El Curueño literario
colección cúa
© de sus respectivos textos: los autores © de esta edición: EOLAS ediciones, 2017 www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices Fotografías de cubierta: Jesús Díez Fernández ISBN: 978-84-16613-72-4 Depósito Legal: LE 164-2017 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España
El Curueño
literario Selección de textos de Ángel Fierro y Julio Llamazares Presentación de José Enrique Martínez
eolas ediciones
nota de los antólogos
E
n una cena, que es donde surgen estas ideas, después de un encuentro literario veraniego que los que suscriben protagonizaron junto a Jesús Díez en Santa Colomba de Curueño y que tuvo por título el mismo que esta antología de textos, se nos ocurrió —al comprobar la gran cantidad de escritores que habían escrito sobre el Curueño, el pequeño río leonés— reunirlos en un libro que diera fe de la cantidad y la variedad de literatura que a lo largo de la historia ha generado esa corriente de agua de apenas 47 kilómetros que nace en el puerto de Vegarada, en la raya entre Asturias y León, y muere en el soto de Ambasaguas, al verter en el río Porma. Puestos manos a la obra, la faena, si bien laboriosa, nos resultó entretenida y apasionante por cuanto nos permitió volver a leer libros y a autores que ya conocíamos y a otros que desconocíamos y que fueron apareciendo en nuestro horizonte, bien por indicación de otros escritores, bien por la casualidad. En este sentido, la —7—
colaboración de los antologados, incluso de los que se quedaron fuera ( Jesús Torbado, Gaspar Moisés Gómez, Severiano Fernández Nicolás, Luis Mateo Díez, Eugenio de Nora, Raquel Lanseros, Pablo Andrés Escapa, Manuel Cuenya…) por no tener nada escrito sobre el Curueño, nos facilitó enormemente nuestro trabajo y es de rigor que se lo reconozcamos. También a aquéllos que, como simples lectores, nos pusieron en la pista de algún autor del que ignorábamos que hubiese escrito nada sobre el río Curueño. La antología, que acoge a 40 autores más dos textos escritos expresamente para ella sobre el romancero y la legendaria y el cancionero populares por José Luis Puerto y Ángel Fierro respectivamente, cubre 400 años largos de historia. En ella están todos los autores de los que sabemos han escrito en ese tiempo literariamente sobre el Curueño. Subrayamos lo de literariamente para explicar por qué no aparecen textos de otro carácter (historia, heráldica, geografía…), que los hay en abundancia sobre el territorio, y para precisar que el término literario acoge a los diversos géneros considerados tradicionalmente como tales, esto es, la poesía, la narrativa, la dramaturgia y el ensayo. Por nuestra parte hemos añadido dos o tres muestras de géneros que por su modernidad no figuran en esa relación, pero que a nuestro entender son también literarios, como el periodismo y el guion de cine. Seguramente por nuestra ignorancia, que no por la voluntad, se nos han quedado fuera escritores merecedores de aparecer en la antología, por lo que les pedimos perdón ya desde este momento. Como esperamos que esta no sea la única edición podremos corregirla y ampliarla en el futuro. Nuestra única intención, desinteresada y llena de ilusión, ha sido ofrecer una muestra de todos los textos que, directa o indirectamente, en un género literario u otro y sin parar en ideologías o relevancia o fama de sus autores (hay desde un Premio Nobel hasta los que se publican ellos mismos a falta de —8—
editorial), se pusieron un día a escribir del Curueño, como un reconocimiento a sus pobladores y una modesta contribución a una zona a la que tanto debemos como personas y como escritores. Ángel Fierro y Julio Llamazares
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presentación
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l propio título de este libro, El Curueño literario, pone de relieve la importancia del río, desde la montaña en la que nace hasta el valle que recorre y riega. Son los tres elementos naturales, paisajísticos, de buena parte de los textos recogidos en este libro: río, montaña y valle; pero es el río el que está presente, como un camino de agua, en todos los accidentes del paisaje, sean la naturaleza tortuosa de las hoces o la mayor apacibilidad del valle. El río es siempre una vía, un espejo, un signo de la vida en el transcurrir de sus aguas hacia el mar de la muerte, como dejó acuñado Jorge Manrique en los versos más citados de nuestra literatura: «Nuestras vidas son los ríos / que va a dar en la mar / que es el morir». El Curueño es un río literario porque ha inspirado a poetas y prosistas, como se ve sobradamente en los textos recogidos en este libro que prologo. Probablemente no existe río de alguna importancia que no haya sido verbalizado por la pluma de los escritores que han nacido o vivido en — 11 —
