CPD#3: Campañas electorales y comportamiento político

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Mario Riorda, Ismael Crespo Martínez, Antonia Martínez Rodríguez

1. CONCEPTO, FUNCIONES Y ENFOQUES TEÓRICOS 1.1. Definiciones y conceptos básicos La definición de una campaña electoral está en relación con el conjunto de las acciones de comunicación destinadas a influir en los públicos en cuanto a sus creencias o comportamientos políticos, con el propósito de orientar su voto en unas elecciones (Paisley, 1981: 23-27). En la literatura al uso sobre las campañas electorales se encontrarán definiciones sobre éstas de muy distinto signo, de acuerdo a los enfoques que los diversos autores privilegien a la hora de abordar el objeto de estudio y la relación de éste con el comportamiento político y electoral. Así, desde la perspectiva de los teóricos de la democracia liberal, se apuesta por enfocar las campañas electorales desde la óptica de la representación, como un conjunto de operaciones destinadas a asegurar la elección de un candidato para un puesto de representación política. Esta primera perspectiva amplía su óptica si se observan las campañas desde el marco de las políticas públicas, donde candidatos y partidos persiguen con las campañas electorales llegar al gobierno para poner en práctica una determinada agenda política. De ahí que las campañas son competiciones en torno a ideas; son luchas por hacer visibles para los públicos una agenda de problemas y un programa de soluciones en términos de políticas públicas a esos problemas.

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Sea cual sea la óptica que se adopte, las campañas políticas y en especial las electorales tienen en común una serie de rasgos distintivos:

Las campañas electorales son procesos de comunicación mediatizados por las estructuras partidistas que tienen como objetivo orientar el voto de los electores. Estos procesos de comunicación se caracterizan por definir una agenda de temas o problemas en el espacio público y desarrollar soluciones en términos de políticas públicas a los mismos. El objetivo principal de los actores involucrados en una campaña electoral es hacerse con el poder, de manera que los contenidos comunicativos se orientan a ese fin. Las campañas electorales acontecen en un período temporal específico regulado por la legislación, aunque cada vez más las campañas se extienden más allá de este periodo en una lógica de “campaña permanente".

1.2 Las funciones de las campañas electorales en las democracias occidentales En términos generales, la función más relevante que deben cumplir las campañas electorales es la formar parte del proceso de legitimación del sistema político. Durante las campañas se desarrollan una serie de actividades que desembocan en la realización del acto ritual legitimador por antonomasia de la democracia: las elecciones. Estas actividades deben tener como fin estimular a la población a involucrarse en el proceso electoral, no sólo desde el punto de vista de su participación el día fijado para las elecciones, sino también y principalmente en potenciar y

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hacer visible su compromiso cívico con la democracia. Pero, ¿cómo cumplen las campañas electorales esta función de legitimación del sistema democrático? Básicamente a través de proporcionar información a la población sobre las propuestas de los partidos y candidatos que compiten en la elección; movilizando al electorado para su participación activa en el debate de la agenda de los temas propuestos por los partidos, y, evidentemente, persuadiendo a los electores sobre la orientación final de su voto. 1.2.1 Proporcionar información En una democracia es esencial que los ciudadanos tengan acceso a una información veraz, diversa y suficiente que les permita participar en el proceso de deliberación que acontece en el espacio público, más aún en los momentos de decisión entre distintas alternativas y propuestas políticas. No se trata, evidentemente, de que los públicos cuenten con toda la información sobre cada detalle de los candidatos, de los programas electorales, etcétera, pero sí con la suficiente información respecto a la actuación del gobierno en los temas más relevantes, o sobre las principales propuestas de los partidos, o sobre la actuación de sus líderes y candidatos (Downs, 1968 y Fiorina, 1981). Y esta función de proporcionar información a los ciudadanos para la toma de sus decisiones en cuanto a la orientación de su voto es una tarea fundamental que deben cumplir los partidos y los medios de comunicación durante una campaña electoral. Pero, ¿cumplen las campañas electorales esta función? ¿Adquieren los ciudadanos una mayor y mejor información sobre los partidos y los candidatos como consecuencia de la realización de las campañas electorales?

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Para algunos autores como Klapper (1974) o Norris (2001), la posibilidad de que los ciudadanos amplíen su nivel de información política durante una campaña electoral es muy limitada, y ello pese a la gran cobertura que durante la misma dan los medios de comunicación a las posiciones de los partidos. Posiciones, propuestas y alternativas que ya son, de forma general, conocidas por el público. De esta manera, la información que proporcionan los medios se encuentra para el ciudadano interesado en los asuntos públicos en el marco de lo esperado, dando poco margen a que se presenten situaciones inesperadas y habiendo lugar sólo para variaciones secundarias (Gronbeck, 1992: 138-142). Esta perspectiva se basa en las evidencias que demuestran el escaso interés de la mayoría de la población con respecto a los asuntos públicos, así como la casi nula retención por muchos ciudadanos de las noticias que sobre la campaña proporcionan los medios. Pero incluso esta visión tan crítica con la función de proporcionar información que deben cumplir las campañas, admite que aún con esta limitaciones, exista una retención de información tras la exposición a las noticias de la televisión, de manera que la adquisición de conocimiento, aún siendo modesta o imperfecta, puede ser suficiente para permitir a los electores votar de forma racional. Para otros autores, el problema no reside tanto en la información suministrada por los medios como en la receptividad de la misma por los electores. Desde esta perspectiva, Zaller (1989) se ha centrado en el papel que cumplen los denominados “atajos cognitivos” no sólo en el acceso sino también en el procesamiento de la información por parte de los ciudadanos de las noticias que se producen y transmiten a lo largo de la campaña. Los atajos cognitivos son esquemas mentales de recepción de la información que tienen como misión reducir tanto

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el tiempo como el esfuerzo que requeriría atender y procesar todas las noticias producidas, de manera que a través de estos atajos -el más común, la ideología-, el elector puede asumir la toma de una decisión de voto como racional aún no disponiendo de toda la información. De esta manera, las campañas sí que cumplirían con su función de ofrecer la información necesaria, pero ésta sería mediatizada y procesada por variables estructurales previas. En algunos contextos, como los descritos por Nie et al. (1979), los electores hacen un uso ideológico para decidir su posición frente a partidos y candidatos. Aunque esa presencia de la ideología del elector como recurso cognitivo para la toma de sus decisiones esté realmente relacionada, en muchos contextos, con el denominado "voto por imagen" de partido. En estos contextos, habituales en muchas de las campañas recientes tanto en Europa como en América Latina, los electores no son producto de formaciones ideológicas de largo plazo, ni tampoco racionalistas que apoyan tal o cual posición de un partido, sino que en su mayoría son ciudadanos que poseen percepciones genéricas, mitad identificación afectiva, mitad expectativas racionales (Sartori, 1992). En esta misma línea ya se habían manifestado Levitin y Miller (1979), con el denominado voto por "sentimiento ideológico". En suma, y con distintas variaciones, estos autores mantienen que en determinadas coyunturas electorales, se manifiesta en algunos electores un voto de carácter ideológico que no es un voto sofisticado; que no requiere de una gran cantidad de información, y que probablemente esté más asociado a la imagen o al sentimiento de identificación o identidad que se tenga del partido que a la ideología propiamente dicha del elector (Singer, 2002: 35-43).

