El Color de las Hayas

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Epigmenio Rodr guez

LO QUE HAN DICHO DE LA OBRA ANTERIOR DEL AUTOR “LEÓN SIN PRISA es una obra deliciosa que narra un viaje del autor y su amigo Fran por la provincia leonesa al modo de Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria: echándose al camino con ingenuidad antigua, oído atento y hambre razonable”.

En 2007 escribió y dirigió Las becicletas, una película de corto metraje. En 2010 publicó LEÓN SIN PRISA (I), primer volumen de un libro de viajes por la provincia de León.

Colección Narrativa

En 2011 publicó el segundo, LEÓN SIN PRISA (II).

HACIA LA MITAD DEL OTOÑO

También ha trabajado como consultor en proyectos de cooperación internacional. Fue minero en su juventud y (de lo que se siente más orgulloso) trabajó ayudando a sus padres en el campo y con el ganado desde tan temprana edad como es capaz de recordar.

Como Marco Polo en Las ciudades invisibles (Italo Calvino), el autor de la trilogía DE INFERNIS se sumerge en la idea de que el infierno, los infiernos, no son cosa del futuro, y de los muertos. Al contrario, son aquí y ahora, entre nosotros, en el mundo de los vivos. En ellos se desenvuelven los personajes (aunque quizá fuera mejor decir que son éstos quienes los dan forma) de las tres novelas. En esta primera obra de la trilogía, el infierno adquiere forma en el mundo rural, en un rincón remoto y aislado, cerca y lejos al mismo tiempo de todo y de todos.

ISBN 978-84-15603-10-8

EL COLOR DE LAS HAYAS es su primera novela, y también la primera de la trilogía DE INFERNIS. 9

788415 603108

Logo Eolas

Epigmenio Rodríguez nació en Taranilla (León) en 1953. Maestro, economista y MBA, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la educación, tanto en España como en el extranjero. Ha sido profesor, director de centros educativos y asesor del Ministerio de Educación.

EL COLOR DE LAS HAYAS

Foto: JR Vega

Rodríguez tiene una mirada atenta y sabia, sin ruido. No pretende imponerse, convencer (…) Refleja el espíritu de los mejores viajeros”. “Una obra divertida e importante que no ha necesitado irse lejos para guiarnos por una gran viaje (…) Con humildad, curiosidad y apetito. Y, por supuesto, sin prisa”. Mariano López, Director de la revista VIAJAR “Con LEÓN SIN PRISA estamos ante el viaje más interesante y completo que uno haya leído de la provincia de León”. “El viaje, este viaje, pasará a la historia seguramente como uno de los testimonios humanos y literarios más atractivos de los escritos sobre la provincia”. Alfonso García, Director de EL FILANDÓN (Diario de León)




EL COLOR DE LAS HAYAS



EL COLOR DE LAS HAYAS HACIA LA MITAD DEL OTOテ前

Epigmenio Rodr guez

Trilogテュa DE INFERNIS

Infernum I: RURI


© Epigmenio Rodríguez – 2013 Diseño de portada y fotografía: Amando Casado Director editorial: Héctor Escobar Primera edición: 2013 ISBN: 978-84-15603-10-8 Colección Narrativa Edita: Eolas Ediciones Depósito legal: LE-484-2013 Impresión: Eujoa Artes Gráficas «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»


Agradecimientos

A Marina, primae inter pares. A Julio, cui dubium ullum nunquam fuit. A Mar, operi semper faventi. A Javier, diligentissimo minimarum curatori. A Pepe, postremo auctori. A Ă“scar, Latinitatis magistro.



Para Ilia y para RaĂşl, quos in oculis gero.



El infierno de los vivos no es algo que vendrá; hay uno que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y darle espacio. Italo Calvino

Latet anguis in herba. Virgilio




INDEX Introductio: De fagorum colore (I)

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Un fardel viejo y sucio 1

De sicco sanguine

23

El viaje nocturno Sobresalto Los médicos 2

De profunda natura

35

Los guardias Caza mayor La vida en La Loma Una patada en el caldero 3

De externo mundo

75

Media arroba de escabeche La feria del veinte El hombre de la caja de cartón 4

De novo sanguine

111

El cura nuevo El tiro al plato ¡Motorizados! La oración de San Antonio Un grito en (medio de) la noche 5

De fagorum colore (II) Entran por una puerta…

155


Una pensión en León El miedo es cosa de hombres El camión de la leche El nerviosismo de los perros 6

