Oier

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OIER

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1ª edición: Enero de 2023

Imagen de portada: Aitor Arana

Diseño de interior: Iturri

Maquetación: Erein

© Alaine Agirre

© de la traducción: Angel Erro © EREIN. Donostia 2023

ISBN: 978-84-9109-876-8

D.L.: D 81-2023

EREIN Argitaletxea

Tolosa Etorbidea 107

20018 Donostia

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Imprime: Itxaropena, S. A.

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OIER Alaine Agirre

Traducción de Angel Erro

erein

—Me han dado un año de vida. Su madre lo suelta de sopetón, como si no hubiera nadie delante, como si no se dirigiese a nadie. Pero ahí están, uno a cada lado de la mesa del comedor, su padre, su madre, su hermano y él, Oier.

Hace algunos años cenaban cada noche en esa mesa, cuando Jon era adolescente y Oier un crío. Su madre les preguntaba siempre cómo les había ido en la escuela y qué habían aprendido: en los libros y también fuera de ellos. Era el único momento del día en que se reunían los cuatro. Conversaban. Ponían la mesa entre todos, y, cuando terminaban, la recogían también entre todos. Sacudían el mantel en un rincón de la cocina, hasta que no quedara ni una miga; a continuación, lo doblaban bien y lo guardaban en el cajón, sabiendo que lo volverían a sacar la noche siguiente. Era su madre quien solía hacerlo.

A Oier le gustaba mirar cómo sacudía ella el mantel: con garbo y la dosis perfecta de fuerza; sin llegar a ser brusca, pero sin perder el fuste. Con energía medida. Y, por alguno de esos pensamientos

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1 El mantel

mágicos de la infancia, Oier creía que, igual que dominaba el arte de sacudir el mantel, su madre sabía hacer cualquier otra cosa; pero especialmente, muy especialmente, que sabía cómo estar y cómo comportarse con todos y cada uno. Al niño se le antojaba que por el hecho de saber sacudir el mantel, su madre atinaba a ayudar a las personas. A él, por ejemplo. Con el paso de los años dejaron de usar la mesa, o lo que es casi lo mismo: la utilizaban solo para reunirse algunos domingos. Jon, cuando empezó los estudios, se mudó a la ciudad; su padre, por su parte, dejó la oficina de seguros y se metió a concejal en el ayuntamiento, y sus reuniones rara vez acababan para la hora de cenar. Entretanto, mientras todavía era pequeño, Oier era quien cenaba con su madre. Aunque no en la mesa grande del comedor: para los dos bastaba con la mesita de la cocina. Y al principio, sí; al principio, su madre compró un mantel más pequeño, y empezaron a utilizarlo. Pero, sin ser conscientes ni uno ni otro, Oier y su madre abandonaron la costumbre de cenar con mantel. Y, con ello, la de que su madre lo sacudiera y que él se quedara absorto mirándola.

Oier recuerda la anécdota del mantel. Eso y cómo se van olvidando los hábitos; tan poco a poco que los propios protagonistas casi ni lo advierten.

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Su madre es la que hace por reunir a los cuatro a la mesa. La que siempre busca la ocasión de sacar el mantel.

Pero hoy ha sido su padre el que los ha convocado con un mensaje, por la mañana temprano.

«Tenemos algo importante que contaros. Venid a cenar a casa».

No les ha ofrecido ninguna otra explicación, y la primera cosa que se le ha ocurrido a Oier es que sus padres iban a divorciarse. Pero no se lo comenta a su hermano Jon, cuando este, nada más llegar a casa y antes incluso de darle las buenas noches, le pregunta:

—¿Qué es lo que nos tienen que contar?

—Ni idea.

—¿No sabes nada?

—No.

—Espero que acabemos pronto. Tengo casi una hora de viaje de vuelta. Y no me gusta conducir de noche.

Jon siempre quiso irse de casa: estudiar un módulo corto, buscarse un trabajo y vivir por su cuenta. Sin embargo, el año que terminó el instituto hizo un trato con sus padres: iría a la universidad, como ellos querían, pero, a cambio, ellos le pagarían el alquiler en un piso de estudiantes, aunque

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podría haber ido y venido todos los días en autobús. Una vez acabada la carrera, continuó en el piso, porque tenía que enviar currículums, etc. Durante las vacaciones de verano, no regresaba a casa. Solo retornaba, como el turrón, en Navidades y en festividades de ese estilo. Pero la mayoría de las veces no se quedaba a dormir. Cuando encontró trabajo, alquiló una casita que podía pagar con una parte del sueldo, y ya no regresó al pueblo.

Así que ahí están los cuatro. Cada uno a un lado de la mesa.

—¿Un año de vida?

Ha sido Jon el que ha hecho la pregunta. Y ha sido esa pregunta la que ha sacado a Oier de sus pensamientos.