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1.2.2 Movilizar al electorado Además de proporcionar información, las campañas electorales deben cumplir la función de movilizar al electorado, no sólo en el sentido de que éste acuda a las urnas el día fijado para la votación, sino también y quizá tan importante, de estimular su interés y su participación en el debate que acontece sobre los asuntos públicos; de reforzar su compromiso cívico con la democracia. A partir de estas ideas iniciales, ¿cumplen las campañas electorales con esta función de movilización del electorado en un sentido amplio del término? En la mayoría de los estudios sobre campañas que el lector pueda consultar, observará que el principal objetivo de las modernas campañas electorales es el de fomentar que los ciudadanos voten a favor o en contra de un candidato, de un partido o de una política pública concreta. Se centran por tanto en uno de los sentidos de concebir la idea de movilización, básicamente en el de la participación electoral del ciudadano. Incluso, para algunos autores, las campañas no llegan a desempeñar ni tan siquiera ese papel de movilización en el sentido estricto del término. Es más, en cierta medida, muchos de los diseños de las campañas modernas son realizados con el propósito contrario, a lo que sin duda contribuye de manera notable la actitud de los medios de comunicación. Éstos prestan cada vez una menor atención y una menor profundidad informativa a las que se podrían denominar como noticias políticas importantes, mientras que dedican cada vez más atención a historias de sucesos, de famosos, escándalos, vida privada, etcétera. Incluso durante las campañas se dedica mayor espacio y tensión informativa a este tipo de acontecimientos que

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afectan a los políticos que a los contenidos de las propuestas partidistas. Una parte cada vez más importante de esta información es además de carácter negativo, resaltando la confrontación mediante noticias que resaltan el descrédito de los candidatos, lo que provoca, para muchos autores, una serie de efectos sobre la ciudadanía que animan al elector a su desmovilización de cara no sólo a su participación electoral, sino también de cara al compromiso cívico con las instituciones democráticas. Esta es la perspectiva en términos generales de las denominadas “teorías del vídeo malestar”. 1.2.3 Persuadir al electorado La persuasión del elector es sin duda el objetivo principal de todo partido político o candidato durante una campaña electoral. La función de persuasión que cumplen las campañas ha adquirido una importancia central en los diseños de los partidos políticos, con un incremento creciente, y a veces desmedido e incontrolado, del presupuesto que destinan los políticos a la gestión de la información, la publicidad y la investigación sobre los segmentos de electores que constituyen los objetivos de la campaña del partido. Desde esta óptica, partidos y candidatos elaboran sus mensajes y programas con el fin de persuadir a los electores de que su opción política es la más adecuada para la conducción del país. Estos mensajes pueden tener distintos contenidos, de acuerdo a los objetivos perseguidos por el partido o candidato.

Mensajes dirigidos a los electores fieles al partido para activar y afianzar sus orientaciones electorales latentes, tanto en el sentido de reforzar sus preferencias como de conseguir su participación electoral.

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Mensajes orientados a convencer a los votantes habitualmente hostiles de que, en esta elección en concreto, harían mejor votando a otro partido. Mensajes dirigidos a lograr la abstención de los electores de los otros partidos.

1.3. Enfoques teóricos para el estudio de las campañas electorales La evolución de los estudios sobre campañas electorales está ligada al desarrollo de los medios de comunicación y a la investigación realizada sobre comunicación política. Estos estudios se relacionan a su vez con la propia evolución de los marcos en que se han desarrollado las campañas desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. Desde mediados del siglo XIX hasta fines de la 2ª Guerra Mundial, las teorías sobre la comunicación política atribuyeron un enorme potencial a la capacidad de la propaganda para modificar las conductas y comportamientos de los ciudadanos. En una época en la que los medios predominantes eran la prensa escrita y más tarde la radio, y con la experiencia previa de la eficacia de las técnicas de propaganda utilizadas durante la 1ª Guerra Mundial y en los regímenes totalitarios, durante esta etapa se afirma de manera rotunda que el receptor de las campañas responde al estímulo de la propaganda de éstas de forma directa, por lo que se señala que las campañas son eficaces. El trabajo de mayor impacto en este contexto es el publicado por W. Lippmann (1992) titulado “Public Opinion”, que señala que el incremento de la circulación de la prensa escrita, los nuevos desarrollos en las técnicas de publicidad y los modernos medios

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de comunicación de masas, como la radio y el cine, tienen un impacto decisivo en la capacidad de los líderes para condicionar la opinión pública y en última instancia la orientación de su voto en época electoral. Hay que tener en cuenta que estas teorías sobre la eficacia de la comunicación política para modificar los comportamientos de los electores se dan en un marco de campañas que aún podríamos calificar como premodernas, sin la presencia aún en éstas de la televisión y de la publicación de sondeos electorales. Uno de los rasgos más significativos de este período es la fuerte identificación partidista y la lealtad ideológica que mantienen los votantes hacia sus partidos, lo que supone que el comportamiento de los electores a lo largo del tiempo sea muy estable. En este contexto de fuertes anclajes entre los votantes y sus organizaciones políticas, las campañas juegan un papel importante en el reforzamiento y movilización de las bases tradicionales de los partidos, que se constituyen en verdaderos agentes de transmisión de los mensajes e ideas del partido en campaña. A partir de mediados de la década de 1940, se elaboran un nuevo tipo de teorías que se alejan de las predominantes hasta ese momento, comenzando a dejar de considerar al receptor de los mensajes como un sujeto pasivo. Entre estos nuevos enfoques sobre la comunicación política y el comportamiento electoral, cobran fuerza las denominadas teorías sobre la identificación partidista, en especial tras la publicación en 1944 del estudio de Lazarsfeld, Berelson y Gaudet (1962) sobre las elecciones norteamericanas en el condado de Erie entre 1940 y 1944.

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Para estos autores, las campañas electorales cumplían una función de reforzamiento de los apoyos latentes de los ciudadanos hacia sus partidos, sin que éstas tuvieran la fuerza suficiente como para producir cambios sustanciales en el comportamiento de los electores. De ahí que la propaganda política tendría como fin primordial reforzar el apoyo a los partidos y reducir las posibles deserciones en las filas de los mismos. Las conclusiones a las que llegan estas teorías no sólo minimizan la importancia que había sido asignada a la propaganda política en épocas anteriores, sino que minan los presupuestos de la teoría liberal democrática según la cual los electores realizan un proceso de deliberación con toda la información y luego deciden su voto. Los ciudadanos tenían unas predisposiciones políticas previas, configuradas por una serie de variables como su nivel de renta, su religión, su lugar de residencia, etcétera. Las campañas electorales provocaban que esas predisposiciones políticas que estaban latentes en cada individuo se activaran, manifestándose en un voto hacia el partido que mejor representaba esas predisposiciones políticas. De acuerdo con este enfoque, los individuos tienen una serie de creencias, actitudes y comportamientos que no quieren que se vean cuestionados, de manera que ante una campaña electoral tienden a exponerse solamente a los mensajes que están en concordancia con sus creencias o actitudes. Esta “exposición selectiva” (Festinger, 1957) también opera cuando el elector recibe una información o un mensaje que desafía sus inclinaciones, o cuestiona a su candidato o partido preferido. En este caso, la noticia o mensaje tiende a ser evitada, y si no es posible, a no ser retenida por mucho tiempo; incluso, el elector busca otra información que refuerce sus posiciones previas, prestando atención, por ejemplo,

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a los spots de campaña del candidato o partido a favor del cual se muestra más inclinado. De esta manera, protegiéndose o evitando informaciones que cuestionen sus predisposiciones, el elector puede deformar, interpretar incorrectamente o argumentar en contra de la información que apoya al candidato o partido por el que no se ha decidido. Ahora bien, si la comunicación política durante una campaña no ejercía una especial influencia para determinar la orientación del voto de los ciudadanos, ¿qué era lo importante? Para los autores de la denominada Escuela de Michigan, la política era algo secundario para la mayoría de la población norteamericana, describiendo al elector medio como una persona escasamente participativa y profundamente desinformada respecto a cuestiones políticas. En este marco, lo decisivo para explicar el comportamiento de los votantes era la identificación con su opción partidista, identificación que se mantenía muy estable en el tiempo, pudiendo durar años e incluso toda una vida. Si los votantes eran anclados durante largos periodos, entonces de la campaña electoral sólo podía esperarse que reforzara sus preferencias, que movilizara o desmovilizara a estos votantes, pero no que determinara las preferencias electorales. Estas actitudes políticas previas eran además reforzadas mediante discusiones con amigos, compañeros de trabajo o familiares que compartían una identificación partidista similar. Desde esta perspectiva, la socialización explicaría el desarrollo de las lealtades hacia los partidos, según la influencia de la familia y el medio social de los votantes, incluyendo su vecindario, lugar de trabajo, comunidad, etcétera (Campbell, Converse, Miller y Stokes, 1964).

