Desde la habitación del sur

Page 1

Enrique Jos茅 Decarli

Desde la habitaci贸n del sur


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

ÍNDICE

DESDE LA HABITACIÓN DEL SUR Enrique José Decarli Derechos reservados conforme a la ley LIBRESA www.libresa.com Murgeón Oe3-10 entre Jorge Juan y Ulloa. P.O. Box 17 - 01 - 356 E-mail: libresa@libresa.com Telfs. 2230925 2525581 Fax 2502992 Colección: PAÍS DEL SOL Portada: Felipe Ñacato Ilustraciones: Mauricio Jácome Perigüeza Diagramación: Paul Astudillo Dirección editorial: Estuardo Vallejo Supervisión editorial: Miguel Vallejo P. ISBN 978-9978-49-323-6 Inscripción Nº 30508 Depósito legal Nº 4219 Primera edición: 2.000 ejemplares

Punto de Fuga .................................................. 9 Dueño vende .................................................. 15 El maleficio ..................................................... 19 Él .................................................................... 23 Asterión .......................................................... 25 Un sueño ........................................................ 29 El ciclo de Fenris ............................................ 31 El último cristiano ........................................... 35 Anécdota de una noche sin luz ...................... 41 Sanas costumbres .......................................... 45 Plaza Bynnón ................................................. 51 Pozo vacante .................................................. 59 Jazmines ........................................................ 63 Crónicas de guerra ......................................... 65 12:00 P.M. ....................................................... 67 Noche de perros ............................................. 79 Anécdota de la prisión .................................... 83 La condena ..................................................... 85 In memoriam................................................... 87 Desde la habitación del sur ............................ 95

Este libro se acabó de imprimir en los talleres de «Editorial Ecuador F.B.T. Cia. Ltda.», Santiago 367 entre Manuel Larrea y Versalles, Telfs.: 2528 492 2228 636, Fax: (593-2) 2227 551, Quito, marzo del 2009. E-mail: editecua@interactive.net.ec

4

5


ENRIQUE JOSร DECARLI

TITULO OBRA

A Magda A papรก

6

7


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Punto de Fuga El ventanal parecía devorar el brillo del sol. De-

trás había un hombre parado. Me llamó la atención el contraste, tanta luz y el traje oscuro, los anteojos negros, la estampa impecable. Seguí viéndolo durante la semana, parado tras el ventanal, mirando la esquina, Espora y Canale. Según el curso del año, las cosas cambian. Ese año no fue la excepción; la gente cambió, al menos de ropa. Pensé que todo, por imperceptible que fuera, estaría sufriendo una corrosión secreta; aquel hombre no, el traje y los anteojos oscuros. Alto. Imperturbable. Empecé a soñar con él. A verlo en otras casas, en la fila del banco, en el tren, en el espejo de mi habitación. Fue rara la manera en que progresaron las cosas. Llegué a pensarlo una imagen de cera inmune al sol. Una tarde levanté el brazo derecho, él levantó el suyo; a partir de ahí, intercambiamos saludos. Un día necesité hablarle. 8

9


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Cuando crucé la calle, desapareció. Desprovisto de su figura, el ventanal era extraño. Antes de que llegara a la vereda, se abrió la puerta. La casa no es luminosa. La rige una cargada penumbra. Adentro hay un muro. —Yo creí que había una ventana —le dije señalando la pared. —Hay una ventana —fue la respuesta—. Según del lado que mire. Abrí la puerta, salí. Desde la vereda, vi la ventana, el living, el hombre. Adentro, la pared. Me señaló una silla. Se acomodó frente a mí, dejó los anteojos sobre la mesa. Una nebulosa blanca le cubría la mirada. —Soy ciego —dijo. Me preguntó si había escuchado hablar de la Ley de Compensación. Le dije que no. —Esto demora las cosas un poco más. Se paró, fue hasta la pared. Pareció elegir las palabras: —Si bien no siempre vemos las dos caras de una historia, cada historia tiene, precisamente, dos caras. Lo que recibimos, un precio; lo que se nos quita, una compensación. —No me aclara sobre la ventana. —Es la compensación de mi ceguera. El Punto de Fuga. Hace cuarenta y tres años quedé ciego. Sabrá: los que pierden un sentido suelen agudizar los otros. No suplen pero compensan. Muchos ciegos 10

11


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

agudizan el oído, el tacto. Yo no. Yo escucho tan bien o tan mal como usted; quizá un poco menos, por los años. Y mi tacto... —pasó la mano por la pared—, no debe ser más sensible que el suyo. Volvió a la mesa. Dijo que si no fuera por el Punto de Fuga, viviría en permanente oscuridad. —Qué es... —le pregunté—. El Punto de Fuga. —El único lugar del universo que compensa mi ceguera. —Las otras palabras cayeron secas—. Detrás de la ventana, veo el mundo tal cual lo ve usted. Me preguntó cómo estaba Adrogué; si había progresado. —Imposible imaginarlo —dijo—. Imposible proyectar la evolución a partir de una esquina. —Incluso bromeó—. Nadie mejor que yo conoce Espora y Canale. Le hice notar que todavía no entendía por qué desde adentro no veía la ventana. —Le dije que el Punto de Fuga es el único lugar que compensa mi ceguera. Asentí con la cabeza, como si pudiera verme. —Eso no significa que no existan otros. Existen. Pero éste, es el único abierto para mí; a nadie más sirve; por eso la ventana está vedada a sus ojos. Adentro, usted ve, o dice que ve, una pared; una pared que yo nunca vi, que ni siquiera puedo tocar. Si apoyo las manos... —apoyó las manos—, el vidrio es frío. 12

PUNTO DE FUGA

Sentí que me estaba demorando demasiado. Fingí un poco para no parecer asustado, le metí una excusa que no recuerdo, y jurándome no volver nunca más, le propuse visitarlo otro día. —Preferiría que no —dijo—. Liquidemos esto ahora. Dos manos pesadas me cayeron sobre el cuello. Los ojos blancos se le tiñeron de marrón. Me empujó contra la pared. Una zancada hábil lo dejó junto a la puerta. La casa oscureció. Llegué a ver los anteojos, abandonados sobre la mesa. A mi izquierda hubo un ruido a llaves. Se abrió la puerta, entró aire; atrás mío, entró luz, tibia, en la nuca, en el cuello. El Punto de Fuga no le pertenecía. Había mentido. Me levanté rendido ante el vidrio helado. Al ritmo de Espora y Canale, se confundía entre la gente.

13


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Dueño vende Estábamos en la tranquera. El campo se fundía lejos, en el horizonte. —Ésta fue mi vida —dijo papá—. Muchos sueños sembré. Algunos florecieron. Los otros, necesitan otras manos. Lo miré. —Las tuyas —dijo con una dureza que desconocí—. En vos dejo mi esperanza. No me falles. Me alzó por última vez. Por última vez me abrazó, rústico y cariñoso. Para despedirlo, me acomodé un poco el pelo, la camisa adentro del pantalón. Tal cual me había enseñado, quise demostrarle que había aprendido. —Te dejo mi vida —balbuceó. En la voz resonó una vibración extraña, tristeza o miedo; tal vez, derrota. —Ahora tengo que irme. Pero en los momentos más difíciles. Cuando más dudes. Voy a estar al lado tuyo. Subió al tractor. Qué grande era, un gigante, un león. El motor se puso en marcha. Me quedé jun14

15


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

to a la tranquera viendo cómo se alejaba, dejando profundos surcos en el campo. Trabajé la tierra durante años. Igual que papá, sembré muchos sueños. Algunos florecieron. Los otros —me preguntaba—, ¿necesitarían también otras manos? No. Los otros, en realidad, necesitaban otros campos, más fértiles. Mis manos podían remover la tierra, pero la tierra —ese era el secreto—, tenía que ser otra. En la tranquera colgué un cartel de venta. Al darme vuelta, me llamó la atención, una mancha en el horizonte. Avanzaba, crecía, se teñía de anaranjado, de ruido a motor. Un hombre iba al mando de un tractor. Al lado había un nene. Se detuvieron junto a la tranquera. Quedamos unos minutos en silencio. —Estoy interesado en el predio —dijo el hombre. Señaló el cartel. —Acabo de colgarlo. —Por eso vine. Se paró en el tractor. El nene lo miró desde abajo, como a un gigante. No necesité darme vuelta. Me alcanzó presentir que todo el campo había ensombrecido, amedrentado ante esa figura fantasmal. —Quién sos —le pregunté. —Ya le dije... Un interesado en el predio. Había un reproche en el fondo de las palabras. Arranqué el cartel. 16

DUEÑO VENDE

—El campo no se vende. —Bien... —contestó. El nene rió—. Si veo el cartel otra vez, voy a volver. En verdad el predio me interesa. Se sentó, puso en marcha el motor. Me quedé junto a la tranquera viendo cómo se alejaban, dejando profundos surcos en el campo.

