La mirada cercana

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JOSÉ RAMÓN VEGA La mirada cercana

EOLASFOTO


Autorretrato. 1989


JOSÉ RAMÓN VEGA La mirada cercana


Edita: EOLAS Ediciones Dirección editorial: Héctor Escobar Proyecto editorial EOLASFOTO: Amando Casado Diseño y maquetación: Amando Casado . ©Textos: Anibal Vega Núñez y José Pajares Iglesias © de las fotografías: José Ramón Vega Queda prohibida la reproducción (parcial o total) por cualquier medio de los contenidos de este libro, sin la preceptiva autorización de sus autores Depósito Legal: LE-182-2015 ISBN: 978-84-15603-81-8


A Ramiro



ASÍ ÉRAMOS, ASÍ SOMOS (Aproximación al artista cachorro)

Aníbal Vega Núñez. 2014 Para acercarme a él tengo que alejarme un poco. Nos atrae el mundo exterior por ese algo inexplicable que nace muy lejos, más allá del conocimiento y de la memoria. Del mundo exterior seleccionamos sin querer momentos, objetos y personas, archivándolos por su afinidad en ese mismo aposento que, implacable, cierra las puertas del recuerdo a otras secuencias, palabras y días nada desdeñables pero sin cabida en esa especie de archivo del buen gusto, cosas por las que merece la pena estar dentro de este mundo. Un día, una imagen nos lleva a otra imagen. Algo nos ha atrapado en unos ojos, tal vez la mirada, tal vez ese aire de descuido captado en el tiempo, que pasa ineluctable sobre los vivos y también sobre los muertos, y sobre todo ese mundo exterior; pasa por encima de todo salvo por las fotografías, donde el tiempo permanece congelado, y un día, como si a través de esa memoria química hubiéramos conseguido engañar al tiempo, una imagen nos lleva a otra imagen, a otro tiempo, a otros días. Aquellos días en los que comenzamos a navegar por el ancho mar de nuestra primera juventud, cegados por un alumbramiento sin igual de poderosas sensaciones que no permitían vislumbrar el final del viaje. Y comenzamos a viajar. Y a deglutir películas sin freno, en el Cine Club Universitario, en el viejo Trianón, que el tiempo ha convertido en ruina; comenzaron a surgir nuevas propuestas musicales que trajeron a León un halo de frescura, comenzamos a abrirnos paso en la noche, y descubrimos el amor en uno de esos templos noctívagos, comenzamos a descubrir la amistad sin imaginar siquiera que esa nueva emoción era uno de los pilares de la misma existencia, y vivir consistía precisamente en eso. Para verle a él en medio de todo ese grupo, he de alejarme un poco. Podéis advertir que unos decidieron tomar parte en esa incipiente movida musical leonesa comandada por el buque insignia de Los Cardiacos; otros decidieron escribir, otros pintar, alguno optó por el cine, y hubo quien, empleando todo su corazón como si le fuera la vida en ello, hizo un poco de todo y un mucho de nada. En aquella efervescencia improvisada de los primeros ochenta, él comenzó a mirarnos desde un visor, empezó a retratar. Reconoce que sus primeras influencias, tal vez el mismo móvil, fueron esas fotografías que contempló embelesado en su primer viaje a París, en aquellos recorridos que tenían por objeto las mismas calles de París. Las fotografías en la ribera del Sena y todo el bagaje que ha ido adquiriendo a lo largo de años y años de cine, la observancia y la confirmación

