Como un pájaro extraño

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COMO UN PÁJARO EXTRAÑO y otros relatos Carlos García Valverde


Las personas siempre han contado cuentos. Mucho antes de que la humanidad aprendiera a leer y escribir, todo el mundo escuchaba cuentos. Y había narradores que los contaban mejor que otros, es decir, que la gente les creía más sus mentiras. Günter Grass

Un cuento es una novela depurada de ripios. Horacio Quiroga

La novela se hace con trabajo, el cuento con inspiración. Isabel Allende


COMO UN PÁJARO EXTRAÑO

Yo no sé de pájaros, no conozco la historia del fuego. Pero creo que mi soledad debería tener alas. Alejandra Pizarnik

Exordio Te miro a los ojos, esos ojos que ya no son ni tuyos ni míos, y de nuevo tropiezo con la absurda indiferencia, la terca inexpresión que la fatalidad ha puesto en ellos. Tú, abúlica, incapaz de encender de nuevo tu mirada, limitas tu comunicación con el mundo circundante a un rictus que quizá pretenda ser, sin conseguirlo, una especie de sonrisa. Permaneces ya ajena a todo, incluso a esa humedad que ahora descubro y que, resbalando por tus piernas, está formando un charquito sobre el suelo. Te tomo de la mano para llevarte al aseo; te resistes, refunfuñas y me preguntas de nuevo que quién soy yo y qué estoy haciendo allí, pero yo, depositario forzoso de tu memoria, obligado albacea de

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tus recuerdos, no sé ya qué responderte, qué palabras articular, qué razonamientos enhebrar para llevar un poco de luz a tu mente adormecida, a tu cerebro borrado, a tu desconectado intelecto, así que recuerdo -recuerdo por los dos- cada paso, cada estadio de tu progresiva ruina, de ese viaje sin retorno hacia el olvido que ha encadenado de forma mutua la rutina de nuestras vidas mientras, paradójicamente, levantaba entre nosotros esta barrera inaprensible, ese infranqueable muro que acabará por destruirnos a los dos. 8

Recuerdo, recuerdo…. Yo, maldita sea, aún puedo recordar. I -Esta mañana me he encontrado con Lourdes, en la parada del autobús -dijo Carmen, mientras servía la sopa. -Ya me lo has dicho antes -repuse-; esta sopa está sosa, Carmen. -¡Demonios! Otra vez que se me ha olvidado echar la sal. Esta cabeza mía… -No te apures; a nuestra edad, no es bueno abusar de las comidas saladas -trivialicé yo-; son malísimas para la tensión.


No obstante, algo en mi interior, una luz pequeñita casi imperceptible, una minúscula alarma, se disparó repentinamente. En aquel momento, recuerdo, deseché de inmediato cualquier mal presagio, cualquier aciaga premonición. -De todas formas -apostilló ella- no es bueno abusar de las comidas saladas. Son malísimas para la tensión. II A mí también se me olvidan las cosas, qué diablos. Son gajes de la edad; a veces pienso que es una especie de autodefensa inconsciente. Cada vez tiene uno más necesidad de olvidar ciertos asuntos. Al cabo, sólo te quedan los buenos recuerdos, o quizá fuera mejor decir que todo lo que recuerdas te parece bueno. Así que no me costó aceptar que Carmen dejara de recordar un montón de cosas cotidianas que, también es cierto, no interferían demasiado en nuestra vida hogareña ni afectiva. Es más, ello me dio la ocasión de contraer determinadas responsabilidades de la intendencia doméstica que siempre habían estado desempeñadas por mi esposa y que yo, periclitada ya mi vida laboral, podía ahora asumir sin problemas, lo cual me proporcionaba además la

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oportunidad de resarcir a Carmen de su dedicación de muchos años a este tipo de tareas. Así que, paulatinamente, me fui arrogando la misión de hacer la compra, regar las plantas, pasar el aspirador… Un día me encontré un par de mocasines en el frigorífico. La alarma volvió a sonar en mi cerebro. Esa tarde, Carmen, contrariamente a su costumbre, llegó de su tertulia de los martes con sus amigas cuando ya estaba bien entrada la noche. -Chico, lo que me ha costado encontrar el coche… 10

