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PINCELADAS

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Santiago J. Santamaría Gurtubay

LA ALEMANIA DE ADOLF HITLER, UN DESTINO TURÍSTICO DE MODA EN EUROPA Y EL RESTO DEL MUNDO PARA LA LUNA DE MIEL

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Aunque hoy parezca increíble, hubo gente que fue de turismo a la Alemania nazi. Y no es que fuera turismo de riesgo: no se trataba de asistir a quemas de libros, que te dieran una paliza las SA por la calle o que te detuviera un ratito la Gestapo. No, eran vacaciones normales, de relax, gastronomía, visitas culturales, sol y fiesta (y sexo), con atractivos como el festival de Bayreuth y la pasión de Oberammergau. La Alemania de Hitler estaba de moda sobre todo para los recién casados. Al menos hasta que comenzó la Segunda Guerra Mundial y, ya con los bombardeos aliados —y la invasión rusa ni digamos—, cayó mucho la demanda. Todo tipo de gente, de muy diversos países y con diferentes propósitos (ocio, estudios, negocios, diplomacia, periodismo, deporte), visitó en los años treinta el nuevo país levantado por los nazis a base de cemento, rearme, testosterona y esvástica. “Una buena parte de esos visitantes se llevó incluso, lo que hay que ver, una impresión positiva y hasta entusiasta de una sociedad que les pareció estimulantemente activa, moderna y optimista. Otros, por supuesto, quedaron horrorizados…”, escribe el periodista Jacinto Antón al referirse al libro ‘Viajeros en el Tercer Reich’…

En ‘Viajeros en el Tercer Reich’, el auge del fascismo contado por los viajeros que recorrieron la Alemania nazi (Ático de los libros, 2019), la escritora británica Julia Boyd recoge magistralmente, rastreando en las fuentes originales, una abrumadora cantidad de testimonios de personas de muy diferente clase y condición, incluidos un profesor estadounidense negro, un marajá indio, un estudiante chino y personajes tan famosos como Charles Chaplin, Virginia Woolf (con su marido judío Leonard y su mono tití Mitzi), Samuel Beckett, Robert Byron o la aviadora Amy Johnston. También Simenon, que se topó con Hitler en un ascensor de hotel. Los relatos de todos ellos sobre sus estancias en el país, en diarios o cartas, arrojan luz acerca de las mentalidades de la época y la percepción extranjera del régimen de Hitler. Uno de los testimonios más emotivos y clarificadores del libro es el de una pareja estadounidense en luna de miel a la que una angustiada mujer judía les entregó de sopetón a su hija, una chiquilla con un zapato ortopédico, en la calle en 1936, suplicando que se la llevaran de Alemania. Lo hicieron. Constantia Rumbold, hija del diplomático británico sir Anthony Rumbold, sintió escalofríos ante la marcha con antorchas en Berlín del 30 de enero de 1933 al grito de “¡Alemania, despierta!”. “Nadie que hubiera sido testigo de cómo había desfilado esa noche el alma de Alemania por las calles podía albergar la menor duda de lo que iba a suceder”, escribió la joven. El escritor de izquierdas francés Daniel Guérin se fijó por esa época en el “éxtasis” con el que las chicas alemanas reaccionaban al pasar una unidad de las tropas de asalto y anotó perspicaz: “Sin las botas, sin el olor a cuero, sin el paso rígido y severo de un guerrero, hoy es imposible conquistar a estas Brunildas”. Particularmente intenso fue el viaje de Bradford Wasserman, un muchacho de 15 años de Virginia que acudió con sus compañeros a una reunión internacional de boy scouts y que era judío. Boyd, que ha visitado Barcelona esta semana, destaca la variedad de puntos de vista que arrojan los testimonios y el interés de asomarse así a un período histórico (de la República de Weimar al final de la Segunda Guerra Mundial): “Mucha gente se había formado una opinión del país antes de viajar y luego vieron lo que querían ver. Otros cambiaron rápido”. ¿Era fácil percibir el mal en Alemania? “En general no. Alemania era un lugar encantador en muchos aspectos, lo que percibías dependía de las experiencias que tuvieras y también de tu bagaje ideológico. Si simplemente viajabas como turista era fácil que la gente y la propaganda te convencieran de que Hitler estaba haciendo algo bueno por Alemania, sobre todo al inicio del régimen. Luego las cosas se fueron poniendo peor, más claras, con las leyes de Núremberg o la Noche de los Cristales Rotos. Pero siempre hubo gente que no vio la maldad ni cuando les llevaron de visita a Dachau. Además, en los viajeros de clases altas, como los aristócratas británicos, el miedo al comunismo y el antisemitismo les hacían sentir afinidad con la nueva Alemania”. Chaplin salió por piernas de Alemania en 1934, viajó a Berlín para promocionar ‘Luces de la ciudad’ pero el odio de Goebbels se impuso