17


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

El maleficio

Ronson estaba convencido. Lo de Matías era

la eclosión del maleficio. Subió a la mesada del baño, golpeó la cabeza con el espejo. El espejo estalló. Murió degollado. Después del entierro, se reunieron, Carlos, Sandra, Ronson, la mujer de Ronson, la familia alrededor de la mesa. Si siete años de mala suerte era el futuro, para cerrar los caminos del maleficio, Ronson propuso lo peor, lo que Matías acababa de enseñarles que era lo peor. Separarse. Hasta que el maleficio se rompiera. Si el día del reencuentro alguno faltara, no sufrirían como ahora. En la vereda de la casa se despidieron. La mayor parte del tiempo les perdemos el rastro. Hay una cantina, un negocio de artesanías. Una habitación oscura en la trastienda, el piso de tierra. Una mujer deja un vaso en la mesa de luz. Hace frío. Un cuerpo tiembla en la cama. Tiene hambre, fiebre. 18

19


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Un revólver cargado, un asalto, un ajuste de cuentas. Una emboscada. Los muros de la cárcel son altos. Un hombre en la vida de una de las mujeres; muchos, en la vida de la otra. Un hospital. Un hijo abandonado, una familia lo recogerá. Una promesa. Cumplidos los siete años volvemos a verlos. Los cuatro en la vereda de la casa, pero la casa no es más la casa. Se saludan con recelo, desconfianza. No hay lágrimas ni abrazos; sólo un juramento, mutuo. Tenaz. No hablar. Se alejan en silencio. Son extraños. Caminan separados.

20

21


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Él A papá

Estábamos con Luis en la vereda de casa.

Serían las cuatro. Una madrugada helada. La calle vacía. De vez en cuando, un policía en la esquina. Teníamos ganas de fumar. Teníamos cigarrillos pero no fuego. En la esquina de Boedo y Agrelo dobló un tipo. Se acercó despacio, la cara envuelta en el sobretodo, el cigarrillo en la mano. Le pedí fuego. Sin contestar, sacó un encendedor. La llama nos iluminó. A Luis, a mí, a él. Guardó el encendedor y siguió. —Era tu viejo —me dijo Luis. —Papá —le grité—. Papá... No estaba. Había devorado de un solo paso el resto de la cuadra. Era mi viejo. Muerto. Tres años después. Volvió para no decir nada. Encendernos los cigarrillos y desaparecer. 22

23


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Asterión

Alguna vez tuve otro nombre. Al menos la gen-

te me llamaba de otra manera. No me extraña. Como todo lo que fue verdad en mi vida (las facciones de la cara, la firmeza de la carne, los instintos, hasta mi naturaleza), también mi nombre fue velado por efecto de los espejos. No sé cuándo ni cómo llegué. A veces pienso que el laberinto no existía, que fue edificado en un instante. Un día desperté acá, eso es todo. No recuerdo, tampoco importa; ni siquiera los recuerdos me son fieles. Después de recorrer el lugar catorce veces, entendí. Estaba encarcelado. Comprender trajo dos atributos. La sabia resignación, primero; un nombre, después. Ahora me llamo Asterión. Y Asterión no busca la salida. Asterión espera. En las excursiones que emprendí de joven, clasifiqué miles de espejos. Cada espejo me devolvía una imagen diferente. Para reconocerlos tracé marcas, les di nombres, los que tenía a mano, mis 24

25


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

padres, hermanos, amigos, maestros. En cada excursión descubría galerías nuevas; en cada galería, centenares de espejos, que también marcaba, pero no tenía nombres nuevos, entonces volvía a empezar, maestros, amigos, hermanos, padres. Tantas imágenes distintas responden al mismo nombre. Quién no se hubiera perdido. Quién no hubiera enloquecido. Hace tiempo renuncié. Las excursiones me desmoralizan. Lejos de mostrarme la mayor amplitud y comodidad de mi casa, revelan que mi celda es cada vez más chica. Pero un sueño se repite: Nueve hombres entran en el laberinto. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías y corro alegremente a buscarlos. Uno tras otro caen. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Asterión espera.

26

27


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Un sueño Algo andaba mal. Una buena parte del sueño me costó descubrir qué. La revelación cayó, con el peso de una guillotina. Mi vida transcurría sobre un plano. Nada faltaba, es cierto, pero las calles, las casas, los árboles; aun la gente no tenían relieve ni color. Una rayuela abandonada. Una guía de calles gigante. El mapa de un desierto. Tampoco había perfumes, sabores; sólo la impresión, vaga y extraña, de ser un fantasma, un extranjero en un pueblo fantasma. En un momento del sueño, y sólo por un momento, todo despierta. Las calles huelen a alquitrán, juntan agua en las esquinas. En las casas se baldean patios, se cuelga ropa. Los árboles dan sombra. La gente me habla. Sentir que no era un fantasma fue mi parte preferida del sueño. El problema que tiene este sueño (ahora que estoy despierto, lo pienso y me desvela), es que no haya sido un verdadero sueño; sino apenas un recuerdo. 28

29


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

El ciclo de Fenris A Gimena del Río

De todos ellos surgirá uno, destructor de la

luna en forma de trol. Völuspá. Después de crearse el mundo, del amor entre Loki y Angerboda nacieron Hela, Jormagund, la serpiente, y Fenris, el lobo. Los Ases, sabiendo que Fenris traería el fin del mundo, lo encarcelaron en el Walhalla. Hela fue precipitada al infierno, confinada al dominio de los muertos. Jormagund, a los abismos del mar; desde las profundidades se muerde la cola, y abraza la tierra. Fenris crecía poderoso. Dos veces lo encadenaron; dos veces rompió las cadenas. Los Ases, atemorizados, convocaron a los enanos; la encomienda, forjar una cadena irrompible. Una cinta liviana, sedosa, fina, labrada con los pasos de un gato, barba de mujer, la sensibilidad de un oso, el aliento de un pez, saliva de ave, la raíz de un monte. 30

31


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Los Ases la presentaron a Fenris como un desafío; que el lobo rompiera la cadena que ellos no podían romper. Astuto y receloso, Fenris no permitió que se la acercaran, a menos que algún dios, durante el juego, dejara un brazo adentro de sus fauces. Tyr, el más valiente, aceptó. El engaño surtió efecto. Fenris quedó encadenado a la peña Gelgia (incrustada en el centro de la tierra), el brazo de Tyr sangrando entre los dientes. Caminando en círculo, horadando la roca, Fenris consagró los días y las noches a tramar la venganza. La había perfeccionado cuando la muerte lo sorprendió. En el infierno no hubo emisarios. Su hermana lo esperó en los umbrales. Fenris le confió el plan. Hela fundió el espíritu del lobo. Fragmentado en infinitas almas, lo lanzó a la tierra. Los perros vagabundos, poseídos por el demonio de Fenris, acecharon como plaga a pastores y rebaños, siempre caros a los Ases. El secreto de Fenris trascendió el ocaso. Los espíritus de los lobos muertos descienden al infierno. Hela, en cumplimiento de la promesa ancestral empeñada, sigue devolviéndolos a la tierra, multiplicados, fragmentados en infinitas ánimas. La legión es inextinguible. Todos los lobos son Fenris. Nadie podrá detener a Hela. Un perro monstruoso cuida que ningún ser viviente penetre el averno. Sobre el alma de los muertos, es única soberana. 32

33


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

El último cristiano

La hora del almuerzo en el zoológico es un es-

pectáculo aparte. Fidel entró a la jaula como si entrara a su casa. A los leones, no les tenía miedo, eso que eran tres. Otra cosa acechaba tras las rejas. Si Fidel daba un paso más, lo tomaría por asalto, él lo sabía. También sabía que el imperio seguía en pie. Personas allegadas habían visitado Roma; una tía le trajo un souvenir del Coliseo. Esas cosas lo complacían. Era cuestión de ahorrar, la ocasión llegaría sola; por eso seguía trabajando, entrando a la jaula como si entrara a su casa. Dio la espalda a los leones, dejó el balde con carne en el suelo. Aseguró el cerrojo. Se dio vuelta, bostezó y caminó, hacia el Capitolio Romano. Después de visitar la escalera Aracolei, la Cordonata y el Palazzo Senatorio, hizo un alto en el Palacio Nuevo. De un bolsillo del pantalón sacó un mapa, lo desplegó; caminó hasta el Templo de Júpiter, hasta la Roca Tarpeia. Caída la tarde, fumó mirando Roma. 34

35


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

EL ÚLTIMO CRISTIANO

Había anochecido cuando el Foro se presentó a su derecha; cuando, al frente, se elevó el Coliseo. Se sentó en la vereda, se quedó dormido, la espalda y la cabeza contra la piedra. Un rumor extraño lo sobresaltó, un griterío, un bramido de animales. Se levantó y rodeó la manzana. El Coliseo estaba cerrado, y vació, según vio a través de una reja. Despuntada la mañana, Fidel encabezó la fila de entrada. A las 9:00 se permitió el acceso al público. Unas galerías internas, varias escaleras lo llevaron a una sección del segundo nivel. Abajo, a la izquierda, vio el podio del Emperador. Un nuevo deseo se le hizo carne. Otra vez lo asaltó el rumor, los animales y la gente, no tuvo dudas. Cerró los ojos, deseó el espectáculo. Un último combate. El clamor popular y un rugir de leones cobraron magnitud atronadora. Fidel abrió los ojos. No eran los veinte turistas de la fila los que lo rodeaban. La plebe romana lo envolvía. Todos, él incluido, vestían al estilo imperial. El griterío fue en bienvenida del César. Fidel no sabía en qué época del imperio abría los ojos ni qué emperador era ése que, parado en el palco, saludaba. Un orador locuaz introdujo una presentación breve. Fidel, sin entender, intuyó que asistía al preludio de un espectáculo voraz. Reconoció un nombre. Mauro. 36

