wassalon
Colecciรณn Caldera del Dagda
Salvador J. Tamayo
Wassalon V Premio de Novela Corta Fundaciรณn MonteLeรณn
Escribir en EspaĂąa no es llorar, es morir. Luis Cernuda
E
n la vida solo hay tres cosas seguras: la muerte, los impuestos y Nina Simone. El siete de enero del dos mil quince unos terroristas asaltaron la sede de Charlie Hebdò. El mundo se cambió de nombre y de la noche a la mañana dejaron de ser Mathieu, Ilse, Frank, Thomas, Violet o Nathalie para pasar a ser Charlie. Una sola voz que gritara contra lo que, decían, era barbarie. Un día después de reyes. #JesuisCharlie. Once meses más tarde, el trece de noviembre, París sufrió otro ataque. Hombres armados con fusiles de asalto irrumpieron en la sala de conciertos Bataclán, en mitad de un concierto de rock. Me gusta el rock, pero me gusta más Nina Simone. Un par de explosiones cerca del estadio de fútbol donde jugaban Francia y Alemania. El presidente Hollande presenciaba el partido y antes de que terminara lo sacaron de allí en helicóptero. El resultado: 2-0 para Francia. Nadie ganó esa noche. El pú9
blico bajó al césped hasta que declararon la zona segura, algunos decidieron quedarse en Saint-Denis y otros salieron de forma ordenada por los pasillos, con la cabeza alta, cantando La Marsellesa: Tout est soldat pour vous combattre,/ s'ils tombent, nos jeunes héros,/ La terre en produit de nouveaux,/ Contre vous tout prêts à se battre! Tiroteos en Le Petit Cambodge, La casa nostra, La Belle Équipe, Le comptoir Voltaire y Le Carrillon. Cerco a los terroristas en el barrio de Molenbeek, Bruselas. España manda a sus mejores periodistas a dar cobertura: Ana Rosa Quintana, Carlos Herrera y Antonio García Ferreras. Todos y cada uno de ellos publican en twitter sendos selfies en los lugares de las muertes. En menos de un día, parte de los medios de comunicación españoles pasan del Je suis Charlie al Je suis connard. El escorpión no suele darse en Flandes de forma natural, pero allí estaba. Negarlo es absurdo, podía verlo sobre la lavadora número siete. Era la única libre. Le miré y le comenté: «Si vas a pincharme, deja que lave mi ropa antes». El suicidio del escorpión es mentira, como tantas otras cosas que nos han contado sobre los escorpiones o sobre las lavanderías. WASSALON pintado en la puerta de cristal, WASSALON en los ventanales que separan el espacio y la lógica familiar de la urbana, WASSALON acuñado en cada chapa que hacían girar las máquinas. Jetones, moneda única. Cuatro con cincuenta al cambio. WASSALON leído como un mantra, deslumbrado por el neón azul y 10
rojo sobre el dintel de la puerta, neón que parpadea, neón que no veo, neón que echo en falta, neón que no existe. El escorpión tiene seis patas y dos pinzas y una cola negra. Cáscara de quitina, jabón y azúcar. Cuando están rodeados por el fuego, se clavan el aguijón. Mentira. Cuando están rodeados por el fuego, se secan, su cola se contrae y la espiral se pone en marcha, gira, se reduce, se acaba. El escorpión llegó el martes y se subió a la lavadora número siete, sus pinzas jugaban con algunos restos de detergente, hacía montoncitos y yo imaginaba que contaba los granos, como los condenados, escorpión en el infierno y aritmomanía. Yo no lavo mi ropa, alisto un uniforme para la batalla. Somos legión, cientos de ejércitos de un solo hombre a miles de quilómetros de casa. Cuentan que los que se fueron tardaron diez años en regresar, aunque, en nuestro caso, lo que queda de ella son las cenizas sin esperanza de toneladas de cadáveres corruptos. «Si vas a pincharme, deja que lave mi ropa antes», le repito. Algunas cajas de detergente eran idénticas a las de cereales de importación. En las afueras de Londres unos hermanos de Belfast habían abierto la primera cafetería especializada en cereales gourmet. Podían encontrarse las marcas más importantes de países como Corea del Sur, Estados Unidos, Austria o Japón. Al mes de la inauguración unos anarquistas lanzaron granadas caseras de humo y reventaron un cóctel molotov en la puerta. Esa noche también quebraron los escaparates de dos inmobiliarias, un banco y un centro de estética 11