¡Juraría que lo había aparcado en el chaflán de la cafetería! Y resulta que no, que estaba dos manzanas más allá. Menos mal que Pepi me dijo: “si cuando llegaste, venías de ese otro lado”, y así me acordé de dónde lo había dejado, que si no… No sé si hice bien o mal entonces, ni siquiera lo sé ahora, pero omití mencionar el asunto de los zapatos y la nevera. III Es curioso cómo se almacenan los recuerdos en la memoria. Yo siempre me he imaginado este proceso, de una manera muy gráfica, como las ondas, en forma de


círculos concéntricos, que produce una piedra al caer en un estanque, o también como las circunferencias de diferentes diámetros que conforman una diana para el tiro al blanco. Los recuerdos primigenios, los más añejos, serían los redondeles más pequeños y, por lo tanto, más próximos al centro. Con el paso del tiempo, esa peculiar diana que es nuestro propio cerebro comenzaría a desvaírse por las partes más externas y alejadas del punto central, como se desvanecen las ondas del estanque a medida que se agrandan. Así, los recuerdos más recientes irían apagándose, borrándose de nuestra memoria, quedando aún vigentes los más antiguos, los círculos más pequeños y cercanos al centro, al punto de irrupción de la piedra. Nos resulta condenadamente fácil recordar aquella anécdota infantil, aquellos versos pueriles que aprendimos en clase de párvulos, la lista de los doce hijos de Jacob, la de los reyes godos o la de las preposiciones propias, pero somos a menudo incapaces de recordar qué comimos ayer a mediodía o cuándo fue la última vez que orinamos. Esas viejas e inútiles pinceladas de memoria se encastillan en nuestra cabeza, como esos trastos viejos e inservibles que acumulan polvo y telarañas en los desvanes sin que nadie se decida nunca a deshacerse de ellos.

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Pasaron un par de meses sin que Carmen volviera a incurrir en ninguna pequeña anomalía, de forma que acabé por desechar cualquier mal augurio. Incluso llegué a buscar justificación, para mi coleto, al incidente de los zapatos. Tal vez fuera un remedio casero que Carmen había puesto en práctica para… yo qué sé… devolver la tersura al cuero, o algo parecido. Agarrándome tozudamente a esta explicación, evité preguntarle a ella sobre el asunto, temiendo en mi fuero interno que mi socorrida teoría fuera desbaratada por su posible respuesta o, peor todavía, por la 12

ausencia de ésta. De todas formas, ella pareció darse cuenta de su paulatina merma de facultades, porque comenzó a dejar papelitos recordatorios por toda la casa: “Peluquería a las 11:00”, “Recoger traje del tinte”, “Dentista martes a las cinco”… Un mal día me la encontré en el recibidor, intentando torpemente abrocharse los botones del abrigo. Cuando se vio sorprendida por mí en lo que parecía ser para ella una labor harto penosa, me miró, suspendiendo sus intentos baldíos. Era la primera vez que hallaba en sus ojos esa lejanía, esa ausencia de brillo que, con el tiempo, llegaría a instalarse definitivamente en su mirada. Fue un corto instante; parpadeó brevemente y repuso:


-Oye, que no soy capaz de abotonarme… ¡Esta artritis...! Le ayudé con la tarea y le pregunté a dónde iba. -No sé… A lo mejor a dar un paseo. Entonces me di cuenta de que tenía un papel en la mano. Decía: “Martes 17, podólogo”. Pero estábamos a jueves. IV No pude ignorar por más tiempo el problema, aunque todavía tardé un par de días más en avisar a los chicos para ponerles al corriente. Pero los hijos, ya se sabe, tienen sus propios conflictos, su propia vida. Uno se siente responsable de ellos todo el tiempo, pero ese sentimiento no fluye en ambas direcciones. En resumen, intentaron tranquilizarme, apelando a los tópicos propios del caso: “cosas de la edad”, “un bajón de glucosa, que coma dulces”, “bastante bien estáis para vuestros años”, “tienes que vigilarla mucho, no dejarla sola ni un momento, papá”, “mantennos informados si la cosa empeora”, “no te preocupes, igual se le pasa”. Me quedé solo, solo frente a aquella especie de carcoma impía, aquel invisible parásito que se empecinaba

