El fin y otros relatos de supervivencia
Josテゥ テ]gel Ordiz El fin y otros relatos
de supervivencia
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Josテゥ テ]gel Ordiz El fin y otros relatos de supervivencia
colección Once Varas
dirección editorial Javier Lasheras © de los textos José Ángel Ordiz Llaneza © de la edición Asociación de Escritores de Asturias, 2012 edita Literarias. Asociación de Escritores de Asturias diseño y compaginación Pandiella y Ocio issn 1989-3973
Índice
7 Uno y Yo
19 Nunca seremos ángeles
28 Las ignorancias del saber
41 El espectáculo debe continuar
57 María Bonita
65 Doble aniversario
76 El fin
84 Supervivientes
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Uno y Yo El chimpancé, aún receloso, salió al fin de la espesura. —Y fue entonces cuando me preguntó por su futuro. «Tu futuro es tu pasado», le respondí. Uno arrugó el ceño. Para que entendiera, añadí: «Nada eras, nada serás». Después, al notarlo tan mustio de pronto, decidí no responder a ninguna otra pregunta trascendente que Uno pudiera formularme. No recuerdo en qué dimensión espacial nos hallábamos. No en ésta, desde luego, ni tampoco en este tiempo de soles y lunas. Sí recuerdo, en cambio, que Uno ya no fue el mismo desde aquel presente. En realidad ya no era el mismo antes de interesarse por su futuro desde el espacio y el tiempo que Yo había creado para él, un espacio y un tiempo tan limitados como la existencia de Uno. Antes, digo, pues esa curiosidad suya que Yo satisfice sin mentir, cruel por ello, arrepentido, ya lo distraía previamente en los laberintos, o en los más hermosos planetas, o en plena función holográfica. «Si nada era, si nada seré, nada soy». «Nada eras, nada serás, pero algo eres». Me miró, replicó: «Tu marioneta, tu juguete». La verdad ahora en las palabras de Uno, en el mirar acusador. Apenas argüí: «Se extinguió mi sosia, y no soporté las soledades universales, los silencios, en los tránsitos». «Por qué me concediste inteligencia». «Mínima, Uno». «Exacto: mínima. La peor. La justa para ser tu juguete, tu marioneta, hasta que vuelva a ser lo que fui. No quiero vivir más, Yo». 7
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«Te mentí». Uno arrugó el ceño. Para que entendiera, añadí: «Serás parte de mi memoria, hijo mío, un destello eterno». «Es ahora cuando mientes». Le mentía, sí. Sólo me acuerdo de él porque Cero se aprovechó de sus descendientes y mis descuidos para abandonarme aquí, para labrar mi perdición como antes había labrado la extinción de mi sosia, otro Yo que erró al crear, al elegir juguete, marioneta, un lenitivo para las soledades y los silencios de nuestros tránsitos, más culpable Él que Yo pues Él me tenía a mí cuando creó a Cero y Yo carecía de Él cuando creé a Uno. «No quieres vivir más y aún no has consumido ni la mitad de tu existencia». «Vivir más para ser nada finalmente». Sí, Uno pensaba demasiado en su último futuro porque los presentes ya le resultaban iterativos y necesitaba algo similar a lo que Yo y Él habíamos necesitado. Un juguete, una marioneta, sí, que al mismo tiempo fuese la hembra del macho. Ya no le bastaban los laberintos, ni las exploraciones planetarias mientras Yo poblaba o repoblaba o comprobaba, ni las holografías adaptadas a su intelecto mínimo. Pero de nuevo pensé en Él y temí por él, así que no le concedí a Dos de inmediato, que era lo que Uno deseaba aunque él no lo supiera todavía. Antes modifiqué sus presentes, los enriquecí. Varié los laberintos, las trampas, los recorridos, acentué su diversión en detrimento de la mía. En las encrucijadas halló menos pena para el error y más recompensa para el acierto; inmediata la pena, no la recompensa, que sólo obtenía tras resolver los enigmas que impedían gozar de ella si no eran resueltos. También le permití ver más, desde la burbuja de tiempo y espacio que lo protegía, durante mi labor por las galaxias, mientras Yo, con él a mi lado, asperjaba distintas materias y 8
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energías vitales o simplemente observaba. Además, pudo palpar y oler en las sesiones holográficas. Todo en vano. Se perdía a propósito en los laberintos, o quería morir allí mismo, en cualquier planeta de cualquier dimensión, o bostezaba en las funciones. «Buscaste el extravío, Uno», lo acusaba Yo. Y él guardaba silencio, y en silencio sufría la pena del nuevo desatino en los laberintos. Hablaba, por el contrario, en un planeta cualquiera de una dimensión cualquiera. «Se matan», me acusaba él. Y Yo guardaba silencio, y en silencio soportaba la crítica. «¿No te importa?». «No puedo interferir». «Qué te lo impide». «Lo ignoro». «¿También ignoras?». «Más que tú, pues sé más». Bostezaba en las funciones holográficas, sí, e incluso fingía quedarse dormido. «Sólo palpo y huelo ficciones». Doblegada mi resistencia con las negligencias y las críticas constantes de Uno, le concedí la realidad de Dos. «Que no sea tan limitada como yo». «¿Que sea más inteligente?». «Sí, y que esté menos condicionada por la urgencia de dormir, de alimentarse, de orinar y defecar». «Debe ser de tu especie, Uno». «¿Debe dormir, alimentarse, orinar y defecar?». «Debe. Pero puede ser más inteligente que tú sin dejar de ser la realidad que deseas, que necesitas para querer vivir más a pesar de que serás lo que fuiste». «Que sea más inteligente que yo entonces, mucho más». «¿Estás seguro? Serás su marioneta, en vez de ser ella la tuya». 9
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«Tengo experiencia suficiente para ser tu juguete y el de ella a la vez». «Como desees, hijo mío». Al principio, tras haberle concedido la realidad de Dos, Uno raramente fracasaba en los laberintos, ansioso de compartir las recompensas con la hembra. Conmigo por los planetas, nada me criticaba si las especies materiales o inmateriales procuraban su extinción en nombre de la libertad, del poder, de las ideas; se limitaba a recolectar curiosidades para Dos y no me pedía, con palabras o sin ellas, que, deus ex machina, asperjara tino donde la locura se había instalado. Y de nuevo se interesó por las funciones holográficas, de las que extraía conocimientos para compartirlos con Dos. Pero eso sólo fue al principio. Nada nuevo lo que ocurrió después, nada especial. Nada especial, nada nuevo, en lo referente a Uno, pues lo que no sabía Yo, lo que no suponía, era lo que había de ocurrirme a mí, abandonado en esta dimensión, en este tiempo de soles y lunas, por seguir los pasos de mi sosia extinguido, reo por una culpa, si no idéntica, parecida a la suya. «Qué te sucede, Uno». «Dos no es más inteligente que yo». «Lo es». «Sólo me acaricia y me besa». «Qué estúpido eres. ¿Acaso no te hace preguntas mientras te acaricia y te besa?». «Sí, muchas». «Me quedé corto contigo, con tu inteligencia, no con la suya, créeme». «Dos me hace preguntas, sí, pero no responde a las preguntas que yo le hago a ella». «¿A ninguna?». 10
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«A ninguna que a mí me interese de verdad». «No, no me quedé tan corto con tu intelecto; más bien estimo ahora que me pasé con el suyo, como le ocurrió a Él con Cero». «Obsérvala y me darás la razón». «Continuaré respetando vuestra intimidad pues nada preciso observar para nutrir la certeza de que no te asiste razón alguna». Para que entendiera, añadí: «No te haría preguntas mientras te acaricia y te besa si no fuese más inteligente que tú, ni guardaría esos silencios ante ciertas preguntas tuyas. Aprende de ti, establece los límites de tu saber, y te oculta lo mucho que ella sabe ya». «Entonces, ¿no me ama como yo la amo a ella?». «Tú sabrás, Uno, tú sabrás: en vuestra especie nada tiene que ver la inteligencia con los sentimientos». «¿Podrías…?». «No, ya no puedo interferir». Acaso con Tres en brazos, o quizá con Cuatro, o tal vez con Cinco, no me acuerdo, Uno me habló así: «Dos quiere saber quién es Cero, y dónde está». «Cero ha dejado de existir». «¿Se extinguió al extinguirse Él?». «Él se enamoró de su propia creación, y tanto la amó que consintió ser absorbido por Cero, formar parte de ella, pues Cero se negó a ser absorbida por Él, a ser nada más, y nada menos, que la mitad de un todo». Callé, para no mentir a continuación, pero Uno me exigió: «Responde a mi pregunta». Como no le pertenecía a él la exigencia, sino a Dos, cubrí la verdad inicial con el embuste posterior sin lástima por aquel hijo mío que sostenía en brazos a un descendiente suyo del género masculino o femenino: «Cero no soportó a mi sosia dentro de ella y finalmente ambos dejaron de existir». 11
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Sí recuerdo que Uno sostenía a Diecisiete en brazos cuando me tildó de mentiroso, acusadora Dos, no él. Me acuerdo porque vi en Diecisiete una sosia de Cero y, aunque pequeña la réplica, temí que fuese Cero realmente, que Cero se hubiera valido de Uno para, transfigurado el tamaño, llegar hasta mí y, cerca de mí, a su alcance, procurar mi extinción. «¿Cero?», se extrañó Uno cuando Yo, sorprendido, exclamé: «¡Cero!». «Es Diecisiete». «¿Es una de tus hijas?». «Dos la parió, pero sólo es mi nieta», me confesó con un dolorido susurro. «Me pediste realidades», le recordé. «Te las pedí, sí, te las pedí». «Errar es lo común en tu especie, hijo mío; y errar por soñar que es posible lo imposible, por pretender esa quimera, no es el peor de los yerros si la bondad preside el intento, la fantasía». «Menudo alivio», replicó Uno, mustio como al conocer que sería lo que fue. Intenté mejorar el consuelo: «Sí, serás nada muy pronto, pero dejarás huellas vivas tras de ti, muy bellas algunas, como la que cobijas en los brazos». «Huellas perecederas, huellas que borrarán los vientos del olvido». «Pero huellas en las que vivirás después de expirar, mientras habites en memorias». «¿Puedo pedirte un favor?». «Puedes». «Calla». Diecisiete era una criatura más hermosa aún que Cero. Sí, menos perfecta que Cero, debía alimentarse de vida para existir y su intelecto debía reposar para repararse a sí mismo, además de estar condicionada por el tiempo de lo perecedero, pero más hermosa que Cero 12
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porque no la poseía ningún defecto interior, a diferencia de los muchos que negaban la perfección de Cero. Cero era, y será, una destructora colosal. Diecisiete era, por el contrario, una humilde constructora. Cero exigía, y exigirá, ser amada, amada o temida. Diecisiete amaba sin exigir nada a cambio, ni ser amada siquiera. Por eso Yo, ante la bondad que emanaba Diecisiete, atraído por ese perfume más fragante según iba desarrollándose su mente y su cuerpo, me hice visible para ella, privilegio que sólo le había concedido a Uno. «Qué forma adopto», le pregunté antes a mi marioneta envejecida. «A Diecisiete le gustan los círculos de colores». «Qué color le gusta más». «La luz verde y azul». Y fui un globo circular de luz cian para ella. Y ella, Diecisiete, me propuso mejoras universales en mis siembras cósmicas. Todas bondadosas en exceso, como no podía ser de otro modo, e improcedentes por tanto. Se lo demostré. Llevé a cabo su proyecto más inteligente y ambicioso en un planeta diminuto de no recuerdo qué dimensión, y ella misma comprobó los resultados desde otro tiempo, desde otra dimensión en la que ese pequeño planeta gravitaba ya como antes de la siembra bondadosa, sin vida. «No lo comprendo», se asombró y se entristeció en igual medida. Le hablé sobre la conveniencia de lo opuesto, de lo intermedio, e incluso de lo dual. Para que entendiera, añadí: «Los privaste del desamor, de la maldad, del placer de lo efímero, del dolor, del miedo. Los condenaste al aburrimiento, a la monotonía, a no saber siquiera lo que eran pues no conocían la variedad, lo opuesto, lo intermedio, lo dual, y simplemente no quisieron vivir más, a semejanza de lo que le ocurrió a Uno antes de que Yo le concediera a tu madre». «Fui 13
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cruel…». «Sólo por ser como eres, por haber heredado lo mejor de Uno». «Uno no es mi padre». «Pero tu padre sí es hijo de Uno». A partir de ese entonces, Diecisiete, la nieta de Uno, se dedicó a crear las obras de arte, luminosas, acústicas, inofensivas, que le reclamaba el intelecto, deseoso de existir cuando ya no existiera. Y diseñó presencias, formas para mí. Y fue la única en guiar al abuelo por los laberintos hasta que ella enfermó. «¡Sálvala!», me exigió Uno. «No puedo interferir». «¡Puedes, pero no quieres, creador ignorante! ¡Sí, por supuesto que ignoras mucho más que yo! ¡Muchísimo más! ¡Y no sólo porque sepas mucho más que yo, ¿me oyes?! ¡Tantos órganos en mi cuerpo, en el de Dos, en el de Diecisiete, y nos matan simples virus o bacterias si antes no nos matamos entre nosotros! ¡Tu marioneta no te perdonará jamás la muerte de Diecisiete! ¡Jamás, ¿me oyes?!». «Te olvidaré». «No estés tan seguro». «Qué quieres decir». «Lo ignoro, ignorante». No recuerdo si fue antes o después de expirar la bondadosa Diecisiete cuando Uno reclamó mi atención. Dos deseaba verme. «¿Verme? Para qué». «No cree en mí». «O sea, que no cree en mí». «Será más inteligente que yo, mucho más, pero mantengo mi opinión inicial sobre su estulticia en el cómputo general pues desperdicia esa aparente inteligencia en anhelar lo que nunca tendrá a la vez que desprecia lo que tiene». «Tu amor». 14
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«Cualquier amor. Y tú eres un mal creador, Yo, este es mi juicio sobre ti, la crítica que te hace tu juguete». «Te duele el corazón, no deberías juzgar a nadie en tu estado». «Me duele mi realidad, sí, pero más aún las realidades ajenas». «Te lo advertí». «Cierto, pero yo soy el estúpido oficial, no tú, ni Dos, ni Cero». «Cero, otra vez ella, ese ser». «Que ya no existe, ¿verdad? » «¿Qué sabes, Uno?». «¿Yo? ¿Qué puedo saber yo, padre mío?». «¿Lo averiguo?». «¿Ya no respetarás mi intimidad? Dos creerá en ti cuando te vea, sí, pero algo he aprendido de ella, de ella y de ti. He aprendido a callar, y por eso no le he dicho que yo, de tanto verte, de tanto acompañarte, ya no creo en ti». «Se hubiera reído de ti, por loco». «Estoy cansado, Yo, muy cansado. Y esta fatiga es mi único consuelo: no quiero vivir más, y en la fatiga advierto que no viviré mucho más». Decidí que Dos me viera. No merecía el privilegio que había dispensado a Diecisiete, pero Uno desaparecía sin consuelo y ella era la principal responsable de su aflicción: me vería y me temería. Adopté la presencia de Uno, su voz. Ella se acercó a mí, a Uno. Me golpeó, y sólo entonces, de modo retroactivo, me percaté de la piel túmida y de los cardenales, cuando no heridas, que desfiguraban en ocasiones el cuerpo de mi marioneta: Dos golpeaba de nuevo, entrenada, a mi juguete. Quizá porque me impliqué demasiado, porque aborrecí a Dos o me apiadé de Uno en demasía, no reparé en lo más importante para mí, en lo que me hubiera librado 15
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de esta situación en la que me hallo, abandonado en esta dimensión, en este tiempo, desprovisto de mis tareas habituales como creador de existencias y comprobador de los ensayos para el principio final. «¡Qué broma es esta, lelo!», voceó Dos, dispuesta ahora a golpear a Uno de palabra». Dos no esperaba la reacción de Uno, y por eso acusó doblemente mi agresión, no superior, tampoco inferior, a la suya. Se incorporó con la sorpresa y las bofetadas reflejadas en el rostro, me miró. «¿Crees ahora en mí, lela?». «¡Uno!». «Soy Yo, imbécil. Uno es incapaz de proceder contigo como tú te comportas con él porque te ama. A él le debes la vida, pues ya te amaba antes de que existieras y te creé para que te amara, y le correspondes con golpes que incluso a mí, en su cuerpo, me han dolido». «¡Yo no existe!». «Si no existo, ¿quieres explicarme cómo es posible que existas tú, tú y el mundo que diseñé para Uno y para vosotros?». «¡El mundo siempre existió!». «¿Siempre? Ni siquiera existe ahora. Es pura ficción. Un mundo real, una copia real del mundo extraído de la dimensión a la que pertenece vuestra especie, sería incompatible con mis tránsitos». «¡Te arrepentirás de esta burla, viejo chocho!». «Serás tú, mezquina, quien se arrepienta como no acaricies y beses a Uno hasta que finalice su tiempo, como no finjas todo lo bien que sabes fingir». Intentó agredirme de nuevo. Iba Yo a demostrarle definitivamente que era Yo cuando, sin proponérmelo, desaparecí, ambos sorprendidos por mi repentina e indeseada invisibilidad. 16
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Sucedió que Uno, en algún lugar de su mundo, acababa de expirar, y que su cuerpo, sin vida, ya no me servía a mí como presencia ante los ojos de Dos: Yo había adoptado su cuerpo vivo, no muerto. Sí, Cero me venció sin haber pugnado conmigo, sin correr los posibles riesgos de una confrontación directa. Le bastó, sí, con aprovecharse de los descendientes de Uno y de mi desinterés total por ellos tras el fallecimiento de mi juguete, de mi marioneta, y aun antes, pues únicamente me percato ahora de que Dos no ha envejecido mientras me abofetea: Cero ha impedido su deterioro físico para valerse también de ella, y para que ella, como los otros, la amen o la teman. No soporto las maldades de Setenta y Siete, tampoco las de Doscientos. Al fin decido trasladarlos a un mundo más real, a este planeta, a esta dimensión, a este tiempo de soles y lunas, para que me dejen tranquilo. Y Cero lo sabe, cómo no va a saberlo si es la instigadora de esas maldades insoportables. Ahora lo sé Yo. Ahora, finalizada mi comprobación de que todo sigue como debe por aquí, reafirmado en la idea de que los descendientes de Uno sólo habrían anticipado porvenires; ahora que algún ardid de Cero me ha impedido regresar a mis dominios para proceder al traslado y alejarme, Yo el único trasladado. A saber dónde, ahora, Cero y sus juguetes. «Te olvidaré», vuelvo a recordar que herí a mi marioneta envejecida. «No estés tan seguro», me respondió Uno. Sí, Uno intuía síntomas que Yo no me molesté en presentir o averiguar, menos respetuoso con la intimidad de Uno que interesado en conocer esos indicios.
