso es admirable Mario Benedetti

1

A primeros de marzo se despertó antes de lo habitual. Comprobó la hora. Eran las 5.35, y en la calle rugía una mezcla de lluvia y viento. Fue cuando se percató de que se había despertado a causa de un dolor de cabeza espeso y rabioso. Mantenía los ojos cerrados, pensando que la oscuridad despistaría a aquel síntoma pérfido, vaya, qué jaqueca. Tuvo la intención de levantarse y tomar un sobre de ibuprofeno, pero desistió y continuó con los párpados apretados. Cuando ya comenzaba a inquietarse, el dolor desapareció de pronto a las 7.49 como si alguien lo hubiera robado. Algunos días después, cuando ya se había olvidado de aquel dolor insólito, le comenzó una cefalea de baja intensidad, que se convirtió en cotidiana. Era un fastidio que no le impedía hacer las cosas ordinarias, que le duraba todo el día y arriaba la bandera al atardecer. Con el sueño se esfumaba, tal como si también necesitara descansar. Pero aquella molestia regresaba puntual al poco de que ella se despertara, comenzaba en las sienes y terminaba instalándose en el centro de la cabeza. A mediados de abril la impaciencia se convirtió en aprensión. Así que en la segunda semana de mayo se hizo a la idea de que podría tener algo de qué preocuparse, aunque se impuso no pensar en un cáncer, una palabra que odiaba. Alejandra conocía bien los trastornos de su cuerpo, hasta entonces casi siempre veniales, por eso aquel dolor nuevo la desconcertaba. Buscó la respuesta en Internet, pero allí encontró una serie de posibilidades confusas. Así que consideró que lo mejor sería esperar y no enredarse en conclusiones que tenían muy poco de sensatas. Las últimas jaquecas que recordaba las había sufrido cuando a su padre le diagnosticaron un 7


cáncer de páncreas. Octubre de 2009. Un tiempo sembrado de tristezas, quimioterapia y desesperación. Le administraron a su padre tratamientos paliativos para mitigar los latigazos eléctricos de un dolor que se propagaba desde el estómago hasta el hueco de los omóplatos. Su padre gritaba a cualquier hora de la noche, encogido suplicaba que se lo llevara la muerte, respirando sus vómitos, sangrándole la nariz. Seis meses de plazo para sacar el billete de la última desesperanza. El abatimiento de la familia se concentró en la cabeza de Alejandra como un martillo pilón marcando las horas. Fueron esas jaquecas que toman al asalto todo el cráneo y se aferran con sus garras de garrapata. Necesitaba recluirse en la oscuridad de su habitación durante horas para espantar la dolencia. Tardes de soledad. Noches de insomnio. Tomó analgésicos de última generación poco menos que ineficaces. Cuando ya pensaba que sería algo crónico, que debería acostumbrarse a ser azotada por aquel tornado cerebral, a las cuarenta y ocho horas del entierro de su padre la última jaqueca se difuminó en el aire y pronto fue solamente un recuerdo. Aquella experiencia le estaba sirviendo de aviso, no te adelantes a los acontecimientos, respira hondo y sé positiva, no todo es negro, aunque este dolor de cabeza reciente la desquiciaba. No podía desengancharse de los pensamientos alarmistas. No se lo contó a nadie, ni siquiera a su marido. Tampoco se le pasó por la imaginación confesárselo al hombre con quien se acostaría tres meses después, buscando un hueco en eso tan viscoso como es la infidelidad. Pero llegó el momento de saber qué ocurría dentro de su cabeza, porque el fantasma del cáncer la perseguía ya sin posibilidad de espantarlo. El hecho de pensar en un tumor cerebral la aterrorizaba. Si bien había borrado de su diccionario la palabra prohibida, ella sabía que era una estrategia bastante poco práctica. Recordaba cómo había comenzado el calvario de su padre. Un dolor de cabeza que no se iba, algún aturdimiento pasajero, la memoria algo atascada, a veces torpes las palabras, y todo parecía, en principio, una chorrada en un hombre de 67 años de edad. Nadie en la casa le hizo el menor caso cuando en junio de 2009 dijo que había tenido una pesadilla: «Os advierto que todavía tengo el miedo metido en el cuerpo. Soñé que me había quedado sin cabeza, comido por algo que un médico me dijo 8


