Pequeño
FERNANDO FONSECA
laberinto armónico
Fernando Fonseca
PequeĂąo laberinto armĂłnico
«Id, id, id, dijo el pájaro.»
(T. S. Eliot: Four cuartets)
PREÁMBULO «Donde se enseña que todo lo humano no es sino sueño.» (Francesco Colonna: El sueño de Polífilo)
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espués de tanto tiempo, el diálogo entre ellos dos disminuyó debido al hábito. Mantener a diario, a lo largo de tantos años, aquellos encuentros que les ocupaban la tarde entera, pudo haber sido la causa que ralentizase sus conversaciones hasta apagarlas casi por completo; lo que, por otro lado, no es más que una consecuencia natural e indiscutiblemente propicia al silencio, siendo éste, en la mayor parte del tiempo, la mejor manera de comunicarse que tienen a su alcance dos personas que se conocen extraordinariamente bien entre sí, hasta el extremo de discernir cada uno lo que el otro esté pensando, sin necesidad de hablarse. Por lo tanto, no había reproches entre ellos. Más bien los dos se encontraban a gusto con semejante cadencia; aun admitiendo lo difícil que resulta conseguir que dos personas se acomoden al prolongado silencio sin que, por ello, sufran sus particulares ánimos. Ellos lo habían logrado. Ignorando las causas que hubiesen podido propiciar la situación, y despreciando toda clase de reflexión al respecto, optaron por hacer que sus vidas se deslizaran juntas, a través de la cita vespertina que, desde el principio —ya en los tiempos del colegio, cuando se conocieron—, hasta el momento en que supimos de ellos —ambos recientemente jubilados—, tenían dichosamente señalada como de obligado cumplimiento. En particular, su afición compartida por la literatura les mantuvo siempre ordenadamente apartados del común discurrir social, fieles entre sí —es verdad que aislados—, acomodados y satisfechos, no solo con el hábito de discutir sobre tales o cuales lecturas, sino con el de leer los 9
libros de manera compartida, allí, en la mesa del café. Lo hacían alternándose en la lectura; es decir, leyendo uno y escuchando los dos, lo que a la larga les abocó a una prudente avenencia y, en concreto, a la habitual coincidencia de sus criterios en lo tocante a aquellos libros —generalmente novelas— que iban despachando. Si bien formaban una pareja en toda regla, será por razones inconfesadas que no llegaron a contraer matrimonio, como sí lo hicieron sus conocidos; ni se habían decidido a vivir juntos; tampoco emprendieron viaje alguno ni compartieron más vida social que sus encuentros privados y cotidianos en el café. No alteraron, en absoluto, el ritmo de sus existencias y se entregaron a una suave relación de noviazgo y confidencialidad; protegidos por la cómoda molicie del sosegado paso del tiempo y bajo la tutela impagable de la confianza abierta. Una relación, defendían ellos, libre de compromisos añadidos. Ni siquiera se les ocurrió jamás alterar el horario fijo de sus encuentros, el mismo que habían dejado establecido al poco tiempo de formalizar su relación: de seis de la tarde a nueve. Con esas tres horas diarias se conformaban. Y para llevar a término dichos encuentros eligieron un viejo café situado en la zona antigua. Allí merendaban y, cuando no compartían la lectura, echaban fuera aquellas horas comprometidas con gozo contenido y manteniendo su historia como si de un noviazgo eterno, o estancado, se tratara; una historia de amor aparentemente añejo y detenido tanto en el tiempo como en la intención, sin desarrollo posible a simple vista, haciendo de la demora su insondable excusa. En fin, un amor apalancado, como el que exhiben tímidamente los enamorados en las fotografías añejas. De modo que decidieron vivir tranquilamente su relación al margen de consabidas habitualidades. Jamás evitaron el encuentro, salvo en raras excepciones por motivos de enfermedad o de fuerza mayor. En consecuencia, es fácil inferir que ya no les quedaran temas con que entretener sus veladas. Como si lo tuvieran todo hablado, se conformaban con acompañarse de seis a nueve. Y a menudo con las lecturas compartidas. Así que dejémoslo ahí. Se citaban, puntualmente, en el café para merendar y consumir un tiempo de comodidad latente, hasta que la ciudad se iluminaba con las farolas y se rendía a la plácida ausencia de los bullicios. Entonces, 10