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de los planos adecuados, formaron parte de su primer aprendizaje, no solo de los grandes maestros americanos, sino de todo aquel cine europeo que por suerte llegaba a los circuitos que entonces seguían llamando “de arte y ensayo”. Su aprendizaje era incesante y multidisciplinar, aquellas salas cinematográficas no eran una mala escuela para quien empezara a fotografiar, el cine era a la sazón una buena escuela fotográfica. En uno de esos días de fotografía, entre emulsiones, tanques y cubetas bañadas por la luz roja, tuvo que darse cuenta del principio bressoniano según el cual no importa cuál sea la cámara cuando lo que realmente cuenta es el ojo. En una de esas tardes rojas, tal vez algo colocado de ácido acético, le fue revelado el don, y se convirtió en un cazador de imágenes, perfeccionando su estilo. Como el alquimista que sustrae la esencia pura para crear su perfume, al artista le fue otorgado el privilegio de extraer la esencia del retratado, de esa imagen que te lleva a otra imagen, que engaña al tiempo. Dotado de esa facultad que ve la magia que el otro lleva dentro, corrió hacia esas afinidades electivas y retrató a los que le rodeaban, la familia, los músicos, los que escribían, esculpían o pintaban o hacían cine, fotografío a su chica en todas las puertas de la vieja ciudad histórica, y definió a sus amigos en el tiempo en que se abre y se cierra un obturador. Hay vida en esas fotografías, la vida que transcurría en una ciudad en blanco y negro de provincias, la vida interior del artista cachorro, que había aprendido a conocer el momento justo de apretar el gatillo, y la vida de los otros, cegados por un resplandor que entonces no permitía vislumbrar el final del viaje. El cielo era el límite. Hay música en esas fotografías, uno puede dejarse llevar fácilmente mientras pasa las páginas de este libro por el París de Jacques Brel, la noche de Tom Waits y el saxo susurrante de Ben Webster. Para acercarme a él tengo que poner el Kind of Blue. Pero me estoy aproximando demasiado, conocemos sus gustos, debo alejarme un tanto si quiero precisar qué le hizo fotografiar de esa manera adoptando esa distancia justa… Inconscientemente abrió las puertas de la percepción a ciertos encuadres, planos y contraplanos, movimientos y secuencias, escenas y texturas que le hicieron olvidar otras miles de imágenes buscando la esencia… Comenzó con aquella Canon AE-1, la misma con la que Harvey Keitel fotografía cada mañana una calle de Nueva York desde la misma esquina de todos los días en la película Smoke. A la Canon siguió su querida Minox, luego la Zenza-Bronica de formato medio, antes de que la era digital postergara la ampliadora, las cubetas y los tanques al fondo de un desván. Bebió en los clásicos, en Cartier Bresson, maestro de fotógrafos, y admiró con ojos enormemente abiertos las fotografías de Josef Koudelka, de Doisneau. Sus maestros fueron Lee Friedlander, Alex Web, Dorothea Lange, Ansel Adams, Walker Evans… Y entre los españoles tiene muy claro que nadie como Catalá Roca retrató aquella España en blanco y negro, en esas fotos en las que el fotógrafo desaparece y a uno le absorbe únicamente el retrato. Catalá-Roca y Virxilio Vieitez, y Centelles, y su paisano Alberto García-Alix, quien comenzó a perseguir aquel sueño incierto de juventud

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trasladándose al centro mismo de la movida. Ese blanco y negro, esos grises, esos contrastes, esos personajes demoledores de Alix respiran en la fotografía; en los retratos de Vega puedes ver toda esa emoción contenida, en aquellas fotos del 87 en las que aparecen Olaf y Rosario, Tolo y Maite, Ángel y Raquel o Eva y yo mismo al fondo. El joven artista de 25 años delimita su territorio, reconoce a su manada y nos muestra lo que ve, el ojo del que hablaba Bresson ha encontrado su objeto y hasta su razón de ser, todo lo demás no importa, parece decirnos. El tío Gregorio, en aquella foto tomada poco antes de que muriera, busca algo en el aparador, rebusca entre los papeles; el fotógrafo observa desde una distancia prudente, temiendo interrumpir esa búsqueda de quien apenas ve ya nada. Manteniendo esa respetuosa distancia, la habitación entera inunda el encuadre, y el resultado es uno de los mejores retratos que pueden contemplarse en este libro, donde el tiempo parece haberse detenido. O el retrato de su padre, esa mirada de quien fue músico antes que guardia, y que como músico fue de las primeras personas que, desde Barcelona, introdujo el jazz en España. Y el jazz no era un estilo, sino un nuevo instrumento que permitía tocar al mismo tiempo con las manos la caja y los timbales, y con los pies el bombo y el chaston. Llamaban por entonces jazz, pronunciado tal y como se escribe, a aquel nuevo y revolucionario instrumento que hoy conocemos como batería. Si verdaderamente es lo que no vuelve aquello que nos hace hombres, nada más cierto que aquellos primeros retratos, aquellos primeros años de juventud, nos hicieron como somos, hijos de una época en que solo importaba el presente, mirando desafiantes al objetivo, sin pasado que arrastrar y con toda una vida por delante. Así éramos, y contamos con un fiel y callado anotador del tiempo. Andábamos en el tiempo de Rayuela, de Truffaut y de Kerouac, de Dylan y Cohen y Elvis Presley, siempre Elvis; dejamos el fútbol por las chicas y el rock and roll, andábamos con los revivals garajeros y los enteógenos, las viejas películas en blanco y negro, los primeros conciertos en La Mandrágora y los primeros amaneceres al salir del Platón, con la serie negra de Bruguera y la línea clara de El Cairo y la línea chunga de El Víbora, sintiendo en la piel toda aquella buena música en la que igualmente se agolpaban estilos muy diferentes pero, ah, con mucha clase: aquellas audiciones vespertinas en las que se hacía de noche entre trago y música, siempre la música, de los Sex Pistols a Jason and The Scorchers; de Carlos Gardel a Joy Division, del tío Frankie (Sinatra) al Costello, pasando por tantas estaciones… Andábamos sobre la cuerda floja, rampantes y desafiantes, sin miedo y sin dejar de sonreír a la cámara.

