AMANDO CASADO
Palabra Luz Materia
EOLASFOTO
Amando y Olga, Esbjerg, DK. 2014
AMANDO CASADO Palabra Luz Materia
EOLAS Ediciones-Universidad de León Dirección editorial: Héctor Escobar Proyecto editorial EOLASFOTO: Amando Casado . Diseño y maquetación: Amando Casado © Fotografías: Amando Casado (Realizadas entre los años 2009 y 2016) © Foto página 38-39: Héctor Escobar © Making-of: Amando Casado, Héctor Escobar y Amancio Gónzalez © De los textos: José Enrique Martínez, Roberto Castrillo Soto y Héctor Escobar © Autorretratos literarios: sus autores Colaboración especial: Andrés Martínez Oria y Ramón Núñez Queda prohibida la reproducción (parcial o total) por cualquier medio de los contenidos de este libro, sin la preceptiva autorización de sus autores Depósito Legal: LE 469-2016 ISBN: 978-84-16613-57-1 978-84-9773-862-0
OTROS TÍTULOS DE LA COLECCIÓN JOSÉ RAMÓN VEGA La mirada cercana MANUEL MARTÍN Tiempo y luz
Dedicado a Gabriel y Leonardo
RETRATANDO LA CREATIVIDAD Roberto Castrillo Soto Profesor de Historia del Arte de la Universidad de León y Crítico de Arte El significado del retrato en las artes plásticas, desde sus primeras manifestaciones en la Grecia Helenística, ha ido asociado a un pensamiento que acentúa los valores y cualidades de la singularidad individual de la figura o figuras retratadas. A partir de estas imágenes concretas se pretendían proyectar significaciones diversas de las que el retratado era actor o depositario: desde propaganda ideológica hasta tendencias estéticas o modelos de comportamiento individual o colectivo. Pero más allá de estos valores fundamentados en las convenciones históricas, el género del retrato ha trascendido su primaria significación para convertirse en un documento expresivo excepcional para indagar en los ámbitos más complejos de la naturaleza humana: los procesos psíquicos, las conductas, las relaciones con la realidad, el pensamiento o las mismas fuentes de la creatividad. La representación de convencionalismos se transforma entonces en proyección intelectual y emocional. En el retrato se fijan las huellas del paso del tiempo, la personalidad exteriorizada. Pero también interviene de manera fundamental la acción perceptiva e interpretativa del artista, su capacidad para concentrar una definición del universo físico y mental que defina lo retratado según su propia concepción del mundo. La crisis de la figuración y de los códigos clásicos de representación en el panorama artístico contemporáneo no han aniquilado, como en un principio podía pensarse, la validez y actualidad del retrato. Muy al contrario, las constantes reflexiones de la modernidad en torno a la identidad del sujeto individual y colectivo han encontrado en el retrato un género idóneo y de fuerza expresiva incomparable para mostrar las problemáticas derivadas de la realidad. El retrato ha superado definitivamente el carácter imitativo, pasivo respecto al mundo, para afrontarlo como un territorio reflexivo o emocional. Los nuevos medios, desde la fotografía al cine o la imagen digital han ampliado de forma sustancial los recursos y maneras de captar y definir la realidad retratada. El extraordinario proyecto que ahora se presenta, encabezado por el escultor Amancio González, el fotógrafo Amando Casado y el editor Héctor Escobar, supone una aportación rigurosa, tanto formal como conceptualmente, a esa definición y reflexión sobre el valor del retrato en las artes plásticas contemporáneas. Un proyecto editorial y expositivo consistente en reunir a las figuras más destacadas de las últimas y excepcionales generaciones del ámbito literario y lingüístico leonés desde el que elaborar un retrato individual tanto de sus personalidades como de su universo creativo.
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Para obtener un perfil amplio y diverso de este universo creativo e investigador, el proyecto se articula a partir de la acción complementaria de tres miradas sobre el mismo. Una primera desarrollada por los propios retratados. A través de su instrumento expresivo, la palabra, construyen su propia identidad, un autorretrato libre en su forma y contenido, una definición de sí mismos desde un prisma fundamentado en la introspección personal y los conceptos sobre los que se asienta su labor profesional y creativa. La segunda mirada procede de la imagen fotográfica. Amando Casado ha ido convocando a cada uno de los protagonistas del proyecto en una serie de sesiones fotográficas en las que el autor ha querido concentrar todos los recursos expresivos de la fotografía en el gesto, el rostro, la mirada de los retratados. Para ello ha operado con una radical economía de medios técnicos y escenográficos, eliminando todo elemento ornamental que pueda distraer la atención de lo esencial: la profundidad psicológica y universo creativo que pueden ser rastreados más allá del encuadre. El retrato vuelve a desbordar la literalidad de la forma. Y, por último, una tercera mirada en tres dimensiones. El trabajo escultórico de Amancio González se plantea como un proceso que transita desde el modelo a la percepción del propio artista. Desde los modelos el barro como forma primaria desde la que fijar rasgos, la captación de lo físico, hasta la interiorización, de nuevo, del universo creativo de cada modelo para obtener como resultado un retrato recreado, interpretado y configurado desde el conocimiento y la apropiación del carácter de cada autor, y de la propia idea de retrato como proyección del yo artístico por parte del escultor. Tres niveles de representación: texto, imagen fotográfica, objeto tridimensional. Tres miradas que se complementan y se integran con el fin de mostrar no sólo un panorama literario fecundo sino, y sobre todo, la diversidad que éste alberga y la capacidad metatextual de la creación artística para reflexionar sobre sí misma.
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ROSTROS DE LAS LETRAS LEONESAS José Enrique Martínez Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de León Cuando volvemos la mirada hacia el pasado siglo XX, lo vemos abruptamente dividido en dos mitades por la brecha sangrienta de la guerra civil de 1936. Cuando pienso en los años que preceden a la triste confrontación, recuerdo las palabras de Moreno Villa: “Un centenar de personas de primer orden trabajando con la ilusión máxima, a alta presión. ¿Qué más puede pedir un país?”. Tres miserables años de guerra civil cambiaron casi absolutamente el panorama de una España que amanecía entre recuerdos de odio y sangre. En la nueva España había vencedores y vencidos, encarcelados, desterrados y muertos –los muertos violentos, elocuentes y ejemplares a los que se refiere Victoriano Crémer en sus poemas–. Tuvieron que pasar cuarenta años para que algunas heridas, no todas, empezaran a cerrarse. La literatura no fue ajena a los hechos, y en medio de un sentimiento de orfandad y de unos años de desconcierto y cautela –no debe olvidarse la férrea censura que la atenazaba–, poetas y narradores empezaron a dar tímida cuenta de una tierra mártir y de los hijos que la sufrían. Hay fechas que actúan como hitos o símbolos del renacer: quizá la que mejor lo exprese sea la del año 1944. Dos años antes, en 1942, había publicado Camilo José Cela La muerte de Pascual Duarte, considerada por algunos, a pesar de sus imperfecciones, como el inicio de la novela de posguerra, al igual que en el teatro el hecho clave puede ser el estreno de Historia de una escalera, de Buero Vallejo, en 1949. Pero en la cultura española y leonesa, fue 1944 el año del renacer de la poesía: Dámaso Alonso publicó Hijos de la ira, un libro insólito en aquel momento, en cuyo primer verso –“Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”– destacaba ya un sentimiento de negatividad, una actitud inconformista y, formalmente, la oposición a la belleza convencional del inane formalismo de la poesía llamada garcilasista (por tener como órgano de difusión la revista madrileña Garcilaso), y a favor, en cambio, de la palabra vigorosa y de la fluencia impetuosa del versículo, ajeno a la tradición del verso medido y de la estrofa; otro poeta del 27 iniciaba también su magisterio, en la fecha señalada, con Sombra del Paraíso: se trataba de Vicente Aleixandre, que, ajeno también a los convencionalismos garcilasistas, ofrecía una visión panteísta del mundo y una actitud neorromántica, con el cultivo de la pasión y el sentimiento poéticos. Por lo que se refiere a León, 1944 fue el año de la fundación y salida de la revista Espadaña y de la aparición del primer libro tanto de Leopoldo Panero, La estancia vacía, como de Victoriano Crémer, Tacto sonoro. Si del León de la anteguerra poco se puede decir literariamente, la literatura que va a seguir a aquel año sintomático es un camino de admirable continuidad en el que se van sucediendo nombres y obras de contrastada calidad. Espadaña
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representa extraordinariamente bien lo que fue un inicio, más que un renacer, y una continuidad. Pero antes de referirme a la revista, quiero aludir, con la parquedad necesaria, a algunos de los escritores, críticos y maestros que, aunque se dieron a conocer en la posguerra o más tarde, venían, por edad y por algunos escarceos literarios, de los años anteriores a la contienda. Cuando ésta comenzó, tenían más de treinta años y estaban entrando en la madurez; en el momento de preparación del libro que prologo, habían ya fallecido. La ausencia de su imagen en este libro no significa, sin embargo, su ausencia de la cultura española y leonesa. Me refiero, en concreto, y entre los coetáneos (nacieron entre 1908 y 1912), a Leopoldo Panero y Ricardo Gullón, a Ramón Carnicer y Basilio Fernández (también a Antonio González de Lama, a quien veremos unido a la aventura espadañista). Panero y Gullón eran amigos desde la infancia, que transcurrió en su Astorga natal. Siguieron después caminos diferentes, como es natural. Panero es el poeta, Gullón el crítico literario. Cuando al primero lo leemos en su totalidad –y ahora podemos hacerlo en los dos volúmenes de Obras completas, prosa y poesía, editadas en 2007– sorprendemos un único tema en su poesía: el amor, diversificado en amor a su tierra (Astorga y Castrillo de las Piedras), instituido como centro de su cosmovisión, a su familia, trascendiéndola hacia la solidaridad universal, y a Dios, anulador de íntimos vacíos existenciales y espacio de reencuentro. Los tres amores poetizados se corresponderían con los símbolos que algún estudioso ha observado en su poesía: la raíz (la tierra, lo religioso), la sangre (familia) y la savia (prolongación en el hijo, como eslabón de la cadena humana). Panero murió en 1962 y ha venido padeciendo un prolongado purgatorio, a pesar de las voces reivindicativas que se han alzado para defender una de las palabras más puras, emocionadas y emocionantes que conoció la larga posguerra española. Su amigo de infancia y juventud, Ricardo Gullón (1908-1992), fue maestro de maestros, lector avaro y crítico agudo y pundonoroso de poesía y narrativa. Escritores como Galdós, Unamuno, Machado y Juan Ramón Jiménez, con quien mantuvo amistad y de cuya Sala Zenobia–Juan Ramón se hizo cargo en Puerto Rico (por citar a los que eran, en su consideración, los más altos de la modernidad), alumbraron estudios críticos en los que el fervor se combinaba con la agudeza, la crítica con la teoría. Pero Gullón fue un plumífero feraz, prolífico y generoso. Si repasamos su bibliografía admiramos la extensión de sus páginas y de sus intereses: el Modernismo y el 98, Pereda, Gil y Carrasco, Guillén, Cernuda, García Márquez, Panero, Benet, Pereira, etc., etc. Su pasión por la literatura la vertió en incontables escritos y en conferencias en las que, hombre de palabra caliente, lograba prender su pasión en los oyentes. De ahí que se hable de la suya como crítica creativa que fusionaba conocimientos, información, interpretación y valoración, poniendo en su labor esfuerzo, lecturas e independencia de criterio. Fue y sigue siendo un maestro reconocido: entre otras distinciones, en 1990, tres meses antes de su muerte, fue investido Doctor honoris causa por la Universidad de León, como lo fue años más tarde, concretamente en marzo de 2000, Ramón Carnicer (junto a De Nora, Gamoneda y Pereira), fallecido en Barcelona a finales de 2007.
