Los delirios de Andrea

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LOS DELIRIOS DE ANDREA

Colecciรณn Caldera del Dagda, 31



Elena Santiago

LOS DELIRIOS DE ANDREA

eol a s ediciones



A

ndrea Doradia vigilaba el mundo que la rodeaba con el temor de que le robasen aquel sueño. Juego intenso ingeniando fantasías con quimeras hasta en el aire. La cabeza puesta sobre los hombros en baldío, hasta que jugó a un amor terco. Fue, entonces, calentura de palabras de amor inventando aquella historia que le pertenecía. De desaparecer, quedaría condenada a la oscuridad. Más que vivir, se aburría en un lugar de la Mancha sin puertas de salida. Aun así, comenzó a descolgar pensamientos enredados a sentimientos urgentes. Desidia y monotonía envolvían nubarrones en su cielo particular. Ni el sol calentaba las ausencias que Andrea iba encontrando a su paso. Pero estaba ya, contra todo, aprendiendo una huida. Su primo Domero le había traído noticias extrañas de un caballero andante, nombrado como don Quijote, que dedicaba su vida cual agasajo y cortejo a una mujer llamada Aldonza. Su primo Domero se había atrevido a señalar que el caballero andaba algo desordenado, tachando la realidad y contando otra antojadiza que lo arrastraba a aventuras desbaratadas. 7


No dudó Andrea en querer ser Aldonza, para ser algo en aquella vida vacía. Imaginando al caballero nunca viejo sino joven y dueño de fantasías, salvador de malquerencias e injusticias. Sonrió un día cualquiera al comunicar a todos que deberían llamarla Aldonza. Con diecisiete años invadió su propia cabeza llena de inspiraciones, proyectándose a construir un presente cambiado. Investigó, aquel nuevo camino: —¿Y cómo es el caballero de tan grandes historias? Hace todo por su dama… ¿Aldonza, has dicho? ¿Y su apellido? —Lorenzo. Aldonza Lorenzo. —Yo me llamo así. —¡¡Tú no te llamas así!! —rio Domero—. ¡Cuánto inventas! ¿No sabes divertirte de otra manera? ¿De qué manera? Si aquella casa era un bulto en el páramo abrumado de soles. Con noches deshechas en temores ondeando por pasillos y escaleras. Presencias de leves ruidos que se volvían tenebrosos. De seres de vuelos sin alas. Crujidos de puertas, de palabras bajas y rotas. Balbuceos de amores y odios, tendidos en las alfombras y golpeándose con las paredes. Explicaba Domero que cierta era, aquella realidad. Y tanto más que él sabía y escondía en el último rincón de su cabeza, lejos de labios que contasen. Los secretos, no deberían confiarse nunca. Bajaba la voz su prima, cayendo en un tono contenido: —Esta casa, Domero, es absurda. Tiene más habitantes que los habitantes que tiene. Y los días son tan iguales que hasta el sol se cansa de encenderlos. Asintió Domero, porque siempre asentía conforme a cuanto decía su prima. 8


Convencido estaba que Andrea intentaba alejar los días difíciles o indiferentes. Su destino era callado. Cientos de preguntas amparaba sobre otros lugares que eran montaña, mar, campos de jacintos amarillos o violetas. Sus campos eran inclementes, desvestidos. El calor redoblaba con hondura. Las costumbres oxidadas, sin abrigo posible. El tiempo fluctuando por las quince habitaciones de la casa, buscando un rincón de alivio. Entre sus paredes se habían ido haciendo hueco, algunos misterios. Cuantos la habitaban se vigilaban unos a otros, esperando un aire de desgracia. Un cambio obstinado que se iría cumpliendo entre rebeldías y egoísmos. El verano era de plomo y solo se trabajaba la tierra en horas más suaves. Quemaba el campo, menos a las moscas resentidas molestando hasta al aire quieto. Plomo hiriendo aquel paisaje aturdido. Vuelos de pájaros al alba y en los atardeceres, como agujeros negros en el espacio. Solo el viento empujado por tormentas ponía alas a un respiro. Frecuente era aquella atmósfera tensa que acababa rodando en trueno y atrapando sustos, según Brígida, mujer cicatera de carnes muy cuarentonas y vivas. Aya y gobernante de la casa de su amo Arístides. Y de amores prohibidos. Buscaba Aldonza la penuria de alguna sombra, tendida fuera, en el suelo de piedra, escuchando con los ojos cerrados el rumor del calor. El pozo cercano, menguado de agua, abierto el brocal como bocanada muda. Suspiraba Aldonza. Y abría ilusiones a la espera de que, algún día, la visitara el caballero de lanza en astillero y adarga antigua que vivía, más bien se desvivía, no lejos de ella. Sacaba el ceño la tarde entre las nubes ennegrecidas y Brígida, en la gran cocina de postigos entrecerrados, permanecía inmóvil, desmadejada y voluptuosa, sobre su asiento, esperando caricias. Bebía de sus variadas tinajas de licores hechos por ella con yer9