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Esta perspectiva perdió fuerza explicativa fuera del contexto norteamericano y con el paso de las décadas siguientes, en las que se produjo una pérdida de las tradicionales identificaciones partidistas, compartida por la mayoría de las sociedades industriales avanzadas, que estaba asociada al debilitamiento de los cleavages tradicionales que se habían usado para explicar el voto. Ya en la década de 1960, Converse (1962), en un contexto de incremento del número de indecisos, constataba la debilidad de variables como la identificación partidista frente a la personalidad de los candidatos o los temas políticos en discusión. La secularización de la sociedad y la pérdida de eficacia de los cleavages tradicionales (como la clase socioeconómica o la religión) como factores que movilizan al electorado, hace que empiecen a aflorar otras cuestiones que pueden explicar las orientaciones del voto al margen de las identificaciones partidistas, como el rendimiento de la economía, la cercanía del electorado a determinados issues que defienden los partidos, la imagen del líder, etcétera, y que tiene su traducción en un incremento de la importancia concedida a los efectos que provocan las campañas electorales. Esta evolución teórica es evidente que estuvo asociada al propio desarrollo de las campañas electorales, que experimentan un cambio sustancial a partir de fines de la década de 1950, por el desarrollo de la televisión y la publicación de encuestas de opinión, lo que a su vez se traduce en un cambio en el estilo de gestionar las campañas a partir de ese momento. Los partidos y sus candidatos empiezan a prestar cada vez más atención a las imágenes y palabras que deben transmitir a la población a través principalmente del medio televisivo, lo que se traduce en un nuevo estilo de campaña, predominante hasta nuestros ideas, que se caracteriza por la presidencialización de las elecciones, aún en regímenes parlamentarios, donde los líderes (como

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imágenes) son los portadores o transmisores de los mensajes de los partidos. Esta importancia de la televisión como medio fundamental de transmisión de mensajes e imágenes de partidos y candidatos, se agudiza a finales de la década de 1980, cuando el impacto de este medio se acompañó de la fragmentación de las televisiones, con más canales, canales por cable, canales internacionales o globales, canales de información continua, así como una cada vez mayor presencia de la Web, el uso de los teléfonos celulares o las encuestas de los medios de comunicación. Todo este proceso de información mediante las nuevas tecnologías se ha visto acompañado de profundos cambios en nuestras sociedades: mayor diferenciación de roles, elevados niveles de educación o mayores complejidades en las identidades sociales, tienen como efecto inmediato ahondar el debilitamiento de las identificaciones entre electores y partidos. Y en este contexto, las campañas electorales se americanizan; se extiende la idea que a líderes y partidos se les ha de vender en el mercado como se vende cualquier otro producto. Para Swanson y Mancini (1996), esta modernización de las campañas se manifiesta en cinco áreas específicas: personalización de la política, cientifización de la política, desvinculación de los ciudadanos con respecto a los partidos, desarrollo de estructuras autónomas de comunicación y desarrollo de una ciudadanía pasiva.

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2. CAMPAÑAS ELECTORALES Y PARTIDOS POLÍTICOS Las campañas electorales son la fase más intensa en la relación de comunicación entre las organizaciones partidistas y los ciudadanos. En efecto, las campañas son el período en el que los partidos tienen que comunicar con eficacia a la población que quieren alcanzar el poder con objeto de impulsar políticas diferentes al resto de agrupaciones políticas. Las campañas electorales son procesos en los que las estructuras de los partidos se transforman, que implican el incremento sustancial de los gastos de todas las agrupaciones políticas, que centralizan la actividad de los medios de comunicación y que galvanizan la opinión de un gran número de ciudadanos (Martínez y Méndez, 2004). 2.1. ¿Sirven para algo las campañas electorales? Las campañas publicitarias funcionan, al menos algunas. Sin embargo, no hay consenso ni entre los teóricos ni entre los políticos profesionales sobre la utilidad de las campañas electorales. Para algunos, las elecciones se ganan o se pierden antes del día de la votación. Las campañas, entonces, sirven para consolidar o amplificar las tendencias de voto. Para otros, su utilidad radica en que movilizan al electorado fiel y pueden ser usadas para incidir entre los grupos de votantes indecisos. En todo caso, parece claro que no todas las campañas tienen los

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mismos efectos: cuanto más reñida esté una elección, o más elevado sea el número de indecisos, mayor será en principio la influencia que pueda tener una campaña, o al menos más decisivo será ese efecto. Tampoco son iguales todos los electores. En la medida en que la identificación ideológica de un votante con un partido sea más fuerte, menor será la posibilidad de que modifique el sentido de su voto y, por tanto, serán menos influenciables por la campaña electoral. Pero al ser la variable ideológica cada vez menos relevante para un significativo número de electores, este segmento tiende a considerar otras variables cuando se trata de decidir a quien votar. Tiene en cuenta las propuestas concretas de los partidos o candidatos en algunos temas, o valora también qué agrupación le ofrece mayor credibilidad. Estos electores pueden estar más atentos, por tanto, al desarrollo de la campaña electoral y decidir su voto en función de lo que hayan percibido durante la misma. Los estudios cualitativos realizados por el Centro de Investigaciones Sociológicas con posterioridad a las elecciones generales celebradas en España en 2000, ponen de manifiesto que el interés por la campaña fue mayor entre aquellos electores que más estaban meditando su voto y, por tanto, precisaban de mayor cantidad de argumentos para decidir la opción política por la que decantarse. El seguimiento de la campaña fue también mayor entre los ciudadanos que consideraban que la información que recibían durante la misma podía actuar como un factor que disminuyera su incertidumbre y sus dudas. 2.2. ¿Quiénes organizan las campañas: políticos versus profesionales, o políticos "profesionales"?

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En la era de dominio de los medios de comunicación de masas, la organización de las campañas requiere de la participación de expertos. Por esta razón, los partidos recurren a profesionales de la comunicación política, de la publicidad, de la opinión pública, externos a sus organizaciones, a quienes encargan el diseño de parte de su campaña. Esta tendencia coincide con una creciente "profesionalización" de las personas que, dentro del partido, se encargan de las tareas relacionadas con la organización de las campañas. Se crean equipos estables en sus estructuras organizativas que, o bien tienen conocimientos previos en el análisis de datos electorales o en procesos de comunicación política, o bien los van adquiriendo a través de cursos de formación y por la propia experiencia política. Cuando se acerca la celebración de una campaña se crean equipos ad-hoc en cada partido. Cada vez es más frecuente que en estos equipos estén presentes las personas que se ocupan de estas tareas de manera permanente en el partido. Ello permite sacar mayor rendimiento de la expertise de dichas personas, lo que redunda en una organización de campaña, en principio, más eficaz. En las campañas electorales todos los partidos políticos crean un equipo a cargo de la organización y realización de la campaña. Este equipo tiene como misión esencial asegurar que toda la infraestructura que los partidos precisan durante la campaña electoral funcione a la perfección. Su responsabilidad afecta desde la elección de los espacios donde se realizarán los mítines hasta contar con los interventores y apoderados necesarios el día electoral. Su actividad es esencial para el éxito de la campaña electoral de un partido. Además de los equipos de campaña, en la práctica, tienden a formarse equipos “informales” que acaban tomando las

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decisiones más importantes tanto sobre el diseño como sobre la ejecución de la campaña, sobre todo en su vertiente estratégica. Este equipo "informal", como su propio nombre indica, no está formalmente reconocido como tal equipo de campaña pero en la práctica sí actúa como tal. Suelen estar integrados por algunos miembros del equipo de campaña formal, en ocasiones por otras personas de la dirección del partido y/o gobierno si es el caso de un partido en el gobierno y también es frecuente que se integren en este equipo personas procedentes de otros ámbitos externos a las estructuras del partido. Una de las claves de una campaña es una buena coordinación entre los equipos formales e informales, así como entre éstos y los equipos de campaña de los diferentes niveles territoriales. Por lo tanto, es importante que estos equipos cuenten con instrumentos ágiles de comunicación y de toma de decisiones. En las campañas electorales, el jefe de campaña nunca debe desempeñarse como candidato. El candidato es sólo eso: candidato. Su función es contactarse con los electores, líderes de opinión y personas influyentes. Él es el motivador que proyecta la imagen del éxito, y trata de entusiasmar con ésta. Sus tareas deben ser: informarse a diario de todo lo que ocurre en su campaña, en las de sus adversarios y de la situación política, económica y social del país. Debe pedir consejos permanentes a sus asesores en todos los aspectos que quiera comunicar o transmitir. Por eso es tan importante crear una estructura organizativa, un equipo de campaña, que arrope al candidato en todas sus acciones de comunicación.