De aura nova

197

La carretera Una visita inesperada Compañía para el muerto La carrera (después de misa) 7

De matre dolorosa

233

Regreso a la Arcadia La mili en Burgos La conspiración de El Portillo Luna llena 8

De brutali vi

271

De primavera a Los Santos Algunas lágrimas serenas Otra botella en la guantera Furia desatada 9

De vita renovata

311

Noticia de América De nuevo (por fin) la fiesta Epilogus: De fagorum colore (III) La gotera en el tejado

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Introductio De fagorum colore (I)



Un fardel viejo y sucio 2008 Cuando sube al tractor, Braulio ya sabe que será la última vez. Lo hace con mucho esfuerzo, pues tiene alguna dificultad para moverse, tras acomodar las viejas muletas de madera entre el asiento y el guardabarros de una de las ruedas, y sin soltar en ningún momento el fardel viejo y sucio que mantiene apretado contra el pecho ni descolgar la escopeta de la espalda. Ya sentado, desabrocha algunos botones de la camisa, coloca el fardel dentro, vuelve a abrochar los botones, enciende el motor y se pone en marcha. El pequeño tractor, uno de esos especiales para zonas de montaña, atraviesa la brevedad de La Loma y empieza a subir lentamente por el camino de El Cueto. Al principio, la ruta transcurre por una ladera pelada, apenas algunos espinos y majuelos, y la pendiente es bastante pronunciada. En la parte final de la ladera, el camino se adentra en una zona boscosa, mayormente de robles, pero en la que también hay algunas hayas. Pese a lo avanzado del otoño, la tarde es soleada y hace bastante calor. Braulio agradece el frescor de la sombra de los árboles. Además, el camino es ahora algo más llano y tiene mejor piso. Menos mal, piensa, aquí la cadera no sufre tanto

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con los baches y las piedras. Casi se podría decir que disfruta conduciendo en este tramo. Cerca del final de los robles, saliendo de entre éstos, un bando de perdices invade de pronto el camino, unos metros por delante del tractor. Más sorprendidas aún que Braulio, las aves echan a correr camino adelante. Con reflejos sorprendentes para su edad, el hombre detiene el tractor, descuelga la escopeta, se la echa a la cara y apunta. Aún pasan unos segundos antes de que los animales, como sintiendo el peligro que les acecha, levanten el vuelo y se pierdan por encima de los árboles. Pero Braulio no dispara. Retira la escopeta de la cara y se queda mirando a las perdices hasta que desaparecen. Cualquiera que le conociese hubiera tenido dificultad para creerlo incluso viendo la escena. Braulio mueve la cabeza al tiempo que chasquea la lengua y suelta una imprecación. – ¡Rediós! Con parsimonia, vuelve a colgar la escopeta a la espalda y reemprende la marcha. Cuando se acaban los árboles y vuelven el sol y los majuelos, el tractor está ya cerca de la collada, al otro lado de la cual las aguas fluyen hacia El Cueto. Un poco más adelante, Braulio sale del camino y aparca a la sombra de una pequeña mata de robles que parecen haberse perdido del resto del bosque. Con gran esfuerzo, no menos que para subir, se baja del tractor. Aún agarrado al mismo, estira un poco las piernas, recoge las muletas y, apoyándose en ellas, comienza a andar con dificultad, cojeando de una forma poco común. Es un anciano de ochenta y muchos años y aspecto rudo, muy curtido por los años y la vida dura en las montañas. Enjuto, viste desaliñado, ropa antigua, vieja y sucia. Él mismo está sucio y no parece que se haya afeitado en semanas. Calza unas botas viejas, medio rotas. La cojera resulta extraña por-

