SEGUNDO CUADERNO DE ST. LOUIS
Colecci贸n Caldera
del
Dagda
Luis Javier Moreno segundo cuaderno de St. Louis Diario, Volumen VII
Índice
LOS DÍAS DE «BLUEBERRY HILL»: LUIS JAVIER MORENO EN ST. LOUIS, por W. Michael Mudrovic . . 9 ST. LOUIS, 1989-1990, por Laura Demaría .
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DIARIO VII
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Nota previa . . . . . I. Últimos días de St. Louis . . . II. Nuevos días de St. Louis y otras plazas .
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APÉNDICE
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Asuntos varios . . . . Textos incluidos a partir de abril de 2012 . Citas, frases, glosas, opiniones, ocurrencias… Escritores sobre escritores . . .
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Flores de la prensa . Más citas y más glosas Escuchando al paso Epílogo catalán .
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AEROLITO, por Tomás Sánchez Santiago
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LOS DÍAS DE «BLUEBERRY HILL»: LUIS JAVIER MORENO EN ST. LOUIS
W. Michael Mudrovic
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uando Tomás Sánchez Santiago me propuso que escribiera unas palabras introductorias para este séptimo volumen de los Diarios de nuestro querido amigo, Luis Javier Moreno, pensé inmediatamente en lo que podía decir acerca del género practicado por nuestro poeta. Pensaba mencionar su predilección desde hace muchos años por la lectura de este género singular, como este volumen y los precedentes demuestran. También me urgía afirmar que Luis Javier entendía perfectamente la flexibilidad de contenido del mismo y el «contrato» implícito entre escritor y lector. Como es bien sabido por sus propias declaraciones en otras ocasiones, Luis Javier pensaba que todo asunto puede incluirse en un diario conforme a la discreción del autor, y entendía la ambigüedad entre autor y voz «narrativa» y la
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línea borrosa entre ficción e historia que este género implica. Además iba a comentar algo sobre los temas principales que menudean en sus diarios: las ciudades y los países, la naturaleza, los museos, la pintura y los artistas, los poetas y la poesía, y opiniones personales sobre varios asuntos o eventos del presente y del pasado. Sin embargo, después de leer la «Nota previa» de este séptimo volumen, todo esto me parece ahora superfluo. No puedo alcanzar el nivel de elocuencia de mi amigo y apenas tiene sentido repetir lo que él expresa tan lúcidamente aquí mismo. Por lo tanto, me parece más informativo para el lector castellano ofrecer detalles de contextualización sobre la ciudad de St. Louis, Missouri, mi ciudad natal y donde pasé los primeros veintiún años de mi vida. Esta ciudad, francesa en su origen y nombrada así en homenaje al rey Luis IX, se encuentra situada en la orilla occidental del río Mississippi, justo al sur de la desembocadura del Missouri. En sus principios sirvió de nexo de transporte de productos (especialmente pieles) y como punto de partida hacia el oeste todavía inexplorado o deshabitado excepto en lo que se refiere a las tribus indígenas allí aposentadas. Por eso tiene hoy en día el sobrenombre de la «Gateway to the West» [Puerta al Oeste], que el gran Arco —diseñado por el arquitecto finlandés Eero Saarinen— simboliza. La ciudad en sí ocupa un espacio bastante limitado y tenía una población de menos de 350.000 habitantes en el año 2000. Pero varios condados circundantes amplían el «área metropolitana» que contiene unos tres millones de personas
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en total. Esto se debe a un fenómeno que empezó en los años 50 del siglo pasado y que se conoce como la «White Flight», la huida de la gente de origen europeo provocada por la incursión de gente afroamericana en ciertos sectores del norte de la ciudad. Al pan, pan y al vino, vino: como muchas otras ciudades de USA, St. Louis es una ciudad bastante racista. En nuestra guerra civil —uno de cuyos principios fundamentales fue la cuestión de la esclavitud de las personas de color de procedencia africana, emancipadas por Abraham Lincoln en 1863— Missouri fue uno de los «border states» [estados fronterizos] donde se debatía la continuación de la esclavitud en la expansión de la nación hacia el oeste. Estas actitudes se han acentuado y exasperado por la xenofobia causada por la inmigración ilegal de hoy en día y la amenaza del terrorismo. Todavía en 1990, cuando Luis Javier y sus amigos visitaron unos pueblos cercanos a St. Louis para probar los vinos de la región, notaron el recelo de los lugareños hacia los «extranjeros». La gente de los pueblos del Medio Oeste normalmente tiene fama de ser acogedora y amable, pero Luis Javier hace un comentario bien preocupante: «Hay más gente [en Hermann que en Augusta], sí, pero en su mirada se percibe el recelo que los naturales de las aldeas sienten hacia los forasteros. Dan la impresión de ser de ese tipo de personas que tortura gatos para entretener una invernal tarde de lluvia» (viernes 2 de noviembre). A pesar de todo esto, muchos afirman a pies juntillas que St. Louis es una ciudad idónea para vivir, criar hijos y albergar una familia.