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No es justo ni objetivamente justificable el silencio en que parece haber caído la obra de Ramón Carnicer, villafranquino de origen, que llevó a cabo una fecunda labor literaria e investigadora que ha gozado de escasos reconocimientos, acaso porque fue hombre que no buscó honores ni concurrió a premios literarios (con la excepción de su primer libro, Cuentos de ayer y de hoy, publicado en 1964), que no formó parte de grupos ni camarillas interesadas y que a lo largo de su vida no se abstuvo de opinar de todo lo que consideraba necesario, con libertad de pensamiento y dignidad ética admirables; fue Carnicer una pluma independiente, ajena a modas efímeras y promocionales, analizó con lucidez y rigor crítico la sociedad del momento y defendió el entendimiento y el respeto entre culturas y pueblos diferentes. El esfuerzo con el que construyó su obra no conoció más desalientos que los motivados por las deficiencias físicas sufridas en sus últimos años de vida. Hombre de gran curiosidad por las tierras y los hombres, Carnicer se movió con destreza en el campo del ensayo, con agilidad e información en el terreno de la narrativa, de la biografía y la autobiografía, así como en la literatura de viajes, dentro de la cual Donde las Hurdes se llaman Cabrera es ya un clásico del género. Su obra, en conjunto, es de una gran perfección formal, rigurosa, densa, honda, amplia de saberes y experiencia, pero aliviada por un finísimo sentido del humor que la hace amena y atractiva. Caso muy diferente es el de Basilio Fernández, natural de Valverdín (1909), poeta formidable que sometió su producción poética a una forzada clandestinidad que sólo tras su muerte (ocurrida en 1987 en Gijón, ciudad donde transcurrió su vida), merced a la diligencia de su sobrino Emiliano Fernández, se clausuró para ponerla al descubierto. La publicación póstuma, en 1991, de Poemas 1927–1987 supuso el rescate de una obra a la que, excepcionalmente, se le concedió el Premio Nacional de Poesía. Basilio Fernández transformó su quehacer literario en una actividad secreta, mientras la pública estaba dedicada al negocio familiar de vinos y alimentación. Los cuadernos manuscritos que dejó tras su fallecimiento componen un total de ciento cuarenta y tantas composiciones, suficientes para juzgar la alta calidad de su poesía, que evolucionó con su tiempo, del aire creacionista ligero e ingenioso de los primeros poemas al cambio al verso libre y a una palabra más inquisitiva y emotiva que ofrece una visión desolada del hombre y de la vida, aunque exenta de connotaciones religiosas; todo ello en la poesía anterior a la guerra civil; la que escribe después origina largos poemas, alejados tanto de los resabios tremendistas, por un lado, como de la fría serenidad, por el otro, los dos cauces más conocidos de la poesía de entonces. Su poesía se irá renovando con la vida, que parece ir perdiendo valor a medida que crecen el cansancio, la monotonía y el hastío. Es de lamentar que el poeta decidiera ocultar su obra cuando su tiempo fue siempre el tiempo de la poesía en cada momento, pero más singular y universal que la mayor parte de la que celebraban los manuales de literatura. La anunciada aventura de Espadaña transcurrió entre mayo de 1944 y finales de 1950. Salieron a la calle 48 números, toda una hazaña en una ciudad de provincias, sin subvenciones ni apoyos que
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no fueran las de los suscriptores. No se trata de relatar su nacimiento ni su recorrido. Cuatro datos son suficientes para delatar su trascendencia. Los fundadores y promotores de la revista fueron el padre Antonio González de Lama, Victoriano Crémer y Eugenio de Nora. El primero había nacido en Valderas en 1904, estudió en el seminario del lugar y, ya sacerdote, ejerció su ministerio en Antimio de Abajo primero y en la parroquia leonesa de las Ventas después. Profesor de filosofía en el seminario de la capital y encargado de la Biblioteca Azcárate, fue un cura sabio de provincias, animador de la vida cultural leonesa, maestro excepcional y colaborador del Diario de León, del que fue director. En la tertulia de la Biblioteca mencionada nació verdaderamente la idea de Espadaña, revista en la que publicó sagaces críticas de los libros poéticos más significativos del momento. Murió en 1969, pero su nombre sigue vivo en la memoria de sus discípulos y en el alma colectiva de la ciudad. Por su parte, Crémer fue el verdadero factótum de Espadaña: tipógrafo de profesión, componía cada número, lo maquetaba y distribuía; Nora, estudiante en Madrid, aportaba piezas de poetas prestigiosos y de jóvenes con ganas de figurar en el elenco lírico. Frente a otras opciones, como la representada por la revista Garcilaso, madrileña y centralista, que pretendía una poesía “bonita”, aséptica y aproblemática, Espadaña defendió una poesía acorde con la realidad histórica del momento, existencial primero y social después, tendió puentes con los exiliados (J. R. Jiménez, Guillén, Salinas, Cernuda...), con los poetas víctimas de la guerras (García Lorca, Hernández...), con los del otro continente (Vallejo, Neruda...) y con la poesía europea (Valery, Eluard...), inició una tendencia rehumanizadora de la poesía y fue vehículo expresivo de la primera generación de posguerra (Otero, Celaya, Bousoño...), entre ellos de Victoriano Crémer y Eugenio de Nora mismos. El primero, burgalés de nacimiento (1907), recaló en León a los diez años y aquí permaneció el resto de su larga vida (murió en junio de 1909). La guerra civil marcó su vida y su escritura. Fue periodista de radio y prensa, ensayista, poeta, novelista y autor de obras de teatro. En 1944 publicó Tacto sonoro como inicio de una etapa poético–existencial; en 1952, Nuevos cantos de vida y esperanza se centró en la problemática social de los seres que malvivían en Puertamoneda, como símbolos de la indigencia universal. A lo largo de los años fue publicando distintos poemarios hasta culminar su ofrenda lírica con El último jinete en 2008. En el ámbito narrativo, Libro de Caín (1958), interpretación personal del mito bíblico, fue la primera novela de Crémer y la primera importante de una autor leonés en la posguerra. Más joven era Eugenio de Nora, nacido en el pueblo cepedano de Zacos en 1923. Buena parte de su vida la pasó en Berna, como catedrático de su universidad. Allí y desde allí impartió magisterio con su magna obra en varios tomos La novela española contemporánea; como poeta se dio a conocer en 1945 con Cantos al destino. Siguieron varios libros (entre ellos Pueblo cautivo, editado clandestinamente en 1946) en una doble corriente, existencial (Amor prometido, 1945; Siempre, 1953) y social (España, pasión de vida, 1954), pero en 1964 dejó prácticamente de escribir poesía, la cual, en su totalidad, fue editada en Días y sueños (1999), título que pone de
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Victoriano Crémer
Eugenio de Nora
manifiesto la “confrontación dialéctica” (a la manera de La realidad y el deseo de Cernuda) entre lo cotidiano y las aspiraciones más elevadas, entre el sentimiento y la inteligencia. Acaso ese título sea la mejor definición de una obra que busca la autenticidad en el equilibrio entre la persona y el mundo, entre el testimonio y la experiencia. Cuando Espadaña empezaba a boquear, dos nuevos nombres, entre otros, parecían querer infundirle savia rejuvenecedora: Antonio Pereira y Antonio Gamoneda. El primero, de Villafranca del Bierzo (1923) publicó tres sonetos amorosos en el número 38, año 1949, el mismo en el que el incipiente escritor se estableció en León con un negocio de artículos de electricidad y del hogar. El segundo, nacido en Oviedo en 1933, llegó a León con tres años; en 1950 publicó un poema en el penúltimo número de Espadaña. Los dos Antonios se nos aparecen hoy como signo de la continuidad poética en la provincia. Gamoneda es fundamentalmente poeta; Pereira, poeta y cuentista. Los dos empezaron publicando en Adonais un primer libro de poemas: Gamoneda lo hizo en 1960 con Sublevación inmóvil; Pereira en 1964 con El regreso. Los dos recibieron en años diferentes el premio Castilla y León de las Letras y en el mismo año, el 2000, como ya se ha indicado, el nombramiento de Doctor Honoris Causa de la Universidad de León. Pero eran poetas y escritores con personalidad propia y cada uno siguió después su camino particular. A raíz de la aparición de su poemario, Antonio Pereira comenzó una fecunda actividad literaria en periódicos (La Vanguardia, Diario de León y Proa) y revistas (Claraboya, Poesía Española, etc.); en 1967 aparecerá su primer libro de cuentos, Una ventana a la carretera, y en 1969 su primera novela, Un sitio para Soledad. Poesía, novela y cuento: son los tres géneros que cultivó, si bien fue progresivamente decantándose hacia el último. El regreso es un canto a lo cercano, a la propia ciudad, a la vecindad, a lo familiar,
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a la amistad y a lo cotidiano, a las pequeñas cosas diarias de vivir y de quererse. Es, en suma, un canto a la costumbre. Esta poesía de la “intrahistoria” en el sentido unamuniano tiene un tono de cercanía que respiran todos sus libros de poesía, una media docena que en 2006 recogió, completos, en Meteoros. Poesía, 1962–2006. Pereira fue haciendo su obra lírica sin adscribirse a grupos ni tendencias, por libre; de ahí que no le encontremos parecidos evidentes con otros poetas de nuestro tiempo. Por otro lado, el poeta Pereira ejerce una especie de simpatía sentimental con el lector, ese lector al que le va a contar algo desde la intimidad de la palabra, como se lo contaría a un amigo. Tras la dedicación inicial a la poesía, Antonio Pereira encontró su sitio cómodo en la narración corta. Sus cuentos destacan por su fina ironía, por el erotismo tenue que los impregna, por las sencillas sorpresas que dentro de lo cotidiano nos salen al paso, por el humor benevolente y la impresión de ternura y de cariño que se desprende de sus personajes, por ese cuidado tono coloquial con el que el lector parece estar escuchando la voz de un amigo malicioso y regocijado que recuerda anécdotas comunes, por el ingenio de la frase certera y el humor benevolente, por la mezcla de cosmopolitismo y de entrañamiento con el mundo propio, que da aquella sensación de vecindad que se ha observado en su poesía, haciendo cercanos los espacios más alejados, merced tal vez a esa forma de contar lo más sorprendente como si fuera lo más natural del mundo. Tras Una ventana a la carretera (1967) apareció uno de sus libros mayores y, a la vez, de inusual complejidad narrativa: El ingeniero Balboa y otras historias civiles (1976); paulatinamente se fueron sucediendo títulos en los que se fue imponiendo, sin embargo, una mayor brevedad y austeridad de lenguaje, dejando campo más amplio a la insinuación y la sugerencia, en títulos como Picassos en el desván (1991), Las ciudades de Poniente (1994), Cuentos de la Cábila (2000) o La divisa en la torre (2007), último libro de Pereira, que murió el 25 de abril de 2009. Todos ellos componen uno de los conjuntos cuentísticos más originales de nuestro tiempo y de nuestra literatura. Aunque haya tocado otros géneros, como las memorias de infancia en Un armario lleno de sombra, aparecido en 2009, Antonio Gamoneda es el poeta por antonomasia. A su obra lírica se debe la concesión de premios de mucha prestancia en las últimas décadas, como el Nacional de Poesía por Edad en 1987, y en 2006 el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y, distinción máxima, el Cervantes. A Sublevación inmóvil, publicado en 1960, como se ha indicado, siguió un silencio de diecisiete años, roto en 1977 con Descripción de la mentira; de escritura anterior era Blues castellano, aunque publicado en 1982. El mismo año de la aparición de Lápidas, 1987, el poeta reunió en Edad su obra lírica hasta entonces. Después llegaron Libro del frío (1992), Libro de los venenos (1995), Arden las pérdidas (2003) y Cecilia (2004), todos ellos y alguno más reunidos en un magno volumen, Esta luz (2004). Más tarde apareció Canción errónea, publicado en 2012. La poesía de Gamoneda ha suscitado un interés inusual y fervoroso; no son pocos los poetas jóvenes con ecos gamonedianos; y son muchos los estudiosos de todo tipo (tesis, actas congresuales, ensayos, acercamientos críticos
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Antonio Gamoneda
Antonio Pereira
varios) que ha incitado. De ahí la dificultad de sintetizar en breves líneas una poesía que desde su primer libro muestra rasgos singulares; en él ahonda en temas acuciantes, como el llanto, la pena, la impotencia del hombre –Prometeo en eterna “sublevación inmóvil”–, la belleza y el dolor unido a ella y a la conciencia de la muerte (“la belleza nos sirve de tormento”), la libertad, la justicia, la luz como símbolo plurisignificativo, etc. En los libros posteriores trató Gamoneda de explorar nuevas vías: el registro autobiográfico, pero como experiencia colectiva y solidaria a través del hermanamiento en el dolor en Blues castellano, donde formalizó nuevos ritmos inspirados en los modos del jazz, al igual que Descripción de la mentira se instaló en un versículo con reiteraciones obsesivas y lenguaje desrealizador, para continuar en Lápidas con un estilo sentencioso, cortante y “lapidario”. Cada vez fue siendo más acuciante la interpretación de la vida y de la propia poesía desde la perspectiva de la muerte, con las sucesivas pérdidas como signo y con un símbolo recurrente y polisémico, la luz. Tiene la suerte Gamoneda de que se haya ocupado de su obra una crítica lúcida y sagaz y de que continúe su estela un discipulazgo fiel. En esa década del sesenta publicó también su primer libro Gaspar Moisés Gómez, que había nacido en Ávila en 1926, para acabar viviendo en León desde 1959. Con ira y con amor apareció en 1968. Una decena de libros jalonan su trayectoria lírica: Las bravías abejas (1969), Sinfonías concretas (1970), etc., hasta entrar en el siglo XXI con Y mañana tampoco (2004), Quieto Espacio. Fugacidad del tiempo (2007) y Memoria y desconcierto (2011); poeta abundante, un buen número de poemarios inéditos están a la espera de su publicación. Poetiza los grandes temas de la poesía de todos los tiempos, pero con sello personal, con fino lirismo: el amor familiar y pasional, del alma y de los sentidos (de ahí la importancia del tacto en su poesía); el tiempo y la muerte, desde
