Papones en filandón

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Papones en filandรณn n o) Rel at os fa n tรก st ic os (o Le on es a d e la Se m an a Sa n ta



Papones en filandón Relatos fantásticos (o no) de la Semana Santa Leonesa

Prólogo

Antonio Barreñada García

José María Alonso Rodríguez Emilio Campomanes Alvaredo Sonia Fernández Ordás Javier Fernández Zardón Óscar Herrero Holguera Elvira Villafáñez García

Coordinadora

Sonia Fernández Ordás


«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» © de los textos: sus autores © de las ilustraciones y fotos: sus autores © de la edición: Eolas Ediciones Maquetación: contactovisual.es Portada: José María Alonso y Oscar Herrero Holguera Colofón: Óscar Herrero Holguera ISBN: 978-84-16613-66-3 Deposito legal: LE-109-2017 Impreso en España - Printed in Spain


Agradecimientos:

Queremos dar las gracias a todos cuantos han hecho posible esta obra y a todos cuantos nos han aguantado durante el proceso de creación (y de organización, uffff…). Ante todo debemos agradecer al Archivo de la Excma. Diputación Provincial de León y a Wenceslao Álvarez Oblanca por su paciencia. Y a los que nos han proporcionado imágenes con las que ilustrar estos relatos, a José Holguera, Juan Lesmes, Manuel Ramos y César Cifuentes, por su colaboración. No podemos olvidarnos de Antonio Barreñada, que nos ha regalado una delicia de prólogo. Y finalmente, a la gasolinera de San Francisco, por su emplazamiento estratégico que ha inspirado la segunda mitad de este volumen.



Contenido

PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Antonio Barreñada García. . . . . . . . 9 CAPITÁN REQUEJADA . . . . . . . . . . . . . . . . José María Alonso Rodríguez. . . . . 13 FRÍO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Óscar Herrero Holguera. . . . . . . . 25 OBJETIVO… PROCESIÓN. . . . . . . . . . . . . . Javier Fernández Zardón. . . . . . . . 39 EXPECTACIÓN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Elvira Villafáñez García. . . . . . . . . 49 BIEN GUAPA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sonia Fernández Ordás. . . . . . . . . 57 CUATRO ESQUINITAS . . . . . . . . . . . . . . . . Emilio Campomanes Alvaredo . . . . 69 LOS RELATOS DE LA GASOLINERA GASOLINERA. ESE LUGAR… DE «PUJA» . . . Javier Fernández Zardón. . . . . . . . 85 CON URGENCIA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sonia Fernández Ordás. . . . . . . . . 87 LA ÚLTIMA PROCESIÓN. . . . . . . . . . . . . . . Emilio Campomanes Alvaredo . . . . 95 PAPÓN INTERESTELAR. . . . . . . . . . . . . . . . Elvira Villafáñez García. . . . . . . . 111 LOLA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Sonia Fernández Ordás. . . . . . . . 123 MARÍA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Emilio Campomanes Alvaredo . . . 131

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CAPITÁN REQUEJADA José María Alonso Rodríguez Ilustración: José Holguera

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ace ahora un año tuve la ocasión y el honor de conocer personalmente a Don Sebastián Winston Vidal, oriundo de León, famosísimo escritor y a la sazón catedrático emérito de Literatura Renacentista en la Universidad de Pilsen, Alemania. Dentro de todos los trabajos en los que estaba volcado, se mostró especialmente interesado en mostrarme sus avances en una magna obra en la que estaba trabajando en aquel momento y de la que ya tenía elaborados cuatro voluminosos tomos que se centraba en la recopilación documental, análisis y comentarios etimológicos de una serie de textos manuscritos que habían llegado a su poder provenientes de la parroquia de San Sebastián de Farví, pueblo del Páramo leonés ya desaparecido y de los que su cura párroco, Don Fulgencio Mencía, había sido celoso guardián durante muchísimos años (librados de la quema tras la Desamortización, al decir de algunos). Se centraban tales manuscritos fundamentalmente en un abundante epistolario remitido por Don Epifanio Romero a un amigo suyo, Don Blas Redondo, y que relataban distintos acontecimientos sucedidos en la ciudad de León y de los que don Epifanio había sido conocedor bien directa o indirectamente, pero siempre de primera mano. Todos los textos que había estudiado encajaban perfectamente en el ámbito cronológico, estilístico, sintáctico y gramatical de la época, todos menos una carta escrita por un tal Gil Pére de la Huerta, que Don Sebastián Winston Vidal no era capaz de datar con exactitud, puesto que ni los giros, ni 13