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en la tarea de devorar poco a poco el cerebro de Carmen. Día tras día, noche tras noche, asistí a su decadencia, a la progresiva ruina de su inteligencia, preguntándome continuamente cuándo desaparecería yo mismo de sus recuerdos, sabiendo que ese día, sin duda, llegaría. V No me rendí sin batallar. Ella se merecía mi esfuerzo; hice que la vieran los mejores especialistas, la llevé a uno de esos establecimientos donde atarean las mentes 14

perdidas de los viejos en un intento, las más de las veces escasamente fructífero, de retrasar su deterioro. Finalmente, el momento que yo más temía acabó por llegar: un día, al ir a recogerla al taller de terapia ocupacional, no me reconoció, resistiéndose tercamente a acompañarme. Aconsejado por la terapeuta, esperé pacientemente un rato a que se calmara. Cuando conseguí meterla en el coche, sabía que la había perdido para siempre. VI Los tratamientos farmacológicos, a base de memantina, tacrina y donepezil, tampoco consiguieron


retardar gran cosa la involución de Carmen, su inexorable retorno a la nada. No tardó en aparecer lo que los galenos denominan “apraxia”, la incapacidad de efectuar ciertos movimientos de forma consciente y voluntaria. Esto nos obligó a recluirnos en nuestro domicilio, a hacer una vida de práctica clausura. Hago los pedidos por teléfono al supermercado y, para aquellas otras necesidades que no pueden satisfacerse desde la distancia, he tenido que involucrar a nuestros hijos. Los días pasan lentos, vacuos, monótonos. Y tristes, muy tristes; sólo me consuela la certeza de que Carmen no sufre, no puede ni siquiera sufrir, y que el tiempo es un concepto que su conciencia ya no es capaz de considerar. Estoy solo, solo ante ese monstruo negro que demuele lentamente el raciocinio de Carmen. Perdido todo ánimo, derrotado, sólo me queda esperar el fin, esclavizado a esta servidumbre descorazonadora y fútil que va erosionando mis anhelos, desgastando mis fuerzas. ¿Hasta cuándo…? Epílogo Hoy se abre un hálito de esperanza, un minúsculo pero alentador rayo de luz en nuestro calvario. Yo, heredero universal de tus remembranzas perdidas, forzado tesorero

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de tus memorias extintas, condenado a administrar tus arrasados recuerdos, he atisbado el postrer y amargo consuelo del fin. Porque hoy, bendición, por primera vez en muchísimos años, he olvidado algo, una rutina diaria y puntual. Ha sido una laguna nimia, un lapsus tan insignificante que no merece la pena ser descrito, pero este indicio mínimo ha reanimado mi espíritu y ha renovado mi energía. Con suerte, con un poco de suerte, mañana, pasado mañana, añadiré nuevas omisiones a mi particular 16

regresión y, en un tiempo que deseo fervientemente no sea muy largo, me uniré a tu desmemoria, arrojaré aliviado al pozo del olvido la carga enojosa de nuestros recuerdos. Olvidaré quién soy, quién he sido; cruzaré al otro lado y me fundiré contigo en esa especie de limbo oscuro en el que te encuentras para, ignorando el aquí y el ahora, renacer juntos en algún lugar del tiempo y del espacio, resurgiendo de nuestras cenizas como ese ave mitológica, ese pájaro extraño cuyo nombre -bendita sea- ya no consigo tampoco recordar.


EL FOGONERO

I La potente y veterana locomotora Babcock & Wilcox -una dos-cuatro-cero de las apodadas “mastodonte”- resoplaba de forma pausada, tal un viejo mastín jadeante, dejando escapar vaharadas blancas, como suspiros, por las toberas de vapor. El convoy se había detenido en medio del páramo y resultaba, cuando menos, inusual contemplar en tal sitio un tren inmóvil, lejos de lugares habituales para ello, como andenes o hangares. Los prisioneros fueron hechos descender a empellones y culatazos de los vagones de ganado y obligados a alinearse contra el terraplén sobre el que serpeaban los raíles. Mientras tanto, varios milicianos se ocupaban de montar tres ametralladoras frente a los atribulados cautivos. Corría el mes de agosto y el calor era sofocante, máxime teniendo en cuenta que los detenidos -una veintena de civileshabían sido situados en la parte del talud que daba al poniente, con el sol de la tarde dándoles directamente en la cara. Uno de los soldados reparó en que entre los forzosos