que era un nuevo tipo de cáncer. Me desperté encharcado en sudor. Lo primero que hice al levantarme fue mirarme al espejo y comprobar que mi cuerpo estaba al completo». Ninguno dentro del hogar le concedió importancia, papá, por favor, ha sido una pesadilla, pero si tienes una salud de hierro. Así que comenzaron los diagnósticos familiares, y más sacristanes se apuntaron a la procesión. Su hermano mayor aseguró que sería una variedad de hipertensión arterial caprichosa, tenedlo en cuenta, de las que se controlan con hierbajos tranquilizantes y masajes con arcilla caliente. Un cuñado, en voz baja, dijo que la edad era el único condicionante, y mandó callar a un primo que se atrevió a suponer que bien podría ser un espécimen bobo de alzhéimer. Un amigo muy próximo aventuró que la situación eran unos vasos sanguíneos parcialmente cegados, que se corregiría con 100 miligramos de Adiro. Finalmente, una cuñada aseguró que lo que le ocurría a Fernando era una depresión, uno de esos trastornos que estornudan cuando nos aproximamos a la edad de los 70 años, y en su opinión nada mejor que acudir a cualquier clínica de Nueva York, porque el dinero no puede preocuparos, esos lugares secretos donde los actores le quitan alquitrán a las adicciones sexuales y las actrices tratan de arrancarse el alcoholismo. Pero el dolor se hizo más persistente, y otros síntomas también se agrandaron. Cuando los médicos lo investigaron se dieron de bruces con las metástasis. Ya era tarde. El cerebro de su padre tenía cuatro cuevas malignas, inundadas por un mejunje de células tumorales que se multiplicaban escandalosamente. El páncreas había enviado a sus soldados malévolos lejos para dirimir una batalla ganada de antemano. La masa cerebral de su padre hecha añicos. La muerte instalada en la antesala de la vida. El descubrimiento fatal fue muy tardío. No hubo culpables. Nada que objetar. Así pues, lo ocurrido a su padre le hizo sospechar a propósito de los dolores de cabeza que seguían incordiándola en mayo. Buceó en Google, pero la información era siempre pesimista, o bien ella no sabía despejar bien lo negativo. El cáncer pasó de una hipótesis a una certeza. Estaba casi convencida de que debería enfrentarse a lo peor. Sin embargo, aún le quedaban razones para admitir que estaba inmersa en una danza confusa, donde las bailarinas se quemaban los pies descalzos sobre la tarima del escenario. 9


Así que no lo dudó. Buscó al neurólogo de mayor prestigio en Madrid, hazme caso, le dijo una amiga, es el mejor. Obedeció el consejo y consiguió una cita a los pocos días porque detectó en Alejandra un rastro de pánico que rozaba la paranoia. Hizo el viaje en el AVE, madrugón y regreso al atardecer. Apenas fueron necesarios diez minutos de conversación para resolver el enigma, tenga la certeza, señora, de que no es nada importante. No había duda alguna, el diagnóstico resultaba muy sencillo. El neurólogo fue explícito: «No es necesario ningún TAC ni otra prueba alguna. La valoración no admite duda. Lo que usted tiene es una cefalea tensional. Tal como ha venido, se escapará. Esté tranquila, relájese y viva cuanto mejor pueda la vida. Tal vez haya algo que la inquieta, tan reflexivo como inconsciente. Revise sus sentimientos y no olvide que pueden andar incordiando los conflictos personales. Procure encontrar una solución en usted misma. Por eso no estimo necesario ponerle ninguna medicación». Nada más dejar la consulta del neurólogo consideró que aquella jaqueca se alimentaba en lo que estaba ocurriendo en su vida.Sucesos que se acumulaban. La ansiedad de las últimas semanas había encontrado acomodo en el lugar donde las neuronas se despistan y no aciertan a controlarse. El consejo del neurólogo resultó determinante, un soplo de aire fresco en medio de la confusión, así que concluyó que la vida tenía que vivirla sin el freno de mano accionado. Se convenció de que ciertas interferencias resultaban desastrosas para el buen ajuste de sus neuronas. En definitiva, se persuadió de que las insatisfacciones más resistentes tenían la raíz en el hecho de negarse a sí misma el principio de la libertad emocional. También acabó por aferrarse a la idea de que las mareas del afecto no deberían equipararse por obligación a la fluidez sexual. De modo que pensó en una escalera de mármol, y fabricó una metáfora impecable donde el amor pateaba los escalones y el sexo acampaba en el rellano. El AVE circulaba a 272 kilómetros por hora, y sus pensamientos eran una espiral vertiginosa. Estaba sufriendo un cambio radical en su manera de pensar. Una transformación impensable dos años antes. Se persuadió de que el amor y el sexo eran dos góndolas unidas por la misma maroma balanceándose en un mar de olas caprichosas. Pero ¿a una distancia suficiente para no trabarse y acabar hechos pedacitos? Y entonces surgieron las preguntas, unas cuestiones que acabaron por sorprenderla, 10


