CARMEN BUSMAYOR
SÍLABAS DE AGUA Y BREZO
SÍLABAS DE AGUA Y BREZO
SĂlabas De Agua Y Brezo
Carmen Busmayor
AquĂ yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua. John Keats
PRÓLOGO ELOGIO DEL INCAUTO El artista siempre está solo. Rodeado de gentes, tapado por voces, incluso en el agobio de los peores días, siempre está solo. Bajo ese triste torbellino de vulgaridad, permanece ajeno e intacto un afán más profundo y misterioso: el peso del herraje, un silencio de hierbas y musgo” Moisés Mori
El lector de un libro de poemas es, antes que otra cosa, un incauto al que alguien invita a seguir, sin más aviso, unas palabras. El invitado entonces acompaña al lenguaje que se le vino encima hasta un incierto lugar donde se le deja aposentado, un lugar que puede ser reconocido o extraño para él pero siempre más allá, o más acá, de la acomodación. Allí el incauto queda al fin solo, sin guía que le procure un camino de regreso que deberá deshacer en el oscurecimiento: a tientas y por su propia cuenta. Hay quienes, de vuelta, recuperan el habla normal y olvidan la experiencia de un extravío y hay quienes tras el viaje temerario entran en un extravío verbal –o vital– para 9
siempre. Por eso, tras la lectura de un libro de poemas viene algo parecido al sobrecogimiento, pues quien entró sin cautela –o sea, el ‘incauto’– en el hervor verbal poético ignora qué le va a ocurrir después. Es como en aquellos juegos de los niños que consistían en ocultar el trayecto y revelar tan solo un destino. Al elegido (otro ‘incauto’) se le vendaban los ojos, se le llevaba tomado de la punta de la mano, se le abandonaba sin aviso: solo entonces él podía despojarse de la venda y comprobar dónde estaba. Y decidir si regresaba a la escayola de su vida anterior o, por el contrario, prefería permanecer por un tiempo ahí, confuso en el deslumbramiento imprevisto de lo reciente. Lo mismo el libro de poemas. Es un territorio que el poeta traza con palabras para saber el verdadero peso de su extranjería en el mundo. El poema trata de saldar con palabras un extrañamiento con las cosas, un desacuerdo de conciencia que parece disiparse solamente en la búsqueda de un espacio primordial: la cartografía del origen, cuya densidad emocional acaba trasvasándose en palabras que son imágenes. Por eso, tanto el lector como el poeta son dos incautos, dos seres no pertrechados con esos solucionarios que la vida ofrece para poder vivir sin riesgo en la triste soberanía de lo seguro, de lo dado por cierto. Quien escribe un poema ya ha salido del mundo; y nunca regresará a él del 10
todo, pues el poeta se aleja de la lengua de los hombres mientras escribe los poemas y acaba, desde entonces, por no entenderlos suficientemente; el lector acepta ese mismo extravío como la invitación a una incertidumbre. Ambos son criaturas gloriosas que no entran ya nunca en la medida de la vida regulada. Y un incauto sigue a otro incauto para conjurar, cantándola, la insatisfacción que se encuentra en el verbo existir. No siempre ocurre así. Pero hay libros que exponen con claridad e insistencia el trazado de este territorio personal que invita, sin saberlo, a entrar en él a los otros porque ese espacio es el de todos. Este es uno de esos libros: Sílabas de agua y brezo. En él, Carmen Busmayor penetra en una antigüedad emocional, una antigüedad que no tiene tanto que ver con el tiempo como con el peso atmosférico, aún vivo, de lo ancestral en la identidad de quien dice y, de paso, en la identidad de quien lee. Y ya sabemos que lo ancestral contiene ese espesor que vuelve a recordarnos que todos formamos parte de un magma común al que regresamos instintivamente en cuanto alguien nos deja volando cerca palabras esenciales del país de la infancia. Palabras como “tozal”, “busín”, “almiar”, “baladro”, que van punteando en algunos poemas el itinerario de una memoria que convoca con ellas los espacios del origen, cuya revelación es el trasunto último de este libro. 11