—Pero… ¿por qué? ¿Qué tienes, ama? ¿Y desde cuándo?

—Vuestra madre ha estado mala últimamente. Yo le dije que fuera al médico, y finalmente me hizo caso –dice su padre.

—Me han hecho algunas pruebas –prosigue la madre, pero sin mirar a sus hijos.

Y en ese momento Oier es consciente de que está pasando de verdad, que no es una broma ni una pesadilla: se da cuenta al comprobar que su madre no les mira a los ojos al hablarles.

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Es cierto. A su madre le han dado un año de vida.

—¿Qué pruebas? ¿Qué dices, ama? –le pregunta Jon, pero parece que ella no es capaz de responderle.

»¿Quién te lo ha dicho? ¿Y cuándo? –prosigue Jon, mirando esta vez a su padre, pidiendo al principio, una respuesta, y exigiéndosela más tarde, al ver que este también calla.

»¿Por qué no me habéis dicho nada? –insiste Jon, con los ojos llenos de rabia y lágrimas.

»¿Y tú? –se dirige ahora a Oier–. ¿Tú lo sabías? Oier no dice nada. Oier no mueve un músculo.

La vez que, de vuelta de hacer las compras, a su madre se le cayeron las bolsas. La vez en que su madre vino a casa del trabajo a media tarde, diciendo que estaba cansada y se metió en la cama. La vez en que su madre se mareó en las escaleras y se cayó. Es la tensión, se excusó su madre cuando sucedió. Eso es por la menopausia, le dijo su padre. El cansancio, pensó, sin darle más vueltas, Oier. No lo vio. No vio que su madre estaba enferma. No vio que su madre va a morirse…

—¡¡Oier!! –grita Jon, viendo que su hermano está en la luna.

—Jon –le dice su madre, y esta vez le mira a los ojos–, deja a tu hermano en paz.

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Parece que su madre ha vuelto a su ser. O no: pero, al menos, ha recuperado el control de la situación. Aunque no el control sobre su hijo mayor.

—¡Por qué no me has llamado! –le dice a Oier–. ¿Y tú, aita? Qué pasa, ¿que tus deberes de concejal no te dejan tiempo para cuidar a la ama?

—¡Ya basta, Jon! ¡¡¡Basta!!!

Quien ha gritado ha sido el padre, que también parece haber vuelto en sí.

Al instante Jon se calla como si le hubieran dado un tortazo. Se mantiene paralizado unos pocos minutos, como tratando de asimilar lo que acaba de pasar. Luego se echa a llorar. A Oier acude otro recuerdo de niñez, pero no dice nada, y luego se le borra de la mente. Su padre también permanece callado. La madre parece que va a decir algo, pero Jon se levanta y se va. De casa.

Ella se queda mirando a la puerta, con las lágrimas cayendo por sus mejillas, en silencio, pero como rogando que regrese Jon. El padre continúa callado, mirando al plato; y, de repente, se pone a comer.

Oier no puede creerse lo que está pasando. Finalmente, habla:

—Ama. –La única palabra que le sale, en voz baja, aunque siente que muchas más se le traban en la garganta.

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—¿Sí, Oier? –le dice su madre; con cariño, pero con miedo a que su segundo hijo también vaya a largarse, y también a lo que tenga que responderle.

—¿Qué tienes? –consigue preguntar Oier. Su madre aprieta los labios. A continuación, mira a su marido. Después a su hijo pequeño. Cierra los ojos con fuerza, más lágrimas; abre bien los ojos:

—Leucemia.

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Las hormigas luminosas

Oier ha estado a la espera de que la luz de la mañana entre por su ventana. Anoche no bajó las persianas; quería ver las luces del pueblo, que está un poco distante de su casa, esas luces que no se amedrentan ante la oscuridad de la noche.

Llega la mañana, porque empiezan a colarse algunos rayos, que producen algo de molestia a sus ojos insomnes e inundan de luz toda su habitación. En cierto momento de la noche se ha acordado de cuando era pequeño y le parecía que esas lucecitas nocturnas eran hormigas. Así se lo preguntó a alguien, quien se lo confirmó: por las noches transportaban la luz para que los niños o los adultos que se asustaban con la oscuridad las vieran desde la ventana.

Sería su madre quien le contó esa historia.

Le ha bastado con ver entrar un poco de luz. Se viste, coge la mochila y se dispone a salir sin desayunar siquiera. Pero siente que antes tiene que hacer una cosa.

Se asegura de que aún no hay nadie en el piso de abajo, se dirige al comedor. Y allí lo ve.

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El mantel, que ayer por la noche su madre no sacudió. Hecho una bola sobre la mesa. No extendido y cubriendo la mesa, con la esperanza de que la familia se reúna pronto. Pero tampoco guardado en su cajón, esperando la próxima ocasión.