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el vocabulario, ni la sintaxis se correspondían con parámetros coetáneos que permitieran encuadrarla en un espacio-tiempo concreto. Esta carta contenía la narración de acontecimientos supuestamente sucedidos en la Cuaresma-Semana Santa de 1634 y, aunque no la tuve en mis manos, D. Sebastián me permitió leer una transcripción inicial que ya tenía hecha. Por si alguno de los que esto leyeren y entendieren pudiera establecer si la fecha indicada es correcta y los personajes y personas que en ella intervienen hubieren existido, bien todos, bien algunos, y porque creo que cualquier ayuda que se pudiera prestar a tan insigne académico y medio paisano nuestro estoy seguro de que será bien recibida por su parte, paso a reproducir aquello de lo que me acuerdo: Querido amigo, Siguiendo mis pasos llegué a León, camino de Santiago. Mirad que he recorrido mundo, pero nunca había dado con mi alma en León. Pareciome una ciudad pequeña, de casas viejas, palacios rancios y casonas venidas a menos. Poca industria, escasos artesanos y menos cambistas, que bien se ve que a donde no hay dinero esos tábanos no se arriman. Por haber, había de todo, pero en pequeña cantidad, como de ciudad que no se sabe si está a medio hacer, o es la mitad de lo que fue, o si crece o mengua, o si acaso vive de viejas glorias. Como peregrino que era, ligero iba de equipaje: nada más que una pequeña alforja en la que llevaba algo de pan duro, tocino, lo que quedaba de un chorizo cular picante que él solo en Burgos se metió en el morral sin que yo se lo hurtara al dueño y una calabaza con agua, no fría sino ardiente, que la de fuente ni me gusta ni me place. Pidiendo caridad, me hospedé con las monjas Carbajalas (Benedictinas ellas) en el albergue que para atender a los menesterosos caminantes como yo tienen abierto en la Plaza del Grano, lugar de mercado de la gente de aquí y con un suelo de cantos mal compuestos y arrejuntados por el que es imposible andar con cordura y rectitud sin tambalearse y aún a riesgo de caerse. 14


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Ni las caballerías tienen a bien pisar esas piedras, que las más de tales bestias salen mancadas y heridas. Casi frente por frente del albergue estaba (y creo que siga estando) la iglesia de Santa María del Camino y allí acudía yo todas las mañanas a la primera misa rezada, a ver si a base de oraciones y penitencias el buen Señor me perdonaba los muchos pecados que, más que cometiendo, a lo largo de la vida he venido atesorando. En aquella iglesia pude ver que a la misma misa que yo acudía siempre una dama de postín junto con dos de sus primas (que luego supe que por nombre tenían una Doña Dulce de Villafáñez y Doña Elvira Ordaz la otra), y a fuerza de hacerme el arrimadizo y de ponerme cerca de ella por ver si alguna limosna me daba con que pudiera comprar y comer alguna carne de verdad y no inventada, entablamos conversación y pude averiguar que se trataba de la muy devota Doña Trinidad de Bota y Fumeiro, señora de origen gallego casada con un noble de la ciudad, de esos de toda la vida, cristiano viejo, barbado, de grandes amistades con todos aquellos que poder tuvieren: era el mismísimo D. Emilio de Alvaredo, Señor de Casa Negrales y de Casa Santana. Como pronto la hice saber que era mi condición la de peregrino que a su tierra iba, caíla simpático y más de un mendrugo de pan me dio los primeros días, para acabar permitiéndome comer junto con sus criados en unas hermosas cocinas que disponía en su casona, (Begoña era la cocinera, una maragata redonda e inmensa que todo lo hacía bien), casona que tenía a un andar del convento de las Concepciones. Se fueron sucediendo apacibles y tranquilos los días, que bien me venían para yo reponerme de los muchos pesares y padecimientos que hasta ésta fecha el camino me había regalado, y desta suerte llegamos y entramos en la Cuaresma cazurra, pobre y escasa, que se iba resbalando poco a poco entre misereres, cánticos, penitencias y ayunos. Pero como las doñas son como son y poco pueden estar sin buscar a los hombres algún quebradero de cabeza, un buen día acordose de que tenían por costumbre en éste lugar salir en procesión para rememorar la Pasión de Nuestro Señor y la dio el ingenio organizar ella misma otra tal, no sólo por enaltecer los Misterios de la Fe, sino también (que el desinterés en ellas se da 15


