RELATOS DEL DIABLO
Colecciรณn Caldera del Dagda, 26
Ignacio MartĂn Verona
RELATOS DEL DIABLO
eol a s ediciones
A quienes iluminan nuestro camino
El exorcista Damiรกn
I
E
l exorcista entró en el palacio donde debía presentar sus credenciales. Nada más traspasar la puerta principal, salió a su encuentro el secretario del arzobispo, que alargó su mano, deferente, para indicarle el camino. Tenía el aspecto de un seglar, y su respiración agitada y una serie de sonrisas innecesarias evidenciaban el nerviosismo que le provocaba aquella visita. En realidad, no sólo el servil ayudante de Su Reverencísima estaba alterado aquella mañana, sino que la comunidad entera que habitaba el caserón de la calle San Juan de Dios había visto cómo se quebraba su confortable rutina de papeleo silencioso, pues todos sabían de quién era enviado aquel sacerdote. Rodearon el patio empedrado que daba a la calle, y ascendieron por las escaleras hasta acceder a las dependencias principales. El exorcista quedó a la espera, sentado justo a los pies de un retrato del papa Juan XXIII, una vetusta foto en blanco y negro de gran tamaño. Juzgó que reinaba una paz aceptable, aunque resultaba evidente lo inapropiado de la ubicación de aquella sede arzobispal, pues justo enfrente del palacio se al11
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zaba la trasera de un teatro, una mole ciega de varios pisos de altura que dominaba todo el entorno. Se trataba, como pudo percibir de inmediato, de un edificio infestado, que delataba una fuerte presencia del Maligno. No le cabía duda alguna de que por la naturaleza de las actividades que se llevaban a cabo en aquel templo de culto al diablo, muchas almas habrían sido tentadas o, en el peor de los casos, seducidas por los enemigos de Cristo. Se asomó a una de las ventanas de la antesala, y deseó que la furia del Señor se abatiera sobre aquel centro de pecado. Pero no pasó nada. Desde el fondo de un pasillo, una voz aflautada requirió su presencia. Sus lustrosos mocasines hicieron crujir las tablas de la tarima mientras avanzaba de un modo solemne. Antes de atravesar el umbral del despacho arzobispal, dedicó una última mirada de severidad al secretario, que trató de esquivarla apartándose un poco. Aquella reacción temerosa, a la que estaba tan acostumbrado, era el privilegio o la servidumbre de un hombre que había hablado tantas veces cara a cara con el diablo. El arzobispo le recibió en una sala en la que únicamente había un pequeño velador circular, un revistero en el que se acumulaban publicaciones parroquiales y un par de sillas. En una de las paredes desnudas, colgaba un crucifijo formado por dos finísimos travesaños de nácar negro. Le agradó la sencillez del lugar en donde debía tener lugar la entrevista con Su Reverencísima. Cuando entró el arzobispo, iba hablando con un invisible y remoto interlocutor sobre un asunto de importancia. Al menos eso trasmitía el tono imperativo de la voz del hombre vestido con sotana que irrumpió en la habitación, cuyo aspecto de anciano desocupado desmentía que pudiera 12
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dedicar su tiempo a cualquier actividad en modo alguno estresante. Como si le sorprendiera que el exorcista estuviera en la salita, interrumpió su discurso, y ofreció blandamente su mano para saludarle. Los dos sacerdotes se sentaron en torno al velador, separados por un jarrón de loza en el que sobresalía un clavel, probablemente de plástico. Eran dos ancianos vestidos de negro: el arzobispo con una sencilla sotana, y el exorcista con una americana de corte recto, camisa morada y cleriman; pero en la mirada del forastero habitaba un extraño fulgor, una energía inusual que le otorgaba un carisma que en aquel reducido espacio se habría impuesto con rotundidad a cualquier interlocutor y que, por supuesto, aplastó al gobernador de la diócesis vallisoletana. Tras el intercambio de saludos protocolarios, el arzobispo entró en materia. —Padre Damián, esta comunidad cristiana esperaba su visita con ansiedad. Ya sabe que en los tiempos que corren, la encomienda que le ha traído hasta nuestra ciudad genera notables inconvenientes y exige la mayor de las cautelas. Se trata de un tema muy delicado, que no puede manchar la imagen de la Iglesia… El exorcista se retorció en la silla, interrumpiendo a su colega. —No le entiendo, Reverencísimo Señor. ¿A qué se refiere con manchar la imagen de la Iglesia? ¿Acaso mi santo oficio implica algún tipo de mácula, una falta o un pecado que deba ocultarse a los ojos del pueblo de Dios? —¡No, no, por Dios! No malinterprete mis palabras. Lo único que quiero decir es que la gente común no comprende la verdadera naturaleza del sacramento que usted administra, y suele confundirse asociando la guerra contra el diablo 13