La autora explica que una de las cosas que debía decidir un viajero al llegar a Alemania era si iba a hacer o no el saludo nazi. ¿Era peligroso viajar a Alemania? “No para los viajeros corrientes (otra cosa es que fueras periodista), a no ser que toparas con la persona equivocada o criticaras a los nazis en público. Normalmente se recibía muy bien a los viajeros, para convencerte de la bondad del sistema”. Julia Boyd reflexiona que uno de los atractivos del libro es imaginar qué hubiéramos percibido cada uno de nosotros en la Alemania nazi, qué hubiéramos pensado y cuál habría sido nuestra actitud. La escritora cita como ejemplar el comportamiento de personas como Arturo Toscanini que, tras dirigir en Bayreuth en 1930 y 1931, se negó a volver a hacerlo en 1933 por la forma en que los nazis trataban a los músicos judíos, y el novelista Thomas Wolfe, que después de su visita en 1936 publicó un artículo en EE UU denunciando la persecución de los judíos y se despidió de Alemania, a la que amaba profundamente, para no volver. Ahora ya ningún viajero puede visitar el III Reich. Boyd zanja: “Afortunadamente”.

Chaplin salió por piernas de Alemania en 1934. Viajó a Berlín para promocionar ‘Luces de la ciudad’ pero el odio de Goebbels y la errónea convicción de que era judío impulsaron a los nazis a amenazarle en la calle. Mucho mejor le fue al mayor Francis Yeats-Brown, autor de las célebres memorias Vidas de un lancero de Bengala, llevada al cine como Tres lanceros bengalíes, con Gary Cooper. En una recepción en Núremberg en 1937, Hitler se acercó a saludarle con una sonrisa: la película era una de sus favoritas y había decretado que fuera de visión obligatoria para los SS. Sorprende que en el libro de Julia Boyd no aparezca Patrick Leigh Fermor, que en 1933 atravesó caminando Alemania y dejó sus impresiones en ‘El tiempo de los regalos’. “La razón es que perdió sus notas y escribió de memoria muchos años después. Aunque su libro es una maravilla, yo me he querido basar en documentación directa”.

Los hombres y mujeres que se casaban con ‘extranjeros’ hacían que el nacionalso- cialismo perdiera fuerza” por la “mezcla de razas”

Canarias, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en el lugar donde recalaba obligatoriamente la marina de guerra alemana para hacer prácticas, de tal manera que el 70% de sus naves fondeó en las islas, sin contar con que el otro 30% restante atravesó también sus aguas en algún momento. El estudio La Marina de guerra alemana en las islas Canarias durante el periodo de entreguerras, del historiador José Miguel Rodríguez Illescas, recupera ahora un relato poco conocido de estos movimientos militares, donde incluye fotografías inéditas: desde pancartas saludando a Hitler en las calles de Santa Cruz, agasajos multitudinarios, el regalo por parte del Cabildo de “unas botellas de Tío Pepe y unas pastas” a los alemanes cuando se iban y excursiones al Teide que incluían bailes y canciones tradicionales con banda de música.

