El otro juego

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Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías? J. L. Borges

Duró apenas algo más que un mes, pero siempre me pregunté, ante la partida que dejó inconclusa, cuántas jugadas fueron. Imagino que no más de trece, como era su estilo. Se llamaba Abel. Había llegado a mi departamento en un sexto piso de la calle Herzl, en pleno ascenso del invierno por esas calles que ni en verano podían quitarse el gris de los vientos. Fue el primero en acudir a mi solicitud de un compañero de cuarto. Lo acepté sin vacilar al comprobar su carácter ameno, por no decir taciturno, su procedencia de un orfanato eclesiástico y su comprobable disponibilidad económica. Nunca le pregunté mucho por su pasado, jamás toqué el tema de sus padres, pero no he podido quitarme la sensación de que el permanente negro en su vestimenta entrañaba un luto inconmovible, tanto en su ropa como en su semblante, incluso en sus gestos. De cualquier forma era notable su buen ánimo en las primeras semanas de convivencia, con una sonrisa austera pero franca en nuestras charlas. Lo acompañé en algunas de sus regulares visitas a la iglesia local, y él en algunas de las mías a la universidad, ámbito cuya vitalidad lo deslumbró al punto que me dijo que quería


inscribirse cuanto antes, aunque aún no supiera en qué carrera. Otro de esos días fue conmigo al Club de Ajedrez, del cual yo era socio y aficionado. Asistió con curiosidad, luego de ver el tablero y las piezas en mi biblioteca y preguntarme por ellos, diciéndome que jamás había oído acerca de ese juego. El comentario me pareció bastante extraño, conocedor yo de los tradicionales torneos de ajedrez que se han jugado siempre en las iglesias, en uno de los cuales yo mismo había participado alguna vez (por demás eliminado en las primeras instancias). Antes de ir al Club, ese mismo día le enseñé los rudimentos del juego: los movimientos, las reglas, la combinación de piezas. Aprendió con increíble rapidez. Ahí mismo jugamos una partida como práctica y fui arteramente destrozado por el novato. Vencerme no significaba un mérito para nadie, pero fue sorprendente la seguridad con que se desenvolvió luego de unas preguntas iniciales, de confirmar las condiciones del enroque, repreguntar si sólo los caballos atraviesan piezas, y cosas por el estilo. Sospeché que fuera todo una larga broma de experto planeada desde el momento en que vio el juego en el estante, así se lo hice notar mientras se balanceaba mi rey sobre el tablero, pero no fue sólo su reacción, sino sobre todo el carácter que le había ido conociendo esos días, lo que hacía imposible una burla de ese estilo desde su persona. Evidentemente y para mi sorpresa en esa primera partida, no cayó ante el “mate del pastor” que yo, como todo mediocre jugador enfrentando a un supuesto


principiante, intenté asestarle; quizá intuitivamente (no creo habérselo advertido yo) abrió su juego por el centro del tablero y ocupó las casillas centrales como recomendaba Capablanca. Luego sacó alfiles y caballos con los que empezó a desarmarme. Si tenía algún descuido, ante él se quedaba perplejo hasta que yo le explicaba alguna regla omitida, y entonces se aclaraba otra vez su fisonomía para recuperar inmediatamente lo perdido con implacable lógica. Luego de sacudirme la primera derrota, su ánimo estaba visiblemente divertido, así que le concedí algunas partidas más hasta que pude alegar alguna obligación por la que me sería imposible seguir jugando. Él se quedó sentado a la mesa junto a la ventana azotada por el viento, cobijado por su pulóver negro y con los brazos cruzados apoyados a la mesa, mirando desde lo alto el tablero con las piezas inmóviles desde mi última derrota. Como hubiera podido prever, al volver a casa lo encontré sentado en el mismo lugar, moviendo sin cansancio las dóciles pero no menos feroces piezas. Esa noche le di el primer tomo del Tratado de Ajedrez de Grau, con el que me había entrenado años atrás. Si una imagen patente me queda de él, mejor dicho si otra imagen me queda de él además de la última, es la de verlo parado en la calle antes de entrar al Club, con su aire retraído y algo nervioso y el tratado de ajedrez bajo el brazo, junto al primero de sus progresivos cuadernos. Me molestó toda la noche con su velador, ya que compartíamos mi cuarto de paredes apretadas, lo más


cómodo que podía conseguir un modesto estudiante sin recurrir a una pensión. Al día siguiente fui, más instado por él que por mi propia afición, al Club a reencontrarme con mis compañeros y mostrarle al neófito el mundo social del ajedrez. El Club se ubicaba en la esquina de Doyhenard y Kratz, en el centro de la ciudad. Estaba virtualmente oculto, pasaba desapercibido a los transeúntes, quizá por el desfase entre la altura de su piso y la vereda, o por su aire apagado desde la ventana, que lo confundía con un bar decadente. Pero la razón más probable de que pasara desapercibido debía ser que se encontraba casi permanentemente cerrado. Hacía años que la comisión directiva estaba ocupada por un grupo de ancianos huraños y conservadores, que no tenían la mínima intención de atraer mayor participación. Miraban con desprecio a cualquier recién llegado y procuraban ganar o en última instancia perder rápidamente con él para poder volver al juego cerrado entre amigos. Con ese mismo desdén vieron llegar a mi concubino. Había algunos jóvenes socios del Club en ese momento, que tomaban café y se frotaban las manos para entrar en calor antes de empezar. Su mayor diversión era jugar partidas de dos minutos, a toda velocidad; para ello necesitaban estar bien despiertos. En la vuelta de reconocimiento que dio mi amigo antes de que lo presentara se quedó particularmente fascinado por un tablero muy grande que había frente al ventanal de la calle Doyhenard, en el que los amplios casilleros contrastaban con unas piezas bastante pequeñas, lo que en efecto producía una


sensación extraña y en algunos casos (como el mío) dificultaba el juego, de la misma manera que podría ocurrir con grandes piezas apretadas en un tablero reducido. Abel quiso jugar en ese tablero sin vacilar. Lo presenté y uno de los socios de mi generación aceptó un juego luego de mi breve relato y alabanza acerca del día anterior. Le ofreció jugar sin cronómetro, como gesto de paciencia hacia el novato, cosa que él rechazó a condición de que le enseñara a usarlo. Era fácil. Como nueva cordialidad, le fueron ofrecidas las piezas blancas, que abrían el juego. Empezó de forma diferente a las aperturas del día anterior conmigo, en las que había adelantado siempre alguno de los peones centrales; esta vez sacó un caballo que de todas formas defendía para sí las mismas casillas. Le aconsejé a mi compañero del Club no jugar el “mate pastor”, a lo que sonrió y empezó su juego. Su rostro sonriente con unas pocas jugadas fue mutándose hacia una creciente preocupación al verse cada vez más complicado, con desventaja material y de posición, en la que iba quedando atrapado por el tranquilo y humilde pero directo y avasallante juego del principiante. A las diecinueve o veinte jugadas, luego de quedarse cinco minutos seguidos con la cabeza entre las manos, el ajedrecista abandonó la partida con honesta admiración, pero con la secreta sospecha de que mi amigo mentía sobre su inexperiencia, sospecha que hizo explícita más tarde junto a otros. Luego de esa sorpresiva derrota de pronto todos quisieron ser quien pusiera las cosas en su lugar cortándole los aires al recién venido y se ofrecieron a