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Gráfico 1. Estructura organizativa “tipo” para una campaña electoral

Fuente: elaboración propia.

Esta organización de campaña tiene algunas particularidades de acuerdo al contexto, los objetivos de la campaña, la situación real de la competición, los blancos electorales, los temas de campaña o la imagen que se quiera proyectar del candidato, pero en general, se puede advertir de un modelo básico que se adapta según las distintas circunstancias. En este esquema organizativo, el jefe de campaña juega un papel muy relevante. Debe ser la persona más expeditiva, ejecutiva y con peso y poder propio dentro de la estructura para hacer valer su palabra. Debe tener una total sintonía con el candidato, pero al mismo tiempo, debe ser la persona capaz de ponerle límites a aquel o a sus íntimos. El jefe de campaña controla, ejecuta y lidera todas las actividades diarias de la campaña, estimula permanentemente al candidato y recluta al personal de campaña. Con el jefe de campaña, y a modo de secretario permanente, deberá existir un responsable de agenda única. Esto no es un dato menor cuando comienzan a superponerse las agendas que los diferentes actores con peso 18


real dentro de la estructura comienzan a organizar por su propia cuenta. El eje medular de esta estructura es el equipo de campaña o comando general, traducción literal de los equipos de campaña norteamericanos. El peso de los actores en este equipo debe coincidir con el peso real de los verdaderos actores del partido. Ello equivale a plantear que la estructura formal organizativa debe ser equivalente a la estructura de poder real con el objetivo que no se produzcan bloqueos o interferencias que hagan naufragar las decisiones. El equipo de campaña define y aprueba la estrategia y tácticas de campaña, evalúa si la publicidad es coherente con la estrategia, colabora con la recaudación, es prácticamente un comité asesor permanente de política. Este equipo debe ser reducido y sus miembros deben tener un peso real en la propia estructura partidista. El equipo de campaña no puede ser un órgano deliberativo que caiga en el denominado reunionismo. No hay que olvidar que el factor más escaso en una campaña, además de la financiación, es el tiempo. Cada vez son más numerosos los expertos en publicidad, comunicación y opinión pública que participan en las campañas de los partidos y conforman lo que se denomina staff asesor. Ellos deben orientar y asesorar a los políticos. Pero las decisiones últimas sobre los contenidos, los mensajes o la imagen debieran ser tomadas por los políticos que compiten por lograr la confianza de los electores. Sea que estos comités asesores funcionen como un órgano estable al interior de la estructura organizativa o como un comité externo a la organización, este staff, salvo para explicaciones o puestas en común, no debiera estar expuesto al roce de los mecanismos internos de decisión y tampoco entrar en competencia con los

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cuadros políticos. Estos comités asesores juegan papeles diferentes según los contextos geográficos, de manera que en la visión anglosajona, la opinión de los equipos técnicos, aún los externos, suele prevalecer en la toma de decisiones de la campaña, mientras que desde una perspectiva más latina, el peso de los líderes partidistas sigue siendo crucial para la resolución de la estrategia y tácticas de campaña. Dado que la mayoría de las elecciones se dirimen en circunscripciones, en las modernas campañas electorales se precisa que haya un equipo que se encargue de organizar las actividades de campaña en cada una de las circunscripciones electorales. Estos equipos reproducen a pequeña escala la misma estructura que el comité de campaña central y tienen que estar bien coordinados verticalmente con aquel. Toda la estructura del partido debe funcionar como una caja de resonancia y como una maquinaria perfecta si se desea realizar una campaña exitosa. Es de esperar que el partido en el gobierno disponga de más recursos que el resto a la hora de diseñar e implementar su campaña. Probablemente disponga de más medios humanos y materiales y de mayor información para enfrentar una campaña electoral. Especialmente relevante es que el gobierno centra con mayor intensidad la atención de los medios de comunicación y, por tanto, le es más fácil ocupar espacios y hacer llegar a la población sus mensajes: la capacidad de generar agenda en los medios es superior a la oposición. El recurso a esta variable es especialmente importante si la acción de gobierno es valorada de forma positiva por la ciudadanía, puesto que esta misma afirmación, en un escenario contrario es, ciertamente, una cuestión que puede jugar contra los intereses del partido y de su campaña electoral.

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Por todo lo dicho, las campañas electorales implican un verdadero esfuerzo organizativo para los partidos políticos, que comienzan a trabajar en ellas mucho antes de que se convoquen las elecciones. Las posibilidades de que un partido lleve a cabo una campaña con éxito dependen, en alguna medida, de la capacidad que tenga para organizarse con tiempo, de manera que pueda diseñar adecuadamente los mensajes, destinatarios y actividades que comprenden la campaña. También tiene que prever la puesta en marcha de las actividades programadas. No sólo se trata de diseñar un determinado tipo de campaña, sino también de establecer un esquema organizativo eficaz que permita rectificar el rumbo en caso de que sea necesario. 2.3. Precampaña y campaña: ¿es útil la distinción? De manera general, las legislaciones electorales establecen diferencias temporales entre la precampaña y la campaña electoral, límites que en la práctica habitual han quedado difuminados. Por tanto, cuando se habla de la necesidad de hacer un buen diseño de campaña, en realidad se está refiriendo a la necesidad de planificar y diseñar cómo será la precampaña. Y es difícil encontrar las claves de un buen diseño. Por ejemplo, ¿deben desgranarse ofertas del programa electoral durante la precampaña o no? Si se hace, hay más facilidades para marcar la agenda pública y atraer la atención de los medios y del electorado durante esos meses. Pero también se corre el riesgo de quedarse sin nada nuevo que ofrecer durante las semanas previas a la cita electoral, y por tanto, tener más dificultades para lograr una presencia importante en los medios de comunicación y transmitir a los electores propuestas atrayentes durante la campaña propiamente dicha. Algo parecido a esto le ocurrió al

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Partido Socialista Obrero Español en la campaña para las elecciones generales de 2000. Ocupó el otoño de 1999 en desgranar sus propuestas y se quedó sin material novedoso para tener presencia en los medios una vez que comenzó la campaña propiamente dicha. En la misma campaña, el Partido Popular, en aquel entonces en el poder, aplicó durante la fase de precampaña una estrategia basada en la comunicación de los resultados de su gestión en el Gobierno, mientras que las propuestas sobre su programa electoral se realizaron durante la fase de campaña. De todas maneras, así como un gobierno requiere de razones para mostrar y justificar sus actuaciones adecuadas a determinados actores, recursos y escenarios, también tiene reservada para sí la facultad de tener motivaciones, que en este caso tienen que ver con la generación de confianza (Majone, 1997), especialmente si se considera que una mala gestión de gobierno garantiza un voto de castigo al partido en el poder, pero una buena gestión de gobierno no necesariamente garantiza un voto de confianza al partido gobernante (Riorda, 2004). Por ello, es deseable esperar que durante la precampaña, y de modo paralelo y simultáneo al programa electoral en sentido estricto, se elabore un plan de gobierno que represente una verdadera asociación entre precampaña y campaña (Chías, 1995). CLAVES DE LA OFERTA ELECTORAL Si ha gobernado la oposición: Si hemos gobernado nosotros: 1) Lo que prometió y no se 1) Lo que se ha hecho, ha hecho suficientemente engrandecido y solemnizado 2) Lo que hace falta hacer, y 2) Lo que hace falta hacer, en se podía haber hecho plena novedad y mejora

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3) Compromiso de lo que haremos, y que ellos no supieron hacer 4) Programa base: quiénes somos, lo que prometemos (¡no como otros!)