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EL OFICIO PAUSADO DE MIRARNOS José Pajares Iglesias. 2014 Tardé bastante en saber que Vega tenía ojos. Mucho. Daba por hecho que iba por la vida sin ellos. Mis primeros recuerdos de él me pellizcan desde la década de los ochenta. Recién estrenada. Una época clave de descubrimientos. Tiempos nuevos. Tiempos salvajes. En un instituto de enseñanza media gris de extrarradio. Una isla perdida en un mar de prados en el que las excavadoras aún no habían empezado a bucear. Esos recuerdos le hacen aparecer precedido por una nube de humo escapando presuroso de entre sus dedos y de sus alveolos. Tras la niebla, la mata de pelo negra como un pastel de betún y brea ocultando del rostro todo cuanto hubiera de los labios hacia arriba. Él debe guardar memoria nítida de sus zapatos de aquellos tiempos. Eran su paisaje la mayor parte de las veces. La mano casi pegada al pecho sosteniendo el pitillo y la cabeza pensativa con el cortinaje del cabello manteniendo a salvo la expresión. El retratista consumado que es hoy nos sustrajo en aquellos años pioneros casi cada gesto de su rostro. Mantengo la extravagante teoría de que aquel peculiar corte de pelo de los albores de nuestras vidas conscientes es la raíz de la pasión de Vega por dejar constancia de lo visto. Ese flequillo, esa cortinilla orgánica, fue su primer obturador. No necesitó cámara ni película aún para empezar a discriminar lo que sí y lo que no. Le imagino asomado por entre los mechones, encuadrando. Cerrando y abriendo esos ojos que nadie aún sabía que tenía. Calculando luz y tiempo. Un tiempo aquel en que, en una pequeña ciudad de provincias del noroeste, toda la camada de intranquilos empezábamos a sentir la pulsión de hacer. Los tiempos fueron favorables. La olla hervía. Ardía la calle y el ánimo para no pisar por casa brotaba de los altavoces y del aliento de aquellos que ya se nos empezaban a parecer. Como en toda tropa cada uno eligió armas para aquellas batallas. Algunos tomaron los pinceles. Otros las cámaras de fotos. Unos pocos encendimos amplificadores y alguno sucumbió al aroma del celuloide y emigró a la capital, cegado por las luces, la cámara y la acción. Fue un viaje sin sextante ni brújula. Uno de los buenos. Quizá por eso unos pocos se precipitaron en los abismos que siempre vemos en los márgenes de los viejos mapas. Y en medio de aquella navegación ácrata hacia el nuevo mundo con el alma amotinada, en medio de aquel vaivén, Vega supo encaramarse al palo mayor con serenidad de gaviero. Y nos miró. Quizá intuyó que ese nuevo mundo éramos nosotros, no el lugar incierto hacia el que navegábamos. Ya entonces algunos nos habíamos dado cuenta de sus ojos. Efectivamente, de vez en cuando los mostraba. Aunque entre nosotros nunca hablábamos de ello. Viendo la colección de fotos que ha elegido, pienso en colmenas. En dos bien diferenciadas. La externa y la interna... En la primera,