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En cuanto a Washington University, fundada por el abuelo de T. S. Eliot y donde Luis pasó tres semestres de estudio, está situada en la frontera occidental de la ciudad, que coincide con el linde de Forest Park [el Parque del Bosque], uno de los tesoros de St. Louis. Este parque alberga el Museo de Arte, el Parque Zoológico —de fama mundial—, un teatro al aire libre, un museo dedicado al Territorio de Luisiana adquirida por Thomas Jefferson, un invernadero de cristal llamado «the Jewel Box» [el Joyero] y otras amenidades públicas. Este parque también fue el que alojó la Feria Mundial de 1900 (existen todavía un par de pabellones en desuso) y donde se sirvieron por primera vez barquillos de helado. Como la Universidad está situada encima de una colina, se puede apreciar una vista magnífica desde el arco de la entrada principal. Cuando uno está en el recinto universitario, tiene la sensación de estar en un mundo aparte semejante a la idea tradicional que nos hacemos de la torre de marfil. Es un ambiente tranquilo, un locus amoenus, con muchos espacios verdes y un cuadrángulo desde cuya galería en el lado occidental es grato sentarse. Allí se podía ver, en la época de la estancia de Luis, al poeta laureado Howard Nemerov paseándose por la mañana, aprovechando la soledad y tranquilidad reinantes. Las ventanas del Departamento de Lenguas Románicas dan a este cuadrángulo y fue un sitio muy conocido y apreciado por nuestro poeta. Al norte del recinto universitario, a poca distancia, existe un pequeño centro comercial localizado en el bulevar Delmar del que habla Luis. En ese bulevar hay varias tiendas
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y comercios, incluyendo el bar-restaurante Blueberry Hill (un lugar originalmente «hippie» que ahora es un sitio de reunión de estudiantes y uno de los sitios favoritos de Luis), librerías de viejo, un cine pequeño y bastante progresista, el mercado de puestos individuales que en USA se llaman «Farmers Markets» [mercados de hortalizas] y algunas otras tiendas y restaurantes pequeños. Este recinto se llama University City [la Ciudad Universitaria] y es el centro de uno de los municipios suburbanos de los alrededores de St. Louis. Es zona apacible y fue uno de los sitios más frecuentados por Luis Javier durante su estancia. Su apartamento se encontraba en la zona residencial entre la Universidad y Delmar, otra área tranquila. Este es en términos generales el espacio donde Luis pasó la mayor parte de su tiempo en St. Louis, aunque exploró otras partes de la ciudad y la región gracias al sistema de transporte público y los coches de amigos. Quisiera ahora reflexionar sobre algunos aspectos de este séptimo volumen de sus diarios que me han llamado la atención. Más que nada se destaca el buen sentido del humor de Luis, respaldado por la riqueza de su léxico. A pesar de sus depresiones —de las que habla con más franqueza y detalle que nunca en este diario—, Luis siempre poseía un don para entretener a sus amigos y hacerles reír. Y en muchas ocasiones ese don dependía de su lenguaje. Este sentido del humor surge por primera vez aquí en la segunda entrada, donde dice de su primer psiquiatra que «más parecía veterinario que médico». Aun hablando de su enfermedad se manifiesta su actitud bienhumorada. En varios
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momentos se ríe de sí mismo, como cuando está volando desde St. Louis a San Francisco y conversa brevemente con su vecino de asiento. Cuando este joven saca unos folletos para revisar en vez de continuar charlando, Luis dice: «un alivio: mi repertorio de inglés estaba a punto de agotarse» (martes 3 de septiembre). Luis siempre luchó con el inglés hablado a pesar del tiempo que pasó en EEUU. En este mismo diario transcribe «band» cuando debería haber escrito «van», un vehículo que Luis identifica como una «furgoneta». También recuerdo una conversación mantenida con él mientras atravesábamos un parque de Segovia, camino del acueducto, tras haber visto