enfrentarlo. Uno a uno fueron cayendo, extraordinariamente rápido. No recuerdo la cifra exacta, pero sé que en todo caso no hubo más de una o dos partidas que pasaran el medio juego, es decir, en las que quedaran sólo reyes y peones y alguna que otra pieza de valor. Uno de los viejos dueños del Club lo llevó ensañado hasta ese nivel de dificultad, y se resistió a abandonar hasta haber perdido el último peón. El resto de la tarde tuvo como fondo sus berrinches. Después de eso, sus juegos nunca cruzaron las veinticinco jugadas. Todos los presentes y los que fueron llegando desafiaron a la definitiva revelación de la temporada, muchos lo hicieron más de una vez, empleando con esperanza sus trucos más secretos, estudiados en la soledad y guardados para la ocasión más gloriosa, que había llegado en vano como una primavera pútrida. Debo confesar que yo mismo volví a sospechar que fuera una desmesurada burla de un verdadero experto cuando surgieron las quejas de los ancianos, a las que adhirieron algunos más. Pero pronto fueron aplacados cuando alguien sugirió que si se tratara de un maestro de tal magnitud lo deberían conocer ya de alguna forma, así que la gresca se disolvió ante la impaciencia de los que esperaban jugar con él. A poco de pensarlo, los jóvenes antes críticos se volvieron fanáticos del desconocido, que hubiera o no jugado mucho o poco en el pasado era de todas formas un jugador descomunal. Cuando los ancianos –en el colmo de su zozobra– cerraron impetuosamente el Club, los demás invitaron a mi amigo a tomar una copa para festejarlo, propuesta que


fue rechazada ya que no bebía ni le agradaban los bares. Se fueron en grupo hablando de él con entusiasmo, próximos a una larga noche de juego y debate; pensé en rehusarla yo también, movido por el profundo asombro que me colmaba, queriendo acompañarlo, pero él mismo me instó a seguir al grupo y dejarlo volver solo. A la mañana siguiente, cuando subí a nuestro piso, como ya me imaginaba no lo encontré con los libros de teología que acostumbraba revolver con devoción (que otros llaman angustia existencial) sino escribiendo el primero de sus numerosos cuadernos de notas, en cuya primera página yo había sido invitado a esquematizar los movimientos de cada pieza y la definición de jugadas como “coronación del peón” o “tomar al paso”. Me acerqué para mirar sus notas y él no tuvo reparo en mostrármelas: estaba graficando distintas aperturas, todas originales según me decía, ya que no las había visto en mi tratado ni en los juegos del día anterior. A mi consiguiente pregunta respondió que recordaba jugada por jugada todas las partidas; esta es la memoria que con profusos años de práctica desarrollan los grandes jugadores de campeonato, en sus mejores momentos. Como vio mi rostro algo incrédulo, para demostrármelo me pidió con visible regocijo que eligiera alguna de aquellas partidas: le dije que reconstruyera la novena, sin saber yo cuál había sido. Él tampoco recordaba al contrincante, me confesó, pero de todas formas reconstruyó todos los pasos explicándome también las tácticas del adversario y cómo las fue desbaratando. Vagamente recordé los últimos movimientos y


comprendí que no mentía. Todo ese día, mientras yo estudiaba filosofía alemana del siglo XVIII del otro lado de la mesa, con grandes intervalos en los que me quedaba mirando el lapso del sol, breve entre los edificios, y los más breves pero más lentos caminos de los transeúntes, inmóvil en su asiento, encorvado hacia su cuaderno, él escribió más y más aperturas y variantes y largos textos explicativos que me leía al pedírselo. En los días siguientes lo llevé a cada lugar que conocía en que se jugara ajedrez. Las visitas se dividían entre aquellas cuyos presentes quedaban fascinados por el “jugador prodigio”, en las que quedaban atónitos y callados y en las que éramos de una u otra forma expulsados por los malhumorados vencidos que preferían seguir jugando en su nivel habitual sin molestias. Abel se iba de todos aquellos lugares con su serenidad característica y con la satisfacción de haber pasado un rato jugando a su juego preferido, que ya iba siendo el único objeto de su interés. En una ocasión fuimos a un parque lleno de olmos en el que había mesas y bancos de piedra al aire libre junto a un camino ocupado por una feria; en ellos se congregaban diferentes grupos de fanáticos jugadores y solía asistir un reconocido campeón internacional, quien años atrás se había encontrado entre los cien mejores jugadores del mundo y del que no se podía decir que hubiera perdido el nivel. Se encontraba allí esa tarde y accedió sonriente a jugar con Abel. Tras la primera derrota y la revancha perdida, se ensañó de tal forma que le jugó casi treinta partidas sin parar y sin poder articular


siquiera veinte jugadas en ninguno de ellos antes de voltear el rey. A tal estado nervioso llegó el amable veterano que arrojó el tablero enloquecido y se fue mascullando “Nunca vi algo semejante”. No volvimos a visitar el parque. En verdad no podíamos pisar más de dos veces ninguno de los sitios de juego, porque aunque hubiera sido alabado sinceramente el primer día, en el segundo los jugadores empezaban a verse molestos al no poder iniciar una partida con la mínima posibilidad de ganarla. Así pronto se acabaron los lugares para llevarlo a jugar, ya que, como recién llegado y taciturno, no tenía iniciativa propia para buscarlos solo y prefería mi tutela. Todos fueron pronto explotados, a excepción de los que no quiso visitar desde el principio: las iglesias. En efecto, con el tiempo llegó a faltar a sus oficios religiosos más básicos, como ir a misa los domingos o incluso rezar por las noches. Esa sola actitud me inquietaba, aunque además estaba acompañada por un cambio más sutil en su carácter. Cambio para mí, supongo, ya que lo había conocido bastante en esas pocas semanas de compañía y podía notar estados diferentes al mirar un poco mejor su constante rostro apagado, de párpados bajos y labios inmutables. Pero de todas formas yo era el único que lo conocía en la ciudad, pues no me enteraba de otra compañía que pudiera tener y, si no íbamos juntos a jugar ajedrez o a la facultad para charlas y actividades, lo veía siempre en ese que se convirtió en su lugar, junto a la ventana de mi sala, en dirección al este, con el sol contra la cara por las mañanas y dándole luz hasta el atardecer.


Los cuadernos se fueron sucediendo uno tras otro, acumulándose en un estante para ellos reservado en la biblioteca. En ellos plasmaba los constantes avances (y los puros divertimentos) de su mente y su juego: había cuadernos llenos de medios juegos, otros con finales, remates, tablas, problemas, variantes, combinaciones de jugadas, de aperturas, medios y finales que citaba de otros cuadernos anteriores. Esa serie se estaba convirtiendo en un exhaustivo tratado de ajedrez para genios. Genio... Esta palabra empezó a rondar a nuestro alrededor con el correr de las tardes y los salones de juego, y pronto se me quedó adherida. Es verdad: era un genio. De todas las partidas que jugó, desde la vez del campeón o la siguiente, su progreso se hizo tal que no hubo una partida que durara más de trece jugadas. Era increíble, pero tan innegable como real. Por más que lo observaran para intentar sorprenderlo, por más jugadas maestras o enrevesadas que le hicieran, él llevaba siempre el mando del juego y nadie le podía quitar la iniciativa por dos jugadas seguidas. No se repetía nunca; estaba constantemente innovando en aperturas y variantes, lo que no le impidió jamás demorarse en su aparente determinación de liquidar a todo adversario en trece jugadas como máximo. Esto exacerbaba los nervios y el respeto profesional de los mejores, como aquel campeón, que jugaban el juego más defensivo que podían, pero al fin caían atrapados por ese genio, que de una u otra forma los obligaba a romper sus defensas de hierro abriendo el campo al combate en el que serían rápidamente aniquilados. Un contrincante lo perturbó,


