ciudad de sombra
A velino F ierro
ciudad de sombra Diarios 2013-2014
Prólogo de
J osé L uis G arcía M artín
© texto y dibujos: Avelino Fierro Gómez, 2015 © del prólogo: José Luis García Martín © de esta edición: EOLAS EDICIONES eolasediciones.blogspot.com.es facebook.com/EOLAS.EDICIONES Diseño de portada: Javier Cardo Corrección de pruebas: Mar Astiárraga Panizo Dibujos de páginas 241 y 275: Libertad Maquetación: Alberto R. Torices Dirección editorial: Héctor Escobar ISBN: 978-84-16613-06-9 Depósito Legal: LE-517-2015 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Impreso en España - Printed in Spain
A mis hijos Javier y Marta Y a Libertad
Índice
Prólogo: «Unas cartas de amor», por J. L. García Martín . 11 ciudad de sombra 2013 2014
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Apéndice: Entrevista para Tam-Tam Press
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Prólogo
UNAS CARTAS DE AMOR José Luis García Martín
Si no existieran las redes sociales, Avelino Fierro las habría inventado. Nadie que le conozca, nadie que haya tenido el más mínimo trato con él, dudará de esta afirmación, salvo él mismo. De vez en cuando, mientras practica lo que dice detestar, reniega —lo hace en este mismo libro— «de esa moda tonta que va a acabar con la amistad y la literatura». Pero si alguna moda, que no es el caso, acabara con la amistad y la literatura, Avelino Fierro se bastaría él solito —bueno, solo del todo no, siempre contaría alguna ayuda casera— para crearlas de nuevo. ¿Cómo se las arregló Avelino Fierro, antes de las redes sociales, para utilizar las redes sociales? Pues de la manera más artesanal posible. Escribiendo largas cartas sobre lo que leía, veía, soñaba, añadiéndoles precisos y sugerentes dibujos —él no necesita la cámara del móvil para ilustrar su vida—, fotocopiándolas y enviándoselas a un círculo de amigos, conocidos o desconocidos, cada vez más amplio. Exactamente lo que hacemos ahora al crear un blog o un perfil en Facebook. Yo comencé a recibir esas cartas bastantes años antes de conocerle personalmente. Mi dirección postal —entonces no 11
había otra— se la pasó un poeta asturiano, José Luis Piquero, quien me lo definió con estas palabras: «Es un fiscal de León que está al tanto de todo lo que se publica, que lee más poesía que la mayoría de los poetas». Parecía un personaje inventado, pero era real. Estaba efectivamente al tanto de todo, se suscribía a las revistas más minoritarias de poesía y era capaz de conseguir, si le interesaban, los libros que aparecían en minúsculas editoriales sin ninguna distribución. Más de una vez me envió algún raro libro mío, ilustrado con sus preciosas miniaturas, para que se lo devolviera dedicado. Y yo lo hacía con mucho gusto, halagada mi vanidad, pero también algo irritado. Y es que a los libros les acompañaba siempre una minuciosa fe de erratas que me recordaba lo descuidado que soy como corrector cuando ya no tenía remedio. Ese tirón de orejas, que no me hacía demasiada gracia, no era obra de Avelino Fierro, sino de su compañera Mar, siempre alerta correctora. Gracias a ella los libros de Avelino Fierro son quizá los únicos libres de los inevitables descuidos que tanto nos atormentan a los escritores. Pero estaba hablando de Avelino Fierro y las redes sociales, ese invento que él dice detestar y que atribuye poco menos que al demonio. Ignora que, cuando lo acusa, se acusa. Aquellas cartas fotocopiadas que llegaban a cada vez más gente pasaron a publicarse en una revista digital, única manera de que pudieran alcanzar a todos sus destinatarios, conocidos o no. Y luego comenzaron a recopilarse en libros, el primero Una habitación en Europa; el segundo, este que el lector tiene ahora entre manos. El autor los llama diarios, y está en su derecho, pero son más bien epistolarios. Cada viernes, al final de la jornada laboral, se sienta a su escritorio y la pluma en la
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mano (o eso dice) le escribe una carta a los amigos, carta que ya no tendrá que fotocopiar, meter en sobres, sellar y echar en el buzón. Ahora la manda por correo electrónico —otro maravilloso invento del demonio— a una revista digital y luego, cuando se publica, nos envía a todos los amigos el enlace a esa publicación por si acaso nos despistamos. Para detestar el mundo digital, Avelino Fierro le saca mucho partido, tanto como cualquier adolescente, tanto como le habría sacado Madame de Sévigné que escribía sus maravillosas cartas a su hija sabiendo que iban a ser copiadas, recopiadas, leídas y admiradas en todos los salones del ancien régime. Pero Avelino Fierro, que tan bien conoce las ventajas de Internet (aunque juegue a demonizarla), sabe que todo lo que gracias a ella vuela por el inmenso mundo, si vale la pena, ha de terminar posándose en las páginas de un libro. Todavía no se ha inventado nada como un libro, en papel o no, para la lectura reposada y hedónica de un texto de cierta extensión. Las cartas volanderas de Avelino