un mirlo. El mirlo europeo es semejante al «robin» norteamericano en todo menos en su colorado aspecto. En USA ese pájaro tiene un plumaje más gris que negro y tiene el pecho «rojo» (marrón). Pero en el diario Luis confunde «robin» y «raven», el cuervo del poema de Edgar Allen Poe. Me encantan sobre todo algunas expresiones y dichos que suelta a menudo. Por ejemplo, cuando está planteándose qué obras quitaría de exposición en El Prado dice: «creo que algún cartón de Goya pagaría el pato» (sábado 29 de septiembre). En otro momento (lunes 29 de octubre) sale ex abrupto con unos refranes magníficos: «donde tengas la olla no metas la polla» y «donde no hay mata no busques patata». Para un lingüista como yo, estas expresiones son divertidísimas y demuestran la gran riqueza léxica de este poeta extraordinario y su gusto por el refranero popular. En general, por la prosa que emplea Luis Javier, la escritura de este volu-
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men de sus diarios me parece la más fluida y «natural» que ha producido. A mi parecer, vemos aquí, especialmente en la «Nota previa», el fruto de la práctica de escribir. A lo largo de su carrera literaria Luis aprendió a escribir poesía y prosa y ahora nos ha dejado en el apogeo de sus habilidades. Solo quisiera mencionar dos momentos más que me han conmovido. Primero, en la entrada del viernes 7 de diciembre, en vísperas de su vuelta a España, Luis declara en resumidas cuentas, «Segovia es el espacio articulador de mi tiempo y de mis referencias más sólidas». En efecto, Luis Javier Moreno es el poeta segoviano por antonomasia. Quería entrañablemente a su «patria chica». El otro momento es el último párrafo del diario que se encuentra al final de los apéndices. No puedo por menos de citarlo aquí: Quizá debiera ampliar este Epílogo, pero estoy cansado. Ha sido el año del cáncer… Ya lo anotaré otro día. Hasta que las pruebas no demostraron que no debía perder la esperanza, tuve el convencimiento de que había llegado el momento de enfrentarme a la muerte y lo curioso es que la muerte no me producía terror ni angustia. El único síntoma que me produce una cierta inquietud es el cansancio y la apatía intelectual.
Luis, amigo mío, estás aquí con nosotros en tus diarios, en tu magnífica poesía, en tu espíritu divertido y en nuestros recuerdos.
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ST. LOUIS, 1989-1990
Laura Demaría
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scribo yo, aunque quisiera creer que la mía es una voz plural y diversa que encierra, junto a mis modos argentinos, los mexicanismos de Ana Luisa Gil Adalid, Rocío de la Rosa y Teresa García Díaz, y también las flexiones de una España amplia y compleja presente en las voces de Juan Ramón de Arana, Manuel Hierro y María López. Todo eso combinado con el español casi perfecto de Melissa Hardin. Es lo que pienso mientras recuerdo a St. Louis, nuestros años juntos en St. Louis, pero sobre todo esos meses que pasamos todos alrededor de Luis Javier Moreno. Luis nos convoca, él nos agrupa, él nos guía, él nos lleva al Blueberry Hill cada viernes a tomar jarras y jarras de cerveza. Él nos hace suyos en el Blueberry Hill, pero también en Holmes Lounge, en las mesas del fondo que son las de la zona de fumadores. Con él hablamos de pintura, de
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poesía, de literatura, de música, de escultura, de los norteamericanos. Nos podría haber dado cátedra sobre estos temas y muchos otros. En vez, se hace nuestro amigo. Así es Luis: excesivo en su generosidad, barroco en su apertura. Estamos todos juntos en un programa de estudios de literatura en español en el medio del Midwest norteamericano. El programa y la universidad es lo de menos, lo que importa de esos años es Luis. Una suerte de Macedonio Fernández que nos toca en suerte, como si fuéramos bendecidos. Luis nos queda grande en más de un sentido, pero jamás nos lo hace notar. Al contrario, nos trata como sus iguales. Pero nosotros no nos mentimos, nos damos cuenta de que ésta