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Reliquias
La Colección las puertas de lo posible es un proyecto del Grupo de Estudios literarios y comparados de lo Insólito y perspectivas de Género (GEIG)
Primera edición: mayo de 2019
© Ana Martínez Castillo © del prólogo: Patricia Esteban Erlés © Imagen de cubierta: Aida de los Ángeles Méndez (2019) © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Directora de la colección: Natalia Álvarez Méndez Diseño y maquetación: Alberto R. Torices ISBN: 978-84-17315-73-3 Depósito Legal: LE 164-2019 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España
Reliquias Ana MartĂnez Castillo
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Prólogo Patricia Esteban Erlés
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o que queda. Los restos de algo, que para un latino podían ser los supervivientes malheridos de una batalla, las sobras de un cuerpo o de una comida. Ese era el significado inicial de la palabra «reliquias», que ya desde su etimología parece recordarnos una necesidad que nació con el ser humano: la de conservar vestigios materiales del pasado, elementos tangibles a los que confiamos un poder mágico, la propiedad sobrenatural de proteger a quien cree en ellas. Estudié fascinada durante un tiempo la historia de las reliquias católicas, el valor que se confería a un pedacito supuestamente proveniente de un santo. Leí acerca de las peregrinaciones infinitas que los fieles no dudaban en llevar a cabo para rozar siquiera los despojos de sus mártires, el hueso blanco como la leche de una santa piadosa, las limaduras de las cadenas que arrastró san Pablo en su cautiverio. En la Edad Media la fe se convirtió en un negocio y pronto se desarrolló en torno a ella un comercio a gran escala que no pareció herir ninguna sensibilidad en su momento. La propia Iglesia organizó el eficiente despiece de sus mejores hombres y mujeres y la venta de fragmentos de
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piel, mechones de pelo, muelas, que los creyentes podían llevar colgados del cuello a guisa de amuleto protector. El milagro no es sino una magia milagrosa y siempre hemos necesitado creer que hay fuerzas que protegen, de la forma más inopinada, aun cuando suponga integrar el horror del desmembramiento de un cuerpo, la ruptura del todo sagrado, como elemento cotidiano y benefactor. Al acercarme a Reliquias, el primer libro de cuentos de Ana Martínez Castillo, he pensado que las suyas, sus reliquias, son una colección de miedos. Miedos atávicos que nos acompañan desde siempre, excedentes de temores capaces de mutar y reinventarse en otros afines a su época, más recientes, sí, pero igualmente invencibles. Hay un miedo, o varios miedos por cuento, organizados en tres secciones que tienen que ver con zonas siempre oscuras del alma humana. Por ejemplo, el temor a perder el pasado y todo su bagaje cultural, representado por la literatura, o el tesoro emocional del amor a nuestros muertos es el tema central del cuento que abre el libro y le da título, en el que acompañamos a un enigmático personaje, la Marquesa, una madre a la que no se permite llorar la muerte de su hija en una sociedad distópica que extirpa el duelo como ritual y que para redimir su culpa se afana en salvar, encarnando clandestinamente, junto a otros renegados, el nombre de personajes literarios que sus gobernantes intentan eliminar de su memoria. Se teme al asesino en serie, al hombre del saco, al lobo del cuento, en «Paciencia», al fantasma familiar de la hermana, presente en dos de las historias, «Elvira» y «Más Allá S. L.». El horror a la carne putrefacta, a la vida más allá de la vida, vida inmunda, del
zombi nos ronda en «El amor de una madre» y «Tocados por la divina mano de Dios», en el que curiosamente se asume la perspectiva del muerto viviente para convertir en el otro, en el monstruo real, al respirante, es decir, al ser humano que no ha caído aún en manos de esa raza podrida de hombres y mujeres vuelto del trasmundo, mientras que en «El nido» el espanto lo desencadena el fanatismo, el amor exagerado a una idea que lleva a intuir la presencia maligna de demonios repugnantes en el interior del vientre de una niña inocente. Hay también en Reliquias miedos modernísimos, como el que siente el protagonista de «Extraño episodio en la vida de un opositor», el terror a la propia incompetencia, a la imposibilidad de superar un examen que permita al atormentado personaje