Once ensayos sobre lo convencional y un cuento
56ยบ premio libro de cuentos fundaciรณn monteleรณn
Once ensayos sobre lo convencional y un cuento santiago casero gonzรกlez
eol a s ediciones
“Tú, que te imaginas tan bien tantas cosas, ¿qué esperas para imaginarte que eres feliz?” André Malraux, La condición humana “Al nacer nos dice Dios al oído: no lo olvides, usaremos tus segundos, no los míos.” Isabel Mellado, El perro que comía silencio
A Inmaculada, a mis hijos, de quienes no quiero olvidarme ni siquiera bajo el encanto de la escritura
LO HUMANO
Se yergue la alimaña
S
i no recuerdo mal, todo esto empieza así: un día entra una alimaña en el recinto. Alguien afirma entonces que la ha visto merodear entre los bungalós. Que anda por ahí, al acecho, quizá camuflada entre los setos y los arbustos ornamentales. Enseguida se extiende el rumor. Lo cierto es que los perros se han pasado toda la noche ladrando, como si hubieran olido algo. Son perros estúpidos, los de la urbanización, pero huelen la orina y el miedo de otras bestias. Al fin y al cabo, todos los animales cazan o son cazados. Es ley de vida. Es una pena que haya ocurrido otra vez, me digo, porque este complejo residencial es precioso. Aunque se trata de una especie de vasta ciudad de vacaciones con todo lo que una persona pueda necesitar, es, al mismo tiempo, un sitio bastante tranquilo. Un lugar ideal. Es verdad que todos los años hay alguna alarma parecida y que a lo mejor tendríamos que estar acostumbrados, pero es que tenemos pánico a que entren de afuera. Nos da pavor lo que pueda pasarles a nuestros hijos. Por eso cada vez se levanta un poco más la altura de la valla, se refuerza el acero de las puertas. Se vigila, si es necesario, por 11
turnos. Con linternas y bastones y redes. Pero una alimaña siempre puede entrar, eso lo sabe todo el mundo. Y hacer mucho daño a este lugar ideal y a las personas ideales que pasan tranquilamente sus vacaciones en este complejo. Una alimaña es siempre una alimaña y no puede comportarse sino de acuerdo a su índole. De todas formas, nadie sabe por qué se sienten justamente atraídas por este lugar, pero lo cierto es que de tanto en tanto alguien afirma que ha visto a una en el aparcamiento o junto al helipuerto o detrás de la capilla donde todo el mundo se reúne los domingos para cantar salmos y suplicar que no entre nadie en la urbanización a hacer daño a nuestras criaturas. Entonces los perros, como si presintieran un terremoto, se ponen nerviosos y ladran y parecen querer avisarnos, igual que los gansos del Capitolio. Esto lo digo porque lo he visto en una enciclopedia ilustrada de la historia del mundo. ¿Acaso este recinto no es también el mundo? Muchas veces resulta una alarma falsa o al menos una irrupción inofensiva, eso es cierto, pero nunca estamos seguros y preferimos curarnos en salud. Por eso hay quien hace batidas, se aposta en las esquinas, pide aleatoriamente la documentación a la gente, ahúma zonas de vegetación intrincada para obligar a la fiera a salir al raso. Antes he dicho “se vigila”, pero confieso que hasta ahora yo no había sido nunca de la partida. No por miedo, aunque no dudo que tal vez sea peligroso. Sencillamente no se me había dado jamás la oportunidad de salir a cazar alimañas. Bueno, pues a pesar de todo esto que cuento, a mi familia y a mí nos gusta venir cada verano. No sabría decir por qué. Quizá la huida de la rutina. Hemos descubierto que los gru12
mos de la convivencia se disuelven en esta maravillosa urbanización de la costa de una manera suave y placentera, como cuando una muchacha tira de un extremo del lazo de seda con el que sujeta su coleta y el nudo se deshace blandamente en su cabello. Lo cierto es que la convivencia allá en la ciudad siempre es un poquitín complicada. Nuestro piso es pequeño y oscuro. Y están los críos. No es que no nos amemos o no nos respetemos, pero es verdad que en ocasiones hacemos cosas de las que luego nos arrepentimos. Si alguna vez he sido desconsiderado con mi pareja o ella conmigo es sólo porque la vida diaria y sus fatigas y sus penosas obligaciones no ayudan nada. Al contrario. Y los críos lo notan, claro. Pero nos queremos. Lo prueba el hecho de que podemos pasar todos juntos unas vacaciones en un pequeño bungaló sin gruñir ni faltarnos al respeto ni quitarnos la comida unos a otros. Dormimos, comemos, nos acariciamos. Alguien hace graciosos ruidos al tragar, imita a algún