Rodríguez Illescas —que ha consultado documentos del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, del Archivo Intermedio Militar de Canarias (AIMC) y de la Embajada de Alemania— recuerda que “la Marina de Guerra Alemana, la Kriegsmarine, nunca fue culpada de genocidio en la II Guerra Mundial, pero sí personalidades puntuales dentro de ella”. El historiador explica que las islas se convirtieron, ya desde el siglo XIX, en objetivo primordial de la estrategia de expansión alemana en África, por lo que Canarias empezó a “formar parte de un entramado vital para la política comercial y militar” del país centroeuropeo. Así, la llegada de barcos alemanes fue constante, alcanzado su cénit con el III Reich. No obstante, Rodríguez Illescas niega que en las islas se construyese una “base nazi, tal y como ha sido creencia popular, porque los agentes aliados” lo impidieron.

El final de la mayor parte de los barcos y submarinos que recalaron en Canarias durante el periodo nacionalsocialista fue “funesto, puesto que tras 1945, la mayoría desapareció, como consecuencia de las diversas campañas militares en Noruega, el Atlántico o en el mar Báltico, así como por las incursiones aéreas de los Aliados en los puertos y bases alemanas por Europa”. En octubre de 1935, el crucero Karlsruhe atracó en Tenerife. El capitán Von Siemens invitó a las autoridades a una fiesta, mientras un zepelín cruzaba los cielos ante el regocijo general. “Acudieron autoridades civiles y militares, incluida Alicia Navarro Cambronero, la primera española en ser coronada Miss Europa”. Al día siguiente, Von Siemens leyó a la tripulación un telegrama de Adolf Hitler donde se ordenaba recoger y retirar la bandera alemana e izar la temida esvástica.

Los capitanes tenían la labor secreta de evaluar la situación de las comunidades alemanas en el exterior. “Algunas asociaciones sí participaron en los agasajos, pero muchos miembros del partido nazi no lo hicieron por motivos raciales o xenófobos, ya que los hombres y mujeres que se casaban con locales hacían que el nacionalsocialismo perdiera fuerza” por la “mezcla de razas”.

El Deutschland llegó en 1939, junto con dos submarinos (el U-27 y el U-30), pero los despidieron “con dos botellas de vino Tío Pepe, medio kilo de galletas surtidas y tres cajas de cigarrillos” que costaron 26 pesetas. Todo lo contrario que con el Schlesien, que llegó en noviembre de 1937. La tripulación y sus oficiales fueron recibidos, otra vez, por las autoridades militares y civiles, bandas de música y la Falange Española, cuyos miembros “dieron la bienvenida a los marinos alemanes al grito de “¡Heil Hitler!’, repetido tres veces. A su vez los marinos alemanes respondieron con un ‘¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!”. Dos años después, comenzaría la Segunda Guerra Mundial.

¿Por qué hay que recordar la República de Weimar? ¿Se parece en algo nuestra situación actual a los turbulentos años treinta en Alemania?

Weimar es una pequeña ciudad del land de Turingia, muy cercana a otras de obvias resonancias marxianas, como Erfurt o Gotha, o a la hegeliana Jena. A finales del siglo XVIII, cuando apenas contaba con 6.000 habitantes, fue habitada por los dos grandes escritores alemanes, Goethe y Schiller. Allí pasó también gran parte de su vida el músico Franz Liszt. Y, como si tuviera un imán para atraer a los genios, fue en este mismo lugar donde en el verano del año 1900 falleció F. Nietzsche y donde vio la luz el movimiento arquitectónico de la Bauhaus. Con el tiempo, Weimar dejó de asociarse exclusivamente a una población alemana de afortunado pasado artístico y cultural para acabar convirtiéndose en una gran metáfora, en el epítome del fracaso de la democracia liberal parlamentaria. No en vano, lo que nació como el producto de un optimista impulso de regeneración nacional y democrática acabó en las tinieblas del nazismo. Por eso, cuando hoy en día se habla del “síndrome de Weimar” se alude a las tensiones que amenazan con poner en peligro la estabilidad de la democracia liberal; tensiones provocadas sobre todo por la revitalización del populismo y el giro iliberal cuando no autoritario que se aprecia en algunos lugares de Europa.