37


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Se abrió una compuerta. Un grupo de Pretorianos empujó a un joven a la arena. No parecía un gladiador. Vestía un calzón de cuero, empuñaba un cuchillo y un escudo. En el pecho, algo resplandecía. Fidel imaginó un colgante; deseó la forma del colgante. Se abrió una reja, salió un león. Mauro dejó caer el escudo, el cuchillo. Se arrodilló. Empuñó la luz en el pecho. Amenazador, conjuró a los presentes. El león atacó. Fidel, sin quitar los ojos del cuerpo de Mauro, dijo algo que no llegamos a escuchar, que los espectadores que lo rodeaban sí habrán escuchado y entendido, porque no vacilaron en delatarlo. Los Pretorianos lo detuvieron, el hecho fue comunicado al Emperador. Por la misma puerta de Mauro, salió Fidel. El pueblo exigía su sangre. La luz colgaba del cuello inerte de Mauro. Parecía increíble que después del ataque siguiera ahí. Fidel la arrancó, la apretó entre las manos. No había intuido mal. —¡Que muera! —clamó la gente—. ¡Que muera! Se abrió una reja, tres leones salieron al ruedo. El Emperador se puso de pie. La plebe enmudeció. Fidel, desentendido de los animales, cada tanto distinguía algún nombre en las palabras del César; nombres que, quizá, recordara del colegio. Los leones esperaban, atentos a los movimientos de Fidel. Las palabras del César eran más y más difusas: Nerón, Domiciano, Septimio Severo, Cristo. 38

EL ÚLTIMO CRISTIANO

El emperador levantó el pulgar. —¡Constantino el magnánimo! —gritó un grupo de espectadores. —Constantino —suspiró Fidel. —¡Constantino el magnánimo! —gritó el Coliseo. Fidel levantó el balde y se acercó a los leones. —¡Constantino, Tiberio, Trajano!, ¿cómo estamos hoy? Hermoso día, ¿no es cierto?, ¡hermoso día! La jaula se rodeó de gente. Los tres leones comían de las manos de Fidel.

39


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Anécdota de una noche sin luz

Es tradición en la familia escribirnos cosas lindas

para los cumpleaños, cosas que, en otra fecha, no nos escribimos ni decimos, aunque tengamos ganas. 10 de junio, próxima la medianoche, escribía la carta de mamá. A la mañana la había despertado con un beso, el desayuno, el diario. Le había regalado un camisón blanco seda, hermoso. Pero... la tradición es la tradición: todos mis regalos se disolvían, sin la carta. Y en eso estaba, cuando un rayo dejó la casa sin luz. Por la potencia, por la violencia del temporal, que no aflojaba desde mediodía; por repetidas experiencias anteriores, supuse que Edesur no devolvería la electricidad hasta la mañana siguiente. Subí a la pieza. Me saqué la ropa, la colgué en el perchero. Llegué hasta la cama, corrí la frazada. —¡Hace frío! —dijo una voz grave. Instintivamente me aparté. Mis manos reconocieron un hombro, una cintura, una rodilla huesuda. La uña del índice derecho se me enganchó en la 40

41


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

frazada. Arrastré la frazada y me arranqué la uña. Choqué el perchero y caí. Encima se me desplomó la ropa. Una figura ensombrecida se levantó de la cama. Se desperezó. Hizo una especie de reverencia; se fue murmurando algo que no entendí. Los pasos apurados se perdieron escaleras abajo. Se iba como si nada. Anda a saber desde cuándo usurpaba mi cama, y ahora se iba así, como si nada. ¿Qué iba a hacer? ¿Correrla?, ¿detenerla?, ¿pedirle explicaciones, un alquiler? Nunca tuve buen estado físico. Tirado en el suelo en calzoncillos, tapado por la ropa, con un dedo destrozado, qué iba a hacer. No tenía armas, linterna, velas, nada. Un ruido a llaves me tranquilizó. Quizá la sombra, al verse descubierta, había decidido irse. El sonido de un picaporte pareció confirmarlo; el chillido de una bisagra oxidada. El olor de la calle se propagó rápido. Un portazo. ¡Blum! Respiré. Pero ahora había otro sonido. Otro par de pasos subía la escalera. Una figura vestida de blanco apareció en el pasillo oscuro. Blanco seda... Hermoso. —Pensé que habías salido —dijo la voz de mamá. Y encendió la lámpara del pasillo—. Volvió la luz. Todavía espero la carta.

42

43


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Sanas costumbres

Aquella noche, el señor Fay, no había dormido nada bien. Despertó y maldijo, otra vez, el golpe de la tarde anterior. El incidente, que dejó como saldo la fractura de la mano derecha, de regalo trajo el yeso, que ni siquiera le permitía verse los dedos. Haciendo de tripas corazón esa primera mañana fracturada, se preparó para ir a trabajar. En la puerta se dio cuenta. El yeso le impedía girar la llave. Decidió no ir a trabajar, lógico; ¿quién hubiera podido, en esas condiciones, abrir una puerta? Muchos pensarán que el señor Fay era uno de esos que, a la primera excusa que encuentra, se hace la rata del trabajo. Pero no. No es el caso de nuestro señor, al contrario. Dueño de una personalidad escrupulosamente ordenada, vivía como un genuino tormento no ir a la oficina igual que siempre. Por eso, aunque más no fuera de consuelo: —Ausente sí —dijo—, pero con aviso. 44

45


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

SANAS COSTUMBRES

Llegó hasta el teléfono, levantó el tubo con la mano izquierda: el yeso le impidió discar. —¿También esto? —gruñó. Colgó furioso, las fuerzas lo abandonaron; mortificado, se desplomó en un sillón. —Justo a mí... —lamentó mirando la calle a través de la ventana—. A mí, que soy la mano derecha del gerente... La mano derecha —murmuró. Se miró la mano derecha. Y cayó: el gerente tampoco podría salir—. ¡Qué contratiempo! —dice agarrándose la cabeza—. ¡Quién pudiera discar un número amigo! Igual de complicada se presentó la mañana siguiente, que también encontró al señor Fay mortificado, desplomado en el sillón, monologando a través de la ventana. Al tercer día que, sin aviso, faltó al trabajo, por debajo de la puerta recibió un telegrama. La noticia lo amargó; aunque no tanto por él, sino por el gerente. Según dedujo, también lo habrían despedido. Repasar todos los episodios, lamentables como injustos, de esta historia, sería un verdadero ultraje a la intimidad del señor Fay. A modo de ejemplo, basta saber que, pocos días después de la fractura, empieza a alimentarse de comidas que no necesita cortar: puré, ensaladas y fideos; empanadas, sándwiches y tartas. Como buen diestro, maneja a la perfección el tenedor con la mano izquierda. Abandona a las caries el cepillado de los dientes; a los piojos, el de los cabellos. Resigna su acostumbrada elegancia a 46

47


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

la misma ropa del día del accidente. Y tanto se habrá encariñado con el yeso, que pasan los años, y el yeso sigue ahí. La vejez lo encontrará en bancarrota. Consumidos los ahorros, supermercado y farmacia suspenden los envíos a domicilio. Nadie lo visita, nadie lo ayuda. En el barrio lo creen loco, un ermitaño. Los nenes tienen prohibido jugar cerca de su casa. La mayoría de sus amigos murieron; los otros, después de haber ido a visitarlo y comprobar que no se les abre la puerta, apenas si lo recuerdan. También los padres murieron, el hermano. Los sobrinos lo consideran un avaro, lo odian. Hicieron la cruz a “ese tío insensible, que ni apareció por los velorios”. No hace falta aclararlo: ventana de por medio, el señor Fay intentó explicar la situación. Todo fue mal interpretado, reducido a burlas, a improvisados diagnósticos de chochera, Alzhéimer, arteriosclerosis. Sentado en el sillón, ahora que presagia una vida empeñada tras la ventana, armado con la sabiduría que los años fueron trayendo y que él —metódico y ordenado— apiló como revistas viejas, se entrega con fervor a dolorosas filosofías: —Es la primera vez que escucho de una fractura tan nefasta... Es inútil... El hombre propone y las cosas disponen. El peso de los hombros ha vencido el espinazo. Camina apoyado en un bastón. El cuerpo cansado se inclina al destino irreversible. Pero antes de 48

SANAS COSTUMBRES

irse, antes de convertirse en leyenda, el viejo señor Fay renegará de su lucidez: —La verdad, hubiera preferido no darme cuenta nunca de nada. Y en ese marco, lamentando su destino, lamentando el destino del gerente —que sigue soñando atrapado, envejecido, llamando a los gritos a su mano derecha—; en ese marco, el pobre señor Fay penetra los umbrales del instante último. Su experiencia se concentra en el único reproche que nunca formuló: —¡Por qué no me habré fracturado la mano izquierda! —grita. Se deshace en el estertor. El sillón lo espera, lo invita, lo tienta. En él se desploma. Como siempre. Muerto.