desentumecían las piernas, recogían sus libros, recuperaban los abrigos, abonaban la consumición, se despedían del dueño del café —un hombre de mediana edad que lucía una enorme verruga negra en el entrecejo y llamativas orejas de soplillo—, quien ya les consideraba como miembros de su familia, y pausadamente se iban cada uno para su casa, habiéndose dado previamente, en la calle, un beso en la mejilla y diciéndose un urgente Hasta mañana, tan sincero como escueto. Desde luego, el cariño, tantas veces pernicioso, prevalecía entre ellos. Siempre que les era posible ocupaban la mesa del ventanal, sentados frente por frente. Y allí instalados, cada nuevo acontecimiento relevante que les afectara personalmente, o que atañese al mundo, no producía en ellos más que una simple acotación. —¿Sabes que anoche se inundó mi cuarto de baño? —Esas cosas pasan… La ventana, grande como un escaparate, se abría a la calle, que era un tránsito peatonal sombrío y húmedo, por el que pasaba mucha gente al encontrarse en una zona estratégica del centro urbano en su parte antigua. Si no leían una novela, aquel ventanal les servía de mirada al mundo —sería exagerado decir a la vida—, y cada detalle del exterior, por insignificante que fuese, les entretenía proporcionándoles un sosiego francamente original, incluso la tímida excusa para iniciar un diálogo. Consumiendo las horas compartidas, a veces aparcaban sus miradas en un punto elegido al azar. Si optaban por el interior del café para distraerse, cualquier detalle del entorno les servía (la mosca sobre un estuco, san Pancracio escondido en un anaquel, el globo de la lámpara —bastante mugriento, por cierto—, aquel reloj de pared al que le faltaba la minutera, una polilla que a través de un espejo buscaba con ahínco la salida, el almanaque del tiempo detenido, un cuadro con fotografías de París fin de siglo, el trasiego del dueño del café…; o se entretenían contemplando, casi con descaro, al resto de clientes). Si por el contrario fijaban su atención en la calle, también el detalle más insignificante servía para que detuvieran en él sus miradas, y con ellas el pensamiento, durante largos minutos (el maniquí desnudo del escaparate de enfrente, el parpadeo de un rótulo de neón, los transeúntes y sus particulares vicisitudes sospechadas, acaso la lluvia o una paloma coja o aquella ventana abierta anunciando 11
toda la oscuridad del mundo atrapada en su interior…) Y a cada poco se les escapaba un suspiro resignado o tal vez de agradecimiento. A veces bostezaba uno y el otro lo seguía con una replicación casi cómica. O pensaban en los pretéritos secretos de cada cual, esforzándose en reconstruir una suerte de pequeña pieza teatral, o mejor guiñol, suficiente para lograr la distracción ensimismada del que lo estuviera pensando; u ojeaban un periódico, o bien seguían, pacienzudos, el vuelo de una libélula que se hubiese colado en el local, tal vez como un presagio. Aquella tarde uno de ellos apareció con una tableta que le habían obsequiado en el banco donde guardaba sus ahorros. —Mira… Me lo han regalado esta mañana en el banco… —¿Eso qué es?… —Una especie de ordenador… —¿Y para qué lo necesitas?... —Me han dicho que, principalmente, para jugar. —Ah… ¿Hoy no traes libro?... —No. Tenemos la tableta. —¿Entonces no vamos a leer?… —Podemos hacerlo de otro modo. —¿Cómo? —Habrá que adivinarlo. Y como niños con zapatos nuevos —para mayor asombro del dueño del café, que no les quitó el ojo de encima en cuanto los vio enredando con aquel artilugio—, una vez despachada la merienda, despejaron la mesa, apartando el menaje a un lado, e iniciaron el manejo de la tableta, eso sí, dejando escapar unas risitas que delataban cierta complicidad maliciosa e infantil entre ellos, como si hubieran decidido comenzar una pillería propia de niños anticuados. Por no hablar de las dificultades con que contaban tener que enfrentarse a la hora de manejar aquel aparato. —¿Con esto a que se juega?... —Lo iremos viendo… Me han dicho que el manejo es muy sencillo, solo hay que seguir las indicaciones… ¿Nunca has visto a los muchachos jugando con piezas como ésta? 12
—Pues claro, hombre. Eso es un videojuego… No sin dificultades, consiguieron poner la máquina en marcha, y lo primero que encontraron en ella fue, parpadeante, el siguiente mensaje: WELCOME TO THE GAME OF LOST IMAGINATION Eligieron pulsar el icono que les pareció indicado, dado que la otra opción alternativa se presentaba bajo el rótulo de EXIT. Entonces surgió una nueva pantalla rebosante de colores, campanilleos, dibujos animados y emoticones… Era la primera vez que se arriesgaban a adentrarse en un videojuego. —Pulsa ahí… A ver qué sale… Amantes declarados de la literatura, hasta extremos punto menos que enfermizos, se sintieron intrigados y a la vez atraídos por aquella nueva forma de afrontar una historia de ficción, la que ahora daba comienzo en la pantalla, no en un libro. Así lo interpretaron, y eso los animó. «¿En cuántas