La sombra que amó Bram

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la sombra que amรณ bram

Colecciรณn Caldera del Dagda, 23



Rubén G. Robles

La sombra que amó bram

eol a s ediciones


Para Alejandro y Carla, el conocimiento es la medicina contra el miedo.


Londres 1888

E

ra Inglaterra la madre de todas las tierras y era Londres refugio de todas las riquezas. Los británicos eran maestros de la industria, de las finanzas y del comercio internacional y su Imperio parecía extenderse sin límites de espacio y tiempo más allá incluso de lo que estaba por conocer. Valores como la justicia, la verdad y la armonía parecía serían exportados a todas las tierras dominadas en África, en Asia y Medio Oriente, aunque nunca esos valores serían aplicados a los súbditos de su graciosa y británica Emperatriz. Por toda razón se imponía en cada rincón de Gran Bretaña la razón de la fuerza y se sustentaba toda la parafernalia, pompa y circunstancia en la sangre y el fuego del que domina y somete sin más justicia que la que ofrece la espada. Se sostenía todo esto desde la sala de calderas de una ciudad que se ponía en marcha gracias a la represión de los más, ejercida desde la riqueza y privilegios de los menos. Londres era el corazón de ese imperio, la Roma de su tiempo, en ella todo asombraba y todo estaba por ver. Era la ciudad más grande que el hombre hubiese conocido. Y era la más grande sin llegar a estar nunca acabada pues siempre había esparcidas por la ciudad edificaciones y materiales nuevos a la sombra de ruinas que resistían en pie. 7


El río que la atravesaba lo hacía como una sombra sin orillas y en sus entrañas acumulaba la mayor suciedad y la peor de las miserias. Sus tripas iban preñadas de enfermedades como el cólera y sus aguas arcillosas llenaban agradecidas las fábricas de cerveza y las destilerías. Tenía el olor a orines desde cierta distancia y su principal ingrediente eran las heces de los londinenses. Vaciaban allí sus estómagos desde los pozos negros de sus casas y lo hacían a través de decenas de colectores que como bocas gigantes vomitaban su contenido sin que nadie les fuera a detener y sin que nadie fuera a decir nada. Una piara de seres humanos, desposeída y desplazada, sin la categoría de ciudadanos, vivía en ese amasijo de calles amenazadas del agua mientras algunos veían pasar frente a sus ojos los beneficios del Imperio y de sus riquezas, aunque sin poder disfrutarlas. La minoría enriquecida vivía en el temor de que algún día esa masa informe de ganado humano se levantara. Pero mientras ese día no llegara, a ellos les correspondía disfrutar de las riquezas y a los otros, desposeídos de todo, proporcionarlas. Los grandes edificios de la ciudad asombraban a los viajeros, pero a su sombra se escondían montones de casas llenas de pobreza asentadas sobre el yacimiento de sus propias fosas atestadas de residuos fecales y aguas enfermas. Los muros ennegrecidos de esas casas servían de acomodo al deplorable vicio que convivía con la disipación, la riqueza y el lujo del límite Oeste en donde se encontraban el Parlamento, el Gobierno y los Juzgados y donde las calles eran anchas, limpias y elegantes por donde poder exhibirse y poder pasear. Nada que ver con los laberintos hechos con huertos, patios, callejones y callejas de los pobres del East End, Whitechapel y Southwark en donde las casas se llenaban de túneles conectados y en donde ladrones y prostitutas únicamente aspiraban a conseguir 8


el dinero para poder dormir en las casas de huéspedes que la noche convertía en anónimos burdeles donde ser robado o robar. Y todo ello aderezado por el ruido intenso y el griterío molesto de vendedores ambulantes y un caos circulatorio de vehículos amontonándose. La ciudad ofrecía sí, oportunidades sin límite, pero esperanza sólo a los desesperados. Y la literatura, a través de hombres como Charles Dickens, incendiaba la imaginación de los provincianos atrayéndoles a una ciudad llena de cosas en apariencia fascinantes para todos los que aspiraban a una oportunidad que sólo la fortuna de unos pocos podía traerles y dejarles alcanzar. A pesar de todos sus males el siglo XIX había comenzado a terminarse y lo hacía con la esperanza de intentar resolverlos, creando, al hacerlo, otros males que al menos eran diferentes, pero que sumados todos eran mayores y eran más.

