No es nada extraordinario saber que el Caribe mexicano es una región crítica por su alta vulnerabilidad a los desastres naturales. No sólo por sus características geográficas -que lo hacen susceptible al impacto de los huracanes y a otros fenómenos destructivos de la era del cambio climático, como las tempestades, cada vez más persistentes y perniciosas, y los incendios forestales- sino por las particularidades únicas de su permeabilidad geológica y su frágil y compleja biodiversidad, sometidas a las presiones de un crecimiento poblacional y urbano de los más intensos y caóticos del mundo –con sus cargas evidentes de pobreza y contaminación-, y con el agravante de una consistente e irreversible declinación fiscal en las administraciones públicas que imposibilita los servicios y los cuidados eficientes del medio, compromete los factores del equilibrio ambiental y la sostenibilidad.