AURELIO LOUREIRO
el cielo
TE ALQUILO
Te alquilo el cielo AURELIO LOUREIRO
Para mi madre, el espejo. Por mi hijo, el reflejo. Con Paloma, la luz.
“En la mina había un monstruo bueno que me protegía, impidiendo que me acercara al pozo. En el cielo hay otro, que también me protege.”
1. El bálsamo de Fierabrás
A veces sueña y los sueños no le gustan. A veces sueña y los sueños le reconfortan. Casi siempre despierto. Sigilosamente, procurando que nadie lo vea, entra en la Iglesia. Moja los dedos en agua bendita y se santigua. Luego deja todos sus ahorros en el cepillo y pide un deseo, mirando a un cielo que no se ve. El deseo no se cumple. Lo que quiere decir que los deseos no se pagan. Ni él ni el objeto de su deseo comentaron nunca aquel suceso. Ella está en una nube y a él nunca le devolvieron el dinero.
Cáncer, escribió. Y observó cómo su mano derecha, que sólo había tenido que teclear la letra “n” en su vano intento de desvelar el enigma, se escapaba rauda hacia el vaso de whisky que aguardaba impasible junto a la pantalla del ordenador. La letra “n” era, precisamente, la que dotaba de énfasis y crueldad a una palabra que le perseguía desde hacia meses como si se tratara de un asesino a sueldo acostumbrado a no dejar ningún cabo suelto en su cometido. O, al menos, así lo creía él. Al observar el color cianótico del vaso y la sonrisa de hielo con que éste le devolvía la mirada, ensayó una pirueta mortal sobre la cuerda floja que separa el instinto de supervivencia de la tentación del abismo. Muchas veces, entre amigos, había asegurado que un buen trago, en el momento preciso, le había salvado la vida. Nunca antes se había parado a pensar que nada, ni siquiera el alcohol, te salva la vida si la vida no está por la labor de salvarse. Probablemente, nunca había tenido una conciencia tan nítida y dolorosa del vacío como en aquel momento. Dudó entre beber o arrojar el vaso por la ventana a través de los cristales. Hacer añicos la perspectiva que, de un tiempo a esa parte, se había endemoniado tanto que, a pesar de su natural arrogancia, se veía obligado a agachar la cabeza con más frecuencia de la debida. A fin de evitar –como solía decir– que alguna de las bofetadas que se repartían diariamente a su alrededor no le alcanzase en plena cara. Un buen amigo le recomendó que, por sombría y triste que le pareciera esa perspectiva, no debía perderla de vista, pues, si agachaba 9
demasiado la cabeza, al alzarla quizá no encontrase otra y eso era un lujo que no se podía permitir. Él no entendió muy bien el razonamiento que avalaba semejante consejo. No obstante, optó por lo primero: beber; no fuera a hacerse añicos también su alma. No abundan los médicos del alma, reflexionó. Aunque no estaría de más encontrar uno que hiciera guardia las veinticuatro horas del día o, para mayor seguridad, disponer de uno en exclusiva. Y, sin esperar a que volviera a aparecer el dolor punzante que le oprimía el corazón y los testículos, hincó los dientes en el vidrio y deslizó su lengua entre los icebergs que, con arrebatadora jactancia, sacaban pecho mientras sus miembros inferiores eran devorados por el remolino de incertidumbres en que se había diluido el whisky. Ya no tenía demasiada confianza en el bálsamo que, hasta ese momento, había curado sus heridas, no era ningún donquijote y los molinos eran tan reales como gigantes dispuestos a descuartizarlo al menor descuido; pero su cuerpo no habría resistido apuestas de otra índole, como mirar al cielo que se esconde detrás de un horizonte demasiado cercano e inexorable dadas las circunstancias. Desde el fondo de la mina tampoco se veía el cielo; aunque, si era cierto lo que afirmaban de que los extremos se tocan, el cielo debía de estar muy cerca de allí. De pequeño, mientras su padre estaba en el tajo, le gustaba mirar al cielo, tanto si era de día como de noche. Presentía lo difícil que tenía que ser pasarse tantas horas encerrado bajo tierra, sin ver la luz o la oscuridad que proporcionan los astros; lo angustioso de estar en contacto con la oscuridad rotunda e implacable que surge del fondo de la mina. Por eso no comprendía por qué, en su mayoría, los mineros, no bien abandonaban las instalaciones de la mina, en lugar de mirar al cielo y respirar profundamente el aire fresco de la montaña, corrían al bar a emborracharse con vino peleón y a refugiarse en el aire viciado que deja el humo de los cigarrillos y las farias. Por qué, 10
en lugar de saciarse de vida durante las pocas horas que no estaban en el pozo o durmiendo para acudir descansados a un nuevo relevo, arrastraban el pozo con ellos a sus conversaciones alcohólicas, con sus complicidades y con sus pendencias, como llevaban el carbón entre las uñas de los dedos y en los pliegues de la cara. Era como si, cautivas sus almas en las oquedades de la mina, la vida no tuviera sentido lejos de ella. Como si estuvieran secuestrados por la mina y no pudieran vivir sin la angustia que, de acuerdo con sus presentimientos infantiles, la mina les insuflaba, hasta que la mina desapareciera para siempre de su perspectiva, con la jubilación o el desahucio, y dispusieran de tiempo aún para cultivar un huerto, si la tos se lo permitía. Como si su cometido, a espaldas de la mina pero con la mina siempre presente, en la imagen del castillete –majestuoso como un dios antiguo que todo lo ve y lo domina desde su anacrónica arrogancia–, los hundimientos del terreno, el carraspeo de garganta y el fantasma de la silicosis, consistiera en ahogar dicha angustia en humo y