Fierro se posaron primero, como he recordado antes, en Una habitación en Europa, que conoció un éxito inmediato, que no tardó en reeditarse; lo hacen ahora en Ciudad de sombra, libro al que no es difícil profetizar la misma fortuna. ¿Y cuál es el secreto de ese éxito? Me atrevería a resumirlo en dos palabras: curiosidad, cordialidad. A Avelino Fierro todo le interesa: la literatura, la música, el arte, la gozosa variedad de gentes y lugares. Y de todo se ocupa con el mismo corazón generoso, en el que no hay lugar para las rencillas y los resentimientos habituales en el mundillo literario. En las páginas de estos diarios, o epistolarios, conviven perfectamente poetas de ahora mismo que no podríamos reunir en la misma habitación sin riesgo de sangriento altercado. Pero subrayar las buenas cualidades personales de Avelino Fierro tiene un riesgo: el de minusvalorar su talento como
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escritor. Él mismo lo minusvalora a veces fingiéndose solo un aficionado. No le hagan caso: en eso es como el resto de los escritores, le gusta practicar la falsa modestia, la captatio benevolentiae que tanto recomendaban los retóricos antiguos. Avelino Fierro ha leído a los mejores y ha aprendido de ellos. En sus cartas semanales, en los capítulos de este libro, alterna los fragmentos que podrían formar parte de cualquier antología del género con otros más distendidos, de un tono conversacional que se llena de hipocorísticos. Al lector no le importa que se le escapen algunas claves privadas porque capta siempre lo fundamental: un amor hacia la literatura, incluso cuando no pretende hacer literatura, que no es más que una de las formas mejores de amor a la vida.
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uizá han pasado ya cuatro meses desde que escribí el prólogo para el libro Una habitación en Europa. Siguen sucediendo cosas, cambia la luz y el aire es hoy como turquesa y viscoso, nada frío; miro dentro de mí y todo es oscuro, opaco, sólo unos pequeños arañazos en las entrañas. Ha muerto Chispa. Salvo eso, nada, una rutina sonámbula como la del que anda en espera de un saludo efusivo o un empujón. Y sin embargo, han llegado libros de poesía con raspaduras y un par de manchas como llagas o un cuadradito con restos de cola en la contraportada, como si hubieran tenido adherido un parche para respirar por sus poros grises o un escapulario para ser leídos mejor, con devoción. «Y ella ha vuelto a tomarme de la mano / para doblar conmigo la hosca esquina / hacia el último trecho de la tarde, / mi tarde que declina», dicen los versos finales de uno de ellos. «Que en el yermo de cenizas no me falte tu brasa», se lee en un poema del otro. Amarillos de otoño tiñen las hojas por sus
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márgenes; más claros y brillantes en las zonas centrales de los poemas, como si hacia allí apuntasen cañones de luz. La poesía de nuevo, combatiendo las malas rachas, la intemperie de la vida, dejándonos calentar a su alrededor. Sí, dándonos calor. Como la música. Robert Bly, en carta a Tomas Tranströmer, cuenta que en una manifestación contra la guerra del Vietnam alguien lee un comunicado firmado por ochenta miembros de la orquesta de Cleveland y que cuatro de ellos, que acaban de llegar, tocarán para los manifestantes: «Todos nosotros nos quedamos alelados. Seiscientas mil personas se sentaron. Y por medio del equipo de sonido (un complejo sistema cuyo alquiler de un día costó dieciocho mil dólares) tocaron los cuatro músicos un cuarteto de cuerda de Beethoven. Fue tan maravilloso que todos los ojos de todos nosotros se empañaron de lágrimas». Es diciembre de 1969. Por esas fechas (19-2-68), Tranströmer le escribe a Bly: «El desprecio siempre latente por la poesía alcanza en estos momentos su máximo nivel. Ahora, cuando uno se presenta ante estudiantes, es siempre acusado de “adoptar un punto de vista reaccionario” si lee un poema en el que aparezcan hierbas o animales. Y si escribes un poema que toque la política también está mal, porque no utilizas los clichés políticos correctos». Hace una semana el público que asistía en esta ciudad a la entrega de un premio literario preguntó repetidamente por el compromiso de la poesía y los poetas con la realidad, con la política. Vaya bobería —pensaba yo: la gente sigue con el mismo despiste de siempre—, aunque esas preguntas y esos momentos me recordasen otros vividos hace muchos años, asambleas de otros tiempos; tiempos, como éstos, impíos. Y pensaba en esas cartas entre los dos poetas, que se han publicado hace poco con el título de Air mail.
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Ayer, durante la marcha por la huelga general, no hubo mĂşsica de cĂĄmara ni los poetas leyeron breves palabras oblicuas que habrĂan descendido como lenguas de fuego en los corazones ajados o henchidos de los parados y adolescentes. Nadie reclama ya el fulgor.
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