La gran pregunta es si hoy estamos, en efecto, ante algo que tiene un indudable parecido de familia con este periodo de entreguerras o si estamos sacando las cosas de quicio. La historia nunca se repite siguiendo el mismo guion, pero tampoco hace falta caer en el fascismo o el nazismo convencional para que se produzca eso que Juan Linz estudiara bajo el epígrafe de la “quiebra de las democracias”. De hecho, hay toda una línea de investigación que parece regodearse en asomarse al abismo. Libros con títulos como ‘Cómo mueren las democracias’ (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt), ‘El camino hacia la no libertad’ (Timothy Snyder), ‘Cómo fallece la democracia’ (David Runciman) y muchos otros que nos alertan del peligro del neopopulismo participan de este síndrome. Y que tiene incluso una dimensión popular se comprende al ver el éxito de ventas de ‘Los orígenes del totalitarismo’, de Hannah Arendt, tras la victoria de Donald Trump. No en vano, lo principal que aquí se describe es cómo pudo producirse la caída en el nazismo. El temor se comprende, lo que ya no está tan claro es que siempre haya que volver la vista a Weimar como si fuera el punto de referencia inevitable.

Que una sociedad tan enferma como para acabar en el nazismo produzca tal cantidad de inteligencia es un gran misterio

El pasado 31 de julio hizo un siglo desde que se aprobara la nueva Constitución de la República de Weimar. Lleva este nombre porque fue allí donde se redactó y se aprobó, en su desde entonces inmortal Teatro Nacional, ante cuya entrada hay una bella estatua de Goethe y Schiller entrelazados. Fue la primera Constitución democrática de la todavía joven Alemania, y este hábito, el de poner a las repúblicas el nombre de ciudades —un poco como lo nuestro con la de Cádiz—, ha seguido presente desde entonces en este país. Después de la guerra se comenzó a hablar de la República de Bonn y, tras la unificación, de la República de Berlín. Con la nueva Constitución, el Reich alemán cobraba la forma de república y se organizaba como una democracia parlamentaria moderna. Sirvió de poco. Las contradicciones del periodo la introdujeron en una espiral de crisis económica, social y política que acabó como ya sabemos.

Aparte del morbo por tan trágico final, lo que dota a este periodo de este atractivo tan especial es el fortísimo contraste entre aquellas crisis y el extraordinario florecimiento de las artes, la literatura y el pensamiento, una verdadera edad de oro germánica que se extendió también a la vecina Austria. A ella pertenecen escritores como Hermann Hesse, Thomas Mann, Alfred Döblin, Bertolt Brecht o Kurt Tucholsky, privilegiados testigos de la época. Pero también pintores (Paul Klee o George Grosz, por ejemplo), arquitectos (no solo los de la Escuela de la Bauhaus) o cineastas (Fritz Lang, el autor de Metrópolis, o J. von Sternberg, cuyo Ángel azul entronizó a Marlene Dietrich). Y ya en el pensamiento, cómo no recordar a Heidegger, Husserl, Jaspers, Benjamin. O al austriaco Wittgenstein. Que una sociedad tan aparentemente enferma como para acabar en las garras del nazismo produzca tal cantidad de inteligencia, variedad de vanguardias e innovaciones vitales es uno de los grandes misterios del periodo. Por eso mismo, su fracaso como democracia se ha buscado en causas psicosociales —la humillación del sentimiento nacional por el tratado de Versalles y las reparaciones de guerra—, económicas —la hiperinflación y la posterior crisis de finales de los veinte— y sociales, la incapacidad del Estado para proporcionar la adecuada cobertura social a los más menesterosos.

