Etiqueta Negra - 61

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S/. 18,00 RESTO DEL MUNDO US$ 10,00

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QUÉ NIÑOS

SUPERMERCADO

DOSSIER: NO VUELVO MÁS

BONUS TRACK

12_

28_

42_

32_

Daniel Titinger

Juan Pablo Meneses

54_

30_

EL NIÑO PREDICADOR

EL HINCHA FANTASMA

DICCIONARIO DE LA LENGUA

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

Luis Miranda Valderrama

Fritz Berger Ch.

68_

90_

QUERÍAMOS A JOSELITO Pedro Lemebel

72_

PEQUEÑOS GIMNASTAS

TALLER DE MECÁNICA

Álvaro Sialer Cuevas

A WASHINGTON DC. Pablo Simonetti

DOS HIPOPÓTAMOS TRISTES José Alejandro Castaño

44_

A PUNTA DEL ESTE Pablo de Santis

50_

CHICOS DE LA CÁRCEL Verónica Salem

46_

A JULIACA Pedro Salinas

96_

LINIERS

48_

A TAXCO Carolina Reymúndez

Ryan Pyle

80_

SOMOS NIÑOS

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Mark Greif

87_ Ficcionario

por Antonio Ortuño

Libre comercio



06_ QUIÉNES SOMOS

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AÑO 7 - JUNIO 2008 DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

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PRENSA Y RR. PP. Laura Cáceres

PUBLICIDAD Mauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentas Malena Llantoy / Coordinadora publicidad@etiquetanegra.com.pe Teléfonos: (511) 222-0852 (511) 441-3693 7 (511) 440-1404 SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe

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08_ CARTA

¿HAN VISTO A PETER PAN?

equivocado oponente, con mi extrañeza más adulta, que estaba perdiendo el tiempo y su dinero, por favor, ¿un niño como tú, frente a un grande como yo? Zuas. Plim. Auch. La golpiza fue tan brutal y contundente que mi primera reacción fue volver la cabeza deseando que no hubiese testigos. No había nadie. Y sin embargo

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allí estaba él, mirando directamente los resultados de no nunca sabe cuándo puede en-

su victoria en la pantalla, sin inmutarse siquiera por

contrarse frente a frente con Peter

mis heridas morales, como si yo no hubiera sido nada

Pan, ese niño de traje verde que disfruta

más que un accidente que interrumpía sus ganas de ju-

humillando a los adultos y que habita un

gar a solas, la paloma que uno ahuyenta para poder

mundo donde los pequeños nunca crecen.

disfrutar la banca del parque. Entonces me marché vo-

Yo estaba un día en el salón de videojue-

lando. Aquel vendedor de caramelos era un pequeño

gos de un centro comercial gastando mo-

temerario y, como un Peter Pan que defiende su hogar,

nedas en el intento de regresar a la infan-

resistió a los adversarios de toda edad que quisieron

cia. En una de esas máquinas, yo era un

desafiarlo en el juego. ¿Sería él? Peter Pan, en la his-

luchador callejero y feroz

toria de fantasía, era un niño huérfano

que viajaba por el mundo

que gobernaba a una tropa de chiquillos

enfrentando contrincantes.

huérfanos en el País de Nunca Jamás.

Disfrutaba el placer de per-

Había entre ellos quienes se llamaban

manecer en el juego, batalla

Presuntuoso, Rizos y Avispado, y juntos

tras batalla, venciendo riva-

vivían en una cueva bajo tierra, mien-

les cada vez más poderosos.

tras Peter, el jefe, disfrutaba derrotan-

Entonces apareció él. Debía

do a los piratas (o sea, a los adultos) que

de tener unos seis años. Su

querían capturarlos. Era invencible. Al

ropa estaba llena de aguje-

final de esa tarde, sin embargo, al soli-

ros. Tenía el rostro limpio,

tario niño de los caramelos lo atrapó un

el cabello como un alfilete-

vigilante del centro comercial y lo llevó

ro y la expresión más desafiante que pue-

a empujones a algún lugar desconocido. No. Él no era

de tener un niño: la indiferencia. Dejó a

Peter Pan. Cada vez que respira –se decía de aquel hé-

un lado la bolsa de caramelos con que se

roe–, muere un adulto. Y aquel adulto seguía en pie,

ganaba la vida (y los videojuegos), estudió

arrastrando al niño, tristemente victorioso.

mi habilidad en el combate y luego echó una moneda en la máquina. Un anuncio brillante en la pantalla me advirtió que había llegado un retador. Tuve tiempo

marco avilés

de bajar la mirada para comunicarle a mi

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10_ CÓMPLICES

MARK GREIF Estados Unidos. Ensayista. Fundador y editor de la revista semestral N+1. Colabora en AmericAN ProsPect y LoNdoN review of Books. Sus artículos han aparecido en la antología anual the Best AmericAN essAys.

PABLO SIMONETTI Chile. Escritor. Ha publicado el libro de cuentos vidAs vuLNerABLes y las novelas mAdre que estás eN Los cieLos y LA rAzóN de Los AmANtes. ¿Por qué este niño no podrá ser como los demás? Todo lo sabe, todo lo argumenta, todo lo discute. Me dan ganas de darle un sopapo para que se calle.

El ochenta por ciento de las personas mantienen relaciones sexuales en la adolescencia, según el Centro para el Control y Prevención de las Enfermedades de Estados Unidos. (Por qué esta agencia del Gobierno se encarga de llevar registros sobre la conducta sexual –y la cataloga de antemano como una patología– es motivo de discusión).

LUIS MIRANDA VALDERRAMA Chile. Escritor. Trabaja en revista sáBAdo del diario eL mercurio. Ha ganado algunos concursos periodísticos y publicado en antologías de crónicas de su país, como en el libro dios es chiLeNo, de la editorial Planeta.

ANTONIO ORTUÑO México. Ha publicado el libro de relatos eL jArdíN jAPoNés, y las novelas eL BuscAdor de cABezAs y recursos humANos (finalista del premio Herralde 2007).

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Detestaba a los niños. Pero desde que nacieron mis hijas he desarrollado una dolorosa empatía con ellos: soy incapaz de enterarme del maltrato a uno sin enloquecer. Debo estar enfermo.

De niño dibujaba monos y monas. Los pintaba, los delineaba y los recortaba. Llegué a tener cerca de quinientos monos. Tenían familias, nombres propios, estudiaban, se enamoraban, sufrían y hasta morían: supongo que de eso se trata la vida de las personas. Lo que intentaba en mi niñez era contar la historia de esos monos. Cuando crecí, quizá cambié los monos por gente. Y el dibujo por la escritura.


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JUAN PABLO MENESES Chile. Cronista, columnista y blogger en importantes medios de Latinoamérica y España. Su último libro se llama la Vida de una Vaca. Los niños tienen muchas particularidades: provocan ternura, son crueles, no mienten –igual que los borrachos–, no pagan pasaje completo de avión y ven televisión hasta temprano. Pero hay algo que los hace mucho más interesantes: son la principal fuerza consumidora del planeta. Detrás de todos ellos, aguarda un jogozo botín.

PEDRO SALINAS

PABLO DE SANTIS Argentina. Escritor y guionista de historietas. Ha publicado, entre otros libros, FilosoFía y letras, la traducción, el teatro de la memoria, el calígraFo de Voltaire, la sexta lámpara y el enigma de parís (Premio Planeta - Casamérica 2007). Siempre hay una zona del pasado de los padres que los hijos no terminan de comprender, así como siempre hay una zona en la habitación de los niños que resulta inaccesible para los padres. Los hijos esconden cosas en el espacio; los padres, en el tiempo.

Perú. Periodista, escritor y empresario consultor. Escribe en el diario correo de Lima y es autor de los libros mateo diez, rajes del oFicio y rajes del oFicio 2. Es director de la empresa consultora Chirinos, Salinas & Cateriano. Tengo una foto en la que aparezco, de niño, tomado de la mano de un Batman gordo en la playa La Herradura, en Lima. La conservo con su color sepioso como si fuera una evidencia policial. Como la prueba de que los niños son inmunes al ridículo. El sentido del ridículo se adquiere en el momento que dejamos de ser niños y nos convertimos en personajes aburridos.

RYAN PYLE Canadá. Fotógrafo independiente. Vive en China y publica en the new york times, newsweek, time, der spiegel y en la revista sunday times. En el Li Xiaoshuang, la Escuela de Gimnasia en Xiantao, China, los niños entrenan con mucha fuerza y durante largas horas. Li Xiaoshuang era un exitoso gimnasta chino que se unió al equipo nacional a los doce años. En 1992 ganó la medalla de oro en las olimpiadas. Hoy, la escuela que lleva su nombre es la casa de más de cien niños, de tres a nueve años, de todas partes de China. Todos quieren ser como él.


12_ CÓMPLICES

PEDRO LEMEBEL Chile. Escritor y artista visual. Ha publicado las novelas MarIquIta LInda y tengo MIedo torero, y el libro de crónicas LoCo afán.

CAROLINA REYMÚNDEZ

«La homosexualidad no es un problema de adultos. ¡Hay niños homosexuales! Niños que son niñitas que no saben por qué el mundo los odia, por qué todo el mundo se ríe de ellos».

Argentina. Cronista. Colabora en medios de América Latina y edita www.viajeslibres.com. Un texto suyo apareció en el libro La argentIna CrónICa, una selección de cronistas argentinos. Me gusta contarles cuentos a los niños porque, en menos de lo que tardo en bajar el ascensor de mi casa, entro en una dimensión fantástica, donde los tractores pueden volar y es normal que un caballo se ría a carcajadas.

JOSÉ ALEJANDRO CASTAÑO Colombia. Periodista. Premio Casa de Las América y Rey de España. Autor de La IsLa de Morgan y ¿Cuánto Cuesta Matar a un hoMbre? Acaba de publicar ZooLógICo CoLoMbIa.

ÁLVARO SIALER CUEVAS

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Perú. Historiador. Es uno de los verificadores de datos de etIqueta negra. Vanessa. Así se llamaba. Junto con su nombre, lo único que recuerdo es su cabello, que era negro y cortísimo, cortado a la manera de un casco. Teníamos cinco o seis años, estábamos en el nido, y ella fue la primera chica que me gustó. Creo que jamás le hablé, pero qué necesidad había. Un nombre y un corte de cabello: la imaginación de un niño no requiere más para crear un mundo perdurable.

De niño tenía un perro amarillo y feo. Se llamaba Paisa. Sufría de ataques desde una vez que dos ladrones se metieron a la casa e intentaron matarlo con un trozo de carne envenenada. Una vez, pese a todo, Paisa me salvó: salió corriendo de la casa porque vio que un perro venía persiguiéndome. Se enfrentó a él y después pasó tres días agotado por el esfuerzo. Mi mejor amigo de la niñez tenía cuatro patas. Treinta años después sé esto: si alguna virtud se salva de mi humana condición también es culpa suya.



LA ÚLTIMA

PARÁBOLA

DEL NIÑO PREDICADOR O el evangelio según Nezareth Casti Rey

¿Qué hay de malo en que un muchacho crezca cumpliendo los sueños de sus padres?

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un perfil de daniel titinger



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ecían que el niño era

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el anticristo. Que no era humano. A veces, recuerda su madre, la gente lo tocaba para cerciorarse de que no fuera el demonio convertido en niño, o un espíritu malo poseyendo a un niño; el diablo suele tomar las formas más insospechadas. Entonces él tenía seis años, aunque por su tamaño parecía de cuatro o menos. A esa edad ya viajaba con sus padres por pueblos del norte del Perú vistiendo un terno oscuro que le quedaba grande, cargando con sus manos pequeñitas una Biblia gruesa de tapa roja, diciendo en plazas públicas de pueblos remotos Arrepiéntete de tus pecados porque Cristo viene y qué cuenta le vas a dar al Señor, o gritando en iglesias evangélicas que Jesucristo liberta al cautivo, da paz al desesperado, abre los ojos de los ciegos, o suplicando más bien, levantando los brazos en absoluto crecimiento físico y espiritual, arrodillándose en los púlpitos, el cabello engominado y hacia atrás, impostando una voz grave y gutural, el predicador más joven del mundo, decían, el niño predicador, anunciaban, y con sólo seis años él pro-

clamaba que Cristo cura al borracho, sana a la prostituta y hace santa a la ramera. A veces daba miedo, claro. Nunca se había visto algo igual. Es el anticristo, decían en algunos lugares, y la madre dice ahora: «Hay gente que ignora el poder de Dios». Ella está sentada en la sala de su casa, los brazos cruzados, una tela verde cubre la ventana que da a la calle, una falda larga sólo deja ver sus tobillos. Su hijo, el Niño Predicador, espía lo que mamá dice desde un segundo piso. Ya han pasado algunos años desde esos días, pero una vez, cuenta ella, hasta dijeron que Nezareth Casti Rey era un niño que había regresado de entre los muertos. Si hay nombres que predisponen un modo de vida, a él le pusieron el más ambicioso: Nezareth Casti Rey. Ése es su nombre. Sus apellidos, Castillo Valderrama. Nezareth Casti Rey Castillo Valderrama es el primogénito de una pareja de cristianos evangélicos, pastores misioneros que caminaban con sus Biblias y una guitarra por la ciudad de Trujillo, en la costa norte del Perú, y por sus alrededores. En aquellos tiempos eran pobres, dice su madre, Marisela Valderrama, el cabello negro sobre su blusa marrón. Ella solía leerle los salmos a su hijo antes de dormir, Yahvé es mi pastor, nada me faltará, como si fueran cuentos de cuna. Su padre, Andrés Castillo, cargaba al bebé Nezareth en un canguro negro mientras él cantaba en los púlpitos de las iglesias –«Cristo la Roca», era una de sus canciones preferidas–, y a los diecisiete años, cuando aún era soltero y ni siquiera conocía a Marisela, tuvo una revelación, o al menos eso dice su leyenda personal: Dios se le apareció en sueños –«un personaje de blanco que te habla y te escucha»– y le dijo que lo iba a bendecir con un hijo que sería poderoso y que viajaría por el mundo predicando el Evangelio. Según esa misma leyenda (aunque la palabra que usan los Castillo-Valderrama para contar su historia familiar es promesa), Dios le dictó que a ese hijo tenía que ponerle de nombre Nezareth, porque Nezareth quiere decir El enviado de Dios. Así, Nezareth Casti Rey fue concebido casi como el producto de una profecía bíblica, y criado a imagen y semejanza de las visiones (sueños) celestiales de sus padres: desde que habló por primera vez, cada frase que el niño ha dicho ya estaba escrita, y se trata, creen ellos, del dictado de Dios que habla a través de él, predica a través de él, se mueve a través de él. Su madre también habría soñado con Dios –«no le he visto el rostro, pero sientes que es un poder divino»– cuando tenía tres