sus cercanías. Recuerdo, a vuela pluma, el Tajo de Garcilaso, el Tormes de Fray Luis y de Unamuno, el Duero de Machado, Gerardo Diego y Claudio Rodríguez, el Genil y el Darro de García Lorca, el Voltoya de Luis Felipe Vivanco y, más cerca geográficamente de nosotros, el Esla de la Diana de Montemayor y, sobre todo, el Sil de Gil y Carrasco, no sólo en sus celebradas novelas, sino también en su poesía: «Es hermoso, claro río, / amontonar las quimeras / sobre tus ondas ligeras, / junto a ese alcázar sombrío / que descuella en tus riberas». Hoy es el Curueño el que nos introduce en la literatura que ha inspirado, desde Pedro de la Vezilla, en el siglo XVI, al pasado siglo XX, con tres centurias vacías por el medio; tres centurias en las que la literatura leonesa, si exceptuamos las figuras del padre Isla y de Gil y Carrasco, tiene poco que ofrecer. Más de treinta escritores, en verso o prosa, dan cuerpo a El Curueño literario, con un número aún mayor de textos —hay escritores que aportan más de uno— que en esta introducción presentamos en sus variaciones paisajísticas, vivenciales, evocadoras o de otro tipo. El río del olvido se titula, poéticamente, el libro de viajes por tierras del Curueño de mayor enjundia literaria. El título exhibe reminiscencias clásicas, mitológicas y manriqueñas. Su autor, Julio Llamazares, emprendió el recorrido río arriba, como antes lo hizo Mariano Domínguez Berrueta, por el estrecho camino que, plegándose al cauce del río, seguían, dice, los arrieros de Los Argüellos, que ignoraban que «por aquel trágico camino habían subido los romanos, que en sus luchas de invasión con los indomables astures cruzaron estos desfiladeros». Después, Camilo José Cela, Jesús Fernández Santos, Juan Pedro Aparicio y el ya mentado Llamazares nos hablan de la cinta de plata que recorre la comarca.
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Cela comparece aquí porque, como el lector recordará, las referencias a los momentos últimos de Pascual Duarte, dado que éste no puede relatar su propia muerte, las hace, entre otros, el comandante del puesto de La Vecilla, que anteriormente era guardia civil en Badajoz. No es extraño que Cela se acuerde de La Vecilla, porque, como relata en Memorias, entendimientos y voluntades (2001), a la villa fue a parar, alto y flaco, a fines de 1937 y hasta la primavera del año siguiente, con el fin de convalecer de una tuberculosis. Es un fragmento que también se recoge en El Curueño literario, aunque en él no aparece el hecho de que engordó veinte quilos, algo que no sorprende, dado el copioso almuerzo de cada día, seguido de «siesta de orinal de casi dos horas». Sin embargo, el texto más atractivo, sugerente y pícaro de Cela procede de una página de La colmena que relata la suerte de Dorita, que «la perdió un seminarista de su pueblo» llamado Cojoncio Alba, el cual la llevó a ella, que «iba como medio boba», «hasta las orillas del Curueño, y allí, en un prado, pasó lo que tenía que pasar. Dorita y el seminarista eran los dos de Valdeteja, por la provincia de León». El fragmento de El Transcantábrico, de Aparicio, alude al Curueño como río «trotón y cantarín; en sus aguas se pulen las rocas de la montaña», al tiempo que un personaje aclara que «es un río pescador de los buenos». Pero los textos más abundantes sobre el Curueño proceden de los que vivieron al pie, como es el caso de Julio Llamazares, con casa familiar en La Mata de la Bérbula (popularmente La Matica), y de Jesús Fernández Santos, que tenía casa en Cerulleda, pueblo sobre el que José Bernardo Álvarez de Benito refiere en su texto una anécdota curiosa y en el que se sitúan, asimismo, las secuencias extraídas de la película El techo del mundo, de Felipe Vega, cuyo protagonista, Tomás, escucha «los sonidos familiares» que tanto añoró en Suiza: «el del río, el de los árboles, los ladridos de los perros»… Seis textos se escogen de — 13 —