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Gaspar Moisés
Antonio Colinas
el tópico renovado del ubisunt? a la constatación de signos de fragilidad tras la apariencia de lo estable y bello, aumentando progresivamente los signos del deterioro, expresados con compasión piadosa; el hombre existencial y socialmente considerado, sujeto de encontradas vivencias amorosas, temporales y religiosas, núcleo fuerte de esta poesía que, impregnada de religiosidad, busca en Dios la respuesta de la salvación. Poesía intensa, concentrada y emotiva, convierte el soliloquio reflexivo (un yo que medita e inquiere) en su rasgo más característico. En la década del sesenta apareció en escena una nueva promoción de poetas con afanes renovadores que en la poesía leonesa dispuso de dos vías: por un lado la que trazó la revista Claraboya; por otro, la vía que en España se llamó “novísima” que, en sentido amplio y por afinidad en algún momento, cuenta en León con la figura de Antonio Colinas. Claraboya fue una revista de poesía creada por Ángel Fierro, Agustín Delgado, José Antonio Llamas y Luis Mateo Díez que tuvo a su favor el apoyo y la guía, entre otros, de Antonio Gamoneda, que actuó, miradas las cosas desde el presente, como puente de unión generacional. Se mantuvo durante 19 números, entre 1963 y 1968. Nació con afán renovador, superador de las tendencias intimista y social de la poesía del momento, y
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con la finalidad de conectar la poesía española con la poesía extranjera y la del 27. En rápida síntesis, su evolución fue un camino desde una poesía “social” a una poesía “dialéctica” que buscaba la adecuación del lenguaje poético a la realidad circundante. Sus componentes, siguiendo cada uno senda diferente, alumbraron después distintos poemarios en los que no es posible detenerse, como no nos demoraremos tampoco en las revistas que siguieron a Claraboya (Yeldo, Barro, Cuadernos leones de poesía y Alcance). Por vía bien distinta irrumpieron los novísimos a mediados de esta década del sesenta (Gimferrer, Carnero, etc.). Su plataforma de lanzamiento fue la antología Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet, que dio a conocer una nueva sensibilidad en la que confluían poetas de dentro y de fuera de la antología, como es el caso singular de Antonio Colinas, no sólo poeta, sino también narrador, traductor, ensayista y biógrafo. Nació en La Bañeza en 1946 y allí vivió hasta los quince años. Su obra puede recorrerse perfectamente en relación con los espacios vitales. De las raíces bañezanas brotaron los “símbolos del origen” (el árbol, el río o la nieve) y poemarios como Poemas de la tierra y de la sangre (1969), de inspiración telúrica, y Preludios a una noche total (1969), de carácter neorromántico y temática amorosa. El espacio del sur lo componen Córdoba e Italia. En la ciudad andaluza pasó tres años de estudiante, entre 1961 y 1964, años de fulgores e intensidades que dejó reflejados en su novela Un año en el sur (1985) y en algunos poemas. En Italia transcurrieron cuatro años decisivos entre Milán y Bérgamo, con un espléndido primer fruto, Sepulcro en Tarquinia (1975), verdadero diálogo poético entre lo italiano, lo latino, y la rudeza histórica de los oscuros siglos medievales en el noroeste hispano. La vivencia del sur fue trascendental en la vida y la obra del poeta que, a partir de ese momento, se convirtió en uno de los traductores más conspicuos de la literatura italiana (Salgari, Leopardi, Quasimodo...). De mayor trascendencia, si cabe, fueron los veintiún años pasados en Ibiza, a partir de 1977, con nuevas vivencias, temas, símbolos (la isla, el mar, el bosque, el faro, las ruinas, la noche...) y libros centrales, sobre todo Noche más allá de la noche (1983) y Jardín de Orfeo (1988), en los que logra la deseada fusión de pensamiento y poesía. En la meseta desde 1988, entre Salamanca, donde reside, y la tierra de origen, la poesía coliniana evolucionó de una “poética de la armonía” de los textos anteriores a una “poética de la mansedumbre”, que poetiza la presencia del mal, del dolor y de la muerte, la preocupación ecológica y humanista en una palabra más clarificada, de Los silencios de fuego (1992) a Desiertos de la luz (2010). Su “filosofía de la vida” quedó plasmada en tres libros reunidos en Tres tratados de armonía (2010), reflexiones, contemplaciones y visiones líricas. Su Obra poética completa (1967–2010) (2011) la componen dieciséis libros, a los que hay que sumar Canciones para una música silente: uno de los conjuntos más puros y esenciales alumbrados por la poesía española de los últimos cuarenta años por su emoción, intensidad, armonía, ansia de plenitud y afán de trascendencia. Colinas hizo de Orfeo el símbolo por excelencia de su obra, entendida como ansia de la unión de contrarios y de sintonía
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con el cosmos, y definida por el ritmo y el canto, por la música que traspasa las puertas que celan lo desconocido, el misterio de lo que está más allá de las cosas. Colinas ofreció el cauce apropiado a una corriente órfica de la poesía por la que caminan poetas posteriores. El premio Reina Sofía en 2016 es el reconocimiento a tan densa obra, que en el mismo año, repasó, junto a sus vivencias más entrañables, emocionada e intensamente, en Memorias del estanque. La renovación, quizá mejor explosión, de la narrativa se dio con jóvenes de la misma generación que los “claraboyos” y Antonio Colinas, la que se viene llamando del 68. De repente, como quien dice, a finales de los sesenta o recién iniciada la década de los setenta, aparecen las primeras narraciones (novelas y cuentos) de unos jóvenes que se apartan de estériles experimentos formales anteriores y quieren contar historias que ganen al lector. Hablo de nombres que hoy están ya en las historias de la narrativa contemporánea, leídos, perspicaces y laboriosos, con clara conciencia de lo que querían hacer, con un proyecto que los años irán modelando y madurando. Hablo de José María Merino, Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y algunos más. Claro está que no parten de la nada, ni en el contexto nacional ni en el de la provincia, donde habían escrito novelas anteriores gentes como Crémer, Severiano Fernández Nicolás y, sobre todo, Jesús Fernández Santos, perteneciente a ese grupo de novelistas amigos (Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, etc.) conocidos como “generación del medio siglo” o del “realismo objetivo”, que publicaron sus primeras obras en la década del 50 y elevaron notablemente el nivel de la narrativa española. Fernández Santos nació y murió en Madrid (1926–1988), pero disponía de claras raíces leonesas. En 1954 publicó su primera novela, Los bravos, ambientada en el pueblo de Cerulleda –de donde era su padre y donde el escritor pasaba largas temporadas–, un espacio cerrado y sufrido en la montaña y frontera asturleonesa; con gran economía lingüística y técnica objetivista en buena parte, relata y denuncia un caso de caciquismo que viene a mostrar la difícil salida de la ignorancia y la resignación colectivas. Precursora en varios aspectos de corrientes como el realismo crítico, el carácter testimonial prosigue en algunas de sus novelas posteriores y en volúmenes de relatos –género en el que ofreció algunas de las mejores muestras del momento– como Cabeza rapada (1958); pero el escritor no permaneció en el campo ya acotado, sino que, ensayando otros modos narrativos, exploró caminos nuevos, como sucede, por ejemplo, con la experimentación formal que lleva a cabo en Libro de la memoria de las cosas (1971), novela extensa en torno a los avatares de una colonia protestante instalada en un pueblo del Páramo leonés, ajena ya a la narrativa testimonial y a la linealidad tradicional, o en La que no tiene nombre (1977), que narra tres historias ubicadas de nuevo en la montaña leonesa, pero en épocas diferentes: la de la Dama de Arintero en la Edad Media, la de los maquis en la posguerra y, en la actualidad, la de dos personajes, habitantes únicos del pueblo que se niegan a abandonar. Fernández Santos fue derivando, de este modo, hacia la novela histórica y el gusto de contar, ofreciendo en su última etapa algunas de sus mejores novelas, como Extramuros (1978), ambientada
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en el Siglo de Oro, Cabrera (1981), en la Guerra de la Independencia, o Los jinetes del alba (1984), en la revolución de 1934. En cualquier caso, la obra narrativa de Fernández Santos es el antecedente más claro de la explosión narrativa que va a tener lugar en la década del sesenta por parte de una generación más joven, escritores nacidos, salvo alguna excepción, recién iniciada el decenio del 40 o, en todo caso, dentro de la década. Forman parte de la nómina Raúl Guerra Garrido (1936), Elena Santiago, José María Merino, Juan Pedro Aparicio, los tres nacidos en 1941, Luis Mateo Díez, en 1942, y Jesús Torbado, que lo hizo en 1943, además del dramaturgo Fermín Cabal, nacido en 1948. Torbado se adelantó a los demás en la publicación, pues Las corrupciones apareció en 1966; en 1969 lo hizo la primera novela de Guerra Garrido, Cacereño. Los demás editaron su primera obra, novela o relatos, en la década siguiente: La oscuridad somos nosotros (1977), de Elena Santiago, Novela de Andrés Choz (1976), de Merino, El origen del mono (1975), de Aparicio, y Memorial de hierbas (1973), de Luis Mateo Díez. También Fermín Cabal estrenó su primera comedia en esa década del 70: Tú estás loco, Briones (1978). En la mayor parte de los casos, tales obras pueden considerarse hoy ensayos para obras de mayor envergadura, en los inicios de la década siguiente. Relatar por extenso el camino habilitado por cada uno de ellos ocuparía demasiadas páginas para un prólogo que ha de entenderse como mera presentación del cuerpo del libro. Contentémonos, por lo tanto, con trazar algunas líneas de entendimiento. La biografía y la escritura de Guerra Garrido, va unida a tres espacios: Madrid, donde nació, el País Vasco, donde vivió y enraizó, y el Bierzo, de donde proveían sus ascendientes maternos y paternos, y donde pasó los veranos de infancia y adolescencia. Las novelas más comprometidas son las del espacio vasco, por ejemplo, Lectura insólita de El Capital (1977) o La soledad del ángel de la guarda (2007); Madrid es el espacio de La Gran Vía es Nueva York (2004); de ámbito berciano es El año del wólfram (1984), centrada en los tiempos de la segunda guerra mundial y la lucha de alemanes y americanos por el wolframio berciano, y otras tres novelas imbuidas de autobiografismo, emoción, memoria y recreación: Viaje a una provincia interior (1990), El otoño siempre hiere (2000) y Cuaderno secreto (2003). Jesús Torbado estudió periodismo, ha viajado por el ancho mundo y escrito reportajes, cuentos, novelas, libros de viajes y guiones para la televisión y el cine. Publicó su primera novela, Las corrupciones (1966), a los veintitrés años, consiguiendo un éxito sin precedentes, pues los jóvenes de entonces, o una parte de los mismos –cuya problemática generacional expuso Torbado en algunos ensayos también tempranos–, se vieron existencialmente reflejados en la novela. Seguirán otras novelas como La construcción del odio (1968), el individuo alienado en un estado totalitario, En el día de hoy (1976), fantasía política en torno a una España de posguerra republicana, La ballena (1982), que narra las reacciones humanas distintas en un pueblo aislado en cuyas playas ha aparecido una
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Elena Santiago
Jesús Torbado
Raúl Guerra Garrido
ballena varada, o El peregrino (1993), recreación de la peregrinación medieval a Compostela, entre la historia y la picaresca. Dentro de la literatura de viajes, Tierra mal bautizada (1969), recorrido por Tierra de Campos, pasión del escritor, pues en ella pasó su infancia, tiene claro valor testimonial y es un clásico del género. A pesar de la diversidad argumental de sus novelas y cuentos (citemos, entre ellos, los recogidos en El inspector de vírgenes y otras pérdidas, 1991), se han podido trazar algunas coordenadas y una evolución. Entre aquellas, siguiendo a Asunción Castro, el compromiso “con la realidad y con sus propias convicciones ideológicas y literarias”, la preocupación por el ser humano y, en concreto, “por el individuo en soledad que lucha por su autenticidad contra todos los poderes alienadores, contra la insensibilidad social, el absurdo”, el carácter realista, que en Torbado “adopta una dimensión simbólica y subjetiva que trasciende una mediatización excesiva de la realidad” y la creación de “unos personajes antiheroicos, insatisfechos o frustrados ante la sociedad que les ha tocado vivir”. La misma estudiosa entiende que, si bien la narrativa de Torbado es básicamente tradicional, en sus primeras novelas había una intención experimental relativa, de la que prescindió a partir de En el día de hoy, con la que incorporó “una imaginería y un modo de presentar la realidad que incide en lo grotesco” como modo de distorsión de la realidad. Elena Santiago, natural de Veguellina de Órbigo, con residencia en Valladolid desde 1977, ha cultivado con asiduidad, en poemas, relatos y novelas, sus raíces. Su temprano fervor por la palabra, que acompaña su labor vital lo ha expresado ella misma en síntesis muy bella: “Yo que quería ser pájaro o ángel cuando fuese mayor para no romper los calcetines, acabé siendo escritora desde los
