La vida a medias

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LA VIDA A MEDIAS



A velino F ierro

LA VIDA A MEDIAS Diarios 2015-2016 Prólogo de

A ndrés T rapiello


© textos y dibujos: Avelino Fierro Gómez, 2017 (excepto p. 36: Emiliano Ramos, p. 98: Elsa Rodríguez Panizo, p. 143: Miguel Galano y p. 201: Mar Astiárraga Panizo) © del prólogo: Andrés Trapiello © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Corrección de pruebas: Mar Astiárraga Panizo Maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-16613-80-9 Depósito Legal: LE 310-2017 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Impreso en España · Printed in Spain


A mis padres



Prólogo

EL TAM-TAM DE AVELINO FIERRO Andrés Trapiello

Hay ironía en el título que acoge periódicamente las entregas de estos diarios de Avelino Fierro. Si el título nos sugiere de inmediato el peligroso y opresivo mundo de la jungla, sus diarios parecen, por el contrario, ordenados, razonables, burgueses, como supongo que son los códigos que rigen nuestra justicia (es sólo una sospecha, de haber leído alguno de ellos podría afirmarlo taxativamente o, por el contrario, descartar esta comparación). Y no lo dice uno sólo porque Avelino Fierro sea y ejerza de fiscal en una ciudad, León, que necesita tanto de la justicia (y esto no es en absoluto una sospecha; esto lo afirmo de una manera rotunda); no. Lo digo porque es un diarista tranquilo, razonable, bien avenido. Avelino Fierro es un escritor y amigo transigente. Las leyes están hechas de transacciones. La justicia las avala. Y Avelino, puedo afirmarlo también, es un pactista. Los pactos garantizan la paz, y Avelino se lleva bien con todo el mundo. De ser profesor, sería de los que dan aprobado general. Nos conocemos desde hace muchos años. Somos del mismo tiempo, más o menos. Su mujer, Mar, es acaso la amiga más antigua de mi infancia.

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Avelino Fierro, hay que decir también, es un letraherido. Su relación con los libros es generosa. Le gustan muchas cosas, muchos autores, muchos libros. A menudo uno se pregunta, ¿cómo pueden gustarle tantos y tan diferentes, a menudo antitéticos, opuestos? Pues a él le gustan. En cada uno de estos tomos se habla de unos miles de libros y autores a los que admira por una u otra razón. A todos acaba encontrándoles un qué, un no sé qué. Como es un hombre que dice las cosas en línea recta, yo he oído de él alguna vez: “Tu libro me ha recordado mucho el de Fulano. Es tan admirable como el tuyo…”. Esto le deja a uno desconcertado, a veces sin fuelle y siempre pensativo, porque puede ocurrir que a ese Fulano no le tenía uno muy bien conceptuado. Los elogios de Avelino le vuelven a uno si no modesto, sí humilde. Literariamente hablando es omnívoro. Basta asomarse a esas páginas que tiene a bien enviarnos a sus amigos (las mismas que ahora se reúnen en libro), y en las que la vista va directa a las negritas. Esta es una manía que empezó o popularizó Francisco Umbral, la de ajedrezar o empedrar una página con nombres propios en negrita, extraña para mí y problemática, porque las negritas alteran siempre en la mirada el ph literario. Pero tiene su utilidad: en un golpe de vista nos pone al corriente de cuál es su carta de navegar. ¿Y cuál es? El universo. En él se da cabida a todas las estrellas, incluidas aquella que llevan muertas milenios de años luz. Por suerte, esas negritas desaparecen al pasar al papel, lo que contribuye enormemente a dar sentido a lo del tam-tam, porque las negritas no dejan de ser luces de baliza, que nos facilitan el aterrizaje o entrada en puerto, y lo mejor que tiene la selva es precisamente que podemos perdernos en ella. Antes de empezar a escribir estos diarios que cuentan ya con ilustres admiradores y prologuistas, Avelino solía enviarme algunas reliquias de la justicia de León (en León se rigen