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con la magia negra, el ocultismo o toda una serie de prácticas heréticas que usted seguro que reprueba igual que yo. Y esta sociedad dominada por el racionalismo laico ya tiene muchos perjuicios contra Nuestra Santa Madre como para darles pábulo innecesariamente. Lo que quiero decir, y por concluir, padre Damián, es que es preferible que nadie sepa de su intervención en este asunto, y muchos menos que nuestra diócesis está al corriente de su presencia en la ciudad para sanar a la niña. El exorcista escuchaba las palabras del arzobispo con las manos cruzadas sobre su pecho, en el que había aflorado una cruz de madera con forma de Tau. —No es la primera vez que me piden tal cosa, y me hago cargo —respondió con serenidad benevolente—. Quienes nos hemos impuesto la tarea de expurgar el pecado de las almas descarriadas, no somos siempre bien recibidos en las comunidades cristianas. Sólo quería conocer sus motivos para justificar tal discreción. Aunque parezca mentira —dijo, confidente, mientras apoyaba su mano derecha en el antebrazo de su interlocutor—, algunas veces son nuestros propios colegas quienes no creen en la intercesión de Nuestro Señor ni en las variadas formas de posesión, lo que, a mi juicio, es tanto como negar a Dios. Si niegas a Satanás y su cohorte infinita de demonios, es como si niegas al Padre en su Trinidad. Compruebo con agrado que no es el caso de Su Reverencísima, pues usted cree en la existencia con forma real de Satanás. ¿Verdad? Ahora le miraba con ojos inexpresivos, como hacen los verdugos antes de ejecutar a sus víctimas. —Sí, sí, por supuesto —balbuceó el anciano, intentando zanjar aquel engorroso asunto—. No me comprenda mal, 14
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padre Damián. Precisamente hemos requerido su presencia ante la evidencia de que en esta diócesis se ha destapado un caso de posesión, que requiere su santa mediación de manera urgente. —Bien, pues dígame de qué se trata. —No estoy al tanto de los detalles. Sé lo que me ha comentado el obispo auxiliar, pero, a grandes rasgos, le diré que es una jovencita que sufre graves trastornos de conducta y que los médicos a los que ha acudido su familia descartan que puedan atribuirse a causas, digamos naturales. —¿Hay expediente psiquiátrico? —Lo ignoro; ya le he dicho que desconozco los detalles. Para eso tendrá que hablar con el párroco Donaciano. Es el titular de la parroquia de Santo Tomás, con el que han tenido contacto en todo momento los padres afectados. Él le pondrá al corriente de todo. En lo que a mí respecta, cuente con todo mi apoyo. Ya he ordenado a las bernardas de San Joaquín y Santa Ana que deberán poner a su disposición el templo cuando sea necesario. El exorcista se dio por satisfecho con la somera información facilitada por el arzobispo. Aquel caso no había hecho nada más que comenzar, y ya contaba con el apoyo de la jerarquía local, un lugar adecuado donde llevar a cabo el rito, y un cura que había trabajado previamente sobre el terreno. No siempre podía decir lo mismo. Animado por las buenas perspectivas, esbozó una gélida sonrisa, que acentuó el azul vítreo de su mirada. Sólo faltaba poner manos a la obra. La Obra de Dios. Cuando abandonó el palacio arzobispal, no pudo evitar detenerse un momento para dedicar un responso y su bendi15
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ción al edificio infestado de enfrente. Como él decía, nunca está de más algo de protección, aunque para sanear aquel teatro sería necesaria, cuanto menos, la demolición.
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Índice
El exorcista Damián ���������������������������������������������������������� 9 El infortunado destino del regidor Sarmiento ��������������� 47 Las puertas del infierno ����������������������������������������������������� 67 Unas estudiantes de Medicina muy aplicadas ������������� 99
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