*

Salía Bram del Teatro Lyceum envuelto en su abrigo, con su sombrero negro desgastado en los bordes. Su figura sólida de hombre fornido, torso bien torneado, barba recortada y bien perfilada, le hacían parecer un monarca a la manera shakesperiana. Miró a ambos lados de la calle para evitar el atropello y vio al otro lado al escritor Arthur Conan Doyle. Bram tocó su sombrero y sonrió sin decir nada pues no le iba a poder oír en aquella marea gruesa de ruidos. Arthur no llevaba sombrero pues odiaba esas chimeneas negras sobre la cabeza. El escritor levantó el brazo en dirección a Bram y siguió su camino atravesando Waterloo Bridge hacia el distrito Sur de la ciudad. Se mezcló con el ejército de hombres jóvenes, fuertes 9


y sin complejos que se afanaban por traer y llevar mercancías entre los carros y carruajes que a aquellas horas abarrotaban los mercados de la ciudad. Bram se mantuvo a la puerta del teatro a la espera de un cab. Entraban los fríos rayos del sol del invierno en el sepulcro del Lyceum. En él se sepultaban desde 1878 los londinenses para disfrutar de las imágenes de lo fantástico creadas para ellos por Henry. Y Bram, junto al actor Henry Irving y al director de escena H. J. Loveday, era el verdadero artífice de que todo funcionara en la Compañía de Teatro de Wellington Street y lo hiciera bien. —¿A dónde crees que vas Bram Stoker? —le gritó desde el interior del teatro la figura elegante, angulosa y adelgazada de Henry. Asomó la nariz pronunciada y fina por la puerta del teatro. Aquel rasgo le otorgaba una enorme fuerza dramática en un rostro que sostenía una frente abovedada y unas cejas masivas y densamente pobladas. —Tengo que ir a ver… —No lo quiero saber —no le dejó acabar la frase. Bram Stoker lo mismo escribía cartas que arreglaba horarios, igual pastoreaba a la troupe del Lyceum que escribía discursos en una servilleta de papel al actor. Era el compañero perfecto para él, pues podía permanecer a su sombra sin moverse ni reclamar nada del protagonismo para sí. Y su sonrisa arriba, al final del vestíbulo, recibía a la multitud que atravesaba las puertas mientras veía si las señoras y señoritas tomaban asiento alineadas correctamente. —Caine me ha enviado un telegrama —quiso decirle Bram. —Me da igual, ya me has oído —respondió severo Henry. —Pero… —Dime una cosa, Bram Stoker —le siguió acosando el actor—, ¿no podías buscarte una amante como hace todo el mundo, de trato 10


y acuerdo más sencillo? —Henry era despiadado, pero no sólo con él. Se estaba refiriendo a las amantes que todo londinense que se preciara de serlo debería tener, las cottages années de Saint John’s Wood, cuyas casas se distinguían por los toldos que evitaban identificar al hombre que salía o entraba de allí. El irlandés, responsable a diario de que todo en el Lyceum saliera a la perfección no dijo nada. El escritor había hecho demasiados sacrificios por el teatro. Había tenido que interrumpir la luna de miel con su esposa Florence para incorporarse a la pléyade de hombres y mujeres que daban vida en Wellington Street a los personajes de Hamlet, la obra de Shakespeare con la que en 1878 habían inaugurado el teatro. Él y Florence habían llegado a la ciudad en ese año con un sueldo de 22 libras semanales y se habían instalado en Southampton Street por 100 libras anuales de alquiler. —Bram Stoker, recuerda tus obligaciones conmigo, con el Lyceum y con Shakespeare —dijo el actor Henry Irving mientras regresaba al interior de aquel templo de las artes sin dejarle que contestara. Una sola palabra de aquel hombre larguirucho, desgarbado y de educación provinciana, se convertía en ley que había que cumplir. A pesar de su andar errático y su cara común, su voz se imponía sobre cualquier voluntad, tal era el magnetismo que sabía imprimirle, sus constantes ondulaciones, su fuerza. Bram volvió la cabeza y vio al actor, a cuya amistad y servicio había decidido consagrarse, de espaldas, desaparecer en el interior del Lyceum. Nada se movía, nadie respiraba sin que Henry lo supiera. Supervisaba y gobernaba con mano de hierro la compañía y sus órdenes se transformaban en yeso, pintura, madera y andamiajes que tenían que ajustarse a lo que él quisiera. —Ah y acuérdate de las ollas de vapor a presión para acom11


