etc. 1: Diego Figari

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EVISCERACIONES TEÓRICAS CONTEMPORÁNEAS

N ú mero 1 M arzo 201 3

“El arte es largo, la vida es corta”


SUMARIO

Deslumbramiento Luis Salaberría

Porfolio

Presentación César Jiménez

El vacío y la locomotora Fernando Castanedo


Querido amigo Sandra Rein Natalia Pintado Montse Gómez-Osuna Pablo San Juan Angela Nordenstedt Alison South Blanca Monzú Isabelle Smeets Jaime Compairé y Crissalida

Bocetos furiosos Diego Figari

Epílogo Emilia García-Romeu


EVISCERACIONES TEÓRICAS CONTEMPORÁNEAS Consejo de redacción: Fernando Castanedo, Emilia García-Romeu, César Jiménez, Pablo Larrañeta y Luis Salaberría Han colaborado en este número: Esther Gallego, Natalia Pintado, Sandra Rein, Pablo San Juan, Isabelle Smeets, Blanca Monzú, Montse Gómez-Osuna, Alison South, Angela Nordenstedt, Jaime Compairé y Crissalida © Natalia Pintado, Pablo San Juan, Montse Gómez-Osuna y Jaime Compairé, VEGAP © Diego Figari, Sandra Rein, Isabelle Smeets, Blanca Monzú, Alison South, Angela Nordenstedt y Crissalida © De los textos, sus autores.

L I M A 1 9 6 4 - VA L E N C I A 2 0 1 2

etc.revistadecreacion@gmail.com

4 _PRESENTACIÓN


abandonarnos el 27 de marzo de 2012. Esta es la Diegodddddddddddddddddddecidió F igari

razón por la que hemos querido dedicarle el primer número de esta revista, que hoy ve la luz. Sus páginas son un recuerdo emocionado del amigo, pero, sobre todo, el reconocimiento a un artista comprometido radicalmente con su obra. Vida y obra en Diego Figari se confunden hasta hacerse una sola sustancia. Su experiencia vital, sus angustias, sus miedos, sus obsesiones fueron el material con el que construyó su obra. Cuentan que, en cierta ocasión, se le acercó un admirador al pintor Gutiérrez Solana y, aludiendo a los tonos sombríos de su paleta, le preguntó: “Maestro, ¿usted con qué pinta?” “Con mierda”, contestó lacónico. Si alguien hubiese preguntado a Diego Figari “¿con qué pintas?”, podría haber respondido: “Con sangre. Con mi propia sangre”. Lo comprobarás al contemplar los dibujos realizados en los dos últimos años, que reproducimos en este monográfico, todos inéditos. Exhibicionista, visceral, intenso hasta agotarse, nos muestra en su obra su interior devastado por el dolor de una ausencia imprecisa.

Quizá Diego Figari, gran devorador de libros, hizo suyo el pensamiento de Gabriel Conroy, uno de los personajes de “Los muertos”, el último de los quince relatos que componen Dublineses de James Joyce: “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida.” Con este número especial inicia su andadura esta revista dedicada a la creación literaria y artística. Sus páginas aspiran a ser un espacio colectivo, abierto a la participación, puente entre escritores, artistas, diseñadores y lectores. Una ventana abierta a la creación y a su disfrute. Te invitamos a participar y recorrer con nosotros el camino que aquí iniciamos. César Jiménez

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El pintor Diego Figari vivió en Perú hasta que en 1986 se trasladó a España. Se autorretrató compulsivamente con clarividencia, miedo, humor e intensidad. Por Fernando Castanedo

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Diego Figari Llop nació en Lima el 16 de julio de 1964. Era el tercer hijo de René Figari, un prestigioso cirujano que por entonces trabajaba en el Clínica Americana de la ciudad, y de Mercedes (Mechita) Llop, nieta de emigrantes valencianos que habían prosperado en la capital peruana. La familia vivía en el barrio de Chacarilla, en el 285 de Angamos Este, San Borja, que hoy es un distrito lujoso, pero que durante los años setenta y ochenta se consideraba una “zona nueva, de gente bien” en las afueras de la ciudad. “Estábamos lejos del centro, de Miraflores”, recuerda su primo Gonzalo Figari, “en aquel tiempo comprabas la leche directamente en alguna de las haciendas de los alrededores”, pero pasados pocos años también se pudo acudir al primer supermercado que se abrió en el Perú, Gala, justo enfrente de la casa. Diego, al igual que sus hermanos Santiago y Arturo, asistió al colegio Santa María, de los Marianistas. Su primo lo recuerda como un niño formal y buen estudiante, al que su madre había inculcado desde muy pequeño el gusto por el dibujo. Cuando acudían visitas llamaba al benjamín para que les mostrase sus obras, y cuando cedió el jardín de la casa para que un pintor bastante conocido y algo pariente impartiera un taller, Diego fue el primero en apuntarse. Tenía en mente que su hijo llegara a ser un artista. Gonzalo recuerda a su tía Mercedes como “una persona muy bondadosa y cariñosa”, aunque Diego se quejara de que era también una mujer con mucho carácter. “Él decía que en casa era muy dura, pero de cara a la galería todo el mundo pensaba que su madre lo adoraba, y la percepción de la gente era que Diego la quería por encima de todo”. Su padre, un “médico famoso, gran profesional y trabajador”, vivía con los minutos del día contados. Diego, de ojos azules y pelo rubio, era lo que en Perú llaman un gringo. Al igual que su hermano Arturo, podía pasar horas en el gimnasio haciendo ejercicio de manera casi obsesiva, con el mismo empeño infatigable con que dibujaba. Según Gonzalo, no se envanecía a pesar de esa belleza salvaje y algo descuidada que lo convertía en “un sex symbol; no había chica en Lima

que no se muriera por él. Era un chico superligón”. Los que le conocimos en Madrid recordamos su belleza viril y también su narcisismo, a partes iguales socarrón y exhibicionista. Una vez terminado el colegio, empezó a estudiar Arquitectura en la Universidad Ricardo Palma y Bellas Artes en la Pontificia Universidad Católica del Perú, pero todo cambió con la muerte de su madre el 27 de marzo de 1985, de un tumor cerebral. Su padre volvería a casarse, sus hermanos se fueron del país (Santiago a Israel y Arturo a los Estados Unidos), y Diego tomó su herencia, vendió algunas joyas y se marchó a cursar Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid. De nuevo según Gonzalo, “quedarse en Perú equivalía a meterse en Sendero Luminoso, es lo que hacía todo el mundo con un mínimo de conciencia; por entonces era o eso o te ibas del país”. Desde 1986 Figari vivió y trabajó en España, y solo volvió a Lima durante diez días en 2000 con motivo de una exposición organizada en la sala Luis Miroquesada Garland. Hasta aquí lo que he averiguado sobre su infancia y juventud en Perú. Sobre su suicidio en la habitación de un hotel de Valencia el 27 de marzo de 2012, en el vigésimo séptimo aniversario de la muerte de su madre, he sabido que Diego ya había intentado quitarse la vida en tres ocasiones. La primera en Madrid, cuando en 2007 se hizo unos cortes en los brazos. Después vendrían otras dos tentativas en Valencia. A raíz de la primera, en junio de 2010, lo internaron en la residencia psiquiátrica del Hospital Padre Jofre, y a consecuencia de la segunda, en 2011, pasó a vivir en un piso de acogida del Comité Antisida de la Comunidad de Valencia. Nada más llegar al piso anunció a sus compañeros que tenía intención de quitarse la vida, y así lo hizo después de hablar con Luis Salaberría del suicidio -un tema que los dos amigos solían tratar-, y recordarle que si llegaba a hacerlo no deseaba que nadie estuviera triste porque era lo mejor para él. El artista fue al hotel con sus aperos, preparó la bañera y montó en el cuarto una exposición, la última -en vida- de un hombre que no se separaba de sus carpetas y que nunca dejaba de dibujar.