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El chimpancé avanzó otro paso, pareció reflexionar. —¿Es un primate? —se interesó Yo. —Sí. —Podríamos… —¿Interferir? —Mínimamente. Porque así, sin hacer nada…
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Nunca seremos ángeles Mientras seamos nosotros, tan cercano a veces el cielo, ese mismo cielo tan lejano, nunca seremos ángeles [De Poemario incendiado de mateo garcía]
La seguían los recuerdos y los perros mientras dejaba atrás un pasado de hijos muertos y soledades. Desde uno de los riscos del pico Manodiós, el cabrero mellado, despeinado por el ábrego del día estival, advirtió la presencia lejana de la mujer y los perros en la curva de los barrancos, otro de los recodos del camino que conducía al pueblo de alta montaña donde él había nacido, la casa heredada de los padres una vivienda más de piedra en la que buscaba refugio cuando abandonaba la cabaña del aprisco para comerciar con los vecinos y emborracharse en el chigre, que también servía de tienda. Valdés, el enjuto cabrero cincuentón, desde la distancia, reparó en los cabellos de fuego de la mujer y en el hatillo que portaba al hombro. Mucho más cerca de ella y del pueblo, sentado en una llábana con las piernas flexionadas y cruzadas, la flauta y las manos en reposo sobre los muslos, el hijo de Rosendo observó que la mujer se detenía, miraba a su alrededor y finalmente se salía del camino y se dirigía hacia el arroyo. Mientras los tres perros bebían, la pelirroja de rizada cabellera fijó la vista en la pequeña cascada que formaba la corriente de agua que parecía proceder directamente del cielo. La mujer dejó el hatillo junto a los romeros y saúcos de aquel paraje frondoso, se agachó para desatarse 19
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las abarcas y después, ya descalza, se quitó el sayo claro que vestía y avanzó desnuda hacia la cascada, puro cristal durante los fríos invernales. Tragó saliva el hijo de Rosendo, la mirada subyugada por los pechos y el vello púbico de aquella mujer madura pero tan hermosa aún. Extasiado por la visión de la desconocida purificándose en el agua, el flautista se percató, demasiado tarde para intentar la huida, de que los perros de la extraña, de pelaje pardo y más grandes que lobos, se habían alejado de la dueña y ahora lo rodeaban dispuestos a tarazarlo en un instante pues ya le mostraban los colmillos y gruñían. El camino se bifurcaba a la entrada del pueblo; un ramal conducía hacia las casas de la parte baja, donde el chigre presidía la plazuela, y el otro hacia las viviendas de la parte alta, menos arracimadas que las anteriores. «Por ahí», le indicó el flautista, recientemente declarado inútil total para el servicio militar, a la pelirroja con el pelo aún mojado. Celina le dio las gracias al joven Mateo —había bastado una simple orden femenina para que los perros se desentendieran del muchacho descarnado y pelón y volvieran junto al ama todavía desnuda—, le sonrió nuevamente, y el hijo de Rosendo García fue incapaz de sostener más allá de un instante la mirada de los ojos negros, muy negros, de la hermana mayor de Mariana, viuda de Marcos y pretendida por el bronco Rosendo, viudo también desde hacía unos meses, casi desde el mismo día en que la pareja de la guardia civil, guiada por Valdés el cabrero, encontró en un monte el cadáver de su marido con la cabeza destrozada por las postas de su propia escopeta. A la casa de piedra de Mariana, en la parte alta del pueblo, separada de todas las demás, se accedía por una senda que finalizaba en la antojana donde, próximo al soportal, crecía un carrasco. «Llegaste», saludó Mariana 20
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a Celina. La puerta trasera de la vivienda comunicaba con un terreno limitado por setos vivos —necesitados de poda— y varganales, donde, además de un huerto, había un gallinero con una docena de pitas, una pocilga en la que hozaban dos cerdos y un tendejón con aperos y panojas de maíz —convenientemente esfoyadas y enristradas— que sirvió de cobijo para los perros de Celina, acostumbrados a guarecerse en un cobertizo similar en la morada que la dueña había abandonado para ir al encuentro de la hermana y a su lado mitigar al fin su soledad y, sobre todo, la de la viuda, menos habituada que ella a vivir sin compañía. «Duerme conmigo esta noche», le pidió Mariana a Celina. Su hermana la miró y asintió con el gesto: tenían mucho de qué hablar después de tantos años sin verse. En la cuenca minera del Nalón, Celina se había quedado sola, tras la muerte de los padres, en otra casa de piedra de planta baja situada entre dos aldeas, junto a un río tan humilde que ni nombre tenía. Curandera y echadora de cartas como la madre —también experta en adivinar futuros leyendo las líneas de las palmas de las manos—, a ella acudían sin embargo menos personas enfermas o accidentadas que no podían pagar al médico ni sus remedios, y menos personas ansiosas de conocer el porvenir que mujeres con la intención de librarse de las criaturas engendradas sin haberlo deseado. Y ella las complacía con la misma dedicación y prudencia con que trataba heridas y administraba pócimas y aplicaba emplastos y aventuraba mañanas a cambio de la simple voluntad, y para sí tenía que por eso, por haber acabado con tanta vida, sobre ella pesaba la maldición de parir hijos muertos, los tres hijos que había concebido tras yacer con hombres de paso, con jóvenes vagabundos de mirada triste y pocas palabras que, durante una noche, 21
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en su hogar que siempre olía a eucalipto, en su jergón y en su cuerpo oferente hallaron algo de lo mucho que habían perdido en la vida, ella únicamente interesada en tener un niño o una niña a pesar del rigor que demostraba la sociedad con las madres solteras. Por el ventano del dormitorio entraba la luz argéntea de la luna. El prolongado suspiro de Celina se unió al de la hermana, ambas tomadas de la mano y tendidas de espaldas en el colchón de lana que entre las dos tendrían que varear mientras durase el buen tiempo. Buen tiempo hacía la primera vez que Marcos y Mariana, muy jóvenes los dos, hicieron el amor en un hayal mientras las vacas de los padres del mozo de tez morena —de carbón el pelo y la mirada—, embelesado por los ojos verdes y los cabellos trigueños de la novia, pacían ajenas a las caricias y los besos que ellos se prodigaron antes y después de perder la virginidad el uno en el otro. También lucía el sol el día que se casaron sin saber que la guerra civil habría de separarlos poco más tarde y que, decantada la contienda en Asturias pero no en la totalidad de España, nuevamente juntos, no podrían amarse nunca más como aquella vez en el hayedo o como durante la noche nupcial y las noches siguientes, cuando, a pesar del ardor con que se poseyeron, no lograron concebir el hijo que ya no podrían tener durante la hambruna de la posguerra ni durante los años siguientes, aún lozana y fértil la esposa el atardecer de finales de invierno —«Nos engaña el tiempo, Celina; es mentira que lleve cinco meses viviendo sin él»— en que la pareja de la guardia civil y Valdés el cabrero trajeron del monte al marido atravesado en el lomo de un mulo: francotirador en frentes siempre muy lejanos del pueblo donde lo esperaba la esposa —su norte, la única razón de su existencia, el reposo para su mente herida por 22
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tantos presentes atroces—, Marcos aprovechó brasas de cigarrillos en la oscuridad y otros descuidos del enemigo para acabar, uno a uno, con los soldados que lo separaban de Mariana, como acabó con los mandos del grupo que logró localizarlo al fin, capturarlo y caparlo de un tajo certero, del grupo que se alejó sin pegarle un tiro de gracia para que la hemorragia se encargara de matarlo con mayor lentitud, una hemorragia que le cortaron los suyos cuando él, antes de perder el sentido, ya se había despedido de su mujer susurrando apenas el nombre de la amada. «No fue un accidente, Celina; no fue como dijeron los guardias, que se le disparó la escopeta sin querer. Estoy segura de que se suicidó. Yo tenía bastante con su sola presencia a mi lado para ser feliz, pero él no me creía. Él creía que era algo inútil para mí, un estorbo». Siempre atareado con su hacienda o con labores de otros vecinos para no pensar en su condición de esposo a medias, de amante desarmado, a veces dejaba sus ocupaciones de pronto, cogía la escopeta y se perdía por los montes. Y era entonces cuando Mariana temía por él, cuando su mujer temía que, lejos de ella, Marcos hallase el valor para quitarse la vida con el disparo del que le privaron sus enemigos. «¿Quieres a ese Rosendo?», preguntó Celina. «Quiero a Marcos», respondió Mariana. Rosendo García había enviudado tres meses antes que Mariana: su mujer, Modesta, con los primeros fríos del otoño, pilló una pulmonía doble y el médico —ya subía desde el valle en una Lambretta; antes llegaba al pueblo a lomos de un caballo— no consiguió arrancarle la muerte del pecho a pesar de las sulfamidas que le suministró con urgencia, tardío el nuevo medicamento para ella porque tardía había sido la llamada de socorro por 23
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parte de Rosendo, que confundió el mal de la esposa con un simple catarro. «Viuda tú, yo viudo…». Sentado en la silla donde solía acomodarse Marcos, ante la mesa cercana al fogón de la cocina, Rosendo miró a la enlutada Mariana antes de añadir: «Siempre me gustaste, ya lo sabes». Miembro de la Contrapartida —formada por somatenes y falangistas voluntarios— que, junto con las tropas de varias Banderas de Falange y fuerzas moras, se enfrentó a los maquis, Rosendo dejó las armas cuando se creó la Brigadilla —compuesta por guardias civiles y policías armadas, vestidos de paisano para facilitar su labor de caza y espionaje, con plenos poderes y un sobresueldo—, pero algo había quedado en él de montaraz, en sus facciones angulosas, en su carácter, que vino a reforzar la rudeza que siempre demostró con palabras y actos. Mariana lloraba por dentro cuando Rosendo volvió a hablarle: «Una mujer sola... Piénsalo, Mariana, piénsalo. Pero no lo pienses mucho: quiero tener un hijo contigo mientras puedas concebir». «Ya tienes uno», atinó a murmurar ella. «Ese maricón... Quiero tener un hijo de verdad, no un flautista y poeta que se desmaya por cualquier cosa. Un día le desgracio el alma, ahora que no está Modesta para protegerlo». *** Pronto obtuvo Celina el aprecio de los vecinos del pequeño pueblo encumbrado en el falso llano de una montaña de cima roma como intimidada o custodiada por el pico Manodiós, mineros que bajaban de lunes a sábado hasta las explotaciones hulleras del valle y 24
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después regresaban a casa tiznados y desfallecidos, campesinos que trabajaban de sol a sol, mujeres casi siempre embarazadas que debían atender el hogar y ayudar a los maridos en las tareas del campo, ancianos y ancianas que no podían reposar ni en la vejez, niños y niñas que acudían en grupo a la escuela más cercana para al menos aprender a leer y a escribir y las cuatro reglas. Ante todos ellos renunció a una parte de sus habilidades del pasado y se presentó únicamente como curandera. También como partera: ayudaría a traer criaturas al mundo y así compensaría el haber facilitado con sus agujas y sus artes que muchas otras se malograran. Durante sus andanzas por los montes, entabló amistad con Valdés y llegó a visitar la cabaña que el cincuentón mellado tenía junto al aprisco donde recogía el ganado cabrío. Valdés la codiciaba con la mirada y también él empezó a visitarla cada vez que bajaba al pueblo. Siempre le traía algún presente, un queso, pieles, y una vez llegó a coincidir ante la puerta de la casa de Mariana con Rosendo. «Qué haces aquí», le preguntó Rosendo García. Y él respondió sin dudar: «Lo mismo que tú». Habían caído las primeras nieves. Hasta el joven Mateo, asomado al ventano de su dormitorio después de haber pasado la noche casi en vela buscando mentalmente una palabra, llegó el acre olor de la broza que alguien quemaba muy cerca de la vivienda de su padre. Era el propio Rosendo quien atizaba aquella fogata. Mateo García se fijó mejor en su progenitor y entonces descubrió que una mano paterna sujetaba su flauta y la libreta de tapas verdes con sus poemas. «¡No!», gritó Mateo. Pero cuando llegó, descalzo y medio desnudo, junto a su padre, Rosendo ya había partido en dos la flauta y la había arrojado al fuego, donde ardía también el poemario 25
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que en vano trató el poeta de rescatar de las llamas. Rió el padre, lloró el hijo, y más tarde, hacia el mediodía, Mateo llamó a la puerta de la casa de Mariana y, mientras Celina le curaba las manos chamuscadas, les contó a las hermanas con una voz definitivamente tomada por el rencor lo que había oído que hablaban, meses atrás, Rosendo y Valdés el cabrero sin que ellos supieran que él los estaba escuchando. «Pasa», le pidió Rosendo al cabrero, y Valdés, antes de entrar en la vivienda del viudo reciente, preguntó: «Qué quieres». «¡Pasa!», endureció Rosendo la voz. Ambos en la cocina, junto al fogón, Rosendo le recordó viejos tiempos al cabrero: «Sabes que me debes la vida, sabes que te la perdoné cuando en la cabaña tenías guardado a aquel fugado herido que perseguíamos. Aunque yo sabía de sobra que tú lo escondías, callé para que los otros, los que venían conmigo, no te mataran, Valdés, ¿te acuerdas? Volví luego, solo, pero ya no pude cobrar la pieza que había dejado en tu tenada su olor y su sangre. Y marché sin pegarte el tiro que merecías, ¿te acuerdas?». «Qué quieres». «De todos modos, por si la vida que me debes no es bastante para ti, te pagaré buenos cuartos si me quitas de en medio a Marcos cuando salga por ahí con la escopeta. Que parezca un accidente, ¿oíste? De ti no desconfiará. Arréglatelas para matarlo con su arma. A él le harás tanto favor como a mí, que no valgo para vivir sin mujer y me gusta la suya, la que él no puede montar». Mariana se tapó con ambas manos la boca, sus ojos horrorizados buscaron y hallaron los de Celina, al igual que ella impresionada por la confesión del poeta, que había visto, inadvertida su presencia de nuevo, cómo Valdés contaba los billetes que Rosendo le entregó el mismo día del entierro de Marcos. 26
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Dos semanas después de que Mateo abandonara el hogar paterno decidido a comenzar en la capital, o donde fuera, una nueva vida, trapeaba sobre el pueblo al entrar la pareja de la guardia civil en el chigre para que algún vecino les firmara el parte que demostraría hasta dónde había llegado su penosa patrulla y, de paso, para catar el vino de alguna corambre que el chigrero hubiera empezado recientemente. Acababan de sacudir la nieve que cubría sus capotes cuando apareció en el chigre un pariente de Rosendo García con el gesto demudado: había ido a casa del primo y había encontrado a Rosendo muerto en la cama, arropado con mantas pero frío como un carámbano de los que colgaban de los aleros. «Te gusta», constató Celina. «Ya lo creo», asintió Valdés, las dos hermanas frente a él en la mesa. «Pues termina el pastel, que nosotras cenaremos el nuestro más tarde», habló la viuda en esta ocasión. Ahíto, satisfecho, Valdés abandonaba la vivienda de Mariana cuando Celina, como si ya fuese su mujer, le pidió: «No te pares en el chigre». «Descuida», le contestó el cabrero enamorado, y añadió: «De aquí para el catre, que tengo que levantarme antes del amanecer». La curandera, acomodada en el poyo de la casa de Mariana mientras esperaba el regreso de la viuda de Marcos, que había ido por agua a la fuente como impulsada por el ábrego juguetón y al amparo de la luz de la luna llena, pensó que aquel pueblo era un buen lugar para vivir ahora que Valdés el cabrero había comido el mismo dulce con que Rosendo había saciado el apetito la noche en que murió.