49


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Plaza Bynnón

Durante el último año, todos los días, antes del amanecer, Blanco llevó a cabo un ritual curioso. Los vestigios se descubrían por la mañana. Diez ramitas sobre un banco de la Plaza Bynnón. Después pasó algo, porque de un día para el otro se encontraron nueve ramitas, ocho. A los meses, siete; semanas atrás, seis... Antes de ayer, sólo una. Blanco murió esa misma tarde. No había nada que investigar. A don Blanco lo queríamos y punto. Fuimos hasta la plaza a ver con qué nos encontrábamos. En la intersección de Mitre y Arias, en la ferretería de Bruno, el inspector Elías entrevistó a Nelly, la dueña. En la esquina de Arias y Bynnón, una estación de servicios destartalada, mate de por medio, Anibal Direcce, un empleado legendario, nos dio su versión de los hechos. En Bynnón y Lanzillota, Riquelme, el barrendero, contó la suya. Lo propio hizo Rosita, en Lanzillota y Mitre. 50

51


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Dando la vuelta a la plaza recopilamos aventuras y desventuras de Blanco, vividas o atribuidas, mentiras y verdades, conjeturas y especulaciones acerca del rito y su posible sentido. Soy Pedro Corvalán, sargento de la Seccional Novena de Almirante Brown. Lo que a continuación transcribo, es cuanto los deponentes, en mi presencia, declararon al inspector Elías: “Y... contento, contento, inspector... Cuando uno llega a cierta edad y ve que la... —mejor no la nombremos, ¿no?—, le rozó el cuello con la guadaña pero no lo tocó... Y, contento, qué quiere que le diga; la verdad... contento. Ustedes todavía no entienden porque son muy jóvenes. Se ponen el chalequito y se creen Supermán. ¡Qué va a hacer! ”¿Blanco? ¡Qué sé yo! Un atorrante. Correctísimo el hombre, pero bravo. Le gustaba la milonga que da calambre... Sí, sí... Si lo conozco desde hace una punta de años... Bah, lo conocía... Pobre Blanco. Y no le digo todas las noches, pero noche de por medio salía a atorrantear por ahí. ”No... le hablo de hace unos años atrás, cuando todavía vivía Manuela. Antes de irse de farra pasaba por acá, ¿qué se cree? El mismo que viste y calza le cargaba nafta. Que unas minas, que una mesa de póquer, que un billar con amigos... Ah no, si le encantaba la buena vida. Se dio todos los gustos se dio. Vivió todo lo que quiso. Por eso en el fondo su muerte no me apena. 52

PLAZA BYNNÓN

“Ah, no sé... Últimamente no sé qué le andaría trabajando el bocho. Pero andaba cabizbajo, medio meditabundo, dando vueltas a la plaza a la madrugada... Yo hago el turno noche, usted sabe inspector. No hay mucho laburo a esa hora... No me queda otra que mirar por la garita. Siempre me saludaba... Tipo muy atento. Pero... el cargo de conciencia ¿vio? La patrona no tenía qué comer y él se patinaba todo”. “Una de las últimas veces se quebró. Estaba aterrado, inspector. Yo creo que se la veía venir. Por eso no dejaba de dar vueltas a la plaza rosario en mano. Se sentaba en el banco ése... Aquél. No... ¡Aquél!, aquél que está enfrente a la iglesia, aquél, sí... Y marcaba con unos palitos los rosarios que rezaba. Yo creo que cumplió su penitencia. Por lo que ese hombre rezó, merece ser perdonado. A menos que se haya mandado una muy fulera ¿vio? Tanto no sé... La verdad, al final, nunca se sabe”. Si le habré vendido inspector... Jamás me pidió que le fiara nada, y le digo que yo lo hubiera hecho con mucho gusto eh. ¡Ese hombre! Austero como era no tiraba nada. Todo lo arreglaba. ”Seguido es poco, Sargento, venía casi todos los días. Que un cuerito para que la patrona tenga agua caliente para lavar los platos, que una lamparita para que Manuela lea sus novelas de noche, que unos metros de alambre para la rosaleda, que unos tornillitos para colgar una maceta... 53


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

PLAZA BYNNÓN

“A Manuela le encantaban las flores. Eran su devoción. Tenían un jardín hermoso. Que un chupete para conectar la manguera, que un pico para regar. No, si ese hombre era todo para la casa; para la casa y su mujer. Tiene que creerme Sargento. Todo para la casa y su mujer. Si se desvivía por su señora, que... entre nosotros, en realidad no sé si estaban casados eh”. “Después que ella murió el pobre decayó. Se fue apagando como una velita. La soledad es terrible, sí. Dejó de venir a comprar, y ya me imagino cómo debería estar la casa de abandonada. En la manzana entera dicen de todo. Cuentos de barrio Inspector. Manuela fue, es y será la razón de su vida; y la verdad, desde que ella se fue Blanco enloqueció... Y, qué sé yo, pero se le dio por el berretín ese de los árboles. Quizá porque le recordaban a Manuela. Según me contaron, porque yo a esa hora duermo, se la pasaba caminando alrededor de la plaza contando árboles. Pero se ve que el pobre perdía la cuenta, pobrecito. Sí, perdía la cuenta y se ayudaba con unos palitos pero perdería la cuenta otra vez inspector porque volvía a dar vuelta y volvía a contar y volvía a dar vuelta”. “¡Ay!, pensé que me iban a citar... o a detener... Usted siempre tan elegante sargento eh... Lo mismo digo inspetor. Ah, no: ¡de ese atorrante ni me hable! Bueno, sí, sí, con mucho gusto colaboraré con la jus54

55


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

ticia en este asunto. Yo sé algunas cositas inspetor que si las dijera... Conste que no soy ninguna chusma. Pero qué quiere que hiciera, no me quedaba otra que mirarlo, si armaba su circo a metros de la ventana de la habitación del Gustavo. Sí..., a la calle da la ventana... Si usted la conoce sargento; ¿qué se hace el que no la conoce, ahora?” “Bua... Es que a las seis de la mañana yo siempre le llevo el desayuno a la cama al Gusti. Él trabaja en Kallay ¿vio? Está haciendo carrera. A fin de año lo ascienden a supervisor... Le llevaba el desayuno y ahí estaba el viejo en la plaza haciendo de las suyas. En algo raro andaba para mí. Como que tenía un pacto con el diablo, o algo así. Y... sí. Si no ¿por qué hacía esas macumbas justo enfrente de la iglesia?, ¿a ver?; ¿por qué después caminaba la plaza tambaleándose? Algunos dicen que estaba en copas, ya sé. Pero no, la verdad es que estaba como poseído sargento. Cortaba ramas de los árboles y armaba frente a la iglesia la estrella del diablo. ¡Claro inspetor!; cinco puntas, diez ramitas”. “Sí..., es verdad, después no sé bien qué pasó. Parece que las cosas cambiaron. Fue como si el viejo hubiera sabido que se iba a morir; como si el diablo le hubiera dicho el día que se iba a morir. Porque dejó de armar la estrella y se le vino todo encima. Se ve que la estrella lo mantenía con vida. Bah, una nunca sabe, esas cosas yo jamás las entendí. Pero la cuestión fue que en los últimos días confirmé todo. 56

PLAZA BYNNÓN

Tres días antes de que se muriera aparecieron tres ramitas. Dos días antes, dos. Y la mañana del día que murió, una. ¿Se da cuenta inspetor? Cómo no. Con los palitos contaba los días que le faltaban para morir. ¡Él lo sabía inspetor! ¿Me van a citar? Con mucho gusto. Yo sí que creo en la justicia”. “Yo lo conocí bien. Hace treinta años. ¡Un señor! No tenga dudas. Y... en los últimos meses desmejoró mucho, sí. Estaba muy mal... Bue, estaba grande ya. Pero la peleó hasta el final eh. Por eso, qué me hablan de qué sé yo cuántas cosas... Yo sé lo que la gente anda diciendo ahora. Pero nadie estuvo ahí cuando anteayer se desmayó. Yo lo levanté. Lo levanté y lo llevé hasta la casa. Claro... A la tarde murió. ”Cuando lo ayudé a levantarse insistió con arrancar una rama del árbol. Deje Blanco le dije, yo se la corto. Imagínese, no entendía nada. Después me pidió que por favor se la dejara sobre el banco. Menos entendí. Aquél aquél..., el que está frente a la iglesia. Esta tarde Riquelme, si me siento mejor, vuelvo a dar otra vueltita me dijo. Tómeselo con calma Blanco le aconsejé. ‘Es que el cardiólogo tiene razón Riquelme. Su tratamiento me está haciendo muy bien. Desde hace meses me tiene hecho un pibe, y sin ninguna medicación. Diez vueltitas manzana por día Blanco. Y yo podía caminarlas, pero lo que era acordarme de las vueltas, imposible. ¡Im-po57


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

sible hombre! Cada vuelta, arrancaba una ramita y la ponía en el banco. Cuando juntaba diez... a casa. Pero los años no vienen solos, y tal vez el doctor se confió demasiado. Una pastillita no me hubiera hecho nada mal Riquelme. Cada día puedo caminar menos ¿sabe? Me ahogo. Se me endurecen las piernas. Un dolor fuerte en el pecho. Y bue... Las vueltas fueron nueve, fueron ocho, y así... Hoy, a gatas terminé la primera. No sé qué me pasa. Pero si puedo, a la tarde vuelvo’. ”Un ejemplo el viejo, sargento. Por eso Inspector, no haga caso a todo lo que escucha. Míreme a mí. Haga como yo, que después de tantos años, sigo prefiriendo la basura que se junta en el cordón”.