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Aquella exposición no incluía ni el Autorretrato con locomotora que realizó en Carrascal de la Cuesta (Segovia) en la primavera de 2006, ni el Retrato hindú [con pensamientos] que compuso sobre una fotografía de Maggie Seider a comienzos de los noventa. Son dos imágenes reveladoras porque muestran su habilidad para componer un retrato físico y moral de sí mismo -su pericia para el autorretrato-, y también la capacidad del artista para generar metáforas visuales. En el Autorretrato con locomotora Figari sujetó la cámara en alto con los brazos extendidos, en una postura algo forzada pero necesaria para sostener encima de la cabeza una locomotora de juguete. Aunque a simple vista pueda parecer una fotografía ingenua, se trata de una imagen poderosa e inquietante. Diego mira al objetivo, serio, sin concesiones, con cierta implacabilidad que había en su carácter, y desde luego en contraste con el equilibrio precario de la locomotora de plástico, uno de

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esos juguetes que se le regalaría a un niño pequeño. La cuña del quitapiedras amarillo va replicándose en el nacimiento del pelo, las cejas, la nariz, los labios, la barbilla y el esternón. Junto con la chimenea roja, es lo más grande de la locomotora. Si uno se para a pensarlo resulta curioso que las fábricas de juguetes sigan reproduciendo estos modelos que solo se encuentran en los museos. Parece que conservaran el valor icónico de la máquina por excelencia de la Revolución Industrial y, por lo tanto, también el de la capacidad del hombre para construir ingenios más poderosos que él. Pero la locomotora que, en principio, genera una energía domesticada, aquí corona al hombre y se ha enseñoreado de su cuerpo recorriéndolo como una flecha desde la cabeza hasta el corazón. Dejando a un lado si el artista controla al juguete o el juguete al artista, sí parece que Diego se representó quirúrgicamente descerebrado, mostrando encima de su cabeza lo que creía tener dentro de ella. Al tomar lo externo por lo interno, quería enseñarnos a qué respondía su hablar atropellado y rápido, el impulso maníaco que le conducía al gimnasio siendo joven o el que le permitía pasar horas y horas dibujando sin importar dónde se hallara o en qué condiciones (pienso en la habitación de un hospital). Más aún, esa loco-motora con la que Diego en parte se estaba designando sin pudor ni eufemismos, también venía cargada de la ironía de representar con un objeto aparentemente inocente la malicia de la enfermedad mental. El mismo artista que había empleado tantas veces en su obra un lenguaje pseudoinfantil sabía que hay pocos objetos más familiarmente siniestros –unheimliche- que un juguete, y no muchos con tanta potencia expresiva y evocadora. Si Autorretrato con locomotora es una imagen de la realidad, Retrato hindú [con pensamientos] lo es del deseo. Aquí el artista transformó una fotografía idealizante y ensoñadora en una singular visión autobiográfica. Diego aparece recostado, lánguido, con el hombro desnudo y la cabeza apoyada en la mano izquierda, el pelo largo algo revuelto, como si le hubiesen sorprendido recién levantado, con un mechón cubriéndole la frente, los párpados caídos y la mirada perdida –muy levemente estrábica-. Es la belleza descuidada que cultivó. A esta fotografía el artista añadió al menos seis elementos. El título, en primer lugar, reza REtRato HiNDú, y recorre la foto


“Diego se representó quirúrgicamente descerebrado, mostrando encima de su cabeza lo que creía tener dentro de ella. Al tomar lo externo por lo interno, quería enseñarnos a qué respondía su hablar atropellado y rápido, el impulso maníaco que le conducía al gimnasio siendo joven o el que le permitía pasar horas y horas dibujando”.

de un extremo a otro del borde inferior jugando con la tipografía mediante la combinación de mayúsculas y minúsculas, las tes, que parecen pequeñas figuras humanas esquemáticas, y el punto sobre la i en forma de corazón, un corazón algo menor que el que sigue a las dos palabras. Las intervenciones en la cara incluyen un bigotito relamido, que recuerda a los de finales del siglo XIX o principios del XX; doce líneas diminutas en las pestañas inferiores (cuatro bajo el ojo derecho y ocho debajo del izquierdo); dos pequeñas manchas encima de cada pupila; y, por fin, la tilak o señal hindú en el centro de la frente. También parece que oscureció con una línea de sombra la fosa izquierda de la nariz, pero no lo podría asegurar. El último elemento que añadió Figari se encuentra en el ángulo superior izquierdo. Son tres circunferencias ovaladas que se agrandan a medida que salen de la cabeza: los pensamientos del título. En la copia que manejo da la impresión de que el artista empleó tinta negra para las intervenciones en la cara y un lápiz o un bolígrafo (¿?) para el título y los círculos, por lo que cabe pensar que pudo trabajar en dos momentos distintos sobre la imagen. Como el de la locomotora, este autorretrato captura el ensimismamiento de Diego pero, al contrario que en aquel, donde dominaba lo maníaco, aquí manda una placidez mortecina. Lo más llamativo, aparte del título, son esas señales hindúes que, además de exotizar al artista en la medida de lo aceptable para el imaginario occidental -de nuevo, con ironía-, lo construyen como una figura retro que podría estar sacada del romanticismo europeo o de los años del cine mudo, en un cruce de referencias que incluiría -parodiándolas- imágenes orientalizadas como las de Lord Byron o Rodolfo Valentino. Por fin, más allá del rótulo y de las intervenciones en el rostro, están los tres óvalos que representan los pensamientos*. Mediante el recurso gráfico tradicional de los bocadillos, Figari articuló una variación de los descerebramientos que abundan en su obra, y, para que concordasen con el disfraz, los dejó huecos como si fueran símbolos de la noción hinduista del shuniata, ese estado de apertura al vacío que puede alcanzarse * Supe del añadido con pensamientos por Natalia Pintado, también artista y amiga de Diego.

en la meditación sin objeto; un vacío de pasiones, deseos y pensamientos. Sin embargo, no creo que el artista plantease en serio y como una experiencia propia ese estado de pensamiento vacío que –desde el saber occidental- es una paradoja. Puestos a conjeturar, yo lo encuentro más cercano a aquel Machado burlón que entendió el vacío de pensamientos como un defecto de indolentes y perezosos: “- Nuestro español bosteza. / ¿Es hambre, sueño, hastío? / Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? / - El vacío es más bien en la cabeza”. Figari, que no tenía la cabeza precisamente vacía, se rió de sí mismo con la guasona auto-idealización que es Retrato hindú [con pensamientos]. Pero si aceptamos que la paradoja de unos pensamientos vacíos sería objeto de chanza para el artista, y si aceptamos que hay idealización aunque sea burlesca, ¿qué podrían simbolizar esos bocadillos descerebrados? ¿Un deseo de placidez, de tranquilidad? ¿El vacío como deseo? Frente a la locura que representaba la locomotora en el otro autorretrato, una enfermedad agresiva, colorista y vital, esos pensamientos huecos y sin pulso que salen de una imagen algo hierática parecen remitir -y conjurar- el vacío de la muerte.