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por un código propio, el Código de Burgos, lo que a muchos tienen muy melancolizados), que me divertían lo indecible, sentencias de colegas locos y atestados de la Guardia Civil (memorable el de aquella reyerta entre gitanos en el que el guardia relator, para evitar la palabra gitanos, que le parecía poco correcta políticamente, la sustituyó por zíngaros o de etnia zíngara, con resultados, como cabe imaginar, cómicos). Su vida de fiscal, sin embargo, apenas aparece en estos diarios. No sé por qué. Quizá porque son los diarios de un fiscal que tal vez hubiera querido ser escritor. Lo que no daría uno, sin embargo, por ser fiscal… ¡y en León, nada menos! (cuando escribo estas líneas se está perpetrando allí el que será un crimen de lesa memoria: la destrucción de su provincial plaza del Grano; cuando desaparezca la hierba que crecía entre los cantos rodados que eran su firme, o sea, cuando ya sea demasiado tarde, advertirán que la desaparición de la misma catedral no habría sido tan dolorosa). Nada de eso le interesa como materia literaria. Si Montaigne dijo aquello de “yo soy la materia de mi libro”, Avelino Fierro podría decir: “Yo sólo soy lo que he leído, las músicas que oigo, la pintura que veo, los lugares a los que viajo”. El mundo judicial, más allá de las paredes de su juzgado, le interesa menos. Sí, por el contrario, hablarnos de los libros que busca con ahínco en cuanto se anuncian en el correspondiente suplemento literario, de los viajes y de algunas conversaciones con los amigos, muchos de ellos literatos, músicos, pintores. Dickens jamás agradeció lo bastante el haber trabajado en un juzgado, y sus novelas están llenas de aquel conocimiento. Avelino Fierro no es ni quiere ser un novelista, se limita a contarnos su vida de lector, su vida de amigo, su vida de escritor de diarios. Los hechos que no sean propiamente hechos literarios o artísticos, le interesan poco. Incluso los literarios los cuestiona: no hay libro que no lea en cuyos márgenes no añada él algún dibujo. No son raptos, o

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si lo son muchos están hechos a bolígrafo. ¿Podríamos decir que ilumina los libros que lee al modo de los monjes medievales que miniaban los códices y libros de horas? Podría ser una manera literaria, piadosa, de decirlo. Esperan en su biblioteca millones de dibujitos (algunos de esos se indultan, y pasan a la edición en papel), de la misma manera que hay escolios en los márgenes de todos aquellos lectores que acostumbran no sólo a subrayar los libros, sino a entibarlos con sus propias reflexiones (y nadie en ese arte como don Santiago Ramón y Cajal, según pudimos comprobar cuando se vendieron en almoneda los últimos pecios de su biblioteca). Cuento todas estas cosas para dar una idea aproximada del autor de las páginas que tienes delante. Aunque no haría falta que yo te lo dijera, te darás cuenta tú mismo, porque se me había olvidado decir: Avelino Fierro es un escritor cristalino, se le ve el fondo como la superficie. La travesía por esos diarios es apacible, como la que podemos llevar a efecto en las aguas mucho menos cristalinas del estanque del Retiro. Que haya tenido la delicadeza y generosidad de pedirle a uno este prólogo, sabiendo lo diferente que somos en casi todo, empezando por el diario que él escribe y la novela en marcha que quiero escribir yo, dice mucho y bueno de él, y diría mucho y bueno de mí si hubiera logrado decir algo de lo que él quería secretamente que yo dijese de sus diarios cuando me lo pidió. Nada me contentaría más que haber respondido a su llamada con un tam-tam parecido al suyo.

Madrid, 12 de febrero de 2017

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H

e vuelto a dibujar las calabazas que están en un plato grande y plano sobre la mesa del comedor. La noche de Reyes me habían regalado unos amigos un bloc de papel Arches; un regalo envenenado, porque M. musitó al entregármelo: “Anda, que bien podías hacernos un dibujo”. Esa noche despedimos los días navideños. Nos habíamos juntado en el bar cercano al Torreón del Conde y todos llevábamos alguna bolsita con sorpresas para intercambiar, sobre todo, libros. Ó. y M. tienen un lejano parentesco con los Grimaldi que yo no sabría explicar muy bien, y han acabado por vivir en esta ciudad tan provinciana. Ellos nos regalaron ese pequeño álbum de hojas de papel de algodón, y un precioso libro artesanal de pájaros exóticos del valle de Luangwa que habían adquirido en uno de sus viajes a Zambia. Los demás regalos que nos fuimos entregando eran también hermosos, pero con menos charme: la reedición de un libro de poemas de un escritor salmantino ya fallecido, otro