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Las ignorancias del saber El niño aparece al mediodía. La partera, finalizado el cometido, se lo entrega a la madre primeriza. Exhausta, sudorosa, la mujer del zapatero cojo recibe al hijo, hay codicia en esos brazos jóvenes que ya protegen, mientras la brisa del veintiséis de junio enreda con el visillo de la ventana entreabierta. La abuela paterna del recién nacido trata de reconocer en el nieto los rasgos de su benjamín, pretende arrebatárselo a la nuera. «Déjalos tranquilos», se alía la partera con la muchacha de pelo trigueño y ojos claros. La cuarentona —en el agua del balde se va desprendiendo de una sangre que no es suya— aún ignora que en sus manos habrá más sangre ajena en pocos minutos; la del muerto, sentado en un poyo cercano, que la espera por esperar, apuñalada su existencia por el pasado en medio del año mil novecientos cincuenta y cinco. El muerto ha llegado al poyo del vecino con un brazo sobre el vientre y el otro sobre el pecho. Ya es mayor, pero no tan viejo como el hombre que toma el sol con el cayado entre las piernas y mira más allá del río; más allá del río, la montaña, y en esa ladera, entre castaños, la tolva del pozo minero, el funicular, el castillete. También el cementerio. «Qué vida», reclama el muerto la atención del viejo. «Hueles a mierda», le contesta el viejo mellado, pelón como el niño que está naciendo, sin apartar la vista de algo que quizá sólo ve con los ojos del recuerdo. «Porque me mataron». «Ya tardaban, no te quejes». Sale de casa la esposa del hombre que no está muerto. «¡Qué pasó!». «Nada, que me mataron ahí cerca». «Ya tardaban», insiste el viejo de la boina y de las madreñas y de 28
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la mirada fija o errátil. Echa a correr la mujer enlutada, pide ayuda sin saber hacia dónde corre con la premura exigua de una vejez achacosa. La partera abre la puerta del cuarto, le sonríe al zapatero cojo: «Ya puedes entrar». Al joven zapatero igualmente lo alcanzó el pasado, lo mutiló una bomba de mano de la guerra civil que no explotó durante el conflicto, sino años después; pero él, a diferencia del muerto sentado en el poyo, no ha hecho nada para merecer lo que padece, la carencia de la pierna derecha; no ha obtenido lucro con los maquis, no ha encubierto por dinero a quienes fueron derrotados dos veces, no ha traicionado a continuación, cuando los vencidos doblemente no pudieron pagar alimento y cobijo. El padre contempla al hijo y a la mujer que los días, tras el siseo de la serpiente en la maleza, tras el mordisco canalla de la desdicha sembrada por los hombres, le han regalado. Besa a la mujer, al hijo, y ya está de nuevo en la zapatería cuando la partera se mancha las manos de sangre otra vez. «Esta herida tiene cura», estima. Entonces el muerto le muestra la otra, la que no tiene remedio posible. «Que me pongan el traje con el que me casé». *** En la actualidad, más de medio siglo después, el hombre que nació entonces, un niño otoñal que ya conoce las ignorancias del saber y al que le han contado que su nacimiento coincidió con una muerte anunciada, se asoma al varganal protector de la aldea encumbrada en el falso llano de la montaña entre montañas. Más allá del río no ve tolvas, funiculares, castilletes, huellas de carbón. Sólo castaños. Y la pradera donde se celebra la fiesta parroquial, tan próxima al cementerio en el que residen la 29
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mayor parte de quienes antes vivían en el racimo de casas hoy deshabitadas. Ensordecido por el silencio, de pronto oye cantar a alguien, alguien que sube o baja por la carretera. Mira hacia abajo ese niño de pelo entrecano, ceniciento también el bigote, y al fin descubre al anciano que canta, que va o viene sin prisa con una amapola solitaria en la voz. Se detiene el anciano, deja de cantar, se pregunta a sí mismo: —Quién fuma por aquí tabaco, tabaco rubio. Mira hacia arriba, hacia el varganal, esgarra, se interesa: —De quién eres tú. Se identifica el otoñal. —Y no te conocía, rediós. A qué andas por estos andurriales. —Vine al cementerio. —¿Sigue en él tu padre? Como lo quemasteis, igual voló por alguna rendija del nicho. —A lo mejor. El viejo cae en otra desmemoria: —¿A qué lo ganas? —Soy profesor. —Ya me acuerdo. Enseñas química, sabes mucho. —Cada vez menos, como Sócrates. —¿Como quién? —Uno, qué importa. —Qué sabes de eso que predica el norteamericano que no fue presidente y que ahora cobra tantísimo por cada sermón. —Que serán caros los sermones, pero no falsos del todo. —O sea, que se acaba el mundo antes de tiempo. —Eso procuramos. —Y yo sin confesar. 30
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De nuevo mira el profesor hacia atrás, hacia la casa en ruinas donde nació. El viejo, desde abajo, desde la carretera, le adivina el pensamiento: —Mataron a un delator el mismo día en que tú naciste, ¿lo sabías? —Sí. La partera me ayudó a nacer a mí y luego ayudó a morir a ese hombre. —Al revés. —¿Qué? —Fue al revés: la partera te ayudó a nacer con las manos manchadas con la sangre del chivato. —No, mi madre me contó... —Tu madre era la moza más guapa de por aquí, con ese pelo y esos ojos de los extranjeros, a saber con quién la tuvo tu abuela, pero la trastornarían los ruidos de Oviedo si te contó la cosa al revés. Oscurece con diligencia invernal y las sombras, consumido el cigarrillo del químico miope, huelen a tierra húmeda, de la que se nutre la maleza del abandono, del olvido, que lo va cubriendo todo para que el recuerdo mienta cuanto quiera. *** El viejo de la amapola solitaria en la voz se detiene ante el roble que él mismo plantó en la orilla de la carretera en sus años mozos, cuando cortejaba a la madre del hombre otoñal que ya ha partido hacia Oviedo. «De algo me suena a mí eso del aprender y aprender hasta no saber nada, en algún sitio lo escuché. Lo que yo sé es que tú te libraste de milagro cuando arreglaron la carretera, por unos centímetros; ahora la fueron a arreglar, cuando apenas circulan coches por aquí, tres o cuatro al día; la arreglarían para facilitarnos la marcha a los 31
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pocos que todavía vivimos por estos andurriales; la marcha o el entierro, si entierro hay, si no la diñamos todos juntos al mismo tiempo, los de aquí y los de allá, como predica el norteamericano ese». La conversación con el profesor que hubiera podido ser su hijo no le servirá de excusa para llegar a casa de noche, tampoco le servirá la meada: ya sabía que llegaría de noche a casa cuando dejó atrás una aldea camino de otra, cuando se despidió del amigo y comenzó a cantar esa canción, Amapola, pues los pájaros nada le cantaban al oscurecer y los silencios con poca luz, o sin ella, son más silencio, lo mismo que las soledades son más soledad sin luz o con luz muy pobre. En la soledad reparó cuando vio al hombre asomado al varganal, no antes: no hay soledad si nadie hay, o es la soledad de siempre, mitigada por la costumbre, pero allí estaba el químico, denunciándola con su presencia. «¿Cuántas meadas van, roble? Llevas la cuenta, ¿verdad? Te acostumbré de pequeño a mis orines y no te sentaron mal, que árbol más alto que tú no lo veo por los alrededores. ¿Te acuerdas? Para eso te planté, para que te acuerdes. Aquí, por ahí, sí, casi desvirgo a la madre de ese hombre confundido. Pero se me escapó entera y después, días más tarde, cuando yo andaba todavía con unas calenturas de la hostia, despertó la bomba de mano dormida y aquella real hembra fue a visitar al amputado al hospital y con él se quedó: no lo quería con las dos piernas, cuando era minero, como yo, y fue a quererlo con una, remendón y gracias. En fin, que recuerdo tanto ese polvo que no eché como el primero que echamos la parienta y yo poco antes de matrimoniar, pública ya la amonestación última, aquel ayuntamiento del que salió, eso fijo, el rapaz nuestro, no sé qué nos pasaría después, perdería yo la puntería, a saber, porque más hijos no 32
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tuvimos y mira tú que practicamos lo nuestro. Bueno, roble, aquí te quedas, la tardanza no puede ser tanta como para que ella se preocupe y llame por teléfono a los civiles». *** —Llegué. —Cómo sigue el enfermo. —Mal. —De ti voy a fiarme yo. —Soy un ignorante, no te lo discuto, pero sé lo que sé, que no llega al año que viene. —¿Measte los pantalones? —Coño, sí. —Qué cruz la mía. —Fue por pensar mientras regaba el roble. Niega con la cabeza la mujer, quizá rememora al marido abrazado al roble que le dio por plantar cuando la pretendía a ella y no sólo a ella, al roble que los del arreglo de la carretera iban a cortar sin miramientos, «¡Que midáis, rediós; medid y veréis que está bien donde está!», ese roble contra el que fue a chocar un coche del rally anual, «Casi se mata el piloto por tu culpa», «¿Tengo yo la culpa de que se entretengan conduciendo como locos por estas curvas tan traidoras como tu padre?». —¿Cenamos? —Lava las manos, marrano. —¿Sabes a quién vi cuando venía para acá? —A quién. —Al hijo del zapatero, el de la polio, cojo el remendón y cojo él, manda huevos. Vino a visitar al padre y luego paró a echar un pito delante de casa. Por el humo lo descubrí allí, asomado al varganal de La Pedrera. Sí, 33
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se acaba el mundo, es verdad, eso me contó. Y yo sin confesar. —¿Confesar? ¿Tú? ¿Ahora que ni párroco tenemos ya? Demonio… —Ya que hablas de demonios… —Qué. —Sabrá mucho ese profesor, pero tiró para Oviedo sabiendo algo más, que la partera lo ayudó a nacer con las manos manchadas con la sangre de tu padre, y no al revés, que primero nació él y luego la partera atendió al chivato, como le contó la madre, trastornada por los ruidos de... —La madre que te parió a ti, calamidad. —¿También voy a tener yo la culpa de las traiciones de tu padre? Chivato, delator, llámalo equis; desalmado, cabrón… Además, no hubo tiempo, por falta de luz, de que yo le contara que era mi suegro ese chivato que embutimos en el mismo traje con el que se casó. Le sentaron bien las perras de los fugados: había engordado, ya lo creo, no hubo modo de abotonarle ni el pantalón ni la chaqueta. Las puñaladas le sentaron mucho peor. —El trastornado eres tú, tú. —¿Yo? Por qué. —Ella tiene razón, no tú. Ella, calamidad, ella. —No me jodas. ¿Fijo? —Fijo. Venga, lava las manos y, de paso, la memoria. *** Contaron dos testigos que ya nada nuevo pueden contar a los vivos —quizá entretengan ahora a los muertos con sus parlas más fantasiosas que reales— que al entonces minero, tras la cura del practicante en el botiquín que Duro Felguera había dispuesto en las inmediaciones de 34
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la explotación hullera, lo bajaron hasta Sotrondio en el tren eléctrico que transportaba el carbón desde Santa Bárbara hasta esa población en la que se ubicaban, además del lavadero, las oficinas de la empresa y un dispensario. Algo habitual cuando se producía un accidente grave y más o menos coincidía la hora del siniestro con la de la partida del tren, algo común ese traslado sin los aderezos previos del siseo de la bomba al despertar y el asunto del pie olvidado entre la maleza que el desgraciado fue a pisar para que lo alcanzara el pasado mientras orinaba junto a la lampistería que nunca se usó —es de suponer que sin mear los pantalones, a diferencia del viejo de la solitaria amapola en la voz hoy apenas recriminado por la esposa; más le valía al joven minero orientar bien el chorro, nada tendría de leve el escarnio de los compañeros de errar por un despiste o por caprichos eólicos—. Esos dos testigos, desde luego, eran sendos narradores extraordinarios: enredaron tan bien lo sucedido con lo inventado —qué compenetración entre ambos, sobrios o inspirados por el alcohol, ¿cuál de ellos convencería al otro de haber presenciado lo que ninguno de ellos pudo ver?— que, años más tarde, se impuso su versión, mayoritariamente apócrifa, a la que otros testigos comenzaron a silenciar: al mutilado no le crecería otro pie en cualquier caso y ellos, con la prosa de la realidad, divertían menos, mucho menos, nada; entristecían, mejor callar, no llevar la contraria, no discutir, así empezó la guerra civil, con pedradas de realidades, esa guerra que aún no ha finalizado de verdad, que quizá termine únicamente si comienza otra, no lo quiera Dios, no lo quiera el hombre, es lo que se dice siempre, un deseo milenario que nunca se cumple, tal vez nos salve en el futuro el exceso de armas demasiado destructivas, armas que no fallan, la certeza de morir al 35
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matar. El practicante hace lo que puede en el botiquín, cortar la hemorragia, dar un pitillo al accidentado que le han traído en una parihuela improvisada, bromear durante la espera por el tren eléctrico, «¿Eran pocos para ti los peligros de la mina?», no merece la pena que suba un coche desde Sotrondio, ya va a bajar ese tren con el carbón y un hombre sin el pie derecho. «¿Dónde está el pie?», pregunta alguien —poco importa quién, es un embuste, una invención; acaso sea también una invención, un embuste, la propia verdad, el dolor ya es otro cuando se cuenta—, supongamos que se interesa el practicante, es lo más lógico. Sonríe uno de los dos testigos muertos, o ambos a la vez, antes de añadir: «Entre los escombros de la lampistería estaba, calzado y todo». Toma la palabra el otro parlanchín, el que tal vez sonríe igualmente: «Se lo pusieron sobre el pecho y, hala, para Sotrondio en dos partes». Es cierto lo de la explosión tardía de la bomba de mano que uno de los soldados derrotados que pasaba por allí arrojó hacia la tolva de la mina Santa Bárbara en su huida imposible, como se demostraría más tarde, cuando en los montes cazaron a los últimos fugados —hubo un testigo: el amputado, apenas un adolescente por entonces, esto sí que suena a mera ficción—, pero falso casi todo lo demás que contaron esos dos narradores tan compenetrados. Al minero, al futuro zapatero, le cortó el pie la gangrena en el Provincial de Oviedo, no la bomba por sí sola. Cojo de por vida, sí, con una de esas prótesis de las que muchas mujeres huyen sin pensarlo dos veces, no esa real hembra que parece una extranjera, con ese pelo trigueño y esos ojos claros —qué pronto olvida la gente, nadie se acuerda de su abuelo paterno, aún vivo incluso, aunque desdibujado, al brotar la desmemoria—, esa muchacha codiciada por tantos hombres que antes 36
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no le prestaba atención y ahora sí, a saber por qué —y no indaguemos mucho más en el asunto de esa querencia aunque podríamos ser más explícitos, alguna justificación sí tienen los sentimientos amorosos a pesar de lo oficialmente pregonado por el vulgo, era apuesto el mozo, no lo acobardó el destiempo sino que, por el contrario, se creció ante la adversidad, bástenos con estos piropos pues acaso sean más provechosas las ignorancias que los conocimientos, como son más atractivas las mentiras que las verdades y más interesantes los misterios que las evidencias—, esa esposa que le regala un hijo que sólo caminará sin la ayuda de bastones entre los doce y los catorce meses: «Hay que joderse, cojo el padre y cojo el hijo». *** —Hay que joderse, que yo recuerde tanto, o más, un polvo que no eché que el primero que eché con ésta. Casi mejor que se acabe el mundo, porque somos la hostia, la hostia. Damos pena, damos risa, cómo somos. —Qué hablas y hablas tú solo. —¿No dormías? —Me despertaron esos rezos tuyos. Calla de una vez. —Cómo voy a dormir después de los que vimos en el parte de la televisión. —¿Ver? Qué vimos. —A ese padre llorando, sin nada para dar de comer a la mujer y a los hijos, lo viste como yo. Ni como limpiadores de mierda encuentran trabajo ni él ni ella, estudiados los dos… Claro, con cinco millones de parados… —Tú no tomaste la pastilla del sueño. —Coño, no. —Ya decía yo. 37
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El viejo pulsa la pera de la luz, abre el cajón de la mesita, extrae la pastilla nocturna, tan pequeña y con efectos tan fulminantes sin embargo, cuánto debe de saber ese químico que estudió gracias a la polio, porque no valía para otra cosa, «Qué burradas, cuánto tengo que aguantarte, calamidad». —Minero hubiera sido, como el nuestro, si los padres no hubieran marchado de aquí para que trataran al guaje en la capital. —El hermano y la hermana estudiaron como él y no estaban impedidos. —Estudiaron con el camino abonado por el mayor y todo se pega, hasta lo bueno. —Lo bueno no sé, lo malo sí: ahí tienes al nuestro, tan burro como tú. —¿Le enseñé yo a no visitar a los padres? Cuánto hace que no lo vemos, ¿tres meses? Y ahora ya no le vale la disculpa del trabajo, que bien prejubilado está, ya lo creo; cuatrocientas mil pesetas al mes, no sé cuántos euros, por echar la partida en Sotrondio sin acordarse ni de llamar a los padres por teléfono. —Tiene su vida. —La que nosotros le dimos. Perdí la puntería después, eso sería, porque… Mejor así, sin más hijos. Habrá menos muertos cuando se acabe el mundo. —Qué harás con el roble, ¿te abrazarás otra vez a él? No responde el viejo, ya duerme. La esposa, antes de apagar la luz, observa al marido, tendido de espaldas en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho, entreabierta la boca. Así lo verá, si lo sobrevive, cuando haya fallecido —le susurra la experiencia—, cuando la amapola esté más sola aún. *** 38
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Maldice el profesor que tanto debe de saber para ignorar tanto: de nuevo ha invadido el del cuarto izquierda parte de su plaza de garaje con el todoterreno, «Ese cabrón». Aparca el coche con dificultad, aunque lo peor será salir del vehículo adaptado a sus necesidades. Ha conseguido salir pues ya la madre, en la cocina del piso, lo mira y aventura: —Traerás los pies fríos. —El aire acondicionado me los calentó durante el viaje, no te preocupes. —Está aquí tu hermana. Sí, la hermana y el sobrino que acaba de empujarlo sin lograr el derribo, no menos cabrón el infante que el del cuarto. El chiquillo intenta ahora arrebatarle los bastones de la manos, «Pronto empiezas, chaval». Mientras llora el crío que la hermana ha parido a los cuarenta y dos años —lo besa esa madre que acaba de abofetearlo en nombre del educar, las carantoñas posteriores e improcedentes pero inevitables del querer reavivan el llanto del chiquillo—, la viuda le pregunta al hijo: —Qué tal, ¿ni un alma? —Pues sí, una. Y cantarina. Aclara, explica, comenta el cojo, es su oficio, como el de la hermana y el del hermano es juzgar, administrar justicia, como el tercero y último del padre parcialmente incinerado fue velar por las viviendas de uno de los Grupos de la Obra Sindical del Hogar y Arquitectura. Casi nadie le presta atención en clase con el interés que le demuestra la madre, así da gusto. Calla él, habla la vieja a continuación, dubitativa al principio y luego más suelta: —Que me trastornaron los ruidos de Oviedo… Casi me lía a mí, como te lió a ti, junto a un árbol que le dio por plantar… Mala persona nunca fue, pero sí un liante de primera. Contaba chistes en la mina, los demás se 39
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reían tanto que descuidaban los tajos. Hasta que lo llamaron al orden los vigilantes… Qué ocurrencias tenía… Llegó tarde a su propia boda, eso no fue ningún chiste. La hija del chivato ya lloraba cuando él apareció en La Pedrera a medio vestir. Menos mal que, al parecer, se acordó de la fecha al oír las campanas. Esas campanas que sonaron de otro modo por el suegro, por el único que arriesgó la vida para salvar la del joven minero, que no podía apartarse de aquel muro de piedra a medio caer por culpa de la bomba esa, que cayó entero poco después.