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Una aproximación a la personalidad y la obra de Diego Figari basada en recuerdos y emociones compartidas. Sobre autorretratos, un poncho de alpaca, momentos felices y caramelos de canela. Por Luis Salaberría. Si repetimos de manera excesiva una palabra, esta parece perder su significado, deja de “sentirse” como es habitual y su sonido se distorsiona, se enrarece. De igual modo, si hacemos el esfuerzo de observarnos en un espejo un minuto tan solo, no un par de segundos como es costumbre, nos incomodamos y vivimos una inquietante sensación de extrañeza al vernos mirándonos. Diego, de tanto hacerlo, se deslumbró, se cegó. Como en el mito de Narciso, buscó su rostro en los reflejos, sus ojos miraron sus ojos y se cerró un círculo, un bucle que lo incapacitó, que lo ensimismó. Cuanto más se contemplaba menos veía el mundo, el contexto desapareció y se sintió. Se notó. Se percibió de un modo tan profundo que no pudo seguir en relación con los otros, con lo otro. El estupor producido por esa “hipersensación” está contado en sus últimos trabajos, en sus autorretratos y en sus diarios. Mientras que en sus dibujos el tema es su rostro como el lugar desde donde contarse, en sus textos intenta organizar, planificar las tareas que le ayuden a soportar la desazón, haciendo listas de causas y consecuencias de sus acciones, columnas de debe y haber que contienen lo positivo y negativo de su personalidad, sus virtudes e incapacidades. Pierde el control en esos ejercicios de ordenamiento, y ese

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acto se convierte en un nuevo problema, en otro círculo vicioso sin solución. Agotado entonces, decide que hablen otros de él, y reproduce textos entresacados de sus lecturas. Diego fue un lector voraz y excesivo, fiel a un puñado de autores. Pueden ser breves citas o grandes párrafos de obras de Thomas Bernhard, Truman Capote, Kenzaburo Oé o de otros autores que le parezcan aplicables a su situación personal, que le expliquen. Como un médium, transcribe lo que le dictan estos espíritus tras haberles consultado de manera inconsciente, y lo hace en trance, tranquilo, dibujando las palabras con una caligrafía cuidada, antigua, como la que utilizaba su madre. En esos cuadernos escribe también sobre su memoria, sobre sus recuerdos. Hilvana anécdotas y sensaciones del pasado, de su niñez, con su presente. Construye puentes, y pasa de un lado a otro sin querer establecerse en ninguno de los dos territorios.

Diego era mitómano, yo le conocí muy bien. Podía

sentir con una intensidad brutal los simulacros. Oír una canción de Mina o contemplar una foto arrugada de su perro Sebastián podían provocarle emociones profundas. Convivían en su bagaje afectivo personajes de ficción con personajes reales. Los empastaba, los mezclaba. Coleccionaba imágenes, guardaba recortes de revistas y, últimamente, archivos digitales. Pero, al contrario que otros muchos artistas plásticos que las acumulan y estudian para elaborar un posterior trabajo, él guardaba toda esa iconografía para su veneración particular, como estampas religiosas. Adoraba los rostros de quienes adoraba, y adoraba a Margit Carstensen, Jane Bowles, R. W. Fassbinder, Thomas Bernhard, Silvana Mangano, Lola Flores, Patty Pravo,Yukio Mishima, Pier Paolo Pasolini, Stefania Sandrelli, Ingrid Caven, Bernarda y Fernanda de Utrera, entre otros, y últimamente adoraba mucho, pero mucho, a Deborah Kerr y Zarah Leander. Diego, de una manera u otra, siempre se retrató, pero en los dibujos del último año su rostro, su cabeza enmarcada en un “primer plano”, fue su tema. Él mirándose. Ahora con-

templo esos dibujos que no me ven y que siguen mirándole a él. Alguna vez alguien creyó que en la pupila de un asesinado podría descubrirse el rostro del criminal, y en los ojos de esos dibujos yo estoy viéndole a él. Son miradas múltiples1, vibrantes. Intensas y oscuras. Los ojos están duplicados, triplicados a veces, como queriendo percibir aún más. La boca es dulce pocas veces y aparece más bien en forma de sonrisa desdeñosa, alejada. Mientras sus ojos muestran desconcierto, sus labios parecen conocer la respuesta. La cabeza rapada es su cabeza rapada, pero las agitadas manos, también multiplicadas,

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son pequeñas, afiladas, distintas a las de Diego. Parecen las de una diosa Kali histérica dando una conferencia sobre cómo se siente Diego. Su último moleskine es un cuaderno monstruo, deforme, hinchado por la carga de materia pictórica, collages e incluso algún objeto que se esconde en su solapa. Está dirigido a mí, pero no siento que es para mí. Soy su interlocutor, su último contacto con los demás. Los trazos se explican solos, pero necesita volver a relacionarse con otro, contarse contándomelo a mí, contándonos el final. Y existe en esta narración una intención de trascender, de no desaparecer del todo, dejar un

testimonio. Aparecen de nuevo sus rasgos, más dulces ahora, entre textos susurrados, con citas literarias o haciéndome recomendaciones como “debes terminar de leer Los hermanos Karamazov”. Hay sorpresas ocultas, como un autorretrato con aspecto juvenil y sonriente, boca abajo y dentro de un sobreataúd, o la aparición en la contraportada de un libro de Cesare Pavese, en italiano, con la palabra “suicidio” en su título. Este gran escritor, cansado, acabaría con su vida en la habitación cansada de un hotel. En otra habitación de hotel Diego expondrá trece dibujos que representan trece caras dolorosas que producen migraña al contemplarlas. Realizados con tinta negra, acuarelas y lápices duros y afilados que dan a las obras un aspecto metálico. Pareciera que al dibujar hiriese el papel y a la vez se hiriese a sí mismo. Situó las obras en ese lugar de modo que pudiera contemplarlas y verse de nuevo, por última vez. Encendió unas barritas de sándalo y sintonizó su pequeña radio portátil a un canal de música clásica. Después entró en el agua, tibia y dulce. Ese mismo día su madre habría cumplido años2. Me telefoneó desde esa habitación unos minutos antes, charlamos un rato y su despedida fue tan sutil que no la percibí.

