RELATOS MINEROS
Colecciรณn Caldera del Dagda, 29
Juan Carlos Lorenzana
RELATOS MINEROS Prรณlogo de Julio Llamazares
eol a s ediciones
PRÓLOGO
La mina desde dentro
A
la literatura se llega por múltiples caminos. Hay quien lo hace a través de las lecturas de otros escritores, por admiración o deseo de emulación de los libros que le marcaron como lector. Otros, en cambio, llegan a la escritura tratando de contar sus experiencias, que consideran dignas del conocimiento general o que necesitan escribir para fijarlas en el papel y que no desaparezcan con ellos. Las dos opciones son igual de respetables, puesto que la literatura pertenece a todos. El caso del autor de estos relatos, Juan Carlos Lorenzana, minero de profesión, hijo y nieto de mineros y toda su vida pasada en la cuenca minera, se enmarcaría en la segunda de las opciones, si bien puede que también tenga su razón de ser en la primera de ellas, la del que escribe por vocación literaria independientemente de que necesite contar su experiencia vital, tanto la propia como las que conoció por su condición de minero o heredó de sus antepasados a través de la narración oral. En sus relatos, escritos con la pasión del escritor primerizo pero con la sabiduría del que vivió en propia carne lo que nos cuenta, el autor desgrana historias y sucedidos reales junto a otros imaginados a partir de la realidad, y con ellos nos cuenta la vida de 7
los mineros, ésa que acaba de terminarse en España por circunstancias socio-políticas y que la mayoría de las personas desconocen más allá de los tópicos habituales sobre la mina, el grueso de ellos más producto de la imaginación que de lo que fue en verdad. Como el propio autor de este libro dice en uno de sus relatos, «el cantar de los cantares de toda la vida: un hundimiento y un minero que salva a otro… Qué buena estrofa si hubiese un poeta a mano que le diese forma». Por suerte para nosotros, el poeta que ha dado forma a la historia de la mina, a su grandeza y a sus miserias, es él y el cantar de los cantares del carbón, de sus derrabes y de sus hundimientos, de sus huelgas y accidentes, de sus resurrecciones y muerte definitiva, tanto simbólicas como materiales, son estos diez relatos que, como en un caleidoscopio en blanco y negro (el blanco de la memoria y la nieve y el negro del carbón, omnipresente siempre sobre el paisaje minero), pasan ante nuestros ojos como capítulos de una novela que es la novela de la mina y de todos los que la vivieron. En El miedo, el cantar es el de un adolescente que al cumplir los 16 años se apunta a la mina sin decírselo a su madre viuda y se ve envuelto casi sin querer en un encierro de protesta. En El camino asistimos al camino diario de ida y vuelta de unos mineros antiguos desde su pueblo a la mina, el día de la narración en medio de una nevada. No más allá de seis palabras (como una bola de nieve) nos sitúa en el alma de una viuda de minero que por su juventud ve acentuada su desgracia a causa de una calumnia. El primer día del resto de sus días relata la llegada de una familia de campesinos a un pueblo minero huyendo de la miseria del suyo, algo que vivieron tantas. A veces es el azar, las más no relata un accidente minero a causa del gas grisú y las consideraciones de los testigos sobre si se pudo evitar o no. Los 8
otros nombres cuenta una jornada en la mina con el argot preciso de los mineros y una mirada naturalista que nos hace vivirla como uno más. El día de fiesta nos traslada a las celebraciones del día de Santa Bárbara, la patrona de los mineros, envueltas en el sonido de la dinamita y en el canto del himno más popular de la mina española. En Más fuerte que el odio asistimos a una reedición en clave minera del odio entre los montescos y los capuletos de Romeo y Julieta y el relato Miradas, en fin, nos hace vivir los preparativos de una huelga minera en pleno franquismo contada con los ojos por los protagonistas (padres, mujeres e hijos) más que con palabras. Dejo para el final el cuento titulado Suerte, nos vemos arriba, para mí el más conseguido de todos y el que resume el espíritu del conjunto a través de la peripecia de ese hijo que recorre cada año los 365 kilómetros que separan la ciudad en la que vive del pueblo en el que nació para cumplir una de las tres promesas que le hizo a su padre, un