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que se debe a un problema en la parte alta de la pierna, en la articulación de la cadera. Viéndole caminar no hay duda de que mover esa pierna es una proeza. Y una tortura. La senda por la que camina ahora es estrecha, inaccesible para el tractor. La anchura justa para que Braulio pueda manejar las muletas librando los espinos que la bordean. Un centenar de metros más arriba se detiene jadeando y apoya la espalda en una peña un poco más alta que él. Descuelga la escopeta y la posa en el suelo, a un lado. Después, poco a poco y con gran esfuerzo, se deja caer deslizándose sobre un lateral de la roca hasta sentarse en el suelo, sobre la hierba. Desabrocha algunos botones de la camisa, saca el fardel, lo coloca en el regazo y lo aprieta contra el pecho con las dos manos al tiempo que empieza a balancear el tronco leve y rítmicamente hacia adelante y hacia atrás. El silencio, sólo roto por el canto lejano de algún pájaro, lo invade todo. Transcurre un buen rato antes de que el hombre cese el balanceo y apoye la espalda en la roca. En esa postura, se queda mirando al frente, ante sus ojos una vista inigualable. El colorido de los árboles en otoño, ahora realzado por la luz del atardecer, no puede ser más hermoso. En la ladera de la derecha, la orientada al sur, el ocre austero de los robles. En la de enfrente, la sinfonía de color de las hayas, todos los tonos del amarillo al rojo. Aquí y allá, un argamón, un cerezo silvestre, un mostajo, un fresno. Imposible encontrar un conjunto más armonioso; como las más finas pinceladas del pintor sobre la tela. Sin embargo, Braulio parece no ver nada; tiene la mirada perdida en el horizonte. Tras unos instantes, deja caer la cabeza hacia atrás, hasta apoyarla en la roca, y cierra los ojos. Pero no se duerme. No puede. Sus pensamientos vuelan hacia atrás, hasta 1978, cuando había empezado todo.

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1 De sicco sanguine



El viaje nocturno Sí, todo había empezado en 1978. Aunque, bien mirado, también puede que lo hubiera hecho mucho antes. Aquel año tardó en nevar, hasta el punto de que muy avanzado diciembre no había caído un copo en La Loma. En cambio sí que había llovido, y mucho. Como ocurría aquella noche, cerca ya de la Navidad, en que la lluvia caía a cántaros y el viento soplaba con fuerza, como si las montañas se hubieran puesto de acuerdo en soplar toda su furia. Por el camino que comunicaba La Loma con Las Matillas, apareciendo y desapareciendo entre los árboles, se abrían paso las luces de un coche. Se trataba de un vehículo todo terreno como los del ejército, grande y muy sucio, embarrado hasta el techo. La capota de lona estaba vieja y medio rota. Las ventanillas no tenían cristales, sólo unos plásticos cubiertos de barro que no ajustaban bien y dejaban algunas ranuras por las que entraba el agua. El camino no era sino una sucesión de baches en los que el coche botaba y saltaba como si fuera un barquito, una cáscara de nuez en medio del mar a merced de la tormenta. Con cada bache, con cada bote, un quejido, a veces un grito de dolor, salía de la garganta de uno de los viajeros. En el interior, empapadas por la lluvia, iban dos personas. El conductor, Telmo, un joven de veinticinco años, era el hijo mayor de Braulio y Fini. Sus ropas, muy viejas y ajadas, estaban sucias, llenas de barro. Su cara expresaba un enorme

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sufrimiento, hasta el punto de hacerle casi imposible conducir. En el asiento de al lado viajaba su hermana Virtu, un año más joven que él y la mayor de las hijas. La joven iba agachada y girada hacia su hermano, a quien sujetaba las tripas con las manos cubiertas de sangre. De pronto, el coche se detuvo en medio del camino. – No puedo más – dijo Telmo apoyando los brazos y la cara sobre el volante –. Me voy a morir – añadió entre gestos de dolor. – ¡Sí puedes! – gritó su hermana – ¡Telmo, mecagüen la puta! ¡Tienes que poder! ¡Vamos! – siguió gritando, desesperada, levantando un poco la cara pero sin quitar las manos del abdomen de su hermano. Telmo parecía a punto de desmayarse. – Los baches – se lamentó – Dios, la puta… Qué dolor… Me muero. Virtu optó por cambiar el tono, por parecer un poco más serena, e intentó animarle con toda la dulzura que pudo. Más de la que había exteriorizado nunca. – Vamos, valiente, que tú puedes. Ya casi estamos en Las Matillas, allí la carretera está asfaltada, ya no hay baches. ¡No te pares, tira! – elevó de nuevo la voz, con la última frase, y volvió a sonar imperativa y levemente angustiada. Haciendo un gran esfuerzo, Telmo recuperó la compostura y se puso en marcha lentamente. Con los dientes apretados para aguantar el dolor y reprimir los quejidos, terminó de recorrer el tramo del robledal. Después, unos cientos de metros cuesta abajo, el pequeño puente sobre el río, y enseguida, iluminado por los faros del coche, apareció el cartel de Las Matillas. Se trataba de una aldea minúscula, unas pocas casas pequeñas a ambos lados de la carretera. Sólo una de ellas tenía una bombilla encendida, con una luz muy pobre, en una esquina bajo el alero del tejado. Un perro ladró a su paso. No le oyeron. - 26 -