Recuerdo la primera vez que vi a Diego, fue en

febrero de 1989. Era un chico guapo que llevaba puesto un poncho de alpaca y tartamudeaba al hablar en público. Presentaba su trabajo como alumno en un taller impartido impetuosamente por Jiri G. Dokoupil en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Había llegado de Lima hacía pocos años, aún no sabía cómo, sobre qué ni por qué pintar y pronto fuimos amigos. Me acuerdo del verano de 1990 y que dibujábamos como loros comiendo pipas. Estábamos en Salzburgo, en un taller de pintura que dirigía desapasionadamente Sandro Chia y donde algunos compañeros del curso nos preguntaban qué hacíamos allí en vez de en una sala contigua, donde se daban clases de dibujos animados. Nosotros contestábamos que lo que hacíamos era pintura, lo cual les desconcertaba y a

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nosotros nos divertía mucho. Un día Chia trajo a un amigo que quería comprarnos una serie de dibujos pero le pedimos tanto dinero que se escandalizó. Éramos, además de esnobs, pobres pero engreídos.Yo acababa de recibir la noticia de que me habían concedido una importante beca y pensaba que “nunca más pasaríamos hambre”. Iluso. En junio de 1991 Diego expuso en la galería Juana de Aizpuru en la colectiva Cien años de arte contemporáneo conmigo, Ana Laura Aláez e Idoia Montón. Presentó pequeños lienzos y dibujos sobre papel donde aparecían personajes infantiles, dulces y solitarios, desamparados unos y estupefactos otros. Mostraba también muchos orinales. Quizá, una metáfora de cómo nos sentíamos. Nos recuerdo en Mojácar, becados y diletantes. Un lugar difícil para trabajar. En 1994 estábamos en Eindhoven preparando una instalación conjunta titulada Limbo. Allí, debido a problemas surgidos al unificar las ideas y las tareas en el proyecto, además de otros asuntos, discutimos y dejamos de vernos un tiempo.

A mediados de los noventa expuso con cierta

asiduidad en Madrid. En la galería EGAM y en la exposición La otra orilla, comisariada por Miguel Fernández Cid en la Casa de América. En ambas mostró una serie de grandes lienzos titulados El desván del artista, en los que dibujaba instrumentos de tortura, crucifijos, muletas, piernas ortopédicas, muñecos de vudú, cucarachas (le aterraban), vendajes y tijeras agrupados y presentados en extraño equilibrio. Entre estos y otros objetos, aparecía el signo Ω, que se encuentra también en alguno de sus últimos dibujos, y que puede entenderse como sinónimo de término, de final. Expuso en la galería Marta Cervera y en la colectiva Berlín /Madrid, que se presentó en las dos capitales, telas pintadas con colores planos, rojos, negros y algún tono pastel, formando presencias antropomórficas y sus sombras. Sin lo recargado de la etapa anterior, mantienen algo de ese mismo tono siniestro, pero esta vez el terror es frío y cercano a lo mínimo.

En la década siguiente la obra de Diego apenas se mostró. En 2002 fue invitado por José María Parreño a participar en la exposición Extranjeros, los otros artistas españoles, en el Museo Esteban Vicente de Segovia. Presentó un lienzo, grande y oscuro. Un retrato de familia sin rostros, negro. Como si fuéramos casi ciegos adivinando sombras, vamos descifrando en dos metros cuadrados de tinieblas una gran presencia femenina a contraluz, un perro mortecino y otros personajes mutilados y sugeridos. En esa época recuerdo que pasó algunas temporadas conmigo, y otros amigos, en un pueblo castellano donde su sensibilidad, un poco delirante, se fundía con aquel ambiente. Allí tenía su propio Inticancha, desde donde

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hizo una serie de fotografías de su propia mano acariciando el sol; dibujaba y escribía sobre huesos de vaca y coleccionaba egagrópilas. Sé que fue feliz y que añoró después aquel lugar, como le ocurría con algunos otros de la costa o la sierra peruana que visitó de adolescente.

En 2007algo empieza a desmoronarse, algo que era

frágil se rompe. Aturdido, se aísla y aleja de sus amigos y entorno laboral. Se marcha de Madrid y se instala en Reque-

na, Valencia. Seguirá pintando, y expondrá en 2009 en una sala municipal trabajos muy personales, dibujos, collages y esculturas realizadas con desechos y restos encontrados en un vertedero. Pasará algunos momentos de felicidad, sobre todo relacionados con estancias en una casa de campo en el pueblo de Hortunas, pero sus problemas emocionales y cognitivos se agudizarán. Continuará inexorable su proceso de aislamiento, de autoanálisis inútil y destructivo. Su situación se agrava y es ingresado en un centro psiquiátrico, hospitales y, finalmente, en un piso de acogida. En ese tiempo no pude estar a su lado, pero hablábamos por teléfono con asiduidad, le visité varias veces y esos encuentros serán extrañamente felices y reconfortantes. Me acuerdo tanto de Diego que no lo echo de menos. Me he convertido en fetichista y no puedo deshacerme de sus largos SMS, de algunos correos electrónicos donde discutimos, de sus lápices y gomas de borrar agotadas y de algunas otras pocas cosas que dejó en una mochila. Entre ellas hay una caja de caramelos de canela que saboreo como si al hacerlo estableciera un vínculo, un enlace sensitivo, una comunicación. Quedan pocos. También, y seguramente a causa de este texto, sueño últimamente y de modo recurrente que está vivo, que su muerte ha sido un engaño, una impostura, y que al descubrirle me hace sentir serenamente que ya no me necesita. Este texto está construido en base a recuerdos de mi vida pasada con Diego y al conocimiento de parte de sus escritos y dibujos que conservo porque él así lo quiso. Algunas de esas obras han sido incorporadas a la colección del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y solo conservo algunas fotografías. La memoria es una materia confusa, difícil de interpretar, y mi lectura de sus textos y dibujos es subjetiva y contaminada. Quizá lo más certero, lo que más claramente puedo definir sean mis sentimientos. Ahí no hago una mitificación, no me engaño en exceso y puedo sentir dolor, enfado y desconcierto, pero también, y de forma brillante y cálida, percibo la alegría, la dulzura y un punto de vista poético y delirante que había en Diego y que me acompañará siempre.

Los dibujos de este artículo fueron realizados en 2010-2011 sobre papel con técnica mixta. Como sus miradas que aparecen en el video “Rabdoma” que realizó en 2009.

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Algunos parientes señalan el 27 de marzo como la fecha de la muerte de su madre. www.youtube.com/watch?v=fB4LuFZhCsk 2

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Entre 2009 y 2010 trabajó sobre papel de pequeño formato que agrupó en tres series que denomino “Japonesas”, “Postales” y “Collage”. Se trata de trabajos realizados a partir de reproducciones de grabados y fotografías antiguas de geishas, intervenciones sobre viejas postales de arte que adquiría en mercadillos y tiendas de memorabilia.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 27,3 x 17 cm.

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 30 x 21 cm.


Sin título. Técnica mixta sobre papel. 28,8 x 18,6 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 30 x 21 cm.

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 29 x 21 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 28,7 x 22 cm.

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 28,4 x 22,9 cm.


Sin título. Técnica mixta sobre papel. 29 x 20,8 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 29,5 x 19,3 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 24,4 x 14,3 cm

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 30 x 21,4 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 34,8 x 25 cm.

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 26,4 x 17,8 cm.


Sin título. Técnica mixta sobre papel. 17,6 x 12,5 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 33,4 x 23 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 17,6 x 11,9 cm.

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 18 x 12 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 28,40 x 22,8 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 34,7 x 24,7 cm.

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Sin título. Técnica mixta sobre papel. 18 x 12,3 cm.

Sin título. Técnica mixta sobre papel. 43,5 x 24 cm.

