Hoy descubrí quién te mató. Hoy visité la capital la de los altos techos y frenesí apretado en calles donde el sol dura un minuto. Yo, un poeta multiforme de provincia, ataviado con mis sueños de felpa degustando caramelos esperanza –cuyo sabor empieza a entumecer mi lengua– visité una de las mecas modernas la que me tocó en suerte más cerca y admiré de reojo las antiguas fachadas yuxtapuestas con máquinas de espejismo digital mientras me abría paso con prisa –me dijeron que hay multa si vas despacio– entre pelotones de caminantes cuyas vidas siempre traté de imaginar en detalle y al mismo tiempo en infinitésimos intentos de concebir el conjunto de la vida entre avenidas bochornosas y callejones con locales que nadie sabe de qué viven, a quién venden, cómo llegaron ahí.
Caminar en la Gran Ciudad es un oficio de equilibrista más que estarse en pie en sus trenes subterráneos porque a un lado están los datos del agobio la propia carne que hornea lento el hormigón de verano o el frío sibilante entre las capas textiles el chaleco de fuerza que elegimos cada día y la vista que se quema para ver si está en rojo o si vienen taxis rapaces por el callejón y las hileras de carteles que ofrecen carne viva de mujeres encerradas en algún departamento algún departamento levantar la vista para contar las ventanas ¿toda esta gente hay? y empieza el mareo y apoyarse en una pared rayada por grafiteros anónimos e invisibles como murciélagos de los que sólo hablan sus huellas a la luz del día pero la pared en que apoyamos nuestra mano era una puerta de atrás de un gran pasillo al que nos vamos de bruces escaleras oscuras, danza trastabillante y damos con un depósito de chucherías y ratas donde fuman dos empleados, fornican otros dos un hombre atado a una silla nos mira con grandes ojos y hace gestos desesperados entre el sudor que le chorrea
y la tierra empieza a gemir, como si un trueno impetuoso pero más parece un volcán, es la Gran Ciudad que se da vuelta para seguir durmiendo mientras los bichitos que somos nosotros le siguen picando la piel, surcando las venas y a ella le da lo mismo. Pero uno es un equilibrista el que sobrevive cada día mantiene el equilibrio y no se apoya en esa puerta no deja subir la náusea hasta el esófago para ello se aferra al otro lado del aire a las estampitas gigantes que todo lo ven donde mujeres ríen y hombres fuman y callan o conducen autos más grandes que el sol uno se aferra a los puestos de revistas donde las mismas mujeres ríen en pequeños estampitarios que uno puede llevarse a casa por unos pocos billetes para seguir haciendo equilibrio para no marearse con el fractario horizonte peatonal pequeños televisores de papel con sus colores brillantes sus programas de entretenimientos, sus juegos, sus humoristas invitados, qué bueno que es reír, y sus propagandas,
en seguida volvemos después de esta tanda de páginas y páginas de carnes apretadas y zapatillas trotamundos y perfumes, cigarrillos y colchones y paisajes vos también podés ser el rey la entrada al paraíso en tu muñeca paseá por el paraíso en cuatro ruedas la ropa del paraíso es ésta, y ésta, y ésta seguí ahorrando que te esperamos en y uno cuenta las monedas que le quedan sin contar las del bondi ni las del mendigo y queda para dos o tres caramelos caramelos esperanza y a esta altura no se los degusta con calma se los mastica de golpe con crocántica ansiedad. Todo deviene espejismo si uno se detiene y mira fijo y ajusta el foco –pero se multa a quien se quede quieto en la vía pública– como no alcanza el tiempo ni hay dinero para multas nadie lo hace pero juro que al frenar en seco y mirar a un lado la Gran Ciudad se convierte en piedra, se revela laberinto sin fondo
o se desintegra como un sueño develado y dura lo que una inercia de bicicleta hasta desplomarse entera sobre los que no se corran. Pero nadie frena en seco (“gravísimas multas”) todos seguimos nuestro camino pedaleando dándole cuerda al reloj de la muerte lenta de cada día y juntamos monedas para los caramelos esperanza ahora sabor a fruta del trópico sentite en la selva sin moverte del bondi y cosas así por todos lados y ahí fue que vi mi reflejo en una vidriera atrapé mi propia cara con la guardia baja y entonces recordé a Kurt en una de sus fotos memorables vi esa mirada de tristeza en blanco y negro ese desencanto sin consuelo como un primer bajón de droga dura como descubrir que Superman no existe que la lotería son los padres ah, cómo explicar que esa comunión instantánea fue tanto más que la suma de un parecido y un deseo como en las epifanías, como en esos momentos de Gracia de los que hablan las religiones más vendidas
el dolor de Kurt Cobain se encarnó en mí porque entendí que él se vio del otro lado él me vio a mí, acá, ahora, mirándolo en un cartel luminoso en un poste de luz en una revista en un afiche en la pared de una autopista en un folleto del paraíso capitalista y en mi mirada se reconoció a sí mismo Kurt también pateaba las calles del abismo y a veces se quedaba como bobo mirando carteles se vaciaba los bolsillos en caramelos y arcades y en las borracheras de esperanza sentía que era posible y Kurt llegó, oh él sí llegó al otro lado de la revista, de la pantalla, del espejismo y comprobó que de ese lado no había sirenas ni había ninfas ni ángeles con trompetas sino cámaras, luces, asistentes de producción agendas cronometradas y plástico, mucho plástico fiestas de plástico, gente de plástico labios de plástico, tetas de plástico palabras de plástico, casas de plástico horizontes de plástico. Y ahí fue que Kurt no tuvo siquiera adónde volver su vieja casa la había quemado en una fiesta su vieja ropa la regaló a un hospital de adictos
sus caramelos se vencieron. Ya estรก. Kurt, bello hermano, creo que nacimos en la edad equivocada.