iniciar su vida adulta rondando la cuarentena. La manía persecutoria que desarrolla el narrador de «Los chinos» ante la presencia inevitable de la misma pareja de turistas asiáticos en las fotos de todos los viajes que realiza juega humorísticamente con la idea de que no hay vacaciones sin esos inquietantes personajes secundarios de la modernidad, la bandada de viajeros japoneses que se arremolinan alrededor de un cuadro o un monumento como aves rapaces, aferradas a sus Nikon. Todos los personajes cargan con su propio miedo y es ese miedo el que les obliga a actuar, con frecuencia de forma absurda o irracional para un observador externo de la trama, pero siguiendo las leyes propias de una lógica interna que la autora es capaz de urdir hábilmente en muchos de los cuentos. No pueden hacer otra cosa que lo que hacen, se queda una pensando al meditar sobre las decisiones que toma la madre atormentada por el espíritu de un
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padre tiránico, del que se venga en su propia hija o la guía turística del parque temático en que acaba convertido el Otro Mundo, que desciende a los infiernos para traer de vuelta a su hermana muerta en accidente de tráfico, en plena juventud. Ana Martínez Castillo nos hace creer en esos seres atormentados, viles o inocentes, ridículos o heroicos gracias a la soltura con la que es capaz de utilizar un lenguaje limpio y directo que combina a ratos con un registro cuidado en la elaboración de imágenes bellísimas, muy sensoriales, cuando la descripción de una atmósfera o un personaje así lo requiere. No existen límites en su exploración del miedo literario. La autora toma prestadas referencias muy diversas y se adentra en devastadoras sociedades distópicas, herederas de Bradbury, en los interiores sombríos del gótico victoriano, en la plasticidad escatológica del cómic o en el absurdo contemporáneo basado en el miedo existencial a la alienación del individuo que inauguró Kafka. Podría decirse que todos los órganos de lo fantástico coinciden sin desafinar en el cuerpo textual de Reliquias, porque todos, en realidad, remiten a una verdad inapelable: el ser humano siempre tendrá una historia que contar mientras cargue con el miedo, una pulsión que vamos heredando de nuestros antepasados como una trágica joya de familia. Como una reliquia que nos espanta y nos fascina sin que podamos evitarlo.
Reliquias
Todo a mi alrededor susurraba, igual que si muchas mujeres ancianas se contaran cosas horribles. Valeria Correa Fiz
Esa vida de la que hablan en el infierno, entre sí los muertos, los alucinados, [ los absurdos, los orgullosos sonámbulos disputando con sangre una certeza alucinante; es un fuerte dios pardo. Leopoldo María Panero
Cuando baje —se dijo— a nadie he de contar que todo cuanto vi regresa al frío. Javier Lorenzo Candel
ECOS
Reliquias
Todas las cosas antiguas del mundo
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carició uno de los brazos del candelabro y lo notó frío. Las yemas de sus dedos se contagiaron de la rigidez de la plata. Cerró los ojos y los apretó hasta que la negrura al otro lado de sus párpados se llenó de lucecitas. El suelo pareció temblar bajo sus pies. El candelabro estaba frío, casi tan frío como el brazo de su hija, tan rígido como el pequeño cuerpo de Amanda sobre la cama aquella mañana en la que amaneció muerta, tan diminuta y pálida, con aquellos labios tan morados. Tragó saliva y pasó con suavidad sus manos por la plata. La ciudad se teñía de una atmósfera azul que empañaba las ventanas. Era la maldita lluvia otra vez, cayendo a plomo. La lluvia hacía incómoda y desesperante la ciudad. Pero ella tenía el candelabro, y podía contemplarlo una y otra vez, observarlo toda la tarde y toda la noche si quería, mirarlo como se mira a una niña muerta, sin tener la suficiente voluntad para apartar los ojos un instante. Tal vez los demás pensaran que estaba loca. Eso no le preocupaba. Lo importante era que el candelabro estaba allí, en su apartamento, sobre su mesa, y que las velas le daban a toda la sala una luz victoriana, un resplandor antiguo que podía enredarse en las paredes y crear sombras. Los