El libro se abre y se cierra con dos conversaciones inacabadas. Eso lo convierte en un texto suspenso en el que la ensoñación adquiere la misma carta de naturaleza que la memoria y la experiencia fechada. Como en el tiempo líquido del sueño, hay en Sílabas de agua y brezo una indiscriminación que hace entrar en transfusión lo recordado, lo sentido y lo experimentado. Esos dos poemas contienen palabras entrecortadas de dos poetas singulares que convienen a la naturaleza de la escritura de Carmen Busmayor: uno es un poeta de la elementalidad (el portugués Eugénio de Andrade) y otro, de la naturaleza iluminada (el italiano Eugenio Montale). Dialogando con el primero de ellos, la escritora leonesa se precipita hacia ese mundo palpitante del origen aferrándose a palabras del propio poeta portugués (“Escribo para subir / a las fuentes / y volver a nacer”). El aviso da una pauta que sostiene al libro entero. Ya en el poema aparecen las “madres vigilantes del agua en los cántaros”, madres “con un deshielo de pobreza en las manos”, madres que “repasan, zurcen y sueñan en la Fuentina”. Son las primeras imágenes de toda una galería de la memoria que irá apareciendo para lograr ese deseo explícito que la poeta expresa sin ambages: “Yo busco mi niñez”. En el poema “Profecía”, donde ese mundo tiene más presencia, hay ya una redención total de aquel espacio perdido en esa
tentativa de sujetarlo con el posesivo repetido (“Mío”… “Mío… Mío”…) que encabeza cada movimiento a fin de hacer revivir un verdadero locus amoenus en el que resurge aquel mundo natural en todo su esplendor, en toda su inocencia. A ese territorio nos conduce Carmen Busmayor a sus lectores entre sílabas de agua y brezo. Al territorio del origen, de su origen (“Yo no tuve otras raíces que estas”, se lee en el poema “Mineros”). Saberlo de antemano no ha de impedir querer compartir una mítica del poniente, una geografía emocional que empaña cada uno de estos poemas casi inexcusablemente, como ocurre en “Manumitidos”, uno de los poemas donde surge con fuerza esa imposición de un pretérito común y ancestral que envuelve el ánimo del lector. “Esta es la hora roja de mis antecesores”, se puede leer en él. Y las evocaciones al pasado (“Dormitan aves, pepitas auríferas y romanos sin dientes”) reconstruyen otra vez esa memoria sepultada que nos espera a todos en “hectáreas de oscuridad”. El otro eje del libro es el agua. Las formas del agua. A través de los poemas fluye, en todas sus manifestaciones posibles, una corriente que desasosiega al lector. La presencia del agua, ya en el propio título, no deja de ser una incidencia más que alimenta esa pulsión, esa vibración del libro en pos de llegar a un principio. Ya sabemos que el agua 13
ha sido siempre símbolo correlativo de la muerte (“La pena del agua es infinita”, dejó dicho Bachelard en su ya clásico ensayo sobre la imaginación de la materia). En el libro de Busmayor el agua es el elemento primordial que puede guiarnos hasta ese territorio recuperado al que ella desea acceder. De nuevo emerge con fuerza lo ancestral (“Divinidades del agua con mastines”, se titula un poema en el que esos dioses antiguos “nutren el recuerdo” y los mastines “entran en una sucesión de siglos que desemboca en altivos tractores”) y hay todo un catálogo de referencias hidrónimas (fuentes, charcos, orvallo, gárgolas, lavaderos, huertas regadas, inundaciones, pozos…) que anudan el pensamiento de estos textos poéticos a ese elemento de la vida, hecha memoria continua: el agua. Ante ella, Carmen Busmayor pugna por volver a activar la memoria feliz de una niñez edénica. A veces, sin embargo, hay una claudicación fatal que la poeta no esconde: “La Fontenova ya no es un manantial semejante a una carta amorosa escrita en invierno”. “He salido a recibir la belleza crepuscular que emana en los embalses / y al paso me ha salido de aquel pozo / descollante en la biografía de la escasez / su olor blanco”. Pero a pesar de esa música oscura, irremediable, de aceptaciones, persiste en el libro ese rumor, esa persecución inevitable que se va desvelando en palabras 14