Nada más cruzar el poblado, cualquier viajero en circunstancias normales hubiera visto que la carretera, aunque muy estrecha, estaba asfaltada. Pero no Telmo, quien, con los ojos medio cerrados, apenas podía ver por dónde iba. Sólo seguir, como un autómata, las marcas de las luces en el pavimento. Aunque lo que no captaban sus ojos sí lo hacía la herida: sin baches, el dolor se redujo hasta un nivel soportable. Su cara reflejó de inmediato un notable alivio. – ¡Vamos, corre! – gritó Virtu sin erguirse y sin quitar las manos de la herida – ¡Acelera, Telmo! ¡Acelera, mecagüen la puta! Pasaron algunos pueblos. La carretera era cada vez un poco más ancha y el valle más abierto. Pero ni el joven, que, aunque aliviado en cuanto al dolor, parecía al límite de sus fuerzas debido a la pérdida de sangre y conseguía a duras penas mantener los ojos abiertos, ni su hermana, quien en su postura no veía nada del camino, sabían bien por dónde circulaban. – ¿Dónde estamos? – preguntó Telmo con un hilo de voz – ¿Cuánto queda? Virtu irguió un poco la cabeza para intentar situarse. Buscó algún hito, algún paraje conocido, alguna señal. En vano. La lluvia, que parecía arreciar cada vez con más fuerza, los árboles flanqueando la carretera, siempre los mismos árboles, el trazado, curva tras curva a lo largo de todo el valle, le hicieron dudar. – ¡Ya queda poco! – dijo con más esperanza que convicción – Me parece que hemos pasado Quintanilla. ¡Vamos, Telmo, vamos! – volvió a animarle – ¡Tira, que ya queda poco!

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Sobresalto En Quintanilla, el último pueblo del valle antes de El Cruce, una familia cenaba en silencio en la cocina de una de las casas situadas junto a la carretera. La cocina, aunque humilde como la mayoría, era amplia y estaba muy limpia. Dos lumbres, la de carbón de la cocina de hierro en la que la madre había preparado la cena, y la de la chimenea bajo la trébede, en la que ardían varios troncos de roble, mantenían la estancia caliente como un horno. Desde el techo alumbraba un tubo fluorescente en el que las cagadas de mosca se contaban por cientos, puede que miles. En una balda fijada a la pared del fondo había una televisión grande, apagada. En torno a la mesa, un tablero abatible por la mitad y unido al banco por dos brazos que hacían posible recogerla por encima de la cabeza y contra la pared, se sentaban el padre y la madre, de mediana edad, y los siete hijos, de entre quince y cinco años. La abuela estaba cerca de la lumbre, comiendo sobre la trébede. Pese al calor, la anciana cubría su cabeza con un pañuelo negro. De pronto, en mitad de la cena, alguien llamó a la puerta. Resonaron varios golpes con gran fuerza. Todos se sobresaltaron. El gato, que estaba dormido debajo del escaño, soltó un bufido y salió corriendo. Desde la calle llegaron los ladridos de un perro, más asustado que otra cosa.

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La madre se levantó para salir. Antes de que tuviera tiempo de llegar al portal volvieron a llamar, aún con más violencia. – ¿Quién es? – preguntó la madre al tiempo que abría la puerta de la cocina. – ¿Está el médico? – la voz de Virtu, que no reconocieron, sonó angustiada desde el exterior. – ¿Quién es? – volvió a preguntar la madre, ya en el portal, al tiempo que encendía la luz – ¿Qué pasa? – ¡Mi hermano! – gritó la voz – ¡Que está con las tripas fuera! Al oírlo, toda la familia, con el padre a la cabeza, se puso de pie y se dirigió al portal. También la abuela. Los más pequeños salieron del escaño por debajo de la mesa. Uno de ellos golpeó el tablero con la cabeza, y un par de platos, llenos de sopas de ajo, cayeron al suelo y se hicieron añicos. Nadie, ni siquiera él, pareció darse cuenta. Un poco asustada, la madre abrió la puerta de la calle. Vio la silueta de Virtu, pero no la reconoció en la penumbra, que no disipaba del todo la luz del portal. – ¡Madre del amor hermoso! – exclamó – Aquí no hay ningún médico. Pero, ¿quién eres, niña? ¿Qué ha pasado? – preguntó intrigada. – ¿No es aquí el médico? – la voz de Virtu reflejaba tanta decepción como sorpresa. – No, el médico es en El Cruce, esto es Quintanilla – dijo la madre –. ¿Qué pasó? – volvió a preguntar, acongojada. Al darse cuenta del error, y sin más palabras, Virtu se dio la vuelta y echó a correr hacia el coche, que estaba parado unos metros más adelante con el motor encendido. – ¡Pero niña! ¡Espera! – gritó la madre, iniciando un leve trote tras los pasos del fantasma – ¿Quién eres? ¿Qué pasó? Virtu no se detuvo. En un visto y no visto llegó al coche, subió y el vehículo emprendió la marcha.