viejo minero, antes de morir: «Que por nada del mundo le enterrara (ya había pasado bastante tiempo de su vida bajo tierra, alegó), que le incinerase y repartiese sus cenizas en el hayedo que hay al este del hermoso castillete roblonado; que cada 4 de diciembre, por Santa Bárbara, me acercase hasta el desmantelado pueblo donde vivimos y donde él fue tan feliz de minero, y dejase unas flores (rosas rojas a poder ser, me solicitó) en el Monumento a los Mineros; y que cuidase de Pichi (pero el perro se había muerto, sin que se lo hubiésemos dicho, mucho tiempo antes que él)…». Un relato que es todo un homenaje a la memoria de unas personas cuyas vidas ya son historia, como las de los poblados en los que vivieron. El tono general de los relatos —y su complementariedad— nos sitúan en un ambiente extraño para la mayoría de los lectores, 9
incluso de aquellos que viven en territorios donde el carbón ha sido un elemento importante de su economía y su historia. Pero esa extrañeza se hace cercana merced al pulso del narrador, cuyo dominio del arte del cuento (ese contar sin decirlo todo, ese sugerir sin ver, ese dejar a la imaginación del lector lo que retrasaría la acción o lo que la narración oculta o no quiere saber) sorprende en una persona que trabajó toda su vida como minero y, por tanto, con una formación limitada más allá de la que consiguió por sus propios medios mientras trabajaba. Aparte de una gran inteligencia, de fondo se advierte la hermosa herencia de la narración oral, ese cantar de cantares del pueblo llano y sin voz que se aprende en las noches de invierno a la luz de la lumbre o de las estrellas o en la penumbra de las cantinas y de los chigres donde los hombres cuentan, a la vez que beben, sus alegrías y sus penas y que en las aldeas mineras cobran un sentido épico que las llenan de romanticismo heroico. La heroicidad, no obstante, está en su día a día, en el relato de unas existencias marcadas por el entorno y la profesión y que son las que nutren las historias que el autor de estos relatos cuenta dándoles una trascendencia que las convierte en universales a pesar de su particularidad. Como en una de esas historias —la titulada El día de fiesta— se nos dice, la trasmisión oral de la cultura minera está en la esencia de su fortaleza: «Hablan, hablan (los mineros) de la mina con el mismo sentimiento que desprende el emigrante cuando nombra a su tierra (…) Allí, en pie, apoyados contra el mostrador del bar, surgen como pavesas de una hoguera que fuesen iluminando la noche cerrada los más increíbles, tiernos, ciertos y hermosos relatos, rara vez autobiográficos, narrados siempre con enorme y merecida admiración. Es ahí donde los más jóvenes, a golpe de trago, copla y relato, se empapan de cultura, orgullo y tradición». 10
Tradición, orgullo y cultura, esa cultura minera amenazada de supervivencia ahora por el fin de la minería y de los mineros, es lo que nos trasmiten estos relatos de Lorenzana (Zana para quienes lo conocen) y orgullo es lo que yo siento por poder presentarlos a sus lectores como lo que verdaderamente son: literatura sin ganga ni escoria y con el aliciente de por primera vez haber sido escritos por alguien que conoció y vivió lo que cuenta desde dentro, no como quienes hemos escrito de la mina desde fuera, de oídas o imaginándola. El diccionario de argot minero que los complementa no es una aportación menor, pues la desaparición de la actividad minera se llevaría también esos términos hacia el olvido como se llevará los recuerdos y las historias de los mineros cuando ya no estén. La literatura y la lengua, en fin, van en este caso unidas, por eso la grandeza de este libro, que no es un libro más sobre la mina, como en seguida comprobará el lector. Julio Llamazares
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A todos los mineros, a los que se llevó la mina, y a los que nos dio otra oportunidad. A mi madre, y a todas las mujeres de las cuencas mineras, en el convencimiento de que sin ellas nada hubiese sido posible. A Jerónimo, mi bisabuelo. A Miguel y Secundino, mis abuelos. A José, mi padre. A José Amador, mi hermano. Todos mineros. Y a Asier, mi hijo, que no habiendo mina eligió otro camino.
Si no escribís vosotros, como Pueblo, vuestra historia, sólo quedará escrita la de ellos. (M. J. R. R.)