bas que recogía en el campo y colgaba a secar en la pared gruesa y blanca para hacer elixires y brebajes que reconfortaban, según ella, el dolor humano y las visiones espantadas. Cerca de ella, Aldonza, esperaba sus relatos de cuerpos desnudos y almas hechizadas. La invitaba a una tisana con preparados que consentían maravillas. Acababan oyendo cabalgar caballos en aquella soñera tórrida, con caballeros que llegaban a beber complacencias azarosas. —Son caballeros, Andrea. —¡Llámame Aldonza! —¿Aldonza? Serás caprichosa. Andrea o Aldonza, eres una niña despertando… Que sepas que hay caballeros que aman y te hacen amar sin remedio. Solamente no te amarán si yo les doy el brebaje del olvido. —Quiero que me ame… No le des bebida, Brígida sé buena conmigo. Quiero que no me olvide. Decisiva, explicaba: —Da igual. Los hombres no saben esperar. Casi siempre olvidan. Negaba, obstinada: —No, Brígida. Todos no. Se le acercó Brígida y casi al oído la despachó con unas palabras confusas. —Andrea, te lo digo, el amor es desenfreno. Tan deseoso. Tan deseoso… La piel se hace crédula y se entrega… Y el olvido anda cerca de tanto gozo. —¿Qué dices del olvido ante el gozo? ¿Qué dices de la piel? —Sí. Digo de la piel. Y de la boca. Y del cuerpo entero. El amor es abundante, es antojadizo Te llena de lunas la cabeza, pero lunas locas. 10


Pasó Aldonza la lengua por los labios. Radiante, susurró: —Lunas locas… —Lunas. Muchas lunas —sonrió Brígida, con viveza. La miró desde alguna parte luminosa: —¿Sabes qué, Brígida? Negó ella con un gesto suave que no acostumbraba. —Yo juego a tenerlas. Rio Brígida de golpe, rompiendo el momento. Con voz rasposa le indicó: —¡Una cosa es jugar a tenerlas y otra tenerlas! Perturbada, Aldonza no supo qué decir. Y ocupó de nuevo Brígida la palabra, diciendo sin prisa: —Eso. Una cosa es jugar a lunas y otra es tener lunas que te besen —y se mordió gozosa los labios llenos—: Tú, Andrea… Y ella, tenaz: —¡Me llamo Aldonza! Y nunca me llamaré de otra manera.

El reloj de la sala medía un tiempo inflexible, redondo y dorado, acunándose en la calma. Se recreaba Aldonza antojada en ser aquella mujer que el caballero de la Mancha llevaba dentro de sí, ofreciéndole la vida al sol y a la sombra, y cada batalla en defensa de débiles o maltratados, afanado en abatir realidades torcidas. Las razones que se daba Aldonza para ser elegida por tal caballero de sayo de velarte y calza de velludo para las fiestas eran hartamente caprichosas, improbables. Inspiradas por mensajes llegados a alborozar sus pensamientos, recreaba la historia, y cambiaba aquel caballero de años y armadura que abría genialidades, 11


por otro joven y valiente que, para regocijo, la buscaba abatiendo vientos y viviendo situaciones como las contadas de don Quijote. —¿Me ama? —preguntó a Domero, asomada a mejor mundo. —¿A ti? La ama a ella. A su dama Aldonza, a quien llama Dulcinea. Desde una locura que causa risa. ¿Causaba risa el amor? ¿Causaba risa la locura? Causaba risa o derrota, en el vivir ocurrían tales cosas. —¿Cómo es el señor de ese amor que lo lleva a la locura? Caballero de costumbres mañaneras. Despierto desde que los cielos se abrían a la aurora. Incluso en invierno, cuando despertar traía un retraso frío y tembloroso. Caballero muy encerrado con cientos de libros de caballería hechizando su cordura e ilustrando su intelecto. Hombre encumbrado, enfaenado en desatinos, hermanado con hacer el bien sin que el prójimo entendiese sus peripecias. Acompañado por un pequeño hombre redondo que lo atendía con total dedicación. Hombre bajo y ancho que lo seguía con fervor dejándose llevar y aconsejar, abriendo bien los oídos. —Domero, dime… —Nada que decirte, más que lo que me cuenta mi corazón, ¿quieres oírlo de nuevo? Negaba. —Cuéntame de esa Aldonza… —La llama el caballero: Emperatriz de la Mancha. —Emperatriz… —se entusiasmó, concretando—. Pero tú y yo, Domero, sabemos que ella soy yo. Él negó. Y Aldonza intentó olvidarlo. Ideó aventuras, fascinaciones y pendencias, de su imaginado joven caballero, rogando una vida distinta a aquella suya casi sin 12