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– Alabado sea el Santísimo – se encomendó la madre, santiguándose y cesando en la persecución al darse cuenta de lo inútil del intento. El padre y los hijos llegaron corriendo. La abuela permaneció en el umbral. Desde la orilla de la carretera, toda la familia se quedó mirando cómo las luces del coche se alejaban y desaparecían un instante después tras una curva. – Si me pareció la hija de Braulio el de La Loma... – dijo la madre en cuanto perdieron de vista el coche. – Sí, era el coche suyo – confirmó uno de los hijos mayores –. Yo lo conocí. Todos los hermanos se quedaron mirando a su madre con la boca abierta. La mujer se santiguó de nuevo. Después, como si salieran súbitamente de un sueño, todos a la vez, se dieron cuenta de que llovía a mares y echaron a correr hacia la casa. La abuela tuvo que apartarse para que no se la llevaran por delante.

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Los médicos Desde Quintanilla hasta El Cruce hay poco más de dos kilómetros. Esta vez Virtu acertó a la primera con la casa del médico. Él no estaba en ese momento, pero su mujer fue a buscarle al bar y cinco minutos después ya estaba en la consulta atendiendo la urgencia. Era un hombre joven, menos de cuarenta años, y su expresión tenía algo, un no sé qué tranquilizador que calmó un poco a Virtu. La consulta era muy sencilla. Una mesa, dos sillas y un pequeño armario de cristal. En la mesa había un teléfono. En una orilla, junto a la pared, una camilla en la que el médico y Virtu ayudaron a tumbarse a Telmo. El galeno levantó la ropa ensangrentada, descubriendo el abdomen del joven, y miró la herida con gesto serio. Limpió con cuidado los bordes. Telmo se quejó un poco, aunque intentó reprimirse apretando los dientes y los puños y cerrando los ojos. – Te voy a poner una inyección, un calmante; estarás mejor – le dijo el médico –. Ayúdame a darle la vuelta – añadió dirigiéndose a Virtu. Con mucho cuidado, le giraron un poco entre los dos. El médico se apartó brevemente de la camilla para preparar la inyección. Mientras lo hacía, Virtu le habló a su hermano. – Te vas a curar, Telmín, ya verás – le dijo con un atisbo de ternura. El médico le puso la inyección.

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– Ahora vamos a vendarte – le dijo después. Con la ayuda de Virtu, y con tanta destreza como cuidado, le colocó una venda alrededor del cuerpo. Cuando hubo terminado se lavó las manos en una jofaina que había en un rincón, tras el armario. Mientras se lavaba, le hizo un gesto con los ojos a Virtu para que se acercara. Ella obedeció y él habló en voz baja, casi al oído de la joven. – Esto es muy grave, es un milagro que haya podido venir conduciendo desde La Loma. Habría que llevarle a León, pero puede que no llegue, ha perdido mucha sangre. Mejor a Villanueva, a la clínica de Rojas; son poco más de veinte minutos. A ver si hay suerte y está en casa – dijo con un gesto expresivo, arqueando las cejas – Puedes lavarte las manos ahí. Al tiempo que descolgaba una toalla de una percha que había en la pared y se secaba las manos, señaló la jofaina donde se acababa de lavar. Virtu ignoró la indicación. – Pero, ¿quién va a conducir? Él no puede y yo no sé – dijo la joven en tono angustiado, esfumada la calma que había sentido en el primer momento. El médico posó descuidadamente la toalla en una silla, descolgó el teléfono y marcó un número. Mientras esperaba que le contestaran, intentó tranquilizar a Virtu. – No te preocupes por eso – le dijo en tono sereno. Alguien contestó al otro lado del teléfono. – ¿Mario? Soy Nicolás, el de El Cruce. Me alegro de que estés en casa. Tengo un herido, es bastante grave, incisión en el abdomen – dijo. Desde el otro lado, el colega debió de interesarse por algunos detalles del caso. – El hijo mayor de Braulio el de la Loma – respondió Nicolás, cuyo nombre acababa de recordar Virtu al oírlo –. Salgo para allá ahora mismo, será mejor que tengas preparado todo.