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viajeros había una mujer, y mostró tímidamente ciertos escrúpulos para ejecutarla con el resto de los prisioneros. Entonces, una miliciana se destacó de entre el grupo de captores y, sin mediar palabra, sacó su Star y descerrajó un tiro a bocajarro sobre la cabeza de la infortunada, que se desplomó de espaldas como una muñeca desmadejada, salpicando con su sangre a los prisioneros más próximos. Luego, la ejecutora se encaró con el soldado receloso. -¿Podemos ya continuar, compañero? -espetó, en actitud retadora. 18

Hubo unos segundos de silencio, sólo roto por el rítmico estertor de la locomotora. Al cabo, el señalado bajó la mirada y siguió aviando el tambor de la repetidora. Desde mi puesto de maquinista, en la cabina de la “mastodonte”, yo contemplaba atónito la escena. Desde luego, no era esta la guerra que había imaginado cuando intenté alistarme para combatir a los rebeldes. Quizá la lejanía del frente revestía a la confrontación armada con románticos tintes de lealtad, honor, arrojo y sacrificio puestos al servicio de una causa justa, bregando con el enemigo de igual a igual, casi sin encono, casi sin odio. Lamentablemente para mí, el gobierno republicano había emitido un oficio prohibiendo terminantemente a


todos los obreros ferroviarios el abandono de sus puestos para engrosar las filas armadas. La crucial importancia logística del ferrocarril, como transporte de tropas, armamento o equipos, e incluso su intervención directa en algunas acciones bélicas, requería que todos los empleados nos mantuviéramos en el servicio, de manera que me vi obligado a permanecer junto a la Babcock & Wilcox mientras otros a los que consideraba afortunados se batían en las vanguardias contra el ejército fascista. La escena que acababa de presenciar me repugnaba. Una cosa era darse de tiros o bayonetazos con los facciosos en igualdad de condiciones y otra muy distinta ejecutar impunemente a civiles, por muy culpables que fueran de secundar o apoyar a los levantiscos. No quise ver el resto; mientras descendía de la locomotora por la parte contraria a aquella donde se alineaban los condenados, escuché las ráfagas de las Degtyarev y los gritos ahogados de aquellos mientras la vida se les escapaba. Abatido y confuso, estaba liando un pitillo cuando vi que algo se arrastraba por debajo del tren, entre el ténder y la máquina. Me incliné a tiempo de ver cómo un hombre intentaba abandonar la amalgama de cuerpos inertes y ponerse a salvo al otro lado del convoy. Al parecer, en medio del

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alboroto de los disparos y las convulsiones de las víctimas, tal maniobra evasiva no había sido detectada por sus verdugos, que se estaban ocupando en esos momentos de dar el tiro de gracia a aquellos que aún agonizaban tras el ametrallamiento. Cuando finalmente asomó la cabeza bajo los topes traseros de la “mastodonte”, vi la tonsura que campeaba sobre su coronilla, revelando su condición de religioso. Giró el rostro y me descubrió con sobresalto. Era muy joven -sin duda, un seminarista- y sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, reflejando el espanto de la 20

carnicería de la que intentaba escapar y de la que había salido milagrosamente ileso. Se quedó un momento inmóvil. -Deus Omnipotens animam meam salvum1 - musitó. El latín no había sido lo peor que se me había dado, durante mi poco fructífera educación salesiana, así que, acercándome a él, respondí en voz baja: -Primun corpus redimas2. Dicho esto, y casi sin pensar lo que hacía, me acerqué a él, embadurné su cara con mis manos, enfoscadas de hollín, e hice lo mismo con el círculo 1. Dios Todopoderoso salve mi alma. 2. Primero salva tu cuerpo.