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meses de embarazo, y Dios le habría confirmado que su hijo Nezareth iba a ser un instrumento en sus manos. Hasta un pastor evangélico del pueblo donde Nezareth vivió sus primeros años, Paiján, al norte de Trujillo, entonces una pista de tierra y casitas en medio del desierto, asegura que otro pastor de «gran sabiduría» profetizó que el niño iba a ser «grande en palabra» y que iba a viajar por diferentes países. Si hay entornos que predisponen un modo de vida, a Nezareth Casti Rey le tocó el más ambicioso. Creció escuchando esas historias acerca de su propia grandeza venidera hasta que una tarde, en Paiján, cuando tenía sólo tres años de edad, le preguntó a su madre: –¿Por qué no predico yo la palabra de Dios? Eso ya estaba escrito. Era parte de la promesa. Al menos eso recuerda ella. Hoy es un jueves de abril en Trujillo, y el calor es tan fastidioso que Marisela Valderrama se abanica con la mano. Su casa es la más llamativa de la calle Santa Rosa, vaya nombre. «Los católicos tienen sus ídolos», dice, pero los cris-

tianos evangélicos no creen en santos: su casa es la única con dos pisos terminados en toda la calle, con vidrios polarizados en las ventanas y con acabados de madera barnizada en los balcones. El resto del barrio parece pobre. Hace unos minutos, Marisela Valderrama llegó junto a su esposo y a sus dos hijos, Nezareth y Tirza Devid –«así como el fruto de la vid», dice mamá–, que es la menor y tiene cinco años. Tirza Devid, sin embargo, no predica. Sólo parece preocupada por un pato de peluche que lleva a todas partes. La familia salió a comprar cojines de colores para unos sillones nuevos de colores, porque todo es de colores en esta casa: las paredes rosadas y blancas, el piso de mayólicas grises y azules, tres columnas dóricas con los capiteles morados y mostazas y las bases lilas, y también hay vitrales verdes fosforescentes afuera de algunas habitaciones, y la cortina verde que no es fosforescente ni es cortina, sino una tela simplemente, y flores artificiales moradas en un florero incrustado en la pared, y hay una escalera caracol que lleva al segundo piso de colores y que tiene una alfombra roja, bastante sucia y fea, sin pasamanos pero con unas luces dicroicas que salen del suelo y que de noche, si es que se encienden, deben iluminar el desaliño de tantas tonalidades. Pero el color es vida. Y glorifica. Eso se cree aquí. Nezareth Casti Rey entró cargando dos cojines, saludó con demasiada edu-


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cación para ser un niño, «buenas tardes, cuánto gusto», pero subió corriendo por la escalera caracol con cierto apuro. Pronto cumplirá catorce años. En realidad, ya no parece un niño. Es flaco y alargado. Tiene algo de acné. Tiene un bigotillo auroral sobre los labios. No se ha engominado el pelo como en sus más famosas presentaciones en público. En zapatillas y camiseta, ni siquiera parece un elegido de Dios. Suda. Su madre, igual, lo presenta así: «Él es, pues, el niño predicador». –Buenas tardes, cuánto gusto. Nezareth no da tiempo de preguntas. Llega y se va. Sólo su madre se ha quedado en la sala y toma asiento. «Por qué no predico yo la palabra de Dios, me dijo Nezareth –cuenta ella recordando esa primera vez en que su hijo predicó–. Era chiquito, tenía tres años». La iglesia se llamaba «Sí, ven, Señor Jesús» y quedaba en una zona escondida del escondidísimo Paiján. Había unas treinta y cinco personas allí. –En eso él sale de la banca con su Biblia y entonces empieza: «Paz y gracia, buenas noches, hermanos, en el nombre de Jesús». Hasta su voz era diferente. Dijo: «Pónganse de pie que esta noche vamos a leer la palabra del Señor», y yo me quedé con la Biblia en la mano y él empezó a predicar, a predicar, a predicar, «Hermanos, la palabra de Dios dice que debemos amar al Señor; arrepiéntete de tus pecados porque Cristo viene, Cristo te ama, Cristo te ama». Todos estábamos llorando, yo resulté en la puerta llorando, y empecé a mirar a toda esa gente que estaba allí y todos estaban llorando, mudos y llorando. Cuando en eso terminó, oró, se despidió y me entregó el micrófono. Hizo todo lo que yo hacía. Hizo todo lo que ella hacía. Nezareth repitió aquella vez lo que había visto y oído durante tres años. Como un imitador, quizá uno de sus mayores talentos, a esa edad incipiente, haya sido ése: repetir y exagerar. Pero era extraordinario haciéndolo: un prodigio. Después de esa primera prédica, Nezareth Casti Rey fue invitado a otra iglesia en Paiján, y los pastores que lo vieron quisieron tenerlo en sus propias iglesias. Un niño predicador era una excelente noticia para alguien cuya misión es llamar la atención sobre su propia

fe. Un cristiano evangélico, sediento de páginas bíblicas y hambriento de comunidad, tiene una misión en este mundo: evangelizar y convertir, en ese orden. Un niño predicador genera, por lo menos, curiosidad. Más aún si dicen que es el enviado de Dios. Iría mucha gente a verlo. Futuros conversos, tal vez. Se oyó acerca del Niño Predicador en pueblos cercanos y hasta ellos fue a predicar Nezareth Casti Rey. Cumplió cuatro años y empezó a escribir canciones. Cumplió cinco y grabó un primer CD, Hacia la cima, con un sencillo cuyo estribillo, escrito por él, dice: «Lindo es caminar con el Señor, / mas ustedes no saben adónde van. / Hay caminos que parecen derechos, / mas su final es muerteeee». Llenó plazas donde muchos lo aplaudieron, otros lloraron y uno que otro se divertía como en un espectáculo freak. Hay quienes creían que Nezareth era un enviado de Dios, y hasta Niño Dios, le decían. Pero también están los que lo confundían con el diablo. En un estadio de Chimbote, al sur de Trujillo, congregó a siete mil personas y allí predicó, cantó, oró y sanó, «porque a mi hijo también se le ha dado el poder de la sanación», dice Marisela Valderrama sin asombrarse, como si lo hubiese dicho un millón de veces. A los seis años Nezareth Casti Rey participó en Trujillo en un congreso con predicadores internacionales, y allí lo vio la portorriqueña Wanda Rolón, una famosa pastora evangélica, ministra de adoración de la iglesia Tabernáculo de Alabanza y Restauración La Senda Antigua, y le dijo: –¿Quieres ir a Puerto Rico? Eso ya estaba escrito. Era parte de la promesa. Al menos eso recuerda su madre. Nunca habían subido a un avión, «no sabíamos cómo viajar pero no faltó alguien que nos guiara en el camino», dice, y su mirada se pierde en esos primeros viajes. En San Juan, vaya nombre, Nezareth Casti Rey predicó dos días en un coliseo con miles de fieles. Nunca se puso nervioso. Parecía tan natural en el escenario que hasta lo confundían con un enano. O buscaban en su saco el audífono que le estuviese dictando todo. O él mismo pedía a alguien que buscase el audífono. Hacía bromas: «Revíseme como revisa un policía –le decía a cualquier persona–. Muy bien, dígame, ¿soy un niño normal o un extraterrestre, o un espíritu, o un enano?». Hay un famoso video en YouTube visitado por casi un millón de curiosos. Corresponde al segundo día de prédica en Puerto Rico. Allí, Nezareth se mueve con la elocuencia de un cantante de heavy metal en estado éxtasis. Lleva un terno oscuro, una corbata gris hasta la altura del tiro del pantalón, y se le ve tan pequeño que parece una parodia de algo: exhorta a la gente señalándola con el dedo; habla con cariño y se pone una mano en el corazón. Sabe cuándo arrodillarse y cerrar los ojos y gritar y guardar silencio, y cuándo decir que algunos teólogos y científicos modernos andan negando la existencia de Dios. La gente aplaude la ocurrencia de un niño de seis años.


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Nezareth continúa. Dicen que somos de la evolución, dicen que somos parientes de mono. Más aplausos. Hay quienes se ponen de pie. La voz de Nezareth Casti Rey es aguda pero enérgica, y en esa energía precoz está el mayor histrionismo. Pero quiero decirles a todas esas personas que están pensando así, o que están diciendo así, que el mono y la mona producen monitos, hasta hoy. Es gracioso oír a un niño despotricar contra la evolución. Ningún evangélico cree en ella, pero no es tan gracioso oír a un adulto diciéndolo. El Niño Predicador hace una pausa de pocos segundos para que los fieles griten gloria a Dios, que es lo que suele gritarse en estos casos, y de pronto su voz se vuelve grave y su discurso toma una velocidad sorpresiva: más que una prédica parece que Nezareth expulsara un torrente de palabras, como poseído. La gallina y el gallo producen gallitos y los peces, pececitos y la nada no es nada. Más aplausos. Más gloria a Dios. A mí no me trajo la cigüeña, yo no soy de la evolución, yo no soy pariente del mono, a mí me creó Dios en el vientre de mi madreeee. Dios creó a Adán a su imagen y semejanza, Dios creó al hombre en el polvo de la tierra y le dio un cuerpo, un espíritu y un soplo de vida, y fue el hombre un ser viviente en la Tierraaaaa. Él suele hablar sobre su asombrosa capacidad de improvisar estos discursos: son cosas de Dios, dice. Los creyentes lo siguen aplaudiendo, pero entre los visitantes de YouTube no ha tenido la misma suerte. Existen videos que ridiculizan ese mensaje bajo los títulos «Niño predicador payaso», «El puto niño predicador», «Mutilando al niño predicador», «Anticristo Superstar», «Nezareth Castillo, el niño predicador, es Satanás». En los foros del ciberespacio insultan al niño predicador y a sus padres, a los pastores y a sus ovejas, a los misioneros y a los evangélicos y, otra vez, al niño predicador. A Dios. –En internet le dicen de todo –Marisela Valderrama se pone de pie porque se ha hecho de noche–. Tenemos a Satanás en contra nuestra, a demonios en contra nuestra, tenemos enemigos de la cruz de Cristo. Nezareth Casti Rey la escucha desde el segundo piso de su casa. Detrás de una puerta, no

se le puede ver, pero debe estar asintiendo con la cabeza porque todo eso que dice su madre, él lo sabe, también es parte de la promesa.

–¿Qué pasa cuando alguien te dice que no cree en Dios? –le pregunto antes de subir a la enorme camioneta blanca de su padre. Nezareth se queda callado unos segundos. Aún está parado en la sala de su casa. Su mamá lo observa como si él fuese un niño genio de las matemáticas y la pregunta hubiese sido, a ver, Nezareth, niño genio, resuelve el siguiente problema imposible... Suena un teléfono en el segundo piso. –Cuando yo choco con muchas de estas personas yo les digo así: ¿Tú ves el aire? No, no lo veo. ¿Pero lo sientes? Claro que lo siento. Así es Dios.

Hoy es su clase de fútbol. Nezareth Casti Rey baja de la enorme camioneta blanca con unas medias negras hasta las rodillas, y se sienta en silencio al borde del campo. El campo es tan grande que aquí entrarían hasta dos estadios con sus tribunas, y sobraría espacio. Pero no hay tribunas. Sólo un sector con pasto y el resto es terreno baldío con viejos armatostes de madera donde algunos niños juegan a esconderse. No Nezareth. El cielo es tan gris que parece el de Lima en un día muy gris. Es viernes, cinco de la tarde, y en El Milagro, vaya nombre, a quince minutos de Trujillo, hace suficiente frío como para querer apurar la clase. Los otros niños también se sientan a un lado del campo pero, a diferencia del predicador, forman grupos y bromean entre ellos, huevón, huevada, conchetumáquina, dicen, te meto un combo, huevón y se ríen y Nezareth, que ahora mismo está solo, no. Pero ésta es su clase de fútbol y él ha dicho, camino a la cancha, en la camioneta blanca de su padre, con esas medias larguísimas y una sonrisa larguísima también: –Soy un niño normal, tan igual como cualquier niño del mundo. Eso quiere creer. Dos días después, la directora de su colegio dirá sobre Nezareth: «Él se comporta normal, como cualquier otro niño». Y su profesor de Historia, en medio de una clase sobre la Revolución Francesa, saldrá al patio para decir: «Tiene facilidad de verbo, pero es un jovencito muy inquieto, normal». Su profesora de Comunicación, que en el 2006 lo vio perder descalificado en un concurso de oratoria, compitiendo contra otros niños de su edad a nivel de todo Trujillo –«no lo dejaron ganar por ser famoso»–, dirá que «él es una persona que tiene



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sus propias ideas, y por lo demás es normal». Su maestro de Música cree que Nezareth tiene un gran talento para la guitarra y la composición, pero «su vida es normal, y como niño es igual a cualquier niño». El predicador, sin embargo, ya ni siquiera es un niño y menos es uno más. Su mayor normalidad quizá consista en hacer dos cosas típicas de un chico de su edad, y eso puede confundir a los adultos que lo ven desde arriba: ir al colegio (por evidente obligación) y jugar al fútbol (porque su padre dice: «Es bueno que Nezareth juegue con niños que no tienen su creencia»). El tamaño es engañoso y Nezareth Casti Rey, cuando no está predicando, parece disfrutar de esa relativa normalidad hablando con su propio tono de voz, dejando a un lado el traje, el gel y la Biblia, y moviéndose con tanta lentitud que parecería que le pesara la vida. El escenario lo transforma en Niño Predicador con manías de adulto. Sus compañeros de aula, cuarto año de secundaria, inquietos y graciosos, saben que Nezareth Casti Rey, ese chico friolento y buena gente que se sienta atrás, se ausenta de clases cada cierto tiempo para cumplir con una agenda de presentaciones en Venezuela o México o Chile o Estados Unidos o Ecuador o Bolivia o República Dominicana o Puerto Rico, países que la mayoría de ellos apenas conoce de oídas. Saben que Nezareth está exonerado del curso de Religión, que por suerte no debe memorizarse el Catecismo, y que no le reza a la guía y protectora de la institución, la Virgen del Carmen, de manto marrón y corona dorada. Saben que el archiconocido presentador de televisión Don Francisco lo entrevistó en Miami y Pedro Carcuro en Santiago, y que en la tele ha conocido a Ricardo Montaner, a Laura León, a una miss Venezuela muy linda, y que Chayanne lo saludó frente a las cámaras. El Niño Predicador pasa desapercibido en el Perú, al menos entre los no evangélicos, pero su condición mediática, en el extranjero, basta para que sus compañeros lo vean como a una estrella en miniatura. Y toda estrella, por supuesto, tiene sus extravagancias: sus compañeros saben también que Nezareth habla de los apóstoles para referirse a la amistad entre ellos, y que dice ser el enviado de Dios. Nezareth habla de Dios con ellos, y tal vez por eso el profesor de