pañar mis salidas a escena —se le oyó decir al actor desde el interior, como un eco dentro de una caverna, escondiéndose en los pasillos de aquella arquitectura clásica. —Este edificio será tu tumba, Henry Irving —dijo el escritor cuando creyó que ya no podría oírle. El propio Bram pasaba demasiadas horas junto a Henry en el interior del Lyceum, teniendo que soportar, cuando podía ir a su casa de Saint Leonard’s Terrace, el enfado de su esposa Florence y cierta indiferencia de su hijo Noel. Pero a Bram, confiado, práctico y también algo ambicioso, los obstáculos y dificultades le habían fortalecido, había sido capaz, a través de la enfermedad y la convalecencia sufridas durante la infancia, de desarrollar cualidades de perseverancia y supervivencia. Así que vivía con cierta indiferencia lo que escuchaba de Henry y lo que salía de boca de su esposa en su propia casa. Miró las calles desde la acera y esperó a que pasara un carruaje para montar en él. A aquellas horas mareas de contables y oficinistas de todas las procedencias, de todas las edades y barrios, iban trotando, caminando, corriendo a todas partes. El sonido a aquellas horas era similar al de las cataratas Victoria. Era un ruido hecho de muchos ruidos, vendedores, músicos, iglesias dando las horas, barriles vacíos rodando sobre las piedras, sonando como tambores, ejes de carro chirriando y las pezuñas de los caballos sobre las piedras. El sol aquel día arrojaba algo de luz, pero una niebla tóxica y carbonífera cubrió como un sudario cada centímetro del suelo londinense. Bram se cubrió la nariz con un pañuelo y levantó el brazo parando un cabriolet. Iría a ver a Caine, Thomas Hall Caine. Su amigo y escritor vivía desde hacía unas semanas sumido en una profunda inquietud. 12


Se detuvo un cabriolet y subió a él. Se sentó en su interior poco confortable y mientras las calles desaparecían a la velocidad de las ruidosas bestias pensó en lo que le había dicho Henry Irving hacía unos minutos, como si fuera un Fausto demoníaco enterrado en su querido Teatro. Pensaba también en las palabras que le dijera su padre antes de irse de Irlanda: “Ten cuidado con esas amistades del teatro”. Al menos, pensaba Bram, las gentes del teatro le habían servido para venir a Londres. ¡Si por él hubiese sido! Recordaba lo que le había dicho su progenitor, aquel hombre terriblemente severo, cuando comenzó a trabajar como funcionario en el castillo de Dublín: “Permanece en el castillo y púdrete ahí”. El castillo al que tenía que ir a diario se había convertido en una tortura para el joven funcionario Abraham Stoker. Sólo la asistencia al teatro en la ciudad irlandesa aliviaba la sensación de vivir prisionero, fatigado y consumido sin poder salir y sin poder vivir. Ahora vivía en el teatro Lyceum, un templo de las artes, quizás un sueño, pero prisionero de un hombre y de la obsesión por resucitar cada noche para sus espectadores el ego de un monstruo enigmático, que para desgracia de Bram era demasiado seductor y demasiado viril.