mientras gritaban en contra de la gentuza que favorecía la gentrificación del barrio. «Out of our neighbourhood!». Todas las personas que están en la lavandería me oyen, pero no me entienden. Fattoumata tiene diecinueve años y un hijo de tres. Lleva al pequeño en brazos y arrastra un carro de la compra hasta las secadoras, saca quince quilos de ropa arrugada y húmeda y la mete en la máquina. Introduce cuatro monedas de cincuenta céntimos y una de veinte. Presiona el botón rojo. Temperatura máxima. Comienza a girar. El pequeño observa curioso cómo gira, cómo dan vueltas sus cosas, y las de su madre, y las de su padre, y algunas toallas, y tres sábanas. Observa curioso la ropa pero se aburre pronto y pregunta algo. Fattoumata le sonríe, asiente, el pequeño se sienta en el bordillo de uno de los enormes cristales que dan a la calle. Faltan veinte minutos para que la secadora deje de girar, para que esté seca su ropa, su pequeño uniforme de la talla 3. Mide casi un metro y no sabe nada de la guerra. Su madre le ha dicho que es de Ghana, aunque haya nacido en Flandes Oriental y no tenga ni la más remota idea de dónde está Ghana. Si le preguntan encoge los hombros y agacha la cabeza. Yo soy español y Fattoumata y su hijo son de Ghana. Quien diseñó las casas de esta ciudad olvidó poner instalación para lavadoras. El suelo y el interior de las paredes son de madera, tejados a dos aguas y los lados que se unen en el vértice de la portada de las casas presentan forma de escalera. La estúpida idea calvinista de la ascensión al cielo, peldaño a peldaño, con esfuerzo y trabajo: Per aspera ad 12
astra. Absurdo. Me gusta Fattoumata porque le sonríe a su hijo, y porque tiene las uñas largas, rojas, diminutas garras de dinamita en sus manos grandes y negras que cuestionan el amanecer y el ocaso. «Si vas a pincharme, deja que lave mi ropa antes», Fattoumata y su hijo me escuchan pero no me entienden. La lavandería está en la calle Brabantdam, cerca de Sint-Annakerk. La puerta está dura, si se hace demasiada fuerza el aluminio araña la loza del suelo y devuelve la estridente nana de una arpía. Alejandro Zambra escribe que cuando llegó a Bélgica comió unos gofres, tomó un par de cervezas y gastó sus últimos cinco euros en lavar una sudadera que llevaba arrugada en la mochila. Estuvo una hora y media viéndola girar y cuarenta minutos esperando a que se secara. Le dolía el estómago porque en la hora del almuerzo, un día antes de su charla en la Universidad, había acabado con la caja de chocolate de cortesía, que la profesora Bieke Willem le había regalado, en menos de diez minutos. Lo mejor de Bélgica: chocolate y lavanderías. Odio la cerveza. Un hombre es lo que bebe, y las mujeres que frecuenta, y la relación con su padre. Un hombre es todo eso y los enemigos que tiene. Un hombre es todo eso y alguien que cada día, alista su uniforme para la batalla y el corazón para la guerra. La primera vez que lavé la ropa conocí a Fattoumata y a su pequeño. La décima, encontré un cadáver. Era una chica y quería que se llamara Sara. Sara es nombre de niña. 13