animal extinto, yo finjo que duermo y ronco echado en el suelo. Pataleo en sueños. Somos felices. Por eso hacemos lo posible por volver siempre que podemos. Yo me esfuerzo mucho durante todo el año para venir aquí cada verano. No diría que es barato. Es un lugar bastante exclusivo, me parece. Creo que no exagero si digo que al principio no nos veían con buenos ojos. Normal. El coche pasado de moda del que bajamos, el pelo descuidado, nuestras ojeras de clase media, el lugar de donde venimos. La lengua en que intentamos hacernos entender. Confío en que ya no pasa eso. A fuerza de vernos cada año, ahora nos miran de otra manera. Quince o veinte días sí nos los podemos permitir, la verdad. A mis pequeños les gusta. Hay una piscina enorme con forma 13
de ciempiés y toboganes por donde resbalan riendo y haciendo esos ruidos monstruosos que a veces hacen los críos antes de caer en el agua con estrépito de burbujas y cloro y terror. A mí me recuerdan a las truchas que vi una vez en una piscifactoría, tan felices saltando fuera del agua sin importarles su suerte. Mis hijos: cuánto los quiero. Los domingos por la tarde, allá en el barrio, retozo con ellos, luego de haber cumplido con todas mis obligaciones. Se me suben encima y yo simulo ser un cuadrúpedo salvaje. En ocasiones soy un ocelote o una hiena y, a cuatro patas, los persigo por el pasillo. Ellos se esconden riendo. Me llaman “bestia inmunda”, juegan a tirarme de la cola y me atacan por sorpresa, con sus dientes, con sus uñas mal cortadas. A veces me hacen rodar por la escalera. Entonces sangro, pero yo lo veo como una prueba de amor y de sacrificio. En este mismo instante pienso en eso, en el amor que siento por mi familia y en el miedo de que le pase algo, cuando —y ahora vuelvo al principio de mi historia— escucho decir a alguien que ha entrado una alimaña en el recinto. Alguien: el vecino del bungaló de al lado. El vecino es un próspero fabricante de bufandas del norte del país. Tiene la espalda ancha y agobiada, los ojos ávidos y unos hijos rollizos a los que alimenta exclusivamente con salami y fuagrás. Y una mujer extranjera que toma el sol en silencio mientras se pinta las uñas de los pies de colores impresionistas. No sé cómo se llama pero es el héroe de la urbanización porque cada verano encabeza las descubiertas contra los intrusos. Todos lo llaman Gran Yeims, pero creo que no es ese su nombre. Siempre lo acompaña otro vecino. Tampoco sé cómo se llama. Es grande como un árbol 14
y tiene un bigote y una perilla canosos y pelos en las orejas. Y tatuajes azulones en los antebrazos. Yo lo llamo Tedi. Como os cuento, Gran Yeims —en adelante, sólo Yeims— dice de pronto que ha entrado una alimaña en la urbanización. “Ha habido una intrusión no autorizada”, dice, “ven con nosotros, Ringo”. Sé que se dirige a mí porque me llama Ringo. Yo no me llamo Ringo pero Yeims me puso ese nombre el verano pasado y a mí me gusta. Y a mis hijos. La verdad es que me siento halagado. Estoy ahí, en mi terraza, desayunando tranquilamente mientras mi familia aún duerme y de repente tengo la oportunidad de echar por fin una mano en una batida. Me siento halagado. “Vamos, a qué esperas”, me repite Yeims, “te necesitamos”. “Esperad”, les hago saber moviendo la cabeza en gesto de aprobación. No quiero gritar para no despertar a los críos. Entro un momento dentro de la casa. En el dormitorio, al fondo de la vivienda, mis hijos duermen ovillados alrededor de su madre, buscando el calor de su cuerpo. Mi esposa abre un poco los ojos, me ve y luego los cierra de nuevo con expresión de fastidio. “No me esperes a comer”, le susurro, “salgo por ahí”. Ya fuera, el grupo de cazadores ha aumentado. Entre todos, seremos diez o doce. O más. No sé. Me incorporo al grupo, que, en silencio, echa a andar con sus bastones de puño de hierro y sus cuchillos envainados en fundas de cuero. Está amaneciendo. Pronto hará calor pero la brisa que viene del mar es todavía fresca. Un barco debe de partir ahora hacia las islas, allá abajo, en el puerto. Oigo su sirena. Siento una extraña felicidad en el estómago. La camaradería, el ejercicio físico, todas las expectativas aún intactas. Ahora sólo escucho 15
