Estosdias 698

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Pinceladas

un ‘menage à trois’, el sueño de su vida, el Chivas le pasó mala factura y las dos mujeres tuvieron que meterle en la bañera. Se bebía la vida de un trago, como se dice.

Logró un poco menos de lo que el FC Barcelona había pagado por Maradona en 1982, con su rostro en todos los telediarios de España

Con una resaca cósmica, atravesar el control de pasaportes era la parte más complicada. El relato de estas escenas sí que pertenece al pasado, hoy día nunca se haría, o no se debería hacer en esos términos, pero es otro de los momentos álgidos de una historia que llegados a este punto, el centenar de páginas, uno seguía leyendo enganchado más por lo inverosímil que por la crudeza: “Estaba un poquito pasado de copas, maquillado, con la peluca rubia de pelo largo, la mariconera cargada de billetes, un radiocasete estereofónico bajo el brazo y una ligera cojera causada por la ciática. Aparentaba cualquier cosa menos una persona normal; más bien parecía un gay, y yo me dispuse a interpretar mi papel (…) me armé de valor y, echándole un poco de humor al asunto, avancé con mi cojera y mi peluca rubia. Con un ‘hola’ afeminado en los labios -que algunas veces usaba en broma con mis compañeros de Candi-, saludé al policía que sellaba los pasaportes. Este más que ninguno pensó que yo era un afeminado extremo, de los que rozan la locura. Con cara de pocos amigos y, quizás, satisfecho, porque un tipo semejante abandonara su país, metió un golpetazo sonoro al pasaporte y me dejó pasar”. En el avión las azafatas se rieron de él cuando, durmiendo la mona, se le cayó la peluca. Al llegar, no recordaba cuáles eran sus maletas y, en la cinta transportadora, esperó a que todo el mundo recogiera las suyas a ver si eran las que quedaban. El viejo truco. Con el nuevo pasaporte no hubo problemas en entrar en Río de Janeiro. Respirando sus calles, gritó libertad: “¡Esto es como La Manga de Murcia, pero a lo bestia!”, exclamé. En este segundo tercio del libro la trama detectivesca se difumina. Pasamos al relato de unos hechos muy difíciles de entender ni por la época ni por lo cañí. Después de haberle salido el plan de afanar trescientos millones de pesetas, un poco menos de lo que el FC Barcelona había pagado por Maradona en 1982, con su

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30/11/2020

I estosdías

rostro en el telediario y en todos los periódicos y revistas de España, cuando la lógica más elemental conduciría a cualquiera a guardar cierta discreción, digamos que se le fue un poco el pinzón. Alquiló un apartamento de lujo, según se publicó en este volumen, con vistas al mar y piscina. Iba en helicóptero, cuando no en avioneta. Realizó viajes en barco a las islas cercanas. Se hizo asiduo del restaurante al que iba a cenar su ídolo Julio Iglesias, se permitió el lujo de que una orquesta italiana tocase para él “Oh sole mío” en uno de los restaurantes más caros de la ciudad. Las amistades que hizo en los locales que visitaba le recomendaban “desparramar” cocaína por las sábanas de la cama para que cuando se acostase con alguien, al sudar, su cuerpo transpirase la droga y se pusiera en estado de “macaco nervioso”. Para los trayectos cortos, alquilaba limusinas. Elegía el color del vehículo para que hiciera juego con el de la piel de la brasileña que le acompañaba “en cada momento”. Porque, adornado o no, lo que queda claro en este texto es que en lo que gastó con más fruición fue en prostitutas: “Sus culos parecían hechos de mármol

de Carraca y sus pezones eran duros como castañas pilongas. Cada vez que me miraba una de ellas, los ojos se me ponían como el coche fantástico (…) Frecuentábamos ‘Help’ y ‘Barbarella’. Era asombroso la gran cantidad de mujeres jóvenes y preciosas que había allí y la facilidad para llevárselas a la cama. A los pocos días, mi generosidad se hizo tan famosa que ellas esperaban impacientes su turno.

“A la altura de mi nariz, seis o siete hombres, unos de rodillas y otros de pie, me encañonaban con sus revólveres y pistolones”

El pináculo del éxtasis de esta lectura se alcanza en las primeras cuatro palabras del capítulo diez. Podrían pasar fácilmente a los anales de la literatura universal. Pasaba uno la página suavemente, recorría con su vista la carilla en blanco y, al comenzar a leer el nuevo episodio en página impar, este se iniciaba así: “No todo era juerga”. Solo por ese instante merecía la pena experimentar esta lectura, aunque a partir de ahí fuese cuesta abajo. Contaba su visita a un cirujano para, según el plan, cambiarse la cara e iniciar una nueva vida con una identidad distinta tras, más o menos como se había anunciado antes, fingir su propia muerte. El problema es que un relato de esas características necesitaba, ya pasada la mitad del libro, un giro inesperado. Sin


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