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sobre los escritores y sus maneras de pasear… Vi que las mujeres del grupo hacían un aparte y se entregaban otros presentes y cómo reían con picardía al desembalar un pequeño artefacto armado con finas varillas que —creí oír— servía para aumentar el placer. La noche transcurrió también risueña, encabalgada entre la ética y la estética: resolvíamos de un plumazo los males del mundo y los de este país nuestro de todos los demonios, íbamos en busca de la camarera guapa del bar de Enrique o a ver la niebla convertir las chopas de la plaza del Grano en gigantes desvelados. La noche, muy nuestra y extrañamente solitaria, de luces temblonas y calladas, nos iba tendiendo su mano. Éramos, además, siete: el número perfecto. Acabamos en el bar en el que J. C. tiene expuestos sus carteles. Pasó tiempo. Alguien nos hizo una foto y al mostrarla, aquel grupo borroso parecía no tener identidad ni memoria. Era el momento de retirarse. Al día siguiente, aunque yo no había estado pendiente de él, el álbum estaba apoyado en el mueble de la entrada. Quizá me había seguido como un perrito abandonado. Y, al recordar la petición, lo puse sobre la mesa del salón. ¿Qué podía dibujar que no desmereciera demasiado de los cuadros que Ó. y M. tienen en su casa, llena de objetos de anticuario y pinturas elegidas con elegancia, diría que genética? Pensé que mis calabazas podrían servir, en pequeño tamaño, para un lugar apartado o semioculto de su cocina. Un dibujo a plumilla…, aunque en ese momento caí en la cuenta de que la tinta china “black indian” se había secado. Tomé un rotulador de punta fina que podía aparentar un efecto similar y me puse a la tarea. Compuse el motivo desechando algunas calabazas y comencé a trazar líneas sin guardar ninguna de las convenciones básicas, sin pensar demasiado, previendo quizá —ahora no lo recuerdo— que aquello sería un esbozo,

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algo nada definitivo. Así que no hubo esa concepción mental, esa cuestión previa (disegno interno) a la materialización, ni mediciones, ni encuadres, ni dibujo a lápiz para delinear el contorno. Tampoco escudriñé su estructura ni su relación con el fondo. Al poco de empezar, y viendo que la parte izquierda y derecha del óvalo de la fuente no guardaban ninguna relación, supe que el dibujo se había arruinado. No sé por qué insistí en él. Quizá recordaba la frase de Nauman cuando dice que el dibujar equivale a pensar y que algunos dibujos se hacen con la misma intención con que se escribe, son notas que se toman. Aunque más bien creo que no pensaba en nada, que tras la noche de excesos no quería complicarme la existencia, no quería oír sino el ruido suave del rasgueo de la pluma sobre el algodón. Eso me resultaba placentero. Pero no perseguía con la vista —como aconseja Gómez Molina— la continuidad lineal del dibujo para comprender las estructuras de reconocimiento que determinan las figuras que establecen el abecedario taxonómico de nuestro saber de las cosas; no estaba muy a ello. Puede que también influyera el cansancio para que el hemisferio derecho de mi cerebro —que es el que debe atender cuando dibujamos una forma percibida— no entrase en funcionamiento a esas horas de la mañana. El caso es que acabé el dibujo y lo llevé al día siguiente a la tienda de Frank para enmarcar, junto a dos carteles de J. C. Cuando abrí la carpeta y lo contemplé de nuevo, decidí volver con él a casa. Vi que no había dialogado lo suficiente con el trazo, la luz, el territorio, los materiales, el proceso o el motivo. Recordé el dibujo de las calabazas de Antonio López, el manchego lento. Construyó un escenario de madera que, con

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el paso del tiempo, se convirtió en un entramado fantasmagórico. Sobre él había dispuesto las calabazas, que se fueron disolviendo, pudriendo… y a las que finalmente sustituyó por dobles de escayola pintada. Aquello duró un año. Eso es un diálogo como Dios manda. Eso sí es, como escribe un teórico sobre esta materia, tratar de fijar el orden, cristalizar para siempre el modelo establecido; el ámbito del miedo y de la soberbia con que el artista quiere descansar definitivamente. Y es que nuestro hombre siempre se ha tomado su tiempo: ahí están esos veinte años que ha dedicado al retrato de la familia real. Puede que, a veces, estuviera paralizado durante meses, tratando de desentrañar esa expresión bovina o el reflejo glauco en el fondo de un ojo. Yo no iba a emprender esos excesos, pero empecé a dialogar con mi dibujo: “Anda, volvamos a casa; tú y yo tenemos que hablar”. Lo coloqué en el recibidor, sobre una pequeña acuarela de un paisaje toscano. A los dos días, no sé si porque una corriente de aire hizo que temblara o porque en verdad sentí su bisbiseo, acerqué mi cara para oírle: “Él desearía unas motitas de color. Es bien”. Habíamos entrado en fraternidad y en ese campo sutil e inaprensible, también teorizado por los expertos, que se aleja de los valores formales y entra en la relación que se establece con el propio pensamiento. No tenía acuarelas fiables a mano. En los últimos días Libertad había vuelto a pintar con fruición y había enfoscado demasiado lo poco que quedaba aprovechable de algunas pastillas. Y necesitaba amarillos, verdes y ocres diáfanos, prístinos, inmaculados para tratar de afianzar aquella incertidumbre que tenía delante. El proceso —a él no se lo comenté, claro— sería similar al de enlucir el rostro arrugado de esas viejas coquetas que se embadurnan con carmines, encarnados y verdes sus labios, pómulos y párpados.