cuando había perdido su sexta partida, al decir por lo bajo “es infernal”. Luego de esas primeras semanas empezamos a vernos menos, en gran parte porque comenzaron las clases en la universidad y yo me ausenté del cuarto con mayor frecuencia, pero a la vez había otra cosa que de algún modo nos iba distanciando: por ejemplo, ya no me mostraba sus anotaciones de los cuadernos y, pese a que desde aquella primera vez no volvimos a jugar entre nosotros, excepto alguna noche en que me insistía demasiado, dejó de explicarme jugadas en el tablero, que ya se había quedado para siempre en la pequeña mesa salvo a la hora de comer. Fuimos dejando de compartir el juego de las maneras en que lo habíamos hecho, y cuando, aunque ya había agotado todos los conocidos, yo le ofrecía salir a buscar otro lugar nuevo para jugar, incluso cuando se me ocurrió al fin matricularlo para que empezara a participar en torneos importantes, ante cada oferta él se negaba sin alegar ningún motivo. Prefería quedarse en su silla mirando el tablero, jugando solo y escribiendo sin cansancio. Dejamos de hablar también; en las cenas todo se fue volviendo más callado y áspero, por lo menos para mí, que miraba por la ventana con incomodidad mientras él masticaba con la vista perdida. Un día llegué a preguntarle si estaba ofendido conmigo por alguna razón. Se sorprendió con un gesto de transparente franqueza, y quizá fue la última vez que le vi sonreír. No, no fue la última.


Salvando nuestro distanciamiento, nos quedaba un hilo de relación: yo le compraba los cuadernos y la pluma. Él pagaba con rigor la mitad de todo gasto, pero curiosamente seguía avisándome cuando se le estaba acabando el cuaderno o la tinta y me pedía por favor que le trajera cuanto antes el repuesto. Y también quedaba la relación unilateral de mi espionaje: de vez en cuando, en las contadas veces en que yo estaba en el departamento y él no, tomaba al azar uno de los volúmenes de su ya gigante obra, para ojear sus notas; como él los numeraba para poder hacer referencias que iban y venían en todas las direcciones, lo cual implicaba a veces corrección y otras anticipación cumplida, yo podía hacer una ojeada cronológica, por la que iba viendo notas cada vez más complejas, desenvueltas y conectadas. Para el trigésimo cuaderno ya había desarrollado una simbología propia, explicada en detalle en el cuaderno 27, que le permitía referirse a jugadas o procesos de varias jugadas con sólo números y letras y asteriscos. De esta forma armaba árboles de jugadas que a mi entender eran análisis de posibles juegos, desde una apertura o determinada situación inicial, con los caminos operables, que desembocaban en “1–0” finales, es decir “jaque mate”, o quedaban inconclusos, haciendo referencia a otra página o cuaderno donde seguramente continuarían. Ese era el fruto de sus días enteros frente a mi tablero, y también de sus tardes de juego, donde debía poner a prueba sus estudios. En varios cuadernos a lo largo de los más de cincuenta que ya tenía escritos, vi repetirse un ejercicio que debía ser su favorito: tomaba dos problemas


planteados por autores famosos, extraídos de libros que había comprado y abandonado durante los primeros días; esos problemas debían tener las mismas piezas o ser de algún modo compatibles, por ejemplo por coronación de peones (movimiento que con el correr de los ejercicios hizo compatible casi cualquier par de jugadas). El ejercicio consistía en llevar las piezas de una a otra situación, pero no de manera trivial, contingente, sino estrictamente lógica: los pasos eran en última instancia necesarios. Sin duda, él buscaba esa condición de necesidad, buscaba el paso de una a otra situación, buscaba cada vez con mayor efectividad la forma que hiciera imposible otro juego, obligando al adversario, por medio de jaques o severas amenazas o demasiado tentadores e inofensivos regalos iniciales, a seguir los pasos que le fueran marcados hasta llegar al objetivo deseado, que la mitad de las veces no tenía nada de ventajoso para quien mandaba, ya que permitía recuperar piezas o las entregaba en exceso o perdía una posición favorable, pero esto no restaba valor a aquellos ejercicios sino que lo engrandecía: eran ociosos ejercicios de genio, expresiones de su desarrollo exponencial y a la vez formas de entrenamiento de una lucidez inabarcable. Nuestro distanciamiento se hizo cada vez mayor a la vez que su actitud hacia mí cada vez más reservada; diría arisca, si hubiésemos tenido antes abiertas expresiones de afecto. De pronto empezó a faltar al cuarto por largos ratos, e incluso a llegar muy tarde en la noche sin previo aviso y sin dar explicaciones –que yo tampoco pedí, por sentir que ya no alcanzaba nuestra


confianza para ello–. Esto no hacía que su producción se detuviera: seguían acumulándose los pequeños lomos en una fila que acaparaba todo el estante y pronto reclamaría uno nuevo, y él seguía pidiéndome de vez en cuando otra tanda para seguir. Yo no llevaba la cuenta de los cuadernos que compraba, pero en un momento sentí que había más de los que yo le había dado, quizá por ver que la fila seguía creciendo con regularidad a la vez que él me pedía con crecientes intervalos los insumos. Esto, aunque yo me decía que no tenía importancia y que era un insignificante vicio de mi compañero, me inquietó. Un mediodía volví de la facultad, luego de haberme ausentado la noche entera como ocurría en mis veladas de ajedrez con amigos, y lo encontré en su lugar frente al tablero vacío, con grandes ojeras y el rostro pálido, notoriamente angustiado. Me acerqué hasta enfrentarlo de pie, al otro lado de la mesa, y él no hizo el menor gesto, como si no hubiera notado mi presencia. Estaba definitivamente desesperado. Quise compadecerlo invitándolo a jugar, pero me respondió, si eso fue una respuesta: “… es mate”. Me quedé algo contrariado, mirando las casillas brillantes de sol y las piezas guardadas en su caja, pero insistí. “No” balbuceó, “no puedo… no puedo salir de ese jaque”. Y lentamente levantó su cabeza hacia mí; con una expresión de total desesperación, de desamparo y tal vez de miedo, me miró desde su palidez y casi me gritó “¡Es mate! ¿Cómo voy a jugar si es mate?” De pronto la situación se me hizo intolerable, incomprensible e intolerable. Estúpidamente dije, como si fuera a servir de algo, “pero si todavía no


empezaste el juego”, a lo que me susurró, como acompañando un suspiro, “mate” y empezó lentamente a llorar, primero las silenciosas lágrimas desde sus ojos que seguían mirándome y me hacían sentir algo de culpa (seguramente porque yo le había enseñado ese juego que ahora lo desazonaba), y luego las también calladas convulsiones que lo empezaron a agitar, y le hicieron bajar la cabeza acurrucándose contra la mesa, hasta el llanto mayor, el de los lamentos a grandes voces, las manos revolviendo el pelo, el cuerpo meciéndose como un bebé sin su madre, el paroxismo de un dolor que no podía explicarme desde ningún parangón. Lo único que pude hacer fue abrazarlo, y llevarlo hasta su cama, acostarlo y esperar a que el llanto se fuera amenguando, haciéndose cada vez más lento, callado y suave, como en un espejo de tiempo. Finalmente se durmió, y yo volví a la sala, donde me quedé contemplando el tablero, esa monótona serie de cuadrados amarillos y marrones sobre la que se había desarrollado toda la trama que lo había llevado a ese extremo. Quité el tablero de allí, y, creo que por primera vez desde que él lo sacó, lo guardé con las piezas en la biblioteca, para que por lo menos no se encontrara con él al levantarse. Me pregunto ahora qué pensaba yo en ese momento, qué idea pude haberme hecho de lo sucedido, si es que me formé alguna, para tomar todas esas medidas de manera tan inocente, sin plantear una verdadera explicación de lo que había ocurrido. Sólo pensaba al parecer en darle una protección casi maternal, instintiva, sin detenerme para reflexionar. No entiendo cómo no se