Las causas más propiamente políticas las veremos enseguida. Detengámonos en la economía, porque el caso de Weimar volvió a traerse a colación con motivo de la crisis de 2008. El propio Paul Krugman escribió un interesante artículo en The New York Times en esa misma época donde temía la repetición de Weimar en Grecia. Con ello se sumaba a las muchas voces que habitualmente establecen una relación lineal entre crisis económica y derrumbe democrático. De hecho, una interpretación estándar para buscar el éxito del nazismo parte de estas mismas premisas. La hiperinflación, primero, y la posterior deflación habrían hundido a las clases medias, que fueron retirando su apoyo a la república y se integraron poco a poco en el partido nazi. Observen que la movilidad descendente de este sector social es una de las explicaciones a las que recurrimos para explicar el auge actual del populismo. Pero esto no acaba de convencer porque la intensidad del deterioro económico —espectacular en Weimar— importa. O porque en algunos países donde se ha hecho fuerte el populismo —Polonia, por ejemplo—, pocas veces les ha ido mejor económicamente.

Lo que nos diferencia de Weimar es que supimos aprender del desastre, esperemos que contribuya a exorcizarlo del todo en estos días

No, ni Weimar ni el populismo se acaban de explicar sin recurrir a factores políticos. Más aún en el caso de la malhadada república, porque enseguida se convertiría en un extraordinario laboratorio en el que operan tres visiones distintas de lo que habría de ser el acceso a la modernización. La marxista, más o menos inspirada en el modelo soviético; la liberal parlamentaria predicada por el “momento wilsoniano” de 1918 y el ejemplo de los órdenes políticos de los países más avanzados, y la nacional-autoritaria, favorecida en principio por el establishment guillermino, que mutaría enseguida en la visión fascista/nazi de un pueblo como masa homogénea que se diluye en la voluntad del Führer. Las instituciones de Weimar se correspondían al segundo modelo, pero amplios sectores de su clase política así como de la ciudadanía no creían realmente en sus presupuestos. Recordemos que, nada más nacer, el Gobierno de Weimar hubo de hacer frente a auténticos procesos revolucionarios marxistas, como la revuelta de los espartaquistas en Berlín o la eliminación de la República de los Consejos de Baviera, de inspiración soviética. Y estaba también la dificultad de integrar a la vieja clase dirigente guillermina, que nunca creyó realmente en la democracia e ingenuamente confiaría después en el nazismo como un instrumento controlable para realizar sus objetivos.

No puede decirse lo mismo de nuestras democracias. En ellas su legitimidad es incuestionada, incluso por el populismo, aunque para este habría que favorecer la dimensión plebiscitarioparticipativa sobre los mecanismos “liberales” de control del poder o diluir el pluralismo detrás de un concepto de pueblo omniabarcador. Su objetivo es practicar una política identitaria que presione hacia la homogeneización nacional y convertir la polarización política en su principal seña de identidad. Pero, hoy por hoy, no recurren a la violencia ni se apoyan en movimientos de masas ideologizados similares a los de la Europa de entreguerras.

El problema de Weimar, y esto sí que recuerda a nuestros días, es que poco a poco comenzó a diluirse la confianza en la capacidad de alcanzarse un mínimo de gobernabilidad capaz de enderezar la situación económico-social por parte de los diferentes Gobiernos. Aparte del tamaño de los problemas de fondo que se iban acumulando, las torpes interferencias presidenciales de Hindenburg, el fraccionamiento extremo del sistema de partidos y las continuas movilizaciones de masa de distinto signo provocaron una desestabilización permanente que afectó a la misma legitimidad de la democracia. Y, como fue advertido por algunos de los principales teóricos de la época, eso obligaba a contrarrestar al multiforme iliberalismo con la reivindicación de los valores republicanos como sustento normativo imprescindible. Sin una democracia con aspiraciones a la justicia social, como señaló Hermann Heller, esta acabaría quebrando, y esta evidencia sirvió después de inspiración para el “pacto social-democrático” de posguerra. Por cierto, el término “democracia iliberal”, hoy tan al uso, fue utilizado por primera vez en este contexto por parte de Wilhelm Röpke a comienzos de los años treinta. La Constitución de Bonn tomaría después buena nota de sus muchas deficiencias de construcción institucional y apostó por eso que Löwenstein calificó como “democracia militante”. Pero de la experiencia de Weimar extrajo también su obsesión por los déficits presupuestarios y la satanización de la inflación. Lo que nos diferencia de Weimar, no cabe duda, es que supimos aprender del desastre. Esperemos que su tan invocado ejemplo contribuya a exorcizarlo del todo.