Historia dirá luego: «Él trata de ganar adeptos en el colegio y me dice: profesor, parece que voy ganando terreno». Según Nezareth, ya convirtió a dos niños, Ferrer y Maicol, pero no están más en el colegio. Sus compañeros saben sobre todo que Nezareth Casti Rey estudia allí, en un colegio católico y céntrico de la ciudad, porque antes, cuando estudiaba el cuarto de primaria en otro colegio, trataron de secuestrarlo. Por eso la familia cree que por seguridad es mejor no decir el nombre del actual colegio, ni la dirección exacta de su casa, ni cómo se llama la academia de fútbol donde ahora, en este instante, Nezareth ha empezado la lección del día como un chico cualquiera: trabajos de coordinación. El Niño Predicador, con la pelota, es bastante descoordinado. –Lo querían secuestrar para pedir recompensa –dice el papá, Andrés Castillo, que está a un lado del campo observando junto al pastor evangélico Neri Basilio los movimientos de su hijo–. Pero tengo hermanos que han sido ladrones que se convirtieron al Señor, y me dijeron cómo manejar las cosas. –Es que Trujillo está muy peligroso –dice el pastor Basilio, quien tiene una Biblia de tapa negra, un reloj dorado y un diente de oro. Andrés Castillo, el papá, tiene el aspecto de alguien que se pasa ocho horas al día en un gimnasio levantando pesas: suele usar camisetas pegadas al cuerpo con acabados que resplandecen en dorado y dicen, por ejemplo, Dolce Gabbana, sin ser Dolce & Gabbana. Tiene el pelo corto, siempre recién peinado, y usa zapatillas blancas, muy nuevas, con plataformas que lo hacen ver más alto (es bajo, un metro sesenta como mucho), y jeans de bastas anchas. «Con mis hermanos sembramos maíz y camote», dice, aunque su aspecto no es el de alguien que trabaja la tierra. En todo caso, su trabajo es promover las presentaciones de Nezareth, y eso él lo tiene muy claro. Atrás, su enorme camioneta blanca todoterreno es el único vehículo al lado de un bus. Es decir, los otros niños futbolistas, unos cincuenta, llegaron y regresarán a Trujillo apretados en un solo bus de la academia, mientras que Nezareth Casti Rey lo hará en la camioneta. Sólo un entrenador sabe que él es el famoso niño que predica. No se lo ha dicho a los otros alumnos de la academia. Ellos sólo saben que ese chico Nezareth, o Nazareth, o como sea, tiene dinero y mucha suerte. –Fueron con armas a la casa –dice el papá–, querían plata. Pero no pasó nada. Para un evangélico, tener dinero es una bendición de Dios. No está mal ni tiene por qué sentirse culpable: si trabaja, Dios quiere que tenga dinero, y el resto de su comunidad celebrará su suerte. Así está escrito: «El obrero es digno de su salario», repiten como una muletilla sagrada; «está en el Antiguo Testamento», dicen, y un evangélico ve en la Biblia su máxima autoridad. El mundo se rige por interpretaciones: lo que para algunos es negro, para otros será gris;


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lo que para ti es un santo, para otros no es nada más que un ídolo, y así también pasa con la Biblia, que puede decir lo que no dice, o al revés, o no decir nada. Los predicadores –los hay en todo el mundo– suelen ganar bien si son exitosos; es decir, si congregan a mucha gente. Y eso ocurre porque Dios glorifica y bendice. Como a Nezareth, por ejemplo. «Predicar es mi trabajo y mi profesión», ha dicho él desde los suburbios de la normalidad, y ahora le toca patear a un arco sin arquero: trabajos de precisión. El Niño Predicador no es muy bueno pateando al arco. –Ese Nezareth, cuando predica, se transforma –dice el pastor Basilio, riéndose. El pastor Neri Basilio fue quien sacó a la familia Castillo de Paiján, un lugar pobre y alejado, para llevarla a vivir a Trujillo. De no haber sido por él, quizá Nezareth Casti Rey sólo hubiese sido predicador en las iglesias evangélicas y en las pla-

zas de Paiján y sus alrededores. Entonces era agosto del 2000 y, en aquellos tiempos, el mundo, para el Niño Predicador, parecía demasiado grande. El pastor Neri Basilio juntó diez mil soles, algo más de tres mil dólares –«impulsado por la presencia de Dios, había algo en mí que no medía el gasto»–, para imprimir volantes y afiches y empapelar la ciudad de Trujillo y llenar una plaza de toros con doce mil personas (y la llenó) y llevar allí a un niño desconocido que, según decían, predicaba. –¿Cuál sería el asunto de Dios conmigo, no? –dice el pastor mirando hacia la cancha–. Yo lo buscaba al niño pero no sabía para qué. Hubo una palabra que me dijo que el niño predicaba y yo quería probarle. –Son las cosas de Dios, hermanito –interviene el papá. Mientras que un pastor guía en la fe a sus ovejas, la tarea de un predicador consiste en dar a conocer el mensaje. Llegar a un lugar –puede ser una plaza, un estadio, una iglesia–, y usar todo el poder histriónico posible para convencerte de que esa fe es la que debes profesar. Nezareth Casti Rey admira a los predicadores internacionales Jimmy Swaggart, Cash Luna, Yiye Ávila, Roger Kennedy, y de ellos ha adoptado el modo de dirigirse a las masas. «Yo no quiero ser


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NEZARETH CASTI REY FUE CONCEBIDO COMO EL PRODUCTO DE UNA PROFECÍA BÍBLICA, Y CRIADO A IMAGEN Y SEMEJANZA DE LOS SUEÑOS CELESTIALES DE SUS PADRES: DESDE QUE HABLÓ POR PRIMERA VEZ, CADA FRASE QUE EL NIÑO HA DICHO YA ESTABA ESCRITA Y SE TRATA, CREEN ELLOS, DEL DICTADO DE DIOS QUE HABLA A TRAVÉS DE ÉL, PREDICA A TRAVÉS DE ÉL Y SE MUEVE A TRAVÉS DE ÉL

como ellos, quiero ser mejor que ellos», dirá después, de regreso a casa. El mejor manual práctico para la prédica es la observación. Observe. Nezareth Casti Rey ha visto muchos videos. Los predicadores gritan, exhortan, se recogen en llanto y adoración, y van de un lado a otro del estrado o del púlpito, señalando con el dedo y hablando, la mayoría, en lenguas que no existen. Marisela Valderrama ha dicho que, embarazada de Nezareth, una noche mientras hablaba en una la iglesia, «no me salía mi lengua natural, hablaba en otro idioma y el Espíritu Santo entró en mí». Es decir, entró en Nezareth Casti Rey, su hijo, a quien le habría otorgado el don de la prédica desde su vientre. Un predicador es un maestro de la oratoria, un actor en potencia, y convencer –a quien desee y necesite ser convencido– es parte de su talento natural. Se pueden ver miles de videos y jamás ser un buen predicador, así como se pueden ver miles de partidos de fútbol y jamás aprender a patear bien una pelota. Nezareth Casti Rey debería de saberlo: hay gente que necesita salvación, que se empacha de autoayuda, que está sola y enferma, que sufre, que no ve un futuro, y entonces se entrega. –Hay mucha necesidad –dice el pastor Basilio, y piensa que podrá sonar exagerado, pero ese día, en la plaza de toros, al menos mil personas se convirtieron. Entonces empezó la verdadera fama del Niño Predicador. Nezareth Casti Rey viaja a predicar con otras cinco personas que conforman su comitiva o ministerio. El ministerio se llama Jesús de Nazareth, incluye a sus dos padres y puede garantizar el lleno total de un estadio, por ejemplo, en Guayaquil (lo

ha llenado). Nezareth y sus cinco acompañantes deben tener pagados los pasajes de ida y vuelta, además del hospedaje y de toda, absolutamente toda, la ofrenda del día. A más fieles, más ofrenda. Más dinero. En países más ricos, las bendiciones se multiplicarán. Nezareth ha predicado en Nueva York, Miami, Boston, Indianápolis, Virginia, Carolina del Norte. Quiere ir a Europa. «Una salida al extranjero le puede reportar miles de dólares», dice Óscar Quispe Vigo, evangélico, ex alcohólico social convertido a Cristo, según él, una fuente que se suele consultar en Trujillo para hablar de su religión, y presidente del Ministerio Internacional de Apoyo Evangelístico y Ayuda Social Las Águilas. Ser un talentoso niño predicador puede ser muy rentable. «Hay gente que fue impactada por el mensaje y le da mil dólares, cinco mil, una casa, un auto», dice Quispe. Cuando Wanda Rolón invita a Nezareth a Puerto Rico pide a los miles de fieles que se congregan en sus presentaciones que den dinero a la familia Castillo Valderrama. «Dinero para bendecirlos», ha dicho, está en los videos. Hay predicadores evangélicos que piden a los fieles dar el billete más grande que tengan en el bolsillo como ofrenda. A veces los acusan de estafar a la gente con el viejo cuento de la salvación, pero el obrero, dirán, es digno de su salario, y lo dice la Biblia y no hay de qué avergonzarse. Hay un predicador peruano, Marcelino Salazar, que afirma en su página web que el propósito de Dios es llevar a sus hijos a la sobreabundancia de dinero. Las iglesias del mundo, cuando invitan a Nezareth, también pueden hacer ofrendas voluntarias, pero en ese caso, a diferencia de las ofrendas de los fieles, «el dinero se lo das en un sobre en las manitos de Nezareth», te dirá una voz por teléfono. Nezareth Casti Rey no es un niño normal. Predica; es decir, gana dinero. La camioneta blanca de papá y la casa de dos pisos y la noticia de un secuestro y los viajes de la familia y las ofrendas y los miles de miles de fieles que lo siguen dan fe del fenómeno: El Niño Predicador no es más que un niño que trabaja. Y hoy, en la clase de fútbol, no mete goles: de siete disparos al arco, sin arquero, el predicador sólo ha metido dos. Se ha pasado más tiempo recogiendo el



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EN BRASIL, ANA CAROLINA DIAS PREDICA DESDE LOS DOS AÑOS. LA PASTORA MÁS PEQUEÑA DEL MUNDO, LE HAN DICHO, Y SE CREE QUE SANA ENFERMEDADES INCURABLES. MARCOS FERREIRA DO SANTOS, DE DIECISÉIS AÑOS, EXPULSA DEMONIOS DESDE QUE TENÍA CINCO. EN PANAMÁ, LOS HERMANOS PATIÑO PREDICAN DESDE LOS DOS AÑOS. SON HIJOS DE UN PASTOR QUE, CUANDO SUS NIÑOS PREDICARON POR PRIMERA VEZ, DIJO: «EL ESPÍRITU SANTO DIRIGIÓ TODO»

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balón del terreno baldío. Así hasta que suena un silbato, termina la clase, y un sudoroso Nezareth sube a la camioneta blanca. –¿Qué tal si vamos a comer un sánguche? –dice el papá. –Yo quiero de pavo –se adelanta Nezareth, muerto de hambre. El pastor Neri Basilio se ríe y dice: –Ese Nezareth... Y le sacude la cabeza con cariño. Minutos después, estacionados frente a la tienda de sánguches, al lado de un puesto de periódicos donde resalta un titular a todo color, «Vigilante de municipio viola a enfermera», y escuchando en el equipo de música los mejores éxitos de Nezareth, Liiiiindo es caminar con el Señor, el Niño Predicador dejará de tararear su propia canción y dirá que la prédica es su oficio –suele repetir mucho esa frase–, pero él es un niño normal al que también le gustaría probar otras cosas. –Me gustaría, no sé, ser futbolista de repente.

–Cuando cantas te da coraje, ¿no? El pastor Neri Basilio, sonriendo con su diente de oro, voltea a mirar a Nezareth. En los parlantes de la camioneta blanca suena una de sus canciones más alegres y más escuchadas por la familia. Es domingo por la noche y vamos a Paiján, allí donde todo empezó. Antes de subir a la camioneta, el predicador le pidió al pastor que le hiciera el nudo de la corbata –«las que uso tienen prendedor», dijo–, y ahora, con el traje gris bien planchado y la corbata nueva anudada, Nezareth Casti Rey

está cantando en voz baja, Cristooo es la solución, para todo problema, y hace como que no escucha la pregunta. Adelante, viajan papá y mamá. Atrás, en dos filas de asientos, estamos el pastor Basilio, Nezareth, que canta, Tirza Devid, abstraída con su pato de peluche, y yo, que le pregunto al predicador: –¿Ya no tienes la voz de antes, no? –No, ya no me sale bien esa canción. –Es que ya no eres un niño, ya no eres el Niño Predicador. Nezareth sonríe y se queda pensando largo rato en silencio. –Ahora soy el joven predicador –dice–, y es diferente. La gente recepciona el mensaje con un poco más de seriedad, porque antes, cuando era niño, lo tomaban con un poco de risa, lo veían todo como una especie de show, de circo, de teatro, pero ahora no. –Creo que cada día vas a tener más gente en tus campañas –interviene el pastor–. Llegas a gente de más nivel intelectual. Tirza Devid se pone a tararear la canción de su hermano. Nezareth la escucha y le hace una caricia al pico del pato. –Los tiempos del niño pasaron –dice.

Hay niños predicadores en todo el mundo, y la historia de Nezareth Casti Rey también es fascinante por ser igual a otras. En el conjunto está la peculiaridad: algo está ocurriendo, creen los evangélicos; «Dios está levantando a los niños», dice el pastor Jorge Pérez, presidente de la Fraternidad de Pastores, Ministros e Iglesias de La Libertad, aquel departamento del Perú donde queda la ciudad de Trujillo. Los evangélicos adoctrinan a los niños en su religión, los instruyen en la Biblia y no hay nada extraordinario ni milagroso en ello. Es casi un acto de sobrevivencia frente a otras religiones más antiguas y poderosas y gobernadas por adultos: un niño evangélico puede garantizar la continuidad de su religión, que está en franco ascenso demográfico, y a los cinco años de edad ya es capaz de hablar de Dios con la misma naturalidad con la que pide chocolates.