Es la primera vez que veo un cadáver. Pienso en llamar a la policía: Sara está dentro de la lavadora número siete, la única de tamaño industrial que hay en el local, desnuda, y tiene la piel hinchada y agrietada como un niño que se ha pasado de tiempo en la bañera. Pienso que ayer pusieron una bomba en el aeropuerto de Bruselas y otra en la estación de metro de Maalbeek. Pienso que la policía de toda Europa está detrás del hombre del sombrero, pienso en Molenbeek con el recuerdo de los poemas de Alfonso Armada sobre Sarajevo, aunque el centro de Bruselas no tenga nada que ver con Sarajevo. Pienso en jóvenes con AK· 47 corriendo por la Grand Place disparando contra los turistas y los coches de caballos. Caballos muertos. En la plaza aún resuena el eco del tiro que Verlaine le pegó a Rimbaud en una pelea de enamorados. María de Borgoña era la mujer más hermosa de Europa, murió al caer de su caballo mientras cazaba con su halcón a poca distancia de allí. En este país toda las distancias son pocas. Viajar no tiene mérito. María tenía veinticinco años y los ojos grandes como abismos. El halcón es hechizo de amor. El halcón caza solo. El halcón atacó al caballo picándole en los ojos. Caballo muerto abatido por disparos de fusiles automáticos. Esos que disparan hasta debajo del agua. Esos que traerán la revolución que nunca llega, la revolución en forma de bandera negra, la revolución en forma de bandera roja, la revolución dentro de las bragas de encaje negro de Sara que están sobre la lavadora, encima del libro, mientras ella sigue girando y su piel continúa abrasándose 14
a más de cincuenta grados. Allahu Akbar. Pienso en que no merezco morir tan lejos de casa. Pienso en que no sé dónde cojones está mi casa. No merezco morir. Sara no merecía morir. Sara es nombre de niña. Sara no se llama Sara. Salgo a la calle. Suele haber siempre mucho tránsito. La única calle de la ciudad que no duerme. Ventajas de vivir a pocos metros del barrio rojo. Aún así los bares están cerrados y sólo veo al Ninja. Jamás supe su verdadero nombre. El Ninja es un alcohólico delgado, calvo, de profundos ojos azules que siempre va vestido con camiseta y pantalón negro, suele pasar el día bebiendo latas de cerveza Carapils sentado en el escalón del burdel Salón de Cupido, famoso porque es el único en el que sus chicas no superan el metro sesenta y se pasan las horas dentro del escaparate comiendo bollería industrial y bebiendo batidos de chocolate y de fresa. El Ninja sólo cambia su vestuario en el calzado, botas de agua verdes militar todo el año y sandalias un par de semanas en julio y agosto, lo más parecido al verano que se puede sentir en Flandes. A veces lleva un plumas negro y otras tantas no usa camiseta. Me cae bien el Ninja. Los bares de enfrente siguen cerrados. Son las nueve de la mañana. La lavandería abre a las siete. El que ha puesto a lavar a la chica lo ha hecho en las últimas dos horas. La lavadora aún está encendida, la chica sigue girando. Una espiral de carne que trata de jugar a ser una circunferencia y está perdiendo. Triste. Sobre la lavadora puedo ver un libro: La realidad y el deseo. Luis Cernuda. Sobre el 15
libro, ropa interior de encaje negra. Alguien pudo dejarlos olvidado. Las casualidades no existen. Necesito sentarme. La chica sigue girando. La piel se ve roja a través del cristal. Girando. Uno, diez, treinta y siete vestidos rojos que ocupan casi todo el espacio del tambor. El cuerpo de Sara, dentro de la lavadora, parece una decena de vestidos rojos en mal estado, vestidos rojos que han perdido el color y que de ninguna manera son ya útiles. Presiono el botón y se para. La abro. Salen litros de agua y espuma. Huele a jabón: WASSALON. Neones azules y rojos en la puerta. No es una lavandería, es una catedral, un altar de sacrificios, un lugar de tránsito, una oficina, un comedor, un dormitorio. Nunca antes el espacio pudo ser más caprichoso. Cojo el móvil y marco el 112 hasta que una voz en neerlandés me responde y en inglés le digo que Sara está muerta, en Brabantdam, dentro de la lavadora número siete. Quiero echar una moneda, a nadie hará daño que gire un poco más. Sólo unos minutos. Quiero verle la cara. Las series de televisión me han enseñado a no tocar el cadáver ni contaminar la escena del crimen. —¿Quién es Sara? —pregunta el policía. —No se llama Sara. Es una chica. Una chica rubia. —¿Es una broma? —No, señor. No es ninguna broma. En poco más de cuatro minutos aparece un coche de policía y se bajan dos agentes con el seguro de la funda quitado y la mano en el arma. Entran de forma precipitada. «Ik ben Spanjaard! Ik heb u geroepen!». Grito an16