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once años seducida por la imaginación y la palabra. Busqué y sigo buscando el pulso necesario, la intensidad y la fascinación, para convivir con unos personajes de lágrimas y realidad, envueltos en algunas nieblas”. Es autora de una obra amplia, acompañada de numerosos premios (el Castilla y León de las Letras en 2002 es el más importante sin duda), y singular en el contexto de la novela del momento. Una estudiosa de su obra, Natalia Álvarez, ha escrito que Elena Santiago comparte con los narradores de su generación “el deseo de ofrecer una narración pura, abierta a la imaginación y al placer por contar, que rechaza tanto el realismo social como el experimentalismo exacerbado y se preocupa por asumir una peculiar mixtura de tradición e innovación”. Ha de agregarse su sensibilidad ante la naturaleza y ante el mundo de la infancia situado en un tiempo, la posguerra, y en un espacio concreto, la ribera del Órbigo, tiempo y espacio que tantas veces han inspirado su narrativa; y sensibilidad también ante el dolor de los seres humanos, reflejado en el de sus personajes. Sin parecidos evidentes con otros escritores, ha de resaltarse su honda captación del mundo interior de los personajes y una temática imbricada, en general, en la soledad, el desencanto, el fracaso o la incomunicación. Estos aspectos pueden observarse en su dilatado recorrido de escritora, de La oscuridad somos nosotros (1977) y Veva (1988), en las que alienta el mundo de la guerra y la posguerra, a Ácidos días (1980) y Ángeles oscuros (1998), con el mundo de la infancia en la posguerra como atmósfera –en el segundo caso, moviéndose entre la autobiografía y su novelización–, de Amor quieto (1997), historia de amor que alterna los puntos de vista del hombre y de la mujer, y Asomada al invierno (2001), que plantea un amor compartido por dos mujeres en la Galicia profunda, a La muerte y las cerezas (2009), cuyo protagonista es un joven que, marcado por el fracaso entre lo que él da y lo que el mundo le devuelve, acaba huyendo de su mundo y de sí mismo. De 2015 es la novela Nunca el olvido, que plantea “la brusca ruptura de lo cotidiano, la sacudida de la muerte después de vivir bajo la tiranía del miedo, de la muerte”. La amistad (y algunos proyectos comunes) unió inicialmente la aventura literaria de Juan Pedro Aparicio, José María Merino y Luis Mateo Díez, el grupo de los tres o “grupo leonés” como se les ha llamado. Lectores avezados, abiertos a la tradición española (Cervantes, Galdós, Clarín, Baroja...) y a la de fuera (Proust, Faulkner, Pavese, Pratolini, Bassani...), decidieron contar historias que atrajeran la atención del lector, “la gozosa participación sentimental del buen lector”, como escribió su maestro Sabino Ordás, al que siguieron en su idea de partir de la realidad vivida, cercana, como mejor manera de ahondar en lo universal. Ese empeño supuso la decisión de novelar la provincia como entorno geográfico y la ciudad de provincias como marco urbano, siguiendo la senda de Clarín y Pérez de Ayala. Crearon así lo que se ha llamado “la ciudad inventada”, un territorio imaginario cuyas señas de identidad, más o menos realistas, fueron sucesivamente derivando, a grandes rasgos, hacia el irrealismo (L. M. Díez), la alegoría (Aparicio) o la fusión de lo vivido y lo soñado (Merino). Las estaciones provinciales (1982) de Díez, El año del francés (1986) de Aparicio,
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Luis Mateo Díez
Juan Pedro Aparicio
José María Merino
y El caldero de oro (1986) de Merino, respondieron, en todo o en parte, a tal empeño. Cada uno siguió, lógicamente, un camino diferenciado, personal, y en todos los casos, con una base sólida que se ha visto reconocida en estudios críticos de todo tipo, y galardonada con premios nacionales de importancia o con la entrada en la Real Academia de la Lengua (caso de Díez y Merino). En la ciudad de provincias transcurre la acción de novelas como Retratos de ambigú (1988), La forma de la noche (1994), donde la ciudad imaginaria ya tiene nombre, Lot, derivando hacia la alegoría en El viajero de Leicester (1998), todas ellas de Aparicio; en el mismo ámbito de instalan, cada vez de forma más irrealizadora, a través, entre otros rasgos, del humor, La fuente de la edad (1986), El expediente del náufrago (1992), El paraíso de los mortales (1998), Fantasmas del invierno (2004), donde la capital de la provincia recibe el nombre de Ordial y presenta algunas señas de identidad de exclusiva propiedad “mateica”: “Una ciudad de posguerra en la que se incrustó el invierno y está habitada por fantasmas”, y La soledad de los perdidos (2014), novela en la que “la Ciudad de Sombra” se enrarece bajo la niebla y la noche en los tiempos miserables de la posguerra; en el marco de la ciudad inventada se inscribe también El centro del aire (1991), de Merino, y en la provincia, La sima (2009), sobre la violencia que ha caracterizado la historia española reciente y la necesidad de entendimiento. Los tres han rememorado sus días de infancia en la capital, León, casos de Aparicio (Qué tiempo tan feliz, 2000) y Merino (Intramuros, 1998), o en el valle lacianego, caso de L. M. Díez (Días del desván, 1997). Más allá de estas proximidades, cada uno ha buscado sus espacios y sus historias, a las que aludiremos con premura. Aparicio ha cultivado con soltura el
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género negro en varias de sus novelas como Malo en Madrid o el caso de la viuda polaca (1996), y La gran bruma (2001); el género se adapta bien a esa manera de avanzar la acción o las acciones sin detención, es decir, sin concesiones a la digresión o a la descripción, más frecuentes en los otros dos novelistas. La misma acción trepidante mueve la embarcación en la que viaja Jovellanos huyendo del ejército napoleónico, marco de Nuestros hijos volarán con el siglo (2013). De ahí que Aparicio haya encontrado en el género breve, el cuento y el microrrelato, un campo de maniobras muy apropiado, como veremos, sin olvidar sus libros de viaje (Los caminos del Esla, 1980, en colaboración con J. Mª Merino, y El Transcantábrico, 1982), y ensayos de tanto empuje como el muy explícito título Ensayo sobre las pugnas, heridas, capturas, expolios y desolaciones del Viejo Reino, en el que se apunta la reivindicación leonesa de León (1981) y como Nuestro desamor a España (2016), que “trata de encontrar la razón de esa peculiar incomodidad de sentirse españoles buscando sus posibles causas”. José María Merino, por su parte, ha viajado narrativamente por otros continentes, como en La orilla oscura (1985) y en la trilogía americana que agrupó finalmente bajo el título de Crónicas mestizas (1992), novelización de la conquista de aquel continente; se ha asomado a la historia en Las visiones de Lucrecia (1996), ha construido un amplio friso del siglo XX, siguiendo recursos galdosianos, en El heredero (2003), ha indagado novelísticamente en torno al enigma de Olivia Sabuco en Musa Décima (2016), así llamada por Lope de Vega, y ha cultivado con éxito la novela juvenil (Las antiparras del poeta burlón, 2010, Las mascotas del mundo transparente, 2014), generalmente unida a lo fantástico –modalidad en que es maestro reconocido y que cultivó desde el comienzo mismo de su escritura–, como ocurre en Los trenes del verano / No soy un libro (1992) y Los invisibles (2000). Merino ha indagado, además, en los recovecos de la invención literaria en los ensayos recogidos en Ficción continua (2004) y en Ficción perpetua (2014), como lo ha hecho Luis Mateo Díez desde su experiencia de escritor y de lector, en ensayos que, en parte, ha recogido en Orillas de la ficción (2010). La novelización de la provincia ha originado en la escritura de Luis Mateo un ciclo novelesco formidable ubicado en Celama, de innegable parentesco con otras geografías imaginarias, como Yoknapatawpha, Macondo, Comala, Santa María y Región. El territorio imaginario de Celama, trasunto literario del Páramo leonés, novelado entre la realidad y la ficción, se constituye como metáfora de la extinción de las culturas rurales seculares; pero el misterio y la irrealidad fueron superando concreciones posibles hasta convertirse en un “espacio mental”, acaso el espacio de los sueños. El ciclo lo componen El espíritu del páramo (1996), La ruina del cielo (1999) y El oscurecer (2002), recogidas después en un solo volumen: El reino de Celama (2003). Faltan en la relación, muchos títulos de Aparicio, Merino y Díez de inexcusable referencia en un estudio crítico de la novela contemporánea. No podemos silenciar, sin embargo, la faceta cuentística, género que han defendido y que han cultivado con una brillantez extraordinaria en volúmenes como La vida en blanco (2005), de Aparicio, Cuentos de los días raros (2004) y Las puertas de lo posible
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(2008) –éste de carácter fantástico– de Merino y Las lecciones de las cosas (2004) de Luis Mateo. Merino ha recogido sus relatos en un generoso volumen, Historias del otro lugar (2010), y Díez en El árbol de los cuentos (2006). Los tres han hallado en el microrrelato un campo abonado para la síntesis y la elisión, el humor y el ingenio, y, por supuesto, un reto para la habilidad y la inventiva. En El microrrelato español. Una estética de la elipsis (2010), Irene Andres-Suárez analizó los de los tres, junto a otros muchos autores españoles: los más tempranos de Luis Mateo Díez en Los males menores (1993), estímulo para otros autores, los Cuentos del libro de la noche (2005) de Merino, con ilustraciones del propio escritor y con predominio de lo fantástico y de la reelaboración de asuntos clásicos (Merino recogió sus “nanocuentos” en La glorieta de los fugitivos, 2007); y, finalmente, los tres volúmenes singulares de Aparicio, verdadero maestro de los relatos hiperbreves, que él llama cuánticos, sabiendo combinar o alternar el humor y la emoción, la denuncia y el sarcasmo, situaciones verosímiles y supuestos originarios, en La mitad del diablo (2006), El juego del diábolo (2008) y London Calling (2015). Al grupo de poetas y narradores que comenzaron su obra en la década del setenta hay que unir la figura de Fermín Cabal, hombre de teatro ante todo (actor, director, adaptador de obras extranjeras, ensayista sobre cuestiones teatrales, profesor de teatro, autor...), además de guionista de cine y televisión. Comenzó su actividad teatral en grupos independientes de los años 70, como Los Goliardos y Grupo Tábano y fue miembro fundador de Sala Cadarso y Gayo Vallecano. Con Tú estás loco, Briones debutó como autor y director teatral en 1978. La obra significaba la dignificación de la comedia, el interés dramático por situaciones del mundo contemporáneo, el lenguaje coloquial, la obra bien construida, el juego entre seriedad y comicidad, la capacidad para, en consecuencia, suscitar la risa en el espectador o el desasosiego, etc. Entre sus otras obras teatrales cabe citar Vade retro (1983), en la que las controversias intelectuales de dos sacerdotes ponen de manifiesto la difícil conciliación entre tradicionalismo y renovación; Esta noche, gran velada: Kid Peña contra Alarcón por el título europeo (1983), en la que plantea el difícil dilema de la corrupción y el poder; Caballito del diablo (1985), en torno al mundo de la droga, Castillos en el aire (1995), Maldita cocina (2004), reescritura de La cocina, de Arnold Wesker, y Tejas verdes, estrenada en 2002, documento sobre la represión de la dictadura pinochetista en Chile relatada por mujeres. En la década del cincuenta nacen escritores de una nueva promoción: Andrés Martínez Oria (1950), Ildefonso Rodríguez (1952), José Luis Puerto y Andrés Trapiello (nacidos los dos en 1953), Julio Llamazares (1955), Luis Miguel Rabanal, Tomás Sánchez Santiago y Juan Carlos Mestre (los tres nacidos en 1957), por nombrar únicamente a los que aparecen en este libro. A excepción del primero, primordialmente narrador,son todos poetas que, además, han cultivado otros géneros literarios o, en el caso de Mestre, gráficos y pictóricos. Publicaron sus obras primeras en años muy cercanos: en el año 1977 apareció Variaciones, de Rabanal; en 1979, La lentitud de los bueyes,
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Fermín Cabal
José Luis Puerto
Ildefonso Rodríguez
de Llamazares, y Amenaza en la fiesta, de Sánchez Santiago; Junto al agua, de Trapiello, en 1980; finalmente, El tiempo que nos teje, de Puerto, en 1982. Por otro lado, a comienzos de la década siguiente nació Marifé Santiago Bolaños (1962), ensayista, poeta y narradora. Ildefonso Rodríguez, saxofonistra, miembro fundador de las revistas Cuadernos leoneses de poesía y El signo del gorrión, es autor de los poemarios Mantras de Lisboa (1986), Libre volador (1988), La triste estación de las vendimias (1988), Mis animales obligatorios (1995), Coplas del amo (1997) y Política de los encuentros (2003), además de Escondido y visible (2000), en colaboración con el pintor Esteban Tranche, título este que sirvió para reunir el conjunto de su poesía entre 1971 y 2006, un volumen copioso publicado en 2008, al que siguió el poemario Inestables, intermedios (2014). Es la suya una poesía tendente al fragmentarismo, algo que afecta a la forma del poema y a la entidad enigmática doble o disgregada del sujeto poético. Por otro lado, Disolución del nocturno (2013) se compone de prosas que atañen a los sueños y a la poesía, hermanándose como el propio poeta dice con Son del sueño (1998), su primer libro de narrativa. Traductor de poetas portugueses y autor de estudios literarios, artísticos y etnográficos, José Luis Puerto abrió con su primer poemario citado una vía simbólico-trascendente por la que camina su obra toda, con títulos como Un jardín al olvido (1987), Paisaje de invierno (1993), Estelas (1995), Señales (1997), Las sílabas del mundo (1999), De la intemperie (2004), Proteger las moradas (2008), Trazar la salvaguarda (2012) y, en prosa, Las cordilleras del alba (1991) y El Animal del Tiempo
