LA PRINCESA MICOMICO Y EL ÁRBOL DE LA LUZ

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la princesa micomico y el árbol de la luz

colección arándanos a partir de 7 años



La PRINCESA MICOMICO Y EL ÁRBOL DE LA LUZ

Alfredo Álvarez Álvarez

Ilustrado por

Joaquín Olmo

EOLAS

infantil



A Mercedes y a Marco, porque con vosotros todo tiene sentido.



LA PRINCESA MICOMICO Y EL ÁRBOL DE LA LUZ



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M

icomico fue una princesa muy particular. Sí, ya se sabe que todas las descendientes reales presumen de serlo, pero ella no era como las demás. De hecho, reinó en Rebás sin ser reina, lo cual la convirtió en la única de toda su estirpe con semejante mérito. Además, fue la sucesora del gran Elfrit XIII, uno de los más influyentes de la dinastía —de los Elfrit, claro—, que rigieron los destinos de Rebás durante veinte siglos por lo menos.

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Ciertamente, el reino de Micomico no es muy conocido, ya que no suele aparecer en las crónicas antiguas o en Internet, pero eso a ella no le hubiera importado demasiado. Por si esto fuera poco, Micomico fue una princesa cultísima, leía libros gordos, poseía un trono y un cetro de cristal y llevaba unas gafas que parecía que tenían las patillas por abajo pero no. Ya su augusto padre, cuando ella contaba sólo unos meses de edad, se percató de que su sucesora era una persona con dotes extraordinarias. En concreto, el día en que pronunció, con toda nitidez, la primera palabra de su vida: —¡Gfuá! El pobre rey quedó perplejo al escuchar tal cosa y no poder comprender ni por asomo lo que su hija quería decir. Pero, como era muy precavido, llamó al castillo a los sabios más notables del reino para que escucharan

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con sus propios oídos la palabra en cuestión. Todos acudieron raudos a la llamada de su soberano, salvo Trascón, que era viejísimo y se disculpó porque le dolían mucho los huesos. Las conclusiones a las que llegaron, después de haber escuchado a Micomico por lo menos cuarenta veces, fueron muy diversas, pero ninguna concluyente. Vamos, que no supieron desentrañar el significado de tal expresión, a pesar de haber utilizado todos sus conocimientos sobre la materia y de haber consultado concienzudamente unas enciclopedias megagigantes que había en el desván del palacio. Muy preocupado quedó el monarca durante varios días, hasta que la muchacha que se ocupaba de los cuidados de la princesa se atrevió a decirle, una mañana: —Señor, con todo respeto; creo que yo, a pesar de ser solo una humilde doncella, podría contribuir a desci-

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frar esa expresión que tanto repite la princesa. El soberano, que además de prudente sabía escuchar a todos sus súbditos, encontró en la sugerencia de la joven una posibilidad de resolver el enigma. Por ello, la instó a que se explicara, algo que ella hizo encantada: —Verá, majestad, en las últimas semanas he observado que su alteza repite esa palabra únicamente cuando se siente molesta por algo. Yo creo, si me permite la opinión, que se trata de una forma de protesta, una manera de expresar lo que no le gusta. El soberano, admirado por la viveza de la joven, ordenó que volvieran de nuevo los sabios y les hizo partícipes de su conversación con ella. Éstos, después de tres días de vivísimos debates, concluyeron que, efectivamente, había una posibilidad de que la doncella estuviera en lo cierto. El rey tomó entonces tres decisiones de gran trascendencia para el rei-

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no. La primera fue enviar a los sabios a sus casas. La segunda, nombrar a la doncella intérprete oficial de la princesa, hasta que esta se hiciera entender con fluidez por todos los súbditos. Y la tercera —y más importante, sin duda—, firmar un decreto por el que se establecía que la fórmula de protesta general en el reino sería gfuá. Naturalmente, ello incluía tanto a niños como a jóvenes, sin olvidar a las personas maduras y, sobre todo, a los abuelos y a las abuelas. Una vez hubo firmado el rey tal decreto, ordenó que se diera a conocer en todos los lugares del reino, incluidos los más apartados. Y así se hizo. Del castillo salieron emisarios a caballo que lo leyeron en plazas, puentes, mercados, ferias y teatros. Igualmente, se enseñó en las escuelas para que todos los niños la utilizaran desde su más temprana edad. Su uso se extendió por todas partes y los súbditos comprendieron con prontitud que la princesa

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Micomico no sería una más de la dinastía de los Elfrit. Apenas aprendió a leer, comenzó a interesarse por las historias y narraciones extraordinarias. Por ello, su padre ordenó que, de cada novela que se editase en el reino, debería enviarse un ejemplar al castillo para que la princesa pudiera deleitarse con ella. Pronto la morada real se llenó de libros por todas partes. Los había en las cocinas. Debajo de las sillas. Y de las mesas. En las cacerolas. En los cubos. Detrás de los espejos. Y de las puertas. Encima de los cuadros. Sobre las lámparas de araña. En las macetas… Hasta que, una mañana de verano, el rey, poniéndose la mano en la frente y muy agobiado, dijo: —¡Esto no puede ser! Si seguimos

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así, los libros nos van a comer. ¡¡¡Habrá que hacer algo!!! Aquel mismo día ordenó levantar una torre para poder colocarlos de forma ordenada. La construyeron muy alta, con el fin de que la princesa pudiera ver la mayor parte del reino desde sus ventanas y, al mismo tiempo, consagrarse a las dos actividades con las que más disfrutaba: leer y dibujar. Así nació la primera biblioteca de Rebás.

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También en esta colección:

VERSOS PARA NIÑOS NOCTURNOS de Ángel Fernández



© Alfredo Álvarez Álvarez, 2016 © de esta edición: EOLAS EDICIONES facebook.com/EOLAS.EDICIONES Dirección editorial: Héctor Escobar Ilustraciones de cubierta e interior: Joaquín Olmo Diseño y maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-16613-25-0 Depósito Legal: LE-172-2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España



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