tes de que, siquiera, desenfunden sus armas. Desconfían de mi barba espesa y mis ojos oscuros. Me piden la documentación. Desconfían de mi historia. Preguntan por Sara y me miran como si perteneciera al ejército perdido de Al-Andalus. Llevan un chaleco antibalas azul donde está escrito: Police/Politie. Normalidad lingüística. Son dos, el más joven me pregunta qué ha pasado mientras el otro mete la mano en el tambor y comprueba si la chica tiene pulso. Uno de los policías podría ser mi padre, habla por la radio mientras acompaño al otro de buen grado en el coche patrulla a la comisaría de Belfortstraat. Antes de arrancar llega una ambulancia y al pasar por Belgradostraat las prostitutas preguntan curiosas, fuera de sus escaparates, qué es lo que ha pasado. Mientras voy en el coche compruebo las noticias en el teléfono. Hay una redada en Bruselas, en la comuna de Forest. Allí es donde hubiera ido a escuchar a Patti Smith si Marta no me hubiera dejado antes. Los francotiradores de las fuerzas especiales han abatido a un sospechoso. Estado reservado. «Vaya día», le digo al policía. No me responde. Recuerdo a Marta fumando en el patio de la facultad, vibrando sobre sus zapatillas rojas. Nos conocíamos poco, lo suficiente como para adivinarnos, o al menos jugar a. Recuerdo hacerme el distraído y verla acercarse divertida para darme un beso. Recuerdo enseñarla a liar cigarros, aunque todavía siga sin hacerlo bien. Recuerdo cómo me hablaba del vestido azul de Micaela Aramburu. Normal, las buenas familias pueden permitirse todo salvo los escándalos. Marta me ha de17
jado y Sara está dentro de la lavadora número siete. Sara no se llama Sara. * Charlotte Pitoors tiene veintiún años. Estudia en la Universidad de Lovaina y está en un concierto de Stromae. Saca su teléfono y hace una foto al escenario. Lo coloca en un palo extensible y presiona un botón situado en la parte inferior del mango. Su cara aparece en la pantalla sonriendo, junto a la de Lisbeth, su mejor amiga, y Thomas, un chico que conoce desde hace cinco semanas. Aún así está convencida de que es el amor de su vida. Los tres aparecen en la imagen. Hace otra foto. Lleva una mochila de nylon a la espalda que se cierra tirando de dos cuerdas que hacen las veces de asas. Abre la bolsa y las asas se encogen. Guarda el palo extensible y bebe un poco de agua. Thomas agarra sus caderas y la besa en el pelo. De nuevo golpea la pantalla del Smartphone y gira trescientos sesenta grados grabando un vídeo. Voltea el teléfono y los tres saludan casi gritando: We are on fire! A los pocos segundos la foto en picado donde aparecen sonriendo está en Twitter, Facebook e Instagram: [#Onfire! Enjoying @ stromae. @CharlottePittors98, @ThomasMag, @LisbethVampirella.] Tras cinco minutos tiene veinte likes, cinco corazones y seis comentarios: 1. Louise Curodeau: Nous y étions!!!! La place était pleine, aucun siège libre. Tous, je dis bien tous étaient de18