como si fueran hechas por otra persona. Dos años atrás estas preguntas hubieron sido solo fantasmas, sucesos anónimos, minucias en algún reality nocturno. ¿Se preparaba para follar con un hombre que no era su marido, únicamente para legitimar el fundamento de la libertad afectiva? ¿Iba a hacer el amor, sin más, para no ser diferente a tantas mujeres que buscaban fuera de casa una vía de salvación? ¿Follaría como una solución urgente que no podía aplazar por más tiempo después de doce años de matrimonio? ¿Sabría hacerlo sin sentirse una traidora del compromiso? ¿Usaría el sexo para no ser una superviviente del amor? Las preguntas las analizó en repetidas ocasiones, pero no se imaginaba una vuelta atrás. Ya no era el momento de dudar. Aunque estaba convencida de que el afecto y el sexo disponían de caminos diferentes, tampoco podía estar segura de que no confluyeran caprichosamente en el momento menos oportuno. Las dudas la atormentaban cuando se despertaba en medio de la noche, mientras escuchaba la respiración pausada de su esposo. En alguna ocasión tuvo la pretensión de alertarlo y decirle muy bajito, escucha lo que estoy pensando, despierta y préstame atención, no quiero que sigas dormido puesto que en pocas semanas me acostaré con otro hombre, pero abandonó la idea por absurda. Lo único cierto era que no estaba segura de nada. ¿Todo se debía a su inexperiencia en buscar otro cuerpo diferente, otro sudor, otras caricias, otros besos? Acaso ese era únicamente el motivo. Así que situó el enunciado de tantas conjeturas en su falta absoluta de aventuras previas, en desconocer lo que era un lío amoroso. Aunque estaba bastante confusa, pensó que lo mejor sería no mezclar el sexo y las emociones, porque hacerlo así supondría enviar todo al carajo antes de haber exprimido el jugo. Igualmente, mientras el insomnio alargaba las noches y hacía más condensada la presencia de su marido, trató de poner en acción un plan que le señalara la salida de la caverna. Deseaba estar segura de que la sexualidad y el amor se desplazaban en sus órbitas propias, marcando el ritmo, sin interferirse. Nada de apretones innecesarios, ni urgencias mal negociadas. Nada de acelerar lo que estaba aún por llegar. Sabía perfectamente que el destino es el señor de todas las decisiones, un ídolo de cerámica resistente al fuego que nunca pregunta sino que elige. 11