Fernández Santos, del cual se podrían traer a cuento obras enteras, como Los bravos (1954), La que no tiene nombre (1977), alusiva a la Dama de Arintero, Los jinetes del alba (1987) y Balada de amor y soledad (1987), además de algún cuento de Cabeza rapada (1958). Las referencias al río proceden de La que no tiene nombre, un fragmento magistral, esencialmente sobre el camino, «hermano del río», pues juntos nacen y juntos bajan «de la cordillera hasta la tierra, más rica y llana, tras cruzar el laberinto de Las Hoces». De igual modo, en Balada de amor y soledad asistimos a la desorientación del personaje, que pide al río que siga siendo su guía, pues, en efecto, su curso acabará llevándonos a alguna aldea o a algún paraje conocido. También de El río del olvido podría extraerse cualquier fragmento, al igual que podría hacerse de las historias de maquis de Luna de lobos, asunto en el que incide, igualmente, el texto de Javier Menéndez Llamazares. De El río del olvido se selecciona un fragmento del comienzo mismo del viaje, río arriba como ya se ha indicado, desde Ambasaguas y Barrio de Nuestra Señora, Barrio a secas para los lugareños, que, «como la carretera, es un pueblo apretado y humilde, de adobe, piedra y teja». Y es que el paisaje del Curueño —montaña, río y valle— se completa con los pueblecillos que se van sucediendo a medida que se asciende el curso del río. A algunos de ellos se refieren diferentes textos, como el extraído de Cuerda de presos (1953), de Tomás Salvador, obra en la que el estado de ánimo del preso y de los guardias civiles que lo trasladan de La Valcueva a La Vecilla, se unen escuetas referencias a uno y otro pueblo, anotando del primero «sus casuchas de barro y paja», y del segundo, «reclinado a orilla del río», «las casas, chatas y aplanadas». Las vivencias del paisaje rural cobijan en su mayoría memorias de infancia y los textos conducen a la evocación, que suele llevar — 14 —
consigo ciertos dejos de añoranza de un espacio cuya huella permanece en la mente como el paraíso al que uno desea tornar, bien sea en la realidad, bien en el recuerdo o bien transformando el lugar en territorio de la imaginación, enriquecida a medida que los años nos alejan del paraíso vivido, soñado o fantaseado íntimamente o en las páginas escritas como memorias, poemas y narraciones ficticias o de viajes reales. Memoria y evocación se concitan en el texto aportado por Gregorio Fernández Castañón, cuajado de recuerdos y preñado de encanto, lirismo y belleza; y cuando hablo de belleza me refiero tanto al paisaje al que el texto alude como a la propia escritura del autor, a la cual acuden en manada recuerdos de Sopeña, La Cándana, Aviados, «La Matica» y muchos otros pueblos del Curueño, con una apelación final: «Memoria… ¡No te vayas, memoria!». Y evocador es el hermoso texto de David Rubio, en torno al abuelo y sus primaveras, siempre a la espera de llenar de enjambres una de sus tierras, hasta que la enfermedad primero y la depresión después lo arrebataron del mundo. Como se puede intuir, la evocación supone generalmente una pérdida. «Se canta lo que se pierde», aseveró Machado, y la pérdida origina una tonalidad elegíaca patente en textos como los referidos, de cuyas mimbres evocatorias se alimenta, asimismo, el espléndido relato de Fulgencio Fernández, que narra cómo en el imaginario del chaval —él mismo— fue creciendo Tolibia, desde la fuerza de su nombre hasta la historia mágica de duendes que le contaron; y todo a partir de la mención del cojo de Tolibia, del cual brota un relato tan verídico como literario, con la gracia que el periodista y escritor imprime a lo que cuenta. Pero nadie quizá ha evocado las tierras del Curueño con mayor insistencia y sensibilidad que Jesús Díez Fernández, tanto en su poesía como en sus libros en prosa, como se hace patente en uno de los títulos: El niño del tren Hullero — 15 —