el sonido de las botas de la cuadrilla sobre la tierra dura de las trochas abiertas entre los canteros del lugar. Es entonces cuando me doy cuenta de lo que supone ir descalzo por esos caminos. No he tenido tiempo de pensarlo bien, por las prisas. De vez en cuando tengo que pararme porque piso pequeñas piedras puntiagudas y se me clavan en la planta de un pie. Aúllo de dolor. El grupo, sin embargo, no se detiene. Parezco uno de esos perrillos huérfanos que a duras penas puede seguir la marcha de sus dueños humanos y los acompaña con pasos desiguales, con la lengua fuera para refrescar la sangre y los sentidos. Me pregunto a dónde vamos. Avanza la mañana. Hemos caminado tanto que ahora estamos en una parte de la urbanización que no reconozco. De pronto es como si el complejo residencial no tuviese confines. Ya no siento los pies. ¿Dónde estamos? Hacemos un alto para comer. Debería haber tomado algo de alimento, pero otra vez comprendo con amargura que el entusiasmo por la invitación a la caza me ha hecho olvidar cosas esenciales. Mientras los demás comen yo me hago el distraído para no dar lástima. No quiero parecer débil o inexperto. Camino lentamente, como si inspeccionara el terreno, hasta donde la ruta se bifurca. Al fondo veo el bosque. Trepa por una montaña que separa nuestra ciudad del mar, aunque antes hay que atravesar un terreno de dunas salvajes separado al parecer por un muro. Ahora no recuerdo si alguna vez he llegado hasta allí, si bien acuden a mi mente confusas imágenes de otros veranos. Me introduzco entre los altos matorrales de un ribazo, aparto ramas con las manos. Me pierdo. Me alzo un poco sobre la punta de los pies para ver por encima de la maleza. Salto. No sé el tiempo 16
que pasa. De pronto me siento mareado y hambriento. Consigo volver a la pista y compruebo que los hombres siguen comiendo. Uno de ellos me hace entonces “ven” con la mano. Troto mansamente hacia donde está el grupo. Cojeo. No sé qué quieren de mí porque todos mastican su alimento en silencio sin darse cuenta de que estoy ahí. Ni siquiera el individuo que me ha llamado parece advertir mi cercanía. Descubro entonces la comida. Está dentro de un plato de aluminio en el suelo. Parecen sobras. Me acerco tímidamente. La piel y los huesos del pollo brillan bajo el sol como piedras preciosas. Ni siquiera me alejo: allí mismo, encogido, devoro los restos. Creedme si os digo que nunca he tomado nada más delicioso que esa carne sobrevolada de moscas. Quizá por eso no reparo en que el grupo se ha puesto en marcha. Veo desaparecer sus espaldas al otro lado de la loma por donde pasa el sendero. Dejan una nube de polvo a su paso y se dirigen al bosque. Han tomado la ruta oriental, la que sube hasta la espesura por un collado. Si miro hacia atrás, ya no veo las casas de la urbanización, aunque sé que todavía estamos en sus dominios. Pienso en mi pareja y en mis hijos, allá en casa, enroscados en el lecho. Estamos lejos, en algún lugar fronterizo. He dicho que sé que estamos todavía dentro de los confines del recinto pero no estoy seguro. En realidad, ni siquiera sé si aquí hay una valla igual que la que nos separa del mundo allá abajo, en el valle, o los padres constructores consideraron este territorio infranqueable, como las Ardenas. Las Ardenas son una selva centroeuropea que los franceses creían infranqueable pero se equivocaron y por ahí les entraron alimañas. Lo he visto en un documental de la tele. 17
Bueno, lo que sé a ciencia cierta es que nos dirigimos hacia allí. Supongo que es en este paraje donde se esconden los intrusos cuando entran en nuestra ciudad de vacaciones porque es abrupto y está protegido de las miradas de los humanos de allá abajo. He alcanzado al grupo, la sombra es ahora fresca bajo los primeros árboles que encontramos y ya apenas me duelen los pies. Los chicos se animan y empiezan a cantar aunque veo que Yeims permanece en silencio, fumando. Parece concentrado en escrutar los mensajes del camino, los secretos que se esconden más allá de la vegetación que se despliega y se enreda a los costados de la senda. Es un tipo admirable. De tanto en tanto unas unidades se desgajan de la cuadrilla y penetran el boscaje. Otras veces aparecen de golpe hombres con escopetas terciadas, pero no sé de dónde. Yo espero a que me digan qué tengo que hacer. Entretanto, permanezco en la cola del pelotón sin dejar de observar todo, maravillado. Me alegro de haber venido. De repente algo parece alterar la cabecera del grupo. Desde donde estoy no puedo ver bien lo que ocurre pero sí que algunos rostros se vuelven hacia mí. Espero. La fila se abre de pronto para dejar pasar a Yeims que, junto a Tedi, se aproxima hasta donde estoy yo a grandes pasos, como de bestia pesada y atroz. Hay un silencio cargado de humedad y de pájaros. Noto la espalda bañada en sudor. Yeims me observa con detenimiento, diría que hasta con obsesión. Es tan grande que ha tenido que agacharse un poco y su cara está ahora tan cerca de mí que huelo su aliento de tabaco. Por encima de su hombro, asoma el gesto hosco de Tedi. Se da una fuerte palmada en su propia nuca para aplastar un mosquito. Yeims se fija de pronto 18