me cruzó por la cabeza en ese momento la idea de su insania, tan evidente en ese dolor inexplicable. O cómo no leí lo escrito en el cuaderno abierto junto al tablero en la mesa, sino que lo cerré y lo puse sin más en la biblioteca, al final del grupo. Me quedé junto a él por prudencia, para que no despertara solo, pero un lamentable desencuentro me lo impidió. Estuve toda la tarde estudiando en mi cama, que daba a la segunda ventana del departamento, mirándolo de a ratos, cuidando que su rostro no me mostrara ninguna inquietud, signo de pesadillas. No despertó en todo el día, durmió profundamente; su estado ese mediodía parecía el de alguien que hace de verdad mucho que no duerme. Finalmente yo me dormí, pasada la medianoche, flaqueando en mi determinación de velar por él. Desperté a la mañana y él ya no estaba en la casa. Me maldije por haber fallado así, dejándolo despertar solo en el estado de conmoción que había tenido. En la sala encontré el tablero otra vez desplegado sobre la mesa, con un juego comenzado y aparentemente abandonado a las pocas jugadas, tras las cuales no se veía ninguna situación comprometida. Salí a buscarlo por los únicos lugares en que se me ocurría que podía estar: el Club, los parques, los bares a que habíamos ido juntos. Llovía, y el frío era de pleno invierno, lo que hacía todo mucho más difícil. Aún así fui a cada parque abierto, recorriendo de punta a punta la ciudad sin éxito. Pensé en la facultad, en ciertas librerías que habíamos visitado. Tras varias horas tuve que desistir y llegué enfermo a mi edificio. Los escalones de madera negra de esos pisos


fueron un infierno, pues ya me estaba subiendo la fiebre hasta convertirse en una fuerte gripe que me inmovilizó durante días. Al anochecer escuché desde mi cama la puerta; no lo llegué a ver, pero oí la ducha al otro lado de la sala; seguramente él también se había ensopado y repetía mis pasos. Luego el sopor de la fiebre me llevó al sueño en pocos minutos. No sé si fue verdad o sueño o alucinación pero recuerdo breves despertares pesados en los que levantaba mi cabeza y veía su espalda a través de la puerta, en la sala: él estaba sentado en su lugar de siempre, con la luz de la sala encendida o en sombras, inmóvil hacia adelante donde sin duda se encontraba el tablero. La imagen flotaba y ardía, pero esas deformaciones bien podían ser producto de la terrible fiebre que ablandaba mi cerebro, y no evidencia de una alucinación. A la mañana siguiente desperté solo otra vez. Me levanté con esfuerzo, y en la sala encontré el tablero con otra partida abandonada (no pensé que fuera la misma), y esta vez reparé en algo que no había notado la mañana anterior: faltaban la pluma y el cuaderno, tanto de la mesa como del estante. Que yo recordara, siempre quedaba en alguno de esos lugares cuando él se marchaba, pero ni en ese momento ni después pude estar seguro de ello. No pude salir de la cama por varios días, y sólo lo veía haber vuelto o ya ausente, cuidando un poco de mí, haciéndome de comer y dándome horribles toallas frías. Una vez, antes de cenar, quise ayudar quitando el tablero de la mesa, a lo que le pregunté si podía sacar las piezas;


su reacción me asustó. Desde la cocina me gritó “¡No!” y vino con fuertes pasos. “¿No ves que no está terminado?” me dijo con violencia, y cuidadosamente alzó el tablero para llevarlo al pie de su cama sin que se moviera una pieza. Luego quedó ofuscado durante toda la cena, y no cruzamos palabra alguna. Era muy extraño que le importara tanto desarmar un juego, ya que aún debía recordar cada jugada de cada partida desde la primera conmigo. Una sola vez durante mi convalecencia me levanté y lo encontré sentado frente a una jugada. Por decir algo, le pregunté “¿Es la misma partida de hace unos días?”, para que por lo menos me hablara al contestarme que no. Luego de un momento inerte, se molestó en quitar el mentón del apoyo de su mano para decirme “sí” y volver a su absoluta concentración. No entendí cómo podía demorarse tantos días en una simple partida, incluso efectuándola con piezas y no mentalmente como era usual en él, pero, quizá por lo atontado que estaba debido a la enfermedad, no le di importancia. Vi a su lado el cuaderno abierto, enmarañado de palabras hasta los márgenes. Hacía ya varios días que no veía ese cuaderno que siempre se llevaba al salir. El curarme no cambió las cosas. Empecé a salir otra vez, y seguimos encontrándonos de manera intermitente, casi esporádica. Había noches en que él no volvía sino hasta la tarde siguiente, y ya estaba completamente distante. Intuí que lo había perdido desde aquella mañana en que lo dejé despertar solo, pero


también pensé que quizá él ya estaba muy lejos desde antes de ese día. Una noche en que volví al departamento vacío, luego de vacilar un largo rato, me decidí a revisar sus últimos cuadernos, que iba dejando regularmente en su lugar aunque no quisiera mostrármelos y se los llevara a diario mientras los escribía. Quería encontrar el momento de aquel colapso, que para mí seguía significando una ruptura aunque ya antes se hubieran manifestado ciertas actitudes sospechosas en él. Tomé uno de los cuatro últimos y lo abrí al azar; desde la primera ojeada un cambio me produjo inquietud: ya no había gráficos, ni flechas, ni árboles; todo era un largo, continuo texto, que abarcaba y sobrepasaba el cuaderno, ya que acababa en una oración inconclusa. La inquietud creció cuando vi lo que estaba escrito en él: frases incomprensibles, por completo absurdas. Había ciertamente análisis, como acostumbraba anotar, pero éstos no eran de jugadas claras ni usaban símbolo alguno; además, aparecían hipótesis en primera persona que nada tenían que ver con el ajedrez, en las que se narraba una ida al almacén, un paseo por calles, diferentes sueños, en una mezcla caótica, continuada por supuestos razonamientos que yo no podría detallar ni explicar aunque quisiera. Y en cualquier parte entre aquellas divagaciones aparecía nombrada una pieza, una torre, un alfil, pero excesivamente descrita, incluso detallada hasta los rasgos más nimios, como la mirada de un caballo y su manera de relinchar, incluso el número de ladrillos de una torre o el tamaño de sus puertas. Vi analizados a lo largo de varias páginas los ojos de un