(2010). Si ya en los poemas seleccionados de Nogal de pergamino (1991) se alude a la memoria, al «nogal adolescente» y al «trillo del recuerdo», en Clepsidra de otoño (1995) los tres poemillas en prosa evocan el invierno, la nieve y el fuego del hogar, entre otros elementos paisajísticos. Conviene añadir que la nieve, el hielo, el frío y el fuego familiar parecen una fijación en la memoria de muchos de los autores presentes en El Curueño literario. Tal ocurre, asimismo, en La nieve sin derretir (2016), de Jesús Díez, bien que recuerde y relate los recuerdos de una anciana avivados por la llegada y salida diarias de ese tren Hullero tan presente en la memoria lírica del autor. «El frío es la paciencia del paisaje» proclama José Carlón, resumiendo así su reflexión metafórica sobre el invierno y la nieve, sin que en otro de sus textos deje de aludir, con «una nostalgia por no se sabe qué: por lo indecible», a los años mozos «en los veranos del pueblo, en las riberas del Curueño amigo». El verano es la estación en que se celebró el poético Festival para Rebecos, en el puerto de Vegarada, al que se refiere el artículo que Antonio Colinas publicó en El País en octubre de 1984, con interesantes pinceladas paisajísticas en el camino de ascenso: «El río discurría abajo socavando los murallones de roca caliza, resquebrajados por las nieves y por las heladas, de las hoces de Nocedo. Río de truchas exquisitas discurriendo inexorable bajo los puentecillos romanos, todavía indemnes desde las guerras; de cántabros y astures contra Roma, y dignos por ello de ser mimados». Vegarada es, naturalmente, el puerto de referencia en distintos textos, y tanto Luis Alonso Getino como, en verso, José López Tascón evocan en sendos textos de La Montaña de León (1927) «la campana de Vegarada que orienta a los perdidos caminantes», o los desorienta «con ecos mentirosos». El verano, al que aludíamos, es para muchos el momento anual del regreso al pueblo, al paraíso personal que uno se resiste a per— 16 —
der. En torno al asunto construye Julio Llamazares un breve relato sobre un personaje de La Mata que cada año, al asomar el verano, los espera impaciente, a él y a su padre. Y cuando el propio Llamazares canta melancólicamente en un poema a «La casa cerrada» cada otoño, para quedar «a merced de la nieve, del tiempo y los recuerdos», sabemos que volverá a abrirse en el próximo verano, «esperando que un día, definitivamente, se cierre para siempre como mi corazón». Aún así, ningún otro texto ha evocado con tanta efusión el retorno a su espacio dichoso de juegos y aprendizajes como Ángeles Caso, que en su relato ofrece una visión de la ribera del Curueño como el paraíso que uno disfrutó de niño y sigue disfrutando cada verano. Menciona Ángeles Caso «paisajes hermosísimos» del mundo y «paisajes deslumbrantes de nuestro país» que han dejado huella en su obra literaria, «pero ninguno de ellos significa tanto para mí como este donde me encuentro, humilde, sin nombre ni presencia en los índices de espacios singulares del mundo. He venido aquí, a esta ribera del río Curueño, casi cada verano desde que nací. Éste fue mi paraíso infantil, el ámbito de la libertad y los juegos sin fin. Aquí comenzaron mis primeras relaciones de amistad, profundas y duraderas. Aquí rocé por primera vez la mano de algún chico que me gustaba y descubrí —en los baños en el río, en los paseos en bicicleta, en las excursiones al monte— la inesperada y gozosa resistencia de mi cuerpo. Aquí aprendí a disfrutar de la hermosura de los árboles, del poder de las tormentas, del vértigo de los cielos estrellados». El interés de la cita puede disculpar su extensión, pues es un hermoso testimonio y una rotunda celebración de ese paisaje que le seguirá susurrando a la autora toda clase de sentimientos gratos: «Bendito seas. Y hasta el año que viene». En 2006 publicó Carlos J. González Alonso la novela Frente Norte, sobre la guerra civil; en ella, el viaje de un camión como re— 17 —