58

Pozo vacante

La barra se juntaba pasado el mediodía. Gente

toda muy lúcida a la hora de inventar pasatiempos divertidos y económicos. El más divertido, aunque no el más económico, fue el régimen de apuestas. Apostábamos a cualquier cosa. Al último número de patente de los autos, al color de una bicicleta que se acercaba, al próximo sexo que doblara en la esquina. Alguien dijo que el frío complica siempre las cosas, que en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel. No sé de qué verano hablaría ese alguien, de algún verano francés; del nuestro, seguro que no. El ambiente era sofocante. Hasta que no bajara el sol, ya lo sabíamos, los autos no dejarían la sombra bajo los árboles o los garajes. Las calles vacías predecían siestas que nadie estaría dispuesto a abandonar, menos para llegar a nuestra esquina, caminando o en bicicleta. Un verano en que, lejos de sentirnos cerca del mundo, nos sabíamos anclados en la isla de José Mármol, por la esquina de Grandville y Bernardi pasó un linyera arrastrando un cadáver. 59


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

POZO VACANTE

Tarde tras tarde ofreció el mismo espectáculo. A la misma hora, arrastrando el mismo cadáver, hasta que, la descomposición y la fricción con la calle, lo desarmaban en pedazos desparramados por el barrio. Al día siguiente, reaparecía tirando de otro cuerpo, digamos, un poco más fresco. Buscamos muchas consignas que someter al azar. Pero, por un lado, sabíamos a qué hora pasaría, 14 y 53, fijo, clavado, todos los días. Por otro lado, podíamos predecir cuándo habría de cambiar el cadáver. Y si bien ignorábamos de dónde venía y adónde iba, apostar a esos datos hubiera implicado corroborarlos previamente; las tardes eran demasiado calurosas, de ninguna manera seguiríamos la travesía de ese demente. El verano declinaba. Apostamos a desentrañar el sentido del ritual. —¡Haaagan sus apuestas! —gritó Rulo. Las opciones arriesgadas fueron curiosas—. No va másss... 14 y 53. —Oiga, don... ¿Por qué arrastra los cadáveres? —preguntó Titi. —Para recordar que estoy vivo —contestó el linyera. Después objetó el plural—. No se confunda, joven. Siempre arrastro el mismo cadáver. El linyera no volvió a pasar. Quizá la fricción con el asfalto lo desarmó en pedazos desparramados por el barrio. Quedaron las palabras. 60

61


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Cada tanto vuelvo a Mármol, a visitar a mis viejos, a los chicos. Paso por la esquina, Grandville y Bernardi, y experimento una sensación extraña, un atisbo vago. Me doy vuelta, lo presiento. También arrastro un cadáver.

Jazmines

Serían las cuatro. Mamá dormía. Al darse vuel-

ta, reconoció la espalda de papá. La camiseta blanca, después de tantos años. —Estás acá —le dijo—. Estás acá conmigo, otra vez. Convencida de que el encuentro era real, siguió durmiendo, acariciándolo, conservando el calor de papá entre las manos. El resto del día se desenvolvió normal, salvo una especie de ansiedad que, mamá, olvidada del sueño, no pudo explicar. A media mañana fue a trabajar. La tarde la trajo rendida, agotada por el calor, pero con ganas de cambiar los jazmines. Cada dos o tres días hace una renovación completa de los floreros. “Que el sol está muy fuerte”, “que pierden la frescura rápido”, “que las dos plantas desbordan de flores.” En la habitación de mi hermana todo estaba marchito. En la cocina, peor. “Que el calor del horno”, 62

63


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

“que las hornallas”, “que la poca ventilación”. Después de revisar la casa de punta a punta, le llamó la atención. En su habitación los jazmines seguían frescos. Entonces recordó el sueño.

Crónicas de guerra

El cese del fuego se había declarado. Sólo res-

taba que los mandatarios del mundo formalizaran el tratado de paz. Si bien los soldados seguían atrincherados, ahora sí disfrutaban los cigarrillos, los dados, las cartas. Los chistes corrían veloces por las zanjas inundadas. Todos hablaban de duchas calientes, de ropa limpia, de camas tibias, del asado con amigos, del abrazo de papá. La guerra había terminado. La guerra que el mundo vio estallar y que, minuto a minuto, siguió en la televisión por virtud de un solo hombre; por virtud del mismo hombre, ahora el mundo la veía terminar. El más despojado de los que estuvieron en el frente, el que conoció trincheras sin discriminar líneas enemigas, las bocas de los cañones que dispararon día y noche, los bombardeos. Ese hombre, que sólo creía en lo que veía, había combatido con una cámara. Nadie conocía su cara. Ahora otra cámara se paraba frente a él para revelarla. 64

65


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

—Cómo vives el final de la guerra —fue el comienzo de la entrevista. —Qué guerra —preguntó él, desconcertado.

12:00 P.M. Lo que los hombres llaman la sombra de su cuerpo, no es la sombra de su cuerpo, sino el cuerpo de su alma. Oscar Wilde Tendré que esconderme en un rincón oscuro y salir sólo por la noche para que nadie me vea. Sí, me daría vergüenza que me preguntaran: Sombra, eh, sombra, ¿dónde está tu dueño? Dino Buzzati A Diego Scigliano

El semáforo de Córdoba se puso en rojo. Andrés se frenó en el cordón. También la sombra se frenó, proyectada unos metros sobre Riobamba. Un Scania enorme se abría paso a una embestida directa. —¡Me van a pisar! —gritó la sombra. Andrés giró la cabeza. Nadie en las dos calles de la esquina. La mirada inquieta, primero se trans66

67


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

formó en duda; después en convencimiento, había escuchado mal. Esto de nadie en las dos calles de la esquina, es relativo. Estaba la sombra, que torció el cuello, sacudió los brazos y volvió a gritar. —¡Me van a pisar! Esta vez, sí. Andrés buscó al gracioso que daba señales de alarma y se escondía. Fijó la vista en el asfalto y la vio. Sus pies se unían con los pies de una cosa oscura de piernas largas, que gritaba y sacudía los brazos en medio de Riobamba. Si era responsable de esa vida, esperó a que un nuevo pedido se lo confirmara. El camión avanzaba. —¡ME VAN A PISAAAR! Roto entre la fantasía y la realidad, la sombra y el camión, Andrés vio con ojos lejanos cómo el Scania lo embestía. Los gritos lo conmocionaron; era él el que estaba parado en medio de Riobamba. Retrocedió a los tumbos, mirando el camión, la sombra, la sombra del camión. Un golpe seco lo detuvo de atrás. —¡Por qué no mirás donde caminás, viejo! — áspero y malhumorado, un transeúnte. —Disculpame... La sombra subió la cabeza al cordón. El camión cruzó Córdoba. A los pies de Andrés hubo ruido a fósforo. Se encendió un cigarrillo. El humo subió, le hurgó la 68

12:00 P.M.

nariz, los ojos. Bajó la vista. El contorno de su cuerpo fumaba, sentado en la vereda, la espalda contra la pared, las piernas recogidas sobre el pecho, la cabeza vencida, mirando al camión alejarse por Riobamba. —¡Gracias campeón! —le dijo ella. Le guiñó un ojo en compota. Aspiró y exhaló—. Te debo una. Andrés se tocó el pecho con las dos manos; suponemos, un intento de preguntar si le hablaba a él. La sombra, gran intérprete: —¿Y a quién, si no? Otro gesto indefinido de él desencadenó el primer monólogo de ella. —Ya sé que no entendés nada —le dijo. El tono de voz era idéntico al de Andrés, un poco más lejano—. Ya sé, ya sé... Y querés que te explique. Bueno... Para empezar, esto es una insurrección. De mi parte, claro. Esto no suele pasar. No debería pasar, y no debió haber pasado. Pero pasó. La sombra se dobló de risa, tosió. Andrés, que jamás fue creyente, miró al cielo, cerró los ojos. —Mm Mm. —La sombra agitó un dedo índice—. No creo que te contesté. Atiende sólo a mediodía. El comentario calzó perfecto. Andrés insinuó una sonrisa. La sombra, más animada —por no decir agrandada—, sin dejarlo contestar, preguntó, preguntó y preguntó. Quién te crees que esto, quién te crees que lo otro, quién te crees que lo de más allá. 69