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SANDRA REIN PABLO SAN JUAN ISABELLE SMEETS X ALISON SOUTH ANGELA NORDENSTEDT BLANCA MONZÚ NATALIA PINTADO MONTSE GÓMEZ-OSUNA JAIME COMPAIRÉ CRISSALIDA

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Diez artistas le recuerdan y crean una obra como homenaje

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Sandra Rein Diego y yo nos conocimos el primer día que pisé la Facultad de Bellas Artes. Yo entré tarde en clase con un casco de moto y tuve que sentarme en primera fila, pues no había más sitios. Dos minutos después entró Diego, y quité el casco para que se sentara a mi lado.Venía con un peto vaquero que utilizó mucho los primeros años de carrera. Nada más sentarse, nos miramos y comprendí que nos haríamos amigos. Así fue. Recuerdos tengo muchos, e incluso podría inventármelos: tendría gracia. Pero recuerdo uno muy tierno y lleno de juventud en el que puedo casi escuchar la palabra FRESCA saliendo de su boca. A Diego le importaba mucho el aspecto físico, y a mí siempre me gustó observar los cuerpos bellos; por eso hablábamos mucho de los chicos que nos parecían atractivos. En una ocasión, después de analizar a un compañero de la escuela que estaba buenísimo, nos encontramos en la cafetería los tres tomando café. A mí me resultó gracioso estar los dos seduciendo a la misma persona a la vez. Al irse el chico en cuestión, Diego se levantó y me dijo: “Eres una FRESCA”, y yo le contesté: “No más que tú”. Nos reímos mucho, pues en aquel momento descubrimos cómo nos divertía a los dos jugar a seducir. Era muy divertido y rápido.

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Natalia Pintado No logro recordar el día exacto en que conocí a Diego. Fue un día en Madrid con Luis Salaberría y tendríamos unos veintitantos. Pienso ahora en el año en el que estuvimos en el taller de grabado. Una risa intensa, cuadernos escolares abarrotados de dibujos y una serie de imágenes sobre amarillo o azul turquesa donde flotaban niños envueltos en vendas blancas.

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Montse Gómez-Osuna No sé exactamente cuándo vi por primera vez a Diego, pero debió de ser a principios de los noventa, porque en esa época también conocí a Luis Salaberría, su amigo inseparable. A los dos los conocí a través de una amiga común, Blanca Monzú, que también estudió Bellas Artes con nosotros. Hoy siguen siendo todos grandes amigos. La primera vez que vi a Diego me pregunté quién sería aquel chico tan guapo, o mejor, quiénes eran esos dos chicos tan guapos. El otro era Luis. Diego era simpático, especial, pero sobre todo tenía una personalidad y energía capaces de eclipsar a doscientas personas juntas. Si estaba él, en alguna exposición o en algún bar, yo siempre sentía la necesidad de estar cerca para no perderme lo que decía, hacía o simplemente para disfrutar de su simpatía (era muy divertido y siempre exagerado) o de su belleza. Al finalizar la universidad coincidí con Diego muchas veces, y poco a poco le fui conociendo mejor a él y a su obra, y ninguno de los dos me dejó indiferente. Los últimos años le vi en contadas ocasiones, ya que no vivía en Madrid. La última vez que me comuniqué con él fue a través de Facebook, unos días antes de su muerte, donde escribió algo sobre Thomas Bernhard, uno de mis escritores favoritos. Le pregunté si había leído las cinco novelas en las que Bernhard habla de su infancia y juventud, libros que a mí me marcaron para siempre. Cuando me enteré del trágico final de Diego me vinieron a la memoria fragmentos de Bernhard (como uno en el que cuenta cómo siendo un niño se escondía en un armario, debajo de la escalera, donde pasaba horas tocando el violín y pensando en el suicidio) y entendí muchas cosas. Me queda el sentimiento de culpa por no haber hecho lo que fuera para ayudarle.

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Pablo San Juan El contacto más íntimo que tuve con Diego Figari fue pasar dos meses con él y con otro pintor, mi amigo James Duncan, en Medinaceli (Soria). Calculo que fue en noviembre y diciembre del 93. Estábamos restaurando la policromía de la caja del órgano de la Colegiata. El trabajo era penoso, no porque no fuera interesante, sino por el FRÍO que pasamos en la iglesia, en la calle, en la casa… Tengo la imagen guardada de Diego forrado de ropa como un esquimal, como si llevara ocho jerséis superpuestos y tres pantalones, uno encima del otro.Y siempre con gorro. El único lugar con un calorcito muy agradable era el casino, que era una especie de bar del Oeste, con el suelo de tablones de madera y una salamandra en medio. Allí íbamos después de currar a tomar miles de botellines. Después volvíamos a nuestra casa en la plaza Mayor entre la niebla y la ventisca. Jimmy solía cocinar (¡dos platos!) y Diego y yo fregábamos. Lo mejor eran las historias que Diego nos contaba todas las noches. Eran fascinantes siempre, la mayoría de Perú. De su infancia y adolescencia, de su familia y de la sociedad opresiva limeña en la que se crió. Historias muy duras en el fondo, pero que él contaba con un sarcasmo y un humor que nos provocaba unos ataques de risa antológicos. Tengo que reconocer que también ayudaba una bolsa de marihuana que le regaló una mujer americana (creo que le pagaba así un cuadro que le había comprado), muy simpática y atractiva, que vino a visitarle y pasó allí una noche. Recuerdo una estupenda exposición de collages a partir de fotos pornográficas en Doméstico’04, y todavía me estoy dando cabezazos en la pared: los precios estaban realmente tirados. Era un verdadero maestro en esa práctica. Superfino. Yo siempre te recordaré con tus manos temblorosas, forrado de ropa entre la niebla.Y si nos encontráramos alguna vez en la NADA, quiero que me cuentes algo que me haga morirme de risa otra vez.

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Ángela Nordenstedt Algunos recuerdos son como los sueños, que empiezan en un punto determinado de una historia sin que se sepa muy bien cómo se ha llegado hasta ahí. Así recuerdo la aparición de Diego, sorprendente, repentina y aislada en el tiempo, con la pureza y la nitidez de un sueño que pudiera rebobinarse hacia delante y hacia atrás, unos pocos segundos de una película que ya está empezada y no te puedes quedar a ver, pero que tampoco puedes olvidar. Sentados en una sala del Círculo de Bellas Artes, todos los que íbamos a participar en el taller que impartía

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Dokoupil atendíamos alguna explicación cuando se abrió la puerta y entró Diego, con esparterñas y bermudas deshilachadas y un jersey de lana que, de puro natural, casi balaba. Despeinado, bronceado, incongruente en pleno mes de enero del ochenta y nueve. Después nos fuimos viendo a lo largo de los años, normalmente en exposiciones, poniéndonos someramente al día sobre nuestras actividades artísticas o laborales. Nunca entramos en lo personal, pero el haber compartido una experiencia intensa de aprendizaje hacía que lo sintiera muy cercano.

De aquella primera aparición de Diego, entre hippie ibicenco y pastor mitológico, y por culpa de esos ojos enormes y preciosos, se me ha quedado absurdamente la idea de que en Perú el cielo es muy azul. Estamos unos en la vida de los otros de un modo imperceptible y casi olvidado, creyendo que siempre se va a repetir la ocasión de renovar los encuentros. Pero en los últimos años los encuentros dejaron de ocurrir y a Diego me faltó decirle, como poco, lo mucho que me gustaba su obra.


Alison South Conocí a Diego en el estudio de Natalia Lumbreras y Sandra Rein, en el otoño de 1992. Era una fiesta, bailábamos. Cuando nació mi hija Alba, en los años noventa, Diego se convirtió en “el general del ejército de los gatos” (the general of the cat army).