alcohol, día tras día, con el firme propósito de prolongarla hasta la náusea; esa náusea que anega las alcantarillas de la memoria. Tiempo más tarde, ante una copa de whisky, con la luna apagada y las persianas corridas para no ver la angustia resbalando por sus mejillas, para no contemplar el cielo que ya no se dejaba contemplar, llegaría a entenderlo y hasta a dudar de si él mismo, en el caso de haberse atrevido a dar el paso hacia la jaula y bajar al pozo, no habría hecho lo mismo que los mineros que trataban de olvidarse de la mina volviendo a ella una y otra vez. A preguntarse incluso si él no estaría haciendo lo mismo pasados los años. Refugiarse en humo y alcohol para volver a un pozo del que no lograba salir. Pero, entonces, cuando aún era un niño que miraba al cielo y respiraba el aire fresco de la montaña sin tener que pagar un peaje por ello, se resistía a creer que la actitud de los mineros era la 11
consecuencia lógica de un lícito deseo de exprimir la vida al máximo y recuperar el tiempo que, cada día, les robaba la mina. La única diversión que existía eran los bares. Con lo cual, allá se iban con la intención de dirimir lo que dejaban atrás, sin pararse a pensar que, desde el interior de los bares, tampoco podía verse el cielo. Mucho más tarde se daría cuenta de que las cosas no son tan sencillas y que siempre guardan una carta debajo de la manga: una carta que puede arruinarte la partida o lanzarte al estrellato de los renuncios insospechados. Pero, entonces, en el tiempo en el que el cielo, a pesar del manto ceniciento que lo cubría en los días tristes, seguía siendo azul, aunque no sabía gran cosa sobre la vida y menos de la vida de los mineros que apenas se dejaban ver por casa, intuía que la vida no se ganaba malgastándola: echándola a perder, dentro o fuera de la mina. En cierto modo, la enfermedad, sobre todo la enfermedad que no te pertenece y te obliga a ser espectador privilegiado, pero te secuestra de igual modo, manipula tus sentimientos, destroza tus emociones y te coloca al borde del abismo, era como bajar al fondo de la mina y recorrer sus galerías, procurando no darte de bruces con el monstruo, ni que las ratas se te tiren a la cara o te birlen el bocadillo. Desde el fondo de la enfermedad tampoco se ve el cielo. Y, cuando la enfermedad remite, cuando la enfermedad se toma un respiro y concede un respiro a los que dependen de ella, cuesta mirar al cielo, comprobar que sigue existiendo, como si se temiese que todo sea una ilusión, un nuevo engaño, el pago por haber cometido renuncio en la última jugada.
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Índice 1. El bálsamo de Fierabrás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 2. El fin del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 3. La vieja escuela. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 4. Los fantasmas de la Picona. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 5. Como pardales. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 6. Los recuerdos imposibles. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41 7. La guerra en el subsuelo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 8. Principios de hostelería. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 9. Un sueño entre la niebla. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73 10. En las antípodas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 11. Los guardianes del reloj. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 12. La culpa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 13. El castillete. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113 14. El monstruo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 15. Las horneras de la Ercina. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 16. La Academia minera. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 17. Un tren de cercanías. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145 18. Te alquilo el cielo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Epílogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» © de los textos, Aurelio Loureiro. © de la edición, EOLAS EDICIONES. Diseño y maquetación: contactovisual.es Óleo de portada: «La arquilla» de Carmen Estébanez ISBN: 978-84-15603-85-6 Depósito legal: LE-194-2015 Impreso en España - Printed in Spain
“A su lado, la arquilla marrón de madera cuarteada que contenía la comida para su tío. Su tío no trabajaba dentro de la mina y eso le concedía ciertos privilegios; como, en apariencia, no convivir tan de cerca con la muerte dulce o no tener que cargar con el grasiento bocadillo envuelto en papel de estraza, ya que hasta allí no llegaban los periódicos; quizá por aquel entonces no existían los periódicos. Y detrás de él, la madre, hermosa como una Ava Gadner que protagonizara una inolvidable película en blanco y negro. Aunque él no la mirase en ese instante, su madre, ojo avizor para que el niño no se acercase a la vía. El tren era lento, peo podía llegar de improviso, en un descuido, y si no paraba, si le daba por no parar a recoger la arquilla, si decidía borrar de un plumazo todos los privilegios de aquella extraña clase de mineros que sólo entraban en la mina en situaciones excepcionales pero se sabían de memoria cada uno de sus rincones, incluso aquellos donde el grisú, el gas asesino, explotaba sin previo aviso, el grito sería desgarrador, la montaña se vendría abajo y ya sólo quedaría el cielo, azul, refulgente, desnudo como un recién nacido.”
ISBN: 978-84-15603-85-6