rasurado de su cabeza. Luego tomé una pala y se la puse en las manos. Él me dejaba hacer, desconcertado y perplejo. -Ahora eres fogonero -le cuchicheé al oído-; haz lo que yo te diga si quieres llegar a cantar misa algún día. Le ordené subir a la locomotora. El verdadero fogonero, que había permanecido en la cabina, nos miró sorprendido. -Chitón -me limité a decirle. No era nada raro que las grandes Babcock & Wilcox requirieran la servidumbre de dos fogoneros; con un poco de suerte, todo saldría bien. Paco, que así se llamaba el auténtico servidor de la caldera, se limitó a encogerse de hombros. Uno de los milicianos, que ostentaba los galones de cabo, se dirigió a la máquina. -¡Eh, tú! -le gritó al novicio. Éste temblaba como una vara verde. -¿Yo...? -acertó finalmente a balbucear. -Sí, tú. Y los otros dos. Coged vuestras palas y bajad a echar una mano. Hay que enterrar a estos desgraciados. Descendimos de la “mastodonte”, dispuestos a secundar la orden. En poco más de una hora, ayudados por media docena de soldados, cavamos una fosa no muy profunda donde fueron sepultados los muertos. En medio

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de la faena, entre dos paladas, miré de soslayo al fogonero impostor. Las lágrimas que surcaban sus mejillas formaban regueros entre el tizne que mancillaba su rostro. Le dirigí una breve mirada conminatoria. Al descubrir mi gesto, sorbió los mocos como mejor pudo y se enfrascó de nuevo en su improvisada labor de sepulturero. Concluida la macabra tarea, nos ordenaron regresar marcha atrás hasta la estación que habíamos pasado, unos cuatro o cinco kilómetros antes, donde en principio deberíamos haber desembarcado a los detenidos. Una 22

muchedumbre vociferante, concentrada en el andén, había impedido entonces que los arrestados fueran conducidos a las checas improvisadas en los sótanos del edificio ferroviario, pidiendo a gritos su ejecución. Ante esto, y en evitación de mayores desórdenes, el comandante de la expedición había decidido continuar hasta el descampado, donde finalmente resolvió el problema expeditivamente, de la forma cruel que ha sido relatada. Cuando finalmente arribamos de nuevo a la estación, las turbas se habían ya disuelto. Mientras la soldadesca se dirigía a la cantina, entonando cánticos procaces, los dos ferroviarios y el advenedizo fogonero nos encaminamos a una fonda cercana.


Algo más tarde, medianamente liberados del hollín que impregnaba nuestra piel y repuestas ya las fuerzas con una frugal aunque reparadora cena, el seminarista, que apenas probó bocado, nos contó los pormenores de su detención. Figuraba entre los acólitos del obispo de Jaén, que también se contaba entre los ejecutados. La fémina liquidada por la miliciana era, según nos dijo, el ama de llaves del prelado. Los republicanos habían asaltado el palacio episcopal y habían arrestado a todo aquel que toparon en su interior, bajo la acusación de comulgar con los sublevados. Saqué mi cédula de la compañía ferroviaria y la deslicé sobre la mesa, poniéndola bajo las narices del novicio. -Coge esto y toma el próximo tren. A ver si te las apañas para cruzar al lado rebelde. Y no te preocupes por las comprobaciones; la guerra hace que todo esté manga por hombro, sin que nadie sea demasiado estricto con estos asuntos del papeleo. Si eres discreto y tienes suerte, conseguirás ponerte a salvo. Es todo lo que ahora mismo puedo hacer por ti. -Pero... ¿Y tú? ¿Vas a quedar indocumentado? replicó.

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-Soy suficientemente conocido, tanto en el gremio como en el sindicato y en el partido. Diré que se me ha perdido, o quemado, y mañana mismo me extenderán otra. Como subrayando nuestras palabras, un tren silbó en el no muy lejano andén. -Ya tardas -dije secamente. El seminarista se puso en pie, estrechó mi mano agradecido y abandonó el local. Desde la puerta, se volvió un momento. -Nunca olvidaré esto -prometió. Hice un vago gesto con la mano, como restándole 24

importancia. Al cabo, la puerta se cerró tras el falso fogonero. Paco me miró, sacudiendo la cabeza con gesto reprobador. -Algún día te vas a meter en un lío gordo. II Con el tiempo y los avatares de la guerra, llegué a olvidar al seminarista fogonero. No mucho más tarde de aquello fui asignado a un tren blindado, destinado a intervenir bajo el fuego enemigo. Esta clase de trenes eran, en realidad, convoyes normales, a los que se adosaban grandes placas de hierro -y, cuando éste escaseaba, de otros materiales, como la madera- que protegían sus partes



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