3) Compromiso de lo que vamos a hacer 4) Programa base, quiénes somos (¡obligados a algún cambio!) y lo que prometemos

Fuente: Chías, 1995

2.4. Planificando la campaña Los partidos intentan planificar las campañas electorales con mucho tiempo de anticipación respecto a la fecha electoral. En los regímenes parlamentarios, el partido en el gobierno dispone de una capacidad importante de "controlar" el calendario político y por tanto la planificación de la campaña, dado que puede, por ejemplo, convocar elecciones anticipadas que pueden encontrar desprevenidos a los partidos de la oposición. Otros elementos que influyen en el grado de antelación con el que un partido planifica su campaña son cuestiones como la cercanía en el tiempo de otras campañas, y los recursos humanos y materiales de que disponga. La estructuración o el desarrollo de las acciones más sistemáticas, ordenadas y que requieran, por tanto, de una mayor organización, es decir, lo que se entiende como planificación, lleva una serie de pasos que necesariamente hay que atender para no caer en un caos organizativo que se acabe por traducir en un desastre hacia afuera. En este sentido, toda campaña es en su ejecución como un iceberg, donde lo que se ve es tan sólo una ínfima parte de lo que verdaderamente se realiza abajo, en la parte sumergida, bajo la forma de planificación y organización.

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Gráfico 2. Imagen de la organización y planeamiento

El período de planificación de la campaña sirve a los partidos para movilizar a sus militantes y poner a punto sus propias estructuras organizativas. Esta cuestión es especialmente importante si se tiene en cuenta que los modernos partidos no desarrollan una vida interna muy activa en periodos no electorales. La facilidad de los partidos para movilizar a sus propias organizaciones depende de muchos factores, entre otros, del contexto de la competición. La planificación de una campaña incluye las siguientes tareas:

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Establecer los objetivos del partido y la estrategia para alcanzarlos. Determinar los targets o "blancos" electorales en los que el partido va a centrar sus esfuerzos. Decidir cuáles serán los mensajes y elementos del programa que se van a resaltar en la campaña. Determinar el estilo y tipo de actividades de campaña.


Hay otras dos actividades íntimamente relacionadas con todas las tareas relativas a la planificación de las campañas: la elaboración del programa electoral y la conformación de las candidaturas electorales. De ellas, sin embargo, generalmente no se encargan los equipos de campaña sino otras estructuras de los partidos. Los equipos de campaña analizan el contexto en el que tienen lugar las elecciones y se marcan una serie de objetivos: alcanzar el gobierno, incrementar la representación con respecto a elecciones anteriores, mantener los espacios electorales conseguidos en anteriores comicios, etcétera. Todo depende del tipo de partido que se trate y del escenario que se prevé como más factible para la competición electoral. Es fundamental, pues, no caer en un error de apreciación de objetivos que consiste en no tener una visión realista de los mismos y por tanto desaprovechar oportunidades estratégicas claras. Además, es importante cuantificar los objetivos que se pretende conseguir, teniendo en cuenta no sólo una cuantificación relativa de votos (porcentaje), sino el valor absoluto necesario para llegar al objetivo. Durante la planificación de la campaña los partidos seleccionan los targets o "blancos electorales", esto es, los segmentos de la población que van a ser objeto prioritario de su comunicación política durante la campaña. Para ello analizan el comportamiento de los diferentes grupos de electores en elecciones previas y utilizan datos actualizados de sondeos acerca de las preferencias de los votantes. Con esta información, los partidos pueden definir con mayor eficacia los mensajes que han de dirigir a cada grupo de electores. Los partidos centran su atención, sobre todo, en el electorado que no tiene decidido su voto al comienzo de la

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campaña electoral, y junto a éste orientan sus propuestas más importantes hacia grupos relevantes como los jóvenes, las personas mayores, las mujeres, etcétera. Para poner en marcha una planificación con éxito, se necesita desarrollar una "coherencia mínima", que implica que no se debe tomar ninguna decisión sin antes relacionar ésta con todas las demás (Maarek, 1997: 46-47). Los electores castigan lo que perciben como contradictorio en el discurso, los mensajes y las imágenes de un candidato o partido. Su existencia es sinónimo de debilidad. La campaña electoral es el momento en el que los oponentes pueden explotar la diversidad de discursos y propuestas, sobre todo cuando existe una cierta contradicción o incompatibilidad entre éstas. Sin embargo, la homogeneidad del discurso no significa unanimidad o uniformidad. Las políticas diferenciadas, de prioridades distintas, de sensibilidades disímiles, existen y quizás hasta deban existir al interior del partido, pero deberán ser procesadas antes que comience la campaña. Junto a esta coherencia en la toma de decisiones durante la campaña, también es necesario manejar planteamientos de "máxima seguridad", con el objetivo de desarrollar una estrategia de comunicación que no ponga en riesgo al candidato en ningún momento. De ahí que en la toma de cada decisión no sólo hay que asegurar la coherencia de la misma con el discurso y propuestas globales del candidato o partido, sino también preguntarse antes de poner en marcha ninguna medida, qué riesgos trae aparejados esta decisión y qué beneficios están asociados a la misma.

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De lo manifestado hasta el momento, se desprende que además de los objetivos fijados por el partido o candidato, el elemento esencial de la planificación de la campaña es contar con una estrategia. Esto que parece algo obvio y elemental no es un dato caprichoso. Ya sea por desconocimiento o por acumulación de poder de unos pocos, la mayoría de las campañas comienzan con un marco estratégico sólo conocido por un minúsculo grupo de dirigentes que rodean al candidato y los equipos técnicos. La estrategia debe ser "una", "escrita" y “común a todos” (Noguera, 2000). La estrategia debe ser comunicada a todos, especialmente a los seguidores y militantes. Y se requiere que sea sólo “una”, dado que no puede haber una dispersión de los objetivos, de las pautas de acción, etcétera, haciendo cada uno lo que más convenga o disponga dentro del esquema organizativo. Además requerirá que sea simple, clara y robusta. Ello equivale a plantear que debe ser apta hasta el final, a pesar que pueda necesitar retoques durante el camino. La esencia de lo que es posible de planificar debe darse de una sola vez. Es muy importante tener claro que "la estrategia es para ganar, mientras que las tácticas son para no perder" (Noguera, 2000). Con ello se trata de demostrar que más allá de tener una serie de tácticas que funcionen como peldaños o pasos ingeniosos dentro de una campaña, éstas por sí solas no conducen al triunfo, sino que sólo evitarán el "perder", mientras que una estrategia está orientada desde sus inicios para “ganar”. Toda decisión estratégica admite tres ejes: el tiempo y el espacio; la cantidad y calidad de las fuerzas materiales y morales que definen una situación, y el factor maniobra que suele ser esencialmente complejo y que vislumbra la situación presente y futura. En la decisión estratégica lo esencial es mantener la

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libertad de acción, privar las adversarias y mantener la iniciativa como factor esencial de la maniobra. Pero en esencia, la estrategia deberá dar respuesta a dos interrogantes: ¿Por qué razón habría que votar al partido o candidato? Y, ¿por qué razones el adversario no debería desempeñar el cargo para el que es propuesto? Asociado a la estrategia está el programa electoral. Se insiste en todos los estudios en la poca atención que muestran los electores hacia el programa, sobre todo cuando se trata del programa electoral completo, que suele ser un documento muy detallado, elaborado durante varios meses. Otra cosa son los programas abreviados, en los que se explican las propuestas “estrella” de los partidos. Hay que tener en cuenta que el promedio máximo de nivel de recuerdo de ideas es de siete elementos, con lo que las propuestas centrales de un programa abreviado deberán ser inferiores a ese número. Para que el elector retenga con mayor nitidez las principales propuestas efectuadas por el partido o candidato, lo ideal es no superar en más de tres o cuatro las ideas-fuerza centrales. Esto no implica que el partido o candidato realice un programa electoral general exhaustivo y complejo, pero no con la idea de dar una masiva difusión al mismo, al menos en los medios de comunicación principales y en los discursos y mensajes de campaña. En todo caso, hay que conceder importancia al programa, dado que es el contrato que se establece entre representantes y representados, de manera que los electores podrán solicitar una “rendición de cuentas” a sus representantes para evaluar en qué medida cumplen lo establecido en ese contrato durante el transcurso de la legislatura. Durante la fase de planificación de la campaña se eligen los que serán los ejes temáticos de la misma, seleccionando aquellas propuestas del programa electoral que

