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Auditoría Información ambiental y fiscalización superior

I.

Hasta en la cadena perpetua hay la oportunidad de que al acusado inocente se le pueda reivindicar, por tarde e injusto que sea. ¿Pero al condenado a muerte que no es culpable y es ejecutado?… El problema de la pena de muerte es que ante el error y el dolo justicieros no hay ni puede haber resarcimientos; que la justicia humana, como todo lo humano, es falible; que la única posibilidad de que en la pena de muerte la Justicia no se equivoque, es que sea perfecta e inmaculada, es decir: que no sea de este mundo.

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La pena de muerte es absoluta.

La verdad de las sentencias no puede ser sino relativa, como toda verdad deductiva.

Tal es el dilema de la justicia terminal: no puede ser justicia.

No existe argumento moral ninguno que justifique la muerte de un inocente en favor de la impunidad de un culpable.

Es cierto que hay culpables identificados con toda evidencia de crímenes brutales (como algunos sicarios despiadados que debieran merecer la misma violencia, cuando menos, que la que han ejercido sobre sus víctimas, y sobre todo si algunas de esas víctimas son inocentes), y que las pruebas en su contra garantizarían en un juicio imparcial y justo que la de la muerte, y aun en la variante más severa y dolorosa, sería la más equitativa y pertinente de todas las condenas, tanto para resarcir de la mejor manera el daño como tal, como por su valor de ejemplo y potencial atenuante contra otros infames criminales de similar perfil depredador.

Pero la justicia del Estado, para serlo -en representación del interés público o de la totalidad social-, debe ser igualitaria, indiscriminada y genérica.

Y si algo priva en el factor humano es la influenciable diversidad de la conciencia y el espíritu: la subjetividad y el prejuicio, pues.

Y en el caso de una justicia extrema e irreversible como la de la pena de muerte, donde los equívocos y los procesos jurisdiccionales irregulares pueden afectar la verdad de los mismos en casos menos objetivos y de no tan plena ni absoluta identificación de la culpabilidad que se acredita, la justicia pierde consistencia y el sistema institucional puede obrar lo mismo que castiga sin que, en su contra, ni en la de ninguno de sus responsables, opere, por el contrario, un castigo igual al que impusieron de manera errática e incorregible.

Porque la muerte procurada y consumada no tiene, hasta donde se sabe, posibilidad de enmienda.

Ese es el caso.

No es una disputa moral, sino pragmática y funcional. De que valdría la pena quemar en leña verde a ciertas creaturas de catadura bestial irremediable, y de que eso podría hacer la alegría de los justos, puede ser… ¿Pero serían tan justos e infalibles quienes tomaran la decisión de hacerlo? ¿Cuándo esa justicia no derivaría en un salvaje linchamiento? Ese, es el caso…

II.

¿Y qué hacer con los invencibles enemigos armados de la sociedad y del Estado se derecho?: ¿que sigan con sus mortandades mientras la política del bienestar acaba con sus razones naturales y originarias, y les ofrece la oportunidad de abandonar su labor de criminales mediante un modo honorable de vivir mejor? En lo personal, ante la barbarie del narcoterror y sus crímenes extremos, por ejemplo, y ante la casi absoluta permisividad con que los incentiva el sistema policial y penal mexicano, prefiero el exterminio de esa peste de crueldad enfrentando a sus ejecutores y matándolos –si no queda más remedio, claro está, si ofrecen resistencia- mediante el aparato de guerra del Estado, como no ocurre, en efecto, hoy día, cuando se opta por una jurisdiccionalidad que es la culpable de más del noventa por ciento de la impunidad procesal, y por tanto de la reincidencia de los criminales y de la multiplicación del delito, y se prefiere la defensa de los derechos humanos de los integrantes de las hordas homicidas y el mantenimiento de la tropa en sus cuarteles, para que no se les toque ni con el pétalo de una rosa. Porque los sicarios se ríen de la inocencia de Fiscalías, Procuradurías de Justicia y tribunales que, cuando no están corrompidos terminan siendo sometidos por su propia y lerda incompetencia, y por la amenaza y el sangriento poder de esas bandas criminales. Y a lo único que en realidad estas últimas temen es a lo que hoy día se mantiene inmovilizada casi por completo en sus cuarteles: la masiva fuerza armada del Estado mexicano con su arsenal de guerra, parapetada detrás del argumento politiquero y legaloide de su comandante en jefe sobre la inconstitucionalidad invencible -por reformable que sea en casos de excepción- de sus operaciones contra objetivos civiles, mientras todas las policías, de todos los niveles de la seguridad pública, y la militarizada misma del Gobierno federal, demuestran su perfecta insignificancia y tolerancia frente a la movilidad ilimitada y letal de los peores enemigos -además de los personajes de la política y la representación popular- de la libertad, la democracia, la paz social y la vida civilizada.

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