A MODO DE POR QUÉ Y CÓMO
E
l mundo que se circunscribe, desgraciadamente ahora en pasado, alrededor de una comarca minera se resume en la frase, que más pronto que tarde alguien debería estudiar en todo su significado, «Cultura minera». Intentar transcribir en relatos los quehaceres y el laboreo minero es, literariamente hablando, una tarea tan ardua como, creo, inútil. Por muchas razones. Una de ellas por la increíble diversidad de terminología y argot que se utiliza. Incluso en la misma empresa, en Pozos distintos, se nombraban materiales o trabajos de distinta manera. Hay otra complejidad, si no insalvable sí escabrosa, que hace que el relato exclusiva y técnicamente minero, si es así, «exclusiva y técnicamente minero», termine convirtiéndose en selectivo, local y gremial y, por tanto, en minoritario y excluyente. Y no es ese el fin de estos Relatos mineros. Más bien al contrario, con ellos se quiere abrir, mostrar, enseñar más allá de las cuencas mineras, cómo fue que sufrimos, que luchamos, que lloramos y que reímos. Cómo fue que vivimos. Cómo se llegó al convencimiento de que juntos, y solo juntos, podíamos soportar el vivir en zonas inhóspitas, con un clima adverso, en un 17
trabajo duro, durísimo, que nos ha hecho pagar mucha sangre. Y, durante mucho tiempo, represaliados. Con ellos queremos contar para desmentir, contar para desmontar toda la infamia que de nosotros se ha dicho y se ha escrito. Pero, a pesar de ser conscientes de la dificultad que ello entraña, hemos querido explicar mínimamente, por ejemplo, cómo es el dolor que siente una mano agarrada a un martillo picador cuando el frente está duro como una piedra. O cómo se gestiona el miedo ante un hundimiento, o la sensación de indefensión ante una invasión o un desprendimiento de grisú. Además, hemos querido mostrar a aquellos que no lo han sentido en sus pulmones o no se lo han visto en los ojos a alguien cercano, cómo mata en vida la silicosis. En estos relatos están presentes el valor y el orgullo de las Brigadas de Salvamento Minero. El duro camino de vuelta a casa después de una fatigosa jornada. O la avalancha de gentes de mil lugares distintos en busca de futuro en las cuencas mineras. También, y cómo no, está el orgullo y el deseo de ser minero. Y el valor, el otro valor, el de la lucha contra la injusticia. La pena reflejada en la triste realidad de la soledad y penuria de la viuda. Y la alegría del día de fiesta más importante del año, el día de Santa Bárbara. Y en todos los relatos está el hilo conductor de nuestra Historia, el compañerismo que es, no alberguen ninguna duda, el nexo que nos ha distinguido y nos ha permitido sobrevivir. Se ha intentado, con un glosario, explicar muchos nombres técnicos o de laboreo para mejor comprensión de los textos.
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El miedo
L
a voz de alerta irrumpió en los sueños de los presentes. —¡Es el niño! —gritó desesperada con la fuerza de todos los vientos del oeste que guardaba en sus pulmones—, el niño que se adelanta, que no quiere aguantar más. Dos cosas ocurrieron esa noche que, en buena lógica, no tenían que haber sucedido. No debía haber nevado; octubre, incluso cuando está más descascarillado, es mes de lluvias, más que de nieve. Y él, Manuel, no debía haber nacido; según las cuentas que llevaba su madre faltaban al menos tres semanas. Pero ocurrieron, nació él, un niño sano y grandote a pesar de la premura, y nevó, nevó mucho. Ese es el motivo por el que a él, en el pueblo, nadie le llamaba por su nombre, Manuel; todo el mundo le decía Nevada. Su primer recuerdo es de cuando acababa de cumplir cinco años. No es algo muy claro, pero se acuerda de que lo llevaron a toda prisa, junto con sus dos hermanos menores, a casa de una vecina. No entendió muy bien por qué su madre lloraba, ni por qué lloraban sus abuelos, ni por qué había tanta gente en su casa, y sólo algún tiempo después empezó a notar que su padre ya no estaba a las horas de la comida, ni a ninguna otra 19