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se van a resaltar de manera más intensa durante la campaña. Las referencias genéricas a la identificación ideológica o a los vínculos afectivos de los votantes son hoy en día insuficientes. Hay que segmentar al electorado y decidir qué se puede proponer a cada grupo, vinculando las propuestas a una idea, a un proyecto. Hay que elegir, porque no se puede perseguir todo.Las tareas que se han venido describiendo hasta el momento deben mantener un alto grado de coherencia y estar coordinadas entre sí, dado que entre todas éstas se genera el mensaje de campaña. El énfasis durante la campaña en mensajes dirigidos a fomentar el tratamiento igualitario de las mujeres en el mundo laboral será más efectivo si va acompañado de la selección de un número similar de candidatas y candidatos en las listas, y si las candidatas juegan un papel importante en la campaña. De ahí que la coherencia durante la transmisión de los mensajes deba ser acompañada de la generación de un alto grado de credibilidad de los mismos. Grandes propuestas sin credibilidad no son nada. La credibilidad dependerá de la coherencia de las propuestas, y de la capacidad del partido o candidato para identificar los problemas de la sociedad y ofrecer respuestas realistas y eficaces a los mismos. Para finalizar, en esta fase de planificación de la campaña también se tienen en cuenta las actividades propias de la misma, lo que implica responder a las preguntas: ¿Cómo se van a trasladar las propuestas al electorado? ¿Qué tipo de actividades se van a desarrollar? ¿Cuántos mítines va a realizar el líder del partido y dónde? ¿Cuál es el tema que se usará en la campaña como eje conductor? ¿Qué imagen se proyectará del candidato y qué impresión debe producir? ¿Qué imagen se proyectará de los adversarios y qué impresión se desea que produzcan? Etcétera. En este punto tiene especial importancia el diseño de campaña teniendo en cuenta a los medios de comunicación,

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sobre todo la televisión. Las campañas modernas son esencialmente “mediáticas”, se planifican considerando el papel de los medios de comunicación de masas. Inundar las ciudades de carteles, regalar camisetas y enviar cartas a las casas de los votantes ya no son métodos eficaces de captación del voto. Aunque se sigan desarrollando actividades tradicionales, como los mítines multitudinarios, éstos se realizan pensando en que una parte de ellos va a ser retransmitida por la televisión y no en su impacto directo sobre los electores. Los mítines ya no son el espacio para hacer llegar a la población las propuestas de un partido. Las agrupaciones políticas realizan cada vez más actos sectoriales con objeto de transmitir sus ofertas concretas. Con ello logran, también, una presencia más amplia en los medios de comunicación. Con actos sectoriales por la mañana y mítines en la noche, los partidos han encontrado la forma de generar noticias que tengan presencia en todos los medios de comunicación en todas las franjas horarias. De acuerdo con los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas para las elecciones generales celebradas en España en 2000, el 6,6% de los entrevistados asistió a un mitin de algún partido; el 22% precisó haber sido contactado por algún representante de algún partido para pedirle su voto; el 37% leyó o echó un vistazo a los folletos o programas de algún partido; el 58% vio alguno de los spots publicitarios de los partidos que ofrece la televisión; el 77% siguió la entrevista televisiva de Aznar [presidente del Gobierno] y el 76% lo hizo con la de Almunia [principal candidato de la oposición], y el 45% señaló que siguió la información de la campaña todos o casi todos los días por la televisión, siendo estos porcentajes del 17 y 18% para la prensa escrita y radio, respectivamente. Fuente: elaboración propia en base a datos del CIS, 2000.

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2.5. La campaña: poner en práctica lo planeado La puesta en marcha de la campaña y el desarrollo de la misma dependen en buena medida de la definición previa de cuándo ésta comienza, más allá de las limitaciones jurídicas establecidas en las leyes electorales de cada país. No existe un “tiempo” ideal de campaña, ni en cuanto a su inicio ni en cuanto a su duración. Un número importante de factores inciden en esta decisión, entre éstos destaca, sin duda, el saber quién será el candidato. Si se trata de un candidato poco conocido, indudablemente se deberá comenzar lo antes posible para que la campaña sea lo más larga que se pueda, con el objetivo de hacer más conocido al candidato. Si por el contrario, el candidato va por la reelección, lo más lógico será iniciar lo más tarde posible para no dar tanto tiempo a la exposición de flancos débiles. Aún así esto de ninguna manera puede entenderse como una regla general inamovible, pues intervienen otros elementos del contexto como los recursos materiales disponibles, la situación política, la posición de los adversarios, etcétera. En todo caso, una vez definido el comienzo de la campaña, ésta se puede desarrollar siguiendo programaciones muy diferentes: campañas de ascenso progresivo, campañas relámpago, campañas “paso a paso”, o campañas stop and go, entre otras (Maarek, 1997). Esta tipología de puesta en práctica de la campaña es en todo caso una descripción en estado puro, pues en la práctica política se dan mezclas de estos tipos; incluso lo más normal es que surjan efectos no deseados que hagan que aún en las más cuidadosas planificaciones aparezcan fenómenos difíciles de ser previstos, o más aún, difíciles de revertir, o bien que se caiga en procesos de inercia o times´s up, que frenan la evolución de alguna de las programaciones previstas en la planificación de la campaña.

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Campaña de ascenso progresivo. Es el tipo "ideal" y presupone que el interés del elector crecerá de día en día con el aumento de la capacidad informativa de los medios y la publicidad. Intenta dejar el punto más alto para los últimos días. Prácticamente todas las campañas de los grandes partidos tiene este estilo cuando cuentan con fondos suficientes. Campaña relámpago. Tiene como objetivo llevar a cabo una gran concentración y despliegue de recursos humanos y materiales en un período corto de tiempo, hacia el final de la campaña. Campaña "paso a paso". Aunque es difícil de realizar es tal vez la más efectiva. La imagen del candidato se construye a medida que avanza la campaña con la ayuda "pseudoacontecimientos" cuidadosamente preparados, para así mantener la atención de los medios de comunicación y del público sobre el candidato. El perfil del candidato varía hacia posiciones o estilos distintos a los de cómo el mismo inició su campaña. Campaña stop-and-go. Se suele recurrir a este estilo cuando no se dispone de fondos suficientes. La campaña recomienza cada vez que surge un acontecimiento que podría reforzar la figura del candidato, como la emisión de una encuesta inesperada, la invitación a un programa de televisión, etcétera. Este tipo de campañas asemeja al político con un surfista montado sobre la ola aprovechando su energía para ser propulsado.

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3. LAS CAMPAÑAS NEGATIVAS Y SUS EFECTOS EN LA ORIENTACIÓN DEL VOTO "...Procura que toda tu campaña se lleve a cabo con un gran séquito, que sea brillante, espléndida, popular, que se caracterice por su grandeza y dignidad y, si de alguna manera fuese posible, que se levanten contra tus rivales los rumores de crímenes, desenfrenos y sobornos...". Q. T. CICERÓN 3.1. Contribuciones desde la ciencia política La bibliografía sobre los efectos de las campañas electorales es muy extensa. La evolución del estudio sobre éstos ha transcurrido cronológicamente de forma paralela a la del estudio sobre la influencia de los medios de comunicación sobre el voto. Y es que la introducción de nuevas formas de comunicación en las campañas electorales ha estado ligada al desarrollo tecnológico de los medios de comunicación. En este contexto, a partir de mediada la década de 1960 comenzó una línea de investigación sobre los efectos derivados de las denominadas comunicaciones políticas negativas. Desde entonces, esta modalidad de comunicación se ha hecho presente en todo tipo de contextos, dominando la escena política de las actuales campañas, en desmedro de la comunicación denominada positiva.