Por eso, ante la inminencia que se había colado en su vida, necesitó acicalar la hipótesis de que el sexo sin amor es tan hueco y ridículo como el amor sin sexo. Sin embargo, aquella suposición se había derrumbado como un castillo de naipes azotado por un soplo de aire del norte. Con el paso de las semanas comenzó a inclinarse por lo que había escrito Octavio Paz en La llama doble: «En todo encuentro erótico hay un personaje invisible y siempre activo: la imaginación». Atascada en esos juicios, sabiendo que ahí las verdades nunca eran absolutas sino conceptos que se escapaban entre los dedos, se planteó reducir la elipse de sus reflexiones, porque algunas eran contradictorias y otras diáfanas. El sexo y su dictadura. ¿Era la vida que ella quería ahora simplemente una suma aritmética del sexo? ¿Follar era la única solución mágica para escapar de ese monstruo incorpóreo que era el desánimo? Demasiadas dudas en medio de alguna certeza. Tal vez podría cambiar alguna de sus rutinas, pero todo antes que renunciar a una costumbre férrea. Así que en el día 8 de agosto, excepcional por lo que le iba a suceder, nada sería diferente. Nunca acertó a saber el porqué de su preferencia por los martes. Acabó explicándolo como una extravagancia que se amparaba en la marca de su signo astrológico, claro, soy una Leo de pura cepa sin ascendente claro. Así que para afianzarse en una manía venial, todas las mañanas de los martes tomaba una taza grande de café con leche y azúcar de caña, una tostada de pan con aceite de oliva virgen, dos lonchas frías de pavo y una pieza de fruta. Alejandra llevaba casada con Marco doce años, y en ningún martes había renunciado a su caprichito gastronómico. El resto de los días de la semana servía para entretener el hambre de las primeras horas lo primero que tuviera a mano, me da igual, lo mismo me zampo cuatro galletas de nata, que un vaso grande de zumo de naranja, otro día si me apetece mastico un pedazo de chocolate negro empedrado con avellanas, o bien un cuenco de cereales, y para despabilarme el intestino me despacho un yogur de fresa entreverado con cachitos de kiwi. Hoy tocaba como colofón del desayuno un melocotón grande, brillante, una fruta deliciosa de Calanda. Lo había comprado el sábado anterior en el rincón del gourmet de unos grandes almacenes. Su marido, por el contrario, no se entretenía en florituras gastronómicas en esas horas, porque era cuando 12


más aturdido tenía el apetito. Lo que menos le importaba era el día de la semana. También tenía sus rutinas, pero menos estrictas, puesto que era un hombre sin peticiones insalvables. De modo que en el martes 8 de agosto el espacio doméstico fue una repetición. Todo idéntico. Nada diferente que precisara ser anotado. Otro día más añadido a los anteriores. Todo demasiado plácido. Lo esperado. Excesivamente idéntico. La vida, estancada. El matrimonio, clónico. En la alacena, la rutina. —Ya sabes que con un café americano me basta. —Su esposo acababa de abotonarse una camisa blanca como la nieve. Era un presumido light de veinte minutos en el cuarto de baño, además de aficionado a las colonias caras, a las cremas antiarrugas para la cara y a los zapatos de buena divisa—. Hoy a media mañana me tomo una cañita con limón y un sándwich mixto, y quedo servido hasta la hora de comer. Soy así de tradicional, qué le voy a hacer. Reconocible, diría yo. Alejandra disfrutaba de esos momentos de los martes sin mirar el reloj. El hecho de disponer de la mitad de la agencia tenía ciertas ventajas. Además, podía tomarse alguna licencia, porque los resultados habían resultado excelentes en el último mes, superando todas las expectativas. Había sido extraordinario el éxito de la campaña publicitaria a propósito de unos perfumes ecológicos sublimados con plantas impolutas de pesticidas. La noticia de este descubrimiento la destacó el rotativo The New York Times. En la agencia acertaron con la manera de estimular en los posibles compradores la importancia de usar flores estrictamente ecológicas, agua de manantiales puros y una manipulación libre de gérmenes. El aplauso de la crítica fue general, y la agencia tomó impulso. Europa resultó la tierra prometida. Los resultados, espectaculares. También hubo dividendos para invertir en Bolsa. Euros inesperados. El futuro, por unos años, asegurado. Así que podría retrasarse un buen rato, y prepararse para lo que acontecería a las cinco de la tarde en un hotel a la sombra de la Catedral. Allí se acostaría con un hombre veinticinco años mayor que ella. —Vale... Tú mismo —asintió. Le sorprendían muy pocas cosas de su marido. Un hombre con procedimientos de esposo clásico. —Como veo que estamos en martes y el desayuno para ti es tan importante, me voy a la agencia, cariño. ¿Okey? 13