de agua y brezo –es decir, de elementalidad y austeridad– donde se da cuenta de una sensibilidad que enhebra en las imágenes otro registro sentencioso y deja servida, tras el fulgor de lo evocado, la conciencia de quien no renuncia a encontrar en las astillas frías del pasado signos aún vivos de una identidad común. Con eso vuelve la escritora entre las manos desde aquel tiempo de óxido y oro. Tal vez el agua ya no corre: quema en el tacto de quien se arriesgó a hacerla suya: “La benevolencia deposita carámbanos en mi niñez”, se lee ya al final del libro; y todos sabemos que es en esos carámbanos yertos donde se encierra el significado sin trampa de un tiempo mítico que ha de convocarnos de nuevo en coro unánime donde podremos, al fin, reconocernos en palabras, en sílabas de agua y de brezo como las de este libro de luces y murmullos innumerables. TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
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CONVERSACIÓN INACABADA CON EUGÉNIO DE ANDRADE1
La lluvia silba en tu rostro y, cerca, un rumor reptil avanza entre la alfombra otoñal de los chopos. Algo me dice que ya no serás una muchacha apacible. Todo o dia a chuva ocultou o teu rostro. Las madres de sigiloso pacto con la noche en públicos lavaderos. Las madres vigilantes del agua en los cántaros, las madres desconocedoras de las flores palúdicas en los aljibes, las madres con un deshielo de pobreza en las manos repasan, zurcen y sueñan en la Fuentina. 1 Los versos en cursiva se deben a Eugénio de Andrade. Cfr. de dicho autor Los surcos de la sed (Os sulcos da sede), edición bilingüe de José Ángel Cilleruelo. Madrid, Calambur, “Los solitarios y sus amigos, 7”, 2001. La traducción de los versos citados de Andrade, por orden de aparición, es la que sigue: 1) Todo el día la lluvia ha ocultado / tu rostro. 2) Escribo para ascender / a las fuentes. / Y volver a nacer. 3) Como en otros días de rama en rama / la nieve. 4) Todo lo que los ojos traían. / Del mar. O de otra edad
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Escrevo para subir às fontes. E voltar a nascer. Mi corazón es un ramo de nieve almidonado por el hielo. Como noutros dias, de ramo en ramo, a neve. Aquellos marineros que untaban la mirada en las caderas estelares con una quietud que alivia. Con un silencio convexo y húmedo. En el quicio del mundo. Tudo isso os olhos trazian. Do mar. Ou doutra idade.
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1988
1988 se nombra luz por encima de la propia luz. Junio, suerte, abedules, abedules en los que alguien ratifica la existencia de lo probable con las manos de la certeza. Abedules que cuentan la quietud imposible y mañana ya no serán los de siempre. Abedules o cifras o la modulada sabiduría de las balalaicas. La altura de 1988, diez años después, tiene el rostro del frío de diciembre y el amor que salva en sí mismo. Creedme, no resulta difícil hablar del final del desvelo. Hay una estela en el camino soberanamente magnífica. Cielo glauco en sus ojos. Voz de cémbalo en los manantiales. El horizonte está más cerca. Traductora de alegría ya puedo hablar de otra forma del crepúsculo. Doy por estupendos besos y malaquitas sanadoras bruñidas por la humildad. 18,II,2015 19
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© de los textos: Carmen Busmayor © de la edición: EOLAS EDICIONES Diagramación: contactovisual.es ISBN: 978-84-15603-95-5 Deposito legal: LE-405-2015 Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 978-84-15603-95-5