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El espectáculo debe continuar El chirrido de neumáticos anuncia en la rotonda el accidente que finalmente no se produce. «Qué prisas por vivir, por morir». Al estridor sólo lo siguen el sonido de un claxon —tenía preferencia ese conductor que protesta, ha frenado a tiempo, sabe sin duda que en los cementerios abundan los que tenían preferencia y en ella confiaron— y la voz alterada de Tere, la sobrina pelirroja, pecosa y flaca del hombre maduro que toma el sol primaveral, matutino, en la terraza del segundo piso del edificio más alto de la plaza nueva. —¡Martina! —vocea Tere, el eco del claxon, desde algún lugar de la vivienda. —¡Qué! —responde la paraguaya desde otro. —¡Ven! —¡Voy, ya voy! Discuten ahora: —¡No se lo has llevado! —Porque es pronto, porque no le apetecerá todavía. —¡Para qué lo hiciste entonces! ¡Perderá toda la vitamina! ¡Se pierde, se oxida en menos de diez minutos, cuántas veces tendré que repetírtelo! —Bah, la vitamina esa. Continúan discutiendo en la cocina, en el proscenio que el trasplantado sólo puede imaginar: —¡La vitamina esa, sí! —También se pierde con el azúcar. —¿Le has echado azúcar? —¡Sí! No le gusta el zumo sin azúcar, y para lo que le servirá la vitamina esa… 41
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—¡La necesita! —Bah. —¡Soy enfermera, Martina, enfermera titulada! —Y parada. —¡Hija de…! ¡Lo estás matando! —No, eso es lo que vosotras queréis, matarlo, que no disfrute de lo poco que puede disfrutar para que se muera antes. Yo quiero que disfrute, que viva. —¡Para no perder el trabajo! —El que tú no tienes. —¡Sabemos de sobra lo que pretendes, hija de puta! —No, sólo sabéis lo que vosotras pretendéis. —Y él ciego, sordo, mudo… No ve, no nos escucha… —Ve muy bien, y escucha mejor, por eso calla. Sonríe el enfermo sentado en la silla de enea. —Lo lleváis en la sangre, vaya si lo lleváis; todos los sudacas lleváis en la sangre esa capacidad para enredar a la gente al hablar, para serviros de nuestras propias palabras y… En el cenador del proscenio exterior, en la glorieta, han plantado palmeras que, dentro de unos años, no permitirán ver los afiches de los cines Yelmo, ni una de las dos entradas del Carrefour, desde la terraza que el hombre sentado en la silla de enea puede ver hoy. A ese hombre enfermo que toma el sol y contempla le gustaría asistir a la proyección de la película en tres dimensiones anunciada en el cartel central. Recuerda: —Se apoya usted en mí, llegaremos. —No, olvídalo. —Llegaríamos. —Tú lo ves todo más fácil de lo que es, y yo más difícil. Como debe ser. —Bah, como debe ser, porque usted lo diga. Llegaríamos hasta allá en auto y después… 42
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—Y después llegaríamos en otro auto al hospital. —Cómo habla, como los personajes de los libros. —Un bibliotecario corre ese riesgo, el de abrir un libro, luego otro y otro a continuación, hasta hablar por boca de cuanto ha leído. —De qué se ríe. —De tus enfrentamientos verbales con los míos, de tus triunfos orales. —Bah, a los sudacas se nos dan bien las discusiones, su sobrina siempre me lo dice. —Se te dan bien a ti, no a todos los sudamericanos. —Y con su hermano nunca discuto. —Porque es policía y temes… —No me tome el pelo. Nada temo de él, como nada temo de usted. Al contrario, ustedes dos… —¿Vas a ponerte a llorar ahora? Mala compañía somos los enfermos, los viejos, para los jóvenes; muy mala, sí. —¡Yo ya no soy joven, tengo veintisiete años y un hijo en Asunción! —Por él lloras, ya lo sé. —Por él y por… —¿Por mí? —¡Sí! —Menudos ánimos me das, como para ir a ver esa película. Ríe Martina, lloran y ríen sus ojos grises; le han hecho gracia las últimas palabras del enfermo, la seriedad con que las ha pronunciado, pero el llanto por el hijo de nueve años sigue ahí, en el rostro de niña, en el cuerpo de mujer que preñó un paraguayo ya sin presencia ni nombre cuando ella alumbró a ese hijo sin padre, a ese crío apenas sonriente en la foto que cumple años en el hogar de los abuelos maternos, tan lejos Asunción de España. El vuelo se lo pagaría el trasplantado, lo único que a él 43
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le sobra es algo de dinero, los bienes inmuebles que fue adquiriendo mientras custodiaba y leía libros, esos tres pisos que temen no heredar la cuñada y la sobrina, quienes piensan que Martina procura camelar al cuñado y tío desde que lo atiende como empleada del hogar, como interna, y con él se mete en la cama para que esos ayuntamientos la conduzcan al altar, al matrimonio breve y provechoso para ella, vergonzoso para la familia, o siquiera para figurar en el testamento del hombre que no murió hace cinco años, cuando ya estaba muerto. Pero Martina no acepta el regalo y justifica el porqué: imagina su regreso a España, la segunda emigración sin el hijo, tras haberlo abrazado, besado, y no soporta ni la propia fantasía. No, sólo volará hasta Paraguay cuando los ahorros le permitan quedarse en su país para siempre. También podría traer al hijo con ella, hay sitio para él en todas las viviendas del enfermo, pero no lo hará ni razona en voz alta el porqué, no es necesario: en el pecho del trasplantado late un corazón arrítmico que, como el que le perteneció hasta cumplir el medio siglo de edad, muy pronto, en cualquier momento, en un descuido de los fármacos, alterado por algún imprevisto, atragantado, dejará de latir. —No he tenido mucha suerte con mis corazones. —Pues vida más tranquila no has podido vivir —no bromea el hermano, el policía, y resume—: Soltero, sin hijos, funcionario, en tu biblioteca, comedido en todo… El conductor con prisas ha detenido el coche ante el puesto ambulante donde venden flores primaverales, flores para los vivos y para los muertos. Calvo, muy alto y robusto, quizá cuarentón, al parecer ufano, ha dejado abierta la puerta del vehículo y elige ahora, una a una, las flores de un ramo más propio de amores activos que de amores pasivos. ¿Un ramo para la esposa, para la mujer que 44
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acaba de darle un hijo? ¿Un ramo para la novia, para la mujer que pretende conquistar definitivamente? Lo sitúa en los asientos traseros del coche, alza el brazo pero la vendedora atiende a otros clientes y no le devuelve gesto alguno, ajena a él, al coche que ya se reincorpora al tráfico. De pronto huele a limpia la mañana, a detergente perfumado: la brisa seca la ropa tendida en alguna terraza y le regala a él ese aroma artificial que desprenden unas prendas que no deben verse desde la calle según las normas de convivencia, que no se ven desde la plaza pero que él ve a su izquierda, repleto el tendedero desplegado. No lo distraen las bragas negras, rojas, mínimas, recién lavadas de la hermosa vecina rubia, la novedad ha dejado de serlo y lo habitual anula el entretenimiento, el morbo, y sabe que va a mirar más allá, no muy lejos, con la disculpa de contemplar las encristaladas torres de pisos ocupados en su mayoría por los médicos que trabajan en el hospital, igualmente acristalado por fuera, la verdadera meta visual que persigue aunque no quiera, no menos novedosa esa vista que las bragas de la vecina teñida de rubio pero sí más desencadenante de una imaginación que no mira a través del deseo, sino desde la memoria de la enfermedad. —Sigues con nosotros, amigo. Un minuto muerto, la electricidad lo ha resucitado, le sonríe el médico de piel negra, el cardiólogo que lo incluyó hace meses en la lista de quienes esperan por el corazón sano de alguien que ya no lo necesite. Ha superado las pruebas: todo, menos el corazón, funciona en su organismo. Cumple los requisitos para optar a la pieza de recambio, de nuevo sonriente el cardiólogo que habla del cuerpo humano como si lo hiciera de un coche, de un auto en boca de Martina, hoy mixturados los recuerdos, 45
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el acento caribeño del médico jovial y los voseos y las elles subrayadas de la asistenta de Asunción. El ya haber muerto lo sitúa de pronto al inicio de la lista provincial y aparece un corazón femenino para él, el de una suicida que se ha matado tres días antes pero que fallecerá oficialmente tres días después de haberse arrojado por una ventana como para que él deje de mirar por otra, por la de la planta séptima del hospital desde la que se ve el futuro, qué canalladas algunas certezas, esos saberes, sí, allá, allí, el inmenso cementerio y los crematorios donde finalizan las carreras de relevos hacia el todo de los creyentes o la nada de los ateos. Vuelve a recordar el enfermo: —Se equivoca usted. Es Martina, no está solo. No está solo y no debería hablarle a la paraguaya, sentada junto a él en la terraza, de lo que se ve desde las ventanas del hospital, allá, allí, de incineraciones y olvidos. —Voy con usted a las revisiones y he mirado por las ventanas, no me cuenta nada que yo misma no haya visto, en eso no se equivoca. Me refiero a la suicida. La mira el trasplantado, la acaricia con la mirada, la de ella fija en la distancia, en los horizontes de una ciudad que no es Asunción, qué botarate ese padre sin presencia ni nombre cuando su hijo nació y él estaba lejos, muy lejos de cuanto Martina le hubiera regalado cada día; pero gracias a los tontos medran los listos y es él, el enfermo, quien aguarda, intrigado, admirado, que ella le aclare en qué se equivoca, como si realmente no fuera tan joven como indica su edad. —No falleció tres días después. Toda no. Su corazón aún vive en usted. —Y yo vivo gracias al corazón de la suicida. —Qué lindo, ¿no es cierto? 46
El espectáculo debe continuar
—No para ella. —No, para ella no. Frecuentemente, las mujeres más desventuradas con los hombres, con sus parejas, resultan ser quienes más fortuna merecen por su bondad y generosidad; acaso creen estas mujeres buenas y generosas que todos los hombres son como ellas, o que pueden llegar a serlo a su lado. Un mal hombre español motivó el suicidio de una buena mujer, la que aún no ha muerto entera según la hermosa poesía de Martina, y la paraguaya fue a enamorarse de un segundo botarate sudamericano, beodo y delincuente además. En su día libre, cada sábado, con el ombligo al aire y la falda muy corta, se despedía Martina del trasplantado: —Me llama al móvil si algo precisa. Cabeceaba él, la comida de la asistenta en la cocina y los inmunodepresores y otros medicamentos al alcance de la mano. —Algo quiere decirme y no me dice. —Que ese ombligo al aire y esa falda… —Es la moda. Como los tatuajes y los piercings, que a mí no me atraen. —Ah, si es la moda… El segundo botarate sí la atrajo desde la primera noche, desde que bailó con ella en la discoteca. Según Martina, era muy alto, y tenía unos ojos que deslumbraban. —La perdiste, hermano, habrá que ir pensando en otra asistenta. —Eso parece. Intervino, cómo no, la esposa del policía afable, ella flaca, agria, pelirroja como la hija, igualmente pecosa: —Con lo bien que podrías vivir con nosotros, en nuestro piso. —Si ya no valgo para nada, que así sea, que no valga ni para estorbar. 47
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—Para estorbar… Lo que pasa es que prefieres vivir con extraños, con extrañas. El hermano, el policía, sí tiene un corazón sano y fuerte para soportar las agruras de la esposa, que la hija heredó todas, menos mal que Tere está en el paro, pobres enfermos si algún día, superada la nueva crisis económica mundial, encuentra lo que busca, un empleo para su titulación. —Déjalo en paz, Teresa. Está acostumbrado a vivir solo, igual que tú estás acostumbrada a hablar y hablar hasta que la gente te da la razón por pura fatiga, no porque la tengas. —¡Pues tú siempre me la quitas! —Porque trabajo entre balazo va y balazo viene, cariño mío, y los disparos fatigan mucho más que las palabras. ¡Palabras a mí! —¡Suéltame, apártate! ¡Iguales, sois iguales los dos! ¡Ahora ya no se vale por sí mismo, ahora ya no puede vivir solo! —Y no vivirá, de eso estamos hablando. Mustia, Martina intenta disimular su estado de ánimo, como en la vivienda de la amiga y compatriota ha intentado maquillar el cardenal en el ojo. —Fue en la disco. Entre tanta gente y con tan poca luz… —No me mientas. —Que no. Pasó alguien y me golpeó con el codo sin querer. Por qué iba yo a mentirle. —Porque estás enamorada. —Bah, por eso. —¿No serás tú el enamorado? —rió el hermano, el policía, al otro lado del teléfono, en la comisaría, también él le preguntó—: Por qué iba a mentirte. —Porque se miente incluso a sí misma. —La quieres para ti, no te engañes tú. 48