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más bien poco) por darle aire y mayor prestancia al rancio abolengo al que por matrimonio se había unido, que los Negrales y Santana no eran hoy lo que fueron antes. A mí, que a todo decía que sí porque dello dependía la sopa caliente, el garbanzo y el relleno, pareciome muy bien la ocurrencia y como vi que della sólo podía sacar beneficios y provechos, púseme a su disposición para todo aquello que fuera menester. Así pocos días antes de que acabara la Cuaresma estaba completamente decidida a preparar una procesión, mas no podía hacerla sola, ni siquiera teniendo en cuenta a sus propias doncellas y sirvientas: era preciso añadir otra serie de gentes que estuviesen dispuestas a salir a las calles y a dar muestra pública de su fe. Habló con párrocos conocidos suyos, deudores por las prebendas y donativos que les había hecho y después de tratar con varios, consiguió de Don Manuel Villa (sieso varón, seco y mal encarado donde los haya) unas andas de madera con sus horquetas y de otro, Don Tirso Zardón, logró una pequeña imagen de un santo, que si no se parecía en nada Nuestro Señor igual daba, porque de lo que se trataba era de llevar algo encima de las parihuelas que moviese a la fe, al recogimiento y a la penitencia. Viendo Doña Trinidad que necesitaba de mucha gente para hacer una procesión digna y que no cayera en el ridículo, atrajo a conocidos y relaciones suyas, todas de nombre y renombre, de din y de don, de sombrero de pluma y vestido de talle alto. Hízome a mí el encargo de buscar por mi parte gentes diversas del pueblo llano, plebe pura, con la que engordar el bulto de la comitiva, porque ya es sabido que procesión sólo con gente de postín no es creída y sólo con gente del pueblo aborrece por tumultuosa y burda. Y como yo no conozco ni me muevo más que por tabernas pendencieras, mesones de baratillo, ventas dudosas y hospederías de baja condición, me fue fácil hacer el anuncio y convocatoria que se me había trasladado y ofrecer a aquellos menesterosos la posibilidad de hacer algo decente por una vez en sus pobres vidas, aunque para acabar de convencerles hubiera de prometerles algún regalo inesperado, sorprendente y que los dejaría boquiabiertos (que fue lo primero que me vino a la cabeza). 16