fuerzo para los milicianos que esperan cerca de Montuerto origina la visión de un paisaje nocturno al pasar por Valdeteja, lugar de nacimiento del autor. Por la singularidad paisajística y por la belleza misma del pasaje merece ser destacado: «La luna ha salido, impensable y mágica. Ilumina la carretera y resbala por las peñas aún mojadas de lluvia. Brillan las crestas montaraces de Bodón y recortan en sus alturas a la noche. El cielo, barrido de nubes desde que pasó la tormenta, dibuja un vasto firmamento preñado de astros que se estremecen en el infinito. Un agradable olor a tierra húmeda y a hierba seca llega desde los pastizales». Un largo capítulo de El Curueño literario lo forman los textos alusivos a medios de vida, costumbres, anécdotas, folclore, leyendas, literatura y asuntos semejantes; en suma, al otro patrimonio, pues el de la naturaleza ya lo hemos podido observar en el trato con los textos anteriormente mencionados. Uno de los modos de vida peculiares de la comarca —por lo demás, bien conocido y apreciado en la provincia—, y al que se refieren algunos de los textos, es el de los gallos de La Cándana y pueblos cercanos, que motivan un texto precioso de Delibes sobre los que él llama «gallos de Boñar», en un lenguaje coloquial puesto en boca de una lugareña y dejando, en cambio, que su pluma trace algunos rasgos del paisaje: «El agua canta en las cárcavas y corre a engrosar el caudal del Curueño, al fondo del valle, que, más abajo, afluye en el Porma. En las faldas, entre río y montaña, bosques de robles con hojas de invierno. Matos de brezo y escoba, hirsutos, encogidos, sin florecer aún». Al patrimonio histórico y arquitectónico se refiere Ignacio Alonso, en cuyo artículo relata y rescata la herencia de puentes romanos y medievales que aún perviven sobre el Curueño, así como algunos molinos y calzadas romanas, trepando río arriba hasta las mismas fuentes del río, con apuntes rápidos del paisaje, entre los que destacan los que aluden a la fauna y la flora de la zona: «Los — 18 —
ricos bosques que circundan el Curueño son guaridas de corzos, rebecos y jabalís. En los valles aún cantan en verano perdices y codornices. En las laderas altas crece el arándano, la genista y la urce y exhiben su mejor color los acebos, abedules, serbales, pinares y hayedos». Es en este aspecto en el que incide el texto de José Luis Leicea, en su viaje, carretera arriba también, describiendo con noble estilo las hoces de Valdeteja y la variable vegetación a medida que el camino asciende hacia Tolibia, refiriéndose igualmente al filandón de «otros tiempos» y al romancero aún vivo, pero ya en decadencia, urgiendo —el texto es de 1981— a una recogida «para que este glorioso fantasma del pasado —cada día va siendo más— no se extinga definitivamente en medio de nuestras generaciones vivas». Afortunadamente, cuatro años después, en 1985, un equipo del Seminario Menéndez Pidal, dirigido por Diego Catalán, batió la provincia, recolectando el Romancero General de León, publicado en dos tomos en 1991, un romancero todavía vivo entonces, aunque ya se palpaba su decadencia, por diferentes causas, como la despoblación de los núcleos rurales, las familias reducidas, la pérdida de tradiciones seculares como el filandón, la influencia de la cultura urbana, etc. El romancero forma parte de la cultura oral, a la cual pertenecen asimismo las formas, dialectales o no, del lenguaje rural, aquellas que verbalizan las diferentes labores del campo, formas que también han caminado hacia la desaparición al cambiar las formas de vida y del trabajo. El texto de Isaac González aprovecha, precisamente, los términos tradicionales del acarreo de la leña desde el monte hasta el pueblo (las trechas, el entrechao, los norios, etc.). De la oralidad participan, asimismo, las canciones de montaña que, enigmáticas y misteriosas, evoca Agustín Delgado, así como el mundo de las leyendas fijadas en el imaginario popular, tal como señala Fernández Santos: «Estos escondidos valles de León guar— 19 —
dan en sí multitud de historias desde los tiempos de la dominación romana hasta hoy; leyendas que hablan de la Dama de Arintero, protagonista de mi obra La que no tiene nombre, o relatos sobre el castillo de Montuerto, situado a orillas de la antigua Calzada». Las leyendas tradicionales son el cimiento de las leyendas literarias o escritas, como la muy hermosa de Ángel Fierro, cuajada de misterio, mitos y miedos ancestrales, así como de lirismo, pues como en otros casos del presente libro se podría hablar de prosa o narración lírica. Fierro apunta a los filandones, en los que «sacaúntos, fantasmas, trasgos, enanos jorobados y toda una baraja de aparecidos de ultratumba […] se evocaban noche tras noche en las conversaciones de las estancias». La leyenda alude al miedo o terror colectivo ante los extraños sucesos