iluminada
Colecci贸n Caldera
del
Dagda
Alberto テ」ila Salazar iluminada
Escribo este relato porque no tengo más remedio y porque no hay nadie que pueda hacerlo en mi lugar. Soy un mero personaje secundario en esta historia, y también consciente de que la protagonista probablemente no desearía o podría dejar testimonio. Estoy convencido de que esta es una historia que merece ser compartida por las paradojas que contiene; quizás sea la más importante jamás contada y, a la vez, es por completo insignificante. Iluminación y tinieblas. Así es la historia de Clara. En este momento debería señalar que las siguientes páginas están basadas en hechos reales y, además, recientes. Sin embargo no puedo dejar de advertir que existe una intromisión necesaria de la ficción. Modifico acontecimientos, altero nombres y distorsiono espacios en este relato con el fin de protegerme y de proteger a Clara. Esta es una historia en la que resulta muy fácil dejarse llevar por un tono de confesión literaria que siempre he detestado. No quiero irme por esos derroteros, no quiero hacer una memoria sentimental de algunos capítulos de mi vida, y mucho menos deseo hacer una crónica cínica y fría. La razón es que no quiero exponer demasiado la intimidad de la protagonista, del mismo modo que tampoco desearía exponer demasiado la mía propia. No estoy preparado para divulgar un diario, tampoco me considero un escritor exhibicionista y sin 7
embargo me veo obligado a detallar elementos de mi vida privada para otorgar sentido y contexto a los hechos que vienen a continuación. Espero encontrar un equilibrio adecuado entre la esfera pública y privada; entre lo que sólo me interesa a mí y lo que les debe interesar a ustedes. Lo único que deben saber es que Clara existió, aunque con otro nombre, y que sus experiencias son rigurosamente reales. Este libro trata de retratarlas de una manera razonablemente fiel a los hechos.
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ané hace cerca de diez años un premio de narrativa que me permitió publicar en la editorial Lengua de Trapo un libro que se salía de lo común por aquel entonces. Se trataba de un artefacto sin un hilo argumental determinado en el que se iban desarrollando capítulos sin aparente conexión. Más que un zapping (como insistió mi editor en poner en la cuarta de cubierta), se trataba de un conjunto de historias abortadas o meramente apuntadas que sugerían una historia superior que las englobaba. Venía a ser un libro de la «generación nocilla», pero salió al mercado un año antes de que se acuñara el término, así que quedó condenado al olvido. Nunca sabré cuántos ejemplares vendió, pero sospecho que no fueron muchos. En ese libro, dentro de los muchos temas que trataba, estaba el de la iluminación, el del rapto
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sagrado. De hecho su título original era El ojo pineal, que el editor consideró oportuno modificar por razones comerciales. Un esfuerzo vano, porque no consiguió que el libro vendiera de ningún modo. Aquella novela trataba (o no) de un hombre que sospechaba que su esposa era Dios, o que por lo menos un grupo de lunáticos la consideraba como tal. En ella se hablaba de cíclopes con una mirada capaz de rasgar el velo de la realidad, de edificios construidos en mitad de ningún sitio, de la tetraktis pitagórica o de una mujer que se convertía en un aleph humano después de sufrir un accidente de tráfico. Esta novela, de algún modo, parecía presagiar la historia en la que, años después, me iba a involucrar. En especial las páginas en las que trato a la mujer que desarrolla una sensibilidad extrema para percibir el universo. No tuve ocasión de recibir demasiadas impresiones por parte de los lectores. Esta novela apareció en 2006, por aquel entonces las redes sociales estaban sin desarrollar. Sin embargo sí recibí la opinión de Clara. Clara había sido compañera de Facultad, de hecho al recordar este aspecto he ido a buscar la orla de mi promoción de Derecho. Año 1999. Hasta que me he puesto a escribir sobre este asunto nunca se me había ocurrido mirarla. La tengo guardada en un armario, creo que nunca la llegué a colgar. No tenía intención de hacerme la orla, pero la insistencia de mi madre me hizo ceder. Hasta este momento jamás la había mirado con detenimiento. Los cinco años de carrera no me dejaron una huella emocional digna de reseñar. Apenas conservo amigos de esa época. La mayor parte de los retratos me resultan desconocidos, son rostros con algo onírico. Clara pertenecía a ese grupo humano con el que no llegué a con-
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geniar, la veo retratada: un busto en blanco y negro cortado en rombo, con birrete español. Tan joven. El cabello claro, la boca interrumpiendo una sonrisa, como si estuviera a punto de decir algo. Pero lo que más me fascina son los ojos, luminosos y profundos; expresivos y casi incendiados. Años más tarde los vi muertos, como dos cuentas de vidrio pisoteadas. Después de publicar mi primera novela salí en la portada de El País semanal. Este hecho me dio cierta popularidad durante un corto periodo de tiempo. Aparecí en un artículo firmado por Juan Cruz en el que se entrevistaba a un puñado de escritores primerizos. Pocos días después me encontré con Clara, fue en un bar de Islas Filipinas, de madrugada. Era un día entre semana, de eso estoy casi seguro, probablemente un jueves. Yo estaba con un grupo de amigos, y ella también. Se me acercó, supongo que algo borracha, y me llamó por mi nombre. Yo ni siquiera sabía el suyo, lo cual indica lo alejados que estábamos durante los años de universidad. Pensaba que me iba a comentar lo que todo el mundo: «Te he visto en el periódico». Pero no, me dijo que había leído mi novela. Aquello me pareció un suceso sobrenatural. Me dijo que le gustaba la editorial Lengua de Trapo y que vio por casualidad mi foto en el lomo del libro. Le pregunté si le había gustado. Ella se encogió de hombros, al ir borracha fue sincera: «Es rara. No sé qué decirte. Me pierdo un poco». Pese a que no se trataba de un comentario estrictamente positivo, me sentí muy halagado por él. Por aquel entonces, mi amigo Pablo Padilla decía que si no puedes ser bueno como artista, por lo menos sé raro. Él lo ha cumplido, hace instalaciones sonoras y paisajes acústicos.