caballo. En ese momento comprendí que el mal que aquejaba a mi amigo era una lisa y llana locura, como me había negado a admitir hasta ese momento, aunque con creciente temor. Me invadió la desesperación. De pronto era urgente encontrarlo, de pronto yo había cometido la gran estupidez de perderlo de vista otra vez y tantas otras veces anteriores, de no seguirlo como a un enfermo. Pero pensándolo con el mayor detenimiento que pude, me convencí de que no lo encontraría por más que lo buscara toda la noche, como ya me había ocurrido. De pronto yo no sabía nada de él excepto que generalmente dormía junto a mí y que hacía días que jugaba la misma partida de ajedrez. Lo único que pude hacer fue seguir leyendo esas notas y aumentar mi compasión y mis nervios. Pasé las hojas de los últimos cuadernos, y todo era texto continuo, inagotable, inenarrable. En alguna página aparecían de nuevo símbolos, en una graficación casi tachada por flechas y correcciones, pero éstos eran accidentales claros en un mar de líneas azules. De repente sonó la puerta; yo me había abstraído en la lectura de un pasaje y su llegada me tomó completamente por sorpresa. No tuve tiempo de poner en su lugar los cuadernos que había dejado abiertos en distintos estantes, y en mi apuro dejé caer uno al suelo cuando ya la puerta se abría junto a mí. Me volví de inmediato para verlo entrar tapando lo mejor posible la situación, pero vi cómo él me miraba de arriba abajo, detenía su mirada abajo, donde estaba el cuaderno tirado, y cómo empezó a sonreír. Nunca en la vida había sentido


un terror semejante; esa sonrisa que le crecía lentamente no era la de un ser frágil y tímido, era la de un loco, la de un ser impredecible cuya mente se agitaba entre ideas turbias e indescifrables. Su rostro se petrificó en una gigante sonrisa que mostraba los dientes hasta las encías, y levantó su mirada hacia mí; los escalofríos recorrieron mi cuerpo como relámpagos, y yo me quedé boquiabierto, sin poder articular sonidos. Él cerró la puerta con ese aire terriblemente risueño, y empezó a sacarse el abrigo para colgarlo del broche junto a la puerta. “¿Viste la partida?” me preguntó de espaldas, con una voz desconocida, que se adivinaba divertida. Yo no pude responder nada, no sabía de qué me estaba hablando, y además de estar aterrorizado por él lo estaba por la vergüenza de haber sido descubierto espiándolo. Era el miedo al castigo de un desquiciado. Luego se dio vuelta y me señaló con un gesto la mesa; miré y allá estaba el juego detenido, inusitadamente temible. Se acercó hacia la mesa y me invitó a seguirlo; una vez que estuvimos junto al tablero, me volvió a preguntar, siempre con ese aire jocoso. “¿Qué hay que hacer?” fue su pregunta. Yo miré el tablero y luego a él. “Juegan las negras. ¿Qué movimiento sigue?” repitió. Volví al tablero, y esta vez lo contemplé en un enorme esfuerzo de concentración, para poder responder a su interrogatorio lo mejor que pudiera. Súbitamente había algo extraño en el tablero, en su apariencia: todo era siniestro, particularmente callado e inmóvil. De pronto las piezas tenían una presencia fortísima, algo que de alguna forma las recortaba de la mesa y el cuarto y las llevaba a un


plano más profundo, de color más nítido, con rasgos extremadamente definidos. Parecía que hubiera algo más en todo eso, algo inasible, que no se podía nombrar, algo parecido a la tensión evidente entre todas las piezas, a las que veía contenidas de un ímpetu voraz de seguir adelante en el combate, sólo retenidas por una fuerza superior y común a todas, que las ataba allí desde el principio del tiempo. Nunca me expliqué cómo, pero en ese momento sentí que esas piezas de madera estaban librando en verdad una batalla inmemorial, arcaica como la edad de sus reyes y el polvo de las torres, que tenían un ínfimo y pesado movimiento, el cual iban llevando a través de siglos, en los que se medía el tiempo de su batalla. Al instante una pieza se distinguió de las demás: un alfil negro, situado a dos casilleros del borde, que en ese momento y allí era en verdad el límite infranqueable de las cosas. Ese alfil se impuso a mi vista de entre el montón de piezas, sin ningún motivo aparente, sin que me fijara en él. Había algo demasiado real en ese pedazo de madera tallada, que en un momento no era sólo él sino también una línea recta que lo enfrentaba con otro, un alfil blanco situado casi al otro lado del tablero; había entre ellos una tensión hirviente, que parecía a punto de estallar, como si estuviera a la vista que su entrevero era el próximo movimiento, porque, imperceptiblemente, estaba empezando a ejecutarse, sin el auxilio de ninguna mano de este mundo. Jamás pude explicarme cómo ese momento de locura me poseyó tan por completo, sin ninguna resistencia o duda de mi parte, cómo fue que pude ver ese


relieve fantástico en un simple juego de ajedrez, pero no puedo ahora negar que ahí lo estaba viendo, ni puedo negar que finalmente contesté a su pregunta, al decirle, aún sin salir de mi conmoción, y como preguntándole: “alfil por f7”. Luego de mi respuesta, su sonrisa volvió a expandirse, pero esta vez no con el aire maniático que había tenido antes, sino ahora con otra expresión, que se parecía a algo entre la angustia y la resignación. “Así es” me dijo, y cerró otra vez su sonrisa, con mayor pesadumbre. “Lo mismo digo yo”. Yo empecé a recobrar la cordura perdida desde su llegada mientras él iba cayendo en la profundidad de un dolor inescrutable. –¿Pero qué es lo que pasa, por qué estás así? –me atreví a preguntarle de repente. –¿No lo ves? –me decía en voz cada vez más baja, llegando a susurrar, mientras sus ojos se iban inundando–. Ya lo dijiste, no hay otra jugada. Yo lo miré sin comprender, y repetí la pregunta, y creo que hubiera insistido sin cansancio hasta recibir cualquier respuesta. Seguramente él notó mi total incertidumbre, porque su semblante fue cambiando, desde su primera pena casi irónica hasta un angustiante gesto de incomprensión, de súbita confusión ante algo que le parecía obvio, lo cual lo ponía aún más ansioso. –Cómo… ¿no ves…? –balbuceó temblando de nervios–. El alfil... yo soy el alfil. El silencio que continuó a esas palabras es la otra imagen que me queda de él; esa expresión, esas palabras, me atemorizaban hasta los huesos por su completa demencia, pero en el fondo me inspiraban una profunda


compasión. Qué podía decirle yo en ese momento, cómo aliviar esa desesperación incomprensible con alguna palabra que acaso estuviera esperando, cómo saberlo. Me vinieron a la cabeza distintos fragmentos que había leído minutos atrás, y que ahora habían cobrado mayor sentido, aunque no significado. Ahora sabía adónde iban todos esos absurdos conjuntos de palabras; lo que faltaba saber era de dónde venían, y hacia dónde seguirían desde allí. Él me miraba con lágrimas veloces derramándose en su rostro agrietado, como esperando una respuesta, y yo, estúpidamente, sólo lo decepcioné una vez más. –¿El alfil? –le pregunté. –Ahí lo ves –me dijo, pero no me estaba respondiendo, sino que seguía con su desoladora obsesión–… Ya lo dijiste: cambio de alfiles. Miré otra vez el tablero y comprendí lo que me estaba diciendo: un caballo protegía al alfil blanco, por lo que la jugada completa era alfil por alfil y caballo por alfil. Entonces creí comprender mejor la razón de su pesar: estaba a punto de ser eliminado del juego, un juego indecible que lo había consumido. –Bueno… se puede empezar otra partida –le dije, creyendo haber entendido. –¿Qué? –preguntó atónito, pero no debió prestar mucha atención a mis palabras, porque volvió a su gesto anterior, y las lágrimas siguieron fluyendo en silencio–. No hay otra jugada… –murmuró poco después, y llevó su mano a la cintura donde se palpó el pulóver que tenía abultado. Al notar ese bulto algo cambió por completo en mí.