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Un niño predicador, además, asegura la curiosidad de un enorme auditorio. Y la curiosidad, ya se sabe, da réditos. En Brasil, Ana Carolina Dias es una niña que predica desde los dos años. La pastora más pequeña del mundo, le han dicho, y se cree que sana enfermedades incurables, entre ellas el sida. Samuel Gomes Ferreira tiene trece años y recita versículos bíblicos en sus sermones, y también en Brasil –país con el mayor número de evangélicos en América Latina: más de veintiséis millones–, Marcos Ferreira do Santos, de dieciséis años, expulsa demonios desde que tenía cinco. Eso se dice. En Panamá, los hermanos Dailyn y Kevin Patiño predican desde los dos y tres años de edad. Son hijos de un pastor que, cuando sus niños predicaron por primera vez, dijo: «El Espíritu Santo dirigió todo». En Estados Unidos, es famoso el caso del niño Terry Durham, The Little Man of God, quien no sólo predica, sino que lo hace con un ritmo gospel que incita al baile. En Lima, Perú –más de tres millones de evangélicos–, hubo en el 2007 un Festival Evangélico de Niños Predicadores al que asistieron seis mil niños. No diez. No cien. No mil. Sino seis veces mil. Un año antes, en Ecuador, las iglesias evangélicas informaron que contaban con noventa y ocho niños predicadores. Ahora, camino a Paiján, el Niño Predicador, Nezareth Casti Rey, dice que tiene dos corbatas sin prendedor. La que tiene puesta y otra más clara. La música continúa sonando en la camioneta blanca y Nezareth, con su Biblia de tapa roja en las manos, canta sus propias canciones impostando una voz muy aguda, Siento que Jesús ya está, ya está por volveeer. Falta una media hora para llegar a Paiján, cuando se siente un golpe en la parte delantera de la camioneta. –Creo que atropellamos un gato –dice Andrés Castillo, bajando la velocidad. Nezareth deja de cantar. –¿O fue un zorro? –pregunta su mamá, asustada. Afuera sólo se ve la oscuridad de la noche y la carretera apenas iluminada por la luna. El papá quiere detenerse, pero al final le parece una mala idea. –De repente fue una pelota –dice. –Lo mataste, Andrés.

–¿Qué, matamos a un gato, papá? –pregunta Nezareth. Y se ríe. Se ríe mucho. Casi como un niño. Le parece gracioso que su papá, que no mata ni una mosca, haya matado a un gato. Marisela Valderrama, pasado el susto, recuerda que la primera vez que Nezareth predicó, allá en Paiján, justo acababa de morir Lazi, una perra que ellos criaban. La perra se había escapado y en alguna parte del pueblo comió veneno y entonces Nezareth, que quería tanto a la Lazi y tenía tan sólo tres años, dijo en su primera prédica: Arrepiéntanse de sus pecados porque si no van a morir como la perrita. Todos se ríen en la camioneta. Nezareth dice que le leían la Biblia y él preparaba sus mensajes en serio, «hablándole a la gente de la problemática de la vida y de la sociedad». Otra vez se pone serio. Experto desde niño en hilar lo sagrado con lo pagano, a través de un perro que se escapó de su casa podía explicar las consecuencias del pecado. Memorizaba párrafos bíblicos –leídos por su madre– pero exponía, a través de ellos, un tema de actualidad: la prensa, llena siempre de malas noticias, era perfecta para detectar moralejas. Hasta ahora lo hace. «Vigilante de municipio viola a enfermera –dijo hace unos días leyendo el titular de un periódico–. Es que el diablo es un león rugiente y anda buscando a quién devorar». El secreto de su prédica es un fenómeno tan interno que él sólo lo entiende así: «La explicación te viene a la mente y uno comienza a hablar». Nezareth Casti Rey empezó a hablar en Paiján, luego en Trujillo, después viajó en aviones y llegó así el dinero para su familia: la bendición de Dios. Otros niños quisieron seguir su camino, y de pronto se escuchó de tantos niños predicadores en Trujillo, incluyendo a su propio primo, Israel Nathan –«Nezareth sólo es predicador, yo soy profeta»–, que el fenómeno, en vez de parecer cosa de Dios, tenía una obvia orientación comercial: si Nezareth Casti Rey tiene éxito, ¿qué tiene él que no tenga mi hijo? Pero mientras el primogénito de los Castillo Valderrama interpretaba la vida con ayuda de la Biblia, el resto de niños sólo recitaba de memoria un versículo sin entender lo que decía. De todos los predicadores pequeños sólo sobrevivió Nezareth. Y eso ya estaba escrito. La camioneta blanca se estaciona y Marisela Valderrama dice: –Bienvenido a mi Paiján, donde todo empezó. Ella se refiere, obvio, a la historia personal de su hijo el predicador, y no a la de Paiján, donde todo empezó bastante antes. A ver. Hace unos diez mil años terminaba el Pleistoceno y el hombre tenía una cabeza larga, un rostro estrecho y una pequeña abertura nasal. Se cree, por las excavaciones, que el hombre de Paiján es el más antiguo del Perú, pero es obvio que esta casualidad evolutiva que une a Nezareth con el primer hombre no es un tema que les pueda interesar a los Castillo-Valderrama. Dios creó al hombre, dirán, y la iglesia Dios es Amor está al final de una calle empinada. Unas cuarenta personas han llegado esta noche para ver al Niño Predica-


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dor, incluyendo a un mendigo jorobado y sucio que parece impaciente por saludarlo. En la entrada de la iglesia, dos chicas de quince se miran entre ellas luego de descubrir que el niño no es tan niño como ellas creían. Les parece atractivo. La última vez que lo vieron, dice una de ellas, «Nezareth era un enano». Nezareth Casti Rey baja de la camioneta y saluda a todos con una reverencia. El mendigo rompe el protocolo improvisado, lo abraza y le dice algo al oído. Nezareth le responde que sí con la cabeza y su padre, Andrés Castillo, dice: –Todos quieren tocar a mi Nezareth. Hace unas horas se avisó por la radio del pueblo que él vendría. El pastor de Paiján, Enrique Linares, una camisa blanca, un pantalón negro y poco pelo, cree que si le hubiesen dado unos días, la iglesia se hubiese llenado «porque todos quieren escuchar la palabra de Dios a través de él». La iglesia son cuatro paredes con bancas de madera; hay una cámara filmadora, un teclado electrónico que suena muy electrónico y flores artificiales por todas partes. En el púlpito, una pequeña elevación respecto al resto de la sala, hay sillas de plástico para la familia de Nezareth, invitados de honor, y de un momento a otro todos están cantando, felices, y «Padre santo, bendice a tu hijo Nezareth», dice el pastor Linares levantando la mano derecha. Luego le da la palabra a Marisela Valderrama y ella dice: «Recuerdo cuando el Señor me dijo: Te daré un niño grande y poderoso». Hay más canciones y todos gritan gloria a Dios. Luego toma la palabra la esposa del pastor, y dice: «Papito lindo, padre santo, bendice y usa a tu siervo Nezareth». Gloria a Dios. Nezareth Casti Rey escucha todo de pie, recitando algo en voz baja y con la mano derecha levantada a media altura. Se mueve en círculos sobre su propio sitio, hasta que le toca hablar. –Sabemos que Dios es un Dios de promesas –dice Nezareth Casti Rey, el Niño Predicador, con una seriedad que hace juego con su corbata–, y todo lo que Dios habla lo cumple, nos hace esperar un poquito pero en el tiempo del Señor él lo lleva a cabalidad. Y Dios así lo ha hecho y lo seguirá haciendo por el resto de nuestros días que nos toque vivir en esta tierra con el único propósito de alabarle y entregar a la gente el mensaje de Dios y la palabra que da vida y salvación.

–¡Gloria a Dios! –grita la gente. –Fue aquí donde todo comenzó, Dios así lo planificó, estuvo dentro del corazón de Dios, dentro del plan del Señor y sé que si esto es de Dios, nadie lo puede destruir. –¡Gloria a Dios! El pastor Neri Basilio, también en las sillas de invitados de honor, pide a quienes se sientan enfermos, a los que tengan algún dolor, alguna molestia, que pasen adelante, al lado del teclado electrónico que no ha dejado de sonar. La mitad de la iglesia hace lo que él dice. «Ponga su mano donde le duele», continúa el pastor Basilio y la gente, arrodillada, le obedece. Nezareth Casti Rey está de pie frente a ellos. Levanta ambas manos, cierra los ojos, se concentra. Su repentina seriedad contrasta con ese niño poseído de YouTube: Nezareth está cambiando. Antes ha dicho, camino a Paiján, que en Chile, gracias a su poder de sanación –es Dios a través de él– hizo oír a una niña sorda; que ha hecho levantarse a paralíticos y que ha sanado a personas con cáncer, «no es falsedad, no es algo que hayamos inventado». –Te pedimos que pongas la mano celestial en aquella herida, en aquella enfermedad, Señor –dice ahora. –¡Gloria a Dios! Hay gente arrodillada y hay un hombre llorando en una esquina de la iglesia y hay, sobre todo, gente que necesita creer y ser sanada. Salvo por el teclado, hay momentos de mucho silencio. El pastor Neri Basilio pide a las personas que revisen allí donde les dolía. –Me dolían las plantas de mis pies y ya no me duelen –grita una mujer de unos cuarenta años. –¡Gloria a Dios! –Me dolía la cabeza y el corazón y ya no me duelen –dice otra. –¡Gloria a Dios! –Me dolían mis piernas y ya no. Nezareth Casti Rey regresa a su lugar y seguirá hablando en voz baja, o quizá sólo moviendo los labios, lentamente, hasta el final de la ceremonia. Luego saldrá de la iglesia rodeado de gente que quiere tocarlo y subirá a la camioneta blanca haciendo adiós con la mano. Un mendigo se despedirá de él pegando su rostro a la luna de la camioneta. Y la camioneta se alejará de Paiján, donde todo empezó, y Nezareth Casti Rey dejará de ser por fin y para siempre el Niño Predicador, se relajará en su asiento, pondrá la Biblia a un lado y entonces se reirá solo, muerto de risa como si acabara de recordar un buen chiste. –¿Papá? –Dime, Nezareth. –¿Matamos al gato, no?

Reportero asistente: Richard Manrique.



30_ DICCIONARIO DE LA LENGUA Viajante

una palabra de

juan pablo meneses

Aquél que viaja para vender tónicos, golosinas, corbatas, calzoncillos chinos.

recí sin conocer la palabra viajante. Hice mis

Oficialmente, no era un buen tema. Las revistas de viajes de los diarios se

primeros viajes, escribí mis primeras crónicas y

dedican a los grandes destinos. A las playas de moda, a los cruceros modernos

soñé con recorrer el mundo sin haberla escuchado nunca.

y a esos hoteles «todo incluido» que gustan tanto de auspiciar. Sin embargo,

Admiré a los viajantes sin saber que lo eran. Escribí de

logramos poner el tema más improbable en la portada de la revista. Una

su trabajo y hasta salí a caminar algunos pueblos con

semana más tarde de aquella charla, estaba arriba de una camioneta, saliendo

un par de ellos, pero sin decirles viajantes. Para mí

de Santiago con un par de vendedores de cremas y camisetas y golosinas. Dos

eran simplemente «vendedores viajeros»: hombres que

tipos regordetes, vestidos con chaquetas gastadas, corbatas opacas, y amigos de

recorren pueblos remotos con muestras de perfumes o

toda la gente que se nos cruzaba por la ruta.

cremas o chocolates o cuadernos o de todo lo que se pueda

Como buenos vendedores, eran divertidos y mentirosos. No paraban de

vender en el almacén del lugar perdido. Un viajante es un

soltar anécdotas con suspenso y acción: una vez inventaron una pelea para

viajero profesional. Alguien que se sale

arrancarse sin pagar de un prostíbulo de

de la ruta oficial cargando maletines

camioneros; uno de ellos había ganado

llenos de golosinas y tónicos para la

un reñido concurso de imitadores de

calvicie y calzoncillos chinos, para

Sandro, ese cantante argentino, y el

volver a casa sin mercadería y con un

otro aseguraba haberse encontrado un

puñado de nuevos viejos billetes.

maletín con veinte mil dólares y haber

Me gusta viajante porque, para

Verlos en acción era un espectáculo.

los que vi en el teatro de Santiago

Le coqueteaban a la vieja del principal

La

muerte de un vendedor viajero,

emporio del pequeño pueblo chileno

la famosa obra de Arthur Miller,

llamado Roma, o soportaban heroicos

bautizada originalmente como death

las pesadas bromas del encargado de

of SaLeSman, y traducida en la mayoría

compras de un supermercado de Santa

de los países de habla hispana como

Cruz, o se mostraban cariñosos con la

La muerte de un viajante. No en Chile.

familia que atendía la pensión donde

Otra razón, entonces, para elegir

nos quedamos a dormir en Chillán.

una palabra: nací en un país donde viajante no existe. ¿Cómo le dicen en Chile a los viajantes?, me preguntó una argentina

viaje. Creo que ésa es la razón principal de mi gusto por la palabra viajante: está

decimos en dos. Me gusta viajante porque es eficiente. 2 0 0 8

–me dijo uno de ellos, al tercer día del

vendedores viajeros son sus viajantes. han decidido resumir en una expresión lo que nosotros

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–Cada vez tenemos menos trabajo. Con internet, tenemos los días contados

cuando le explicaba que nuestros En Argentina, Uruguay y España

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dudado antes de devolverlo.

mí, es una palabra nueva. Yo fui de

destinada a desaparecer. En los próximos años, seguirán existiendo vendedores y viajeros, pero ya ninguna empresa querrá contratar a un viajante. Se hará innecesario: el acceso

Recuerdo que era un viernes de invierno, estaba

general a internet y el despacho a domicilio a cualquier lugar del mundo están

oscuro y caminábamos por el estacionamiento del diario

siendo su guillotina. La modernidad le cortó la cabeza a estos personajes que

eL mercurio con Francisco Mouat, entonces editor de la

viajaban de forma impenitente, cargando un maletín de cuero plástico y una

revista domingo en viaje. Le dije que tenía un tema. Que era

corbata gastada, y que alguna vez fueron portada de un suplemento de turismo.

un buen tema. Que sería divertido irme de viaje con un par

Cada día hay más viajeros, pero menos viajantes. La gracia de las palabras

de vendedores viajeros. Él se detuvo. Me miró serio unos

es que pueden cambiar el destino. Y si bien los vendedores viajeros están desapa-

segundos, luego soltó una sonrisa y me dijo que sí, que era

reciendo del mapa, cada vez que escucho o leo viajante ellos reviven de inmedia-

un buen tema. Y nos despedimos en la puerta de su auto.

to. Me devuelven a la ruta, a esos días, a esas ventas.



32_ TALLER DE MECÁNICA ¿Seremos más perversos que Hitler gracias a los videojuegos?

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álvaro sialer cuevas

o fui nazi, pero no me gustó. Y no porque no hubiera

Uno jugaba a la guerra desde la fría perspectiva de un general que jamás jala del

a quién matar –de hecho, maté rusos como mos-

gatillo, pero que decide el destino de millones de hombres. Así era posible jugar a

cas–, sino porque no vi la acción. Íbamos ganando la guerra.

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una profecía de

ser Hitler. Y ganar.

