LA VERDADERA HISTORIA DE MONTSERRAT C. y otros relatos no menos imposibles.

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la verdadera historia de montserrat c. y otros relatos no menos imposibles

Colecci贸n Caldera del Dagda



Luis Miguel Rabanal La verdadera historia de montserrat c. y otros relatos no menos imposibles



A Musina, por su ternura inagotable.



Índice

Las cerezas de Alejandra . . Anémica y agreste . . . Amor líquido en carpetas amarillas . Karim Benzema sí tiene pilila . Las putas de Dios . . . Claudia Schiffer (llorando) en Valdeluna La conciencia pactada, a medias . Cogito ergo leches, decía Graciliano Yo tengo un hijo del Rajoy . . La tata Carolina . . . El cartelito . . . .

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Nota del autor

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Las cerezas de Alejandra Pasos de nadie: es sólo el aire buscando su camino. Octavio Paz

A

hora que me acuerdo, en el lodazal de Porqueras solo estacionaban los entendidos en física cuántica y en enfermería. Los demás, los que erraban por repechos, recodos tan próximos al melodrama y tormentas de antimonio, se tenían que conformar con los pasadizos inmundos de otras ocasiones, o lo que es lo mismo, aparcar frente a las tapias del camposanto, donde los nombres en vez de ser nombres propios son algo más que pecados cautelosos cogidos con las pinzas de depilarse A. el entrecejo, y en las salidas a la tierra del otro lado en las que el ladrón no es ladrón, ni siquiera anestesista con ilustre tenedor de libros que patrulla los caminos por si acaso. Lugares así sin trascendencia, excepto cuando el alcohol de quemar le señalaba con su dedo sucio otra vez a Eradio, el maduro vigilante y el menos necio de los necios,

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y no podía ya negarle el abrazo bondadoso, el que ahoga la garganta sin circunspección por guarecer tan estupendamente bien la casa de citas de las citas. La filosofía pura es la filosofía que carece de malos pensamientos, no obstante, para empezar, mejor desinhibirse y abortar cualquier parodia por muy pequeña que esta sea en el localucho gélido del reparador de engranajes, asimismo llamado taller, a secas, de pinturas y de chapa. Porque sería cruel no registrarlo en la pizarra de ejercicios espirituales de Carmela, de nuevo ella, la bellísima Carmela irresoluta, que se hallaba sumida en el frívolo coloquio de la jornada de la tarde con Rosario Mínguez en el momento de presentarse en el bufete Don José Esteban profiriendo tales exclamaciones de desesperación que cualquiera podría presagiar que no traerían nada bueno al desarrollo casi definitivo de la historia. Historia sin relato esta que dista mucho de aquellas ceremonias contemplativas en las que uno se topaba con la mugre insolente de Elisa y de Joel dispersa por la estancia, y en apariencia dulce, pero mugre al fin y al cabo y sin limpiar. La sevicia es el entramado del débil, ya lo dejó escrito San Mamerto. El asunto era que del tropezar siempre se lamentan los que poco han tenido que ver en el encarecimiento de la vida en el psiquiátrico, no sea que los chiquillos se vistan con las ropas tan ajadas y luego froten en sus ojos como si tal cosa la calamidad y el estraperlo. Esa tendría que haber sido la costumbre, si no hasta ahora sí a contar desde el 13 de diciembre, al cambiar de manera enérgica la forma de comportarse la muerte y el bostezo con la diversión: las manos no habitadas ya por nadie, la podredumbre de la desmemoria por más que alguien se asomara a mirar por la rendija cómo perdía voz la