–¿Qué es eso? –le pregunté sin aliento, con los ojos desencajados. Él me miró con el mismo rostro de angustia, y en silencio se levantó la ropa y sacó un revólver reluciente que me mostró como si fuera su simple mano. Debí haberme desmayado al instante, porque mis recuerdos se cortan abruptamente en esa visión, y sólo recuerdo el despertar con un fuerte dolor de cabeza, debido seguramente a mi caída y no a un golpe de culata, como llegué a sospechar. Estaba solo otra vez, y vi que la puerta estaba abierta. No entendía la razón: seguramente se debía a un descuido, ya que el estado en que se marchó no podía ser sino de extrema conmoción. De inmediato volví al estado de pánico; recordaba el arma en su mano, sus palabras, su desvarío; una tragedia se avecinaba, y yo no tenía cómo anticiparme, si es que no era ya demasiado tarde. De pronto, algo se me reveló para mortificarme: la incipiente claridad en la ventana. El alba estaba cerca, es decir que había estado inconsciente bastante tiempo, lo que hacía en extremo difícil que pudiera alcanzar a alguien que se me había adelantado tanto, por un camino que yo desconocía en absoluto. En medio de ese espanto que me dominaba, un rayo de lucidez me iluminó: estaban los cuadernos. De un salto llegué a la biblioteca, y a primera vista la encontré como yo la había dejado; él no había tocado nada, no le había preocupado. Busqué por los números o por lo inconcluso el último cuaderno para buscar en él la anotación final. Cuando lo encontré leí en la última página escrita, luego de un largo párrafo de


incomprensibles nexos lógicos, el resultado ineludible: alfil por alfil. Y con un renglón de por medio, una frase sola, como un breve comentario, o epílogo: “Toda la vida al lado del enemigo, en el otro casillero, y no se lo sabe hasta que llega la hora” Esa frase me dejó perplejo, pero a la vez redobló mi desesperación que ya antes no cabía en mí. Estaba hablando explícitamente de una víctima, era el testimonio de su determinación, y no me acercaba para nada hacia la ubicación del crimen inminente. Empecé a temblar de los nervios y a enfurecerme de impotencia mientras el tiempo pasaba. En mi mente empezó a rodar una vertiginosa secuencia de escenas fatales, que en realidad sólo lo mostraban a él disparando sobre un fondo oscuro, pero tan pobre escenografía bastaba para que me conmoviera la fuerza del argumento. Pasados los peores minutos de desesperación, mientras el tiempo seguía pasando, reflexioné una segunda vez sobre la frase final de sus cuadernos; de pronto encontré un dato inmenso, vital, con el que podía encontrarlo sin duda: “toda la vida”. ¡Cómo no lo había notado en un principio! ¿Qué representaba el alfil del ajedrez sino un clérigo? ¡En eso se resolvía su delirio! La ceguera de la desesperación o el demonio de la perversidad me lo habían ocultado. Él, que había sido monaguillo de su parroquia, se decía alfil, y había pasado toda la vida junto al alfil rival. Ahora sabía que debía viajar inmediatamente hacia su pueblo natal, donde toda su vida había transcurrido, primero en el hospicio y luego en la iglesia.


De inmediato tomé el dinero que encontré a mano y corrí a la estación de trenes, seguro de que allí se habría dirigido también mi compañero. Por fortuna los trenes dejaban de funcionar por la noche, y estaba a tiempo para interceptarlo antes de la primera salida. Cuando llegué tuve que cortar la carrera en seco, con toda la sangre agolpándose en mi cabeza: ahí estaba él, sentado en el banco de espera, retraído y con la mirada a sus pies; daba toda la impresión de ser un pobre desvalido. Al instante me bañó un alivio fresco que estremeció todo mi cuerpo agitado: estaba a tiempo. Y no fue más de un segundo lo que duró. ¿A tiempo de qué? Cuando el final está lejos, y lo único que se puede hacer es correr, la cuestión es simple y anima al más escéptico; pero llegado a ese momento y a ese lugar, ¿qué podía hacer yo ahora? Estaba siguiendo a un hombre desquiciado y armado a punto de cometer un homicidio: ¿cómo se suponía que lo detendría? ¿Hablando con él? ¿Intentando convencerlo de qué? ¿Entregándolo a la policía, a un hospital psiquiátrico? ¿Reduciéndolo yo mismo, arriesgando mi vida, para que me detuvieran a mí? Me encontré, nada menos que como un inocente novato de ajedrez, guiado hacia mi propia inmovilidad, a una encrucijada de malas suertes. Lo único que pude hacer al final fue comprar el boleto, como ya habría hecho él al abrir la boletería, y esperar, y pensar, y seguir. Él estaba tan abstraído en el oscuro torrente de su pensamiento, o en la blanca idea inmóvil como una muralla, que no me vio cuando pasé por la puerta a su lado hacia la boletería; de todas formas debí ser lo más


natural que pude, ya que de haber sido demasiado cauteloso, habría llamado la atención hasta a los perros del andén, que dormían serenos hasta que el primer temblor de las vías los despertara. Cuando tuve el boleto volví a salir y me alejé del banco para observarlo sin problemas. Hasta que llegó el tren mi mente vagó por los pocos caminos de acción que podía atisbar desde mi situación; entonces me sentí un jugador acorralado por un maestro, pensando y repensando las torpes posibilidades que quedan, y desconcentrándose de rabia al pensar que el rival se sabe todavía mejor que uno esas jugadas, y que lee su mente como en un cartel brillante. Entretanto, la secuencia de escenas terribles seguía corriendo a raudales, con todas las variaciones de la nueva situación como condimentos para el mismo mortífero final. Llegó el tren, y él levantó la cabeza. Se subió y yo tras él. Empecé a avanzar lentamente por los vagones para ubicarlo, cosa que resultaría harto fácil por la escasez de pasajeros, mientras sonaba el silbato y empezaban a moverse con pesadez los engranajes. Temí que me viera aparecer sin poder anticiparme; pronto lo deseé. Ésa era la única forma de que pudiéramos hablar, ya que a un hombre tan peligroso no se lo puede tocar ni llamar por su nombre. Entonces avancé con paso decidido, hasta que lo encontré sentado, de espaldas a mí. Pasé de largo por la cabina, y volví a entrar desde el otro lado, para que me viera. Su porte era el mismo que el de la estación, sus ojos estaban vacíos, su cara despoblada, todo su cuerpo parecía haber sido abandonado, como un pueblo fantasma. De nada sirvió que me quedara parado


mirándolo, no logré ni una vibración de sus pupilas. Resignado, me senté mirando hacia atrás, sin dejar de enfrentarlo, para que al menos al pararse en su estación pudiera advertirme. Todo el viaje fue el mismo paseo circular por alternativas inexistentes. Mi desesperación renació, y empezó a crecer. Pronto fue tormenta, y yo el náufrago de su omnipotencia. Empezaba a convencerme de que sólo me estaba convirtiendo en un testigo, en un cronista solitario de los pasos de un asesino, como un absurdo periodista que en lugar de rescatar a la víctima se quedara parapetado para escribir la historia. La estación se acercaba, él lo sabía por los avisos del guarda, y la solución no llegó. Cuando escuché el nombre de su pueblo, lo vi sacudirse en su lugar, como si sólo entonces hubiera vuelto el ser a su cuerpo, para retomar sus riendas. Levantó la mirada, pero no me vio; yo me levanté, agité mis brazos, pero él se dio vuelta como un autómata y bajó por el otro lado. Lo seguí por detrás, pero no tuve el valor para llamarlo en voz alta. Entonces el corazón empezó su baile frenético. Él salió de la estación, con paso firme, sin apuro pero con decisión. Estaba saliendo el sol, ya todo empezaba a definirse alrededor, pero por las calles de tierra aún éramos los únicos nosotros dos. Alejados ya del movimiento de la estación, él oyó sobre el silencio el eco desfasado de sus pisadas que eran las mías, y se dio vuelta. Su mirada era tan dura que le desfiguraba la cara, hasta hacerlo irreconocible. Por un momento dudé que fuera él, y el temor que me hacía


