historia de una sardina
colecciĂłn arĂĄndanos a partir de 9 aĂąos
HISTORIA DE UNA SARDINA
Ignacio Sanz
Ilustrado por
JoaquÃn Olmo
EOLAS
infantil
A Tomรกs Sรกnchez Santiago y a la memoria de Antonio Pereira.
«Una sardina, una sola, es todo el mar». Julio Camba
«Las tierras, las tierras, las tierras de España, las grandes, las solas, desiertas llanuras». Rafael Alberti
HISTORIA DE UNA SARDINA
Parameras del Roble
M
e llamo Cleo y vivo en Parameras del Roble, un pueblo pequeño por el que pasa un río bastante caudaloso en primavera, aunque al final del verano apenas lleva agua. Además del río, en mi pueblo también hay unas cuantas lagunas repartidas aquí y allá, a lo ancho del término. Antes de seguir quiero aclarar que me llamo Cleo a secas, pero no Cleopatra, y menos Cleopetra, y mucho menos todavía Cleopotra, como me llamaban a veces los mayores durante el curso pasado
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cuando me querían chinchar. Por suerte, ahora están en el instituto. Cleopotra. Ni que tuviera cara de yegua. Hay que ser retorcidos para fastidiar de esa manera. Pero no me importa porque, como me dijo mi madre cuando se lo comenté: —Eres más guapa que una rosa, así que haz oídos sordos a esos mastuerzos; tienes que aprender que en el mundo hay mucho mostrenco suelto, pero lo que no te mate, te tiene que hacer más fuerte. Mastuerzo, mostrenco, mameluco y cafre son palabras que mi madre emplea con frecuencia cuando quiere llamar bruto a alguien. A veces también dice mostagán o mostagana, palabras que circulan bastante en Parameras. Nuestra escuela también es pequeña porque sólo tiene dos clases, una para los pequeñarras y la otra para los mayores. Yo voy a la de los mayores. La profesora de los pequeños se llama Marta y la nuestra Raquel. Suelen ser
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muy amables, aunque, como dice mi abuela Isidora, la que vive en el pueblo: —Todos tenemos días agrios. En tiempos de mi abuela Isidora, la escuela era un edificio grande que tenía seis clases y estaba en la plaza; como la gente se fue marchando y el edificio se quedó viejo, hace unos años construyeron la nueva escuela de hormigón. Así que vamos a menos. Mi abuela suele decir: —A este paso… Soy la mayor de los mayores, es decir, la más vieja de los alumnos, aunque sólo por unos días, apenas una semana, así que tampoco quiero presumir. Detrás de mí va Lucía y, detrás de Lucía, Iván. Los tres estamos en el último curso y nos llevamos muy bien. Menos mal. Luego vienen los que quinto, los de cuarto y así hasta llegar a los de primero de primaria que sólo tienen tres años. Como somos tan pocos, conozco el nombre de todos los alumnos de
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mi escuela y podría nombrarles, pero no lo hago porque si escribiera sus nombres, uno por uno, resultaría un poco aburrido. A veces, si alguna de las profesoras no puede venir, la otra nos junta a todos los alumnos en una clase y Lucía, Iván y yo, nos hacemos cargo de los pequeñarras. Para que no se desmanden. Supongo que si no pudieran venir la señorita Marta y la señorita Raquel, tendría que venir el profesor de Gimnasia, o el de Plástica, o la de Inglés, o la de Educación Musical, que andan siempre de escuela en escuela. Hasta ahora nunca han faltado las dos profesoras a la vez. Nuestra escuela forma parte de un C.R.A, un colegio rural asociado, que agrupa a nueve escuelas pequeñas de los pueblos de la comarca. En alguno de los pueblos sólo hay un profesor, que se las tiene que ver con los pequeños y con los grandes. Los pequeñarras son los más complicados porque no se dejan gobernar fácilmente.