en el «cementerio de Solcastillo, en las afueras de Montuerto», con el imaginario personal del escritor dando cuerpo literario al imaginario popular. En la literatura escrita se asientan los dos textos de Juan Benet. En uno de ellos alude a la madurez profesional de ingeniero y a la madurez literaria, ésta adquirida con la escritura de Volverás a Región en los años en los que, a partir de 1961, dirigió las obras de construcción del pantano del Porma y las del túnel del trasvase del Curueño al otro río; y, asimismo, alude a la invención de Región, «paraje imaginario» inventado «para no tener que pagar el elevado tributo que exige la reproducción de la realidad estricta». El otro texto benetiano comprende las magistrales páginas iniciales de la novela citada en torno a los riesgos del viajero que «saliendo de Región pretende llegar a su sierra», con poderosa imaginación sobre la realidad de los ríos, los valles, la vegetación y los caminos que abocan a «un pequeño y elevado desierto que parece interminable». Y a la escritura pertenecen los textos poéticos que alternan con las prosas citadas. Aparte de las estrofas épicas de Pedro de la — 20 —
Vezilla, encontramos poemas de José López Tascón, de José Fernández, este con tres breves romances sobre el nacimiento del río «entre caliza y pizarra», sobre la costumbre de dormir en la era en agosto y sobre el deseo de que sus cenizas se esparzan en su tierra; de José Antonio Llamas, que se duele en un soneto de la muerte del padre de otro poeta amigo, Llamazares, enterrado en el cementerio de La Mata de la Bérbula, y que es «ya solo un sueño que anidó en tus ojos»; de Ildefonso Rodríguez, un largo poema cuyo origen reside —según nota del autor— en «una excursión pandillera a La Vecilla, en junio del año 1979», y que evoca las sensaciones de un paisaje a la llegada del verano, con agua, puentes y canciones, río, prados y robledos; de Jesús Díez, de Julio Llamazares, de Mariano Calvo Haya, que canta el éxodo un día del valle trabajoso y el regreso en el recuerdo y en los sueños al «territorio sagrado de mis abuelos»; de Antonio Manilla, con un poema evocador del paisaje otoñal y de las «agrestes rocas de mi tierra», Nocedo; de Ana Merino, que en «La otra orilla» alude al paradigma clásico del «río del olvido»; y de Antonio Gamoneda, que selecciona cuatro de los poemas de Pasión de la mirada, tal como aparecen en Esta luz. Poesía reunida (1947-2004) y que en El Curueño literario, los titula «Aquellas sombras del Curueño», poemas que dibujan, en alguno de los fragmentos, un paisaje que, en efecto, es o puede ser el del Curueño, aunque lo que importa es la consistencia estética, tan apretada y alta. El Curueño literario se cierra con un epílogo sobre las leyendas y romances en el Curueño, por José Luis Puerto, y sobre la oralidad y el cancionero tradicional, obra de Ángel Fierro. En 2011 publicó Puerto un magno libro: Leyendas de tradición oral en la provincia de León. En él, y a lo largo de mil cuajadas páginas, da cuenta de la riqueza, abundancia y variedad de las leyendas tradicionales en las tierras leonesas. También en las del Curueño — 21 —
abundan, como es natural. Puerto alude a las leyendas aún vivas en el imaginario de las gentes, en el archivo memorístico de los mayores sobre todo. Las leyendas no difieren de las del resto de la provincia, de modo que unas tienen que ver con el ámbito celeste (sol, luna, estrellas), otras con los tesoros escondidos por los moros, otras referidas a fuentes y lagos, a animales fabulosos como el basilisco y a localidades desaparecidas, en este caso alusivas a Villarrasil, en el término de Nocedo. Quizá merezcan destacarse las leyendas en torno a «las andanzas de San Froilán por Valdorria y esa área del Curueño». En cuanto a los romances, Puerto indica que el Curueño, en general, es más rico en sustratos legendarios que romancísticos, recogiendo únicamente dos muestras del motivo de «la conquista amorosa», una del romancero tradicional (la mujer vestida de hombre, que en el caso del Curueño, se encarna en la Dama de Arintero) y otro de un cantar narrativo vulgar localizado en Devesa del Curueño. El estudio de la oralidad secular en el Curueño se completa con la aportación de Ángel Fierro sobre el cancionero tradicional. Nadie mejor