*

Thomas Hall Caine esperaba a Bram mirando desde su ventana en la segunda planta de su casa situada en Worsley Road. Veía depositarse sobre calles, patios y casas una fina lluvia de polvo mezclada con la humedad de la niebla de hollín. Se veía también de vez en cuando por encima de los tejados y chimeneas el humo del ferrocarril asomando de manera interrumpida entre las casas. Recorría 13


lejano, como en un sueño, la sinuosa arquitectura londinense, silenciado y ahogado su ruidoso movimiento por la distancia. Un somnoliento Caine veía pasar humeante la máquina, arrastrando lenta entre las casas su pesada carga de metal. El ferrocarril alarmaba, excitaba y destruía, era sinónimo de modernidad pero lo hacía abriendo numerosas heridas en los distritos y destruyendo con rapidez barrios enteros, casas de pobres y calles, para construir encima y al poco tiempo, casas amontonadas para el Londres que estaba creciendo. Bram desde el carruaje veía pasar las hileras de viviendas apiladas sin orden ni concierto. Tenían un color parduzco, entre marrón y rojizo, pues se construían con ladrillos hechos de la ceniza de los hornos de las fábricas. Iba en el interior del carruaje tomando notas de todo cuanto pensaba podía serle de utilidad para una obra de teatro que estaba escribiendo. De vez en cuando volvía la vista hacia las calles. Al hacerlo imitaba a Charles Dickens, le decía a su esposa Florence, inspirándose en la ciudad, su actividad y su movimiento. Pero dentro de su estructura intelectual, había un pozo de aguas detenidas hecho del folclore de los años en Irlanda. Y ese líquido era el que en verdad alimentaba su fuego creativo. De vez en cuando asomaba por la ventana del carruaje y todo cuanto veía era una niebla pesada, sombría y persistente que cambiaba de color según la disposición de las calles, el humo de las fábricas y la dirección del viento. La humedad del aire de aquella mañana parecía envolver el cab en una vaporosa poción de sustancias. Thomas Hall Caine, sin vestir aún para recibir a su amigo, miraba la calle y pensaba en las historias y anécdotas divertidas que Francis, su amante, le había contado hacía unos días. Se sentó en su escritorio y comenzó a pensar en las horas dulces que había pasado 14


junto a él. Unas horas que Thomas Hall Caine sospechaba que ya no volverían. —¡Maldito seas, Francis Tumblety! —le gritaba en sus pensamientos Hall Caine. Parecía hablarle a las paredes de la casa. No quería acabar como Dante Gabriel Rossetti, el poeta para el que Hall Caine había trabajado como asistente, enloquecido, intoxicado de cloral1 y hablándole a un cuadro, el cuadro de su esposa Lizzie. Sabía que escribir le aliviaría. Se sentó en la mesa de la sala, tomó unas hojas y comenzó a escribir de manera desordenada, quizás una carta. ¿Podría volver a ser Thomas Hall Caine aquel joven de mirada ensoñadora que había albergado en su interior tanta fantasía y tanta belleza? Su amigo Bram Stoker sabría aliviarle, sabía usar como nadie las propiedades lenitivas y sofrológicas del lenguaje. Dejó de escribir y se levantó, miró el reloj de la sala maldiciendo el paso lento de las horas. Sabía que Bram le aliviaría, no tanto por su capacidad para hablar y modular la voz como un actor, como lo hacía Henry Irving, sino porque a Hall Caine le gustaba aquel hombre y si no fuera porque era aquella una sociedad que permitía el homoerotismo pero condenaba la homosexualidad, podría haber dicho que le quería, aunque sin esperanza de que él le llegase a querer. Donde pusiera la mirada Caine encontraba suciedad, enfermedad y nuevas causas para la tristeza. Miró de nuevo la hora sobre el reloj de pared de la sala. Se levantó y abrió la ventana, vio llegar el carruaje de su amigo y detenerse a la puerta de su casa. Una bocanada cargada de aromas agrios y malolientes hizo que sintiera unas ganas terribles de vomitar. Rápidamente volvió a cerrarla. Bram golpeó con fuerza la puerta de la vivienda de su amigo. 1  Cloral: derivado clorado del etanol, que con el agua forma un hidrato sólido usado en medicina como anestésico.