La última vez que vi a Diego fue en 2007, aquí, en mi casa de Madrid y antes de irse a Valencia. Nos sentamos en el suelo y nos reímos mucho, como siempre. Estábamos hablando de intercambiar cuadros y a Diego le gustó mucho un dibujo que yo había hecho de mis abuelos...

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Blanca Monzú Conocí a Diego al poco de su llegada a Madrid. Era muy guapo, buen conversador, divertido, enérgico y talentoso, así que no es de extrañar que nos tuviera a todos encandilados. Yo estaba convencida de que llegaría a ser un gran artista y no me equivocaba. Recuerdo que en el año noventa y tres Diego estuvo trabajando en el equipo de restauración de un órgano del que Luis Magaz y yo éramos los responsables, así que en cierto modo fui su jefa. Aprovechaba el tiempo libre para dibujar sin parar sobre cualquier soporte que le resultara sugerente, incluso sobre papeles encontrados. Unos cuantos años después él fue quien me proporcionó un trabajo a mí. Nuestras vidas coincidieron en muchas ocasiones con motivo de inauguraciones, copillas entre amigos o favores mutuos, pero podían haberse encontrado en muchas más, pues hubo una buena temporada en la que fuimos vecinos de la misma calle y en edificios colindantes Sin embargo apenas nos veíamos. Diego acabó huyendo de esta ciudad y Luis Salaberría me informaba de vez en cuando de cómo estaba. Pero yo no sospechaba ni por asomo la gravedad de su estado de ánimo, ni mucho menos el riesgo que implicaba su situación. Así que ahora lamento no haber estado más cerca, o al menos un poco más cerca.

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Isabelle Smeets Conocí a Diego en agosto de 1990, en el gran estudio del castillo de Hohensalzburg, en Salzburgo, donde el pintor italiano Sandro Chia daba un curso. Se abrió la puerta y aparecieron dos jóvenes impresionantes. Uno era Diego Figari, y el otro Luis Salaberría. Durante una fiesta, en algún lugar de Salzburgo, conseguí contactar con ellos y, ese mismo año, en diciembre, viajé a Madrid para reencontrarnos. Recuerdo la primera estancia en el piso de la calle Barbieri: una comida de vegetales en la olla a presión mezclada con una sopa (su mano temblorosa consiguió un plato verdaderamente concentrado), o durmiendo a su lado en el suelo del pequeño dormitorio repleto de su ropa. Pero, sobre todo, recuerdo su humor y energía, esnifar coca juntos, bailar con su música favorita grabada en cintas de casete y escuchar historias sobre todos aquellos músicos. Recorríamos a menudo Madrid, hablando de todo; luego, en algún lugar, bebíamos, y andábamos, y a beber otra vez. Me duele en el corazón no haberle visto en los últimos años. Dieguito, amiguito, te quiero.

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Jaime Compairé Vivo en el campo. Conocí a Diego Figari al final de un verano de no hace mucho tiempo, en 2007, cuando vino a pasar unos días a casa de mis vecinos del otro lado del camino. Me cayó bien. Hablaba con una voz profunda y tenía los ojos muy azules. Era guapo, simpático y muy comunicativo… casi siempre. Porque, de pronto, como si sufriera un ataque de narcolepsia, se autosecuestraba en su habitación y no volvías a saber nada más de él durante muchas horas.

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Una tarde estábamos de paseo por el campo comiendo torta de anís que venden en la panadería del pueblo y él descubrió en el suelo una especie de churrillo de algodón grisáceo que parecía tener pequeños fragmentos sólidos. - ¿Qué es eso? - preguntó, parándose de repente. - Una egagrópila - respondí. - ¿Ega…qué? - Lo que regurgitan las rapaces después de digerir a sus presas.

A Diego debió de parecerle interesante el asunto porque inmediatamente se agachó y, con el cuidado de un arqueólogo que acabara de desenterrar una valiosa reliquia, cogió la bola de plumas y pelos y huesecillos y se la metió en el bolsillo de su pantalón. Sin prejuicios. Sin ascos. Sin el menor comentario. Después siguió andando como si tal cosa.Y yo supe que ese tipo estaba hecho de una sustancia especial. (Texto: Patricia Reija)


Crissalida Pasaron muchos años hasta que lo hablamos y quedó corroborado que ese reconocimiento era compartido. A pesar de los esnobismos latentes en aquellos ambientes iniciales y de otros posteriores, la actitud del uno con el otro siempre mantuvo la misma calidad profunda, cándida, sincera y entregada de aquel primer momento. Sí, Diego para mí fue el encuentro con el amor en su estado puro y esencial, y así se manifestó

cercano, muy cercano, hasta el día de hoy. ¿Cómo recordar tanto compartido a lo largo de dos tercios de vida? Él es parte de mi vida, vivencias compartidas y sin límites, un fluir sin compartimentos. Diego no es un recuerdo pasado, es un presente, aunque el umbral ya sea otro. ¿Qué podría añadir? Diego no concebía la vida sin lentejas.Y tampoco sin constante creación y recreación. Te creo, y te recreo, con lentejas también. Delicioso.

t

Trabajando en la Maison Haute Couture Pedro del Hierro, recibo a un nuevo estilista. Abro la puerta: al otro lado una presencia que reconozco, que me reconoce, aunque es un primer encuentro. La profunda amistad queda instantánea y mutuamente plasmada. Fue el reconocimiento de estar viviendo un reencuentro con un ser muy bienamado, de un amor presente, que trasciende la sexualidad, el tiempo y el espacio.

http://vimeo.com/61116539

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En los últimos años, Diego llenó varios cuadernos de espiral con comentarios, reflexiones y citas de sus autores preferidos. Reproducimos literalmente algunos extractos de estos escritos, que improvisó sin intención de que vieran la luz.

No es la primera vez

que le llamaban las criaturas todavía inexistentes en su imaginación: Diego, Diego, Diego, voces superpuestas, llamándome y preguntándome...¿qué?

...

Únicamente escuchaba

las voces de ese coro de malditos que producían un eco demoledor en su cerebro... como un bombardeo, luego muerte, escombros, desesperanza. Parecían querer obligarle a contestar una pregunta, cuya respuesta él IGNORABA. Explica ese dolor interior ese deseo que nos atormenta.

...

Voy abrir el doble fondo

de la Caja de Pandora, para mí es como nadar contracorriente, como traicionar dando información bajo TORTURA = LA ENFERMEDAD, SÍNTOMAS. Nunca antes he hablado de esto. Cuando lo he intentado, al mínimo escepticismo, rechazo o “eso le pasa a todo el mundo”, “le das demasiada importancia” me he cerrado a cal y canto. Voy a tener que sacarlo a trocitos con tu ayuda.

...

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Lima dic. 84 - mar. 85

Mercedes Llop y Diego Figari Llop D- (Le explica emocionado a su madre, que en principio no sabe que se va a morir (le han mentido) pero lo desea (ella es así) lo mucho que la quiere y que le va a compañar y estar a su lado si-em-pre,) M- Ella lo mira con despecho D- “Anímate un poco estoy y estaré aquí contigo” M- Eso lo dices porque no eres tú él que se va a morir. D- Si yo estuviera en esa situación no te diría a ti lo que me acabas de decir tú a mí. M- (Ella lo mira traspasándolo con esa hermosa mirada que le durará muy poco) D- Le devuelve la mirada entre el amor y el odio apasionados.

...