es una experiencia irrepetible, que Luis es el que nos forma en St. Louis. No es que haga con nosotros ejercicios de doma ni que nos domestique —de eso se encargan las instituciones—: Luis nos muestra la fábula, nos da pistas, nos señala que el olor de la lluvia es el que lo aproxima a una forma que, por muchos años, busca. Habla y habla y nosotros lo escuchamos y las cenas en la casa de Rocío o las fiestas en la de Melissa y Juan Ramón se vuelven círculos porque Luis ya está sentado y nosotros, todos, vamos a su alrededor, callados. Sabemos, nos damos cuenta de que ahí hay algo más. Algo que se presiente pero que, por lo menos yo, en ese momento, no logro descifrar del todo. Como si las palabras tuvieran cola, dejaran marca, armaran surco. La cuestión es que Luis está entre nosotros en St. Louis. Puede, por ejemplo, detenerse en San Juan de la Cruz o en
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la poesía de Horacio con la misma soltura con la que habla de los tríos mexicanos que le gusta escuchar y que tararea mientras se sirve un poco más de Jack Daniel’s para volver a empezar a hablar sobre Goya o los desnudos de Florencia. O nos explica la actitud de la escultura y cómo uno puede pasar a visitarlas adentro de ellas mismas. Nos habla también de la idea de nosotros, de la traducción literal, de los paisajes de Segovia. Nos aclara por qué los lugares más tristes son aquellos en los que abundan las flores amarillas. Nos plantea un argumento ontológico y nos pone de cara a la pared para que podamos empezar a ver… Luis se hace uno con nosotros. Pero es un falso simulacro porque debajo de ese estilo hay un lenguaje desfigurado que sólo nosotros, por Luis y gracias a Luis, sabemos. Insisto, puede dar cátedra pero no lo hace. Al contrario, se borra para hacerse cercano. En St. Louis, él se aplica y escribe, con la misma la tenacidad de las abejas de Iowa, ensayos y exámenes y parciales. Participa en las clases sin enfatizar lo que sabe, como si no necesitara el subrayado. Lo que haga falta para ser uno más entre nosotros. Un gesto, debo agregar, que se complementa con el uso riguroso de unos cuadernos sin espiral donde anota sus apuntes, como si él también fuera uno de esos chicos de la escuela primaria a los que esos cuadernos están destinados para que aprendan a escribir siguiendo el renglón de modo prolijito. Cuadernos de composición de tapas negras y duras, con un rectángulo blanco que funciona a modo de rótulo donde
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el niño debe escribir su nombre y el título de la materia. Cosas que Luis hace con total naturalidad y con una minuciosidad que bordea en lo obsesivo. Para cada materia, Luis tiene su cuaderno al que no confunde porque en el rótulo escribe, puntilloso, el título. Y con ellos, en la mochila, llega a la universidad. Son un montoncito de cuadernos apilados, todos iguales, casi irreconocibles entre sí salvo por ese rótulo que los señala y los distingue. En esos cuadernos, Luis escribe también la novela y da continuidad a sus diarios. Traduce poesía y escribe interminables versos que luego veremos salir. Pero también nos hace, nos forma. Se queda en nosotros como cicatriz, pero una cicatriz que se atesora. Luis, entonces, como abandonado en St. Louis, hecho nuestro para dejarnos algo para eso que, él sabe, vendrá después, cuando él se vaya y nos quedemos solos. Como si Luis estuviera programando todo, como si lo hubiera escrito en alguno de sus versos en tierra. Y nosotros, en este libreto, somos meros pianistas de una escritura ya escrita, de un sueño ya soñado. Citas desplazadas fuera de esos cuadernos de composición que Luis llena y apila esmeradamente. Seguidores, en definitiva, de una partitura que no controlamos pero que nos hace. Y Luis, nuestro amigo Luis, que lo tiene todo tan claro, nos va cobijando de este modo pero también nos va desprotegiendo, como si él siempre supiera que, al cabo de un tiempo, nos dejará para regresar a Segovia a ser su poeta y retomar la rutina que ha dejado allí intacta para reiniciarla.