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

—¿Quién te tapa a la noche cuando te destapás? ¿Quién te sacude a la mañana cuando te quedás dormido? ¿Dios? Nadie más que yo. Tan cerca e incondicional; tan discreta y silenciosa; tan... Andrés la miró. Un índice acusador hizo notarle a la sombra que ya no era tan discreta y silenciosa. —Bueno... Está bien... Tenés razón... Es que creo que podemos ser buenos amigos. Andrés prefirió no contestar. La gente lo miraba de reojo, como a un loco que habla solo. El tiempo lo acostumbraría, a hablar, a reír, a discutir con la sombra, por la calle y sin prejuicios. Por lo pronto, miró el reloj, dio un paso. Ella tiró el cigarrillo (negros fumaba). Elegante y plástica, volvió al lugar que, según la ubicación del sol, debía ocupar. Subieron por Riobamba. —¿Cómo te llamás? —preguntó él en voz baja. —Sombra —contestó la sombra, en voz más baja. —¿Nada más? —Nada más. Pero mis amigos me dicen Negro. ¡No te rías!, ¿de qué te reís? —De que tenés amigos... —Y ¿qué te pensás? —Parecía ofendida la sombra—. Las sombras de tus amigos son mis amigos. Le explicó y le aclaró. Uno: ellas se reunían cada vez que Andrés se reunía con los chicos. Dos: las sombras de los chicos (los enumeró uno por 70

71


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

uno) no se habían rebelado, y era poco probable que lo hicieran. —Son..., digamos..., menos atrevidas. Está prohibido rebelarse. Es un delito de pena capital. —Andrés se frenó en seco en la esquina de Marcelo T.—. El infierno es la pena. —¿Un infierno como el de los hombres? La sombra arrugó la frente, apretó los labios morados. —No creo —dijo en tono sombrío—. Para nuestro Libro Negro —empezó. Y así siguieron, subiendo por Riobamba hasta Santa Fe. Él, preguntando; ella, revelando secretos del mundo de las sombras, distrayéndose con los edificios, trepándose a las paredes para después recuperar el paso, ponerse otra vez al costado de Andrés. En la casa se acomodaron alrededor de la mesa. Andrés, de espaldas a la ventana; la sombra, enfrente. Café bien negro de por medio, hablaron cara a cara, de música, de libros, de mujeres; ella las prefería morochas; Andrés, rubias. Por suerte, los dos compartían el mismo gusto de ropa; hubiera sido un problema si no, aunque a ella, más friolenta, según dijo, a veces se le ponía piel de sombragallina. La decoración del departamento sí que fue un tema de lo más polémico. A ella le molestaba todo. Cuando no se enganchaba en los marcos o en el perchero, se raspaba con las puntas de los estantes, y cuando no, tenía que andar esquivando la sombra giratoria de las paletas del ventilador. 72

12:00 P.M.

Cenaron y se acostaron, en la cama de siempre, que ahora les pareció chica. —Hasta mañana —dice Andrés. —Hasta mañana —dice la sombra. Deseémosles buenas noches, porque se viene una pesadilla. Con los años volvemos a cruzarlos, Córdoba y Riobamba. Tienen una cita. Van hablando, riendo, discutiendo. Los seguimos hasta la puerta de la casa de una mujer. Tocan el portero, preguntan por Clara. Se abre la puerta, entran, se cierra la puerta. Cuando vuelven a salir, Andrés es otro. Lo único intacto es la sombra. Por eso, tal vez, contesta como contesta. Es una mugre, por ejemplo. Ella pregunta por qué no van más al bar de José. Hace tiempo que no ven a los chicos. —¡Ro-ñoso! Y nosotros... Yyyo... —Ahora él pronuncia de una manera extraña la palabra yo—. Yyyo estoy para otras cosas, Negro. —¿Qué otras cosas? Y no importa. No importa cuánto la sombra se esfuerce para traerlo de vuelta. Andrés, poco a poco, va cambiando su lugar por otro que le impone Clara, que él permite que Clara le imponga. Un lugar irreal, donde siempre será reemplazable, donde no vale por lo que es, sino por lo que tiene. Pero bueno, pensándolo bien, algo era algo. Muy a pesar nuestro, quizá sí, ese lugar era el que más convenía a 73


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Andrés, al menos ahora que, justamente, empezaba a ser nadie. El nombre de Clara se convierte en tabú. La sola mención en una discusión, lo irrita. —¡Estás celosa! —le contesta a la sombra. La ira lo domina. Aunque le duele contestarle mal, no puede evitarlo. Todavía le guarda cierto cariño; el suficiente para intentar mantenerse en buenos términos, la convivencia es ineludible. Trata de sobornarla, ponerla de vuelta de su lado. Le presenta una candidata. —Un noviazgo seguro —le dice—. Muy conveniente, Negro. La sombra de Clara, eco orgulloso y oscuro de Clara. —¡Por favor!, ¡por favor...! —dice la sombra mientras vuelven de la presentación—. Todo muy lindo, muy lindas piernas, muy lindos ojos... Pero ¿qué tenemos que ver nosotros con esa gente? —Yyya me harté de filosofía barata y cerveza de litro. El trabajo está hecho. ¿Miente?, se pregunta la sombra. ¿Miente Andrés cuando habla mal de los chicos? Nunca se sabrá. Tal vez había mentido toda la vida y, entonces, por primera vez era sincero. Quizá nunca fue el que todos pensamos. Ni la sombra, del que todos, alguna vez, pensamos. La historia sigue con enormes discusiones, som74

12:00 P.M.

bra y amo, a los gritos, cada vez que ella se desabrocha un botón o se afloja la corbata en medio de una cena. —¡Hipócritas! —gruñe la sombra. —¡Estás celosa! —¡Intrigas! —dice la sombra. —¡Estás celosa! —Escrúpulos bien, bien bajos. ¡Gente en oferta! Cocktails... Meetings... ¡Yyyo! Andrés la escucha. Ya no contesta. Pero piensa, porque todavía, a veces, algo piensa. Pero apaga el velador, de un golpe y hasta mañana: si te he visto, sombra, no me acuerdo. La sombra se extingue, un fantasma en la habitación, unas ojeras más oscuras que el cuerpo. Consumida, a punto de desaparecer, no duerme ni come; palidece en un rincón, sola, una mancha de humedad, un perro alimentado a vidrio molido. Rendida ante un dueño desconocido, se va yendo en sueños y recuerdos, borracheras en el bar de José, charlas sinceras donde no se miden palabras. Ahora ella debe seleccionar el vocabulario. Las sombras vecinas se horrorizan de sus pensamientos; desde negro hasta zurdo, pasa por todos los tildes posibles. Entretanto, los chicos, reunidos sin Andrés en el bar mugriento de José, discuten y especulan. ¿Qué habrán hecho?, ¿qué le habrá pasado?, ya va a volver; al fin y al cabo, nosotros vamos a estar siempre acá. 75


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Entretanto, las sombras de los chicos, reunidas sin el Negro, en la mesa de al lado, llegan a considerar hasta la última de las razones posibles. Una razón que los asusta, que los trasciende, que involucra a las esferas más altas del mundo de las sombras. El proceso de adjudicación. No existían antecedentes serios de errores en el proceso de adjudicación. Los que corrían por ahí corrían como leyendas, aunque todo podía ser. Había que remontarse al nacimiento de Andrés, mil novecientos setenta y uno, clínica Espora, Adrogué. Quizá un error en la nursery, quizá el Negro era para el bebé de al lado. Quizá Andrés no era el verdadero amo del Negro y, también él, víctima del error, sin saberlo, estuviera buscando y esperando a la sombra verdadera. Pero bueno, esto es filosofía barata y cerveza de litro, y quizá, algún día, leyenda.

12:00 P.M.

yectada unos metros sobre Riobamba. Un Scania enorme se abre paso... Pero volvamos a la habitación. De Andrés supimos que a la noche se desvela, que empezó a fumar (rubios); que ilumina la habitación con el encendedor, que busca a la sombra, que la llama refleja una única sombra. La de Clara. También supimos que, muy a pesar de su escepticismo, alcanzó la clemencia de Dios. Porque es verdad lo que alguna vez dijo una de las sombras en el bar de José. Dios es misericordioso, aun con los hombres más viles. Un solo instante de cada mediodía, permite que Andrés disimule la soledad.

La historia termina una madrugada de septiembre. Andrés duerme. Un hilo de sol se filtra por la persiana entreabierta. Movida por las voces de un sueño, la sombra abandona el cuerpo que todavía considera amigo. Nunca más tendrá un amo. No hay otro, ella lo sabe. Con o sin error, la Administración General de Sombras —Departamento de Adjudicaciones— no se hace responsable. Sólo uno adjudica, bien o mal, te guste o no, para toda la vida. —Éste es el infierno —dice en la vereda. Baja hasta avenida Córdoba. Se frena en el cordón, pro76

77


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Noche de perros

Me habían despertado unos ladridos y el ruido

de un cuerpo que cae al agua. Desde la ventana de mi habitación veía a mi perro sumergido en la pileta. Veía la inútil natación. Se hundía. Inexorablemente. Poseidón lo arrastraba a los abismos. Desnudo como estaba llegué corriendo al borde de la pileta. Agarrándole las patas delanteras lo ayudé a salir. Creía que lo había salvado. Pero su cuerpo —esa presencia tan lejana— me decía que no. Las orejas quebradas. El rabo entre las patas. Los bigotes caídos. La mirada triste. Si ya no quiere estar entre nosotros, pensé, que al menos no se muera en casa. Lo cargué en brazos y, por arriba de la medianera, lo tiré a la casa vecina. Pero él saltó la pared, y otra vez los ladridos me despertaron para llegar corriendo hasta el borde de la pileta, donde, después de agarrarle las patas delanteras y ayudarlo a salir, se sienta. Como todas las noches, se sienta y me recuerda que le fallé. Que no pude salvarlo. 78

79


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

NOCHE DE PERROS

Si en todo este trance, me atacara y desgarrara en pedazos, aun así, volvería a la cama contento, encontraría el sueño otra vez. Lejos de eso, sentado en el borde de la pileta, me mira entristecido. Hace interminable mi vigilia.