podía tratar este asunto y acercarse al cancionero tradicional del Curueño que Fierro, que ya en otros libros, como Arbolio. Flor del viento, se ocupó de este acervo popular en la tradicional comarca leonesa. Un verdadero tesoro es el de esos cantos rimados y con tonada, es decir, cantados, que reflejan trabajos, actitudes y sentimientos de las gentes del Curueño. Trátase de textos anónimos, que lo son porque todos los sentían como propios, no importa quién los compusiera originariamente. Textos y melodías que es preciso recoger, pues toda una serie de circunstancias, que Fierro revela, hacen que la canción tradicional haya quedado sin espacio o hurtada por el folclore de los grupos urbanos. Fierro destaca la sensibilidad y el lirismo («un sentimiento lírico y soñador, con extrema delicadeza emocional») de las canciones del — 22 —
Curueño, ajenas a «la chanza o la vulgaridad» de los cancioneros de otros territorios, amén de otras singularidades, como «una notable creatividad popular», con asuntos que van del sentimiento religioso (los villancicos, por ejemplo) a los propios del romancero tradicional (como los referidos, en sus muchas variantes, a la Dama de Arintero), de las rondas de mozos a los elementos paisajísticos, de las faenas del campo a los cantos de baile… El conjunto es de una riqueza fecunda, de una finura y una sensibilidad admirables que, como indica Fierro, superan lo local con visos de universalidad: «Junto a las labores de la ganadería y la agricultura, propias del territorio, latía un ramalazo de espiritualidad, como hisopos azules que refrescan la circunferencia de un bastidor», símil propio de un poeta como Ángel Fierro, tan fino y sensible como los textos de los que da testimonio. Es la hora del lector, pero no dejo de pensar, al dar fin a esta introducción, que un libro como el presente podría inaugurar el mapa literario leonés, extendiendo la idea a las demás tierras y comarcas de la provincia. José Enrique Martínez Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de León
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El CurueĂąo literario
Pedro de La Vezilla Castellanos (¿León? Siglo XVI)
PRESENTACIÓN DE CURIENO (Canto II)
Llamábase el fortísimo Curieno de feroz condición, hombre insolente en cuyo bravo y furibundo seno no vio lugar el miedo eternamente. Ora ocurriese el tiempo malo o bueno o se viese con poca o mucha gente su osado corazón y brazo fuerte no parecía temer fortuna o muerte. PRESENTACIÓN DE POLMA (Canto II)
Mi padre celebraba el casamiento con sumo gozo de una hermana mía y de un varón de gran merecimiento — 27 —
que el gentil Canioseco se decía; mozo dispuesto, de alto pensamiento, señalado de esfuerzo y valentía tal en efecto cual se procuraba, pues a la bella Polma se le daba. EN EL CASTILLO DE MONTUERTO. LUCHA E INCENDIO (Canto V)
Aprestados los nuestros dejaremos contra los que la puente están guardando, solos los dos el río pasaremos y en los tendidos cuerpos encontrando arma, revuelta y muerte causaremos los unos con los otros barajando. MUERTE DE LOS HÉROES (Canto XIII)
Porque Rolando, a quien la carga inquieta del un peligro al otro que le estrecha cierra los dientes y la espada aprieta y el resto en ella de sus fuerzas echa y a Curieno, por la diestra teta hasta la cruz le atravesó derecha. Estando ya la planta zambullida dentro del agua, rebramando en vuelo — 28 —
una enemiga lanza caminaba que el tierno y blanco pecho atravesaba. EL VALLE DEL CURUEÑO Dejo el bravo Curieno allí tendido en el foso de muertos ya tupido y por memoria de este varón fuerte el valle do sus huesos de olvidaron cubiertos de mortal y verde sueño se llama hoy día El Valle del Curueño. De León de España (1586)
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Mariano Domínguez Berrueta (Salamanca, 1871 - León, 1957)