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voz inusual de la muchacha perpleja por el abandono de Miriam al salir de su clase de piano con los cabellos revueltos y enredados a saber por qué manos a otras manos turbias. A veces se desconoce la irrealidad por causas asustadas y no por un desconocimiento que termina de salir de la bañera con sus sales azules y sus ricitos blancos. De tal modo conoció la herrumbre el interlocutor improcedente, el que cruzaba sus manos sin cesar en interludio en plena galerna, el que sonreía para hacer carcajear a quien consentía a diario el cambalache, ¿a que sí? El fresco de la tarde es el fresco de la tarde y punto, protestó el vendedor de paraguas. Caramba con la niña muerta, añadió Quintín al fondo del reservado oscuro de la bodega de Charitel, la maja, al ser puesto en antecedentes del suceso. Todo el desparpajo no cabría más que en una gota de su mejor cariño, las manos no habitadas ya por nadie, eso, eso. Y como si nada, como si nada tuviese ya sentido, se fue esparciendo por allí el aroma inevitable y se llegaron al cuarto del abuelo con aspavientos a quererse y, con el rubor de la nula práctica de léxico, fueron menos imperturbables que favorecidos en la caminata del antojo contagiado, del amor seguro. A Lola, después, no le servían ya los zapatos nuevos de la mañana, o eso quiso entender el efebo que esperaba sus consignas contento cual pierrot esposado a una pata de la cama: aquí la novela de Bradbury y aquí el monedero, la corbeta de M. no se sostiene sin ayuda de ese Rey León asustadizo. Así, como sin querer meter ruido, proposiciones que se entregan a la incertidumbre igual que un lamento más que sobrecoger por si las palabras esconden sed y urticaria o granos en la frente en la casa de los ecos. A Lola,

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después, a Lola. Contrariamente tuvo que ocurrir que la lluvia embarrada alejaba de sus ojos la similitud con lo pactado, mientras, en el invierno de la otra provincia, el hombre de piedra desfiguró su rostro. Escribir y escribir para que la vida no canse. O eso creyó entender el visitante al ser reconocido por Hortensio, el ordenanza licenciado en Bellas Artes que hacía las veces de cazador de fichas y encargado de bajar las luces cuando las tertulias se transformaban en turbio ditirambo y las voces alzaban tono y refutaciones y concilios. Es preciso tener en cuenta que aquel pacto virtual entre caballeros se selló para no ser cumplido más que por el benjamín de la familia, el que solía beberse el Moët en jarras de tintorro posadas en el microondas, sin inmutarse, y ahora qué. Y ahora conviene permanecer impertérritos como Lola después del látigo ardiente del deseo y de lavarse los ojos con camomila y diversas aguas destiladas, a ver quién es el osado que se atreve a desdecir lo que escuece suponer ceñido a la cadera desigual de F. Pero el hombre de negro se acercaba. O era mucho suponer haber venido hasta aquí para ser incapaces de enlentecer el transcurrir ocioso de ese tiempo que ni siquiera nos mira por encima, el tiempo bobo bobo bobo, tal como se expresó Alejandra al momento de ventilarse las cerezas. Cuestionar, es sabido por la inmensa mayoría, es el desequilibrio jactancioso del insulso. De acuerdo, de acuerdo, el cielo estrellado de la noche, con sus constelaciones atiborrando el infinito y las heladas instruyendo extravagancias con sus hielos, no es comparable con la boca abierta de Susanne para declarar su grandísimo interés por los leggins rosa de X. y de Y. Sin embargo, no muy lejos, Alejandra no cesaba de escupir los huesos en una competición sin con-

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trincantes, esto no es lo que parece, masculló. Desde entonces la dicha es lo primero que se reconoce en los caminos del afecto. Claro que habría más que añadir, pero baste la paráfrasis presente, tan desprovista ella de pasión, por las entrañas de quienes se han marchado a campo abierto a recordar. Después Lola, o la sinergia con los otros, porque el final del relato es un lugar común que escuece tanto abrir para desgajar adentro, muy adentro, la falta de verosimilitud, o lo que es lo mismo, la revelación de la ternura. Terracortril para suavizar las fenomenales abrasiones de la pena, esto es todo por ahora.

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D agda

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© Luis Miguel Rabanal, 2016 © de esta edición: EOLAS EDICIONES facebook.com/EOLAS.EDICIONES Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño de cubierta y maquetación: Alberto R. Torices Imagen de cubierta: Stas Svechnikov (unsplash.com · con Licencia CC Zero) ISBN: 978-84-16613-29-8 Depósito Legal: LE-221-2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España



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