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Colgó y se dirigió de nuevo a Virtu. – Ayúdame a llevarle al coche. Iremos en el mío. No es mucho mejor, pero al menos tiene cristales. Desde El Cruce a Villanueva, en condiciones normales, no se tardaba más de veinte minutos. Por la lluvia, que seguía cayendo con fuerza, y para evitar molestias a Telmo, Nicolás condujo despacio y tardaron algo más, no mucho. En la clínica del doctor Rojas, éste los estaba esperando en el quirófano con todo preparado. Diez minutos después de llegar, él y Nicolás estaban empezando a operar a Telmo. Mientras lo hacían, Virtu se quedó aguardando en la pequeña sala de espera. Sola, a veces con la mirada perdida, otras con un brillo de ansiedad en los ojos, mirando hacia el pasillo más allá de la puerta, escuchando atenta, alarmándose por el más mínimo ruido que oía, o creía oír, el tiempo se le hizo larguísimo. Por fin, tras algo más de una hora, oyó el sonido inequívoco de una puerta al abrirse y cerrarse y se puso en pie. Enseguida aparecieron los dos médicos al fondo del pasillo. Virtu dio unos pasos hacia ellos. Los dos hombres se detuvieron al llegar a su altura, Nicolás un paso por detrás del otro. – Tu hermano ha tenido suerte; un poco más y no lo cuenta – dijo el doctor Rojas ante la mirada impaciente y ansiosa de Virtu y el silencio de su colega –. Pero se salvará de ésta. A Virtu le cambió la cara, pero se esforzó en que no se notara mucho. – Ya lo sabía yo – dijo con determinación de visionaria –. Es que mi hermano los tiene bien puestos. Los dos hombres se miraron. Sabían cómo se las gastaban los hijos de Braulio, pero aquello sobrepasaba cualquier cosa que hubieran podido esperar.

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– Ven, vamos a la sala – dijo el doctor Rojas, reaccionando tras unos segundos a la respuesta de la joven –. Siéntate – le ordenó, firme, cuando entraron. Virtu obedeció. El doctor Rojas acercó una silla para sentarse frente a ella. Nicolás se quedó de pie junto a la puerta. – Ahora tendrás que decirme lo que pasó – le dijo, utilizando para ello el tono más suave y cómplice de que fue capaz. Virtu le miró fijamente a los ojos y por un momento pareció que iba a decir algo. Pero no lo hizo. Apartó la mirada hacia el suelo, unos segundos, y volvió a levantarla para clavar sus ojos en los del médico. Sin pestañear, aguantó la mirada de éste un buen rato. En un par de ocasiones, mientras lo hacía, apretó los puños manchados de la sangre que aún no se había lavado, ahora completamente seca. El doctor Rojas miró a su colega, que seguía en silencio y, por la expresión de su cara, parecía no sorprenderse ante la actitud de la joven. Tampoco lo pareció el doctor Rojas por el tono de su voz cuando volvió a dirigirse a ella, como si hubiera anticipado que no le iba a contestar. – Bueno, si no es a mí será a la Guardia Civil.

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Como Marco Polo en Las ciudades invisibles (Italo Calvino), el autor de la trilogía DE INFERNIS se sumerge en la idea de que el infierno, los infiernos, no son cosa del futuro, y de los muertos. Al contrario, son aquí y ahora, entre nosotros, en el mundo de los vivos. En ellos se desenvuelven los personajes (aunque quizá fuera mejor decir que son éstos quienes los dan forma) de las tres novelas. En esta primera obra de la trilogía, el infierno adquiere forma en el mundo rural, en un rincón remoto y aislado, cerca y lejos al mismo tiempo de todo y de todos. Colección Narrativa ISBN 978-84-15603-10-8

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788415 603108


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