pulso. Tedioso era aquel vivir plano e invernal en desconsuelos, aun viviendo el estío. Su primo Domero —pariente cercano y bachiller por Salamanca— vivía en la casa desde que se quedó huérfano. Desvelado en aventuras y diversiones, gustaba de traerle noticias a su prima, ahora llamada por arte y gracia de los caprichos, Aldonza. Se acercaba a la hacienda del hidalgo don Quijote por mandato de su tío Arístides, padre de la nueva Aldonza, llevando misivas de compras o ventas que casi nunca se lograban. Ocurría que el señor andaba encerrado soñando andanzas, tan pronto de hambre y miseria como de honores y ganancias, según el momento. Y no atendía peticiones y realidades, ya que se había apartado de aquel mundo. La sobrina del caballero le contaba a Domero, cuanto iba ocurriendo en la casa. Era el caballero de tan convencida mollera que le sonaban las lecturas en la cabeza. Tanto, que de acercarse se oían palabras sueltas. Como los murmullos atemperados al atardecer en el hueco interior del molino, en su penumbra estrecha. Se apropiaba Domero de los sueños de su prima y le contaba de él, para entretenerla cerca. Quería ser su caballero. Aunque nunca encanijado por cabeza tan venática. —Qué me dices, Domero. Qué me dices hoy… —le perseguía Aldonza. Recogía sus peticiones y aquella mirada suya que sobrecogía, alcanzando un gesto deslumbrado ante sus relatos. Sin conseguir conformarse. Invariablemente, quería saber más. —¿Nada más me dices, Domero? ¡Qué mal me va teniendo que preguntar a un muchacho algo tonto como tú! Siempre quieres guardarte lo nuevo y hacerme rabiar. 13



Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda

1. LA SOMBRA DEL TOISÓN. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. EDUCANDO A TARZÁN Francisco Flecha Andrés 3. BRAGANZA César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. PERRO NO COME PERRO, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. SEGUNDO CUADERNO DE ST. LOUIS. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. SECRETOS DE ESPUMA Cristina Peñalosa Giménez 9. ILUMINADA Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. LA VERDADERA HISTORIA DE MONTSERRAT C. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero 13. WASSALON (V Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Salvador J. Tamayo 14. DÉJAME DECIRTE QUÉ DÍA ES HOY Rafael Gallego Díaz 15. 40 Óscar M. Prieto 16. ÁLBUM DE SOMBRAS Elías Moro


17. LA MANO QUE EL PERRO LLEVABA EN LA BOCA (VI Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) René Fuentes 18. POSCONTEMPORÁNEOS Ignacio Fernández Herrero 19. UN VIENTO RARO Enrique Álvarez 20. EN EL ESTANQUE DE PECES DE COLORES Rafael Gallego Díaz 21. PRELUDIO DE UNA BORRASCA Alberto Masa 22. INFORMES Y TEORÍAS Ildefonso Rodríguez 23. LA SOMBRA QUE AMÓ BRAM Rubén G. Robles 24. PASOS AL ATARDECER. Diario 2004-2005 José Luna Borge 25. PERRO LADRANDO A SU AMO (VII Premio de Novela Corta Fundación MonteLeón) Javier Sachez 26. RELATOS DEL DIABLO Ignacio Martín Verona 27. EL VIENTRE DE LAS GRANADAS Javier Solana 28. FLORES DE HINOJO Andrés Martínez Oria 29. RELATOS MINEROS Juan Carlos Lorenzana 30. CIEN RELATOS CUÁNTICOS DE LA LITERATURA CLÁSICA ESPAÑOLA Juan Pedro Aparicio (antólogo)


© Elena Santiago, 2019 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Fotografías de cubierta y de la autora: Pablo GF Diseño y maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-17315-71-9 Depósito Legal: LE 143-2019 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España





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