ocasiones no se habrá dicho que la literatura es un juego, un alarde lúdico y un jeroglífico?», consensuaron ambos. —¿Y si nos hallásemos ante un nuevo género narrativo?... —Sigamos. Ante un abanico de nuevas opciones, no dudaron en optar por la pestaña que señalaba TWO PLAYERS. —Jugaremos los dos… —De acuerdo. A continuación el programa les requirió una identificación para cada jugador. A tales efectos, decidieron llamarse Él y Ella. Seguidamente les pidió una ubicación, y escribieron: Café Leteo, en la ciudad de Eulalia. Sin poderlo remediar, ya habían comenzado a inventarse las geografías, los nombres y los tiempos. Entonces apareció a toda pantalla, acompañado de una música de fondo que pasaba desapercibida, un tanto adormecedora y eclesial, casi una música-mueble, he ahí su belleza y su grandeza, y de la que ahora 13
sabemos que es obra de Juan Sebastian Bach, apareció, decíamos, lo que vendría a ser el título del juego que les aguardaba: PEQUEÑO LABERINTO ARMÓNICO Y pulsaron el OK.
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Índice
PREÁMBULO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 Primera parte
EL JUEGO. INSTRUCCIONES DE USO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 El juego de la imaginación perdida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Eulalia. (Los orígenes). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 Las nueve estancias del Pequeño Laberinto Armónico . . . . . . . . . . . . . . 57 Segunda Parte
EL JUEGO. PERIPLO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 Primera estancia. La conjunción de las auras. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69 Segunda estancia. El sintagma absoluto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 Tercera estancia. Narragonia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79 Cuarta estancia. La sala poioumenon. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Quinta estancia. Pequeña equis consecuente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 Sexta estancia. Ut pictura poesis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 Séptima estancia. Todas las puertas de atrás. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147 Octava estancia. El viaje de los terribles. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 Tercera parte
EL JUEGO. FINAL DE PARTIDA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207 Novena estancia. Narrator absconditus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» © de los textos: Fernando Fonseca © de la edición: EOLAS EDICIONES Diagramación: contactovisual.es Ilustración de portada: Valigursky / depositphotos.com Esquema de portadilla y solapa: Diagrama de Finnegans Wake de László MoholyNagy, 1946 ISBN: 978-84-17315-45-0 Deposito legal: LE-414-2018 Impreso en España - Printed in Spain
Pequeño laberinto armónico Él y Ella pasan las tardes en un café, y se acompañan a menudo de novelas que leen de manera compartida, en voz alta. Pero en esta ocasión uno de ellos acude a la cita con una tableta que contiene un inusitado videojuego. En lugar de leer, esta tarde deciden afrontar el reto y se internan en el laberinto que representa el juego virtual. ¿Qué ocurriría si este soporte nos ofreciera la posibilidad de introducirnos en una historia estrictamente literaria? ¿Seríamos coautores de la misma, coprotagonistas, lectores interconectados?... Pues bien, es lo que encontraremos en Pequeño laberinto armónico. A partir de un sencillo videojuego nos introduciremos en el desarrollo de una historia literaria que irá alimentándose a sí misma, progresando sorprendentemente y siguiendo la estructura poética propia de los laberintos. En busca de la redentora imaginación —que en la ciudad de Eulalia ha sido anulada por la invasión de los insectos—, protagonizaremos un viaje fortuito por las estancias elegidas del laberinto, saltando —pues la magia de la fantasía así lo permite— desde una pequeña ciudad del norte de España, llamada Eulalia, hasta Praga; desde la capital de Bohemia nos trasladaremos a Ámsterdam; luego bajaremos a Sirmione, junto al Lago Garda, y después la aventura nos trasladará a las Islas Aran, en Irlanda. Finalmente, regresaremos a la mesa del café donde Él y Ella han experimentado por sí mismos la aventura de esta novela-juego. Un periplo representado por nueve estancias que, como sucede en los juegos virtuales, habrá que ir superando para alcanzar la salida del laberinto. Acaso el triunfo. No le demos más vueltas. Esta novela es, al mismo tiempo, el guión de un videojuego. Una novedosa y arriesgada propuesta literaria.
COLECCIÓN NARRATI V A
ISBN: 978-84-17315-45-0