La xenofobia, el rechazo de la pluralidad, la mentalidad paranoica frente al mundo exterior y la construcción de chivos expiatorios, ‘trending topic’

Sami Naïr es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de París y director del Instituto de Cooperación Mediterráneo-America Latina, en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Es autor, entre otros libros, de ‘La Europa mestiza’. Ha escrito una interesante columna periodística titulada ‘Qué hay detrás del discurso del odio’. Junto a su texto destacan imágenes de violencia que nos llegan desde las ciudades de Barcelona y México, protagonizadas por jóvenes independentistas y anarquistas. Los partidos de la izquierda moderada los acusan de hacer el juego a sectores populistas reaccionarios. La xenofobia, el rechazo de la pluralidad, la mentalidad paranoica frente al mundo exterior y la construcción de chivos expiatorios se han convertido en tendencia mundial. Hay que tomar en serio la cuestión nacional, no dejarla en manos de los extremistas, como es el caso de Cataluña, en España. Es necesario fortalecer la cohesión colectiva en México.

Lamentablemente, en el panorama europeo de renacimiento del neofascismo, España ya no es una excepción. Se acaba de teñir, casi por sorpresa, de las pinceladas del color oscurantista y xenófobo que avanzan por doquier en el Viejo Continente, el color de la ultraderecha. Se demuestra, una vez más, la sagacidad de la afirmación del gran Quijote: “No hay memoria a quien el tiempo no acabe”. Si bien España solo cuenta ahora con un grupúsculo —Vox—, este se inscribe de lleno en una ola de nacionalpopulismo neofascista que se extiende de modo alevoso por todo el mundo; sin duda, una nueva época se está abriendo, de importantes y graves retos que las democracias tendrán que afrontar, probablemente durante unas décadas. Es innegable que la globalización liberal que se puso en marcha a final del siglo pasado ha entrado en una fase crítica, debida a su patente y consciente desregulación caótica, responsable de sus contradicciones actuales. La búsqueda de un nuevo equilibrio económico-social planetario se hace, pues, imprescindible. Afrontar el desafío de este nuevo periodo exige imperativamente a las democracias encontrar modelos económicos y sociales que apuesten, de modo efectivo, por eliminar la gran brecha actual de la desigualdad, por la solidaridad, expectativas que son de la inmensa mayoría de la población arraigada en la civilización del respeto mutuo y de la dignidad. Al mismo tiempo, sin embargo, resulta llamativa la aparición —como consecuencia de los efectos disgregadores de la globalización— de capas sociales reacias étnica, cultural y políticamente, que se identifican con un discurso de odio de remota experiencia. Se trata de una tendencia mundial, cuyas características comunes son tan importantes como sus diferencias.

Los trabajadores blancos de Kansas, Detroit, Texas … de Estados Unidos apoyan al magnate inmobiliario, promete frenar la llegada de los latinos

En EE UU, la irrupción de Donald Trump ha venido acompañada de una mutación de fondo, a la vez demográfica y racial: los trabajadores blancos de Kansas, Detroit, Texas y otros lugares del país apoyan al magnate inmobiliario porque promete frenar la llegada de los latinos, no pagar servicios sociales a los afroamericanos, acabar con el relativismo de los valores. Ellos temen no solo perder el empleo por competir con otros países, sino que su miedo se resiste también a los fundamentos de la igualdad institucionalizada, así como a la mezcla demográfica y étnica que encarnaba la política de Barack Obama. Un temor transformado en gasolina política por Trump, con una ideología ultrapopulista. Es, en definitiva, un nacionalpopulismo new wave, que retoma muchos de los ingredientes del fascismo clásico: rechazo del mestizaje (del que subyace, para muchos, la defensa de la “raza blanca”), oposición de los de abajo a los de arriba, xenofobia, mentalidad paranoica frente al mundo exterior, política de fuerza como método de “negociación”, denuncia del otro y de la diversidad, hostilidad frente a la igualdad de género, etcétera.