Alejandra le propinó el primer mordisco al melocotón, y masticó despacio, ceremoniosamente, y se imaginó que era Julie Christie en la película Doctor Zhivago, la enamorada a quien aniquiló el amor. —Okey, Marco —le dijo mientras le acariciaba la cara. Ella misma se sorprendió de que lo hiciera como cualquier otro día. Un arrumaco en medio de todos los laberintos. Asomaba la infidelidad y necesitaba poner en liza el disimulo—. Conduce con cuidado, por favor. Marco abrió los brazos en señal de solicitar una tregua. No era nueva aquella advertencia. En doce años de matrimonio había perdido la cuenta. —Siempre conduzco con cuidado... —le replicó. Alejandra no estaba de acuerdo con la respuesta de Marco. —No, no lo haces. Y tú lo sabes... Eres muy imprudente en ocasiones. —Siempre conduzco con cuidado... No seas exagerada, mujer. —Marco, por favor... Tú estás convencido de que son el resto de los conductores los que destrozan las normas del tráfico —le aclaró. —Lo acepto, amore... Vale, tú ganas, no soy perfecto —le dijo. Ella se levantó de la silla. Prefería estar de pie para ser más convincente. —¡No seas memo, Marco...! ¿Tú crees que por hablarme en italiano vas a ablandarme? —Cuore mio, ¿vas a flagelarme con el látigo de tu indiferencia? —le preguntó. Estaba nerviosa, de modo que procedía colocarse un disfraz. —Eso te gustaría, Marco, pero no voy a seguirte el juego. Así que olvídate de cargar en los gastos de la agencia la próxima raspadura de tu coche. Allá tú a entenderte con el seguro y el coñazo de la franquicia. Este año, si no recuerdo mal, pagamos una factura de 940 euros por la bromita aquella de darle un empujoncito por detrás a otro coche. Contigo no hay franquicia que valga. Naturalmente, la culpa la tuvo el otro conductor que no se detuvo cuando debió hacerlo, ¿no? —Joder, amore... —Colocó sus ojos a cinco centímetros de los de su esposa. Aquella maniobra no surtió el efecto esperado. Lo conocía bien. Cuando se aproximaba demasiado era un signo de combatiente enarbolando bandera blanca. —Ni fundiendo tus ojos en los míos cambiaré de idea. La próxima rozadura la pagas de tu bolsillito. ¿Estamos de acuerdo? ¡¿Lo estamos...?! 14


Marco sabía que era muy difícil vencer en las batallas domésticas que ella entablaba sin respetar las normas elementales de la Convención de Ginebra. —Estamos de acuerdo... ¡Tú ganas! —Entonces quedo más tranquila. —Regresó a comer el melocotón—. Te lo pido por favor, no me la juegues con otra faenita. Marco ya se iba, pero se detuvo. Estaba segura de que iba a preguntarle algo. Hoy podría ser un día propicio para él, de acuerdo con su manera de comportarse, unas veces con tendencia a los bajones, y en otras ocasiones con el entusiasmo como insignia. Marco era una montaña rusa con vagones repletos de melancolía y optimismo casi a partes iguales. Un estado de ánimo anárquico, siempre insospechado. En el 8 de agosto estaba más eufórico de lo habitual. Lo comprobó al despertar, porque Marco canturreaba mientras se afeitaba. Canciones de Nino Bravo. Un beso y una flor. Noelia. Cualquier balada era un signo inequívoco de que en ese día habría más luces que sombras. —¿Cómo tienes la tarde? Dime, amore. Por curiosidad... La pregunta le perfiló una ráfaga de ansiedad. Alejandra trató de sobreponerse, porque lo último que deseaba era que Marco intuyera una señal de nerviosismo. A Marco lo vio en esos instantes como si fuera una estatua de sal, inerte al sol, demasiado grande, observándola. —¿Que cómo tengo la tarde...? —le respondió, al tiempo que daba otro bocado al melocotón, con tanta fuerza que se mordió la lengua, pero aguantó el dolor. Había sangre en su boca, la percibía por el sabor endulzado de la saliva. —Sí, que si piensas hacer algo en especial... Se demoró en contestar, disimuló rascándose la nariz, y no encontró mejor solución para su comportamiento que mirar el poso del café que se había bosquejado en el fondo de la taza. En ese momento le hubiera gustado estar en París, ser una bohemia que dejara que las horas pasaran cerca de la Basílica del Sacré Coeur. —La verdad, no lo sé. De pronto he pensado en cambiar totalmente mis planes. Me temo que hoy haré pellas en la agencia. ¿Cómo lo ves...? —La pregunta fue puramente un formulismo, es mejor que no le dé demasiadas explicaciones, porque jamás he sabido mentir bien—. Las 15