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muebles le parecieron enormes cuerpos de ciervos. Aleteó la luz en los rincones y una de las sillas graznó. La mujer lanzó una carcajada al aire que se convirtió en un coro de ranas. Si la reunión había de empezar en algún momento, sería esa noche, de eso estaba segura. Con el candelabro y las sombras. Con vino para brindar a la salud del viejo y loco Hoffmann. A la salud del estúpido genio. «Mi nombre es la Marquesa —se dijo—. Mi nombre es todas las cosas antiguas del mundo». La habitación giró en torno a ella y llegaron los viejos dioses, el revoloteo, el encaje. Llegó una vez más la evidencia del candelabro. El candelabro y la luna allá arriba, mucho más arriba de la ciudad y de los rascacielos y de las nubes de eterna lluvia. Se sirvió una copa de vino y encendió otro cigarrillo de num. «Demos gracias porque existe el num», pensó la Marquesa mientras allá fuera la ciudad era toda neones, ruido de coches, oficinas y lámparas halógenas. El humo formó volutas semejantes a rizos de hijas difuntas. Aspiró y tuvo la seguridad de que el ser humano había sido puesto en la Tierra para contravenir todos los consejos de las Autoridades Sanitarias. «A la mierda. A la mierda el mundo tal y como se lo conoce. Larga vida a la muerte que rodea las cosas». Aspiró de nuevo y el num se extendió por su cuerpo, todo nervio, pura electricidad en los dedos. La droga le daba un nuevo sentido a las cosas. A las cosas muertas, antiguas y delicadas. El num hacía que la nana, y la cuna, y el lapicero, y el primer día de colegio estuvieran más lejos. La droga hacía desaparecer a Amanda. «Todas las cosas antiguas del mundo», se repitió la Marquesa. Todas,
una a una. Envueltas en ligereza y olvido. Y sin embargo, su hija era también lo antiguo ahora que era una muerta. Ahora que era un recuerdo que apartar. Y el num, la noche y el candelabro parecían hacerla más real. La Marquesa dibujó en su mente la imagen de la niña fallecida, quieta y callada como una reliquia. Hermosa de alguna manera. Se llevó las manos a la sien y agitó la cabeza. «Aléjalos, aleja esos pensamientos». Miró el candelabro y aspiró. El nervio jugueteando y tocando cada una de las extremidades de su cuerpo, llevándose toda la confusión. Liberador. La fría plata y la satisfacción de despreciar las normas. Si por ella fuera, podían detenerla cuando quisieran. La Comisión podía dar una patada en la puerta y llevársela y encerrarla en una de esas celdas blancas de nieve, tan asépticas y limpias como el filo de un bisturí. En realidad no importaba. Nada importaba. La ciudad, y el metal, y las máquinas, y las leyes, y cada uno de los engranajes que alimentan el sistema, no eran más que humo que se fuma. Solo importaban el candelabro y la luz de las velas. Y la certeza de una nueva revolución. La certeza de volver.
La fruta podrida Había que ir a los suburbios y encontrar a un tipo llamado Aleister. Lo había dicho Dante y Dante era quien tenía el contacto. Era el Señor de la Agenda. Consiguió dar con él a
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través de una larga cadena de enlaces. Gente que conoce a otra gente. Personas que susurran y te arreglan una cita. Y finalmente quedó con él para conseguir el último nombre, la identidad del tipo al que tenía que buscar y conseguir lo que quería. Dante había aparecido desde el otro lado de la puerta de emergencias de la multinacional más importante del país, trajeado, corbata negra, gomina en el pelo y una pequeña placa en la camisa que rezaba: Oliverio Gascón. Gerente comercial. La Marquesa sonrió. Estaban en todas partes. En todas. Incluso en lo más profundo del estómago de la gran ballena blanca. Max Mundo, sinónimo de calidad. El gran monstruo neoliberal. Dante había mirado a su alrededor con cautela antes de hablar. —Si quieres conseguir algo para la reunión tienes que acudir a Aleister. Puede darte buen material. Nada de reproducciones. Originales del xix, del xviii, xvii, lo que quieras. La Marquesa quería algo muy concreto. Quería un objeto especial. —Deja en casa los chips, los implantes y los pulsos. Nada de ordenadores del tamaño de una nuez. Aleister no quiere tenerlos cerca. Es un ideólogo, un asceta, un neoplatónico a la nueva usanza. Opina que su misión en este mundo es transgredir todas las leyes que pueda y alcanzar con ello lo inefable. La Marquesa lo sabía. Aleister era un tipo peligroso. Fue investigado por la Comisión y sin duda su foto apare-
