Desde que en México se aceptó como un hecho el advenimiento de la democracia como el mejor destino nacional, las empresas encuestadoras han hecho su agosto como instrumentos de propaganda política y electoral más que de medición real de las preferencias del público en torno de las partes contendientes en los procesos respectivos cuyas tendencias se dimensionan (o se inventan). Pero ese negocio tiene una entraña paradójica y contradictoria: las clientelas militantes siguen invirtiendo en él pese al desprestigio que por eso ellas mismas le han cargado y pese al valor que por tanto uso desnaturalizado han dejado de tener, y más que nada por los números tan diferenciados y dispares que manipulan en favor de uno o de otro de sus grupos o sus candidatos contratantes.