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(1999), libro este último en el que ofrece su filosofía de la vida y su poética. Puerto contempla con fruición la naturaleza y descubre en ella signos de la armonía y la plenitud anheladas; la naturaleza aporta, además, el mito del jardín, que apunta al paraíso bíblico antes de la caída, un espacio de felicidad intemporal que se proyecta en la niñez, espacio primordial, territorio del asombro y la inocencia del que uno acabó desterrado por la conciencia del tiempo. El jardín es sueño, anhelo de permanencia, lugar originario en el que nació la palabra poética, cuando las cosas empezaron a ser nombradas. En 2006 apareció una antología amplia de la obra lírica de Puerto, cuyo título, Memoria del jardín, parecía cifrar el fondo último de su poesía en un ejercicio de evocación del reino del que el hombre fue expulsado. Ese exilio persistirá siempre como recuerdo doloroso de la pérdida, como íntimo desgarro. El símbolo y mito del jardín fue adquiriendo en la poesía de Puerto progresivas adherencias significativas. El jardín será también el centro de uno mismo, donde fructifica lo más íntimo, espacio del sueño y la meditación, morada esencial para la que el poeta busca protección. A lo largo de la vida el hombre va acotando su jardín, con sus germinaciones y floraciones, por lo que el jardín simboliza también todo lo que uno ha heredado (la tradición, lo que viene de antiguo) y lo que uno ha cultivado: lo conseguido por acumulación y crecimiento, lo que nos acompaña y da calor en el destierro. También lo que podemos ofrecer. El verdadero viaje como conocimiento que propone Puerto es, en soledad y silencio, hacia ese jardín, centro interior de uno mismo. Es un movimiento de retracción, de retirada, que sólo se alcanza desde la purificación interior. De ahí que la poesía de Puerto celebre la belleza del paisaje despojado del invierno, la meseta árida, los árboles desnudos, las sierras peladas, imágenes del ascetismo interior buscado. No es extraño que el poeta muestre preferencia por una estética de la concisión, por la palabra despojada, clara y transparente, por la poesía que sea temblor, emoción, hondura, que desvele y revele lo sagrado, lo que implica un algo misterioso que no es posible descubrir sino a través de la palabra poética que trasciende lo material y anecdótico. En 2015 apareció La casa del alma, obra en la que lirismo, meditación y narración se muestran implicadas. Andrés Trapiello, premio Castilla y León de las Letras 2011, es el más prolífico, habiendo cultivado, además, casi todos los géneros literarios. En Las tradiciones (1991) agrupó sus cuatro primeros libros de poesía; después fueron apareciendo títulos como Acaso una verdad (1991), Rama desnuda (2001), Un sueño en otro (2004) y Segunda oscuridad (2012). En todos ellos notamos la voluntaria herencia modernista y noventayochista: símbolos de ascendencia machadiana (crepúsculos, jardines polvorientos, etc.), motivos como las ruinas, los jardines pequeños y solitarios, los pueblos de la meseta, antiguos cafés o el tedio de las viejas ciudades provincianas, con tonalidades melancólicas, en versos de larga tradición que acogen un poema reflexivo, generalmente en torno al paso del tiempo y con la presencia de la naturaleza, de donde proceden imágenes y símbolos también tradicionales, como el agua, la noche, los rebaños, los huertos, las hachas, las
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Julio Llamazares
Andrés Trapiello
ramas, etc. Pero, como indicábamos, creador de un amplio universo literario, Trapiello es autor de novelas como La tinta simpática (1988), El buque fantasma (1992), La malandanza (1996), Noches y días (2000), Los amigos del crimen perfecto (2003), Al morir don Quijote (2004), El final de Sancho Panza y otras suertes (2015) y algunas más; es autor también de ensayos como Las vidas de Miguel de Cervantes (1993) o Las armas y las letras (1994) y de más de diez volúmenes de artículos publicados en la prensa diaria o en otros medios; pero quizá su obra más ambiciosa, en muchos aspectos, sea Salón de pasos perdidos, subtitulada Una obra en marcha, un copioso diario en volúmenes y páginas que va ya por el tomo 19, Seré duda. También Julio Llamazares empezó en el campo de la poesía para derivar hacia la narrativa, el libro de viajes (El río del olvido, 1990, y otros) y el artículo periodístico. La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), dos poemarios casi míticos, fueron recogidos en 2009, con poemas anteriores y posteriores a los dos libros citados, en Versos y ortigas (Poesía 1973-2008). Se ha hablado de “nueva épica”, pero por más coral que sea la palabra de Llamazares, surge de las emociones de un sujeto que asume las voces de la memoria personal y colectiva ubicada en el Norte peninsular. Lirismo y lirismo pleno es esta poesía, con las características esenciales de brevedad, intensidad y sugerencia. En La lentitud de los bueyes, una naturaleza de nieve, acebo, jara, retama, genciana, brezo y grosellas sirve de marco a la memoria reactivada por un bardo que se remonta en el tiempo hasta el origen, hasta la tradición de la lentitud como costumbre de unos antepasados, de “una raza de pastores” que el poeta evoca desde un presente que ha deslizado aquel
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Tomás Sánchez Santiago
Luis Miguel Rabanal
mundo heroico hacia el abandono, el silencio, la soledad, el olvido y la tristeza. La simbología rural sirve de expresión a un mundo secular del que el bardo moderno se siente heredero y cantor en versículos salmódicos imbuidos del ritmo de la lentitud que el poeta canta con el tono sentimental de la tristeza. En Memoria de la nieve se acentúa el aspecto legendario y la idea del bardo cantor de tiempos ancestrales, del paisaje de la memoria que no es otro que el de la nieve como símbolo, nieve calificada de “indestructible”, entre otras cosas porque la memoria y la poesía la preservan. Memoria y tiempo son los ejes del libro: un tiempo tan lejano, heroico y legendario que sólo es posible evocar con una memoria imaginaria y creadora, poética, en suma. Pero el presente se impone al fin, y desde él “no hay allí liturgias milenarias”, sino sólo “paisajes abrasados por el tiempo”. De ahí la actitud del bardo, que se siente solo “en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas”. El aliento lírico de esta poesía penetra en su narrativa, no tanto en Luna de lobos (1985), historia de la supervivencia de cuatro maquis en la montaña leonesa, como en La lluvia amarilla (1988), ambientada en el abandono y la soledad de un pueblo del Pirineo aragonés, y en Escenas de cine mudo (1994), estampas de la memoria de la niñez en un medio rural leonés, o en novelas posteriores como Las lágrimas de San Lorenzo (2013) y Distintas formas de mirar el agua (2015). Poeta y narrador es Tomás Sánchez Santiago, autor de los poemarios titulados Amenaza en la fiesta (1979), La secreta labor de cinco inviernos (1985), Vida del topo (1992), En familia (1994) y El
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que desordena (2006). Una amplia selección de su poesía, escrita entre 1979-2009, apareció con el título Cómo parar setenta pájaros (2009). En El que desordena concibe el poeta la poesía como lo impreciso, lo que sobrepasa cualquier imposición; y su finalidad no es acomodar al lector en la certeza, sino suscitarle incertidumbres. El poeta es el que descubre lo inusual en lo común, lo insólito en lo acostumbrado. El poeta es el que renuncia a lo consabido y se siente más “seguro en la extrañeza”; es el que “mira y ve otra cosa, el que deja entrar lo que nadie diría, el que sólo habla contra todo pronóstico...”, el que no se conforma, el que busca palabras que “sobrepasen ellas solas el resplandor oscuro de sus límites...”, el que desordena. Sánchez Santiago ha concebido su obra como un “itinerario hacia lo oscuro”. Son destacables el empeño por crear una “demarcación particular” –y no una redundancia sobre lenguajes ya expresados– y la poetización de realidades fundamentalmente humanas: los peligros que se ciernen sobre la vida, el ahondamiento emocionado en la memoria, el miedo, el deterioro, la muerte. De la observación fascinada de lo sencillo y cotidiano, oculto por la rutina de la costumbre, nace el chispazo del poema, que eleva lo menudo, lo breve, a interpretación poética, a una cierta revelación no metafísica, sino profundamente entrañada en la realidad vital y diaria. Nacerán así poemas que desde el rigor alzan un mundo que ahonda en intuiciones, entre las que el tiempo y el consiguiente deterioro corporal es una de las más acuciantes. Ha de destacarse, asimismo, el cultivo que Sánchez Santiago hace de la estética del fragmento en libros fundamentaesl para adentrarse en su mundo, como Para qué sirven los charcos (1999) y La vida mitigada (2014). A ese mundo literario agregó en 2007 una novela extraordinaria: Calle feria, polifónica, relato de relatos en un espacio que no es otro que una calle pequeña en una humilde ciudad de provincias (Zamora) donde creció el poeta, con comercios familiares, tradicionales y gentes sencillas (viajantes, dependientes, tenderos, vecinos), espacio del que emergen estas historias con lenguaje brillante en el que realidad e imaginación tiene su parte en ese arte y placer de contar que es la novela. Aunque haya publicado dos libros de relatos (la novela Elogio del proxeneta, 2009, y los Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza, 2010), Luis Miguel Rabanal es, en esencia, poeta constante, con un mundo singular, que en sus primeros libros (Variaciones, 1977, y Obdulia azul, 1980) ofrecía llamativos rasgos neovanguardistas y experimentales que prosiguen de forma moderada en sus libros posteriores; su voz imaginativa y libre circulaba inicialmente alrededor de un tema único, el amor, con todos sus ingredientes, mitificado en Obdulia y ubicado en Olleir, anagrama de Riello, pueblo donde nació el poeta; el amor es tema que no abandona, si bien progresivamente va ampliándose a motivos menos personales. Una decena de poemarios siguieron a los dos citados: Labios de la locura (1983), Cuaderno de junio (1984); René, a solas con nosotros, (1984); (Técnicas) para abrazar un nombre oscuro, (1985); Palabras para Obdulia, (1985); La memoria buscando sus disfraces (1986); O podríamos amarnos sin que nadie se entere (1989), Libro de citas (1993), Cáncer de invierno (1998), libro de ahondamiento en el dolor y de oscuras premoniciones de muerte,
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poetizada ésta no con resignación, sino con rabia, La última vez (2000), cuyos núcleos temáticos son el dolor, la memoria y la muerte, problemática vital que reaparece, con mayor densidad si cabe, en Mortajas (2009) y Fantasía del cuerpo postrado (2010) de títulos inequívocos, de palabra escueta para unos poemas que son fragmentos de dolor y de vacío, que hablan de la maldición de un cuerpo abocado a la fiebre, al sufrimiento, a la enfermedad y la muerte, sin que la evocación de la infancia asociada al nombre mítico de Olleir alivie el sentimiento amargo de la desdicha y el dolor. Junto a poemarios posteriores como A la que falta (2013) y Tres inhalaciones (2014), Luis Miguel Rabanal ha escrito una obra amplia y coherente reunida en Este cuento se ha acabado (2015). En el caso de Juan Carlos Mestre, la poesía forma parte de un proyecto o ámbito artístico mayor y más ambicioso, que incluye la pintura, el grabado, las instalaciones, la música y la voz, siendo ejemplo perfecto de aquel “desasosiego panestético” que Emilia Pardo Bazán observaba en el protagonista de su novela La Quimera. En 1982 publicó Mestre su primer libro, Siete poemas escritos junto a la lluvia, y a partir de ahí los poemarios se fueron sucediendo con regularidad: La visita de Safo (1983), Antífona del otoño en el Valle del Bierzo (1986), libro de entrañamiento en la tierra primigenia, con los ecos de sus señas ancestrales y del tiempo mítico de la infancia, Las páginas del fuego (1987), publicado en Chile, La poesía ha caído en desgracia (1992), La mujer abstracta (1997) –en formato de “compacto” y en el que hiperboliza una de las marcas de su poesía, la copiosa enumeración anafórica, que origina reiteraciones litánicas, imágenes libérrimas y asociaciones inesperadas–, La tumba de Keats (1999), donde el poeta dejó fluir la palabra libre en un único y largo poema en versículos en el que, desde la tumba romana del poeta inglés, convoca a otros muertos turbadores del cementerio romano para descender al infierno de la propia vida y al del siglo que conoció Mathausen; el largo poema se vio acompañado en 2005 por el esplendor gráfico-pictórico de Cuaderno de Roma; otro libro de hermosa factura es El Universo está en la Noche (2006), en el que Mestre recrea distintos mitos y leyendas precolombinas pertenecientes a la tradición oral indígena mesoamericana; finalmente, La casa roja (2008) y La bicicleta del panadero (2012) son libros amplios, polifónico y abarcadores, con diferentes sujetos que toman prestada la voz del poeta y aportan diferentes puntos de vista, nuevos tonos, nuevos lenguajes y distintas formas discursivas, de la parodia a la confesión, del tono ensayístico al marchamo narrativo, algo que ensancha el concepto de “poesía” más allá de la tradición lírica e incluso de las actitudes vanguardistas. El atractivo de la lírica de Mestre reside en el impulso de la fantasía, con algunas vetas irracionalistas, convirtiendo a la poesía en el ámbito del misterio, de lo maravilloso y lo imprevisible, lo que no anula la intención crítica y la actitud ética; los largos versículos, con reiteraciones anafóricas constantes, crean un clima que avanza hacia un clímax peculiar, generalmente en poemas extensos, de amplio aliento, con imágenes absolutamente originales y fuerza rítmica e imaginativa. Finalmente, la poesía es para Mestre –así la concibe– tanto una forma de resistencia como un reducto de libertad.