temblar las piernas apoyó esta idea con la ilusión de hacerme desistir. Se quedó unos segundos quieto, y como yo no dije nada, se volvió y reanudó la marcha. Entonces le grité, le dije su nombre y le dije que parara, le pregunté qué iba a hacer, le dije que no lo hiciera, le dije que volviera a nuestra casa, le pedí que tirara el revólver, y lentamente empecé a acercarme a él. Sin un gesto de más él sacó el revólver de su cinturón y me apuntó con firmeza militar. Yo me tiré a un costado de inmediato y rodé por la calle, y al levantar furtivamente la cabeza para ver qué hacía, vi que había seguido caminando hacia su objetivo. Maldije saboreando la tierra seca que había levantado mi revuelco, y empecé a hilar un llanto fino y profuso en lágrimas, de impotencia por mí y compasión por él. Comprendí que no podía hacer nada, que no podría ya detenerlo ni entregarlo a nadie, y me quedé tirado en el suelo lloriqueando y sin pensar. En el estertor de mi derrota surgió una última idea, la de gritar al aire para despertar a todos y para que alguien lo detuviera. ¿Pero quién? ¿Alguien con más valor que yo? ¿Alguien con más frialdad, que no dudara en matarlo de un golpe? La muerte manda. Dejé de pensar y actué. Me levanté de un salto y empecé a gritar y a correr hacia donde lo había visto perderse, ya sin esperanzas, sin miedo, sin desesperación, sólo movido por una agitación superior a mi propia inteligencia y criterio. El disparo me calló. Y la agitación se fue de mí y dejó que volvieran todos los fantasmas de mi pobre entendimiento. Entonces me encontré solo, entre algunos rostros transmutados por la detonación estridente como


coronación de mis gritos, y entre ojos que me escrutaban tras las ventanas. Ni siquiera quise llegar hasta la capilla. Me quedé sentado en esa calle y escuché las sirenas de la policía y los gritos, y cuatro o cinco disparos más. Después, por supuesto, vinieron a mí, me obligaron a reconocer el cuerpo que habían asesinado, y me llevaron a la comisaría. Desembarazarme del asunto fue difícil. Haberme comprometido tanto con el criminal, haber dado evidencias de un conocimiento previo del crimen, eran datos que no dejaban muchas hipótesis para los obtusos oficiales del pueblo, quienes desde el principio me calificaron de cómplice, aun antes de que yo pudiera decir nada. Pero sobre todo fue difícil por mi estado calamitoso, que me impedía aclarar los hechos. Cuando recobré el habla y llegaron agentes capaces de hacerse cargo de la situación, conté la historia, sabiendo de antemano que de esa forma no me dejarían tranquilo muy pronto. Tuve que ir a mi departamento acompañado por ellos para mostrarles los cuadernos, los cuales, para mi profundo pesar, confiscaron como material del caso, y luego fuimos al Club y a los parques de ajedrez para que los testigos de aquel prodigio taciturno avalaran mi historia un poco más. Pronto me dejaron en paz. Les pedí por favor que me dieran los cuadernos cuando ya no hicieran falta, alegando lo que significaban para mí como recuerdo de aquella experiencia y de un amigo. Me los dieron. Volví a mi departamento seco, y, extrañamente, sin palabras en mi interior. Mi mente no hablaba, todo era


silencio, que dejaba entrar con pureza los ruidos externos, las calles, la puerta, los escalones. Al entrar a la sala sentí su muerte. El tablero estaba en la mesa, la luz del sol lo teñía de naranja, y callaba. Los cuadernos estaban pendiendo de un hilo en mi mano, empaquetados por la policía, que no había dado un centavo por ellos. Algo se había ido de ese lugar, y había dejado el polvo. Desarmé el paquete para poner los cuadernos en su estante, y recordé ese día, ese momento en que lo vi desfallecer ante el tablero vacío, porque no podía salir de un jaque en su cabeza, mientras me miraba indefenso, como pidiéndome socorro. Desde mi fondo se agitó algo que me aturdió de repente y me obligó a contraer el estómago; era el llanto. Largos minutos de llanto solitario revolvieron el polvillo que el sol iluminaba en toda la habitación. Minutos más tarde, al tranquilizarme, retomé la búsqueda que había dejado inconclusa poco tiempo atrás: la de su anotación de ese momento. No sabía cómo encontrarla, pero la buscaba. Sin sospechar que estaba empezando a sumirme en largas horas de estudio de su gran obra comencé a retroceder desde su última frase, página a página, por los cuadernos, sintiendo su demencia y su soledad desandarse por esas líneas que volvían en el tiempo. Luego de un par de volúmenes encontré lo que buscaba, sin lugar a dudas. Las pistas no podían ser mejores: en una de las páginas centrales había pegada una gran hoja lisa doblada varias veces; la mitad de la página siguiente estaba minuciosamente tachada, hasta la exageración; quedaba un gran bloque de tinta


azul hundiendo la página pero sin romperla. Debajo de él comenzaba el texto que continuaría sin interrupción hasta el final de la inmensa obra. Abrí la gran página, lo confieso, con miedo acerca de lo que encontraría. Sólo hallé lo que buscaba: un enorme esquema arbóreo, atestado de los símbolos que habían ido poblando las anotaciones previas a esa página. Desde el borde superior, bajo lo que parecía ser el título del mapa, “Ajedrez”, donde comenzaban los símbolos, se abrían y desarrollaban cadenas de ellos unidas por flechas descendentes. A lo largo del margen izquierdo había una suerte de gradación: 5, 10, 15, 20, 25, 30… ∞. Era el número de jugadas de la partida. Las líneas, que en un principio se bifurcaban en gran número, podían detenerse cerca de la línea del 5, o seguir bajando, hasta terminar en algún momento. Al acabarse, bajo el último símbolo de referencia, todas tenían escrito “1–0”, excepto las más largas, que seguían y seguían bajando hasta cruzar la jugada número 30 y llegar al “∞”, símbolo del infinito; ellas en determinado punto también se detenían y bajo su final no llevaban “1–0” sino “∞”. Había visto en su glosario de símbolos, que el ∞ era un forma particular del “0–0”, que significaba tablas, empate. Entonces comprendí, recordando los pequeños esquemas que había visto antes: ese árbol desarrollaba las que él llamaba “jugadas ganadoras”, es decir las líneas de juego que llevaban indefectiblemente al triunfo, o en su defecto, al empate. Había estudiado, jugada por jugada, con increíble lógica, los posibles movimientos y respuestas, y de esta manera había desarrollado el juego ganador ante