bout et dansaient du début à la fin. Mais mieux encore, son discours s’incruste doucement et est, avec de la chance, entendu et compris par beaucoup, beaucoup, beaucoup de monde. 2. Lola Germain: AWESOME!! :) Enjoy the music, Charlotte!! See you soon. 3. Caterina Cozzucoli Quel merveilleux spectacle! Il prouve au monde entier qu'on peut faire de la bonne musique tout en chantant en français! Quelle leçon il donne à tous ceux qui délaissent leur langue et adoptent l'anglais pour avoir un son plus international, pour plus de succès et plus de cash...oops excusez, c'est en anglais! 4. Jessica Erebia: Please come back to FL soon ❤ You are a true artist Stromae! I wish I could have attended your concert in Miami ❤ best wishes in this crazy industry thats called music. 5. Marcos Figueras: C'est tout simplement FORMIDABLE ! 6. Natalie Pittors: Charlotte, Ik ben je moeder. Je straalt! Doe geen zotte dingen en amuseer je. La canción está a punto de terminar y ninguno recordará jamás si estuvo sonando Carmen, Ta fête o Quand c’est? Si el tiempo es extraño, los recuerdos lo son aún más. Hemos terminado siendo un escaparate bonito, en el mejor de los casos. Sólo se trata de eso, si no, la vergüenza sería insoportable. Charlotte no recordará qué canción sonó cuando Thomas la besó en el pelo por primera vez. Si fuera Alors 19
On Danse o Tous les memes, no habría sacado el móvil de sus pantalones. Cortos. Hacía mucho calor. No se hubiera distraído. Es lo que quiero pensar eso. Dejó el móvil en el bolsillo y saltó como una candela junto a Thomas y Lisbeth cuando Stromae comenzó a cantar Alors On Danse. —How can we dance while our beds are on fire? —le dijo Thomas. —I am on fire right now. But my bed… I don’t think so —contestó Charlotte. —You are right. Your bed is not yet on fire. But… will be. —Charlotte sonrió e hizo como si no le hubiera escuchado. Lisbeth llega bailando y le ofrece a la chica un vaso de plástico amarillo rebosando de güisqui barato con Coca Cola. Empecé a beber güisqui tratando de imitar a Hemingway y lo que conseguí fueron dolores de cabeza que unidos a mis migrañas me hacían parecer un tremendo idiota. Han pasado cinco meses. Charlotte cierra los ojos, trata de recordar el concierto. Charlotte recuerda olores: su sudor, tierra mojada, aire seco y la camiseta de Lisbeth empapada en ron. Un tipo de ciento quince quilos se echó sobre ella antes de perder el conocimiento, e hizo que la chica cayera de espaldas y se le rompieran las pequeñas botellas que había colado en el fondo de la mochila sin que los de seguridad se dieran cuenta. Sudor, tierra, ron, aire seco y el perfume de Thomas. Recuerda el olor y las luces violetas, como si estuviera viviendo dentro de una película del festival de Sundance. Cualquiera, no importa. Son todas iguales. 20
Otros títulos de la Colección Caldera del Dagda 1. La sombra del Toisón. El relato oculto de una conjura Pedro Víctor Fernández 2. Educando a Tarzán Francisco Flecha Andrés 3. Braganza César Gavela 4. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (I) Luis-Salvador López Herrero 5. EL HOMBRE INACABADO y otros cuentos Aníbal Vega 6. Perro no come perro, veinte relatos inquietantes Ricardo Magaz 7. Segundo cuaderno de St. Louis. Diario, Volumen VII Luis Javier Moreno 8. secretos de espuma Cristina Peñalosa Giménez 9. Iluminada Alberto Ávila Salazar 10. CONFESIONES DE UN HOMBRE RAQUÍTICO Alberto Masa 11. la verdadera historia de montserrat c. Luis Miguel Rabanal 12. EL INFIERNO DE LOS MALDITOS. Conversaciones con el mal (y II) Luis-Salvador López Herrero
Esta novela ha obtenido el Premio de Novela Corta de la Fundación MonteLeón 2016 que otorgó el Jurado compuesto por Salvador Gutiérrez Ordóñez, Francisco José Martínez Carrión, Ángela Díaz-Caneja González, Andrés Blanco Blanco y Francisco José García Paramio.
© Salvador J. Tamayo, 2016 © de esta edición: EOLAS ediciones www.eolasediciones.es Dirección editorial: Héctor Escobar Diseño y maquetación: Alberto R. Torices Imagen de cubierta: Ryan McGuire (http://gratisography.com/) Con Licencia Creative Commons Zero ISBN: 978-84-16613-53-3 Depósito Legal: LE 467-2016 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com · 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Impreso en España