Para afianzar la conquista de Europa, yo tenía que invadir

¿Quién es más cruel? ¿El soldado (videojugador de ahora) que mata o el general

la Unión Soviética. Y en verdad lo hice, pero me aburrí: sólo

(jugador-estratega del pasado) que planifica la matanza? ¿Qué juego es más realis-

veía un plano verduzco poblado de montañitas infantiles, ríos

ta? ¿Cuál simula mejor la maldad de la guerra? Los videojuegos modernos se bene-

esquemáticos, matas verdes en lugar de bosques y ciudades

fician de gráficos más vistosos (hasta se puede ver cómo los soldados transpiran y

abstractas. Moscú, mi lejano objetivo, era un montoncito de

respiran), pero esa sofisticación también los ha vuelto fantasías difíciles de creer: el

rectángulos grises. Mis ejércitos eran cuadraditos que sólo

soldado carga toneladas de armamento, recibe balas y nunca muere, corre por todo

revelaban qué cosa eran (divisiones de infantería, artillería

un país y nunca se cansa. Aunque suene paradójico, los viejos juegos de los años

o aviación) cuando hacía clic sobre ellos.

ochenta y noventa, como War in russia,

Mi primera victoria jamás la vi. Sólo

son más realistas (aun con sus cuadrados

presioné un par de botones y la compu-

y esquemas) porque reflejan mejor la rea-

tadora hizo el resto: blink, blank, blunk,

lidad perversa de la guerra: la guerra está,

unas cuantas y esotéricas operaciones

primero, en la capacidad humana de pen-

matemáticas y la máquina me arrojó un

sarla. La violencia sensible viene después.

cuadro con el resultado: sólo diez de mis

Los clásicos juegos de estrategia tam-

aviones ligeros cayeron, mientras que

bién son más realistas porque canalizan

Stalin, mi odiado enemigo, perdió dieci-

una inquietud profundamente humana:

séis naves similares y otros veinte bom-

el deseo de libertad. O de demostrarnos

barderos. Seguí en la campaña creo que

que somos libres. ¿Por qué, si no, juga-

unas semanas más, pero era demasiada

mos a la guerra? ¿Acaso no jugamos a ser

abstracción para mí, así que abandoné

Hitler sólo para ver si tomando las deci-

War in russia, el clásico juego de estra-

siones correctas los nazis se adueñaban

tegia para computadoras, tan popular

de Europa? ¿Acaso no te encantaría que

a principios de los años noventa. No lo

hubiera un wargame sobre aquella gue-

disfruté. No soy Hitler, lo siento.

rra que tu país perdió sólo para tomarte

Los aficionados a los videojuegos,

la revancha y reescribir la historia? ¿No

más que generales en el cuartel, quie-

sería descorazonador ver que el juego re-

ren ser soldados en el frente de batalla.

pite fatalmente a la historia? Sería como

Quieren acción, sonido, detalle, cosas

comprobar que nuestras vidas no son

que el desarrollo de la tecnología ya pue-

nuestras, sino del Destino, de la Provi-

de ofrecer. Admitámoslo: hoy por hoy,

dencia, de alguna insondable Naturaleza

somos sensuales, y la gratificación descarada de los sentidos

Humana o de las prosaicas estructuras socioeconómicas. Descubriríamos entonces

nos seduce más que la del intelecto. Así, en attack on Pearl

que en verdad nuestras vidas eran meros simulacros de decisiones.

Harbor (del año 2007), podemos ser pilotos estadouniden-

Pero ni en la guerra ni en la vida la planificación minuciosa garantiza la victo-

ses o japoneses y ver toda la acción desde nuestro avión. En

ria. Imaginemos, por ejemplo, que dos hombres se enamoran de la misma mujer.

call of Duty (2003) somos soldados que avanzamos, ma-

Imaginemos que ella prefiere a uno, mientras el otro, conocedor de su desventaja,

tamos y morimos en medio del infierno. La vieja escuela de

estudia a su rival y planifica su ataque. ¿Podrá conquistar así a la chica? ¿O acaso al

los juegos de guerra era otra cosa. Desde fines de los años

final todo dependerá del último movimiento de ella, del letal juicio de su corazón?

ochenta –debido a las limitaciones de la tecnología–, los

¿Somos libres entonces? ¿Podemos cambiar nuestro futuro? No lo sé. Sólo sé

simuladores de batallas como War in russia sacrificaban el

que, inexplicablemente, sentí compasión por Hitler. Imaginé la infinita tristeza que

calor de la acción en favor de la estrategia y la inteligencia.

debió sentir en 1941 al saberse tan cerca de Moscú, pero no poder entrar.



56_ BONUS TRACK

"! ) ! "& #"#"' "& '% &' & Quienes viven cerca del rĂ­o Magdalena, en Colombia, acostumbran ver cadĂĄveres arrastrados por la corriente. Un dĂ­a tambiĂŠn aparecen por allĂ­, vivos, dos hipopĂłtamos machos que alguna vez fueron parte del zoolĂłgico de Pablo Escobar. ÂżQuĂŠ busca una pareja de animales salvajes en el paĂ­s mĂĄs violento de SudamĂŠrica? ÂżPor quĂŠ estĂĄn tristes?

una crĂłnica de_ josĂŠ alejandro castaĂąo ilustraciĂłn de_ mario segovia guzmĂĄn



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36_ BONUS TRACK

varisto Candelejo creyó ver a un toro muerto y dejó que la corriente a favor lo arrimara para curiosear. Él recuerda que casi era mediodía y que la faena de pesca había sido escasa por culpa de las lluvias que esa semana habían engordado el río y lo hacían correr apurado, saltando piedras y recodos. A diez metros de distancia, el pescador ya no estuvo seguro de que fuera el cadáver de un toro y pensó que más bien era un árbol a la deriva, entonces aguzó la mirada para evitar que la canoa chocara contra alguna rama oculta bajo el agua. Iba solo. Él jura que en treinta años de navegar el Magdalena, el río que atraviesa a Colombia desde el sur del país hasta el océano Atlántico, nunca sintió tanto miedo, ni siquiera la vez que una ráfaga de tiros disparada desde una orilla perforó la madera de su barca y fulminó dos cerdos que no eran suyos: «¡Y zas! ¡El tronco bramó y abrió una boca gigante!», le contaría después a su mujer y a sus vecinos de Puerto Olaya, un pueblito de pescadores en Cimitarra, Santander. Nadie le creyó. Evaristo Candelejo tenía fama de borrachín y mentiroso. Arturo Castiblanco, el inspector de policía del lugar, dice que una semana después, otro pescador contó una historia similar, luego fueron dos pescadores más y también un grupo de señoras que lavaban ropa en una orilla. Cada quien había creído ver algo distinto, pero todos coincidían en esto: cabeza muy grande, hocico aplastado con orificios que resoplaban, boca gigante, colmillos redondos, atrás, orejas pequeñitas... ¿orejas pequeñitas? En Puerto Olaya ya parecían acostumbrados al espectáculo de lo atroz. Llevaban años viendo pasar los cadáveres de gente asesinada quién sabe dónde, sus cuerpos rígidos, a veces boca arriba con los brazos levantados y los dedos estirados, como si saludaran a la gente en las orillas mientras los gallinazos les picoteaban las entrañas. Los llamaban los pasarrápido y todos se santiguaban al verlos correr río abajo. Evaristo Candelejo intentó un dibujo de la bestia en una hoja de cuaderno, un nieto le ayudó y también dos de los hombres que juraban haberla visto. Para esos días ya corría el rumor de que eran dos los cabezasgrande. El pescador y sus vecinos dicen que llevaron esa suerte de retrato hablado donde Arturo Castiblanco.

–¡Hipopótamos! –dijo el inspector después de ver el dibujo–: ¡Hipopótamos! Eso fue un 17 de enero. La gente recuerda la fecha. ¿Cómo habían llegado unos hipopótamos hasta ese caserío del Magdalena Medio?

Las noticias más próximas de hipopótamos provenían de Puerto Triunfo, a doscientos kilómetros río arriba, de una hacienda de tres mil hectáreas cuadradas llamada Nápoles. Es una historia conocida. Allá, Pablo Escobar, el narcotraficante más famoso del mundo, ordenó crear una versión del Edén con cada animal que deseó. En pocos meses, un ejército de mil hombres construyó una geografía de colinas, valles y lagos, como si aquello fuera un inmenso campo de golf para bestias salvajes. Escobar también mandó construir una plaza de toros y un aeropuerto. Poco después, en aviones que aterrizaron una y otra vez, fueron llegando avestruces, búfalos, cebras, ciervos, caimanes, flamencos, tortugas, dantas, monos, elefantes, cacatúas, osos hormigueros, guacamayos, antílopes, hipopótamos y jirafas. Un día, alguien le mandó un tigre pero el capo terminó por devolverlo porque no le gustaban los felinos. Decía que eran peligrosos. Nada de eso queda. Tras el asesinato de Escobar el 3 de diciembre de 1993, las bestias comenzaron a morir de hambre porque ya no hubo nadie que se gastara una fortuna alimentándolas. Los animales que sobrevivieron fueron enviados a los zoológicos de Pereira, Cali y Medellín. Otros muchos fueron robados con todo lo demás de la hacienda: los carros, los muebles, los postes de luz, las paredes, los techos, las jaulas, las cercas y las baldosas de las piscinas. En una época, hubo quienes entraron a Nápoles a llevarse árboles y palmeras para ofrecerlas como recuerdos del antiguo zoológico en viveros de Medellín y Bogotá. Los únicos que se salvaron del acoso de los saqueadores fueron una familia de dinosaurios en hormigón y nueve hipopótamos rosados, pero sólo porque nadie supo cómo llevárselos. Fabio, un antiguo trabajador de Pablo Escobar, recuerda que en un tiempo él fue el encargado de alimentar a los flamencos y que para mantener el color rojizo de su plumaje, el veterinario del capo ordenaba traer toneladas de langostinos del golfo de Urabá, a casi trescientos kilómetros de distancia, en los límites con Panamá. Eran días agitados. Los pilotos del Cártel de Medellín que despegaban de la pista de Nápoles debían cumplir una doble misión: entregar cargamentos de cocaína en Estados Unidos y, de regreso, recoger en Urabá el alimento para las aves preferidas de Escobar. Según Fabio, casi todos los animales gozaban de un cuidado esmerado, excepto los caimanes, la mayoría de los cuales terminaron por escapar de los



38_ BONUS TRACK

Un hipopótamo deambulando por el río Magdalena sólo podía venir del zoológico del narcotraficante Pablo Escobar. La gobernación advirtió que la gente tuviera cuidado, que se alertara a los pescadores, a las señoras que lavaban en el río, a los niños que se bañaban cerca de las orillas, a todo el mundo: los hipopótamos eran más peligrosos que los caimanes y mataban a más personas en África que todos los demás animales salvajes juntos

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estanques de la hacienda y colonizaron quebradas y humedales de la zona. Fabio dice que Escobar y sus hombres salían en las noches a cazarlos y que apostaban fortunas para ver quién lograba matarlos de un solo tiro en mitad de los ojos. El antiguo peón aún vive en Puerto Triunfo. Ahora trabaja para uno de los enemigos declarados de Escobar, otro narcotraficante célebre llamado Ramón Isaza que al final, en la repartición de la fortuna del jefe del Cártel de Medellín, reclamó a Puerto Triunfo y a todos los municipios ribereños del Magdalena Medio como suyos. Fabio tiene cincuenta años, una memoria que él piensa prodigiosa y un ojo de vidrio por culpa de una esquirla de granada. Esta tarde, en los extensos potreros donde antes pastaron cebras y antílopes, pueden verse a miembros del ejército privado de Isaza que en febrero de 2006 negociaron una ley de perdón con el Gobierno de Álvaro Uribe. Son hombres campesinos que ahora llevan azadones en vez de rifles. «El presidente les dio permiso de sembrar pimientos rojos para sacar ají picante», dice Fabio, y enseguida cuenta que el antiguo dueño de estas tierras odiaba ese ingrediente en las comidas.

La pista del viejo aeropuerto de la hacienda Nápoles es una cicatriz cubierta por un pastizal de yerba seca. En una época aterrizaban doce vuelos diarios. Llegaban reinas de belleza, presentadoras de televisión, políticos famosos, periodistas célebres, jugadores de fútbol, artistas venidos de todas partes, obispos santos. Nápoles era rica en fauna diversa. Fabio fue testigo del vuelo más recordado de todos, la vez que llegaron los primeros animales.

Ocurrió un jueves de 1985. Tres días antes, Pablo Escobar había ordenado construir una pared de arena al final de la pista. Tenía siete metros de ancho y casi dos de alto. Era un seguro contra accidentes, dijo el capo. Ese jueves, Fabio y otros cincuenta hombres fueron citados al lugar, cada uno con un lazo de amarrar vacas. A las diez de la mañana oyeron un avión, después lograron avistarlo. Tenía dos hélices y era el aparato más grande que todos habían visto. Escobar llevaba gafas de sol y no paraba de reírse. Antes de aterrizar, el piloto sobrevoló la pista tres veces. Era un Antonov ruso, una ballena de latas rojas y blancas que nadie creyó que pudiera frenar en esa calle construida para aviones de un solo motor. En efecto, tal como lo calculó Pablo Escobar, el aparato siguió de largo hasta el final de la avenida y una nube de arena al fin lo detuvo. Poco después las hélices se apagaron y una puerta se abrió en la cola del Antonov. Escobar les ordenó a sus hombres subir en grupos de a cuatro. Todos eran campesinos enseñados a sembrar maíz y arroz, a recoger huevos, a ordeñar vacas, herrar caballos, capar cerdos; nada sabían de elefantes ni avestruces ni bisontes ni cebras. En ese vuelo llegaron los primeros hipopótamos y un extraño animal que al principio nadie supo qué era. «Nos dimos la bendición y nos fuimos metiendo. A cada grupo nos encargaban de un guacal distinto. Si era muy pesado, otro grupo se nos unía. Adentro olía a mierda». Fabio habla y es capaz de mover el ojo de vidrio, como si los recuerdos le avivaran esa inútil porción de sí mismo. Él dice que ya iba entrando al avión cuando uno de los compañeros que estaba adentro gritó asustado. Todos creyeron que había visto a un tigre y echaron para atrás. Aquello daba susto: el cuello le salía por fuera de la caja de madera en la que venía encerrado. Debió de ser un viaje lleno de dolor. Alguien había amarrado su cabeza al piso del fuselaje con cuerdas y cadenas. Cuando al fin lograron sacarlo, el animal se enderezó aliviado. Era una jirafa. Nunca habían visto una. Todos aplaudieron. Pablo Escobar no paraba de reír. Veintitrés años después de la tarde de aquel jueves, los únicos animales que aún sobreviven en Nápoles son dieciocho hipopótamos. El capo sólo trajo a la mitad de ellos. Los demás nacieron en su versión del Edén.