cualquier movimiento rival. Los símbolos de ese esquema gigante eran citas de otros esquemas que había ido elaborando a lo largo de toda su obra. Yo lo recordaba, él me había mostrado en sus cuadernos anteriores cómo desarrollaba árboles que mostraban para una jugada todas las posibles respuestas del oponente, y para cada una de ellas anotaba la mejor jugada siguiente, la jugada perfecta, cuya perfección demostraba en un esquema posterior (que en el gran árbol final era apenas otro símbolo, una cifra y unas letras de referencia), en el que desarrollaba las posibles respuestas a aquella jugada propuesta y cuál era la respuesta perfecta para ellas, es decir, demostraba la perfección de una jugada mostrando la perfección de la siguiente, y señalando cómo las posibles respuestas del rival se iban reduciendo cada vez más, porque éste iba siendo progresivamente acorralado por las jugadas ganadoras, que poco a poco coartaban su libertad hasta dominarlo por completo. Esos esquemas dejaban, lo recuerdo, líneas inconclusas, remarcadas con la pluma. En ese momento, en que volví a observar esos primeros esquemas revolviendo el orden de los cuadernos, vi que todas esas líneas abiertas se habían completado con una llamada, una referencia para seguir en otro cuaderno, de número siempre bastante mayor al del cuaderno presente. Eso implicaba que todos esos esquemas habían estado siempre en su cabeza en una gran elaboración conceptual que había ido completando progresivamente. En el estudio que dediqué esa tarde a los símbolos y al gran esquema fui clarificando mi noción sobre todo lo que ese árbol contenía. Así descubrí que,


como analizaba todas las posibles respuestas a sus jugadas ganadoras, ocurría que, entre la inmensa mayoría de caminos que acababan en un jaque mate rápido, había otros que se formaban por las respuestas ganadoras del oponente, con lo que estaba desarrollando partidas entre dos líneas de jugadas ganadoras contrapuestas, o bien partidas contra sí mismo, y éstas, en la medida en que ninguno de los oponentes se desviara de la jugada perfecta, iban difiriendo su desenlace poco a poco en la mutua invulnerabilidad o debilidad mutua. Ésas eran las líneas que había dejado inconclusas en sus primeros esquemas, que desarrollaban el juego ganador desde el primer movimiento ante cualquier respuesta, despejando rápidamente las jugadas de oponentes que no llegaban a un mínimo de estrategia con mates velocísimos, y dedicándose luego a lo que era el juego propiamente dicho, el de dos adversarios que se quieren matar. Luego de horas de estudio, de desciframiento de los símbolos y sus conexiones desde el gran esquema, comprendí lo que había en ese árbol descomunal, que unido seguramente podría desplegarse a lo ancho de todo el edificio: estaba el juego perfecto de ajedrez. Ese hombre lo había completado, lo había resuelto. En el transcurso de esos días sentado a mi mesa, plasmados con ameno trazo en esos más de sesenta cuadernillos, había analizado absolutamente toda posibilidad de movimiento y había llegado a descifrar la jugada objetivamente necesaria para cada situación desde la apertura hasta la jugada número 33, en la que, si aún no se había dado


mate, éste no se lograría jamás, y el juego sería un empate ineludible. No había más secretos, más misterio, más estrategia, más engaño, no había ya nada por descubrir, ahí estaba todo. Con ese esquema el juego quedaba acabado, culminado, obsoleto. De ahí el título que coronaba el árbol: Ajedrez. El ajedrez era eso que tenía en mis manos. Debajo del gran esquema final desplegado, cuyo título ahora veía comprensible e inmejorable, él había anotado el número total de las jugadas contenidas, y él mismo explicaba lo que ello quería decir: la nota al pie decía “Número de jugadas del ajedrez”. La cifra me dio un escalofrío, y me trajo otra vez esa visión que nunca me abandonaría, la de su mirada llena de desesperación en esa mesa diciéndome “es mate”. Pensé que la cantidad de miles de jugadas que ese hombre tenía en la cabeza en ese momento bastaba por sí sola para volver loco a cualquier hombre. Entonces creí comprender al fin su angustia: el juego se había terminado para él. Lo que él me preguntaba aquella vez era cómo iba a jugar una partida así, si el juego ya estaba resuelto, si no podía escapar a su propia genialidad. Todo el tiempo había estado jugando una larga partida consigo mismo, potenciando hasta el colmo su fenomenal racionalidad, y la partida había terminado en el momento en que supo que no podría vencerse. Entonces colapsó. Y no tuvo más remedio para recuperar el misterio, acabada e inutilizada la racionalidad, que pasar a lo irracional: en la página posterior, luego de algo que tachó irrecuperablemente, comenzó esa otra parte del juego, la absurda, que lo llevó a una muerte absurda, porque ése ya


no era un terreno que pudiera dominar con su inigualable análisis, por más que lo hubiera intentado denodadamente en su delirio. Todo eso me satisfizo por el momento, en que había quedado abrumado por el visible tamaño de su inteligencia: ahora comprendía que, si todas sus partidas habían terminado alrededor de la jugada trece, significaba que ése era el nivel máximo que alcanzaba el promedio de los jugadores que lo enfrentaron. El campeón pudo algo más, quizá por ser de mayor nivel, quizá porque aún no estaba lo suficientemente desarrollado el examen total. De todas formas, ésos eran los límites humanos de capacidad de juego; algún genio podría haber durado algunas jugadas más. Nadie excepto él, o Dios, habría cruzado la jugada 33. Pero con el correr de los días y de las semanas posteriores a su muerte, luego de salir del asombro de ese descubrimiento y de haber aceptado el hecho de su muerte irremediable, de su desaparición del mundo, la inquietud me invadió nuevamente, llegando a lindar otra vez el terreno del miedo. ¿Por qué había perdido de esa manera la razón? ¿Cómo llegó a asesinar y a hacerse matar? ¿Se debió su alienación a ese vacío repentino en que cayó al terminar su propio juego, luego de haberle dedicado su completa obsesión, de haber abandonado la propia religión, los estudios, los oficios, entregándose de lleno a algo que acababa tan vanamente? ¿Eso lo llevó a buscar algo más, algo a lo que pudiera seguir entregándose con la misma pasión y racionalidad? ¿Eso significaban los innumerables razonamientos acerca del


marco de una ventana, de las posiciones del sol y su mirada en el espejo (escritos que nunca pude releer por los escalofríos que me producían, por la sensación de estar dentro de la mente de un desquiciado)? Todo se me enturbiaba ante un recuerdo decisivo: yo mismo había visto algo en ese tablero, la noche en que él me sonrió por última vez, yo mismo le había dicho sin ninguna razón el movimiento preciso que él, el genio, el loco, tenía en mente, y que no podía ser otro. ¿Qué había visto yo para poder decirle lo que él estaba esperando? ¿Qué había sentido? Nunca quise calar hondo en esos pensamientos, el miedo me entraba de repente por los poros y me volvía paranoico en cualquier momento, en cualquier lugar. Yo había sentido lo mismo que él, eso que siempre llamé locura sin ninguna duda, sin ningún reparo. Y yo no era un genio del ajedrez. No tuve necesidad de buscar conscientemente más explicaciones; un sueño que pronto se hizo recurrente, y que ya no me abandonó, cristalizó en pocas palabras, en una breve pesadilla, aquel pensamiento del que estaba escapando: era él quien, desde su lugar en la sala mal iluminada, dándome la espalda a mí que estaba en cama hundido por la fiebre y la penumbra, me decía a través de la puerta (y no sé cómo desde mi lugar yo sabía que del otro lado de su espalda él estaba sonriendo): “Ahora empieza el verdadero juego, la batalla incalculable”. 27 y 28 de julio de 2005



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