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aquellos a quien no conozco y que él ha descubierto en sus viajes, con su pasión por mirar, haciéndolos cercanos, familiares, bien lleguen danzando desde Cuba, surgiendo incógnitos de las aguas en Huelva, arrumbados en una oscura cocina turca o acudiendo a un oficio religioso en la bulliciosa Nueva York. Los hace familiares, dándole así algún sentido a la enloquecida aldea global. En la segunda estamos aquellos que hemos caminado, si no juntos, sí por la misma senda todos estos años. La mirada de su padre. Las miradas de sus hijos. Los retratos de aquellos que no miran a quien les mira. Poderoso cada uno de ellos. Y los dos autorretratos. El desafío del primero. Mirando a cámara con un gesto a mitad de camino entre la pregunta y la amenaza. Los puños casi cerrados y el cuerpo adelantado, como a punto de saltar sobre una presa. Preguntándole a su cámara, a su propia mirada, ¿quién eres? Y el segundo, veinte años después, en la cubierta de un barco, adentrándose en el Bósforo, en un descanso momentáneo de la gavia, pausado de forma momentánea el oficio de vigilar si hay tierra a la vista, con la mirada serena, el cigarrillo en la misma postura que en aquel edificio gris en medio de aquel océano de prados de la primera juventud, mostrando los ojos sabios y mirando a cámara mientras se responde aquella pregunta que se hizo veinte años atrás diciéndose “ahora ya sé quién eres”. Y ahora soy yo el que, mirando todas éstas fotos, veo a Luz comerse la cámara con esa timidez depredadora , a Juan Gelman hacer balance de los daños, a Goytisolo pensar si nos deja franquear la puerta de su fortaleza, a mi hermano con su mínimo equipaje al hombro, todas las hermosas edades de Eva, a Manu ultramarinamente digno, a Manuel y a Ramiro con las miradas nobles quedándose para siempre aunque ya se han ido, a los rockers haciendo sonar con ritmo, swing y a compás el blanco y negro granulado, a Olaf y Charito justificar la Creación, a Rosario con la vida en las manos, a Leopoldo ondeando la bandera insobornable de la nicotina, a Zapico y a Zapico y a Zapico, envuelto en una vieja bandera blanca con Toño, con porte de revolucionario de mirada infinitamente tierna o en un coso lleno de sillas donde no parece que vaya esa tarde a morir nadie. Y son tres, aunque son dos. Y me veo a mí con los sueños intactos. Y así me veo en cada una de las fotos. Porque el tango no mentía. Ni siquiera treinta años son nada. El fotógrafo que es Vega me ha enseñado en todos esos disparos eso. No es nada el tiempo sin luz en fotografía. Exactamente igual que en la vida. Tiempo y luz. Así vamos robando almas. Momentos que, de no ser por el gaviero, correrían la suerte de aquellas lágrimas en la lluvia. El regalo es que, después de todos esos años que han pasado más deprisa que el contador de exposiciones de su cámara, hemos descubierto que José Ramón Vega no sólo escondía ojos de hombre despierto tras el obturador de su cabello. Escondía algo mucho más importante y más difícil: la mirada. En ella nos vamos reflejando mientras vamos respirando, calentando válvulas, domando musas, charlando y poblando la colmena. Viviendo al fin ante ese espejo que nos devuelve nuestra imagen poco a poco alterada por el tiempo y por la luz, mientras simultáneamente ese testigo de todos nosotros escribe su propia biografía con cada disparo.

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Ba単ista en el puerto, Isla Cristina. 1985 12


Gitanos, Isla Cristina. 1985 13


Gelen, Le贸n. 1986 14


Ni帽os de la calle, Le贸n. 1986 15


Sof铆a y Mercedes, Le贸n. 1986 16


Tom茅, Le贸n. 1986 17


To帽o y Zapico, Le贸n. 1986 18


An铆bal, Le贸n. 1987 19


Rosario y Olaf, Le贸n. 1987 20


Rosario y Olaf, Le贸n. 1987 21


Johnny y Carlos en el Oasis, Le贸n. 1987 22


Jos茅, Le贸n. 1987 23


Marina, Cabue単es. 1987 24


Oscar, Le贸n. 1987 25


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