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Es imposible devolver tanta ternura, leo hoy en uno de sus libros. Quisiera poder devolverle a Luis los muchos gestos que me significan. En cambio, lo veo caminando, enorme, junto a mí, por esas calles de St. Louis. Lo veo, además, tomarme del brazo y encauzarme hacia la calle Delmar, hacia el Blueberry Hill como si fuera él el que, a la larga, escribe esta escena. Luis, citando a Larra, una vez me dijo que a veces escribir es llorar. Eso hago hoy mientras pienso en la presencia de su ausencia. Le quedé debiendo una carta… Frente a mí están sus libros, sus postales de Segovia, su letra manuscrita, unas calcomanías pegadas sobre el papel de carta, una serie de dedicatorias en las que me dice que la amistad de siempre se mantiene en el recuerdo intenso de ahora y antes. En definitiva, de Luis me queda, nos queda, lo que verdaderamente importa.
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DIARIO VII
Nota previa
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sumo el riesgo de las reiteraciones e insisto, una vez más, en anteponer unas líneas al relato-secuencia de los días de este VII volumen de mi diario. No solo es una costumbre (asumida en lo que a repeticiones pueda contener tal introducción); es, también, una especie de clave de lectura que marca un modo de interpretación de las intenciones de su escritura. Los parámetros de forma, género, estructura, función, etc. en los textos de primera persona son vía trillada. Desde el inicio de la escritura de mis diarios consideré que uno de sus motivos (el motivo quizá) era rescatar del olvido vivencias y sucesos que el tiempo terminaría por difuminar. Ese móvil permanece y en él reincido. Para nuestra desgracia, la memoria es una facultad en retroceso, su mengua se incrementa y estas páginas constituyen
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un seguro contra el olvido del que (me consta) soy el primer beneficiario y único, quizá, en evitar que se convierta en la tumba del horizonte de mis días. Por otra parte, presunción es creer que nuestra magra escritura constituya un bocado exquisito para nadie y más aún desconociendo la cantidad, categoría e interés de nuestros lectores potenciales. Al pasar estos materiales del VII volumen al sistema mecánico, me asombran los años transcurridos desde la copia del primer cuaderno. El Dr. Johnson, en la biografía de James Boswell, trata (asunto normal si se tiene en cuenta que no hay aspecto humano que escape a su consideración) de esta modalidad de escritura; dice Johnson: «No son muchos los escritores que han obtenido reputación con el registro escrito de sus actos». Los tipos de relatos personales que le merecen consideración los enumera con su pretendido afán exhaustivo: 1º. Los de quien relata con gracia y dignidad sus hazañas propias. 2º. Obras donde el autor reflexiona sobre su vida. 3º. Los escritos propios de quien asocia su vida a una secuencia de anécdotas particulares (De rebus ad eum pertinentibus, llama el sabio a esos relatos) y reserva la 4ª categoría a los gacetilleros de asuntos (sucedidos o no) tanto temporales como espaciales, propios de algunos fanáticos de memorias y meditaciones. Para ciertos tratadistas españoles, la literatura de primera persona (el diario en particular) es género raro y escaso. Asunto fácil de probar tanto en su carencia como en su presencia; en cualquier caso, las valoraciones sobre tal modalidad de escritura no deberían ser nunca ni esquemáticas ni
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minimalistas. El diario (así lo veo) se encuadra en un tipo de literatura cuyo rasgo estilístico más destacado es el uso del pronombre de primera persona, voz que articula su materia narrativa y punto de vista desde el que se deberían contemplar estas obras como «Literatura del yo», donde, por derecho, se incluirían epistolarios, memorias, autobiografías, viajes… Vistas así las cosas, desde los epistolarios medievales y otros textos de análoga naturaleza hasta el Lazarillo, la obra de Santa Teresa o los epistolarios de Lope y Quevedo, entre otros, la literatura en primera persona en nuestro orbe literario no es tan escasa o rara como hay quien se empeña en mantener. Otro asunto, presente con mayor o menor extensión en otras notas previas análogas a esta, es la dicotomía «verdad / ficción» en la literatura en primera persona. Tampoco desearía repetirme, pero ¿podemos leer un texto histórico del mismo modo en que leemos una novela? Sí y no. El diario, además de un texto literario, es (o lo pretende) un texto histórico. Estudiosos hay que lo sitúan en la linde de ambas modalidades de escritura, aunque su relación con la verdad no sea idéntica. Dice Ricoeur que «la historia tiene hacia los hechos deberes contraídos, mientras que la ficción no tiene más deber que su rigor, su verosimilitud, su capacidad de seducción y en esos rasgos reside su verdad. Ningún autor de literatura de primera persona desconoce el modo, en su obra, de jugar con tal ambigüedad, pero la lógica del relato debe establecer acuerdos con la verdad, sin que ello implique la posibilidad de disfrazarla».