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—Hommy, ¿estás ahí? Abre la puerta, soy Bram —le dijo desde la calle. Hall bajó la escalera y abrió a su amigo. Vivía aturdido, desconcertado y ni siquiera sabía en qué día de la semana vivía. —Estoy harto de Henry, Hommy, estoy harto de Henry y de vivir a su sombra —Bram atravesó el umbral de la casa de su amigo como una bestia enfurecida arrojando su sombrero y su abrigo sobre una silla junto a la puerta. —¿No enseñan modales a los funcionarios de Irlanda? —le preguntó Thomas Caine. —Lo siento, no he empezado bien la mañana. Te aseguro que un día me voy a ir del teatro… y se va a enterar. —Quizás sea nuestro destino Bram, vivir a la sombra de otros hombres. —Puede que tengas razón. Henry no entiende nada y han sido demasiados años juntos. Debería dejarle. —Te maltrata. Deberías dejar de admirarle como lo haces. El gigante irlandés pareció calmarse. —Bram, mi querido Bram. He conocido a un hombre —le dijo Thomas. Bram se miró en el espejo de la entrada y miró el reflejo de su amigo, había bajado la cabeza al confesarlo. —Pasa a la biblioteca —le indicó Thomas. Los dos cruzaron el pasillo. —Siéntate, por favor. —¿Y? —Es un caballero de Estados Unidos, un hombre elegante —le dijo. —¿Tiene nombre ese amigo? —Se llama Francis. 16


—Y ¿a qué se dedica? ¿Escribe? —le preguntó Bram. —Hace unos días estuvo aquí, donde estás tú sentado. Es un hombre increíble, conoce todo el territorio estadounidense. —Entonces es un viajero. ¿Escribe? ¿Conoce a Walt Whitman? —¿Es eso todo lo que se te ocurre decir ahora? ¿Sólo puede ser interesante si es escritor y si le gusta tu queridísimo Walt Whitman? —le dijo Thomas Caine. Bram sonrió, el gigante pelirrojo se inclinó hacia delante por demostrar un poco más de interés por la vida e intimidad de su amigo. —Le podría describir, pero… —Thomas suspiró. —No me digas que os habéis conocido entre Regent’s Park y Oxford Street a donde vais los uranianos2 buscando a los chicos del telégrafo. —No seas estúpido, no tienes ni la menor idea. No, Bram —Thomas parecía algo ofendido. —Recuerda la última vez que te enamoraste en Picadilly —le dijo el irlandés. La pequeña plaza era conocida por todo el mundo como el corazón de la moderna Babilonia. —Te equivocas, Bram —le respondió Hall. —Te recuerdo que bajo la advocación de Eros y por 4 chelines algunos tipos callejeros hacen y dicen cualquier cosa. —Esta vez no. —O aún peor, en Cleveland Street —insistió Bram. —Hace más de un año que no frecuento esos lugares y lo sabes. Bram se reclinó en su asiento dispuesto a escuchar lo que su amigo tuviera que decirle. 2 Uraniano: término con el que en el siglo XIX se hacía referencia a la “inversión” sexual y a la homosexualidad masculina.

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—Se llama Francis y es médico y conoce Irlanda. —Empieza a caerme bien ese muchacho. —Es un hombre mayor. —Entonces quizás seas un efímero y extravagante capricho. Caine parecía incómodo con el tono que mantenía su amigo. —No quería ofenderte —dijo Bram. —No importa. Nos hemos conocido porque compartimos ciertas aficiones. —Ya. —No es lo que piensas, ¡estás lleno de prejuicios, Bram Stoker! —¿Dónde os conocisteis? —Nos conocimos en Liverpool, hace unos años, yo era un muchacho de apenas veinte años —quiso cortar Caine. —¿Y qué hacía el joven Thomas Hall Caine en Liverpool? —Escribí para él algunos anuncios con los que conseguir cierta notoriedad en la ciudad. Era una época en la que también escribía críticas de teatro. —Nunca me lo habías contado —le dijo sorprendido Bram— Ni siquiera que habías vivido en Liverpool. —¡Hay tantas cosas que no sabes de mí! —Ya veo. —Se dedica a fabricar y vender medicinas —añadió Caine. —Te habrá impresionado por su gravedad y madurez —dijo en tono jocoso. —No eres capaz de entenderlo. No me juzgues, Bram, luego te quejas de Henry. —No es lo mismo. —Está bien, no discutamos. —Thomas parecía ofendido, pero no podía enfadarse con su amigo—. Sólo puedo decirte que este hombre es para mí un poema de Walt Whitman. 18