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Rápidamente se apuntaron cerca de cuatro docenas entre hombres y mujeres. Niños no quise, que no hacen sino dar la mano a cuantos encuentran, y los más las tienen sucias, pegajosas y grasientas de comer con ellas, son difíciles de sujetar a ley alguna y enredan más que valen. Así se lo dije a mi dueña y señora, quien por su parte ya había establecido conversación con distintas damas nobles; así con unos y con otros ya se acercaba a la centena el número de almas que podían transitar por las oscuras calles de León en aquellos tiempos de negra Cuaresma. Recuerdo que era Martes Santo y debiera ser hora de sol caer cuando todos los que en la procesión habríamos de participar nos juntamos en la Plaza del Grano, detrás de la iglesia de Santa María del Mercado, al pie de su crucero, puesto que era lugar amplio y despejado donde podría organizarse con buen tino el orden de la procesión. Encargóse dello el bachiller Trapaza de Castrofuerte, hombre sensato, leído y buen cristiano, que lo dispuso así: primero iban monaguillos, después mujeres y hombres (y viceversa) farrapastrosos de los que yo había contratado, iba luego un grupo de mozas con vela y velo, las parihuelas con el Santo llevadas por cuatro hijosdalgo y a su tras, toda la corte de nobles y de gente de bien que acompañaban a la señora, que iba en última posición a modo de presidenta de aquello que sucedía. Al poco de salir diose cuenta la señora de que el estandarte de su casa no figuraba en el cortejo y rápida mandó a algunos mozos que trajeran la pendoneta con el escudo de armas, para que todos viesen lo primero que quien allí iba no era gente normal y corriente, sino que era la muy prepotente Casa de Negrales y Santana la que organizaba la manifestación pía. Cuando los mozos traían la pendoneta, se cruzaron con Don Senén Cuitas Acevedo, que era un herbolario con comercio abierto muy cerca de allí y que llevaba un fardel negro en el que tenía metidas las hierbas que había recogido esa tarde para hacer sus infusiones, sus tisanas, sus unturas y sus ungüentos. Viendo la ocasión éste de formar parte de aquel acontecimiento acompañó a los mozos y dirigiéndose a la señora se ofreció voluntario para llevar tal estandarte, cosa que a ella le pareció bien, puesto que el herbolario era persona distinguida y respetada y sin duda acrecentaría el orgullo y pompa de la procesión. 17


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Ya tenía la pendoneta en la mano el herbolario y en aquel trance se arrepintió de salir a cara descubierta, porque se dio cuenta de que al andar por las calles todo el mundo iba a reconocerle, y por no ser comentario de la gente y por ser más disciplinante y penitente, decidió taparse la cara para no ser visto. Nada tenía con qué hacerlo, hasta que dio cuenta del fardel donde llevaba las hierbas, la mayoría de ellas pajizas ya, con las que preparar sus medicinas. Tirólas todas al suelo, dejó el fardel vacío y se aprestó a hacer dos cortes a través de los cuales pudiera ver. Hizo el primero con suma facilidad con la hoz que tenía para cortar las hierbas, pero el segundo, como nunca se sabe cómo tiene uno mismo la cara, separolo mucho del otro, de suerte que casi cayó el agujero a la altura de la sien, de modo y manera que al querer encuadrar el ojo con el agujero sólo por uno veía, fuera éste el derecho o fuera el izquierdo, pero en ningún caso con los dos ojos a la vez. Ya no había tiempo para corregir el error y pensó que a mal de ser con uno tendría que bastar, pero para colmo de sinsabores no se dio cuenta de que la alforjilla que estaba usando como capucha había tenido y contenido las hierbas ya pajizas, que quedaron enganchadas y prendidas por dentro en la lana de la que estaba hecho el fardel, de suerte que cuando se la metió por la cabeza enseguida notó los picores de las pajas en la cara y cómo le entraban las pelusas por los agujeros de la nariz, que casi estornuda en aquel mismo momento. Diose cuenta enseguida que aquella procesión iba tener más penitencia de la debida, porque entre que sólo veía de un ojo, los picores en la cara y las pelusas en la nariz, no se aventuraba nada bueno en el rato que estuviere tirando de la pendoneta. Llevaba ya un tiempo encabezando la comitiva y no le acababa de convencer por desproporcionado el esfuerzo que tenía que hacer para con un ojo ir guiándose por el centro de la calle, torciendo donde correspondía y siguiendo el recorrido tal y como le había indicado doña Trinidad. En estos pensamientos estaba cuando tocó pasar por el portalón de la iglesia de San Salvador al tiempo que llegaba el pater junto con dos monaguillos y el levítico que traían. Uno de los monaguillos hacía sonar continuamente una pequeña esquila, de sonido agudo y penetrante, y oyéndola el herbolario pensó que aquella esquila había de guiarle entre las calles y mojones cuando cayera la noche, no por verla sino por oírla. Allí mismo estaba Tasio Samor, un mozo de Paradilla que 18