Relato

“Cosquillear la melancolía”, pensó darle tres o cuatro toques aquí y allá para que todo se mueva y estalle la risa como un torrente cristalino; pero todo permaneció inmóvil, intacto, casi muerto de tan predecible. El nudo de su garganta empezó a latir con fuerza cuando las lágrimas intentaron, sin éxito, salir. Entonces se imaginó así mismo como el lecho seco de un río regado de esqueletos sedientos. Intentó moverse pero no pudo, mientras el teléfono no dejaba de sonar. La quietud se hacía más palpable aún, empezaba a amanecer, pero los pájaros se habían olvidado de anunciar el nuevo día. D.F

...

¿Cómo sería eso de nunca cerrar los ojos, estar mirando siempre el mismo

techo, la misma luz, los mismos rostros, muebles y oscuridad?... Si lloraran esos ojos, no derramarían lágrimas normales, sino algo gris, quizá verde, un color, de todos modos, y solido como el hielo.

...

Diego Figari se desespera ¿Por qué tengo que morir necesariamente? ¿Por qué se me presenta como un absoluto? ¿Nada me interesa realmente? o ¿es el miedo crónico? a la vida a la muerte a mí mismo

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a los demás cómo organizar las horas los días ¿Por qué necesito una finalidad? ¿Por qué no me valgo yo a mi mismo? ¿Por qué “desconosco” todo lo demás? ¿Por qué me desconozco a mi mismo? ¡Tanto! (...)


¿Me entiendo, me comunico con alguien? NO. Solo con los dibujos o

pinturas que hago. Son muy buenos y mucha gente (la sufciente) lo sabe, gente de mi entorno sin embrago me aleja más de algunas personas cando les digo o se dan cuenta de que pinto la realidad, mi realidad que es “la realidad”. La realidad de los “cuerdos” la otra la del sistema es mi realidad virtual y la siento así la siento como...

...

La trampa:

lo que cuenta es la forma y su contenido de atrezzo. El fondo, lo esencial no lo recuerdo o se me atraganta. La fe es un juego que juego (o que juega conmigo). Un juego formal hacia los demás que juego (indiferente y dudando, burlándome según mi rol, en mi interior, en mi cabeza, en mi alma. Mi alma no está implicada en ello sino capturada o muerta o en coma. Son ideas, voces, gritos, susurros, gestos palabras, imágenes sensaciones ajenas e intimamente mias a la vez. Mias porque pululan y gobiernan en lo profundo de mi cerebro, ajenas porque me son desconocidas en esencia, seres extraños, ¿Dos? que se han colado en mi mente como alienígenas en las películas. Hacia los demás mi alma se presenta cual piloto automático, de forma superficial, teatral: como saludar, hacer cumplidos, ser amable, trato cortes y nada más.

...

Ruido silencio

ruido ruido ruido silencio respiración tapones en los oídos matar la mañana morirme por la tarde leer por leer porque leer releer entre líneas lo que está inscrito entre lo que está escrito intentar un dibujo siempre un dibujo la memoria una pintura el futuro un boceto furioso el presente un coro dos coros tres coros azul amarillo rojo

mamá rojo azul el hielo azules los muertos cardenales verdosos ya huele ya se siente apesta la vida y huele huele más profundo sigue oliendo a verdoso cardenal a cera parafina llega el fuego todo se alumbra explosiona la luz se queda en la retina como un anuncio que cambia de color que vibra fluorescia y nada más que oscuro silencio que grita (...)

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La última obra, trece dibujos y tres cuadernos, han pasado a formar parte del fondo del Museo Nacional de Arte Reina Sofía.

Epílogo Yo no conocí a Diego Figari, aunque probablemente estuvimos juntos en muchos sitios sin saberlo. Seguro coincidimos en Doméstico, un espacio alternativo que de 2000 a 2008 abrió en diferentes lugares de Madrid, y donde, en 2004, expuso sus carnigrafías. Eran collages realizados a partir de revistas pornográficas, preciosos vistos de lejos, con sus tonos rosáceos y nácar, e indudablemente comprometidos de cerca. Había algunas más discretas que otras, pero las que yo compré mostraban penes enormes y abundantes eyaculaciones, por lo que me pasé la tarde pensando dónde demonios las iba a colgar… Tan cómicas como bonitas, las carnigrafías demostraban que si algo no le faltaba a Diego Figari era talento y sentido del humor. Irreverente y gamberro, ese humor se detecta ya en sus primeros trabajos de 1991, niños perversos que se hacen pis mientras nos contemplan sonrientes y rientes; o tiernísimos bebés y perritos, con los ojos como platos mirando, inocentes, desde el fondo blanco del papel. Aparte de a Luis Salaberría, me recuerdan a Yoshitomo Nara o Haruki Murakami, quienes, por aquel entonces, también llenaban sus lienzos de personajes

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por Emilia García-Romeu


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infantiles derivados del cómic, quizás en un intento de desacralizar aquella pintura seria y heroica de los ochenta. Asimismo me traen a la mente las imágenes de Rita Ackermann, Judith Raphael y otros tantos artistas que recurrieron a la representación de la niñez y adolescencia, en cuanto que estado híbrido e indefinido, para reflexionar sobre el género y la identidad, el gran tema del arte de los años noventa. Lo que uno es con respecto a sí mismo y a los demás constituye, sin duda, el tema central del trabajo de Diego. No es casualidad, pues, que su vocabulario plástico sea sobre todo antro-

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pomórfico ni que uno sospeche que detrás de todas las formas se esconde siempre el artista. Sus pequeños y rabiosos gremlins danzantes, sus instrumentos de tortura, sus extraños laboratorios de probetas y exuberantes flores, sus pinzas, sacacorchos, navajas, condones y dagas…, y, sobre todo, sus niños, tristes o alegres, remiten a su cuerpo como espejo y reflejo de sí mismo, fiel o distorsionado. Diego legó su obra a Luis Salaberría, entre ella los trece dibujos de los que se rodeó en la habitación de hotel donde se suicidó y tres diarios moleskine de 2011 y 2012 repletos de


collages e ilustraciones. Luis decidió donar unos y otros al Museo Reina Sofía, donde yo los vi. Lo echado a perder y un vacío existencial opuesto al zen sobrevuelan dibujos y cuadernos, al igual que la familia. De ella se separó miles de kilómetros cuando era muy joven y, sin embargo, el pasado familiar y la niñez se convierten en el asunto exclusivo de sus últimas obras, no sólo en cuanto que momento original y lugar de partida sino también como epílogo y punto de retorno. Un dato significativo es que, a lo largo de los años, sus fotos familiares acabaron recortadas en sus collages y ready-

mades, especialmente las de su madre, cuya agonía y muerte precedió su viaje a España. De tamaño A4, los dibujos están realizados sobre papel o cartulina con bolígrafo negro, rotulador, pastel o cera, algún lápiz de color azul o tostado y tippex. Todos muestran una misma figura que Diego repitió hasta la saciedad durante sus últimos años: el rostro serio y callado de un niño sin pelo y ojos grandes. Pareciera que los bebés burlones del principio de su carrera hubieran sido confinados en una horrible institución y sometidos a torturas sin cuento.

La carpeta “Cuando la muerte llama a tu puerta/ El arte es largo la vida es corta”, 2012. 13 dibujos, técnica mixta sobre papel, dimensiones varias.