El modelo autoritario de nuevo se legitima apelando al peligro de religiones y culturas diferentes

Otro gran país, Brasil, acaba también de entrar en esta senda. Hablamos aquí de un movimiento evangelista, que ha emergido de las entrañas de las capas medias empobrecidas y temerosas, también, de la liberalización de los usos, de la desaparición de valores morales en un país minado por el cinismo y la corrupción, por desigualdades crecientes, por el fiasco de la izquierda brasileña que no pudo promover una sociedad activamente orientada hacia el progreso colectivo.

Bolsonaro no es un profeta, solo supo invertir las promesas de la teología de la liberación en teología del odio, con el apoyo de las élites militares y financieras y de los grandes medios de comunicación. Lula y Rousseff perdieron el apoyo de las clases medias y después fueron crucificados, además con un golpe de Estado rampante urdido por los grupos financieros, dirigentes y algunos sectores del poder judicial. La retórica evangelista se arroga ahora el papel de salvación de un país al borde del abismo, haciendo de la lucha contra la corrupción su caballo de batalla y proponiendo el modelo de una sociedad moralmente autoritaria, modelo inevitablemente condenado al fracaso, dada la excepcional diversidad y vitalidad de la sociedad brasileña.

El repertorio de movilización descansa sobre el ideario de la reivindicación nacionalista y su metodología rompe con la representación política clásica: los mítines de masas conllevan ritos de fusión extáticos con el líder, que denuncia, como una letanía de golpes de efecto, la decadencia moral de los partidos, llamando urgentemente a la recuperación de la grandeza perdida del país.

En Europa, el proceso de estancamiento de la economía desde hace casi dos décadas (ausencia de crecimiento generador de empleo) también ha producido la enorme regresión de derechos sociales y libertades que sufrimos, una regresión identitaria que explica el surgimiento de los movimientos neofascistas. Aunque tengan elementos particulares, todos comparten la misma metodología política en su conquista del poder: critican severamente la representación política, instrumentalizando la democracia que la sustenta para lograr la victoria; reivindican la libertad de expresión para expandir sus demandas pero la censuran a sus adversarios; focalizan la energía política de las masas contra un objetivo previamente construido como chivo expiatorio (los inmigrantes o esa libertad de prensa que pone en tela de juicio sus discursos, etcétera). Se sirven de este arsenal demagógico para eludir hablar de su programa económico concreto. Todo vale en la batalla que despliegan vehementemente contra la civilización (siempre “decadente” según ellos) y la igualdad, pues el principio fundamental de la retórica neofascista, expuesto (esto sí) en todos sus programas, es el rechazo a la igualdad y a la diversidad de la ciudadanía.

El rechazo al pluralismo político se basa también en la frontal oposición al multiculturalismo, y a la multietnicidad de la sociedad

El neofascismo europeo que surge en la actualidad es, por antonomasia, supremacista, individual y colectivamente. Es el proyecto de una sociedad jerarquizada de señores y siervos, una cosmovisión que acepta la necesidad imperativa de sumisión a un líder, su “servidumbre voluntaria”. Dicha sumisión queda oculta por el sentimiento de fuerza y de revancha para con las “élites”, que la movilización colectiva confiere al neofascismo militante. Y esto funciona porque esta ideología, sin perjuicio de sus particularidades en cada país, genera, en la identidad de sus seguidores, una potente liberación de instintos agresivos y hace estallar los tabús que limitan las expresiones primitivas, violentas, en las relaciones sociales. El gran analista del fascismo George L. Mosse se refiere a este rasgo como a una liberación de la brutalidad en un contexto minado por el “ablandamiento” propio, en términos de esta retórica, de la sociedad democrática.