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—Estos pequeñajos van a lo suyo, como los gatos que nunca hacen manada —suele decir la señorita Marta, atenta siempre a sus antojos. La escuela está en las afueras del pueblo y es bastante bonita porque las clases tienen unos ventanales muy grandes; a través de ellos vemos la gran paramera. En primera línea, pasado el patio, hay una fila de chopos que, cada año, a últimos de febrero o primeros de marzo, suele podar Nicasio, el alguacil. Los chopos desmochados parecen una procesión de penitentes. Nicasio los deja pelones, es decir, sin ramas, para que los ventarrones de primavera y de otoño no los tiren y se nos caigan encima cuando jugamos en el patio. Detrás de la fila de chopos se extiende una llanura muy grande atravesada por el río. También vemos dos naves de gochos, o sea, de marranos. En una de esas naves trabaja mi padre. Además de trigo y cebada, hay plantaciones dispersas de colza y de
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lúpulo. La colza da una flor amarilla preciosa y el lúpulo trepa por unas varas muy altas clavadas en el suelo y echa una flor pegajosa en forma de piña que sirve para dar amargor a la cerveza; el lúpulo desprende un aroma embriagador. A la derecha de la llanura, sobre un pequeño cerro, crece el rebollar donde se cobijan las liebres, los conejos, los zorros y los jabalíes. A veces también se esconde el lobo. Eso lo sabe muy bien el padre de Iván, que tiene un rebaño de ovejas. Una mañana, hace dos años, cuando fue a sacarlas de la red que había colocado al principio del bosque, se encontró con que el lobo había hecho de las suyas. —Los lobos siempre hacen lobadas —suele decir mi abuela. El padre de Iván, al ver tantas ovejas muertas, vino al pueblo descorazonado y puso el grito en el cielo. Qué revuelo en la calle. Como era sábado y no había clase, allá que nos fuimos casi todos en bicicleta, hasta la red, para
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ver qué había ocurrido. Vimos por los menos veintitantas ovejas muertas y despanzurradas. Una carnicería. Y eso que tenía un mastín para guardarlas. Pero si van dos lobos o más, un mastín no puede defender el rebaño porque mientras un lobo se enfrenta al mastín, los otros hacen de las suyas. —El lobo es el bicho más dañino que pisa la tierra; las demás alimañas matan para saciar el hambre, el lobo no, el lobo mata por instinto criminal —decía el padre de Iván, rojo de rabia. —No te lleves mal rato, Severino, que alguien, en los despachos de por ahí arriba, tendrá que apechar con las consecuencias. Cuando llegó la Guardia Civil sacaron fotos de la carnicería, rellenaron los papeles y el padre de Iván tuvo que firmar. —Ya sabe que es un animal protegido y no se le puede matar, pero no se preocupe —le decían los guardias—,
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que le abonarán lo que le tengan que abonar. Lo dice la ley. —Sí, sí, abonar, abonar. ¿Pero cuándo? —A su tiempo, a su debido tiempo. —¿Y el disgusto?, ¿quién me abona el disgusto? No hay derecho; estas alimañas me roban la salud y se comen el pan de mis hijos. No sabía muy bien lo que quería decir el señor Severino, aunque se veía que tenía un sofoco muy grande. —Venga, Severino, le decía la gente mayor, no te desazones, que ya ha pasado el susto. El lunes siguiente, cuando llegamos a la escuela, le pregunté a Iván por la salud de su padre y si tenían pan en su casa. —Poco a poco se le va pasando el disgusto. Y sí, por suerte, en nuestra casa no falta pan. —Como tu padre decía que el lobo os comía el pan…
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—Es que mi padre es así, habla dando rodeos, como los poetas —me aclaró Iván. Sí, a veces, los mayores hablan de una manera rara. Hoy no le habría hecho esa pregunta. Desde aquel día el lobo no ha vuelto a hacer de las suyas en Parameras del Roble porque con el dinero recibido por la subvención, el señor Severino puso un pastor eléctrico, es decir, un alambre electrificado alrededor de las redes de metal; en cuanto el lobo toca las redes, recibe una descarga eléctrica y sale huyendo despavorido. Así que, por muy cerca que tenga a las ovejas, no hay lobo que se atreva a meterlas el diente. Aunque vayan en manada. —¿Lo veis? —nos dijo la señorita Raquel el lunes cuando le contamos lo que había pasado con el lobo—. Los chicos de las ciudades conocen al lobo sólo por el cuento del Caperucita. Para ellos el lobo es de papel, de cartón piedra o de dibujos animados.
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Para vosotros no, para vosotros el lobo no es el que sale en los cuentos, para vosotros es el que le destroza el rebaño al padre de Iván. —¿Y eso es malo? —pregunté yo. —Ni es malo, ni es bueno, pero aquí, en Parameras, la vida es cruda y directa y eso os ayuda a madurar un poco antes. —¿A madurar? —Claro, a madurar como las manzanas o como las peras. Eso lo entendí a la perfección porque, en las afueras del pueblo, en la zona de los huertos, hay unos cuantos árboles frutales. Alguna vez, al final del verano, por la noche nos perdemos por allí y, subidos a los árboles, también hacemos de las nuestras. Como los lobos.
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También en esta colección:
VERSOS PARA NIÑOS NOCTURNOS de Ángel Fernández (primeros lectores)
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LA PRINCESA MICOMICO Y EL ÁRBOL DE LA LUZ de Alfredo Álvarez (a partir de 7 años)
© Ignacio Sanz Martín, 2016 © de esta edición: EOLAS EDICIONES www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Ilustraciones de cubierta e interior: Joaquín Olmo Diseño y maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-16613-48-9 Depósito Legal: LE 432-2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España