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En plena decadencia de las teorías que explicaban el comportamiento electoral sobre la base de variables de identificación ideológica o partidista de los electores, un grupo de investigadores se preguntaban si más allá de estas explicaciones se podían encontrar otros factores que aclararan la toma de decisión de los votantes para que éstos determinasen la opción política por la que votarían. Para Campbell, Converse, Miller y Stokes (1964), los resultados electorales podían entenderse por las reacciones negativas de los públicos hacia las políticas puestas en marcha por los partidos en el poder. Destacaban que había determinadas cuestiones que influían “negativamente” en el votante a la hora de que éste decidiese su voto. A partir del estudio seminal de Campbell, diversos autores coincidieron en que la explicación de determinados resultados de las elecciones legislativas para el partido gobernante en los Estados Unidos estaba relacionada con la percepción negativa hacia ese partido entre el grupo de sus votantes. El partido en el poder era más perjudicado por el grupo de entre sus votantes que desaprobaba la labor realizada por el Presidente que lo que podía ese mismo partido verse beneficiado de las transferencias de voto de partidarios del partido contrario que sí aprobaban la labor del jefe del ejecutivo. Los efectos de deserción y de refuerzo se relacionaban con la evaluación que realizaban los votantes de la gestión del Presidente. El resultado de estas investigaciones parecía demostrar que los votantes toman en cuenta de forma muy importante para decidir el sentido de su voto la evaluación que han realizado sobre determinadas cuestiones del candidato o partido. Más aún: si la valoración es negativa, ésta será un motivo especialmente relevante para explicar el voto. Kellerman (1984) iba aún más lejos, al señalar que había una tendencia a

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dar más importancia a la información negativa que a la positiva a la hora de formar juicios a partir de estímulos sociales. Las conclusiones de estas investigaciones en el campo del comportamiento político y electoral han tenido una influencia fundamental en el desarrollo de las campañas y la publicidad negativa. No sólo retomaron y pusieron en valor las ideas que sobre la propaganda habían sido desarrolladas a comienzos del siglo pasado, en el sentido de la influencia de la información, y por tanto de la publicidad, en las orientaciones del comportamiento político y electoral, sino que demostraron que éstas son especialmente relevantes porque son el medio para la formación de las opiniones para un gran número de públicos. En este contexto, la información y la publicidad negativa tienen un poder muy importante, ya que pesan más y son más fáciles de retener que la información y la publicidad positiva en el ánimo de los votantes. Por tanto, la información negativa tiene mayores posibilidades de cambiar actitudes, y en este sentido, de orientar las preferencias electorales por encima de adscripciones ideológicas o partidistas. Estas investigaciones y otras posteriores han provocado el recurso cada vez mayor, no sólo en las campañas electorales pero mucho en ellas, a proporcionar información negativa como estrategia de comunicación política. Y una forma de transmitir esta información negativa es el recurso cada vez más frecuente a la publicidad negativa, especialmente la televisiva, en un contexto en el que la comunicación está dominada por el formato audiovisual.

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3.2. El uso de las estrategias negativas por los partidos políticos El núcleo central de una campaña negativa es la realización de una estrategia, normalmente apoyada sobre la publicidad y la propaganda, especialmente la televisiva, que tiene como objetivo la creación o profundización de sentimientos y actitudes negativas hacia el partido o candidato contrario, reforzando de paso los sentimientos o actitudes positivas hacia el candidato o partido propio. No sólo se trata de atacar el programa o las propuestas políticas del rival, sino incluso, y cada vez más habitual, sus cualidades políticas o personales. De manera muy sintética, se exponen a continuación algunas de las fórmulas tradicionales a través de las cuales se articula la información y la publicidad durante una campaña electoral negativa. La apelación al miedo es la fórmula más tradicional de articular un mensaje negativo durante una campaña electoral. El partido emisor transmite al elector la posibilidad de un acontecimiento desagradable, de una amenaza, y además le informa que está en su mano (en su voto) cambiar o evitar ese pronóstico. Este mensaje se usa para disuadir al elector que vote al adversario y también, como efecto colateral, movilizar a su propio votante. Estos mensajes juegan con dos tipos de “amenazas”: las permanentes, que se refieren a la inquietud que puede provocar en el elector perder algo que le es valioso, a lo que está acostumbrado, que forma parte de su “estado de bienestar”, como pueden ser las pensiones, o el acceso a la sanidad o la educación; y las amenazas concretas, que se refieren a un acontecimiento desagradable que el candidato contrario provocará si gana, como una guerra o la limitación de ciertos derechos y libertades. Estas últimas apelaciones son muy

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eficaces para cambiar actitudes, para modificar las orientaciones del voto y movilizar a los electores cercanos, pero lo más difícil es, evidentemente, lograr que esta apelación al miedo sea creíble por los públicos. Estas apelaciones son muchas veces emocionales y en muchos casos pretenden nublar el raciocinio utilizando etiquetas falsas y mensajes que con dificultad pueden ser racionalmente argumentados. Aunque dependen del contexto, los mensajes atemorizantes, y especialmente portadores de una fuerte carga emocional, parecen ser menos eficaces en la persuasión que aquellos que van acompañados de una menor dosis de temor o de alguna información que aminore la tensión. El temor depende muchas veces de los rasgos de la personalidad, las exposiciones anteriores, etcétera. De todas maneras, se sostiene que la aceptación del temor se da cuando la solución presentada puede acabar con el problema, cuando éste es muy relevante para el individuo y cuando la fuente es muy creíble (León, 1993: 61-64). El ataque directo al adversario es la fórmula que provoca un mayor rechazo en el segmento de los electores moderados e indecisos. Esta modalidad tiene además una característica especial y es que el ataque no se produce por lo general hacia las cuestiones políticas o propuestas programáticas que defiende el partido contrario, sino hacia las cualidades políticas o personales del candidato rival. Este tipo de ataque directo persigue dar una razón más para votar en contra del otro candidato, pero a veces lo único que provoca es la apatía y la abstención electoral de la ciudadanía. La idea es no ofrecer méritos a favor del oponente y asociar su poco prestigio personal, profesional o político a un tema esencial

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para el país. Se trata de hacer ver a las audiencias la poca credibilidad del candidato en un aspecto personal o profesional que está íntimamente relacionado con una cuestión “sensible” durante la competición electoral. En un país “amenazado”, si se transmite que el candidato rival fue un “cobarde” en el campo de batalla, ¿cómo podremos confiar en él si asume el mando de las fuerzas armadas? Para Johnson-Cartee y Copeland (1997), este tipo de mensajes tiene un mayor nivel de penetración y efectividad en las audiencias menos educadas o informadas, aunque tras las elecciones de 2004 en Estados Unidos se puede dudar de esta última afirmación. La yuxtaposición o comparación es un tipo de mensaje que trata de poner frente a frente la gestión o la personalidad de los candidatos, o las promesas de los que han gobernado con su labor real como gobierno, especialmente en lo que no se ha hecho o se hizo mal. Este tipo de mensajes son menos agresivos y pueden resultar muy eficaces si se basan en “datos” más que en opiniones. La lógica que subyace en los mensajes comparativos es proclamar la superioridad del candidato o partido por encima de sus oponentes, especialmente cuando se ofrecen argumentos de tipo bilateral o bifronte. En estos casos, se ha comprobado que su efectividad es mayor entre los sectores que tienen un nivel educativo más alto (Johnson-Cartee y Copeland, 1997). Una de las características con las que a menudo suelen presentarse, es mediante la apelación a recursos comparativos expresos, tales como datos de fácil corroboración o de tipo estadístico. Los ataques implícitos son aquellos mensajes que tienen en cuenta las debilidades del adversario pero que no lo mencionan

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de manera directa; por ejemplo, un candidato habla de honestidad cuando su oponente está inmerso en casos de corrupción, si bien no menciona a éste de manera explícita. La eficacia de este tipo de mensajes deriva de que el ataque, aunque evidente, no lo parezca tanto, trasladando al propio elector la interpretación de un discurso propiamente cargado de negatividad. Este tipo de mensajes alivian al elector ya que no parece que le obliguen a aceptar una conclusión a la que él llega por si mismo. Evidentemente, sólo funcionan cuando está claro en el ambiente la conclusión a la que quiere llegar. En suma, se pueden hacer ataques contra el carácter, las acciones, las intenciones, el pasado, los colaboradores o las políticas del partido o candidato rival. Los ataques pueden ser una iniciativa estratégica o ser la respuesta a otros hechos previos iniciados por el contrario. De lo expuesto, se pueden enumerar una serie de propuestas sintéticas para la puesta en marcha de estrategias de comunicación negativa.