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Andrés Martínez Oria
Juan Carlos Mestre
Marifé Santiago
Marifé Santiago Bolaños, madrileña de nacimiento, de ascendencia leonesa, concretamente de Boisán, en la Somoza, es doctora en Filosofía y especialista en Estética, ha publicado libros como La llama sobre el agua: María Zambrano y Pérez Carrió (1994), La palabra detenida: una lectura en el símbolo en el teatro de Buero Vallejo (2004) y Mirar al dios: el teatro como camino de conocimiento (2005). Poeta y narradora, es autora de poemarios como Tres cuadernos de bitácora (1996), Celebración de la espera (1999), El día, los días (2007), La orilla de las mujeres olvidadas (2010), en torno a la mujer-dolor africana, y Nos mira la piedad desde las alambradas (2013), escrito tras una visita a Auschwitz, para no olvidar y salvaguardar la dignidad humana. En el ámbito narrativo, El tiempo de las lluvias (999), Un ángel muerto sobre la hierba (2001), La canción de Ruth (2010) y El jardín de las favoritas olvidadas (2005), obra con altos momentos de poesía, sorpresa, misterio y sugestión, que derivan en buena parte del mundo de los sueños y los mitos.
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Caso diferente a los escritores de su promoción es el de Andrés Martínez Oria, salmantino que ha desarrollado su vida profesional, literaria y humana en la ciudad de Astorga. Es un caso diferente por dos razones al menos: no ha publicado libros de poesía, aunque sus narraciones estén impregnadas de aliento lírico; por otro lado, su aparición pública es tardía con respecto a los escritores antes citados, pues hasta 2007 no vio la luz su primera novela editada, Más allá del olvido. Aparecerán después El raro extravío del viajante Eterio en el pinar de Xaudella (2008), de redacción anterior a aquélla, Silencio púrpura (2008), obra que recoge tres novelas cortas, y Jardín perdido (2009). El conjunto muestra la capacidad del autor para crear ambientes y su sensibilidad para abordar el mundo interior de los personajes. Más allá del olvido mereció los elogios inmediatos de críticos tan conspicuos como Ricardo Senabre y Nicolás Miñambres. El primero escribió lo siguiente: “Un espacio rural –la Maragatería leonesa– y una leve historia de extraordinaria dureza –la vuelta de Egriseldo a su tierra tras purgar con ocho años de cárcel el asesinato de Antidio en 1972– le bastan al autor para componer una novela de insólita intensidad”. Y añade: “No se trata de una historia rural más, sino de un largo discurso evocador, fragmentado en secuencias, que reconstruye existencias paupérrimas y mortecinas, paisajes desolados y, a la vez, de rara belleza, impulsos primitivos refrenados, turbios horizontes vitales de una tierra hostil que parece condenada a la soledad y el abandono”. Los dos críticos nombrados alaban la cuidada elaboración de la novela y su atención al habla viva, al léxico rural. Es indudable, asimismo, el espíritu lírico que anima la novela. La publicación en 2009 de Jardín perdido confirmó el extraordinario empuje narrativo del autor, con más de quinientas páginas apretadas en torno a La aventura vital de los Panero, formidable indagación en un mundo, una atmósfera familiar, un ambiente social y la intimidad de unos personajes que, no por conocidos, rebajan un ápice la inventiva del novelista, porque novela es y no biografía, aunque contenga elementos biográficos, aunque los personajes –ascendientes y descendientes de Leopoldo Panero, amigos, poetas y artistas– hayan tenido existencia real y aunque fechas y datos se acomoden con exactitud a sus vidas. Los personajes reales han pasado a ser entes de ficción: “Su conversión en criaturas literarias permite al autor bucear en su fondo psicológico, explorar sus sentimientos e impresiones, ahondar en esa interioridad que las biografías ignoran a menudo”; la novela, añade Senabre, de quien son también las palabras anteriores, traza, además, “un convincente panorama de la turbia sociedad española del franquismo y del papel de los intelectuales en los intentos de propaganda cultural orquestados por el régimen”, con un lenguaje rico y matizado, animado por esa emanación lírica que observamos en las narraciones del autor. Invitación a la melancolía (2014) es, sin duda, la más compleja de sus novelas, la más ambiciosa y libre también, conjunción de pensamiento y narración; en 2015 publicó Oria la novela Tumbas licias, título que une creación y muerte, amor triunfando sobre la muerte, como expresa un personaje, con ingredientes clásicos (evoca la antigua novela griega) y modernos, y donde la arqueología y la trama amorosa componen la intriga de esta
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Concha Casado
Valentín García Yebra
novela de aventuras, como puede ser calificada. Es destacable, asimismo, el libro de viajes por la Sequeda paneriana titulado Flores de malva (2011). Muchos otros rostros de la cultura leonesa podrían estar presentes, de los diferentes ámbitos científicos, humanísticos y artísticos. Se ha restringido el campo en este libro a las letras, sobre todo a las figuras que mejor han representado el devenir de la creación literaria. La creación se ha visto acompañada a cada paso por filólogos, historiadores, filósofos y críticos. A la primera generación de posguerra han de adscribirse nombres como Valentín García Yebra (1917-2010) y Concha Casado Lobato (1920-2016). El primero fue licenciado en filología clásica, catedrático de griego en distintos institutos, miembro del CSIC desde 1947, profesor en la universidad Complutense, cofundador de la editorial Gredos y codirector de la misma durante años, miembro de la Real Academia de la Lengua desde 1984 y Doctor Honoris Causa por la Universidad de León en 1990. Autor de libros sobre literatura griega y sobre cuestiones filológicas, fue eminente traductor y teórico de la traducción, con numerosos premios en su haber, pudiendo citarse, entre sus muchas traducciones, la edición trilingüe (griego, latín y español) de la Metafísica y la Poética de Aristóteles, además de obras latinas (de Cicerón, Séneca, César, etc.), alemanas, francesas, italianas y portuguesas; en el ámbito teórico, destaca su aportación En torno a la traducción: teoría, crítica e historia (1983). Por su parte, Concha Casado es licenciada en Filología Románica y doctora desde 1947 con una tesis dirigida por Dámaso Alonso sobre El habla en la Cabrera Alta: contribución al estudio del dialecto leonés (1948). Fue miembro del CSIC por oposición desde 1954, donde dirigió el Instituto de Filología Hispánica “Miguel de Cervantes”; asimismo, fue directora de la Revista de Dialectología
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y Tradiciones populares y secretaria de la Revista de Filología Española. Desde 1988, año de su jubilación, reside en su ciudad de nacimiento, León, donde ha llevado y lleva a cabo incontables actividades relacionadas con la etnografía y centradas en la indumentaria, usos y costumbres en las diferentes comarcas leonesas. La creación de numerosos museos rurales (Jiménez de Jamuz, Val de San Lorenzo, etc.) contó con su colaboración activa, así como la conservación del Patrimonio cultural leonés (artesanías tradicionales, arquitectura rural, etc). Autora de numerosos trabajos en revistas científicas y de libros, sola o en colaboración, cabe citar títulos como Colección diplomática del Monasterio de Carrizo (1983), Viajeros por León: siglos XII-XIX, en colaboración con Antonio Carreira (1985), La indumentaria tradicional de las comarcas leonesas (1991), Guía de la artesanía de Castilla y León: León (1991) y Así nos vieron: la vida tradicional según los viajeros (1994). Falleció el 22 de agosto de 2016. La generación de los Merino y Luis Mateo Díez disfruta, entre otras muchas, de la compañía filológica y estudiosa de Alfonso García, Salvador Gutiérrez Ordóñez, Janick Le Men y el autor de este prólogo1. Alfonso García Rodríguez, nace en Santa Lucía de Gordón, “ha dedicado su vida profesional a la docencia, la gestión cultural y el periodismo, en el que ha sido distinguido con numerosos premios y reconocimientos”, como se dice en uno de sus libros. Fue director del Instituto Leonés de Cultura entre 2000 y 2004. Creó, dirigió y coordinó el suplemento cultural “Filandón”, del Diario de León, entre 1985 y 2012, suplemento que fue distinguido con el Premio Nacional de Fomento de la Lectura en 2004. En el ámbito periodístico ha escrito miles de artículos y reportajes, incardinados generalmente en la realidad leonesa. Actualmente colabora con el Diario de León con un artículo semanal de opinión, bajo el epígrafe “Hojas de chopo”. Ha participado como conferenciante en 1 José Enrique Martínez (1947) es Catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad de León. Tras algunos escarceos líricos (Ciclos de amor y viento, 1985) ha centrado sus intereses en la investigación, principalmente en ámbitos de la poética, la lírica contemporánea y la literatura de autor leonés. Semanalmente aparecen noticias y reseñas de poesía con su firma en el suplemento cultural “Filandón” (Diario de León), de cuyo equipo forma parte. Entre sus obras pueden citarse: Victoriano Crémer, el hombre y el escritor (1991), La ciudad inventada (1994), El fragmentarismo poético contemporáneo (1996), La intertextualidad literaria (2001), Grupo “Cántico” de Córdoba. Comentario de poemas (2005), La voz entrecortada de los versos (2010) y Voces del Noroeste (2010). Ha realizado ediciones de clásicos y contemporáneos: en este campo pueden citarse sus dos antología de poesía española, entre 1939-1975 la primera y entre 1975-1995 la segunda, con importante estudio previo en ambos casos; ha editado, asimismo, En la luz respirada (2004), de Antonio Colinas, y Los signos de la sangre (Poesía 1944-2004) (2009) de Victoriano Crémer (Nota de los editores).