El que estas cuartillas escribe ha ido, Curueño arriba, en la buena compañía de los arrieros del buen argollano Rafael Orejas, que dejaban en los pueblos aceite, vino, tabaco, harina, piensos, unto de carro, amén de una serie interminable de encargos de botica, de mercería, de velas para las iglesias, de madreñas, de certificados impresos para los secretarios; el carro era el arca de Noé y era recibido en los pueblos como los Reyes Magos. Aquel carro, cargado por la noche para salir de La Vecilla al amanecer, con sus tres o cuatro poderosos machos delante y a la zaga dos mastines, que al verse sueltos carretera adelante gozaban de la libertad del campo y al entrar en los pueblos desafiaban a todos los perros habidos y por haber, era ya un progreso de la antigua arriería y un preludio del motor que ahora abre paso con alarmantes bocinazos que retumban en el silencio majestuoso de las Hoces «como una blasfemia entre una oración». No sin riesgo, subía penosamente el carro hasta Redipuertas, por la carretera estrecha, entre la peña y el río, templando la «galga» para sujetar la recua, a la entrada de los puentes peligrosos,
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sorteando el peñasco que cayó unos días antes y del que aún se espantaban los mulos, ayudando a un pastor a recoger el ganado antes de que los perros del carro se engancharan con los perros de los pastores…, no faltaban riesgos en el camino, pero aún quedaba margen para la charla siempre interesante, con estos hombres que no aspiraban a arreglar el mundo ni tenían tiempo para ello. La conversación recayó en el único tema en que ellos podían enseñarme lo que yo no sabía: el tema de la arriería en Los Argüellos. A la margen izquierda del río aún se ve el camino viejo, angosto y descarnado, serpenteando para adaptarse a lo menos agrio de las peñas y bastante bajo para plegarse, en lo posible, al cauce del río, evitando así pendientes y hondonadas, aunque con el peligro de resbalar con los hielos las bestias y caer al agua, que en las crecidas rebasa a trozos el camino. Rudamente abierto en la peña bravía, probablemente abierto para senda de ganado, apenas permite el paso en hilera de caballerías o de hombres, y las grandes piedras con pretensiones de losas apenas sirven más que para aumentar los riesgos del caminante. Eran estos, a veces, tan positivos y graves en los pasos difíciles y en los días del duro invierno que las caballerías y los hombres sentían el miedo que a unos y otros paralizaba. Entonces —me decían los arrieros— se apretaban las cargas y las cinchas, se daba algo de pienso a los machos, se ponían unos trapos atados a los cascos, unas anteojeras para que las bestias no vieran el demasiado próximo río… y de uno en uno, con un arriero delante y otro al mismo borde del camino, iba pasando la recua penosamente, lentamente. ¡Y los arrieros iban rezando! Ellos no sabían que por aquel trágico camino habían subido los romanos, que en sus luchas de invasión con los indomables astures — 32 —
cruzaron estos desfiladeros, dejaron lo mejor de sus ÂŤequitesÂť en guerra interminable, y apenas tuvieron respiro de tranquilidad para levantar un par de puentes y otro de castilletes, de los que queda poca huella. De Regiones naturales y comarcas de la provincia de LeĂłn (1952)
Índice
Nota de los antólogos . . Presentación . . . El Curueño literario . . Pedro de La Vezilla Castellanos . Mariano Domínguez Berrueta . Luis Alonso Getino . . José López Tascón . . Camilo José Cela . . Miguel Delibes . . . Tomás Salvador . . . José Luis Leicea . . . Jesús Fernández Santos . . Juan Benet . . . Antonio Gamoneda . . José Fernández Fernández . Juan Pedro Aparicio . . Agustín Delgado . . .
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Ángel Fierro del Valle . . José Antonio Llamas . . José María Merino . . Antonio Colinas . . . Juan Isaac Sánchez . . Carlos J. González Alonso . Ignacio Alonso . . . Jesús Díez . . . Pedro García Trapiello . . Ildefonso Rodríguez . . Felipe Vega . . . César Gavela . . . Isaac González . . . Epigmenio Rodríguez . . José Carlón . . . Fulgencio Fernández . . Julio Llamazares . . . Gregorio Fernández Castañón . Ángeles Caso . . . José Bernardo Álvarez de Benito . Mariano Calvo Haya . . Melchor Riol . . . Antonio Manilla . . . Ana Merino . . . Javier Menéndez Llamazares . David Rubio . . .
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Epílogo. La literatura popular . . I. Río de la memoria: leyendas y romances en el Curueño, por José Luis Puerto . II. La oralidad. El cancionero tradicional, por Ángel Fierro . . . .
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Esta primera edición de El Curueño literario publicada por EOLAS ediciones se terminó de imprimir en mayo de 2017 .