niñas están con tus padres en el pueblo, encantadas porque chapuzarán en el río, así que puede que llame a Natalia y nos vamos a buscar trapos por el centro. Hoy le toca descanso en el pub. En fin... La tarde es muy larga y tampoco sé si Natalia estará disponible. Lo que no haré será aburrirme. Marco continuaba de pie, las manos cruzadas en el pecho. No había duda de que sería su día pintado con tintes eufóricos. El último bajón lo había tenido a mediados de julio. Esos altibajos, tan inesperados como cíclicos, comenzaron a incomodarlo recién cumplidos los 18 años de edad. Le costaba seguir el ritmo de la pandilla, y recurría con frecuencia a disculpas que ninguno de sus amigos comprendía del todo. Una noche se le hacía corta, chicos, tomamos la última, ¿vale?, sé de un lugar donde sirven unas copas cojonudas, y a la siguiente el reloj se detenía y acababa dormido en el primer sofá que encontraba libre. Sus amigos lo consideraban un poco raro, alguien a quien era preciso comprender antes que sentenciar. Marco tomó conciencia de su estado, me pregunto por qué soy así, quiero parecerme a mis amigos, pero algo interno me pone condiciones, unas veces me aburro hasta las cachas con ellos, y en otras tantas los necesito para echar fuera una energía que me sobra. En un programa de televisión encontró una vía de salvación. Un psiquiatra nada convencional, que había fundado una escuela sorprendente en los barrios marginales de Buenos Aires, preconizaba una tesis que para muchos de sus colegas resultaba desconcertante. Aseguraba que las enfermedades mentales únicamente eran inventos de los que se decían cuerdos, hipócritas de guante blanco que buscaban así el modo de no padecerlas. Fue en julio de 2002, tres meses antes de conocer a Alejandra. La televisión le facilitó el camino. Un programa en la medianoche. Una tertulia que trataba de los descalabros mentales. El invitado especial era el psiquiatra Antonio Colombo Lequizamon. Unos días más tarde, con la connivencia de un amigo de la infancia que vivía de escribir guiones televisivos, logró concretar una entrevista con el psiquiatra. Un viaje relámpago a Toledo. No hizo ningún comentario a propósito en casa, simplemente me largo a visitar a unos amigos que viven en Talavera de la Reina. El psiquiatra, que renunciaba a los honorarios porque vivía de sus libros y de las apariciones en los medios de comunicación, le aseguró después 16


de escuchar con atención el relato de las malas sensaciones de Marco: «Mi estimado amigo, es usted el ejemplo de un cerebro zarandeado por las mareas cotidianas, olas que nos impregnan las neuronas de molestos oportunistas. La consecuencia será una semana bien y dos desmenuzando la melancolía. Pero no se intrigue por lo que acabo de decirle. En modo alguno, todo esto que lo atormenta no tiene por qué enturbiarle la vida. Al contrario, después de los bajones soplará un subidón que le endulzará el ánimo y superará esos letargos absurdos. ¡Ah!, y cero medicación, no sea uno más de ese rebaño de imbéciles que toman de todo y no le sacan néctar a nada. Por cierto, quiero aconsejarle algo por su propio bien. Debe salir, relaciónese, ame, llore si el cuerpo se lo demanda y ríase mientras escupe toda la adrenalina que le sobra». Aquella entrevista en Toledo le resultó de mucha ayuda. Aceptó que tenía una naturaleza sacudida por euforias y melancolías, así que siempre hizo caso a los consejos de aquel experto en neuronas desajustadas. Jamás pasó por su cabeza ponerse en manos de otros psiquiatras, convencido de que sus guadianas eran pellizcos y no úlceras con gusanos. ¿Lo indicado hubiera sido entretenerse con antidepresivos? No. Jamás pasaría por esa encrucijada terapéutica, de modo que nunca me verán en la sala de espera de algún loquero rogándole que me extienda una receta. Aquello ya quedaba muy lejos, y había amanecido un 8 de agosto perfecto, un día de timbales y trompetas, una de esas jornadas en que el optimismo tenía desplegadas las banderas. —Vale, tómate la mañana libre si es lo que quieres. Natalia es una buena amiga. Juntas seguro que encontraréis el modo de pasar la tarde. Puede ser una excelente manera de desconectar. —Le respondió con un gesto afirmativo mientras levantaba los dos pulgares—. Me voy, amore, que la agencia no abre sus postigos por arte de magia. Tú bien sabes que un cliente se pierde si encuentra las persianas echadas y la luz apagada. —Ciao! Ciao! —le contestó Alejandra. Sin embargo, en ese adiós en italiano se acomodaba un deseo inaplazable, por favor, Marco, no hagas más comentarios, por el amor de Dios, y lárgate a la puñetera agencia. Después de doce años casada con Marco se había acostumbrado a sus altibajos, a tantas fluctuaciones inesperadas, una tarde feliz y al día siguiente un amanecer extraño, como si fuera otro hombre cambiado. Una 17