80

81


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Anécdota de la prisión

Pedro despierta en la celda. Se despereza, estira las piernas. La cucheta es dura. Se incorpora, grita. —¡Mozo! Un café. —Ya le dije mil veces que esto no es un bar —contesta, ofendido, un carcelero que barre por ahí. Deja la escoba en un rincón, le alcanza a Pedro un vaso con agua. —Es una prisión —explica en falsa entonación oficial. —Sí, sí... —contesta Pedro. Toma el agua, se limpia la boca en la manga de la camisa. Entre dientes, pero para que el otro escuche, dice: —Una prisión... Es verdad... El carcelero se aleja satisfecho, recupera la escoba. Pedro lo observa, ríe. —¡Carcelero! —ruge entre los barrotes. El otro se da vuelta, el pecho erguido, la cara iluminada, feliz. —Tráigame la cuenta, ¿quiere? ¡Y rápido, carajo! Es hora de irme. 82

83


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

La condena

Fabián llegó al terreno baldío en silencio. Se lo

veía tranquilo. Un mercenario terminaba de encadenar a la última invitada. Seis postes en el terreno baldío, seis invitados. Fabián los miró, uno por uno. Los ojos inyectados no lo conmovieron; las manos encadenadas, no lo conmovieron. Los conocía bien. Mamá, su hermano mayor, una amiga, el primer maestro, el último jefe, la última novia. A juzgar por los invitados, era una reunión íntima, modesta, donde nada importante ocurriría. Por eso no tenía sentido distraer más gente. Cada una de esas caras inflamadas daría el testimonio necesario. Cualquiera podía ser todos, aquel momento, aquella oportunidad. Las bocas amordazadas querían decir algo. Fabián los hubiera oído con gusto; toda la vida los había oído con gusto. Esta vez no. No quería termi84

85


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

nar desilusionado. En cuanto esas lenguas se vieran libres, escupirían reproches, retóricas absolutas, consejos bien intencionados. A esta altura de las cosas, quién quería consejos. Pero eso sí. Si le hubieran pedido perdón, los habría perdonado. Antes de irse, el mercenario puso un revólver entre las manos de Fabián. Seis balas en el tambor. Los gritos estremecidos se multiplicaron en forcejeos inútiles. Pedían piedad. Como si Fabián buscara justicia. —La justicia expía la culpa —dijo entre dientes. Levantó el arma. Seis invitados, seis balas. Qué exageración. La primera selló la condena.

86

In memoriam

—¡General Paz y Constituyentes, flaco!

La misma cadencia de todos los días. Línea 21, interno 35, el mismo llamado; nadie respondería hasta que, por lo menos, se repitiera dos veces. —¡General Paz y Constituyentes, flaquito! Muchos viajábamos dormidos. La mayoría subíamos en el Puente de la Noria, 20:50; pero el flaco, el flaquito de General Paz y Constituyentes, era yo. —¡General Paz y Constituyentes, flaco! —Gracias..., jefe. La puerta trasera se abría, en General Paz y Constituyentes, flaco. —Hasta mañana, jefe. —`Ta mañana, flaquito. Desde la esquina veía el cartel, Wal Mart Supercenter. Además de ser el flaco, el flaquito de General Paz y Constituyentes, a partir de las 22:00 era el sereno de Wal Mart, una guardia de nueve horas. Durante el año y pico que trabajé, a la monotonía de la noche no le faltaron café ni mate, letras 87


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

de canciones (dirigía una banda de Rock); incluso escribí algunas buenas. Caminar el predio exterior me distraía. La ciudad se iba apagando, la gente se reuniría a cenar en familia; mi familia se reuniría a cenar sin mí. Cada hora y media recorría el interior del local. Los alimentos, la ropa, los juguetes, los electrodomésticos, las herramientas. Sólo en un sector me detenía. No podía evitarlo, tampoco explicarme por qué. Lo hacía como parte de una rutina. Me llevó un tiempo darme cuenta. Una vuelta en bicicleta ayudaría a paliar el sueño. Del exhibidor descolgué un rodado veintiséis. Una bicicleta hermosa, tipo playera, roja, el manubrio y los pedales negros. Andar en bici entre pasillos y góndolas hicieron de Wal Mart otro lugar. El ruido de las cubiertas nuevas, las imágenes que venían más rápido; que venían y se iban. El miedo. Que alguien apareciera por un rincón, me atacara. La velocidad multiplicaba el miedo. Más rápido rendían piernas y pedales como si de verdad me persiguieran. En las esquinas de los pasillos me preparaba para un encuentro bien, bien frontal, con... No sé. Alguien. Algo. De mis noches de sereno interesa una. La noche en que no encontré la bicicleta; la excusa perfecta para un verdadero descubrimiento. Después de revisar el bicicletero y varios rincones del mercado, supuse que la habrían vendido. Delante mío se ofrecían montones de bicicletas. Ca88

IN MEMORIAM

prichoso y ridículo, sólo quería la mía, roja, de manubrio y pedales negros. Wal Mart se volvía frío. Un vacío inabarcable latía desde los sectores más oscuros, menos en uno, a mi izquierda, lejos, el otro extremo del local. Un ruido, un movimiento. Algo había caído; alguien había pasado. De la librería llegaron una serie de sonidos. Como que sacaran y devolvieran libros de un estante. Crucé la línea de cajas, atravesé el primer pasillo. El sonido cambió. Un manoseo de hojas, una respiración oxidada, ronca. Espié por un esquinero y lo vi. Un anciano leía. La cabeza medio calva, la espalda encorvada. Supuse que no podría lastimarme. Entré en el pasillo. —Buenas noches, señor. —Ah... Buenas noches, joven. —El local cerró hace rato. Tendría que pedirle que se retire. —Me permito concordar con usted. El local ha cerrado las puertas, es verdad. Me sentí burlado. Más cuando dijo que sacarlo de ahí sería imposible. Sé que recordé el lema estúpido que la empresa pretende inculcar a los empleados: el cliente tiene siempre la razón. De buenas maneras, le ofrecí acompañarlo hasta la puerta. —Hace tiempo que estoy acá, joven. Antes de que pudiera retrucarle, dijo algo que, aún hoy, no termino bien de entender. 89


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

IN MEMORIAM

—Si el espacio es infinito, estamos en cualquier punto del espacio. —Hará tiempo que usted está acá —le contesté de modo ordinario—; pero yo soy el sereno y hoy es la primera vez que lo veo. No hizo caso a mi comentario, lo cual me molestó. Se perdió en consideraciones sobre el color amarillo. Esa noche las juzgué incoherentes; siete noches me llevarían a entenderlo. Después mencionó mi bicicleta: la habían vendido esa tarde. Siguió hojeando El corazón de las tinieblas, acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado. Así lo definió. Yo no conocía el libro ni al autor. Tampoco sabía que, al final de la jornada, me convertiría en ladrón, alzándome precisamente con ese libro, ese ejemplar. —Quién es usted —le pregunté. —Un amigo —dijo—. Un viejo amigo... Para serle franco, joven, debo decirle que nos hemos encontrado antes. Ya lo recordará. Y le aseguro, se reprochará el mal trato que me propinó. Si hubo algo que siempre me pesó de aquel trabajo fue la soledad. Consideré que, mientras él no quisiera robarse nada, no sería muy grave aprovechar su compañía. Le invité un café. Nos sentamos en unas mesitas. Inmediatamente lo intuí sabio. Hablamos hasta la mañana. Como un rey Schahriar lo escuché. Aquella noche no sabía quién era este Schahriar; él me lo presentaría tiempo después. 90

91


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

Mi propósito, desde ya, no es repetir sus historias. Alcanza con recordar que fue integrante de una sociedad secreta, cuyos vastos fines no me quedaron muy claro. A unas veinte cuadras de casa, en Turdera, vivía una bestia como las de Lovecraft. Me dio la dirección exacta, él la había visto. Conocía un lugar único en el mundo. La ambigüedad de la ubicación la atribuí a la edad. Los gobiernos habían caído en desuso, los políticos habían buscado oficios honestos; algunos, dijo, y me hizo reír, fueron buenos cómicos. A las 6:00 le pedí otra historia. Me contó dos: Había poseído un libro monstruoso, un objeto de pesadilla, un compilado de páginas arbitrarias sin principio ni fin. De un bolsillo sacó un anotador lleno de números. Correspondían a las páginas del libro. Miró a todos lados. En voz baja, como si más presencias nos rodearan, dijo que ningún número volvió a repetirse. Se deshizo del libro. Me dijo dónde, pero recomendó que no lo buscara, era una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad. En 1969, no me acuerdo si en Cambridge o en Ginebra, se encontró con él mismo, mucho más joven. A las 7:00 se abrió la puerta del local. Él se perdió entre las góndolas.