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—Por supuesto que la querría, por eso deseo lo mejor para ella, que nadie la burle de nuevo. —¿No aprendió nada en su país? ¿Tan tonta va a ser? —Tan buena es, sí, tan generosa. —Lo dicho, que la quieres para ti. —Desde luego que la querría a mi lado el poco tiempo que me queda. —Ya estás con lo mismo, y cualquier día me entierras tú a mí. —¿Puedes enterarte o no? —Puedo. A ver, ¿cómo se llama su novio? El policía afable, el hermano, averigua y se persona en el piso del trasplantado con una carpeta bajo el brazo, con los graves antecedentes penales del botarate. Llora Martina, sabe llorar. Y qué bien consuela el policía, qué experto es en consolar tras los impactos de las balas que dispara la existencia. —Al menos éste no te ha hecho un hijo. De pronto Martina llora mal, histérica, como si la pesadilla completa del ayer fuera a convertirse en realidad. —¿O sí? —¡No! —Ah, bueno. —¡Abortaría mañana mismo si…! Mejor que llore y llore Martina, poco importa que solloce bien o mal, con experiencia y resignación o sin ellas; el hoy enfermo no lloró nada cuando debió hacerlo, cuando estaba herido pero sano, y quizá por eso aún llora lágrimas anímicas y solloza al recordar, y tal vez por eso le falló el corazón propio y le falla hoy el corazón de la suicida, maldito ese amor que tanto y tan poco dura en pechos distintos, lo malo de ciertas poesías es que duelen o le han dolido a alguien y que suelen doler o haber dolido más cuanto más hermosas son. 49
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De nuevo Martina con él en la terraza. En su día libre. —¿No sales? —Lo paso mejor aquí, con usted. —¿Ante la tele? —¡Sí! Como usted con los libros o con la música o con las películas del Plus o con el fútbol. —Vivir con miedo no es vivir de verdad, Martina. —Bah, ya habla otra vez así. Quién vive sin miedo. Y yo no le tengo ningún miedo a ese… —A él no, pero temes confundirte de hombre por tercera vez. —Qué sabrá usted. Como si lo supiera todo. No, nadie lo sabe todo, los más sabios apenas saben nada y así lo reconocen, realistas, socráticos, y lo que Martina ignora es que el trasplantado ha puesto al día el testamento. No regresará tan millonaria al Paraguay como barruntan la cuñada y la sobrina del enfermo contemplativo, pero sí con unos miles de euros más en el hatillo de los ahorros. Lo ignora porque no aceptaría esa herencia mientras viva su empleador, ese dinero extra que no recompensa su trabajo, sino una bondad y una generosidad y una compañía y una dedicación que van más allá del deber. Sonríe el enfermo: en cambio llevarle la contraria a un muerto, a un muerto que habrá fallecido dos veces, es harina de otro costal. Continúa el espectáculo —«Sigues con nosotros, amigo»—, debe continuar porque nadie, salvo ciertas personas que ya sólo existen para sufrir tormento, vive sin miedo a morir aunque viva de verdad, sin otros temores, y, como las actrices invisibles no lo entretienen ahora desde el interior del piso, busca diversiones en la plaza y halla sin dificultad lo que pretende, nuevos actores, dos ancianos y un chiquillo. La abuela, eso será, del niño, lleva en su mano la mano del probable nieto. ¿Ha 50
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tropezado la vieja? Eso parece, pero no ha sido así, da fe ese espectador que toma el sol y contempla desde una terraza o palco: la anciana no ha caído al suelo por tropezón alguno, ni debido a un resbalón o mareo repentino; el culpable de su caída ha sido el probable nieto puñetero, cómo corre el cabrito, tras liberarse de la mano protectora de un traicionero tirón, con lo pequeño que es. El viejo no socorre a la posible esposa. Se desentiende de ella para perseguir al crío, adiós crío como le dé por ir al encuentro de los coches. Pero no. Ahí permanece el puesto ambulante donde venden flores primaverales, esas flores que han motivado el arranque del pequeño corredor, ahora detenido ante ellas, bajo el toldo del tenderete. Con la crisis económica —por eso será— se nota más ira en los aires; en los guardias que a veces dirigen el tráfico de la plaza con gestos tan enérgicos y raudos que algunos conductores no interpretan correctamente las señas y pagan por su falta de tino con pitidos y amenazas; se percibe también en el dueño de ese perro que defeca en la acera y en el transeúnte que se encara con él, con ese amo despreocupado, porque no ha retirado las cagarrutas, menos mal que las pistolas sólo obran en poder de unos pocos, de otro modo se verían películas del oeste en sesión continua y en tres dimensiones, como se ve el filme del afiche del Carrefour; en fin, que hasta en Martina y Tere o Teresa se advierte más ira suelta. Sin embargo, la ira se transforma de pronto en algo diferente, como la energía de los físicos, y ya son otras las personas, no menos duales que la luz de esos mismos físicos, cuando se detienen para prestar socorro a la anciana, más pendiente del crío que liba, como las abejas de los biólogos, en el tenderete de las flores. Desea el enfermo que los ancianos no tengan por nuera a una Teresa o a una Tere, o que no se entere totalmente del episodio que delatará la 51
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rodilla maltrecha de la anciana, como Teresa nunca supo que el trasplantado, cuando estaba sano, llamó a la sobrina desde la acera de enfrente y la pequeña Tere cruzó la calle con temeridad de niña, dos vehículos con desperfectos en la carrocería pero indemne ella, imprudente el tío aunque muy atento el ángel que tanto protege a los infantes, en esa ocasión al volante de un coche. Ignora Teresa pero cree saber, al contrario que los humildes discípulos del realismo socrático, generalmente tan bondadosos y generosos como esas mujeres que merecerían mejor fortuna con los hombres de los que se enamoran. Ya ha dejado de llorar Martina por culpa del segundo botarate, sabe reír y ríe, y es contagiosa su risa. —Te liará, ya lo verás. «Pero qué agria es tu mujer, hermano, las hijas de puta son ella y tu hija, esa Tere que hoy me hubiera reclamado dinero por mi imprudencia, el que no me pidieron el ángel de la guarda conductor ni el otro, el que no frenó a tiempo». —Se meterá en tu cama si es necesario. Han pasado cuántos, ¿dos, tres años, cuatro? —Ya se metió en mi cama —le contesta a Teresa. Ella acusa la confesión, se lleva la mano a la boca, luego a la mejilla: —¡A mí no me ves tú más el pelo por aquí! No le ha mentido a la cuñada, esa que aún sale por la puerta; esa que, por desgracia, sí miente. Martina maquillada, de cuero negro la chaqueta, de cuero negro los pantalones ajustados, rojos los zapatos de tacón, del mismo color que la especie de faldita innecesaria salvo para armonizar el conjunto de la vestimenta y el calzado. Se desnuda, se mete en su cama, sí. Él sólo la acaricia y admira su belleza y se apena: —Qué joven eres. 52
El espectáculo debe continuar
Se extraña ella de que el trasplantado no la trate como otros hombres la han tratado, que no esté poseyendo ya su cuerpo. Observa Martina la cicatriz interminable en el pecho del hombre que tiene un corazón de mujer. —¿No puedes? —Hablaremos, sólo eso. —¿Sólo eso? —Esos dos que te traían en el coche… Eran tan jóvenes como tú. Te bajaste, venías hacia el portal y el de la gorra chasqueó con los dedos. Bastó ese sonido para que tú te detuvieras en el acto, para que volvieras sobre tus pasos. Obedeciste como un corderillo… —Debo, les debo… Tengo un hijo en Bucarest. ¿Cómo pueden ser tan reales ciertos sueños? Esos sueños que no se olvidan. Esos sueños en color, con aromas, con entonaciones, con gestos. Esos sueños que no son como vidas paralelas, sino vidas paralelas. Qué lástima el Bucarest que despierta al soñador porque el hijo paralelo de Martina la espera en Asunción. —Es la medicación, hermano; algo parecido les sucede a los drogatas. —Sí, puede ser. Anabel se le antoja hoy, ahora, menos real que la Martina del sueño recurrente, que la Martina de Asunción y Bucarest que se mete en su cama. Por ella, por Anabel, llora cada día su corazón femenino, sí, pero ese llanto es costumbre y su memoria prefiere el recuerdo de las Martinas con hijos en distintas capitales, en continentes diferentes. Han pasado cinco años y aún es hoy: —Estuvo aquí, hermano, al otro lado del cristal. —¿Aquí? ¿Anabel? —Sí. Hasta que empezaste a despertar de la anestesia. —Anabel… 53
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—Vivirías, le dijeron los médicos, y entonces se marchó porque era lo más conveniente para ti. Quedó en volver cuando tu nuevo corazón soportara mejor la aparición de fantasmas del pasado. —Cómo se enteró. —Ni idea. No se lo pregunté, y ella no me lo dijo. Quedó en volver pero no llegó la Anabel del ayer más reciente, por lo que la Anabel de veintidós años únicamente ha envejecido en la memoria del antiguo bibliotecario, ese que custodia y lee libros, ese que se fija en la estudiante de filología hispánica tras haber sustituido él un tejuelo por otro más detallado, ese hombre que acaba de cumplir veintinueve años, cómo olvidarlo si la madre le recuerda la edad y la soltería cada fin de semana mientras lo felicita el padre por la libertad de no estar emparejado: —Éste sí que sabe, no el otro. Pero no se trata de sabiduría, por mucho que el hombre proponga siempre disponen las sustancias de los químicos, las hormonas, el cebo que representa una Anabel —incluso una Teresa que aún disimula su hiel o que no la ha cultivado todavía—, esa Anabel que le pregunta por un libro y que ya no dejará de preguntarle hasta que él también le haga preguntas, tímido el cortejo en la biblioteca del funcionario y luego más osadas las caricias fuera de ella, durante el recorrido por la vía de los enamorados que conduce a la cama, a los hijos, a una Tere, a los nietos que liban, pues el espectáculo global debe continuar y no puede hacerlo si no aparecen nuevos actores que sustituyan a los extintos, los títeres nuevos de la naturaleza, que no distingue entre dinosaurios, homínidos, aves, peces: animales al copo de ese barco de arrastre que recala allá, allí. —No empiece otra vez. 54
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—Te aburres conmigo, ya lo sé. —Cuénteme cosas de ella para que no me aburra. —Qué cosas. —¿Era guapa? —Mucho más linda que tú. —¡Mal bicho! —Un mal bicho que te hace reír a veces. —Sólo a veces. Ríe Martina cuando el trasplantado se convierte en histrión para ella, cuando simula en la mano un ramo de flores como los que venden en el puesto ambulante situado en la acera más ancha de la plaza, en un remanso de la corriente de coches. Ese hombre sano lleva en el bolsillo de la chaqueta, junto al corazón aún masculino, un anillo de oro, la mitad de sus ahorros invertidos en él. Se postra de rodillas ante la puerta del domicilio de la amada con el ramo de flores en una mano y el anillo de compromiso en la otra; ante la puerta, sí, de ese domicilio donde él ha dormido varias noches, aunque poco ha dormido en verdad esas noches: el sexo ávido es un antídoto contra el sueño y también adelgaza. —Pues yo engordé en Asunción. —Así me gusta, que no olvides pero que olvides al mismo tiempo. —Ya habla otra vez así. —¿Por dónde iba? —Está usted arrodillado ante la puerta. Pero en la puerta del domicilio de Anabel no aparece ella, sino él, un amor primero, el hombre en calzoncillos que la desvirgó a los quince años y que ha venido para quedarse, que nunca se ha ido en realidad. —Qué escena, figúrate. —Bárbara. Lo malo de usted es que nunca se sabe cuándo cuenta la verdad y cuándo la inventa. 55
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—La existencia también es dual: si en ella caben lo real y lo ficticio, aprovechémonos. —Bah, ya habla así. Reconoce ese chirrido. El hombre de antes, sí. Se detiene ante el puesto, deja abierta nuevamente la puerta del coche. Qué demonios hace. Arroja el ramo de flores al suelo, lo pisa, lo patea. ¿Una Anabel medio desnuda detrás de un primer amor en calzoncillos? —Qué miras. Tere en la terraza con el vaso de zumo de naranja en la mano, Martina junto a ella. —Lo de siempre. —Toma, el zumo. Sin vitamina por culpa de ésta, pero mal no te sentará. —Bah, para lo que le valdrá la vitamina esa… —¿No lo bebes? —Porque no le apetece todavía, por eso, ya te lo dije. —Me espera mi madre, pero da igual. Ahora mismo te preparo un zumo con vitamina, sin azúcar. —No quedan más naranjas. Hasta que no salga a comprar… —Hija de… Continúa el espectáculo.
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María Bonita A Juan Carlos Onetti (dondequiera que esté). Y para ti (dondequiera que estés).