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No guardo mayor recuerdo de aquel encuentro, sé que estuvimos un rato hablando, no demasiado. Apenas retengo los detalles. No sé si ella se marchó primero o si fui yo y tampoco sé si nos llegamos siquiera a despedir, la noche tiene esa virtud de diluir recuerdos, incluso de falsearlos. El alcohol hace que todas las noches se parezcan y se queden alineadas en la memoria como un cuadro de mariposas disecadas; indistinguibles unas de otras salvo por un ojo experto. Recuerdo otras noches que pueden ayudar a reconstruir aquella en la que Clara y yo nos encontramos. El bar donde nos encontramos tenía dos barras, una de ellas siempre estaba vacía y allí había una diana donde grupos de borrachos pasaban las primeras horas del fin de semana jugando a los dardos. Yo antes era mucho más escritor que ahora, es lógico y quizás más adelante explicaré por qué. Me pasaba las horas rellenando libretas, haciendo descripciones, me ejercitaba de una manera que creo que no resultaba beneficiosa para mi salud mental. El exceso de literatura, y de esto ya escribió Cervantes, perjudica la mente. Así estaba yo, dividido o transformado en un ser dual; por un lado el que vivía y por otro el que escribía. No me daba cuenta de que eran el mismo, y la consustancial división que sufrimos los seres humanos en nuestra identidad estaba muy intensificada en mi caso. Todo lo que me sucedía pasaba por un filtro literario. No cesaba de contemplarme a mí mismo como un forense contempla un cadáver. Era un mad doctor de película de serie B que usaba su propia mente como laboratorio. Trabajaba en un bufete y le robaba horas al sueño para leer y escribir. De esta época guardo muchos cuadernos, y
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seguro que podría reconstruir con un poco de paciencia aquel pub de Islas Filipinas, pero no pienso hacerlo. No quiero que este texto caiga en las trampas de la literatura, ya he dicho que quiero atenerme a la realidad, y no quiero remedarla o traicionarla. Donde no alcance mi memoria no entrará mi imaginación. Ya sé que la una participa de la otra. Son indisociables, pero deseo ser capaz, hasta donde llegue mi consciencia, de hacer el absurdo intento de separarlas y discriminar la fantasía. Mientras escribo estas líneas (en un bar), estoy viendo una escena con la que parece que el universo me está susurrando al oído y me llama «mentiroso». Con la voz muy seca, y quizás algo ronca. Hay una mujer en la calle, una ciclista, va vestida con unas mallas negras y amarillas, lleva gafas de sol y un casco blanco, pero podría jurar que es guapa. En todo caso así quiero pensarlo. Ha pinchado una rueda y está colocando un parche. No tiene mucha destreza y parece preocupada, quizás no pueda volver a casa. Dentro del bar hay un hombre poniendo parches, en este caso de vinilo, en los asientos de escay del local. Estoy en 2015, pero escribo en un bar con un mobiliario de los años 70. Todo es un parche.
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© Alberto Ávila Salazar, 2016 © de esta edición: EOLAS EDICIONES facebook.com/EOLAS.EDICIONES Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño de cubierta y maquetación: Alberto R. Torices Imagen de cubierta: Tertia Van Rensburg (unsplash.com · con licencia CC Zero) ISBN: 978-84-16613-21-2 Depósito Legal: LE-150-2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España