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había bajado a vender unas mulas con su padre y al que viendo ocioso, le dio en mano un par de maravedíes y palabra de futuro de unas corras de chorizo y unos jarros de vino para que llevase él la esquila abriéndole paso e indicándole por donde habría de ir, tanto para no perderse como para no caerse de algún mal tropezón. Ya avenidos herbolario y mozo de mulas, éste se puso unos quince pasos delante para ir abriendo la comitiva y haciendo sonar la esquila, que se ató al cinturón que llevaba, que no era sino una cuerda de pita que sujetaba unos calzones raídos y mal aparatados que le servían para tapar las vergüenzas que se adivinaban enormes. Pero el mozo, que estaba en buena edad para requebrar mujeres, acertó a pasar por una arcada que daba a una calle de esas que tienen más pecado que luz. En un machón de madera, a su entrada clavó Paco Gómez de no sé qué y Villegas, patizambo, grandísimo poeta y no peor espadachín, el siguiente escrito, (dicen las malas lenguas que cuando salió de la cárcel del Convento de San Marcos donde fue injustamente preso), papel que luego acabaría dando nombre a la calle: Que no os dé miedo el entrar que el diablo peca aquí, y aquí podréis encontrar cien mujeres que gozar o un puñal para morir. Hay retesos por domar salvajes y muy bailones, que por tierra y por mar cantando felices van: palpadme, si habéis…doblones. Como dellos presumía y teniéndose por desafiado, entróle a Tasio la enorme tentación de ir a ver si aquellas mozas que se vislumbraban a lo lejos debajo de faroles rojos, prestábanle algún favor a cambio de alguno de los maravedíes que le había dado el herbolario. Ni corto ni perezoso, porque con esa 19


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edad no se mira más allá de lo que los instintos mandan, echó a correr calle arriba sin que nada pudiera pararle. El herbolario que iba detrás oyó la campanilla más rápida y más lejos y como ya no veía porque de noche era, sabiendo que tenía que seguirle aceleró el paso y fue a entrar por la misma calle que había entrado el mozo. Los que detrás venían, en viendo que el estandarte torcía por allí, por allí se metieron ya con el paso presuroso, sin saber muy bien el porqué de aquellas prisas pero en el silencioso recogimiento que la ocasión requería y sin hacer preguntas, pues todos fiaban de la organización que doña Trinidad había puesto la calle. A todas estas el mozo llegó donde tenía que llegar, habló con quien tenía que hablar, se ajustó precio y servicio y allí mismo empezó sin mayor recato, puesto que la oscuridad era buena cómplice para esos menesteres, a recibir el trabajo por el que había pagado. Desto nada sabía el herbolario que lo único que hacía era correr y correr hasta llegar donde el sonido le mandaba, sonido que ya era rítmico, ora lento, ora rápido, ora lento, ora rápido, pero ya quedo en un mismo lugar. Con gran sofoco, sudores de sobra y a ciegas, llegó el herbolario con el estandarte a donde estaba el mozo, y tras él toda la comitiva metida en aquel callejón, estrecho oscuro y apenas iluminado por las luces de los faroles de las casas de las que empezaron a salir mujeres y más mujeres de distinto porte y complexión, atraídas por el ruido de tan larga comitiva y por el bullicio de la gente. Su sorpresa fue grande cuando vieron que en aquel paraje por el que casi nadie de bien iba y mucho menos mujeres, contábanse por decenas las que allí estaban, incluyendo damas nobles, mozas y plebeyas y a la sazón otros tantos hombres de distinta condición, los más tirando a bellacos y a menesterosos. Vieron ocasión de negocio y empezaron los requiebros y los ofrecimientos, y los hombres, que no salían de su asombro, imaginando que aquella parada formaba parte de lo establecido y además acordándose de la sorpresa por mí prometida, prestos se fueron a completar acuerdos y cerrar tratos convencidos de que la casa de Negrales pagaba la primera ronda y la de Santana convidaba a la segunda. Pero, el diablo, que está siempre detrás de todo lo que se hace, incluso de las obras bien intencionadas, quiso que en aquella calle estrecha donde apenas cabían todos los que habían llegado, el ruido de los pasos y el susurro de las 20