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El narrador norteamericano John Cheever, autor de un notable diario, asocia esa modalidad de escritura con la tradición marinera de su familia, la de su padre en concreto, quien escribió un buen surtido de páginas sobre tal asunto. Cuando el Sr. Cheever junior resalta algunos rasgos de su obra y otros textos afines, dice: «Los diarios comienzan siempre con el clima, los vientos y el crujido de las velas. En ellos, a menudo, suelen incluirse tentaciones, maldiciones, libelos y, de vez en cuando, obscenidades». Son características en las que abunda el diario de Cheever y el de su propio padre. El narrador, tras la muerte de su progenitor, encontró entre los papeles paternos cuadernos-diarios que tuvo por «rancios, nada gramaticales y un tanto vulgares», lo cual no fue óbice para que los utilizase en varios de sus celebrados relatos. El escritor y crítico mejicano Alfonso Reyes, en su ensayo de 1940 La biografía oculta, recomienda un pulso delicado a la hora de establecer la dosis autobiográfica contenida en la obra de cualquier escritor y, líneas después, asegura que «los recuerdos de la propia vida se transfunden en la escritura de modo que es difícil rastrearles la huella, pues, en ocasiones, lo que se ofrece como una relación de hechos reales puede ser un efecto de inventiva literaria y viceversa». Por lo que se refiere a esta séptima entrega de mi diario, continúo una parecida línea a las recopilaciones anteriores: vivencias cotidianas, reflexiones, viajes, etc. Aunque en este caso destacaría, como ocupación más absorbente, el tiempo dedicado a la reestructuración y revisión de mis escri-
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tos, poesía y prosa. Prosa que fue una tarea eminentemente americana, comenzada en USA y en la que persevero. En Iowa, durante el verano de 1985, tracé las líneas iniciales de lo que sería mi primera novela, concluida en St. Louis cuatro años más tarde; abordé también la escritura de algunos relatos breves y, por supuesto, las primeras páginas de un diario, por lo que mi escritura en prosa es, desde el punto de vista crono-espacial, una actividad primordialmente americana. Respecto a los poemas, apunto el modo (un tanto irregular) en que fueron apareciendo en los volúmenes publicados hasta entonces. En Iowa organicé la que considero mi primera obra sistemática, los Poemas breves. A raíz de la publicación de ese libro en 1986 repasé los libros editados que, por prisas y otros imponderables, aparecieron de modo desordenado e incompleto. La posibilidad de publicarlos no me la había planteado y la edición de los mismos surgió a salto de mata. El ambiente y tiempo del que dispuse en USA propiciaron que fuese allí donde comenzara a considerar mi escritura de un modo distinto, más sistemático. Así por ejemplo, inicié la revisión (restauración más bien) de Época de inventario y disposición de los textos que constituirían mis libros siguientes, El final de la contemplación y Rápida plata, aunque regresar a lo escrito (y no digamos a lo publicado) sea una tan rara como tediosa operación. Algo que el mismo Cheever apunta, cuando describe tal tarea, como «una desdichada relación del escritor con un espejo». Para acabar sin ser más prolijo, señalaré que en este volumen materializo un proyecto que me rondaba desde la
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copia de los dos precedentes, Quinto Diario y Cuaderno de St. Louis: incluir un apéndice al margen de la secuencia datada de los días cuyas entradas articulan el discurso total del texto y cuyas fechas llegarían al presente actual de los días reseñados. La justificación de esas páginas-complemento me la proporciona la distancia entre el momento de la escritura y el de la publicación, distancia a menudo mayor de lo deseable, establecida por momentos, distintos y distantes, en que fueron escritos ambos textos. En los escritos de este reciente apéndice recojo citas, comentarios de actualidad, bocetos… Cualquier complemento que a mi parecer muestre algún interés, algo parecido a lo intentado por Wallace Stevens en su Sur Plusieurs Beaux Sujects; él y otros autores han escrito recopilatorios de naturaleza análoga a los de este diario. Vuelvo en estas páginas a los