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En su hacienda, el narcotraficante Pablo Escobar creó una versión del Edén con cada animal que deseó: avestruces, búfalos, cebras, ciervos, flamencos, antílopes, hipopótamos, jirafas. Al morir él, en 1993, muchas bestias murieron de hambre porque no hubo quien se gastara una fortuna alimentándolas. Los únicos que sobrevivieron allí fueron una manada de hipopótamos. Dos de ellos fugaron cansados de que el macho dominante no compartiera a las hembras. Buscaban descendencia

Después de contemplar el dibujo, el inspector Arturo Castiblanco ya no tuvo dudas y decidió llamar a la gobernación de Santander para que le dijeran qué diablos hacer. Allá le advirtieron que tuviera cuidado, que alertara a los pescadores, a las señoras que lavaban en el río, a los niños que se bañaban en las cerca de las orillas, a todo el mundo: los hipopótamos eran más peligrosos que los caimanes y mataban a más personas en África que todos los demás animales salvajes juntos. César Valencia, coordinador de control y vigilancia de la Corporación Autónoma de Santander, una fundación que preserva la fauna y la flora en peligro de extinción, lo llamó después. Todos estaban desconcertados. Un hipopótamo deambulando libre por el río Magdalena sólo podía venir del antiguo zoológico de Pablo Escobar. De nuevo más llamadas. El siguiente en enterarse fue Francisco Sánchez, director de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo. Le ordenaron ir a la hacienda y contar los hipopótamos de inmediato. Parecía imposible lograrlo en un día. En total, Nápoles tiene seis lagos distribuidos en una extensión de tierra enorme y cubrir el recorrido a pie era lo menos difícil. El problema más grande era que la manada de dieciocho hipopótamos permanece casi todo el tiempo sumergida bajo el agua y parecen turnarse para asomar su nariz y respirar, de manera que incluso después de una juiciosa observación, cualquiera podía confundirse y equivocar el número exacto de animales. Pero el ejercicio no fue necesario. Al llegar a la hacienda, los campesinos de Nápoles le contaron a Francisco Sánchez que dos

machos jóvenes se habían fugado. Se lo dijeron así, sin que nadie les preguntara nada todavía. Ellos, que todos los días se enfrentaban a la urgencia de saber dónde andaban los animales para evitar encontrárselos, habían desarrollado un agudo sentido de observación y ahora estaban seguros de que faltaban dos machos en los lagos. Francisco Sánchez oyó de alguien que los había visto cruzar las alambradas del lado norte de la hacienda como si nada. Cuatro toneladas, lo mismo que pesan siete toros de lidia, yendo al frente sin que nada pueda detenerlas. ¿Por qué dos machos jóvenes decidieron irse de un paisaje idéntico al de las planicies africanas de las que provenían sus padres? ¿Por qué renunciaron a un lugar con abundante agua y pastos que dominaban a su antojo sin que nadie los molestara? ¿Detrás de qué se fueron? Mauricio Orozco, coordinador de Fauna de la Corporación Autónoma Regional Rionegro Nare, otra entidad protectora de animales salvajes, trazó un mapa de la ruta seguida por los dos hipopótamos. Al parecer, primero fueron en dirección de Puerto Boyacá, de ahí siguieron hasta Puerto Nare, Puerto Serviez, Zambito y, finalmente, Puerto Berrío, desde donde cruzaron al otro lado del Magdalena, a Puerto Olaya, en Santander. Llevaban más de doscientos kilómetros de recorrido. Había que recuperarlos y evitar que, tarde o temprano, atacaran a un pescador. No sería la primera vez que un animal del antiguo zoológico de Pablo Escobar matara a una persona. En 28 de febrero de 2006, un elefante africano de Nápoles atravesó con su colmillo izquierdo a Germán Horacio Ordóñez, el médico veterinario del zoológico de Pereira, el lugar al que fue llevado tras la muerte del capo. Pablo Escobar había bautizado al gigante con el nombre de un juguete de madera: Pirinolo. Uno de los celadores del zoológico dijo que el elefante estaba molesto con su cuidador porque lo mantenía lejos de la única hembra del parque. Meses después, Pirinolo volvió a ser noticia: su cría era la primera de un elefante africano en nacer en Colombia. ¿Dónde podían estar ahora los hipopótamos? Casi setenta días después de que Evaristo Candelejo diera la noticia, los expertos creían que, fatigados por el sol y las altas temperaturas, los dos hermanos caminaban en las noches y que en el día



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Seis meses después de que los vieron por primera vez, los hipopótamos se detuvieron en un estanque de aguas represadas. El gobierno consultó con fundaciones qué hacer al encontrarlos: si sedarlos y engancharlos a un helicóptero militar o espantarlos con bombas hasta un sitio abierto. La verdad es que a nadie le importó demasiado. Con un drama de cientos de secuestrados por la guerrilla, la búsqueda de dos hipopótamos fugados de la hacienda del capo más sanguinario de la historia no es una urgencia

permanecían sumergidos. A ese paso, podían llegar hasta Barrancabermeja, cien kilómetros río abajo y, en cuestión de semanas, seguir al norte incluso hasta la desembocadura del río en el puerto de Barranquilla, frente al mar. Era una locura, claro, la cosa más improbable, pero en Colombia es mejor no confiarse porque hasta lo absurdo termina por ocurrir. El gobierno decidió enviar dos emisarios a Puerto Triunfo para que diseñaran un Bloque de Búsqueda, el mismo nombre con el que bautizaron al grupo élite de la Policía que le dio caza a Pablo Escobar en 1993. Los emisarios descubrieron que no era la primera vez que los animales lograban burlar las cercas de Nápoles, aunque nunca habían ido tan lejos. En Puerto Triunfo escucharon una historia repetida muchas veces: la de un hipopótamo macho acribillado a tiros de fusil por un ganadero que lo sentenció a muerte después de que el animal se metiera en su finca y atacara a dos de sus novillos. No tendría nada de raro. En esa zona del Magdalena Medio dominada por los hombres de Pablo Escobar primero y de Ramón Isaza después, los agravios siempre se cobraron con plomo sin importar que el culpable fuera hombre, mujer, anciano, niño o hipopótamo. A los emisarios les dijeron que el ganadero ordenó tasajear una parte del animal para que algunos de sus trabajadores hicieran un guisado. Al resto del enorme cuerpo le rociaron gasolina y le prendieron fuego. Francisco Sánchez, el director de la Unidad de Gestión Ambiental de Puerto Triunfo, también admite haber oído la historia de ese fusilamiento. ¿Por qué esta vez se fugaron dos machos jóvenes?

De todas las teorías que intentaron explicar el éxodo de los hermanos, la que parece más probable involucra a Pablito, el hipopótamo alfa de la hacienda, un viejo cacique de casi cinco toneladas de peso. Los campesinos lo bautizaron con el diminutivo de su antiguo dueño porque dicen que es violento e impredecible. A veces, justo después de que nacía una cría, la mataba con un mazazo de su cabeza. Otras veces, en cambio, las dejaba pastar a su lado y hasta las correteaba para jugar. Un macho alfa es el capo de su manada y todos deben obedecerle o se arriesgan a morir. Pablito es el único que puede aparearse con las hembras y permanecer a su lado todo el día. El resto de machos nadan aislados, incluso en estanques apartados. Todo sugiere que los hipopótamos fugados se marcharon cansados de que Pablito no compartiera a las hembras. Se trata de una triste sentencia: huyeron, río abajo, en busca de una descendencia. El problema es que, salvo los de Puerto Triunfo, en Colombia no hay hipopótamos. El gobierno cree que seis meses después, los dos hermanos al fin se detuvieron en un estanque de aguas represadas en algún punto entre Barrancabermeja y el sur del departamento de Bolívar, justo en un corredor sembrado de minas explosivas. La verdad es que a nadie le importa demasiado. Con un drama de mil setecientas personas secuestradas en las selvas por la guerrilla, la búsqueda de dos hipopótamos fugados de la antigua hacienda del capo más sanguinario de la historia no es una urgencia. El Gobierno, sin embargo, dice que está consultando fundaciones en Estados Unidos y África para saber qué hacer después de encontrarlos: si sedarlos y luego engancharlos a un helicóptero militar o espantarlos con bombas de ruido hasta llevarlos a un sitio abierto. Los ambientalistas se declaran casi tan perdidos como los mismos animales. ¿Cabe alguna enseñanza de todo esto? Quizá. Dos hipopótamos condenados a buscar en un rincón del mundo las hembras que jamás encontrarán, no importa qué tanto avancen ni a dónde vayan, son más que una historia curiosa. La inútil travesía de los dos hermanos tal vez sea otra constancia de esa reiterada habilidad humana de joderlo todo.


washington d.c._ pablo simonetti punta del este_ pablo de santis juliaca_ pedro salinas taxco_ carolina reymĂşndez


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Washington D.C., Estados Unidos una ciudad prohibida para

pablo simonetti

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C

onocí a Bill en Badlands, la discoteca gay de moda en 1988. Rubio, pelo crespo, bastante más bajo que yo. Iba vestido de granjero. El peto, que no alcanzaba a cubrirle el pecho ancho y velludo, dejaba a la vista su espalda y sus brazos abultados. Bailaba con una concentración inusual en un sitio donde el cruce de miradas insinuantes era la norma. Pero sabía que llamaba la atención: ritmo y plasticidad en su justo grado. Potente. Viril. Al rato nos encontramos cara a cara y nos desafiamos bailando. Una hora más tarde ya íbamos rumbo a su casa en un viejo Falcon V8 con escape libre. Se detuvo en una farmacia a comprar condones y lubricante. Y el tipo no solamente bailaba bien. Bastó el primer polvo para que yo perdiera el juicio de realidad. Tiramos otra vez al amanecer y dormimos hasta el mediodía. Entonces descubrí un par de secadores de peluquería en la sala, dos gigantescos huevos cromados, suspendidos a media altura, además de un par de sillas regulables y un espejo desplegado a lo ancho de la pared. Recién salido de Chile y también del clóset, yo todavía era un joven prejuicioso. Un peluquero no podía ser mi pareja, ni genuina su impronta de macho. –Soy el mejor peluquero del D.C. –dijo con desdén vaquero al notar mi turbación. En los tres días que faltaban para mi regreso a clases, en California, Bill canceló sus citas, tiramos sin moderación, paseamos por el National Mall y la

última tarde fuimos al cementerio de Arlington. Llegamos a la cursilería de abrazarnos ante la tumba de Kennedy para jurarnos amor. A esas alturas no me quedaba ningún prejuicio en guarda. Decidí mudarme al D.C. apenas terminara la carrera. Incluso envié postulaciones de trabajo a empresas de la ciudad y al Banco Mundial. Para su cumpleaños se animó a dar una fiesta. En un principio creí que no podría ir. Tenía que estudiar. Me advirtió que no quería sorpresas, pero no pude resistirme y a última hora compré un pasaje rebajado en Pan Am. Llegué al caer la noche, pocos días después de terminada la famosa floración de los ciruelos. Me recibió irritado. Lo acompañaba un tipo de facciones vistosas y nada cordial. Sin darme tiempo a instalarme, salió a comprar hielo con él. Fui hasta el cuarto a dejar la maleta para encontrarme con otra maleta sobre la cama. Lo esperé en una de las sillas regulables, furioso por estar atrapado en esa ciudad a causa de las restricciones del pasaje. A su regreso, el invasor tomó su maleta y la dejó en la puerta de entrada. –Vive en las afueras de la ciudad. Lo había invitado a alojar –me explicó Hill–. Se quedará donde un amigo. Quise creerle. Pero durante la fiesta me presentó como «un amigo de Stanford» y no como su novio. Y la sensación de que era yo el invasor se hizo cada vez más intensa. A las dos de la mañana, el afuerino ofrecía líneas de cocaína en un espejo de mano y se abrazaba con la mayoría de los invitados. Bill bebía un whisky tras otro y aspiraba una línea cada vez que tenía el espejo cerca. Sin embargo, y a pesar de estar exhausto, herido y escandalizado, cuando nos fuimos a la cama lo busqué para hacer el amor. La coca y el alcohol lo habían vuelto aún más agresivo y voluptuoso. Al día siguiente se dedicó a limpiar la casa. Actuaba como si yo no estuviera. Fumaba marihuana, no perdía de vista su vaso de whis-


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Cuando pienso en Washington D.C., revive la impresión cursi que guardo de sus parques y monumentos, de las postales con los ciruelos en flor, como si se tratara de un parque temático. La capital del imperio parece la puesta en escena de un ideal cándido, traicionado cada día por sus habitantes y los de todo el país. Un mal lugar para el amor

ky, comía de las sobras y limpiaba cada centímetro cuadrado, compulsivamente. No me permitió ayudarlo. Vi tele y dormí una siesta. La falta de luz natural pareció sacarlo de su ensimismamiento. Sugirió que fuéramos a cenar. En el restaurante bebió tres whiskies dobles y no hizo amago de pagar su parte. Quería ir a Badlands esa noche. Al llegar me pidió dinero para otro whisky. Le pedí que no bebiera más. Se acercó a la barra y le coqueteó a un hombre viejo hasta que obtuvo un trago a cambio. Atónito, me fui a otro salón, en una actitud tan infantil como todas las que había tenido con él. Pronto comprendí que no vendría a ofrecerme disculpas, regresé a la pista y lo vi aspirando poppers de una botellita en la mano de un tipo que, mientras tanto, aprovechaba de acariciarle la espalda. Nos gritamos. Me reprochó mi mojigatería y yo su descontrol. Logré que me diera las llaves del auto y lo saqué de ahí. Durmió hasta tarde. Esperé sentado en una de las sillas de peluquería. Al verme hizo un gesto de exasperación que no olvidaré jamás.

–Soy alcohólico y drogadicto –dijo llevándose las manos a la cadera desnuda–. Cuando nos conocimos estaba sobrio. Creí que tú podías salvarme. El de la maleta fue mi amante y me vende la cocaína. Por eso no tengo dinero. –Podrías... –No, no hubiera podido. Se trataba de eso. De colgarme de tu ingenuidad. Dormí el resto de las noches en un hostal juvenil. No salí más que a comer en un Deli al otro lado de la calle. El día de la partida lo llamé para aceptar su ofrecimiento de llevarme al aeropuerto de Dulles. Quizá podíamos despedirnos amistosamente. –No puedo –dijo–, tengo que ir a mi reunión de AA. Ya no había calce posible entre su historia y mi inexcusable candor. Cuando pienso en Washington D.C., revive la impresión cursi que guardo de sus parques y monumentos, de las postales con los ciruelos en flor, como si se tratara de un parque temático. Y me rebelo contra la idealización de la muerte que es ese cementerio de tumbas ordenadas por un topógrafo. Eso es, la capital del imperio me parece la puesta en escena de un ideal cándido –como mis ilusiones con Bill–, traicionado cada día por sus habitantes y los de todo el país. Un mal lugar para el amor.