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voces se fuera elevando de suerte que llegara a parecer que allí mismo rugía una turba iracunda y enfurecida. Quienes aquello oyeron y ya de los quicios de las mancebías adentro estaban, a fe mía que temieran que por pecar en días de Santos Oficios con el oficio más viejo aquella horda sin control asaltase las casas de pecado y diese con ellos en alguna picota u hoguera como castigo ejemplar por blasfemos, y antes de que esto sucediera y no lo pudieran hacer por sus propios medios y voluntad, bien embozados salieron por su pié, por ver si huir podían al amparo de la noche y confundidos entre el bulto de la gente. Pero de nada les valió el embozo, pues sombreros con tan nobles plumas y capas de tan buen paño fueron prontamente conocidos. La sorpresa fue grande cuando de la tercera casa, la del balcón de madera, salió Don Emilio de Alvaredo, el marido de doña Trinidad, dos casas más allá Don Alonso de Requejada, el esposo de doña Etelvina del Solar, y justo a la vera pero en la acera del frente, y a fuer de verlo yo mismo lo creo, que cualquier otro que lo dijera diría yo que mentía, el reverendo Don Tirso Zardón, el mismo que prestó el santo que a la sazón procesionaba. Así en la misma calle se encontraron penitentes y pecadores sin saber estos qué explicación dar ni cómo justificar en qué tal punto se encontrasen, y mucho menos si se tiene en cuenta que como justa causa de salir de casa y ausentarse a aquellas horas, los malos hombres habíanse confabulado en decir que a la adoración nocturna iban, en lo que en realidad no dejaba de haber cierta razón y cordura. El bullicio y la algarabía eran tan grandes que algunas personas de buen vivir honradas y decentes pensaron que se estaba preparando algún tumulto del que sin duda saldrían muchos cuerpos heridos y algún alma condenada, por lo que decidieron llamar a la ronda de justicias para que pusiera orden en aquella turba de gente que había empezado siendo pacífica pero que no se sabía si acabaría en el mismo tono. Al poco apareció la ronda de alguaciles con sus faroles y sus alabardas, sus botas justas y encañadas, sus blusones azul oscuro, sus gorras ladeadas morado carmesí de las que dos cintas negras colgaban, las armas al cinto, entrellas un buen garrote forrado de cuero negro (que mis espaldas ya conocen de largo por haberse conocido en otros parajes del camino). Solo el verlos venir, el verlos venir rugiendo y a la carrera, miedo 22