Para crear sentimientos negativos hacia el contrario. Para generar sentimientos positivos hacia el emisor del mensaje. Para disminuir la participación de los votantes del partido rival, sin persuadir al cambio de voto (aunque no lo excluye como posibilidad). Para desarrollar o aumentar la asociación del candidato contrario con asuntos considerados negativos por los votantes. Para relacionar al candidato con figuras o grupos altamente desprestigiados. Para desviar la atención ante un ataque del oponente, o ante un tema de difícil posicionamiento.

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Para desviar la atención ante un hecho negativo del propio candidato. Para disminuir la participación electoral.

Y el partido o candidato receptor de una campaña negativa, ¿tiene que responder o ignorar los ataques? La investigación parece demostrar que los ataques son más eficaces si no se contestan, si bien hay que contestarlos dependiendo de lo que se trate, tanto de su contenido como de su forma. Y hay cuatro tipos de defensas: a) la negación: “yo no lo hice”; b) la explicación: “mi versión de la historia es …”; c) la disculpa: “ocurrió y lo lamento”, y d) el contraataque: “lo que mi adversario ha hecho es mucho peor”. En el otro extremo están quienes optan por la estrategia de ignorar al adversario. Se privilegia entonces el presentar los argumentos positivos y hacer como que la campaña negativa y de desprestigio del adversario no existe. El candidato puede hacer esto sólo si es unánimemente popular y sus adversarios tienen defectos que la gente conoce sobradamente. Aunque tampoco es una buena estrategia por sí sola y la persistencia de negatividad en contra de alguien tiene siempre algún efecto de asociación al hecho negativo (León, 1993: 25-29). Una solución posible es inocular, es decir, motivar al elector y consolidar sus simpatías para lograr que sea menos susceptible a posteriores intentos de persuasión por el adversario. Se trata de dar argumentos en contra de ese posible ataque antes de que éste haya sido realizado (Johnson-Cartee y Copeland, 1997). Bush en las elecciones de 2000 intentó adelantarse a las criticas de que era un republicano de línea dura definiéndose a si mismo como compasivo y formando equipo con personas de las

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minorías étnicas. La inoculación puede también tener como ventaja el de hacer que aumente la simpatía hacia la víctima del ataque ya que puede ser vista como una muestra de sinceridad. El candidato expone sus debilidades que pueden convertirse en activos, como ocurrió con De la Rúa en las presidenciales argentinas, que acusado de ser una persona “aburrida”, explicó en un anuncio como no podía sonreír ante el panorama de pobreza, corrupción, etcétera que predominaba en Argentina. 3.3. La publicidad negativa y el voto ¿Cómo influye la publicidad negativa en el elector? ¿Qué publicidad negativa es efectiva y cuál no lo es? ¿Afecta la publicidad negativa por igual a todos los ciudadanos? Como posición inicial, la publicidad negativa tiene resultados. Si no se mantuviese esta posición sería difícil explicar su incremento constante tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo en las competiciones electorales de todo el mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, la publicidad negativa ha experimentado un crecimiento en su formato audiovisual sencillamente espectacular: de dos de cada diez anuncios en 1980 a dos de cada tres en 2004. Reconocer la efectividad de este tipo de publicidad no significa que ésta sea siempre recomendable e incluso que siempre consiga sus objetivos. En algunos contextos y ocasiones, el uso de publicidad negativa puede tener efectos inesperados, en especial los denominados efectos boomerang. Así, si un fuerte ataque a un candidato o partido se percibe como falso por la audiencia, o como indocumentado o injustificado, puede crear más sentimientos negativos hacia el promotor del mensaje que hacia el candidato que constituía el objetivo del mismo. De forma similar,

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Garramone (1984) señala que un ataque percibido como injustificado puede acabar generando sentimientos de simpatía hacia el candidato o partido objeto del mismo. Estas limitaciones han sido consideradas por los partidos y candidatos, que ensayan nuevas estrategias para limitar o neutralizar los posibles efectos boomerang; por ejemplo, no siendo el partido el promotor directo del mensaje negativo, como sucede en el caso de los Comités de Acción Política norteamericanos, o cuando la publicidad negativa es emitida en el caso de una coalición por una fracción de la misma poco relevante en términos electorales. Aunque es cierto que los investigadores no se ponen de acuerdo sobre la eficacia de este tipo de publicidad, lo cierto es que, como más arriba se señalaba, su uso no sólo no disminuye sino que se incrementa exponencialmente elección tras elección. De hecho, en países como España, aún cuando no de forma abrumadora y con mensajes más subliminales que directos, la publicidad negativa comenzó a tener una cierta presencia a partir de 1996, con ocasión de aquellas elecciones generales, y también en las de 2004, principalmente promovida por el partido socialista. Y ello debido a que la mayoría de los profesionales de las campañas electorales creen que este tipo de publicidad es efectiva. De hecho los políticos no suelen descartar el diseño de una parte de su estrategia de campaña sobre la base de la utilización de tácticas negativas, incluso cuando éstas finalmente no se lleven a cabo. Así, en las elecciones generales españolas de 2000, el partido socialista consideró el diseño de una campaña negativa que finalmente no se realizó. Se valoró que no era posible hacer una campaña con este formato en el marco de los buenos resultados económicos y sociales que había conseguido el gobierno popular, y que esta estrategia podía volverse en su contra. Por su parte, el Partido Popular, en aquel

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momento en el gobierno, tenía también preparada una campaña negativa que no usó, como respuesta, en su caso, a la que promoviera el partido socialista. Y, ¿cómo influye este tipo de publicidad en el ánimo del electorado? Como se recordará, la información y publicidad negativa tienen como objetivo fundamental no tanto la persuasión del votante para que cambie su orientación del voto, como la creación de sentimientos de apatía y distanciamiento, de no participación electoral de los votantes del partido o candidato contrario. En consecuencia, el uso de las campañas negativas ha ido acompañado tradicionalmente de un mayor abstencionismo electoral (Ansolabehere e Iyengar, 1995). Para algunos autores, la utilización de estrategias y tácticas de carácter negativo puede que dañen el fundamento de una de las funciones clásicas que deben cumplir las campañas electorales: el incremento de la participación electoral y el reforzamiento del compromiso cívico. Esta afirmación no es compartida de forma unánime. Otros estudios no han encontrado evidencia empírica que establezca una relación de causalidad entre la publicidad electoral negativa y la participación electoral, o entre las campañas negativas y la desafección política (Finkel y Geer, 1998). De hecho, de haber existido esta relación, la misma se hubiera visto cuestionada e incluso revertida con ocasión de las últimas elecciones norteamericanas, las más negativas de la historia electoral de ese país, pero también las más concurridas. Lo cierto es que muchas campañas negativas no parten de cero, sino que tienen como sustento los malos resultados de las gestiones gubernamentales, por lo que el efecto puede que sea en muchas situaciones el inverso al que se estima respecto a la participación electoral. En estos casos se activa el deseo de

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“castigar” electoralmente a pésimos gobernantes, y los públicos entienden los mensajes negativos como descripciones hiperbólicas de una realidad política, social o económica desastrosa, animando su voto y reforzando su creencia en el mismo como motor de cambio. En esencia, el uso de la comunicación negativa, no parece que fuese tan condenable como apriorísticamente suele suponerse, y muchas veces está plenamente justificada (Mayer, 1996). Probablemente muchos de los riesgos que implica su uso son más coyunturales que estructurales y tengan que ver con la pérdida de eficacia para quien abusa de este tipo de comunicación. Para sus detractores, uno de sus riesgos más importantes de la publicidad negativa es que no contribuye a la legitimación del sistema político, afirmando que su uso puede tener efectos para la futura gobernabilidad y daña la posibilidad de consensos posteriores en los gobiernos. Lo cierto es que los resultados empíricos que sustentan este tipo de afirmaciones han sido bastante incongruentes y sólo tienen una validez casuística (Sigelman y Kugler, 2003). Para otros autores, la negatividad instalada en la discusión sobre grandes temas genera una sociedad que discute más activamente. Entonces el valor que tendría el “desacuerdo”, en el que la comunicación electoral negativa juega un papel destacado, estaría en la base de una ciudadanía más deliberativa y cívica (Price, Capella y Nir, 2002).

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