Sabido es que laten muchos corazones en un mismo corazón. Y que la muerte, hasta entonces llamada vida, nos siega cuando el último de ellos deja de palpitar. —Desnúdate, preciosa. A veces, ya muertos, seguimos vivos por fuera y debemos alimentarnos y nos saludan al pasar e incluso correspondemos con la palabra o con el gesto para no anunciar a los demás, ni a nosotros mismos por lo común, el deceso interno; que fuimos pero ya no somos. —Desnúdate, María Bonita. Esos corazones nuestros, inocentes, ignorantes, tantos al nacer, se agostan según van perdiendo la inocencia —la esperanza—, y laten por última vez, uno ahora, otro mañana, en algún recodo del laberinto existencial que nada tiene de anónimo aunque pensemos lo contrario pues nos creemos únicos y, aunque no en puridad, únicos somos: descubrimos de repente y algo sentimos en el pecho y no conciliamos el sueño y soñamos menos. —Bonita, qué nombre. Son los llamados accidentes o pérdidas menores, aunque también se llaman traición, cobardía, desamor… Los accidentes o pérdidas mayores, es decir, cuando todos los corazones supervivientes dejan de palpitar al mismo tiempo, por ahí se quedan, no nos interesan aquí aun cuando se llamen infortunio, suicidio, estulticia… —¿Fue idea de tu padre o de tu madre? 57
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El cuarentón fuma un pitillo, de nuevo expulsa la mayor parte del humo por la nariz. —De mi madre —miente ella con aplomo. —Se quedó corta, María Preciosa… No traes ropa interior… La joven se ha desprendido del vestido mínimo, del mínimo calzado, unas sandalias. —Para qué voy a traerla. El putero se levanta del sofá, se acerca a ella. —No serás una profesional, María Preciosa, enseguida lo averiguaré, pero algo ya sabes. De camino al hotel un viejo la manoseó con la mirada y ella, María Bonita, al sonreír el anciano y cabecear en sentido negativo, tuvo la sensación de que ese viejo miope veía lo que el cuarentón contempla ahora, que no va a la moda, sin rasurar el vello púbico, que miente su cabellera rubia, más sinceras las cejas. Aminoró el paso a continuación, quizá delatoras esas tetas —de un volumen infrecuente en mujeres altas y delgadas— sobre las que el putero —más bajo que ella— acaba de posar las manos. —Quieres empezar cuanto antes, empezar y terminar, sobran los prolegómenos de bragas por aquí y sujetador por allá. «Paga lo convenido y mucho más, puedes fiarte de mí». —¿Te corres con tu marido? «Sabe humillar, pero más te humillaron aquellos dos y no te pagaron». —Sí. —¿Fácilmente? —A veces. «No le mientas si no sabes mentir con aplomo. Si nota que le mientes en algo, sólo te pagará lo convenido». La palmada en las nalgas, la orden: 58
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—A la cama, María Preciosa. La crisis económica mundial en el televisor que el cuarentón apaga antes de entrar en el cuarto de baño. El marido en otra cama, las diez en el reloj, el jornal perdido. Ella ni siquiera lo despertó a las siete, al amanecer: mejor que perdiera el día y no el empleo por culpa de la resaca. «Haces milagros con el dinero que te doy, Bonita… Pero pronto ganaré más, mucho más. Cuando me asciendan. El encofrador me está enseñando todo lo que sabe, todo, y cuando sepa todo lo que él sabe…». «Si bebieras menos…». «¿Menos? ¿No te he prometido que no probaré ni un trago más de alcohol?» «Cientos de veces». «Pero ahora, a partir de ahora, será distinto. El niño necesita ese aparato para los dientes y haré horas extras para que se lo pongan, así que ni tiempo tendré para beber más que agua». El cuarentón le habla desde el cuarto de baño, desde las cuatro de la tarde: —Las excusas son como los culos. Tú tienes la tuya y yo tengo la mía, una mujer a la que adoro. Por eso os necesito a vosotras, las que me necesitáis a mí. Para hacer con vosotras lo que no puedo hacer con mi mujer si quiero que ella continúe adorándome. Habla bien ese hombre que adora y es adorado, que ya sale desnudo del cuarto de baño, que traga saliva mientras el deseo se le concentra entre las piernas. —Qué buena estás. No exageró nuestra común amiga, María Preciosa. Algo sabemos de la amiga del putero y de María Bonita. Que mira de frente al mundo, que no se anda con rodeos. Que ha perdido en el pasado un sinfín de corazones pero 59
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aún conserva el valor de las mujeres invencibles y sabe transmitir la valentía a otras que lo son menos. Mientras duró su matrimonio con un hombre rico, conoció a hombres ricos, tan miserables algunos como el esposo. Como si presintiera el mañana, anotó señas y señales y querencias en esas reuniones de famosos que suele presidir la corrupción. Cuando el marido la cambió por otra más joven, ella sin dinero pues la justicia tiene un precio y el esposo prefirió pagar a los magistrados en lugar de remunerar a la mujer los quince años de convivencia —«¡Por rebelde, por complicarme la vida, estéril!»—, recurrió a sus contactos y pronto obtuvo beneficios como mediadora en el mercado carnal de lujo. A María Bonita la conoció tras haber conocido al marido, al albañil que levantaba un tabique en la nueva vivienda de la repudiada con ladrillos debidos al sexo. La conmovió la ternura con que María Bonita le tendió un mediodía la comida al esposo —«La olvidaste en casa»—, y aquel beso que él depositó, agradecido, en la frente de la mujer que tenía partidos, túmidos, los labios. «Fue un accidente». «¿Un accidente? ¿Un golpe contra una puerta?» «Sí, eso mismo». «Me parece que no, muchacha». «Por qué le parece eso». «Porque tengo experiencia». «No fue él». «Eso me parece también». De la esposa del putero también sabemos algo. Que vive en otra ciudad, que es madre de un hijo enamorado de los insectos, incluso de los puñeteros mosquitos cosmopolitas; por esa afición, en cuanto acabe la carrera, el muchacho se marchará lejos, muy lejos, hacia tierras con más artrópodos por metro cuadrado que en 60
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la nuestra, en cuanto acabe los estudios universitarios. Peores adicciones hay que esa afición, que esa pasión del zoólogo. Pero hablábamos de la madre, de la esposa del putero, no nos dispersemos. El marido intentó copular con ella como folla con otras en camas alejadas del domicilio conyugal, pero ella sufría arcadas, dolor anal, molestias vaginales, que no aliviaban precisamente su frigidez. Empezó a mirar con temor al esposo y eso él, adorado y adorador, no podía consentirlo. Y no lo consintió. El putero ignora que la esposa no desconoce que la mayoría de sus viajes no son exigencias del trabajo, desplazamientos de un tiburón de las finanzas sino imposiciones de la carne, del deseo, que junto a ella no debe satisfacer y no satisface. Dos, tres condones, cuatro. Será una tarde larga si el putero no fanfarronea. Se tiende al lado de María Bonita, la soba, la besa en los labios, le lame el cuello, la mejilla. Sobrará con algunos detalles de lo que vaya sucediendo en la habitación de hotel: la imaginación describe mucho mejor que las palabras. Además, María Bonita no quiere ver cómo el hombre desnudo viste el ariete y luego lo orienta, ni quiere sentir —aunque la padezca, deformado el rostro por el dolor— la embestida brutal del tipo que adora a la esposa y, por ello, no la penetrará con violencia vejatoria ni, vesánico, la mirará para gozar también con el sufrimiento femenino durante las salvajes embestidas siguientes. Ella prefiere recordar la luna de miel, el esposo que la llama desde el mar o desde una esquina de aquella gruta con pinturas prehistóricas donde el eco no olvida su segundo nombre, ya embarazada la Bonita que adora al marido, que es adorada por él. —¿Nunca te follaron así? 61
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Esa lágrima, claro. Pero esa lágrima no le pertenece al putero, como cree el cuarentón, sino al amor. Otro recuerdo, sí, alguno con el que no le regale lágrimas al hombre que disfruta humillándola, alguno con el que haya llorado ya cuanto tenía que llorar. «¿De camarera?». «Necesitamos el dinero». «Sólo hasta que me asciendan». Hoy perderá corazones, aunque menos que aquella noche. Rompía vasos y platos pero el dueño del bar no tenía en cuenta esos estropicios iniciales y únicamente la felicitaba al final de cada jornada por sus progresos. Se desprendió del uniforme en el vestidor del almacén y luego no halló su ropa ni el uniforme, sino las verdaderas intenciones del propietario. Allí estaba, parado ante la puerta. Qué extraño, sin embargo, que no le impidiera el paso, que se limitara a comentar: «¿Vas a salir a la calle en bragas? Ya es delito que te pasees ante mí a medio vestir, que me tientes una y otra vez con la mirada y ese cuerpo tuyo, pero salir a la calle en bragas…». La amiga habla de dos hombres que la humillaron y no le pagaron. Aparece el segundo, el camarero que, por el bien de María Bonita, evita que salga a la calle en ropa interior. «No todo va a ser ventajas para las mujeres como tú, consuélate». La sujeta ahora el dueño, ahora le abre las piernas el camarero. «Librarás mañana, consuélate. Librarás mañana y cuando me lo pidas. Al fin y al cabo, como camarera nunca te necesité». La sonrisa del marido, del albañil, su voz. «¿De asistenta? Bueno, pero sólo hasta que me asciendan, ya lo sabes». 62
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Nada sabe la amiga, sin embargo, de un tercer hombre que anda por el pasado y por el presente de María Bonita. Pero el putero no le permite recordar ahora, deberemos esperar para saber algo sobre el tercer hombre. Ya estamos en condiciones de afirmar que no fanfarroneaba el cuarentón, y que María Bonita, con saliva del putero en la boca, no le ha mentido al tipo en lo referente a los orgasmos: el beso, con sabor a tabaco, también le ha sabido de pronto, a la María Bonita de los ojos cerrados, a alcohol. —¡Así, así, esposa mía! El matrimonio no contaba con la niña, con la fuga de vida retenida que es hoy una realidad de dos años y medio. María Bonita, entonces, en el baño, abatida, con lágrimas en los ojos. «Cómo pudo ser, cómo». «No pasa nada, Bonita». «Sí pasa, sí». «Quizá sea una niña, quizá tengamos la parejita». «No, no podemos…». «Podemos, Bonita». Hoy, al salir de casa, la niña se despidió de mamá con la mano en alto y con repetidos adioses que María Bonita recordó al mirar hacia los bañistas de la playa, ella camino de las sombras. «Vuelvo enseguida, mi amor». «He visto el viento, mami». «¿De verdad? Dónde». «En las palmeras, allí, mira». «Sí, es él, el viento. Qué lista eres». Lo de la sodomía y lo de las náuseas del sexo oral es irrelevante en comparación con el enigma de este tercer hombre al que María Bonita asiste desde otro recuerdo. «Sé que te perderé, lo sé, pero…». 63
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El tercer hombre le tiende cuántos, ¿mil euros? Éste no la humillará, este tercer hombre no sabe humillar. Pero está solo y es hombre y ella es tan hermosa... María Bonita no se acostará una segunda vez con él, ni trabajará más para él, no era ignorancia lo que él sabía; pero, por haber sido hombre entre los brazos de María Bonita obra alguno de los milagros a los que se refiere el albañil, lástima que este tercer hombre no tenga tantos dientes y dineros como el humillador que reposa en el hotel mientras María Bonita camina despacio hacia el hogar porque es una mujer fiel a ese marido que ya sería nada, nadie, sin ella, que quizá porque aún es algo, alguien, vuelva a ser el esposo que fue, pues sabido es también que nuestros corazones muertos, al igual que las flores en primavera, son capaces de volver a palpitar, de regresar del olvido, entonces llamado vida. —Mañana mismo iré con el niño al dentista. —¿Sin dinero? —Me lo ha prestado esa amiga mía. —Qué amigas tienes, ya podría tener yo amigos así. Que no se preocupe, se lo devolveremos… —Cuando te asciendan. Misterioso el amor, ciertas fidelidades incluso, pero algunas pistas pueden encontrarse si perseveramos en la búsqueda: María Bonita sólo se llama, oficialmente, María. El segundo nombre se lo regaló —y se lo regala— el marido. El tercero que se lo ponga quien se atreva, quizá el putero del hotel, ese cuarentón que ha pagado mucho más de lo convenido y que ahora llama a la esposa por teléfono para anunciarle con ternura que llegará en unas horas al domicilio conyugal.
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Doble aniversario ¿Nadie conoce a esa mujer? Es joven y ya estaba ahí, de rodillas, cuando entré en la iglesia para asistir a la misa en sufragio de los dos conductores que se mataron hace un año. Esa mujer joven no permanece arrodillada en el reclinatorio de un banco, sino en el suelo, a la derecha de la entrada principal, entre el confesionario y la pila del agua bendita. Faltan cuatro minutos para las siete. Cuatro minutos faltaban para las cinco y media de la tarde cuando se produjo el accidente que a tantos nos ha reunido hoy aquí. Un choque frontal en la calle de acceso a la estación del tren, mortales las llamas posteriores a la colisión, no el choque en sí. Unas llamas infrecuentes en impactos similares, a velocidades de ciudad. Unas llamas presurosas que se nutrieron de los coches empotrados, del árbol más próximo al suceso, de los pilotos. A esa mujer joven, inmóvil, cabizbaja, las manos unidas sobre el regazo, la ilumina ahora la luz agostiza del sol poniente, una luz irisada por las vidrieras de este templo aún sin cura en el altar, y tal vez por eso se fija en ella el niño que entra en la iglesia de la mano de la madre. Se detiene el crío, retiene a la madre. La madre mira al hijo, luego a la mujer que el niño contempla. —¿Es una santa? —Es una chica normal, ¿no la ves? —¿Está viva? ¿Por qué está aquí atrás? ¿Por qué no está con los otros? ¿Por qué no se mueve si está viva? —Camina y calla, que llegamos los últimos y teníamos que haber llegado los primeros. 65
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—Le dolerán las rodillas cuando se levante, cuando se mueva. —Y a ti te dolerá el culo cuando volvamos a casa, por no terminar la merienda y hablar tanto aquí y en todas partes, hasta en el colegio, siempre castigado por lo mismo. —Es que pregunto y a la profesora no le gusta. —Porque no esperas, porque la interrumpes. —Se me olvidan las preguntas si espero. —Calla y camina. A la derecha del pasillo central aguardan los deudos del finado más joven, el de los veinticinco años, a la izquierda los del otro, el de los sesenta y tres. Se muestra, gesticula un hombre bigotudo, reclama la atención de la madre del niño desganado y parlanchín desde la primera fila de la izquierda. Las siete en punto, y el párroco a saber dónde todavía. Qué raro en él. Oscurece de nuevo; de nuevo cegado el sol por las nubes, de nuevo apagadas las vidrieras, de nuevo protagonista la luz de neones y focos aunque este sacerdote no malgasta electricidad; bien iluminada, eso sí, la cruz del retablo, una cruz sin Cristo. Ahí está la viuda del prejubilado, ya junto a la hija y el nieto. Ahí están la hermana y el hermano del huérfano que había ganado una oposición y ejercía de funcionario. Pero que nadie busque a la novia del funcionario muerto: no está aquí, con nosotros. Ha llovido durante la mañana, quizá vuelva a llover. Antes incluso de que termine el doble aniversario —si al fin comienza, si aparece el cura— de esos difuntos que mató la vida a edades tan dispares. Es lo malo del clima norteño, que puede llover en agosto como en la invernada, bautismal el riego. Tal vez exagerado el adjetivo calificador de la 66
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pluviosidad estival que recibimos —menos realista que a propósito del lugar en que nos hallamos—, pero lo cierto es que igualmente jarreaba a intervalos hace un año, cuando el funcionario, tras la oposición ganada, recogía frutos salariales y carnales; la esposa futura, recién llegada de la meseta para casarse con él, en la estación del tren, aún su voz en el teléfono móvil —«¡Qué pasó, contéstame!»— mientras él ardía y salía del coche envuelto en llamas. También en llamas el sesentón prejubilado por quien esperaron en el bar los amigos y rivales de la partida diaria, de la garrafina vespertina: «Cómo tardará tanto hoy». En la ambulancia que pasó por delante del bar iba el ausente. Cuenta un testigo parcial del siniestro, no vio el choque, ignora la causa de la colisión, inexplicable como el fuego, un despiste, quién sabe, sólo giró la cabeza tras el chirrido de neumáticos, tras el ruido del colapso, que los conductores o hachas, como teas ardían, unieron sus incendios —el prejubilado también logró salir del coche, dar unos pasos— y murieron medio abrazados, uno como apagando las llamas del otro. Habla de dos muertes poéticas. Constan por escrito sus declaraciones útiles, eliminada la paja de la lírica en los informes, nada fiable el tipo de mediana edad porque es escritor y ya se sabe que los escritores suelen mentir o fantasear con la misma frecuencia y soltura que los políticos. El huérfano le susurra a la hermana sin padres: «No ha venido». La huérfana que antes, hace un año, tenía dos hermanos le devuelve con acritud el susurro: «Mejor». Se refieren, eso creo, a la novia del funcionario muerto, novia de otro en la actualidad. Sí, poco ha tardado en enamorarse por segunda vez esa novia que llegó para casarse y que en el entierro que arruinó la boda halló el consuelo de la pareja presente. 67