IN MEMORIAM

improvisaba sobre un episodio del Martín Fierro. Todavía me reprocho lo mal que lo traté. Eso sí. Aquella apología del destino es ahora mi biografía preferida. Un dinero ahorrado me permitió renunciar, dedicarme a estudiar, rendir las últimas materias en la facultad; comprarme una bicicleta roja, de manubrio y pedales negros. Wal Mart era historia. De aquellas noches sólo extrañaba nuestras charlas. Para buscarlo busqué en sus palabras. El mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque, había dicho. Fue cuestión de encontrar el bosque. Más allá de los nuevos relatos, muchas veces le pido mis preferidos; son capaces de casi inagotables repeticiones, versiones, perversiones. Suele darme el gusto, entre otras razones, porque narra para sus amigos. Cada tanto, no sin vergüenza, me animo. Le cuento dos o tres de mis mejores anécdotas. Dudo que le gusten. Intuyo que no me cree. Hace bien. Le miento. Él... seguramente también miente.

En cumplimiento de su profecía, recordé nuestro primer encuentro. Habrá sido por el año ́88. Él 92

93


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Desde la habitación del sur Lo que, además, ocurre en la cocina es un secreto que los que allí están sentados me ocultan. Cuanto más se duda ante la puerta, más extraño se siente uno. Kafka

A Diego Arce

Como siempre, como cada noche, después de que me acuesto, después de que se acuesta mamá, escaleras abajo empieza el ritual. Ellos entran, saturan los percheros de abrigos, encienden el hogar, abren las alacenas. Mientras en la mesa desparraman servilletas, cubiertos y vasos, Ana Claudia le dirá a Julián que quiere cenar con música de Bach. No podré menos que reír. ¡Qué podrán saber de Bach..., manga de glotones! Claro que podría recomendarles varias de sus mejores piezas, pero a ellos no les interesa, ellos escuchan cualquier cosa, lo primero que encuentran escuchan, ésa es la ver94

95


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

dad. En las bateas del living, los CD ́s están ordenados alfabéticamente, Bach es uno de los primeros; después viene Bartok, después Beethoven, después Brahms. Aunque me ría no podré impedirlo. El concierto para chelo en sol mayor será acompañado por los pasos que llevarán los platos a la mesa. Oscarcito, el gordo del grupo, se desplazará a contratiempo de Bach; se acomodará de espaldas a la escalera, que conduce a la habitación del sur. Arce, el más alto, caminará en redondas. Tres zancadas lo dejarán frente a Óscar. Ana Claudia, a riesgo de volcar la comida, volará en histéricas fusas; su lugar es a la derecha de Oscarcito, de espaldas a la ventana que da al patio. Julián, acorde al chelo, llevará un andar pesado, quejumbroso, para sentarse enfrente de Ana Claudia. Valentina recuerda a Schubert. Se eleva con la música, se ubica siempre al lado de Julián, entre Julián y Óscar, el gordo del grupo. Por supuesto, ninguna fiesta es una verdadera fiesta si el líquido no llena los vasos. En casa no hay vino. A mamá no le gusta y me tiene prohibido tomar. Ellos sí toman. De dónde lo sacan, es otra cosa; lo traerán de afuera, en damajuana o cartón, pero que toman, toman. Y se emborrachan. Por mí, que revienten; los otros cuatro, digo, que hagan lo que quieran; me entristece que Valentina se emborrache. Creo que estoy enamorado de Valentina. Me enloquece la elegancia, cómo le cae esa pollera ne96

DESDE LA HABITACIÓN DEL SUR

gra por debajo de las rodillas. Si es para que una noche baje, despierte a mamá y se la presente. Mamá: Valentina, mi novia; Valentina, mi mamá. Más de mil veces pensé en invitarla a salir. La última vez que pusieron en escena Carmen, por ejemplo, estuve a punto de bajar, parar la fiesta y preguntarle si quería ir conmigo al teatro. Me hubiera contestado que sí, seguro, que le encantaría. Yo le diría que, bueno, que me alegraba, que nos vemos... (Para ese momento estaría colorado como un tomate.) Valentina, insidiosa —porque es insidiosa—, preguntaría adónde nos vemos, si es que se puede saber. Mejor te llamo por teléfono y hablamos tranquilos, ¿sí? Bueno..., anotá sonso, porque no tenés mi número. Y como los otros cuatro habrán explotado en una carcajada a cuatro voces, mejor no le digo nada a Valentina, para qué; mejor voy solo al teatro. Allá ellos, emborrachándose y riéndose a carcajadas, y yo acá, acechándolos, desde la habitación del sur. Ya sé que el problema no es Valentina, no hace falta que nadie me lo aclare. El problema es cuando Valentina está con los otros cuatro. Ocurre que con los otros cuatro Valentina está siempre, ése es el problema. Si pudiera presentársela a mamá, ella podría venir a casa de tarde. Mis horas de música no serían tan solitarias. Le serviría un té, le señalaría el sillón junto al piano. Se sentaría con las piernas cruzadas, la pollera negra que tanto me gusta. Los ojos rasgados de Valentina alternarían mi cara, mis 97


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

manos; los míos, la partitura, su mirada, sin terminar de decidir en dónde se escribió más belleza. Pero por el momento no son buenas las noticias. Valentina sigue pegada a los otros cuatro, Valentina sigue frecuentando las fiestas nocturnas, la de hoy, por ejemplo, que acaba de empezar. Y aunque me muera de ganas —me muero, en realidad—, no pienso, no puedo, no voy a decirle nada a Valentina. Es que recién nos estamos conociendo, todavía me da vergüenza hacerle una escena de celos. Por esa misma razón, tampoco la voy a presentar con mamá. Lo acabo de decidir, recién. Demasiado prematuro, demasiado pronto. Al fin y al cabo, qué clase de mujer es Valentina. No sé. Y hasta que no lo sepa, es impensable cualquier presentación oficial. Tengo que seguir investigando. Algo raro pasa ahí abajo. A propósito, siempre que la situación me lo permite —en las fiestas más ruidosas—, me levanto de la cama. Alcanzo la puerta en la oscuridad. Bajo el picaporte. Abro. Respiro. Comida, vino, cigarrillo, Valentina, miedo. Como siempre, como cada noche que abro, inevitablemente respiro y me asusto. No sé por qué. No sé por qué no termino de animarme a salir al pasillo, espiar por la escalera hacia abajo, la cocina, donde ellos se reúnen. Quizá me asusta que, cada vez que logro abrir la puerta, todo enmudece de golpe. Los vestigios de una posible fiesta se esfuman, se evaporan, no existen. Sólo los aromas quedan. Sólo la estricta y vasta música. Bach. 98

99


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

A mí me parece que ellos, Valentina incluida, hace rato traman algo para hacerme caer como un tonto y reírse de mí. Creo que me tienen bronca, y envidia, porque llevo una vida sana, normal, ordenada, y porque ésta, al fin y al cabo, es mi casa. Si voy a terminar convenciéndome: a ellos les interesa un pito mis recomendaciones sobre Bach; ellos quieren comer, emborracharse, tener sexo promiscuo y reírse; eso sobre todo, reírse a carcajadas de mí. Pero a mí no me van a agarrar, de ninguna manera. Cierro la puerta y chau. Me meto en la cama, me tapo hasta la nariz y espero. La madrugada. A la madrugada todo se repetirá, como siempre, como cada madrugada, aunque en sentido inverso. Mamá dice que, en rigor, no es una repetición; no importa, es mi parte preferida del día. Las cosas que salieron, entran. Los pasos vuelven sobre sus pasos. Se cierran las puertas que se abrieron. La casa va quedando vacía. Mamá despierta, me siento acompañado. Valentina, después de sacarse de encima a los otros cuatro, sube, enciende el velador, me pregunta por qué nunca bajo. —Porque nunca me invitan —le digo. —Qué tipo raro sos, eh. —Se arregla el pelo, se acomoda la pollera negra—. Qué tipo raro —dice. Se sienta a los pies de la cama. Me mira, el ceño fruncido, la sonrisa dibujada a medias. Parece que quiere reírse porque hay algo de mí que le encanta, pero a la vez prefiere no hacerlo, porque 100

DESDE LA HABITACIÓN DEL SUR

también ella empieza a percibir—desde la habitación del sur—, la amplitud de los ambientes, el frío que estremece los espacios vacíos, los primeros pasos de mamá.

101


ENRIQUE JOSÉ DECARLI

TITULO OBRA

Varios son los responsables de este libro. A título de ejemplo, los argumentos de “El último cristiano” y de la fábula premonitoria titulada 12 P.M. fueron conversados (incluso esbozamos algunas situaciones) con Diego Scigliano. Mi agradecimiento por esto, y por tantos años de amistad. El ritual de don Blanco es invención de mi mamá. Para ella, el ejercicio titulado Plaza Bynnón. Lo mismo “Jazmines”. Según dice, fue real. Mi viejo tuvo la suerte que yo, hasta el momento, no. Encontrar a su padre después de muerto. “Él” es el testimonio. El sueño de Asterión pertenece a otro Asterión. Más vasto. El de Borges. In memoriam, mi homenaje. Y la lista sigue. Pero si hay alguien a quien el lector debe disculpar, es a Carolina. Su paciencia lo hizo posible. El ánimo, los mates de medianoche. Las críticas que me ayudan a mejorar. Adrogué, marzo de 2009.

102

103


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.