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Alfonso García
Salvador Gutiérrez
José Enrique Martínez
mesas redondas, cursos, congresos y demás en España, Europa, África y América. Por otro lado es uno de los grandes especialistas en literatura infantil y juvenil, escritura que ha practicado creativamente en libros como Un colegio redondo de cristal (1994), Paniplús, el elefante (1989), Música y poesía para niños (1991), en colaboración con Ángel Barja, José Martí y los niños (2005) y José Martí, hombre y poeta (2007); en otros campos es autor de libros como Motes colectivos de Gordón (2005), Vive y descubre León (2002), León y provincia (2003), y los exitosos Leyendas de León (2005) y Tres cuentos leoneses en la Habana (2014). Como los dos escritores ya citados (Merino y L. M. Díez), Salvador Gutiérrez (asturiano de origen, nacido en 1948) es académico de la lengua: tomó posesión el 24 de febrero de 2008 con el discurso titulado Del arte gramatical a la competencia comunicativa. Colaborador de la Real Academia durante los años anteriores (en concreto, desde 1999, en la elaboración del Diccionario panhispánico de dudas, 2005, y de la Nueva gramática de la lengua española, 2010), a partir de su entrada en la misma ha llevado a cabo una labor ardua cuya principal manifestación pública ha sido la nueva Ortografía de la lengua española (2010), que, como el propio académico ha explicado, está basada en “principios, ideales y normas” que ahora se hacen explícitos, a pesar de lo cual ha tenido que defenderla razonadamente (en entrevistas y artículos de opinión) ante los debates que ha suscitado. Salvador Gutiérrez es catedrático de la Universidad de León desde 1983, en la que ha ocupado cargos institucionales, como el decanato de la Facultad de Filosofía y Letras entre 1985 y
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1993. Sintaxis, semántica y pragmática, enfocadas desde una óptica funcionalista, son sus ámbitos de especialización. Pueden citarse algunas de sus muchas publicaciones: Introducción a la semántica funcional (1989), Estructuras comparativas (1994), Presentación de la pragmática (1996), Principios de sintaxis funcional (1997), De pragmática y semántica (2002), y una magnífica serie de libros que acercan los textos, comentados con hondura y claridad, a profesores, alumnos y demás interesados, con un enfoque explícito en los títulos: Comentario pragmático de textos publicitarios (1997), Comentario pragmático de textos polifónicos (1997), Comentario pragmático de textos literarios (2000) y Comentario pragmático de textos de desecho (2000). Janick Le Men, francesa (bretona) de origen, es profesora en la Facultad de Filosofía y Letras leonesa. Autora de una Gramática del español correcto (2003), su trabajo se ha centrado en el estudio del leonés: Repertorio de léxico leonés, (1997), Léxico leonés: Estudio bibliográfico. Análisis crítico (1999); pero su obra por excelencia es el Léxico del leonés actual, un trabajo esforzado, riguroso y exhaustivo de rastreo, de vaciado de libros sobre el léxico de las comarcas leonesas, de disección filológica, de comparación con las provincias colindantes y con otras en las que quedan restos del leonés y de consulta de todo tipo de diccionarios de las lenguas peninsulares. Son seis los tomos de este formidable diccionario que comenzó a publicarse en 2002 (tomo I, letras A-B) y concluye con el tomo VI (letras R-Z), editado en 2012; se trata de una obra monumental que, como dice en el prólogo general José R. Morala, supone “la recopilación, organización y sistematización de los materiales existentes en las tan abundantes como dispersas publicaciones que sobre el área leonesa se habían ido acumulado con el paso del tiempo”. Coetáneos de Andrés Trapiello y Julio Llamazares son Rogelio Blanco Martínez (1953) y el historiador Secundino Serrano. El primero, nacido en Morriondo de Cepeda (1953), fue director general del Libro, Archivos y Bibliotecas desde 2004 hasta finales de 2011. Ha contribuido al acervo cultural de su generación con obras de pensamiento, ensayos y monografías. Licenciado en Antropología y Ciencias Humanas y en Filosofía y Letras, doctor en Pedagogía, ha desempeñado diversos cargos en la Administración y coordinado diversas publicaciones periódicas y colecciones editoriales. Su interés por la antropología, la filosofía, la educación y la literatura lo ha vertido en una serie de monografías y ensayos, como La Pedagogía de Paulo Freire (1982), La ciudad ausente, Pedro Montengón y Paret (1745-1824). Un ilustrado entre la utopía y la realidad (2001), La ilustración en España y Europa (1999), La ciudad ausente: utopía y utopismo en el pensamiento occidental (1999), Por un socialismo participativo (2004), El odre de Agar (2005), María Zambrano, la dama peregrina (2009), filósofa que ha inspirado una parte del pensamiento de Rogelio Blanco y a la que prestó atención como lector primeramente y después, cuando aquélla regresó del exilio en 1984, como editor de sus primeras publicaciones españolas; agreguemos Un hombre para un pueblo: Memorias de Antonio Peláez Álvarez (2010), y Un día cualquiera. El diario de Eduardo (2010), libro este en el
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Janick Le Men
Rogelio Blanco
Secundino Serrano
que, como dice el autor, propone el diálogo, el mestizaje y la pluralidad “frente a la imposición, a los fundamentalismos, a la uniformidad, al irredentismo, a los etnocentrismos”. Por su parte, Secundino Serrano, profesor de enseñanza secundaria, ha llevado a cabo una admirable labor investigadora centrada básicamente en el maquis, es decir, en la guerrilla antifranquista en general y en la librada en tierras leonesas en particular, asunto sobre el que ha publicado numeroso artículos en prensa y revistas especializadas, además de libros de rigurosa investigación. Obras suyas son La guerrilla antifranquista en León 1936-1951 (1986), Crónica de los últimos guerrilleros leoneses 1947-1951 (1989), Maquis: Historia de la guerrilla antifranquista (2001), que gozó de gran éxito de ventas, La última gesta. Los republicanos que vencieron a Hitler 19391945 (2005) y La guerra civil en León (2009) (en colaboración con W. Álvarez Oblanca), Españoles en el Gulaj. Republicanos bajo el estalinismo (2011) y Las heridas de la memoria (2016). No se han detenido aquí la poesía, la narrativa, el pensamiento y el cultivo de las letras en general. Las generaciones se suceden y nuevos tiempos requerirán nuevas palabras. Se detiene aquí, en cambio, este prólogo-presentación de un libro que, ante la imposibilidad de recogerlas todas, congrega imágenes de algunas de las personas que configuran hoy una parte de la cultura leonesa y que pueden sintetizar, por sinécdoque, el conjunto de la misma en algunas de sus facetas, entre las que la literaria es la privilegiada. Una vez más puede afirmarse, aunque resulte tópico, que si no están todos los que son, son todos los que están.
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JUAN PEDRO APARICIO Autorretrato con niño El alma del hombre está en el niño que fuimos. Pocas obras de arte tan sublimes como el “Retrato con niño” del holandés Frans Hals, el pintor de Harleen. Un hombre mayor ojea las páginas de un voluminoso libro en compañía de un niño cuyo rostro asoma desde una esquina del cuadro por encima de las hojas abiertas. El cuerpo del niño, que no vemos, parece arrebujarse en el del hombre. Lo más sobresaliente, no obstante, es su mirada, la mirada del niño. No la lleva al libro sino al hombre. En sus ojos hay una luz serena cargada de inocencia y de felicidad. A buen seguro que se siente en medio del bien absoluto. Es un niño que ya conoce el cielo, el cielo verdadero de este mundo, el de la confianza, la lealtad y el amor. Creo que yo mismo debí de tener alguna vez esa luz en la mirada. La tuve cuando a los cuatro años de edad entré en un colegio de ese lugar que llamo literariamente Lot. Y ya se había apagado cuando salí de él. Nueve años bajo la efigie del Crucificado como permanente coartada. Luego la he buscado prácticamente durante toda mi vida. La inutilidad de esa búsqueda son mis novelas y cuentos.
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FERMÍN CABAL Autobiografía Dicen que las grandes experiencias del ser humano son el nacimiento y la muerte. De la primera no guardo el menor recuerdo. De la segunda tampoco espero sacar provecho. En medio, lo normal. Crecí, y me reproduje, y lo encontré divertido. Mis hijos son lo mejor que me ha dado la vida, aunque también tengo que dar gracias a las mujeres y a los amigos que me han querido, siempre sin motivo, pero es que el amor es así, un dar sin esperanza. En la vida me he metido en muchos líos, algo sorprendente porque soy, además de convencido cobarde, un vago apasionado. No voy a decir que sea una mala persona, no me gustan esas vanidades intempestivas. Soy un simple, mediocre pecador. ¿Algo a mi favor? He plantado unos cuantos árboles y escrito unos cuantos libros. Si algo ha de perdurar algún tiempo en esta tierra, sin duda será lo primero. Pero escribir me ha dado placer y no he encontrado motivo para dejar de hacerlo. En fin, espero que me quede cuerda para algún rato, pero si no fuera así, lo tomaré con deportividad. No soy de los que lloran fácilmente.
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CONCHA CASADO He llegado a la altura de la edad, a esa plenitud en la que todo está realizado: la vida cumplida y la obra clausurada; una obra bien hecha, como me enseñaron mis maestros, todos los maestros que tuve en mi formación filológica. Uno de ellos, Dámaso Alonso, el que fuera director de mi tesis doctoral sobre El habla de La Cabrera Alta, cuando lo iba a visitar a su casa, para consultarle diversos aspectos sobre el desarrollo de la tesis, me hacía entrar en su despacho y enseguida me decía, enseñándome la alfombra que cubría todo el suelo: “¿Sabe, señorita, de dónde es esta alfombra? Es de su tierra, de Maragatería, de Val de San Lorenzo.” Y Dámaso Alonso me regaló un ejemplar, dedicado, de su obra maestra, Hijos de la ira, en la primera edición de 1944, editada por Revista de Occidente, que doné, como todos mis libros y archivos, a la provincia de León, quedando depositado todo este legado de mi vida en el Museo Etnográfico de Mansilla de las Mulas, de la Diputación Provincial. Pero hay otros maestros en mi formación filológica, de los que también obtuve orientación en la elaboración de mi tesis, como Rafael Lapesa, o Vicente García de Diego, que dirigiera la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, editada por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), institución en la que desarrollé toda mi vida profesional; una vida profesional entregada de lleno a la filología, así como a la creación y puesta en marcha del laboratorio de fonética. Y siempre mantuve intacto, desde mis andanzas juveniles por La Cabrera, en los tiempos de la realización de la tesis, el interés por el folclore y la etnografía, a los que llegué desde la filología, a través de la metodología de la escuela filológica alemana, llamada “palabras y cosas”, uno de cuyos impulsores, el filólogo Fritz Krüger, reseñaría de modo elogioso mi tesis doctoral sobre El habla de La Cabrera Alta. Y tal labor etnográfica la he realizado, de modo más sistemático, en los años de mi regreso a León, una vez jubilada y tras cerrar el tiempo profesional madrileño en el CSIC. Una labor etnográfica en la que he atendido, documentado y estudiado aspectos tan distintos de la cultura tradicional leonesa, como son los de la indumentaria, las artesanías, las huellas de los viajeros que por tierras leonesas pasaran, determinados documentos medievales, algunos ritos de paso… Además de una continua entrega a la sociedad leonesa, dando charlas, visitando centros educativos, participando en cursos, encuentros y seminarios, organizando ciclos sobre el patrimonio tradicional leonés (como el titulado “Descubre tu patrimonio”), impulsando museos rurales e iniciativas de recuperación de nuestro patrimonio tradicional…, en fin, una vida entregada a nuestra sociedad, acudiendo siempre, sin poner traba alguna, allí donde se me necesitaba y donde se me requería. Y este es, muy en síntesis, el dibujo de mi vida.