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Aunque casos más raros se han visto, pues la vida no descansa, no puede: le gusta matar y matar y, precavida, crea y crea víctimas nuevas, retoños que materializan amores o remiten a meras atracciones sexuales y posteriores instintos maternos. El tipo de las muertes poéticas ha tomado nota de unas cuantas rarezas —quizás haya incluido en los apuntes la de esta novia a la que me refiero— para una historia que, como le salga bien, le permitirá alimentarse de algo más que de su pasión literaria. Tengo que hablarle de la joven —¿nadie la conoce?— arrodillada entre el confesionario y la pila del agua bendita. ¿Qué perdón pretenderá esa mujer? Intuyo que el más difícil de obtener: el que ella no se concede. Aunque también es posible que no pretenda perdón alguno, que suplique un favor, o que dé las gracias por haberlo recibido ya. En fin, que investigue el narrador y luego, cuando conozca la realidad, que invente, que mienta o fantasee si la verdad, como suele, defrauda al poeta, al soñador de vigilias en las que cabe incluso la hermosura de ciertos óbitos. La parte lírica de la declaración de ese tipo no figura en los informes oficiales, no, pero caló hondo en los parientes de los finados. Doble también, por ese medio abrazo final cierto o imaginario —puede, además, que intentaran agredirse, no salvarse mutuamente; nada violentos los incendiados, afables por lo común, pero el dolor todo lo trastorna—, el funeral en esta iglesia, la incineración en sendos hornos crematorios a la misma hora y en el mismo tanatorio porque el fuego sólo consumió lo imprescindible para satisfacer la adicción de la vida a eliminar cuanto crea. Las cenizas sin hogar en el cementerio de la capital, muy elevado el alquiler de un nicho por cinco años, después al osario, así que contiguas las urnas con 68
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los restos de ambos conductores en las hornacinas —más asequibles para las economías modestas que un hueco en el camposanto saturado de cadáveres— que apenas veo desde aquí por la luz que el párroco impone en nombre de los pobres del mundo, tantos, tantas. Sí, tantas, tantos… Pobres… Pero no quiero pensar en esas pobrezas múltiples: me acusan. ¿Se despistó el funcionario, prestó más atención al móvil que a la conducción, o fue el prejubilado quien temió más al seis doble del dominó que al peligro de ir al volante por esa calle de la ciudad en la que falta un árbol? Se ignora. Carraspeos, toses, impaciencia, perfumes entreverados, charlas en voz baja, las siete y cinco en los relojes. Sí, qué raro lo del viejo cura, su impuntualidad. Aunque, atención, al fin abre alguien, desde dentro, la puerta de la sacristía… ¿El cura en silla de ruedas? Y ¿qué porta en la mano izquierda el otro hombre, acaso un sacristán temporal, el que impulsa la silla con la mano libre? ¿Un andador? A mi lado, una anciana me pone al corriente de la enfermedad del señor cura, del tumor maligno en la columna que le paraliza las piernas progresivamente, pocas misas le quedan ya. Ninguna le quedaría, salvo la última, la de cuerpo presente, la del funeral propio, si no hubiera escasez de clérigos, despoblados los seminarios conciliares. Estima la anciana que quizá remediase el asunto una reforma, que los sacerdotes pudieran casarse, tener hijos legítimos en lugar de parientes equívocos u ocultos, como ese sacristán temporal que ayuda al páter y padre. La anciana huele a naftalina, más apolillada ella por los días que sus ropas, pero no parece demente. Ni fantasiosa. A difamar no se atrevería, a su edad y justo aquí, 69
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donde expiden el pasaporte oficial para el cielo de los católicos, y ya la he visto persignarse en varias ocasiones, entre rezo y rezo previo, particular. Sabía yo que el párroco es un hombre bueno, tierno con los desventurados, capaz de detener la misa y acudir a interesarse en persona, sin demora alguna, por esa mujer joven que el niño desganado y parlanchín tomó por una figura, por una santa —la madre del chiquillo y esa profesora deberían permitirle que pregunte cuanto quiera, tiempo tendrá de darse cuenta de que hay más preguntas que respuestas; no preguntará tanto al percatarse—. Pero ahora, que sé más de él, incluso lo que no he preguntado, aprecio aún más su bondad, su humanidad: humano y humanitario hasta los tuétanos. El páter y padre alcanza el altar en silla de ruedas. Se apea, el sacristán temporal e hijo maduro le aproxima el andador, toma posición el sacerdote. En pie. Santigüémonos con fe o sin ella, respetemos en cualquier caso, no era obligatoria la asistencia y hay excusas de todo tipo. Sentados ahora. Después vendrá el Padrenuestro corregido, mal escrito antes, tal vez corrijan también lo del celibato algún día, señora, ya es suficiente para mí que un cura, éste, sin ir más lejos, sea un hombre bueno, ya es bastante sacrificio para mí el de la bondad a destajo; sobran, para mí, los clavos del enfrentarse a las hormonas en esa crucifixión diaria, tan pesada por sí sola la cruz del consolar a otros con un tumor propio en el espinazo, donde sea, en el alma, en el corazón del cerebro. ¡Mirad! Ahí llega nuestra novia. Y no llega sola, minifaldera ella y trajeado el primo del difunto. La novia se detiene, desorientada, en el pasillo central, cuánta gente, prejubilados y funcionarios a montones. Se equivoca, pretende un asiento, dos, a la izquierda. La orienta el novio actual. Por aquí. Los funcionarios a la derecha, 70
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exacto; ninguna norma preestablecida pero los primeros en entrar fueron atrayendo a los siguientes y así quedamos situados, sin dar ejemplo de ese medio abrazo agónico, de esos decesos líricos. —Dios ha muerto. ¿Eh? ¿He oído bien? ¿Ha dicho el cura que Dios ha muerto? Creo que sí, a tenor del respingo de la anciana que huele a naftalina. ¿La quimio, la radioterapia? ¿El dolor que lo trastorna todo? ¿La morfina u otro calmante para soportar las dentelladas del cáncer, de la posible metástasis? ¿Por eso desvaría? No, algo me sucede a mí: el párroco dice algo más y yo no oigo lo que dice. —Lo que me faltaba: sorda de repente. Ah, menos mal. Ya me veía yo en esa ambulancia que pasa por delante de un bar, en mi penúltima misa. Qué amor por la vida, por la amante infiel, caníbal, que nos abofetea antes o después de la caricia —segura la bofetada, la caricia no—. Qué miedo a perderla en cuanto sentimos un dolor en el costado izquierdo, un mareo, esta sordera; víctimas pero reos por fumar, por beber, por comer, por no hacer ejercicio; por vivir, por copular a diario con una esposa que nos necesita tanto como nos aborrece. Claro, el micrófono del orador. Ha dejado de funcionar de pronto. No es un castigo divino, señora, es algo frecuente, como el zapato en la orilla de la carretera en un atropello, a propósito ahora de los finados que recordamos en este aniversario doble, de los vehículos empotrados, del incendio inexplicable por el que estamos aquí reunidos. El hijo del cura no logra que vuelva a funcionar el aparato. A ver si tiene más suerte el bigotudo, especialista en conexiones electrónicas. No es el padre del niño de las preguntas, pero pretende ser el padrastro. Le vendría bien, 71
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para conquistar definitivamente a esa mujer que en agua fría se escalda tras el divorcio, volver del altar como un héroe: los triunfos profesionales también allanan los cortejos. Qué suena. ¿Música? Entre los prejubilados. La música de un móvil. A mí, como al tipo que anota rarezas para un libro, me encanta el órgano, su sonido en las iglesias. Ese tipo, el escritor, me contó que se desplazó una vez a New York City —él no dice Nueva York, él domina el inglés y lo demuestra— para asistir, en Harlem, a una misa gospel. Al parecer, extasiado, levitó por un instante. Pasó hambre después, sin un duro tras el viaje, tras la asunción, pero a pasar hambre ya estaba acostumbrado y la mitigó en parte con la entrega de más horas a la muerte menor que es el sueño. Hoy, aquí, en esta iglesia, no levitaría ni un centímetro. En esta iglesia sin organista, con esa música que suena, aún callado el micrófono. —¡Me cago en los inventos! Al prejubilado le acaban de regalar el teléfono móvil y él ha puesto a tope el volumen musical de aviso de llamadas en lugar del ajuste que pretendía, la respetuosa vibración. No atina a silenciarlo —también el nerviosismo trastorna lo suyo—, amenaza con tirarlo al suelo: «¡Para eso me lo regalaron, para tenerme controlado a todas horas, me cago en estos inventos y en la madre que parió a mi nuera!». Cambia de bando un funcionario joven, le pide calma, se apodera del móvil. Ya está. Cesa la música, habla el micrófono. Viva la juventud, viva el cada vez más probable padrastro del niño; a ver qué le responde la madre al hijo cuando el crío pregunte: «¿Por qué no duermes conmigo esta noche, por qué está ése todavía en nuestra casa?». 72
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—Dios ha muerto. Otro respingo a mi lado, se persigna la anciana. El cura no ha perdido la ilación del extravío mental. Es lo malo de ciertos fármacos. A ver cómo salimos de esta situación, qué escena para el tipo del futuro libro de las rarezas. Pero no: coordina, coordina nuestro sacerdote. Sólo cita a Nietzsche. Para replicar. Para defender los valores tradicionales. Nuestro cura morirá de pie, como mueren los árboles, como finalmente murió el árbol —el ciprés— en esa calle del accidente, chamuscado por el fuego de la chispa y el combustible liberado sin explicación aparente, tan seguros hoy día los coches y el choque tan vulgar. Escuchemos al párroco un momento: —Y, en todo caso, construyamos sin destruir, sobre lo ya construido, en esa búsqueda de un hombre nuevo, mejor. ¿Qué hombre nuevo hallaremos si ninguneamos al mejor hombre posible, al que entregó su vida para salvar las nuestras? ¿Acaso no lo veis? No, desde luego, en la cruz del retablo. —Y no miréis para el humilde retablo de esta iglesia, un simple recordatorio. ¿Acaso no lo veis, no lo sentís en el interior? Fijaos bien y lo veréis, y lo sentiréis en vuestros corazones, donde laten, donde viven igualmente, los dos difuntos que tampoco veréis si sólo miráis con los ojos aunque estén con nosotros, aquí. —¿Está aquí el abuelo? —Calla. —¿No está en el cielo? —Que calles. Ya, ¿cómo explicarle al niño desganado y parlanchín que su abuelo está aquí, al menos en aquella hornacina, y, al mismo tiempo, en el cielo de los católicos? Y puede seguir preguntando y preguntando: «¿Vino en autobús?, 73
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¿Por qué no lo veo?, ¿Miro mal?, ¿Cómo tengo que mirar para verlo?». Será más fácil, creo yo, la otra explicación, la otra respuesta, inventar algo para el probable: «¿Por qué no duermes conmigo esta noche, por qué está ése todavía en nuestra casa?». —Oye, mamá. Cállate, niño, ya está bien; silencio, preguntón, que tu madre ultima planes para esta noche y las siguientes. La comunión de la anciana que huele a naftalina, la comunión de varias mujeres más. Pocos hombres comulgan: dos, tres. ¿Más pecador el género masculino? ¿Menos creyente? El cepo en poder de otra vieja; ésta huele a cera y oraciones. «¿Será la madre del sacristán?», me pregunta el diablo. Ahí va mi limosna, al cepillo, más tranquila la conciencia, he contribuido a mejorarel mundo con un euro de mis bienes, ya soy mejor persona aunque sea la misma, habría que ir más allá del donativo para los pobres del páter, pero que vayan otros socorristas, en la limosna me quedo yo —no moriré de pie como el árbol que falta en la calle de acceso a la estación del tren, como nuestro cura humanitario—, en el cómodo dar la mano a esta anciana apolillada, en su piel arada el futuro inmediato de la mía si antes no me elige la vida para que de nuevo la llamen muerte. Ya termina el doble aniversario, casi en los labios del párroco pelón —la quimio, la radioterapia, no estaba calvo la última vez que hablé con él— el preceptivo Podéis ir en paz. Antes un gesto del sacerdote. Y la inmediata reacción del sacristán, quien se aleja del padre, quien se acerca en su nombre a la chica inmóvil, de rodillas. 74
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—Levántate de ahí, mujer. —Yo… Él… Me llamó desde la acera de enfrente, crucé la carretera sin mirar… Se mataron para no matarme a mí… —Ya, ya. —Él me apartó de allí, me mandó callar… —Olvídalo. Te absolvió el cura, qué más quieres. —Olvidar. No, no llueve aún, así que reforzaré la prudencia y miraré a derecha e izquierda antes de cruzar la calle. Eso haré si ella no me llama desde la acera de enfrente.
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El fin —Voy a salir. Los ojos zarcos de mi esposa me miran con temor, y yo no conozco el antídoto ni remedio alguno para ese miedo insondable, el mismo que habita en mí. —Tengo que salir. Acaricio el vientre donde están mis hijos, los gemelos que ya deberían haber nacido, las dos criaturas que inmovilizan a mi mujer, tendida en la cama, sudorosa. Como si yo fuera uno de sus antiguos ayudantes y ella la cirujana aún en ejercicio en alguno de los quirófanos del mayor hospital de la ciudad, le seco el sudor de la frente y afirmo con una seguridad repentina que no será el fin para nosotros ni para nuestros hijos, sin duda tan inteligentes como la madre pues esperan tiempos mejores para nacer. Ella sonríe fugazmente y su efímera sonrisa me impulsa a seguir hablando: si los males cerebrales no nos han afectado hasta ahora, ya no enfermaremos, ya no. El fin de tantos sólo será el principio para quienes, como nosotros, hayan permanecido lúcidos hasta hoy. Mi esposa me recuerda que nadie, psiquiatra o no, sabía el origen, la duración ni el tratamiento de los trastornos mentales extendidos por todo el mundo cuando buscamos refugio en esta casa, pero yo le replico de inmediato que han pasado casi dos meses desde que abandonamos la ciudad, que ya estaríamos desquiciados, seguramente muertos, si la epidemia no hubiera remitido fechas atrás, quizá ya sólo existente en nuestro temor; un miedo, me callo, que en mis adentros rebate cada una de las palabras que pronuncio apenas salen de mi boca. 76
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Tenemos suficiente comida enlatada y jamón, queso y embutidos, pero apenas nos queda medio litro de agua. Saldré. Debo salir. —Regresaré lo antes que pueda, en unas horas como mucho. Ya estaré aquí para el mediodía con los bidones llenos de agua. Añado que no se preocupe: habrá algún manantial o algún riachuelo por estos montes, que yo buscaré sin acercarme a nadie, y volveré a tiempo de ayudarla en el parto aunque a nuestros hijos les dé por empezar a nacer en mi ausencia. Quedan dos balas en la pistola de su padre. Antes de entregársela, le muestro una vez más cómo se quita el seguro. Yo cojo la escopeta que teníamos en el vivero y la canana repleta de cartuchos de posta. —Por si acaso, sólo por eso. Decido salir de casa por la puerta principal, y no por la trasera, que permite el acceso a la huerta acotada con varganales y setos vivos en la que están el patatal, siembras menores que también pueden servirnos de alimento si el fin se prolonga, si el principio se retrasa, y el pozo de donde tomaban el agua los probables dueños de la vivienda, el hombre y la mujer que reposan en el fondo, notorias todavía las manchas de sangre en las piedras del brocal que, al llegar nosotros aquí, levantaron mis sospechas. Cierro la puerta de la calle, guardo la llave en un bolsillo del vaquero y, deslumbrado por el sol, con la canana en la cintura, la escopeta al hombro y los dos bidones de plástico en las manos, miro a mi alrededor, frente a mí, allá, la montaña en la que se estrelló y luego se incendió el avión hace más de un mes y, a unos pasos, al otro lado de la portilla metálica, la carretera por la que vinimos en el todoterreno hasta que nos dejó tirados aquel atardecer 77
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primaveral. Comenzó a diluviar al día siguiente, y nosotros, precavidos, cegado el pozo para evitar el hedor de los cadáveres, sólo bebimos el agua que logramos almacenar mientras duraron las lluvias, intacta la que contenían los bidones que traíamos. Pero hace casi cinco semanas que no cae una gota del cielo. Huele a romero, a tomillo, a hierbabuena, y los árboles y arbustos parecen jugar con el viento cálido que despeina mis cabellos; a mi izquierda, muy lejana, la ciudad, en paz o muerta pues ya no veo alzarse columnas de humo en la periferia o en el centro mismo, y a mi derecha, más espesa la floresta, las cumbres hacia las que ya me encamino presuroso mientras pienso con dolor que la naturaleza, lejos de necesitar al hombre, un terrorista para ella, un ser que por cualquier nimiedad o simple capricho se convierte en arboricida pese a saber que tala o quema la planta que le proporciona el oxígeno preciso para su respiración, saldría ganando, y mucho, si se librara de él, como acaso se está librando ya. Por esta carretera ascendimos una vez mi padre y yo en la camioneta de la empresa hasta las cimas que nuevamente persigo. Llegamos de mañana a uno de los pueblos que hay por aquí, más arriba, creo recordar, y después, ya por la tarde, regresamos a la ciudad con el cargamento de pequeños acebos, nogales, laureles y durillos que nos vendió un lugareño a buen precio, algunos de los cuales crecen todavía en el vivero con paciencia vegetal, como decía mi padre, al que aún veo morir cada día, ahora mismo, acuchillado por mi madre, que repite en mi memoria que lo mata por su bien; ensangrentada, súbitamente trastornada como tantos otros, pretende alcanzarme con el cuchillo tras descubrir mi presencia en el dormitorio mientras grita que no va a consentir que yo, como mi padre, sufra más. 78