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Punta del Este, Uruguay una ciudad prohibida para

pablo de santis

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E

n el verano del 85 me tocó ir como periodista a Punta del Este. Yo tenía veintiún años y trabajaba en una revista de espectáculos llamada Radiolandia, que se preocupaba por los escándalos que sacudían las vidas de actores y actrices de telenovela, pero también por los fenómenos del llamado «mundo de lo oculto» (astrólogos, parasicólogos, perseguidores de platos voladores). En aquel tiempo los diarios y revistas acostumbraban cada verano a enviar a sus periodistas a «hacer temporada», es decir, a buscar notas en los lugares de veraneo. En Buenos Aires, en verano, no pasaba nada, no había nadie a quién entrevistar, todos se iban de la ciudad. Los destinos clásicos eran tres: la temporada modesta (Villa Carlos Paz, en las sierras cordobesas), la temporada clásica (Mar del Plata, la ciudad que concentra la mayor cantidad de turistas en la Argentina) y la temporada sofisticada (Punta del Este). Punta del Este es una especie de territorio enemigo para los uruguayos, porque ninguno de los rasgos que caracterizan a sus compatriotas (modestos, serenos, civilizados, nada ostentosos y más bien melancólicos) se toleran allí, tradicional destino veraniego del nuevo rico argentino. Pero, además de la ciudad en sí misma, varios elementos se combinaron para que la pasara

mal. Mi hijo mayor tenía en ese momento poco más de un año y era la primera vez que me separaba de él, lo que me daba absoluta culpa. Además en ese entonces no manejaba, y era evidente que Punta del Este era una ciudad para andar con automóvil. Yo estaba acostumbrado a ir caminando a todas partes, y allí no podía, porque todo quedaba lejos. Por otra parte, me había tocado en suerte un fotógrafo que era el jefe de fotografía de la editorial donde yo trabajaba. Eso significaba que yo no tenía ningún poder sobre él, de manera que me costaba muchísimo hacer que cumpliera con las notas que a mí me encargaban. (Los fotógrafos de la editorial donde yo trabajaba eran en esa época, salvo honrosas excepciones, como empleados públicos; sacaban las fotos como haciendo un favor. Pero en la década siguiente fue peor: los fotógrafos se descubrieron artistas. Se hicieron más difíciles; sacar una foto de la cara del entrevistado les parecía una trivialidad. Entonces en el centro de la foto había una cortina, o un florero, y en una esquina, borroso, irreconocible, inoportuno, el entrevistado). Volviendo a mi fotógrafo, era una especie de playboy de unos cuarenta y tantos, con varios matrimonios, sin hijos, y que conocía a todos los dueños de discotecas de la ciudad. Se reunía con ellos a la tarde y yo los oía conversar. Dominaba las charlas una especie de hastío existencial. Tenían muchísimo dinero, automóviles carísimos, chicas en cantidad, pero se aburrían. Ya habían traspasado la barrera de la frivolidad y parecían personajes de Beckett. Reunidos en torno a la mesa de un café, las conversaciones eran más o menos así: –¿Hoy pasa algo?


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Punta del Este es una especie de territorio enemigo para los uruguayos: ninguno de los rasgos que caracterizan a sus compatriotas (modestos, serenos, civilizados, nada ostentosos y más bien melancólicos) se toleran allí, tradicional destino veraniego del nuevo rico argentino. Las conversaciones eran más o menos así: «¿Hoy pasa algo?». «No, no pasa nada». En ellas estaba lo esencial de esa ciudad

–No, no pasa nada. –¿Y mañana? Porque me dijeron... –No. Parece que mañana tampoco pasa nada. No sé qué se suponía que iba a pasar. No sé si alguna vez había pasado algo. No sé cuál era el Godot que ellos añoraban: alguna fiesta perfecta, algún hecho que diera a esas vidas un centro o un destino. En esas conversaciones repetidas me parecía que estaba lo esencial de Punta del Este. Podría recordar mis juveniles simpatías izquierdistas para explicar mi rechazo por la ciudad, y quedarme con la naturaleza, pero también la playa fue hostil conmigo. Una tarde alquilé un kayak. El mar estaba tranquilo así que me alejé de la costa. Cuando estaba a una distancia ya francamente imprudente me di cuenta de que el kayak estaba muy pesado. Silenciosa, constante, el agua había invadido los compartimentos de la embarcación. Estaba a una distancia tal que no podía volver nadando. Tampoco podía remar rápido, porque con el centro de gravedad cambiado de lugar, el kayak amenaza-

ba con volcarse. Lo llevé tan lentamente como pude hasta la orilla y me alejé aliviado de mi modesto Titanic.

Años más tarde volví a Punta del Este, con mi mujer y mis tres hijos, pero sólo por un rato. Habíamos alquilado una cabaña en San Francisco, un balneario tranquilo de la costa uruguaya, cerca de Piriápolis. Junto con la casa, alquilamos un auto. Era un Volkswagen industria brasileña, de color verde, completamente destruido. Las ventanillas estaban eternamente bajas, el pedal del acelerador se soltaba, la palanca estaba floja. En un vehículo tan poco glamoroso visitamos la capital del glamour. Fuimos a tomar un café a un Havanna (tradicional empresa de alfajores argentina, entonces en manos de una multinacional, que había extendido la marca al negocio de los cafés). Pedimos, junto con los cafés, alfajores. De chocolate no tenían. ¿De dulce de leche? Tampoco. ¿Qué se podía pedir a una ciudad, en cuyo café Havanna no había alfajores de ninguna clase? Huimos despavoridos. Quisiera decir que escapamos de Punta del Este a toda velocidad pero mentiría: el decrépito Volkswagen no levantaba más de setenta. Y con viento a favor.


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Juliaca, Perú una ciudad prohibida para

pedro salinas

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ay ciudades que son acogedoras como Lisboa, guapas como Madrid, incansables como Nueva York, sensuales como Fortaleza. También las hay espeluznantes, como Juliaca. Llegué ahí con mi mujer, mis cuatro hijos y la nana de la más pequeñuela. Fue durante unas vacaciones de medio año, en que salimos de Lima para recorrer por tierra los Andes del sur del Perú. Íbamos en nuestra camioneta, atiborrada de maletas y pertrechada de un pequeño pero efectivo devedé, que hace más llevaderos los viajes largos a los niños. La nuestra era una aventura de vacaciones, y veníamos de recorrer Nasca y sus líneas enigmáticas, Abancay y sus paisajes fotogénicos, Machu Picchu y sus ruinas ancestrales, Ayaviri y sus vacas mantecosas, Lampa y sus calles de postal. El destino final era el Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, y hacia él nos dirigíamos cuando tropezamos con Juliaca. (Porque uno no se encuentra con Juliaca. Uno se empotra contra ella). Ésta es una ciudad andina, del departamento de Puno, con poco más de doscientos mil habitantes y a la que la cercanía del cielo (cuatro mil metros de altura) no le ha conferido ningún aspecto celestial. Al revés. Es una suerte de purgatorio que los viajeros deben recorrer obligatoriamente cuando se mueven entre Cuzco, Arequipa, Puno y Bolivia. Un pasadizo del averno.

Juliaca parecía una creación de Stephen King luego de una mala siesta. Bulliciosa. Maloliente. Caótica. «¡Coño, y ahora cómo hago para salir de aquí!», fue mi primer pensamiento al sentirme engullido por ese lugar. Su ornato era como el arameo que hablaba Cristo. Algo que no entiende nadie. Macarena, mi hija de diez años, anotó en un cuaderno que llevaba consigo: «No-hay-ciu-dad-más-fe-aque-Ju-lia-ca». Lo hizo en voz alta y marcando las sílabas. Afuera las pistas eran intransitables. Las calles estaban atiborradas de una turba de conductores de carretillas que se zurraban las luces rojas de los semáforos, como si hubiesen sido inmunizados contra ellas. Las señales viales, cuando aparecían, guiaban hacia ninguna parte. El letrero de «salida» no asomaba por ningún lado. Las autoridades parecían mimetizadas con esa anarquía. Un policía pícaro me detuvo, arguyendo que me había pasado una luz roja y luego me pidió dinero para una gaseosa. Lo peor: no me indicó el camino de salida. El tiempo transcurría y las callejuelas superpobladas por carretillas seguían apareciendo, llenas de bicicletas, mototaxis y vendedores que invadían las pistas con sus productos. Al preguntar por la salida, la gente señalaba con un dedo hacia cualquier sitio. Desesperado, le pregunté adónde iba a un hombre que esperaba en la parada de un autobús. Se inquietó por la pregunta. Iba a su trabajo en la fábrica. Ofrecí llevarlo y, aunque al principio me miró con recelo, aceptó después de saber que no le iba a cobrar por el transporte. Sólo tenía que indicarnos la salida de Juliaca. La fábrica está en el camino a la salida, dijo él. Mi hijo mayor gritó de contento. Mi mujer dijo: «¡Por fin!». Y Macarena escribió: «Nun-ca-sen-tí-más-a-li-viocuan-do-sa-lí-de-Ju-lia-ca». Éramos como robinsones hacia el final de nuestro naufragio. O algo así. Mirar a Juliaca por el espejo re-


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Llegué a Juliaca durante unas vacaciones por los Andes del sur del Perú. Era un ciudad bulliciosa. Maloliente. Caótica. Las pistas eran intransitables. Las calles estaban atiborradas de carretillas. De vuelta en Lima, escribí apenas cuatro líneas sobre ese viaje en un periódico. Lo suficiente para que los juliaqueños me convirtieran en su enemigo

trovisor y verla cada vez más lejos y más lejos fue, definitivamente, una experiencia zen. Sin embargo, ese lugar me perseguiría como una maldición. Y no exagero.

De vuelta en Lima, escribí sobre ese viaje en un periódico. Y a Juliaca sólo le dediqué un párrafo. Apenas cuatro líneas. Lo suficiente para que los juliaqueños me convirtieran en enemigo de su ciudad y exigieran una rectificación. Querían que escribiera un nuevo artículo reivindicatorio, a página entera, bajo el título: «Perdón, Juliaca». El sindicato de canillitas no trabajó un día en gesto de protesta. Esgrimían que había ofendido a la «Perla del Altiplano». ¿Acaso se daban cuenta de la ironía? Pero la cosa no quedó ahí. La Cámara de Comercio de Juliaca publicó comunicados para recusar mis opiniones. Los programas políticos de la radio

y la televisión de Juliaca lanzaron incendios contra mí. La municipalidad de la ciudad me declaró persona no grata. El alcalde anunció que me demandaría por cincuenta millones de dólares. Los congresistas de la región presentaron una moción de protesta y reclamaron mis públicas disculpas. Cientos de pobladores salieron a las calles portando banderas y quemaron muñecos que tenían mi nombre. Un niño rabioso, con una mirada de ésas que cortan, recitó un poema coprolálico en medio de la plaza de armas y me retó a enfrentar a la turbamulta. Y en este plan. Los ataques duraron cerca de un mes, en el que no dejé de recibir correos irreproducibles y amenazas. Hasta que, de pronto, un inopinado fenómeno celestial zanjó este zafarrancho de combate. Un enorme meteorito atravesó la atmósfera a unos veinticuatro mil kilómetros por hora y cayó muy cerca de Juliaca. El forado que dejó era espectacular: seis metros de profundidad y unos treinta de diámetro. Un verdadero milagro. De súbito, los juliaqueños se olvidaron de mí. Y por unos cortos instantes, volví a creer en dios. Y a este dios, el dios del meteorito, le ofrecí que nunca más en esta vida iba a volver a Juliaca. Eso sí, y que conste en actas, le recriminé por haber errado el tiro.


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Taxco, México una ciudad prohibida para

carolina reymúndez

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acer shopping en un pueblo-escalera es inhumano. Por eso no volveré a Taxco, la ciudad donde viven los artesanos plateros más famosos del mundo, la Meca de la Plata donde todos los sábados hay un tianguis –como llaman en México a los mercados– de plata, pero sobre todo una ciudad de plata entre laderas y cerros donde siempre hay que subir o bajar. Es una mañana de sábado y, desde el DF, he demorado tres horas de viaje en un bus. Me da tiempo para pensar qué quiero comprar: seis pares de aros de plata, un collar –¿o dos?– de plata, algunos dijes y cinco regalos de plata para mis cinco amigas. –En un rato lo resuelvo y después recorremos el pueblito –le digo a mi novio que me acompaña. Prefiero la plata al oro. Supongo que me atrae más el color, el brillo, la temperatura. La plata me parece más fresca, menos pesada aunque pese lo mismo. Una vez, hace muchos años, me dijo mi abuela que algún día me interesará el oro, más adelante. Porque ahora he llegado a Taxco, la ciudad de la plata, y me bajo del bus apurada. Es cierto que preguntando se llega a Roma, pero me gusta más la

idea de llegar por mi cuenta. Decido que esa calle angosta y empedrada me conducirá a la plata. Entre los nervios y la subida, alcanzo el final jadeando. Arriba hay negocios de plata con letreros que dicen: «Artesanos Plateros», «Platería antigua», «Diseños prehispánicos». Pero son carísimos. Esto no es el tianguis que me había imaginado. Miro la hora: son las 13.40 y todavía no compro nada. Peor aun, la ciudad se ha llenado de turistas europeos que cambian euros y compran y compran y compran. Y compran plata. Mejor pregunto dónde está el tianguis, no hay tiempo que perder. Quiero comprar plata. Me dicen que baje por ahí, que doble en la primera y ya. Así lo hago y, después de doblar, encuentro mi tesoro: una vía larga, fina y oscura como los pasadizos árabes, con miles de puestos uno pegado al otro, todos radiantes de plata: aros, collares, pulseras, dijes, medallas, colgantes que me miran. Todo Taxco está mirándome como nunca nadie me ha mirado. Aunque, ahora que lo recuerdo, aquel vestido verde en São Paulo también me miró lindo. Los sábados de feria, Taxco provoca. El pueblo entero se convierte en joyería descomunal, con millones de accesorios al alcance de la mano, sin la distancia de las vidrieras. Los sábados de feria, Taxco es redundante como una torta dulce. Llama a la gula, al pecado. Y porque tengo temor de Dios, no volveré a Taxco. Me brillan los ojos, por fin he llegado. Siento que he descu-


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Los sábados de feria, Taxco provoca. El pueblo se convierte en joyería descomunal, con millones de accesorios de plata al alcance de la mano. Los sábados de feria, Taxco es redundante como una torta dulce. Llama a la gula, al pecado. Y porque tengo temor de Dios, no volveré a Taxco

bierto algo. No sé ni me importa que en Taxco haya talleres de platería desde 1930. Tampoco me interesa la historia, ni el barroco ni las visitas turísticamente obligadas. En este momento estoy en el cuerpo de un conquistador que ha llegado a su destino y ahora tiene que arrasarlo. Pienso en Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando descubrió las Cataratas del Iguazú. Éste es mi momento, tengo que concretar la primera compra. –Señora, ¿cuánto valen esos aretes? La mujer me dice que sólo vende al por mayor, que debo que llevar diez pares como mínimo. Taxco se está complicando. Sigo al otro puesto, pero ya no sé si me gustan los aretes largos de plata o los topitos con una turquesa. La gente me empuja y, sin quererlo, estoy en el puesto de al lado, que vende collares. El hechizo de Taxco, un sábado, se termina a las cinco o seis de la tarde. Miro el reloj otra vez: son las tres y todavía no compro nada.