semana bien y siete días más tarde la borrasca. Ella intuía los cambios no solamente por los prolongados vacíos del sexo, semanas en las que dormir con Marco era como arrullar el sueño de un lactante, sino también por su manera de renunciar a los placeres de la mesa, incluso a los pequeños detalles que hacen felices a las personas normales. No cabía duda alguna. Marco era un bipolar de baja intensidad. Aquel tema estaba vetado en el dúplex, no quiero hablar de mis bajones, así que no había por qué arrojarse a las arenas movedizas. La palabra depresión no tenía cabida entre ellos, era un término transparente. Alejandra sabía lo acontecido con el psiquiatra argentino. Fue Marco quien se lo advirtió dos semanas antes de casarse. No dudó en contárselo, acaso porque no tenía una idea exacta de la dimensión del problema: «Tengo bajones, días un poco negros en los que ni comer me apetece, pero un psiquiatra de fama mundial me ha dicho que lo mío tiene una importancia cero. En su opinión, es una manera de ser que tengo ante la vida. Insistió mucho, nada de medicarme. He querido decírtelo, sincerarme contigo». Ella lo tomó de las manos y le agradeció esa muestra de confianza. Luego, se aventuró a decirle lo que pensaba en ese momento, más enamorada que racional : «No me digas que eres un poco depre, Marco. La verdad es que no lo parece. Y gracias por tu sinceridad, aunque no hubiera hecho falta. ¿No nos queremos? ¿No vamos a comenzar nuestra andadura juntos? Pues estas dos razones ya son suficientes». Sin embargo, las mareas de Marco soltaban más pronto que tarde su espuma ácida, de modo que Alejandra no tuvo otro remedio que acostumbrase a transitar en la caverna de los días turbios y disfrutar en lo posible cuando se alcanzaban las jornadas relajadas. En poco más de tres años de matrimonio se doctoró en aquellas tinieblas pasajeras, que en apariencia no dejaban huellas que hubiera que borrar. ¿Tenía importancia que algunos días Marco viviera en un mundo confuso, impregnado de una melancolía que le cambiaba por unos días la expresión del rostro? Eran espinitas que había que extraer con sumo cuidado, porque su esposo sufría sin decir nada. No lo regañaba, tal vez porque el amor es un buen contraveneno para las situaciones escabrosas. Marco siempre regresaba a la normalidad con planes festivos y jornadas románticas, como si sus ideas volaran desde la espesura de los bosques mágicos. 18


Índice BLUES EN LA HABITACIÓN 143

Capítulo 1. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Capítulo 2. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

Capítulo 3. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

Capítulo 4. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

Capítulo 5. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

Capítulo 6. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159

Capítulo 7. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197

Capítulo 8. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235

273


«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» © de los textos: Antonio Martínez Llamas © de la edición: EOLAS EDICIONES Diagramación y portada: contactovisual.es Foto de portada: ugurhan / istockphoto.com ISBN: 978-84-17315-16-0 Deposito legal: LE-199-2018 Impreso en España - Printed in Spain



El amor es tan caprichoso como vulnerable. Tal vez por este motivo pueda desbaratarse el muro de la edad, y permitir que una mujer de 38 años y un hombre de 63 abandonen su círculo de confort y penetren en un territorio de arenas movedizas. Veinticinco años de diferencia bien pueden ajustar una escena para dos actores que aún no han aprendido bien el texto. En la habitación 143 ya no será posible ningún disimulo. 240 minutos para contestarse el porqué de su decisión. Allí los dos se desnudarán la piel y los sentimientos. Pero el destino más inmediato jugará con otras cartas que nadie podría suponer.

ISBN: 978-84-17315-16-0


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.