El discurso de la extrema derecha propone, desde luego, una sociedad estrictamente homogénea, en pie de guerra frente a todo lo que puede introducir diferencias y singularidades dentro del conjunto. El rechazo al pluralismo político — que lleva como un proyecto de gestión del poder— se basa también en la frontal oposición al multiculturalismo, y, por ende, el rechazo de la multietnicidad de la sociedad. El modelo es el de un pueblo sustancial, étnicamente puro. La obsesiva cultura de la pureza se anuda intrínsecamente con la desconfianza hacia el extranjero, hacia la actividad crítica del intelectual —e incluso del arte que no comulgue con la estricta línea de la moral autoritaria vigente—, hacia la libertad de orientaciones sexuales y de identidad de género, hacia la pluralidad de confesiones religiosas. No es casualidad que el islam se encuentre hoy en el ojo del huracán neofascista en Europa: la presencia de población de origen extranjero que profesa la religión musulmana pone en cuestión el concepto esencialista de pueblo, cultural y confesionalmente homogéneo (aunque el viejo fascismo de los años treinta no tenía apetencia particular por la religión).

Una sociedad democrática puede gestionar poblaciones entremezcladas y destinadas a convivir con sus mutuas aportaciones a la civilización humana, siempre que se establezcan pautas seculares claras para todos. En cambio, una sociedad basada en el concepto sustancial de pueblo, en el sentido que le otorga el neofascismo, tiende inevitablemente a la exclusión efectiva de la diversidad. De ahí que el modelo autoritario de nuevo se legitime apelando al peligro de religiones y culturas diferentes, a las que hay que vigilar y perseguir para que no “contaminen” la identidad del pueblo.

El discurso de la extrema derecha de España a Suecia hace estallar los tabús que li- mitan las expresiones primitivas y violentas

El Frente Nacional francés, al comienzo de su andadura en los años ochenta, hizo del rechazo al islam un eje central de su programa, escondiendo su tradicional antisemitismo. El partido alemán Alternativ für Deutschland situó la islamofobia en el centro de su estrategia de movilización en 2015, tras la crisis de la afluencia de refugiados. En Austria, Italia, Bélgica, Holanda y todos los países del norte, también los refugiados se han convertido en plato principal de la movilización electoral, al igual que en la retórica ultracatólica de Orbán en Hungría y en los programas de los partidos neofascistas del este. Estos movimientos, que avanzan de España a Suecia, pasando por los países europeos occidentales y del este, comparten además una característica de índole histórica: apelan al nacionalpopulismo como reacción frente a la época de gobernanza supranacional, resultante de la extensión del mercado europeo, de los efectos de la globalización neoliberal, así como de los intentos de construir instituciones representativas europeas posnacionales. De ahí, el consenso en torno al objetivo de poner en jaque la actual construcción europea, en nombre de la soberanía nacional.

¿Qué hacer frente a este desafío? Hoy, los partidos nacionalpopulistas neofascistas no representan más que entre el 10% y 20% del electorado europeo, pero su influencia ideológica real es más amplia. Por supuesto, hay que diferenciar el cuerpo de doctrina de dichos partidos de las representaciones mentales, mucho menos elaboradas, de los ciudadanos que los respaldan. Si bien es cierto que las causas del avance paulatino de las corrientes de la ultraderecha son conocidas, no existe un concierto común de las fuerzas democráticas a la hora de contenerlo. Hay, fundamentalmente, tres campos de intervención clave, y el primero de ellos es económico. Si la democracia no camina en aras del progreso social, las víctimas, que son muchas, tenderán siempre a culparla del no progreso. Es, por tanto, preciso relanzar la máquina económica de integración profesional, que depende, hoy, esencialmente de las capacidades no del mercado, como lo cree la Comisión Europea, sino de los Estados para incentivar el empleo. Por esto necesitan una política presupuestaria más flexible, que genere equilibrio social. Desgraciadamente, esta es una reivindicación que todavía no se baraja en Bruselas.

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