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Encontré unos lápices acuarelables. Hice un pequeño intento en un margen y lo deseché: no los había utilizado antes y me parecieron difíciles de controlar. Mi dibujo era de pequeñas dimensiones. Di después con otra caja de lápices pastel de la misma marca. Fueron los que utilicé. Pero allí había demasiado colorín, hería la mirada, y yo sabía que él era todo delicadeza, así que traté de amortiguar su presencia dibujando el contorno esquinado de la mesa. Y lo hice también flotar en la luz ambiente, añadiendo unos trazos de negro y utilizando de difumino un bastoncillo de algodón. Pero el resultado no me convencía en absoluto: seguía mirándolo, escudriñándolo constantemente y haciendo pequeños retoques. Por momentos me vi como nuestro exquisito pintor manchego e imaginé cómo seríamos mis amigos y yo dentro de veinte años, cómo me recibirían en su casa y qué champagne elegirían para el acto de entrega —un día de Reyes, sin duda— de mi dibujo. Afortunadamente todo se resolvió, no en dos décadas, sino en dos días. Lo volví a colocar a la entrada, sobre esa acuarela comprada en Florencia, también —como él— en tonos amarillos, ocres y verdeoscuros de los campos y cipreses de la Toscana. A ver si dialogaban. Comprendí entonces esa distinción de John Berger entre la fotografía y el dibujo o la pintura: ambos son estáticos, pero si la primera detiene el tiempo, los segundos lo abarcan. Y el dibujo revela más claramente el proceso de ejecución de su propia mirada que la pintura. Dibujar, dice, es mirar examinando la estructura de las apariencias. Y un dibujo incluye una gran parte de la experiencia de mirar anterior. Propone la simultaneidad de una multitud de momentos. Miraba a mi dibujo, a mi criatura poco agraciada, desencajada, por ver si volvía a hablarme, por dialogar. Al segundo día noté que lloraba, que lágrimas verdosas se escurrían abandonando su contorno. Acerqué a él mis ojos y me tranquilicé

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cuando entendí que la corriente de aire —y no la desazón de su corazoncito inanimado— era la causante de que motas leves de pigmento cayeran sobre el mueble lacado de Ikea de color blanco. Corrí a la tienda de Bellas Artes. Un cartel de “Vuelvo en cinco minutos”, la niebla y los dos grados bajo cero me disuadieron de seguir a la espera a pesar de que le había cogido el ritmo a mi zapateado flamenco para evitar la congelación. Corrí a otra tienda en el extremo opuesto de la ciudad. Allí sólo tenían botes de cuatrocientos mililitros y mi criatura únicamente necesitaba un lavado de cara, no un baño en una piscina olímpica. Entre la niebla distinguí la silueta de Isabel. Salía de su despacho; notó mi tribulación y cuando le conté mis cuitas soltó una carcajada: “Mira que agobiarte por eso. Con una laca para pelos de señora de un euro de las que venden en el Mercadona lo tienes solucionado”. A los diez minutos estaba en casa con mi spray “Stylius. Línea Profesional. Fijación extrafuerte” de 1,25 euros. Al utilizarlo se me fue la mano y mis calabazas estuvieron a punto de salir nadando. El papel de algodón empezó a rizarse. Reaccioné con rapidez y le puse encima el tomo de Arte desde 1900, de Hal Foster, en la edición de Akal, que pesa unos cuatro kilos. El Arte tenía que salvar al arte. No encontré a mano otro antídoto. Lo destapé a las dos horas y sus facciones todavía me resultaron reconocibles. Estaba un poquito más amoratado, eso sí, como de haber respirado con dificultad. Y en el aire quedaba un olorcillo a chica alegre que traté de matar abriendo puertas y ventanas, haciendo corrientes de aire. Mi mujer llegaría en poco tiempo. Yo no quería que supiera de mis trajines con los colores. Hoy he llevado de nuevo mi dibujo a enmarcar. Hemos charlado por el camino; no hemos querido despedirnos. Pero

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yo he llegado a pensar que aquellas motas de verde pastel pudieron ser lágrimas auténticas y no producto del viento: nos habíamos cogido un mutuo y profundo cariño. En una semana estará para entregar a Ó. y M. Espero que dialoguen con él, que les acompañe también en los momentos malos, de soledad. Que aprendan a quererlo y lo cuiden. Que les dé placer.

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Del mismo autor en EOLAS ediciones:

una habitaciรณn en europa Diarios 2010-2012

ciudad de sombra Diarios 2013-2014



Esta primera edición de La vida a medias, tercera entrega de los diarios de Avelino Fierro publicada por EOLAS ediciones, se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2017, «en esa media luz / que raya en la oscuridad, / sobre las tragedias del día / —que supuestamente / no llegan a tragedias / por la ausencia de figuras dotadas / de la clásica nobleza de alma». Charles Simic





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