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Fue en el chalé de mi suegro donde mi mujer concluyó, sin el menor desacuerdo por mi parte, que eran dos tipos de desequilibrios mentales repentinos los que estaban acabando con la humanidad: el de quienes se mostraban agresivos en extremo y el de quienes, por el contrario, gozaban de una paz tan intensa que parecían drogados. Los primeros, como mi madre, comenzaban sus crímenes por los seres más queridos, con razonamientos dementes y piedad de psicópatas, mientras que los segundos no atinaban ni a comer, perdían la memoria y sonreían incluso cuando los estaban matando. Por entonces ya sabíamos que el fin no procedería del exterior, de una guerra radiactiva o biológica descontrolada o de cualquier otro desmán humano conocido, sino que provenía del interior del hombre, del intelecto alterado por alguna causa incierta. Mi suegro, todavía con uno de los enormes puros que fumaba en la boca, la mirada errátil y muy severo el semblante, una y otra vez sentenciaba: «Demasiada ira en el ambiente, demasiada estulticia suelta por el mundo». Su única hija, que ya no acudía al hospital, al igual que yo tampoco iba a trabajar al vivero, miraba a su padre y luego me miraba a mí, su mano posada en el vientre donde latían dos promesas de futuro, de un futuro acaso inexistente. Incapaz de animarla con palabras, me limitaba a cobijarla entre mis brazos al tiempo que sus brazos me amparaban a mí, pobre cobijo y mísero amparo frente a tanto mal para dos enamorados que se advertían vencidos por un enemigo invisible. Ladridos. Mejor será que abandone la carretera en cuanto pueda, nada más que encuentre algún camino adecuado: los perros no se han vuelto locos, eso creo, pero andan hambrientos y son peligrosos. Estoy sudando. Me detengo, miro de nuevo alrededor, la indudable belleza de 79
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estos parajes frondosos, mientras aspiro los aromas entreverados que me trae el viento. Pero tengo que seguir. Allí, cerca de la nueva curva, me parece que veo una trocha. Sí, junto al cerezo aquel. Más ladridos, y más cercanos ahora, y más fieros. Tengo que correr, internarme por ese camino próximo al cerezo. En la finca de mi suegro, en una esquina, también había un cerezo muy crecido, uno de los pocos frutales que había en su propiedad, ya que a él le gustaban más los árboles ornamentales. Detrás del habano, con el que a veces trazaba en el aire pinceladas de humo, me pedía que redondeara copas hasta formar esferas perfectas, que mejorase los conos de los cipreses, las líneas rectas de los múltiples setos, arquitecto incluso en su tiempo libre, las camelias y magnolias esculturas vivientes también en sus jardines. Yo asentía a todo, pensaba que mi padre ponía a prueba mi paciencia cada quince días con aquel destino en las tierras de uno de sus clientes más exigentes y caprichosos, y no perdía ocasión, subido en la escalera con las tijeras de podar cerradas por un instante, de mirar hacia el chalé, hacia la piscina, con la esperanza de poder contemplar, ligera de ropas, a la cirujana que en ocasiones se acercaba a mí en compañía de su obeso progenitor con un cigarrillo de tabaco rubio en los labios carnosos, la primera juventud pasada pero intacto el atractivo, inconcebible para mí que todavía no se hubiera casado. Hacia la piscina, hacia el chalé estaba mirando yo el día en que ella apareció a mi lado sin el padre y reclamó la atención que yo tenía puesta en la distancia. Casi me caigo de la escalera, y las tijeras de podar que yo sostenía en la mano y que solté de la impresión casi la desgracian a ella. Risueña, sencilla, no sabía yo qué veía ella en mí de especial, pues a partir de aquel día venturoso se repitieron nuestros encuentros a solas, 80
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siempre ella quien se acercaba hasta donde yo seguía las indicaciones del arquitecto tan difícil de contentar. Por mi parte, al deseo que sentía por ella lo siguió el amor, y cuanto más la quería más inconcebible se me antojaba su soltería hasta entonces. Incluso mis torpezas, embelesado por sus ojos azules, payaso involuntario, la hacían reír, juntos ya por las calles de la ciudad, en los cines, en los restaurantes, en las camas; ya juntos aunque ella estuviera en el hospital y yo en el vivero. Yo no ignoraba que a ella los suyos le decían, sobre todo el arquitecto, más discreta y amable la esposa, delgada y morena como la hija, que se estaba enamorando de un niño, de alguien sin estudios decentes. Mis padres tampoco aprobaban mi relación con una mujer casi cuarentona; médica y de familia rica, sí, pero demasiado mayor para mí: cuando yo cumpliera su edad, ella sería poco menos que una vieja. Nos herían aquellas palabras, claro que nos herían, pero, heridos, nos queríamos aún más, solos, como ahora, ante el futuro. Ha disminuido la pendiente de esta vereda umbría por la que bajo, y entre los cantos de los pájaros me ha parecido oír el sonido de una esquila, similar al de la campanilla con que la superiora del convento de clausura contiguo a la finca de mi suegro convocaba a las monjas a un acto de comunidad. Ahora lo escucho de nuevo. Estoy llegando a un claro. Me detengo ante la pradera en que pastan dos vacas, junto a ellas los terneros. No veo a nadie al cuidado del ganado. Hay un abrevadero, una bañera transformada en pilón, que rebosa agua, el agua que necesito. Por si acaso, sólo por eso, dejo los bidones en el suelo y, armado con la escopeta, observo mejor los alrededores del prado. Los terneros han descubierto mi presencia y me miran fijamente. Suena otra vez el cencerro de una de las dos vacas impasibles y vuelvo a pensar en las 81
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monjas del convento, en la mañana en que una de ellas se presentó ante el portón de entrada del chalé con el hábito desgarrado, descalza, y nos pidió socorro. Por el videoportero, sin que mi suegro se decidiera a prestarle el auxilio que solicitaba, él y yo vimos cómo otra monja, también medio desnuda, con un machete en alto, se acercaba por detrás, y oímos que le decía a su compañera con una voz ciertamente beatífica: «Cálmate, hermana, que lo hago por el bien de todas vosotras». La monja descalza esquivó el machetazo y echó a correr. La persiguió la monja con manchas de sangre en la piel lechosa, en las gafas y en los restos del hábito, y ambas desaparecieron en seguida de la visión de la cámara. Mi suegro, sin puros ya que llevarse a la boca, masculló: «El asunto no tiene remedio si el clero también está fuera de sí». Los apagones de luz eran cada vez más frecuentes y duraderos, y ya no funcionaban la televisión, la radio ni los teléfonos. Resultaba evidente, razonó mi suegro, que si uno de nosotros cuatro enloquecía con el mal de mi madre o el de la monja del machete los otros tres estarían condenados a morir o a matar. Si nos separábamos, las probabilidades de muerte u homicidio serían menores, así que mi mujer y yo intentaríamos salir de la ciudad de inmediato, en cuanto nos aprovisionáramos convenientemente, y nos alojaríamos en una casa que tenía en la sierra de la provincia vecina, donde esperaríamos el fin sin más testigos ni víctimas que nosotros mismos. Al día siguiente me entregó el viejo su pistola, mientras la madre y la hija se despedían. «Quedan dos tiros», me dijo. Y yo recordé entonces que, todavía jardinero del arquitecto, subido en la escalera de las podas, oí la maldición del cliente de mi padre y vi que avanzaba presuroso hacia mí con una pistola en la mano. Pocos días antes, su hija y yo habíamos hecho el amor por primera vez, y lo creí enterado 82
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de ello y con ánimos asesinos. Me disparó, sin dejar de maldecir, varias veces, y sólo cuando lo abandonó la ira, esa ira excesiva en el ambiente de la que se lamentaría en los comienzos del fin, comprendí que mi suegro probable únicamente había pretendido abatir con los disparos repetidos a las pegas que le comían las cerezas y dejaban la hierba sembrada de huesos. Abandonamos la ciudad por carreteras secundarias, intransitables las principales por los coches y camiones, ardientes algunos, atravesados en ellas. El vivero nos pillaba de camino. Me detuve junto al almacén, insuficientes dos balas para defender a mi mujer, y cogí la escopeta, esta escopeta que ya cuelgo otra vez del hombro pues no advierto otra presencia que la de las vacas y los terneros. ¿Será potable el agua del caño? ¿No estará contaminada como la del pozo? Uno de los terneros, pendiente de mis movimientos, parece negar con la cabeza. Sustituyo en el abrevadero el bidón lleno por el vacío. Otro día, con más calma, si las vacas continúan aquí, las ordeñaré aunque no sepa. Otro día, sí, cuando ya sea padre, cuando hayan nacido los gemelos, esos hijos míos que no acaban de nacer, que no se apiadan de la madre. He dejado los bidones en el prado al percatarme, cómo no me di cuenta hasta ahora, de que esas criaturas están matando a mi mujer. Pero no consentiré que ella sufra más. Se las sacaré del vientre con alguno de los cuchillos que hay en la cocina de nuestro refugio, no importa que ninguno sea tan grande como el que empleó mi madre para liberar a mi padre y luego, cuando yo la encerré en casa, no sé por qué, ahora que lo pienso tan detenidamente como me permite esta rápida ascensión por la trocha, para liberarse a sí misma.
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Supervivientes Somos la prueba viviente de errores milenarios y por eso nos necesitan, y por eso nos alimentan, nos cobijan, nos reparan. Con este juicio refuto los discursos que fundamentan ese alimento, cobijo y reparación. Hay piedad en la piel de los discursos justificantes de la supervivencia de algo inútil, hay caridad y comprensión. Pero en nada sustancial difieren de nuestros discursos caducos: sólo encubren la intención verdadera, igual que yo, aquí, ahora, oculto mi verdadera intención, ante mis ojos la palma izquierda, entreverados en el cuenco de la mano los ancestrales principio y fin, el semen y la ceniza. Se consideran superiores a nosotros pero únicamente son distintos, no mejores, y también ellos serán en el futuro, si el mañana continúa existiendo para entonces, la prueba viviente de otros errores acaso milenarios, la ejemplificación de otros caminos que no deben tomarse pues conducen, como los nuestros, como los antiguos, a la perdición, a la extinción de la especie, de las especies. Sí, ante mis ojos la palma de la mano izquierda que limpiaré comiendo y bebiendo este fin y este principio. Con ello demostraré, una vez más, la estulticia que de mí se espera. Ignoro dónde se halla el dispositivo que observa y graba las quietudes y los movimientos de mi cuerpo dolorido, maltratado, en esta sala que será descontaminada en cuanto ella aparezca por la puerta y me conduzca hacia otra dependencia mucho mayor, donde seré reparado, donde también sonará esta música relajante u otra similar. Las nuevas leyes prohíben semejantes dispositivos de espionaje, aseguran los más crédulos de entre los míos, 84
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los más agradecidos por el cobijo, por la alimentación y por las modificaciones periódicas que prolongan nuestras vidas mientras seamos útiles por nuestra inutilidad, por el fracaso que representamos y manifestamos cada día, por conductas como la que yo acabo de interpretar en esta sala inmaculada para ese dispositivo de observación y grabación invisible que, además, nunca busco con la mirada. Ya no discuto con ellos, con los más crédulos y agradecidos, ya no insisto en que si algo está prohibido es porque existe; ya no les recuerdo que esta sociedad está al corriente de nuestros desmanes más significativos, que nos aguardan los reparadores cuando acudimos a ellos aunque finjan no esperarnos como yo finjo ahora. Están prohibidos los dispositivos que nos espían, nuestra libertad no está prohibida en absoluto. Pero debo comer ya, debo beber… Dios, qué asco, qué arcadas… Bien: he logrado tragar la mixtura, y la autenticidad de mis gestos, observados y grabados, me ayudarán a conseguir el propósito que persigo desde la primera vez que me trajeron aquí: algo de verdad siempre refuerza la mentira. Mi modificación inicial no fue debida, a diferencia de las reparaciones posteriores, al deseo que me impulsó a partir de esa fecha primitiva. Ella me acompañó desde el exterior hasta esta sala y no pude olvidarla desde el mismo momento en que la vi. En ella, sólo en ella pensaba mientras me analizaba uno de los reparadores. Me dijo: —Dibuje un árbol. —Ya no hay árboles. —Recuerde uno y dibújelo. Dibujé un árbol con ramas pero sin hojas, el único árbol que mis padres, de pequeño, lograron mostrarme, cuando ya no quedaban árboles con hojas, vivos, y el 85
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oxígeno que antes nos proporcionaban teníamos que obtenerlo por medios artificiales. El reparador me había pedido recordar, no imaginar, y eso hice. Y creo que fue de su agrado el dibujo: asintió con un leve cabeceo tras examinarlo. Me pidió a continuación: —Piense en algo muy bello para usted y comparta ese pensamiento conmigo. —Ella, sin duda. —¿Ella? A quién se refiere. —A la mujer que me acompañó desde el exterior a la sala pequeña y luego hasta aquí. Creo que no fueron de su agrado mis palabras: no cabeceó. Fijó sus ojos en los míos y me preguntó: —Qué es para usted la felicidad. —Sentirme bien. —Y cómo se siente así. —Imaginando algo idílico. —Como qué. —Como un paseo interminable junto a la mujer amada mientras el atardecer se anuncia y nuestras manos unidas son propias y ajenas a la vez y en el vientre de ella germina… —Poesía no, por favor. Fui reparado inmediatamente. Me alargaron la vida y, aunque entonces lo ignoraba, apenas me privaron de recuerdos pero sí me limitaron en gran medida la imaginación. Ella permaneció a mi lado mientras yo iba recobrando el equilibrio. Después me condujo hasta el exterior. Me preguntó: —¿Podrá llegar solo? Ya no me sentía tan desorientado, tan mareado, ya reconocía, y le contesté lo que hoy no le responderé: «Sí». Qué mal sabor de boca. No peor del que esperaba, no distinto al de otras veces, y por eso, junto con el cigarrillo 86
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que no produce humos y la cerilla que no arde, compré un purificador, esta esencia que lo eliminará en un segundo. Ya. Manos limpias, relamidas, y boca sin rastros. Sonrió el proveedor antes de insultarme de nuevo: —Imbécil. Yo sonreí también, a pesar de los destrozos que padecía y padezco en el cuerpo, y callé para que él pronunciara las palabras de costumbre: —Poseen detectores, hallarán la ceniza y el semen en tu estómago. —Sería imbécil, tan imbécil como tú, si no lo supiera. —Procuras nuestra ruina. —Vuestra ruina… Nos debéis la vida, a otros histriones y a mí, y no os percatáis de ello. —Estás loco. —Una locura que deberíais agradecer. —Paga, chiflado. —Sí, diez veces más de lo que valen el cigarrillo, la cerilla y el purificador. —Debería cobrarte veinte veces más. —Y no me lo cobras porque sabes que lo que te pagaré es cuanto tengo. —Así no pondrás en peligro nuestra existencia en el futuro. —También podrías evitar que la pusiera hoy en peligro. —Necesito tus posesiones. —Lo que de verdad necesitáis, tú y la mayoría, son nuestras interpretaciones. —Locos, estáis locos de remate. —Algún día no nos llamaréis chiflados; algún día, si aún podéis hablar, nos llamaréis lo que somos: héroes, grandes actores. Me cuesta mucho esfuerzo actuar al principio; por el dolor y esta música relajante, por sentirme observado 87
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mientras me masturbo. Al principio y al final, evidentemente. Fumar el cigarrillo me resulta, en cambio, muy grato. También hubiera comprado alcohol de haber tenido con qué pagarlo: unos centímetros cúbicos me habrían ayudado antes, durante el onanismo, y ahora, mientras sufro las consecuencias de los golpes que me propinó uno de los más débiles de entre los míos; el elegido por mí, el que apareció ante nosotros con un libro de las antiguas religiones en las manos; el libro que él, y no otro que golpeara más fuerte, halló donde yo dispuse. Defendí, para asegurar la pendencia y la reparación posterior, la religión menos apreciada por los allí reunidos, la más violenta. Quien me golpeó, mi elegido, defendió la más pacífica. —Su turno. Pero la de hoy será mi última actuación. —¿No me ha oído? —Sí, sí. Es que me ha sentado mal la comida y la bebida, además de los golpes, claro. —De qué habla. —Es que me pongo nervioso cada vez que me traen aquí. —¿Nervioso? Por qué. Aquí sólo reparamos su cuerpo y su mente. —Ya, ya, pero… —¿Me acompaña? —Para eso estoy aquí. —¿Cómo dice? Pronto lo sabrás, cuando yo simule el extravío, la desorientación, el mareo, y tú me guíes hasta el exterior y más allá, hasta el lugar en que seas tú la extraviada, la que dependas de mí para sobrevivir: tan seguros estáis de vosotros mismos, de vuestros actos u omisiones, que no sois menos vulnerables ni perecederos que nosotros, no. 88
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—Nada, es que… —¿Lo ayudo? —Después, después. —¿Después? Cuándo. —Cuando me hayan reparado, hasta que recupere la normalidad. —Ah, sí, por supuesto. Dios, qué hermosa eres aunque no tengas corazón.
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José Ángel Ordiz Llaneza (San Martín del Rey Aurelio, Asturias, 1955), licenciado en Ciencias Químicas por la Universidad de Oviedo, fue profesor de Física y Química en varios institutos de Educación Secundaria (principalmente en el Padre Feijoo de Gijón). Comenzó su labor literaria con la novela corta Bosquejo de una sombra (Premio Diputación de Asturias 1980). Sus relatos breves figuran en diversas colaboraciones y antologías. Parte de estas narraciones están reunidas en el libro Relatos impíos (Premio de la Crítica de Asturias 2009). Es autor de las novelas Las muertes de un soñador (Premio Cáceres 1994), Buenas noches, Laura (Premio Onuba 2006), Mujer te doy, El narrador de historias fantásticas, Las luces del puerto (Premio de la Crítica de Asturias 2010), En aquel tiempo y Sal dulce.
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