Manuel Herrero Montoto De argayos
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De argayos
colección Minimal
dirección editorial Javier Lasheras
© del texto © de la edición edita diseño y edición electrónica issn
Manuel Herrero Montoto Asociación de Escritores de Asturias, 2012 Literarias. Asociación de Escritores de Asturias Pandiella y Ocio 1989-3973
Manuel Herrero Montoto De argayos
Estas páginas que se disponen a leer pertenece a la novela Se rifa canario rojo cantor. El autor no pierde la esperanza y confía en verla publicada en toda su extensión.
Manuel Herrero Montoto
Salimos a la limón del armario José Emilio y yo. Desde los tiempos de la Facultad vivimos, mejor dicho soñamos, un amor prohibido, silencioso, sin palabras, de gestos bajo la tutela del disimulo. Cobardes nos acurrucabamos en las circunstancias oficiales: anillados por la Iglesia, peques intratables, alquileres furtivos y esporádicos, y desahogos en internet a la luz de un flexo. Abandonamos la decencia legal tras el brindis con cava que celebraba el veinticinco aniversario del fin de carrera. Con un simple guiño del ojo derecho. Nos escondimos en el WC y nos dimos a maza, morreamos hasta que crujieron los implantes y nos la machacamos mutuamente hasta dejar las vesículas seminales secas como las arenas del Kalahari. Ninguno de los presentes, incluidas nuestras esposas queridas, advirtieron que inaugurábamos nueva cara. Fue la nuestra una homosexualidad hipócrita, a fin de cuentas es lo que los otros querían. A pesar de la pseudoaceptación de nuestra sociedad al tema gay, por si las moscas preferimos el anonimato. Y así nos veíamos muy de tarde en tarde, en congresos médicos, por ejemplo, aunque él era anatomo patólogo y yo traumatólogo especialista en las deformaciones de los pies. También manteníamos correo, de los de antes, de puño y letra. Para descojonarnos de nosotros mismos y de la preancianidad que inaugurábamos, decidimos comunicarnos aquellos rasgos anatómicos y fisiológicos que se perdían por el corredor sin retorno de la edad adulta, no dígamos ya de la juventud. Para muestra, leamos esta carta, la última que le envié a Jose Emilio, desteñida alguna palabra por lágrimas de nostalgia, pero con coña, que es la mejor manera de llorar. Dice tal que así: 5
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Mi ama acapara oxígeno y espacio vital. Sus ronquidos ganan en decibelios. No ha lugar a protesta. Me acurruco en la cama, adopto la postura de i latina, no gozo de más colchón. Paso la palma de la mano por la tripa, para ser más precisos, la panza, prominente por demás, tensa por el excesivo depósito de tejido adiposo y el acumulo de gas en el intestino grueso —debieran servir los gintonic con menos anhídrido carbónico—. Los cardiólogos dicen que el aumento del perímetro abdominal va en proporción directa al riesgo de infarto de miocardio y otras alegrías cardiovasculares. Y desciende la mano hacía el bajo vientre. ¿Qué fue de la turgencia, consistencia y resistencia al tacto de mis testículos de adolescente? Palpo y vuelvo a palpar. Son cojones aguarones, como esos centollos de presencia estupenda que abres con toda la ilusión y te chafa la cosa el hecho de comprobar que en su interior todo es agüita del mar salada con regusto a cloaca o a humedad de sacristía de vieja parroquia. Y lo peor, el drama principal estriba en el pito, llamarlo polla sería un atrevimiento, pues esta denominación hace referencia a una estructura con entidad que cumpla unas dimensiones oficiales mínimas. Una polla como una olla, dice el populacho al referirse al atributo masculino de feliz crecimiento. Pero lo mío, de siempre, y no digamos lo de ahora, ni polla ni leches, es una pirulina, una pilila, un chinchorrillo, un pellejo invaginado entre dos cojines apergaminados y edematosos. Le atizo dos agites a la pequeñina y no acusa recibo, vive como un caracol jubilado dentro de su concha para no resfriarse. ¿Y seré capaz? Por intentarlo que no quede. Cierro los ojos, y pienso, camino por el pasillo de la segunda 6
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planta de mi hospital, tropiezo de frente con el anatomopatólogo de culito sandunguero, me indicas la sala de autopsias, entonces, vas y te desnudas, y vienes hacia mí, inequívoco, huelo tu formol y oigo el murmullo amoroso que prologa el apareamiento, y yo, al agite, toma, toma y toma..., y oye, que despierta la niña muerta, anda que si lo consigo renacería en mí un átomo de la vitalidad de otro tiempo, que no decaiga, y mi benefactor se arrodilla y abre la boca como una trucha a la hora de morder el anzuelo justo a la altura de mi renacida primavera, y toma, toma... «Oye, Peláez», mi compañera levemente incorporada escudriña en la noche de mis sabanas. «¿Qué?». «¿Que no te la estarás meneando?». El culito del forense saltó por la ventana y mis siete centímetros a punto del corrimiento volvieron por efecto muelle a su dimensión y actitud original. Descubierto en flagrante delito a estas alturas. Reacciono con prontitud. «Por Dios, cariño, ya me gustaría, pero qué va, ja, me picó un mosquito en la cara interna del muslo, en zona aledaña al escroto y no veas como pica. Me rasco». «Eso tiene más lógica», dijo, displicente e hiriente, «anda, no te rasques, a ver si se te produce una orquitis. Y, por tu madre, duerme de una vez». Media vuelta y a roncar como una bendita. Y yo sin concluir aquel desafío rejuvenecedor y con el insomnio a cuestas. Adios, Emilio, mi amor, cuéntame lo tuyo.
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Manuel Herrero Montoto nació en 1950 en Oviedo. Se hizo bachiller en el Instituto Alfonso II, hasta primera expulsión, y la segunda parte la completa sin sobresaltos en el Colegio de San José de Calasanz. Estudió medicina y cirugía en la Universidad de Valladolid y posteriormente se especializó en cirugía del aparato digestivo en el huca. Cursó estudios de historia y geografía en la Universidad de Oviedo. Es el autor de las siguientes novelas: Manding (Azucel), El habitante (ediciones krk), Omara la trapecista (Septem ediciones) y Desde el kilómetro cero (Septem ediciones). Escribió el «Autorretrato» de su abuelo en el libro Modesto Montoto: Una visión fotográfica de Asturias (1900-1925) (Fundación Municipal de Cultura, Educación y Universidad Popular). Hace sus pinitos en el teatro con Cabo Juan, que se representó en todas las salas de Asturias. Durante un porrón de años colaboró con el diario La Nueva España en las páginas de opinión. Manuel Herrero no cree que existan rincones oscuros ni escondidos en el planeta que le tocó vivir. Viaja al corazón de esa tiniebla conradiana y, lo peor, nos lo cuenta sin omitir detalles.