—Bien, entonces no hay nada más que decir. —Parece que he dicho las palabras mágicas. —Si es así te proporcionará todo cuanto te hace falta y conviene. Hall Caine pensó que quizás su amigo estuviera burlándose. —¿Crees que me precipito al pensar lo que te he dicho? —A veces ni uno mismo es capaz de saber con toda certeza y seguridad qué es lo que piensa y qué es exactamente lo que más le conviene. Pero has escuchado de mi boca lo que pienso y siento cuando leo el libro de poemas de Walt, si ese hombre te hace vibrar como lo hizo él conmigo, con sus poemas, no lo dudes, ese hombre merece tu amistad y tal vez, que le ames también.

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Índice

Londres, 1888 �������������������������������������������������������������������������������� 7 La carta, 1878 ����������������������������������������������������������������������������� 21 Más allá de la noche, Londres, 1888 ��������������������������������������� 23 La noche de Halloween, Clontarf, Irlanda, 1854 ������������������ 39 La escena de Hamlet, Londres, 1878 ���������������������������������������� 53 Highgate Cemetery, Londres, 1869 ������������������������������������������� 63 Emma la china, Londres, 1888 �������������������������������������������������� 79 Bram en la Golden Dawn, Londres, 1887 ������������������������������ 91 Los acantilados de Whitby, Yorkshire, 1890 ��������������������������� 99 Beefsteak Room, Londres, 1888 ���������������������������������������������� 107 Whitehead, Londres, 1888 ������������������������������������������������������� 123 East End, Londres, 1888 ����������������������������������������������������������� 135 Kate Londres, 1888 �������������������������������������������������������������������� 139 Asesinato en Whitechapel, Londres, 1888 ����������������������������� 147 Abberline, Londres, 1888 ���������������������������������������������������������� 159 Soldados de taberna, Londres, 1888 ��������������������������������������� 183 Francis y su pócima, Londres, 1888 ���������������������������������������� 191 Batty Street, Londres, 1888 ������������������������������������������������������ 199 Fenians, Baltimore U.S. - Londres U.K., 1888 ��������������������� 211 Ten Bells, Londres, 1888 ����������������������������������������������������������� 225 Spaniards, Hampstead, Londres, 1888 ���������������������������������� 235 Fleet Street, Londres, 1888 ������������������������������������������������������� 241 Purfleet, Londres, 1890 ������������������������������������������������������������� 251 323


Liverpool, 1874 ��������������������������������������������������������������������������� 259 Vámbéry, Londres ���������������������������������������������������������������������� 265 Escribir una novela, 1890-1897 ���������������������������������������������� 285 Cleveland Street, Londres, 1888 ���������������������������������������������� 305 Le Bretagne, Le Havre, 1888 ��������������������������������������������������� 317 Nota del autor ���������������������������������������������������������������������������� 319


Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda

1. La sombra del Toisón. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. Educando a Tarzán Francisco Flecha Andrés 3. Braganza César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. Perro no come perro, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. Segundo cuaderno de St. Louis. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. secretos de espuma Cristina Peñalosa Giménez 9. Iluminada Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. la verdadera historia de montserrat c. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero 13. WASSALON (V Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Salvador J. Tamayo 14. DÉJAME DECIRTE QUÉ DÍA ES HOY Rafael Gallego Díaz 15. 40 Óscar M. Prieto 16. Álbum de sombras Elías Moro


17. LA MANO QUE EL PERRO LLEVABA EN LA BOCA (VI Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) René Fuentes 18. poscontemporáneos Ignacio Fernández Herrero 19. un viento raro Enrique Álvarez 20. en el estanque de peces de colores Rafael Gallego Díaz 21. preludio de una borrasca Alberto Masa 22. Informes y teorías Ildefonso Rodríguez


© Rubén García Robles, 2018 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices · www.albertortorices.com Dibujo de página 318: Laura Negrón Fotografía de cubierta: Dark Autumn Forest with Fog, de Hofhauser/shutterstock.com ISBN: 978-84-17315-35-1 Depósito Legal: LE 377-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España



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