en una mancha en mi pescuezo. Debo de haberme ensuciado mientras comía. “¿Qué es esto?”, me pregunta señalando la mancha. No sé qué decir. “Es sangre”, afirma él mismo. “¿Has estado aquí antes, Dingo?”. Hace un círculo con el brazo para que entienda que “aquí” es el bosque. “Soy Ringo, ¿no te acuerdas? Dingo, no. Ringo. Tú me lo pusiste…”. Tal vez esté balbuceando. Pienso otra vez en mi familia. Me siento avergonzado. Es extraño, pero no he experimentado nada parecido a la vergüenza cuando comía en suelo ni cuando aullaba de dolor. Tedi rodea entonces a Yeims y lo dice: “Hemos encontrado el cuerpo de una niña”. ¿Cómo puede haber olvidado el nombre que él mismo me ha puesto?, me pregunto. “¡Está hecha pedazos!”, añade Yeims levantando la voz. Me ha salpicado con su saliva en la cara. Echo un vistazo a mi alrededor. El grupo me rodea prácticamente por todos lados. Estoy perdido. Perdido y condenado. Pero uno nunca se conoce lo suficiente. Jamás habría creído que iba a ser capaz de derribar a un hombre más grande que yo y correr de esa manera entre el enramado cerrado del bosque. Ya no miro hacia atrás. Sólo corro. A mi espalda, el suelo cubierto de hojas secas y pinocha cruje como si ardiera. Apenas se me pasa por la cabeza ninguna idea salvo la de que quizá han incendiado el bosque para atraparme o quemarme vivo y que tengo que seguir corriendo. Me doy cuenta de que corro frente al sol. Los rayos todavía intensos del atardecer atraviesan el follaje en lo alto y me deslumbran. Sé que eso me favorece porque también debe de cegar a mis perseguidores y ellos necesitan fijar el objetivo para disparar. Yo solamente tengo que correr entre los árboles, olfatear la humedad en las 19
rocas que pasan a mi lado como si estuvieran vivas y adivinar el curso de un río. Ha de haber algún río porque mis huesos lo notan. Por el agua será más fácil huir. Sin embargo, debo de llevar una hora corriendo sin parar y sigo en medio del bosque. Ya no oigo los pasos de los cazadores pero sé que no están lejos. Lo sé de esa manera inefable en que lo sabe cualquiera que ha sido acosado o perseguido alguna vez en medio de la naturaleza. Me detengo por la fatiga pero también por el aburrimiento. Es tan fácil acostumbrarse al riesgo como al tedio. Entonces orino en el tronco correoso de un castaño y me rasco la espalda. Luego sigo mi camino. Junto a una enorme piedra manchada de musgo hago otro alto. Me apoyo en ella y dejo resbalar el cuerpo hasta el suelo. Me sangran los pies. No los siento. Hago un rápido reconocimiento del terreno. Descubro una pequeña rendija bajo la roca por donde puedo deslizarme y ocultarme a esperar que llegue la noche. No sé qué voy a hacer después pero no dejo de pensar en mi familia. Me pregunto qué les habrán dicho de mí. La niña. La niña muerta. Me quedo dormido. Mucho antes del amanecer despierto tiritando de frío. Salgo de mi escondite y apenas me sostienen los pies. Los tengo totalmente dormidos, como si fuesen los de otro. La sangre seca de las plantas se pega a las hojas del suelo. Hay un silencio presagioso y polillas que vuelan entre los helechos. Echo a andar hacia el levante. Ahora despacio, con más cautela que frenesí. En un charco de lluvia vieja meto los pies. El agua es oscura y en su superficie nada una baba espesa de color verde. Atrapo una rana que intenta escapar y la devoro allí mismo. Es entonces cuando escucho pisadas de nuevo. Vuelvo a correr. 20