cía en los archivos de alguna oficina luminosa del centro de la ciudad bajo un membrete donde se leería «terrorismo». Eso es lo que eran, terroristas. Amenazas constantes a la estabilidad del sistema. La Marquesa se sacó del oído su robot-auricular y lo puso en pause justo cuando el programa había iniciado uno de esos anuncios que, con voz sensual, susurraban: «¿Tu vida está vacía? Sé feliz. Compra Rapsoda34». Una deseaba cambiar su vida porque lo había dicho esa voz, porque una nunca estaba lo bastante llena. Había que salir y comprar. Y ser feliz. Observó el aparato en la palma de su mano y sintió asco. Lo reventó bajo la suela de su zapato. De todas formas pensaba echarlo por el váter y tirar de la cadena. Dante la miró con aprobación. —Procura que estos pequeños gestos no se noten. El Gran Hermano acecha —dijo, y desapareció por la puerta de emergencias de las oficinas de Max Mundo, con su traje de gerente comercial, camino de unas dependencias pulcras en las que enchufaría su cabeza a una placa pulso y comenzaría a cuadrar informes. La cara pública y trajeada con la que había que presentarse en sociedad, gracias a la que la Comisión no se daría cuenta de que había una manzana podrida en el fondo de la cesta. Nadie tenía que sospechar nada. La Marquesa sonrió. Nadie sospechaba nada nunca. De eso se encargaban la televisión y los anuncios y las voces amables del robot-auricular. La función de toda esa tecnología era adormecer. Pero uno podía abrir los ojos. Sí, podía abrirlos y suponer que la vida era mucho más de lo que contaban las series de televisión por cable
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y los anuncios de alta gama que se sucedían en la cabeza cuando uno se conectaba. Uno podía despertar. Podía ver y tocar los pliegues extraños del mundo.
La madriguera
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El tipo que la miraba desde el otro lado del mostrador tenía en las muñecas sendas cicatrices que no trataba de disimular. Había algo en el fondo de sus ojos. Una especie de luz febril, como si hubiera estado fumando num desde la hora del almuerzo. «Amigo de las cuchillas afiladas y adicto al nervio —pensó la Marquesa—. Alguien en quien se puede confiar». Había llegado al barrio siguiendo las indicaciones precisas de Dante. Los suburbios se encontraban bajo control policial, pero aún había rincones oscuros donde los albores de la Comisión no llegaban. Lugares donde las ratas mecánicas roían y los indigentes hacían crujir sus mandíbulas. Donde una podía darse por violada y acuchillada, o salir a buscar diversiones lejanas al gusto común. Aquel era el ejemplo perfecto del fracaso del Plan de Limpieza Urbano, que proyectaba erradicar la insania y la pobreza para regocijo de políticos y votantes. —Si está aquí es porque Dante la conoce y ha pasado los filtros —dijo el hombre al otro lado del mostrador. A su alrededor se apilaban cajas de contenido insondable—.
Dante me informó de que vendría. Por lo visto están todos muy entusiasmados con usted. Las ideas radicales llenan su cabeza. La Marquesa asintió. —Para todo hay un momento en esta vida. El tipo soltó algo semejante a una carcajada y accionó la cortina de vidrio que conducía a la trastienda. —No sé si le han contado cómo funciona esto. Usted me dice lo que necesita y yo se lo consigo. Usted me paga y después guarda silencio. Si la detienen no puede ir cantando todo lo que sabe o podría, digamos, recibir un día una visita desagradable. Mucho más desagradable de lo que pueden llegar a resultar los métodos de la Comisión. Estoy seguro de que usted me entiende. —No tengo ninguna intención de cantar, señor Aleister. —Entonces no creo que tengamos ningún problema. Cuidado con el escalón. La trastienda era un habitáculo plagado de estanterías. Una especie de histérico horror vacui parecía haberse apoderado del reducido espacio. La luz cenicienta y el olor a rancio llenaban la habitación. En algunos estantes podían verse libros de cubiertas amarillentas por el paso del tiempo. La Marquesa sintió cómo su corazón se aceleraba. «Este tarado tiene libros. Tiene libros, el muy bastardo». Leyó alguno de los títulos y se detuvo. La Celestina, edición de 1990. La Marquesa se giró con un movimiento rápido. —Imposible. Aleister sonreía mientras preparaba un cigarro de num. El olor de la droga llenó la estancia. […]
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Prólogo, por Patricia Esteban Erlés · 7 ECOS · 15 Reliquias · 17 Paciencia · 47 Elvira · 53 REFLEJOS · 59 El amor de una madre · 61 Extraño episodio en la vida de un opositor · 71 Los chinos · 85 Hacia el atardecer · 91 DESCENSO · 97 Tocados por la divina mano de Dios · 99 El nido · 105 Más Allá S. L. · 115
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