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Sobre esta imagen se producen numerosas variaciones. Suele ocurrir que el rostro infantil encierre otros idénticos, con sus respectivos ojos, boca y nariz, convirtiendo el dibujo en un diagrama o en un arabesco. Tampoco es raro que el niño tenga las cuencas vacías o un tiro en la frente, que se vea tocado con un gorro de burro o atravesado por cicatrices, que se cubra de tramas y frases o se rodee de menores pandilleros, protegidos y agresores a un tiempo. Puede ser que doble los brazos y las manos sobre su pecho o que se las lleve a los ojos, aunque también es común que esas manos, al igual que los ojos, se multipliquen

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y terminen invadiéndolo todo, quizás en son de paz, quizás de guerra… Aquí, como en los tres moleskine, abundan las heridas y con ellas las dagas, las pistolas, los garrotes, las cruces y las calaveras. Hay veces que el niño se enfurece, abre la boca y enseña los dientes… A la violencia de las imágenes se suma la de la factura, con sus reescrituras, tachados y profundos surcos que marcan la superficie. También las frases y signos que aluden a la propia muerte: “el arte es largo, la vida corta”, “cuando la muerte llama a tu puerta”, “obra póstuma”, “danza fúnebre”, “Ícaro – sol –


Los libros Cuaderno Moleskine 1, 2011. Técnica mixta (dibujo y collage) sobre papel, 21 x 14 cm. Cuaderno Moleskine 2, 2011. Técnica mixta (dibujo y collage) sobre papel, 21 x 14 cm. Cuaderno dedicado a Luis Salaberría, 2012. Técnica mixta (dibujo y collage) sobre papel, 21 x 14 cm.

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vuelo”, “alfa - omega”, “apogeo – perigeo”, “1964 – 2012”… En el reverso de uno de los dibujos, ha copiado a mano un fragmento de Mishima o la visión del vacío, el ensayo de Marguerite Yourcenar sobre este ilustre suicida y referencia fundamental para Diego: “Las únicas palabras emotivas son las de la madre, cuando recibe a los visitantes que vienen a darle el pésame: ’No lo compadezcan. Por primera vez en su vida ha hecho lo que deseaba hacer.’ Probablemente exageraba, pero el propio Mishima había escrito en 1969: “Cuando reviso con el pensamiento mis últimos veinticinco años, su vacío me llena de asombro.

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Apenas puedo decir que he vivido.” Incluso en el transcurso de la vida más brillante y más colmada lo que realmente ha querido hacer, raras veces lo ha conseguido.Y desde las profundidades o desde las alturas del Vacío, lo que ha sido y lo que no ha sido parecen igualmente espejismos o sueños1.” De los tres cuadernos, dos son de 2011 y uno de 2012, este último en realidad la unión, a base de pegamento, papel y cabezonería, de tres moleskine juntos, que se cierra con una chapita con la cara de Charles Baudelaire. Funcionan como diarios instantáneos, dibujos automáticos y extrañamente pragmáticos,


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transcripciones del consciente y subconsciente cotidiano, llenos de collages, dibujos en la estela de los arriba descritos, alusiones al pasado, la familia, la destrucción y la muerte, a escritores, canciones y títulos de libros. Maleficio y talismán a un tiempo, parecen exorcizar e invocar a los demonios simultáneamente en “operaciones apotropaicas que implican que el mismo ojo que nos mira mal sea a su vez el que nos protege de ese mal de ojo”, como dice Ángel González al referirse a los dibujos de Antonin Artaud2. La solapa del cuaderno de 2012 esconde el librito Verra la morte e avrá i tuoi occhi (Eunaudi Editore, octava edición, 1960),

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una colección de poemas de Cesare Pavese publicada tras su suicidio en una habitación de hotel de Turín el 27 de agosto de 1950, a los 42 años. y que augura, macabra, la del propio Diego otro 27, el de marzo de 2012. A esta se suman nombres de escritores, obras literarias y citas que describen resoluciones determinantes, experiencias vitales decisivas, transformaciones radicales: desde Thomas Bernhard y sus personajes malogrados a Walden, de Henry David Thoreau, o la Mujer de arena, de Kobo Abe, en la que el protagonista es condenado a vivir en una gruta subterránea.


Vuelve a aparecer Mishima en forma de imagen, la de cabeza decapitada, y de texto, con alusiones a Los años verdes, donde el personaje principal se desgasta en una constante e inútil racionalización y autoexamen. También hace acto de presencia Kirilov, el personaje suicida de Los demonios, de Dostoievski y, junto a él, los versos de Mina, Violeta Parra, Luz Casal, algún que otro titular de prensa (“Aumentan las donaciones de cadáveres para no pagar el entierro”; “La música es tan placentera como las drogas o el dinero”), numerosas sentencias propias o ajenas (“En consecuencia asumí una arrogancia que no era más que timidez

envuelta de vanidad”) y consejos, todo ello escrito a mano en diferentes caligrafías y en ocasiones entreverado en los dibujos. La figura del niño se repite, omnipresente, ejecutada, si cabe, con mayor furia, siendo objeto de incontables actos de agresión y metamorfosis. Se mezcla y entremezcla con papeles de colores o con fragmentos de fotografías. Estas, por lo general, son o parecen ser antiguas y suelen recoger clásicos de la alta y baja cultura (Elizabeth Taylor y Richard Burton, Persona y Fresas Salvajes, Arrebato, Un tranvía llamado deseo). Asimismo están las que reflejan guerras, presentes y pasadas y numerosos rostros

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que se privan de ojos, nariz y boca, o los ven sustituidos por torpes dibujos de calaveras, Cristos o simples trozos de papel. Hay fotografías alrededor de las cuales escribe un texto en espiral (“De pronto un día leí una expresión en un libro. La expresión era ‘fracaso vital’. Me quedé sin aliento y pensé que ‘fracaso vital’ era la expresión exacta”) y otras que componen collages de personajes monstruosos. Hay algo de inevitable en estos cuadernos, como inevitable es un vómito, una avalancha o un desbordamiento. Diego pare-

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ce sumido en un interminable diálogo interior y su mano, en conexión directa con la mente y a modo de taquígrafo, casi sin mediación, se encarga de transmitir ese flujo continuo de palabras, ese parloteo incesante sobre el final y la muerte. Los mismos dibujos, las mismas obsesiones y un mismo prisma con que mirar la realidad reproducen, una y otra vez, la misma cantinela. En estas páginas, el humor, que tal vez salvó a Diego durante muchos años, ha desaparecido por completo y con él la distancia entre el autor y su obra. Aquí no hay ironía ni


sarcasmo ni representación, sólo presentación fáctica, transcripción, radiografía, la descarga de lo que uno lleva dentro, “como quien se saca una espina profundamente hundida en la carne o trozos de metralla, o como alguien expulsa algo que se había tragado”3.Así, imágenes y textos se apilan unos sobre otros, reforzándose mutuamente y creando, mediante la repetición machacona del mismo dolor y los mismos argumentos, la ilusión de una única realidad inevitable e imposible de trascender.

Marguerite Yourcenar, Mishima o la visión del vacío (trad. Enrique Sordo), Barcelona, Seix Barral, 2010, p. 141. 1

Ángel González, “Clavos”, en Artaud (cat. exp.), Madrid: La Casa Encendida, 2009, p. 162. 2

3

Ibíd., p. 158.

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