hora, y que la alegría también había desaparecido y, en su lugar, como el fragor caliente que sucede tras una batalla, se instaló la melancolía. Los periodos en los que la escuela se lo permitía los pasaba en la casa de sus abuelos, en el pueblo de al lado, a dos kilómetros de la suya y a unos cincuenta metros del castillete del Pozo. Allí creció, disfrutando de todas las cosas que había a su alrededor. Le gustaba ver amanecer desde la buhardilla. Ver, en los atardeceres, quebrarse la luz contra el arroyo. Le apasionaba ver cimbrear los chopos mecidos por el viento y oír las cantinelas seductoras, alegres y atrevidas de los pájaros. Le gustaba ver pasar a los mineros por delante de la puerta de la casa, y el olor, sobre todo en las mañanas húmedas, que esos cuerpos cansados dejaban por el pueblo. Todo allí le gustaba, pero lo que más, lo que más le apasionaba, era sentarse con el abuelo, que había sido el último guarnicionero del Grupo, y preguntarle mil cosas de la mina. Se quedaba absorto cuando él, sofocado hasta el ahogo, se sentaba en cualquier sitio y empezaba a contarle historias propias, o ajenas, pero que él sentía y narraba como propias, de mineros. —Es mala cosa que te guste ser minero —le dijo un día. —¿Por qué me dices eso, abuelo? —le preguntó entristecido Nevada. —Porque hallarás el placer en ello, pero sufrirás las consecuencias. Oía repicar las campanas del embarque y se decía: esa jaula baja para la planta 46; ésa sube para la Calle. Cuando escuchaba tintín-tintín, Nevada no necesitaba mirar el reloj, las diez, ahí bajan los capataces; tin-tintín-tin, ahí sube el escombro de la 20
roca; tin-tin-tin, las cuatro menos cinco, ahí empieza a salir el relevo. El código de señales del pozo se lo había enseñado su abuelo cuando Nevada aún no había cumplido diez años. Desde que tiene uso de razón sueña con el día en que alcance la edad de poder entrar a la mina, y ver con sus ojos lo que tantas y tantas veces ha soñado en el corazón. Y en ese ansia también estaba la parte de intriga que el abuelo le había augurado. —Quizás te entre miedo —le decía—, miedo a la oscuridad, a estar bajo tierra en «gateras», al gas, al lodo, al «derrabe»…, quizás tengas miedo a matarte. Si te pasa, no te dé vergüenza, ni ibas a ser el primero, ni el último al que la mina le puede. Si te pasa, dejas la mina y en paz. Minero y miedo no casan bien, ¿entiendes? Igual no vales para esto y vales para el mar y esos, en cuestión de valor, no tienen nada que envidiarnos a nosotros, ¿entiendes, o no me entiendes? Y Nevada le entendía, claro que le entendía, pero en su corazón no había hueco nada más que para la mina. De primeras solía decir que algún día le gustaría estrenar pantalones, entrar en la cantina y pedir unos chatos de vino tinto para él y sus compañeros, sacar la pitillera y dar lumbre a los cigarros con un flamante mechero de llama, y estar cantando hasta las tantas y, entre canción y canción, hablar de la mina. Eso le gustaría hacer, porque eso era lo que veía hacer a los picadores jóvenes. Eso era de primeras. De segundas decía que a su madre le iba a comprar un billete para el tren y llevarla a la ciudad, ¡¡¡a la ciudad madre, a la ciudad, donde pasean los señoritingos con sus mujeres!!! Y su madre, cuando el niño se ponía a soñar despierto, le decía: 21
ÍNDICE
Prólogo, por Julio Llamazares ���������������������������������������������� 7 A modo de por qué y cómo ������������������������������������������������� 17 El miedo �������������������������������������������������������������������������������������� 19 El camino ����������������������������������������������������������������������������������� 39 No más allá de seis palabras (Como una bola de nieve) ���� 55 El primer día del resto de sus días ����������������������������������������� 67 A veces es el azar, las más no ���������������������������������������������������� 83 Los otros nombres ��������������������������������������������������������������������� 109 Suerte, nos vemos arriba ����������������������������������������������������������129 El día de fiesta ����������������������������������������������������������������������������139 Más fuerte que el odio ��������������������������������������������������������������153 Miradas �������������������������������������������������������������������������������������� 169 Glosario �������������������������������������������������������������������������������������203
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