Se da cinco segundos: permanece de pie, paralizado, cierra los ojos, siente dolor, pero respira hondo, abre los ojos y lo hace.

Coge el mantel. Va hasta la cocina y lo sacude en un rincón. Extiende los dos brazos para doblarlo por el medio. Y otra vez por el medio. Y otra vez, y otra. Así hasta que adquiere un tamaño adecuado para caber en el cajón. Le parece que le queda muy desparejado, y que debería de repetir la operación como su madre sabe hacer. Pero finalmente lo deja tal cual. Y se va.

Sale a la calle, por el camino de las hormigas luminosas.

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Las hormigas se han apagado pocos minutos antes de que el autobús entrase en la estación. Justo cuando ha llegado Libe. No le ha querido contar lo de su madre. Ahora no, piensa Oier. No obstante, ella se lo ha notado. Suben al bus, se sientan juntos y se lo cuenta.

—Y ¿has dormido?

—Sí. Bueno. Algo.

—Pero, Oier, ¿estás bien?

—Sí.

—¿De veras?

—Que sí.

—No sé qué decir… si le pasase eso a mi madre… no sé. No sé lo que haría.

—Ya lo sé, Liv. Pero lo llevo bien. No te preocupes.

Más que a Libe, se lo dice a sí mismo. Estoy bien, estoy bien, estoy bien. Aunque no se lo termine de creer.

Pasan tres o cuatro curvas en silencio. Pero Libe tiene más preguntas para Oier.

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Un abrazo

—¿Y tú madre qué va a hacer?

—¿Qué quieres decir?

—Pues… no sé. ¿Qué tratamiento necesita?

¿Quimio o algo así?

—La verdad, todavía no nos han dicho nada.

—¿Cómo se lo ha tomado Jon?

—Mal.

—Bueno, es normal, ¿no?

Pero Oier no sabe si la actitud de su hermano mayor es normal. Nunca le ha dicho nada a Jon: es más, siempre respetó su decisión –la de irse de casa–, porque entendía qué había detrás de esa decisión, y lo ha ayudado. Cuántos mensajes le habrá enviado, para recordarle algún cumpleaños, para contarle lo que sucedía en casa… Pero lo de ayer no lo entiende. Siente que ha huido y lo ha dejado solo ante el peligro.

—¿Qué va a hacer tu madre con sus pacientes?

—No lo sé –responde Oier, un poco agobiado con las preguntas de Libe.

—¿Derivarlos todos a otros psicólogos? ¿O seguir tratando a unos pocos? –continúa preguntando Libe–. Yo no sé qué haría si me dieran un año de vida. Lo que es trabajar, no. Pero sé que para tu madre su trabajo es importante; ayudar a los demás y esas cosas. De todas maneras, ¿no es paradójico

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estar escuchando las mierdas de los demás mientras sabes que tu vida se está agotando? Agotando, Oier, agotando.

Mientras Libe no para de hablar, Oier la observa, sin atender a su perorata neurótica, por cortesía, y pensando que no tenía que haberle contado lo de su madre; que, de hecho, no quiere contárselo a nadie. Que no tiene ganas de hablar del tema. Y menos de escuchar lo que la gente pueda decirle después.

De pronto… hay un momento… un microsegundo… una sensación que no puede describir con palabras. Pero, de pronto, se da cuenta de que el amor que ha sentido durante años hacia Libe ha desaparecido. No sabe cuándo se ha ido, ni adónde, no se ha dado cuenta hasta ahora. Comienza a repasar mentalmente los momentos vividos con ella los últimos días, y no encuentra nada que haya hecho desaparecer su enamoramiento. Es cierto que, después de lo sucedido la primavera pasada, no tuvieron trato; sobre todo, en verano. Por él. Porque necesitaba tiempo para tratar de apagar esa peligrosa llama que sentía por Libe; aunque no parara de soplar, a pesar de saber que acabaría agotado. Empezó el curso y han continuado viajando juntos en el autobús. La relación entre ambos ha ido cambiando

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poco a poco. Y ha desaparecido la fascinación, se ha extinguido; se ha apagado sin más, igual que unos minutos antes se han apagado las luces de la calle.

—…Perdona, Oier –interrumpe Libe su discurso, sin escuchar el clic interior de Oier–. Yo aquí, habla que te habla, pero eres tú el que estás sufriendo. Perdona.

—Tranquila, yo estoy bien.

—Venga, Oier, que nos conocemos...

—¡Que estoy bien!

Libe levanta una ceja, incrédula.

—¿De verdad?

—Que sí, Liv.

Le responde Oier, y le asoma una sonrisa, porque siente a Libe más amiga que nunca, ahora que no media amor ni secretos entre ellos. Se siente libre.

—¿Qué pasa, Oier? –le pregunta ella, pensando que ha metido la pata.

Oier la abraza.

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