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ALFONSO GARCÍA Siempre he pensado, más aún cuando empieza a contemplarse desde el silencio del tiempo, que la vida es una metáfora. Es verdad que una metáfora luminosa en cuyas raíces iniciales es difícil adivinar el camino que ha de trazar el árbol que empieza a crecer. Supe pronto, eso sí, que la nieve contemplada detrás de las ventanas grises de la escuela me acompañaría siempre, hecha agua o quizá memoria. La nieve es también metáfora de la memoria, y a ella me remite: a una niñez de pequeños sueños, sin libros. Fui un niño sin libros, a no ser los catecismos y las enciclopedias de la escuela en cuyos dibujos austeros y sin color pude adivinar y descubrir historias, hazañas y conquistas. Sin saberlo entonces, estaba ya grabándose una irredenta vocación americana, allá, en las tierras lejanas donde crece la palabra suave y profunda. A mi alrededor también crecía la palabra –siempre la palabra– que narraba creencias, mitos, hechos maravillosos y acontecimientos que rompen la monotonía, que esconden la magia detrás de los hayedos. Muchas historias oídas en las cocinas del invierno. Lo oral es raíz de lo primigenio. El árbol y la memoria fueron llevados a las llanuras. Quizá la nostalgia me enseñó que leer y escribir son otra forma de vida. Dos frailes agustinos me animaron, incitaron, corrigieron, recomendaron. Estos elementos, juntos e indisolubles, me condujeron al libro como vocación, como pasión diría que no ha dejado de crecer. Ahora soy consciente, aunque tenga algunas dudas sobre tal conveniencia, de que he vivido de, con y por los libros, parte fundamental de mi vida. Para compartirlos, para explicarlos, para contar en ellos mis propias historias o realidades ajenas. Y en esas estamos. El ritmo lineal de la vida nunca deja de enriquecerte si a la mirada propia añades permanentemente otras miradas. He de decir un par de cosas más. Posiblemente sean constataciones sobre las que nunca reflexioné detenidamente. El fluir de la memoria y su propia narración no se puede controlar o no se puede controlar siempre y con precisión. Porque a aquella metáfora germinal de la nieve se han ido añadiendo otros elementos, dos fundamentalmente, cercanos, inevitables: el carbón y el agua. Es difícil saber hasta dónde llega el punto de vista objetivo en el primer caso, dado que es la medida de una sensación de la propia biografía. El agua, por su parte, es una alusión al origen de la vida y una experiencia radical: el agua de los ríos, de los mares, sobre todo la lluvia que provoca el olor de la tierra. Estoy casi seguro: la nieve, el carbón, el agua, hasta es posible que la soledad del árbol, viajeros privilegiados hacia la tierra de los asombros, me hayan acercado a la palabra como instrumento hermoso de la narración de historias. La imaginación, esa fuerza del alma, siempre quiere entrar en escena. Y no cabe duda, es una herramienta poderosa, quizá la más poderosa. Uno siempre ha sido feliz en su compañía. El viaje merece la pena.
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ILDEFONSO RODRÍGUEZ El que movió el hueso que atrancaba su garganta y lo alojó en la nuca, así dejó libre la oquedad vibratoria para que saliese la voz, pudo gritar, dar gritos articulados, pudo cantar; el animal que sabe poner tensa su membrana interior, para la resonancia simpática: resuena en los bailes comunales, en el cariño y en la pena, contagia el bostezo y la risa; ése soy yo; ése, que al sentir el vuelo de una mosca, se dijo: ésta es mi mosca, y la tomó por mensajero leve y gris de todos los asuntos de su vida; el que siempre se supo impedido para alcanzar el centro en todo lo que hacía y, así, oyó crecer una maleza sin articulación, o muchos centros le atrajeron, pero también le rechazaron; el que entendió por fin que todo centro es mortal, esos ojos al acecho, y que sólo aceptando la muerte propia es posible plantarse en el centro con poder, como quien baila encandilado por el ritmo y le asiste una gramática, y no el combate gesticulante de manotazos y mordiscos (el niño que inicia una lucha inútil y se resiste a la inyección); el doliente que pide a la culebra buena y al perro del dios que vengan a lamerle; también el que se cura con su saliva o con pomada y unto de amor; ése que vive en una casa de muchos espejos y relojes: se multiplica la imagen del amo, se marcan los ritmos del habitante, bienes y males, claridad y ceguera; el que vio cómo se abría la grieta de la identidad, el hueco por donde soplaba un aire frío que parecía irle a llevar el cuerpo (hizo visos, comenzó a reflejar luces confusas, quedó vaciado, los demás ya no le veían); ése que ya no puede admitir la máxima arcaica del conócete a ti mismo, le parece tan inútil como el acto de alguien que se empecinase en leer durante toda su vida un único libro, en escuchar la misma música; así no alcanzaría ningún saber, sólo una obsesión descarnada; ése cuya más preciada posesión es una cuelga de cosas traídas por el azar, con ellas va componiendo su amuleto; el que sabe cantar su copla personal, la más suya; también, el monólogo que escucha interminablemente, lo que nunca calla (no le cabe el consuelo de llamar a eso “mi pensamiento”, es un zumbido de palabras que insisten y vuelven y tiene que aprender a vivir oyéndolas); quien conoce la estricta crueldad del amo, que en época de abundancia le alimenta con pan duro; ése que es como las señoritas de entonces, que llevaban en su bolso acharolado un espejito para mirarse a solas; siempre se busca en el reflejo de los escaparates, vigila la imagen contraria empañada por una nube de complacencia o de rencor; quien admite los simulacros y la mudanza, pero también está a la espera de un pago, de una restitución, algo de lo auténtico le debe ser devuelto; nunca termina de despedirse, como si todo aquello fuera a volver; uno que escribe en ladino, trafica, lleva y trae secretos en la cartera, se aparea con imágenes, se vuelve desmemoriado, se abandona, se embarba, se desembarba de un día para otro; el dormido que, con un dedo en la boca y la otra mano entre las ingles, pasa la noche en tal postura consoladora o iniciática, mientras mira con fijeza el ojo del agua, el que se abre en lo alto de su ola nocturna; alguien que cuando va solo a los bares, siempre pediría dos cafés; y con la tacilla intacta, a su lado en la barra, compondría la imagen de la amistad ausente, convocaría al amigo alejado; quien se dice: es sabido que a la manada le sigue siempre un cazador, y se pregunta: ¿quién es el cazador de mi manada?, ¿sabría yo reconocerlo?; uno que muchas veces quisiera hacer el pino, presentarse en la reunión caminando sobre las manos, andar por la calle subido a unos zancos; el que sufre ataques de autocomplacencia, ataques que acaban siendo muy sombríos; quien a través de los años mantiene intactas las ganas de aquello, un ansia que se le anilla dentro, que quisiera ahogarle; alguien que pasa por la calle y va soltando su canción de la nada, el silbido consolador de los solos; quien le oiga tendrá que recomponer esa música, más tarde; uno que echó media vida soplando en un tubo; el que sabe que por tu amor se mueven las nubes; ése puedo ser yo.
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ANTONIO COLINAS Signos para un Autorretrato Ha sido un camino muy difícil, pero a la vez muy placentero. (Como la última ascensión que he hecho hace sólo unos días al Monte Teleno, nuestra cima tutelar. O aquellos consejos de los vecinos al padre: “Está muy bien que el chico escriba, pero….”) Se trataba de creer en lo que uno era, en esa música o voz propia que sonaba en mi interior desde la infancia y que luego, repentinamente, a los 16 años, encontrándome en Córdoba, traspasé a un papel. Había nacido mi primer poema. En aquellos días de adolescencia la poesía, y por extensión la literatura, fue para mí algo deslumbrador. Hubo sin embargo un segundo momento –en 1975, a mis 29 años, al regresar de Italia– cuando lo que sólo parecía haber sido una vocación obsesiva se transformó, en cierta medida, en una profesión. Fue el momento en el que hubo que arriesgar, que apostar con todas las consecuencias por esa música–palabra que sentía desde niño. A esa decisión cooperó extraordinariamente una isla, Ibiza. Me fui allí para vivir un año y nos quedamos 21, aunque en realidad la comunicación con la isla, a la que tanto le debe mi obra, ya alcanza los 33 años. Y, sin embargo, yo no podría haber sido el que soy, ni mi obra la que es, sin la comprensión y ayuda de María José (la primera de mis críticos) y mis raíces leonesas, sin las vegas de La Bañeza y sus ríos. Desde ellos se veía ese Monte Teleno, que también veía cuando en un renqueante autobús iba cada verano al Valle de Vidriales, donde vivía mi abuelo el herrero. Allí me llevaron poco después de nacer y allí regreso siempre que puedo, a ese valle de encinas y colmenas, donde aprendí a leer en las piedras, como los personajes de mis libros de cuentos. Por eso, allá a donde he ido he llevado el nombre de mi tierra. El diálogo de mis raíces con el mundo o espíritu mediterráneo dicen que ha sido el tema primordial de mi obra. Como nos recordaba el poeta sufí en la naturaleza he encontrado ciertamente “ese libro en el que el ser humano encuentra ya escrito todo”. Humano, he dicho, sí, porque nada humano, o lo que yo llamo la “realidadrealidad”, me ha sido ajeno, aunque para testimoniar sobre esto no sólo he utilizado especialmente la tercera etapa de mi poesía, sino también el periodismo y la crítica literaria, la narrativa y el ensayo. Pero siempre, en el sustrato de todos mis libros, se encuentra la poesía. Como en el fondo de mi vida. Aquella música de infancia, aquel precioso don de la palabra…
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VICTORIANO CREMER Comunicación de urgencia Por más que repaso mi alterada biografía no encuentro nada por lo que deba arrepentirme: no me considero culpable de deslealtades ruines, ni cómplice de alevosas trampas. Fui amigo, hasta el último aliento, de mis amigos; y de los enemigos no puedo hablar, porque los enemigos les nombro yo y no recuerdo haber extendido ninguna credencial como tal a nadie […]. Nacimos, en el sentido real del término, porque se nace cuando se ejerce la función de hombre, con la revolución del 17, que en España tuvo la versión de la gran huelga ferroviaria. En el año 21 se fraguó y se consumó la tragedia morisca del desastre africano y sus repercusiones en la Península. En el año 23 se levantó de cascos un general jerezano y se establece una pintoresca dictadura, con somatenes montados y elocuentes proclamas oficiales. En el año sorprendente de 1931, por una afortunada jugada ajedrecística de política con aspiraciones, se concede a unas elecciones municipales categoría de consulta nacional y se proclama la República de trabajadores de todas clases, con sublevación de soldaditos y tiros a la barriga. Y comienza el Cristo hispano a padecer tormentos. En el año 36, que es año señalado en la Historia con piedra negra, militares y paisanos, clérigos y seglares, moros y cristianos, se enzarzaron, nos enzarzamos, en la más repulsiva y cruel pelea. Al cabo de un millón de muertos se inscriben en la crónica vencedores y vencidos, humillados y ofendidos y de nuevo se proyecta la sombra de la plaza partida, de las dos Españas. Durante cuarenta años se ensaya el absolutismo de los sables. Cuando, en otra de esas jugadas audaces de estrategia política a lo eslavo, se desmonta la parafernalia de la Democracia orgánica, se produce el fenómeno plácido del cambio, que al cabo de doce años de representación descubre su condición intrínseca de variante de despotismo civil […] No tiene, pues, nada de sorprendente que al cabo de tantas idas y venidas, de tantas vueltas y resultas, contemplando, cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte, el afortunado superviviente de tanta transmutación y de tanto oprobio humano, decida retirarse a los cuarteles de invierno, creo que ni envidiado ni envidioso, rogando a los dioses que en estos últimos trancos de la vida nos evite caer de nuevo en el círculo oscuro de los que se consideran encomenderos de la Providencia para condenar al que no dice su canción.
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EUGENIO DE NORA
Recordaré primero lo que mis ojos vieron en la aurora; un cielo azul y un río profundo, pasando arriba, abajo, como horas de la vida serena de la tierra en medio, quieta y sola. Eran verdes los prados; con rocío las manos misteriosas del alba, y las montañas con un azul de música remota vibrando en el extremo de la luz; era toda la hierba en flor para los pies desnudos de un niño sin memoria. Él vio los dulces tallos del trigo abrir la tierra silenciosa; los vio vestir de fiesta el pardo adusto, y como falda moza ondear luego a los delgados aires que lentamente doran lo verde, y hacen cabecear la espiga al fin, un día de plenitud y gloria.
Sintió el agua desnuda, con algo azul como de cielo, honda en el fondo del tiempo: allí las nubes, casi quietas, huían, misteriosas. Pero el agua temblaba entre las manos, y era gozo en la boca, como un sabor a estrellas, junco y nube. Era secreto y voz maravillosa. Y en el aire había aire azul, vencejos o palomas, y mucho más, una alegría de tallos tiernos y amapolas. Y allá, detrás del monte, detrás de la llanura sola, estaba Dios: tenía entre las manos aún más tierra de España, hermosa, hermosa. …Allí viví; aquélla fue mi patria; allí veo, aún ahora, una felicidad saltando, un niño en la pradera, cuando el sol asoma; un niño que sonríe, cuando el valle tiene violetas en la sombra. [1946]
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