Los arenales de Cancún, como se sabe, no son propios. Los propios se fueron para no volver. Desaparecieron con la furia de dos ciclones. Pero sobre todo con la ayuda de una equívoca saturación de grandes hoteles justo al pie de las olas, lo que en un medio natural tan frágil como el del Caribe mexicano significó matar al cabo la duna costera. Las playas de Cancún son postizas, importadas de fondos marinos cercanos que a la postre pagarán los platos rotos del despojo. Rellenarlas un par de veces costó en menos de un lustro la friolera de casi mil trescientos millones de pesos. Porque esas dunas artificiales cancunenses -cuyos granos de arena son más gruesos que los originales, dicen los especialistas, y se acumulan formando paredones hasta de dos metros a lo largo de los tendidos de arena- son susceptibles de erosionarse y esfumarse a la menor provocación climática.