contrastes entre mi percepción de la realidad USA y lo que los naturales del país proclaman de sí mismos: religión, individualismo, doctrina económica, mitos de una colectividad fluctuante. Un contraste advertido en mis primeras impresiones USA, elementos que articulan lo que ha dado en llamarse «sueño americano» (o «pesadilla americana», según: cara y cruz de la misma moneda) aunque los naturales del imperio tiendan a obviar los aspectos menos favorables de la formulación de sus ensoñaciones… Algo de eso recuerdo haber mencionado en una de mis intervenciones de Iowa en el septiembre, ahora remoto, de 1985, donde aludí a la concepción paisana de la pureza racial, intransigencia religiosa, política, eco-
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nómica. Por no hablar de la convicción de su hegemonía cultural con sus contrapartidas sangrientas y brutales, como las asumidas por organizaciones tipo Ku Klux Klan. Unas concepciones que a ciertos pensadores autóctonos menos apasionados les hacía proclamar que los americanos se habían convertido en «soñadores homicidas» sin que a ciertos ensayistas les molestase reconocer que los verdaderos americanos son cínicos y materialistas, capaces de llamar «sueño» a la mentira más inmensa, burda manera de fervor nacionalista: convertir la identidad nacional en una alucinación para la propaganda. También a este asunto le hago aquí un breve hueco. Los USA-americanos inventaron esa fantasía que han denominado melting pot como causa última de todas sus disculpas justificativas y así evitarse la construcción de muros protectores de forastero alguno, ya que ellos mismos se encuentran imbuidos de su propia identidad extranjera, formada a partir de combinaciones combustibles de energía que no han sido aún reconducidas y cuyo control del proceso, en el seno de sus propias llamas, se les desmadra de vez en cuando. Su historia les lleva hacia alguna parte aunque ni ellos sepan adónde. Al hilo de estas observaciones, creo que tal vez algunos de los fragmentos de mi novela incluidos en el transcurrir de los días de este volumen y coetáneos de ella, debiera haberlos situado en ese apéndice que en este volumen incluyo por primera vez. Desconozco el destino de esa novela, comenzada hace cinco años en Iowa. De momento, una
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vez descartada la idea de publicarla, su lugar más adecuado será el cajón de los aplazamientos. Entre los elementos más sacrificados de mi narración incluyo algunos pasajes de los espiritistas ingleses del siglo XIX, que pese a su más o menos estricta documentación, resultan ocurrentes, disparatados e incluso divertidos. Reproduje de memoria algún fragmento por carecer de los originales. Aparecen en un pasaje en que una vieja criada de la casa, aterrorizada por algunos sucesos que ella atribuyó a las más sobrenaturales de las fuerzas, acaba por desertar de sus obligaciones y abandonar relato y trabajo. Ahora tengo delante esos textos, pero prefiero hacer gracia al lector de la reproducción de unos párrafos que, a fuerza de reiteraciones, pueden acabar por hacerse pesados. En cualquier caso, para constancia de la seriedad con que tales adeptos se tomaban tales anécdotas, doy entrada a unas líneas: «La idea de Kardec de que los vivos nunca dejan de estar influenciados por los difuntos se refleja en la siguiente anécdota. En el comienzo del auge espiritista, Kardec oyó decir a un amigo que sus dos hijas, por separado, podían escribir automáticamente. Se les sugirió a las muchachas que preguntasen a los espíritus sobre unas cuestiones preparadas minuciosamente; éstos respondieron con precisión y detalle, de lo que el promotor infirió que la influencia de los espíritus es mayor de lo que se supone y le reafirmaron en su idea de ser los humanos “Espíritus Encarnados” que avanzan a través de los problemas de sus vidas».
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La conclusi贸n de tan peregrinos personajes (Kardec, Jay Hudson y otros) es que los poderes de la mente son mayores de lo que cualquiera pueda suponer. La gente no comprende que la creatividad humana es de expresi贸n id茅ntica al poder c贸smico de la naturaleza.
Luis Javier Moreno Segovia, enero de 2014
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