Tengo las piernas tan cansadas, tan pesadas, que siento la tentación de tumbarme en el suelo y rendirme, pero no lo hago. Asombrosamente la carrera se hace más fluida y más fácil a medida que dejo atrás el bosque y la noche. Llego a las inmediaciones de las viviendas justo antes de que el sol asome por la cresta de la gran montaña azul que domina el valle. Las primeras parecen abandonadas. Supongo que la gente duerme todavía en sus camas. La salvación está en mi propia casa, o al menos ese es el único destino que creo merecer. Tal vez no hayan llegado aún noticias de mi huida. Podría reunir a mi familia e intentar salir de allí antes de que nadie se dé cuenta. Ya veré cómo explico luego todo. Pero debo ser prudente. No es difícil serpentear entre los bungalós, buscar las sombras y los ángulos muertos, arrastrarse y avanzar al amparo de los setos. Tengo la impresión de haberlo hecho antes. Por fin llego a casa. A mi guarida. Los perros se ponen entonces a ladrar, los muy estúpidos. Tengo que darme prisa. Aprovecho la escasa luz del amanecer para rodear el edificio. Un barco debe de partir ahora hacia las islas, allá abajo, en el puerto. Oigo su sirena. Siento una enorme tristeza en el estómago. Me yergo y me asomo a una ventana. Nada. Todo tranquilo. En la puerta principal veo los juguetes de mis hijos por el suelo: un hueso de plástico, una pelota, un sonajero. Tengo ganas de llorar, pero ahora no puedo permitirme flaquezas semejantes. Desde otra ventana sin embargo me parece distinguir un movimiento fugaz, algo que se agita al fondo del cuarto, entre los muebles. No sé qué es porque el vaho de mi propia boca empaña el cristal. Lo limpio con la lengua. La realidad se des21
pliega entonces como en un papel de revelado. Son ellos. Son mis dos hijos. No me ven. Llevan un collar de cuero en el pescuezo y están atados a la pata de una mesa. Alguien ha puesto una escudilla con comida a su alcance. Parecen dormidos. Tiene frío. Ahora sí lloro. Tengo que ponerme una mano en la boca para no gritar. No puedo evitar gritar cuando descubro a mi esposa, al otro lado del cuarto, desmadejada, boca abajo, montada por un enorme moloso. Un hombre que no puedo ver bien mantiene al perro agarrado por una correa. Una pobre criatura: mi compañera. Tiene una expresión humillada y perdida, mi esposa, mi pareja. Creo que ella sí me mira a mí pero tiene los ojos vacíos. Ahora no puedo evitar gritar, no quiero evitarlo. Aúllo incluso. Aúllo porque ahora todo me da igual. Porque ahora sé que voy a matar a Yeims, a Tedi y a todos los demás. Voy buscarlos uno a uno y los voy a exterminar. Sin remordimientos, fríamente. Con alevosía, sin piedad, con toda la crueldad de la que sea capaz. Esa es mi decisión. Eso es lo que va a pasar. Creedme. Si eso es lo que quieren, se lo voy a demostrar. Así van a saber de manera inequívoca que una alimaña también puede hacer lo que hace un ser humano.
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Índice
lo humano Se yergue la alimaña ���������������������������������������������������������� 11 la realidad El psicoanalista escribe ������������������������������������������������������ 23 la felicidad El ángel exterminador �������������������������������������������������������� 47 la patria Las polillas de Jünger ��������������������������������������������������������� 55 el amor De noche en ciertas ventanas �������������������������������������������� 75 el humor La broma ����������������������������������������������������������������������������� 85 la belleza Vivir en Lucca �������������������������������������������������������������������101 la ideología El silencio noble ����������������������������������������������������������������119 la identidad Retrato robot del asesinado ���������������������������������������������129 el precio Tú también contemplarás el deshielo de un glaciar ������141 la verdad Iowa ����������������������������������������������������������������������������������153 Un cuento �������������������������������������������������������������������������173 175
Otros títulos del Premio libro de cuentos fundación monteleón publicados por Eolas ediciones
2013
La noche en que caemos Alejandro Morellón
2014
Maestro, extráigame la piedra Gabriel Rodríguez García
2015
Entropías personales Iván Vallejo Vall
2016
Sucedáneos de felicidad Héctor Sánchez Minguillán
2017
La vida en Suecia Rafael Gómez Sales
Esta obra ha sido galardonada con el 56º Premio Libro de Cuentos Fundación MonteLeón (2018) que otorgó el Jurado compuesto por Rogelio Blanco Martínez, Margarita Torres Sevilla, Luis Marigómez y Galo Félix Senovilla Escribano.
© Santiago Casero González, 2018 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño de cubierta: Graciela Fernández Maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-17315-54-2 Depósito Legal: LE 458-2018 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España