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puro daba, tal que favorecía la flojera de piernas y el tránsito del cuerpo, del que más de uno se hizo sin poder evitarlo. Queriendo entrar en la calle y no pudiendo hacerlo de prieta que estaba la gente, grandes voces dieron: «paso la autoridad», «paso a los justicias», «paso a los alguaciles», y malamente a empellones y a picotazos con las alabardas, llegaron hasta donde estaba el paso quieto. Empezó a vociferar el cabo de la patrulla (un capitán venido de Flandes, sin duda soldado de fortuna, un tal Requejada) «teneos todos, quietos y que nadie se mueva porque ésta noche sin duda más de uno de vosotros va a acabar durmiendo en los calabozos». «Decidme quienes son los que aquí están que estas mujeres contrataron, dadme los nombres». En aquel punto y porque las pelusas seguían haciendo de las suyas, un recio y fuerte estornudo se oyó y por la costumbre y educación, Doña Trinidad gritó con voz potente «Jesús, herbolario». Creyendo las damas de mala vida que aquel era el primer nombre de los clientes que tenían que dar, empezó a oirse sin saber quién lo decía «Nuño el carpintero», «Gil el aguador», «Martín el herrero» y así sucesivamente otra media docena de nombres más de aquellos pobres incautos que habiendo ido a aliviar la dura cuaresma se encontraron con que su fechoría era pública y notoria y gritada a voces ante las justicias. Cómo los mismos alguaciles vieran que aquello no tenía remedio y que si querían prender a los que pudieran ser culpables no iban a tener calabozos bastantes donde encerrarles aquella noche, que el Corregidor nunca quiso hacerlos más grandes por decir que no tenía presupuesto, en un momento dado gritó el Requejada con una voz que parecía de la misma muerte «váyanse todos a casa que el que aquí quede probará el sabor de mi látigo y juro por todo lo que se menea que lo mando a galeras». A mí no me impresionó porque ya tengo canas en el cuerpo y sé que todos los justicias hablan igual de mal y de a lo bobo, amedrentando más a los incautos que a los delincuentes. Pero bastó decir aquello como lo dijo para que una desbandada y estampida general se produjese; nadie se acordaba de procesiones, ni quería saber nada de santos, ni de sujetar velas, nadie quería quedar allí por si pasase de penitente a galeote. 23


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Los únicos que quedaron, benditos sean, fueron los cuatro gentiles hombres que habían sido los braceros del santo, que por caridad cristiana decidieron llevarlo, agitando unos moqueros blancos en señal de paz, otra vez a la parroquia de la que salió, no fuera a quedar el santo en el suelo en medio de aquella calle, en un abandono que incitase a la burla y a mofa de aquellos paganos parroquianos. Esa misma noche decidí no seguir en León y aunque me dolía abandonar a mi ama (a la que pese a todo la seguían llamando Trinidad) y dejarla en el triste estado en el que estaba, afligida por el fracaso de su procesión, dolorida por la infidelidad de su esposo y humillada ante todas las otras arpías del lugar, entendí que el peregrino que se precie de tal no ha de dejar de serlo, que Santiago me esperaba y quedarme más tiempo allí ningún beneficio me traería, antes bien me pedirían cuentas aquellos a los que prometí recompensa y nunca se les pagó lo que se les había dicho. Con el alba que ya casi sería, pase por la hospedería, cogí lo poco que pude y con el mismo hatillo con el que llegué, aunque con menos hambre, continué nuevamente el camino hacia Santiago. Nunca supe más de allí y no siento el no saber, que ya que por pies salí, no se me ocurre volver. Tu amigo Gil Pére de la Huerta

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Al tiempo que los papones de León cuentan los días que faltan para que la Virgen del Mercado salga a la calle, se terminó de imprimir este libro en los talleres de la editorial Eolas, el 17 de marzo de 2017, festividad de San José de Arimatea.

LAUS DEO VIRGINIQUE MATRI nihil obstat imprimatur


Papones en filandón es una colección de cuentos fantásticos (o no) que tienen como escenario la Semana Santa de León, aunque bien podían haber transcurrido en cualquier otra época del año. Hay relatos ambientados en otros siglos, historias de amor, de intriga, costumbristas e incluso de ciencia ficción. Todos ellos fantásticos, divertidos, desbordantes de imaginación e imprevisibles. Este volumen comenzó a gestarse poco después de que la Semana Santa de 2016 tocara a su fin y cuando sus autores aún convalecían del llamado «andancio de papón». La murria, la nostalgia y alguna que otra francachela dieron por fin como resultado este volumen que a buen seguro hará que el lector pase un rato entretenido mientras evoca vivencias, historias y anécdotas propias o referidas entre limonadas, escabeches y mistelas.


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