Comprar sin tiempo puede ser fatal y en Taxco el tiempo siempre falta. Por eso no volveré a Taxco. En un momento veo un collar de perlas de plata y él me ve a mí: amor a primera vista, pienso. Lo compro y a partir de ahí empiezo a gastar. Me desato, corro por las calles como un caballo desbocado con sed de plata. Me olvido de mis amigas, me colma un egoísmo planetario que me da miedo pero es incontrolable. Compro con la rapidez de un incendio. Compro plata hasta que se me acaba la plata. Quiero gritar como grita Prince. Pero pido más, como piden los jugadores compulsivos. Mi novio, que hace rato que me mira preocupado, me dice que me presta, que vamos a un cajero. El cajero se traba y la plata no sale. Mientras, la otra plata está ahí reluciente, esperándome. Pienso en separarme, en vender mi cartera, en cambiarla por plata. Pienso en lavar copas en un bar de Taxco, en asaltar a unos gringos. Hasta quiero pedir limosna en la catedral de Santa Prisca. Pero no hago nada. Simplemente bajo la calle como con la mirada infeliz de un penitente. Me subo al autobús de regreso al DF y, acariciando mi collar de perlas de plata, juro por el Cristo de los Plateros que a Taxco no vuelvo.


fotografías de verónica salem

Jhon Jeferson Saavedra Salas. 21 años. Tercer grado de primaria. En Huánuco, esa ciudad de la selva donde vivía, un hombre llamado «Huber» lo contrató para que talara árboles en una montaña. Era un engaño, dice. Se trataba de una fábrica de cocaína, recuerda él, y su trabajo consistía en pisar las hojas de coca. La Policía llegó días después. Ahora, acusado de narcoterrorista, Saavedra tiene miedo de no salir nunca de prisión. Extraña a su madre. Si estuviera libre, dice, le gustaría ser un mecánico.



Edwin Flores Eduardo. 18 años. Sexto grado de primaria. En Huánuco, donde él trabajaba como agricultor, un tipo le ofreció empleo en una chacra de plátanos y lo trasladó a una montaña. Aquella era una fábrica de cocaína. Si se iba, le dijeron, lo matarían. Dos días después, recuerda, unos policías llegaron al lugar y lo arrestaron. En la cárcel, Flores dice que le gustaría tener una colcha con qué abrigarse. A veces, cuando piensa en el futuro, le dan ganas de estudiar enfermería.


Fredy Huamán Chumbes. 26 años. Cuarto grado de secundaria. Tenía veintidós años cuando fue a un «Congreso Etnocacerista», una reunión convocada por Antauro Humala, un oficial retirado del Ejército, quien quería formar un partido político. Él asistió, recuerda, porque le advirtieron que allí iban a regalar terrenos. Esa vez, el líder y sus seguidores atacaron una comisaría. Murieron cuatro policías. A Huamán lo acusan de rebelión, secuestro y robo de armas. Lo más valioso que tiene en la cárcel, dice él, es ese gorro andino que lo protege del frío.


un crónica de luis miranda valderrama

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Era la final de la Copa Libertadores de América de 1991. Olimpia de Paraguay contra Colo Colo de Chile. En el Estadio Monumental de Santiago, un muchacho entró en el campo y corrió hacia los jugadores del equipo local mientras éstos posaban para los fotógrafos. Llegó con el rostro cubierto de colores, se sentó frente a los futbolistas, sonrió

y se fue. Esa noche, el Colo Colo ganó aquel campeonato por única vez en su historia y los aficionados empezaron a atribuirle esa suerte a la milagrosa aparición del niño. Después de esa fotografía, nunca más se supo de él. ¿Se trataba acaso de un fantasma? Un reportero va en su búsqueda y se pregunta en qué consiste el misterio de ser un hincha.



e acaba de arrojar y ya se

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convirtió en una leyenda. En una de las fotografías más extrañas del fútbol chileno, hay un aficionado anónimo que tiene los ojos bien abiertos, el cuerpo semirrecostado y la cara cubierta de colores. Es el miércoles 5 de junio de 1991, una noche muy fría en el Estadio Monumental, en Santiago de Chile, y en las tribunas hay unas sesenta mil personas. El muchacho está en el centro del campo, tiene los orificios de la nariz bien abiertos y la boca parece aspirar una bocanada de aire a causa del esfuerzo por llegar a la escena. Detrás de él posan abrazados los once jugadores del Colo Colo que, noventa minutos después, habrán ganado por primera vez la Copa Libertadores de América. Están tensos. Ninguno sonríe para la posteridad. La felicidad del niño brilla en medio de ese cuadro sombrío, como si hubiera calculado su jugada maestra con semanas de anticipación. Adelante hay unos treinta fotógrafos y camarógrafos que ni siquiera han advertido la presencia del intruso y capturan las imágenes en los seis segundos que dura ese instante oficial: el

equipo posando antes de la batalla. Pero allí también está ese niño, que ha tenido que evadir quién sabe a cuántos policías, barreras y controles antes de aterrizar en esa fotografía. Los hinchas que esa noche lo vieron por la televisión debieron de morirse de envidia y de admiración. Era el único aficionado en el campo y, por el gesto en su cara, parecía el muchacho más feliz del planeta. Al día siguiente, su rostro semioculto como el de un superhéroe anónimo fue parte del póster oficial del equipo campeón de la Copa Libertadores de América. La imagen circuló por todo Chile. Millones de chilenos celebraron ese campeonato continental, el primero que obtenía un equipo de su país. También se preguntaban por ese muchacho de la fotografía. Un programa de televisión hasta intentó encontrarlo, pero no tuvo éxito. ¿Quién era El hincha fantasma? El fotógrafo deportivo José Alvújar no llegaba a los treinta años cuando fue a cubrir ese partido que él considera la primera gran historia de su carrera. «Lo que me acuerdo con claridad es que hacía bastante rato que el pendejo andaba en la cancha, y lo único que rogábamos los fotógrafos era que él no llegara a la foto», dice dieciséis años después de aquel partido. Ahora lleva el pelo largo, una barba canosa y es uno de los mejores fotógrafos deportivos de Chile. Esa noche lo acompañaba un grupo de experimentados camaradas. El joven Alvújar tenía una misión particular: obtener la imagen del gol de Colo Colo, el equipo local. Pero, antes del juego, corrió al centro del campo para sacar la fotografía oficial: la oncena titular de ese equipo. Los jugadores comenzaban a formarse cuando él notó que un niño corría hacia el cuadro. «Siempre he dicho que la foto tiene su momento y por ese motivo uno obtiene lo que el lente puede captar –dice Alvújar–. No hubo tiempo para detener nada. En ese momento pensé que lo que hacía ese muchacho era una coordinación perfecta para cagarnos la foto. El registro se iba a ensuciar con ese niño. Y en mi cabeza lo único que se repetía mientras disparaba era: un estorbo, un estorbo, un estorbo». Cuando la pose protocolar del Colo Colo concluyó, faltaban dos minutos para que comenzara el partido de fútbol más importante de la historia de Chile (ningún equipo del país ha vuelto a ganar la Copa Libertadores de América). Los fotógrafos tenían la imagen oficial. Los jugadores se dispersaron por el campo de juego. Al muchacho lo capturó un policía. Y nadie supo de él. Su rostro nunca volvió a verse en el Estadio Monumental. Tampoco él apareció para decir, sí, yo fui El hincha fantasma. O como dicen algunos: El jugador número doce en esa fotografía.


Marcelo Bueno es un hombre gordo, calvo, usa unos anteojos oscuros y hoy viste una camiseta idéntica a la que el Colo Colo llevó en aquel partido de principios de los años noventa. Es bastante conocido en el Estadio Monumental porque los siete días de la semana vende fotos y chucherías. Los jugadores lo saludan, los hinchas lo conocen y los funcionarios lo ubican a la perfección. Le dicen El Toby. Hoy es un sábado de junio del 2007, día de entrenamiento en el estadio. Los campos están repletos de niños y adolescentes que practican el fútbol en las divisiones inferiores del club. El pasillo de tierra que comunica las canchas está lleno de mujeres y hombres con cámaras fotográficas, quienes ven y analizan los progresos de sus hijos. Por allí está El Toby, que dice conocer cualquier cosa que «huela» a Colo Colo. Su sabiduría está basada en los más de diez años que lleva vendiendo cosas dentro y fuera del Monumental. Cualquier pregunta es útil para demostrarlo. –¿El loquito de la foto? –dice al conversar con uno de sus clientes–. Ese cabro murió, compadre. Dicen que lo mataron. Era malandra y murió en su ley, por lo que cuentan. El Toby recuerda que la noche del partido estuvo en el estadio (entonces era un adolescente), y observó que aquel muchacho rondaba cerca del equipo. Pero luego no vio más. –De ese loquito nunca se supo mucho. Desde ese día nadie más lo vio en el estadio. ¿Quién va a saber el nombre? El cliente que lo escucha es un hombre maduro que observa jugar a su hijo. Le ha comprado a El Toby una fotografía del equipo titular del 2007, y ahora dice que El hincha fantasma fue un jugador de fútbol de las divisiones inferiores del club. Una especie de pasapelotas que no se aguantó las ganas de estar donde no debía. El Toby recuerda el itinerario de ese misterioso hincha. Dice que salió de un costado del campo, aunque no se trataba de alguien conocido, como esas personas que solían pulular por allí. «Ese loco no era de la barra», añade. «Debió de saltar la reja o se pasó por debajo, pero sabía lo que hacía. Yo

llegué como a las cuatro de la tarde y el partido fue a las nueve de la noche. Ningún otro loco se metió a la cancha por las medidas de seguridad que había. Por eso cuando se sacó la foto y llegó corriendo y se deslizó, el loco se hizo famoso». Lo curioso, agrega, es que después de su hazaña ese muchacho nunca más apareció en el estadio ni en la barra ni en ninguna otra parte. «Si todos queríamos conocerlo –dice El Toby–. Fue raro, pudo haber sido un símbolo y terminó siendo un cabro que nadie conoció». Ese misterio ronda en Pedreros, como también se le conoce al estadio de Colo Colo, y en los hinchas que en cada aniversario de la Copa Libertadores de 1991 contemplan la imagen de El hincha fantasma. ¿Quien fue? ¿Por qué desapareció sin dejar huellas? Mario Santana es un miembro antiguo de la Garra Blanca, la barra brava de Colo Colo, y asegura que ese niño no pertenecía a su grupo. Santana se considera una especie de historiador del equipo, y con esa autoridad califica al muchacho de «personaje legendario». «Todos quisimos ser él esa noche», dice mientras observa un partido de juveniles en uno de los campos de pasto del estadio. «Sería un honor conocerlo y darle un abrazo y decirle que ésta es su casa. Que nunca debió desaparecer». Para muchos, El hincha fantasma es como un héroe que se arrepintió de serlo. En un campo cercano, un grupo de seguidores observa el entrenamiento del primer equipo de Colo Colo. Al día siguiente, domingo, se enfrentará con la Universidad Católica, uno de los equipos más fuertes de la liga de Chile. El Toby llega hasta allí, ofrece sus productos y, aún motivado por la conversación anterior, pregunta: –¿Alguno se acuerda del pendejo que salió con el equipo campeón de la Libertadores del 91? ¿Cómo se llama? –¿El loco de la foto? Ni idea. Quién va a saber, si nunca más se supo de ese cabro –responde un hombre de barba y pelo largo. –Yo supe por ahí que murió –dice El Toby. –Ese huacho nunca existió, compadre –interrumpe un hincha calvo y de anteojos. –Cuida la boca, feo. Ése es un prócer –responde alguien desde atrás. –Pero si una vez salió en una entrevista que había sido José Luis Villanueva, ese atacante que jugó en Racing de Avellaneda. –Pero si Villanueva es más rubio que la cresta. Y el cabro de la foto es moreno, pelo duro, de pobla. Están inventando, huevón. –Alguien me dijo que era un flaite de la «U» que vio la luz y pagó sus pecados entrando a la cancha sagrada del Monumental. Los hombres se ríen. Algunos lanzan el grito de guerra del Colo Colo. Los demás vuelven a observar el entrenamiento. Si le ganan a la Universidad Católica el domingo, el tricampeonato estará mucho más cerca. Mientras tanto, El Toby sigue vendiendo y preguntando sin suerte: ¿Quién era el loquito de la foto?


EL FOTÓGRAFO JOSÉ ALVÚJAR CORRIÓ AL CENTRO DEL CAMPO PARA TOMAR

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la imagen oficial del Colo Colo. Los jugadores se formaban cuando él notó que un niño corría hacia el cuadro. «Pensé que lo hacía para cagarnos la foto», recuerda. Cuando la pose terminó, al muchacho lo capturó un policía. Nadie supo de él. Tampoco él apareció para decir, sí, yo fui El hincha fantasma. O como dicen algunos: El jugador número doce en esa fotografía

Dicen que el futbolista José Luis Villanueva podría ser El hincha fantasma. Ahora es un delantero de casi treinta años que juega en el Vasco da Gama, en Brasil, donde vive sus años de madurez deportiva. Su carrera es la típica de un jugador con talento y buenos contactos: empezó en la segunda división de Chile, luego pasó al Palestino, jugó por la Universidad Católica; de allí se fue al Racing Club de Argentina, al Morelia de México. Después viajó a Corea. Luego a Brasil. Pero en 1991, Villanueva apenas era un chiquillo de diez años que jugaba en las divisiones inferiores del Colo Colo. Durante la copa Libertadores de ese año, también cumplió un privilegiado papel como mascota del equipo principal. Cada vez que los once jugadores salían al campo del Monumental, Villanueva los acompañaba, orgulloso, a saludar a los hinchas. Desde ese lugar envidiado, él veía los rituales de los futbolistas, las arengas. Después, un paramédico lo devolvía a los camarines, donde su padre lo esperaba para ver el partido desde la tribuna. Como mascota, Villanueva estuvo en la mayoría de partidos de ese campeonato en que Colo Colo jugó de local. A medida que el equipo avanzaba en el torneo, él soñaba con acompañarlo hasta la final. En sus fantasías, imaginaba cómo saldría a la cancha en el partido más importante: si de la mano de este jugador o de aquel otro; si le colocarían la camiseta del equipo o si usaría una sudadera. En el partido de vuelta de las semifinales, Colo Colo iba a enfrentar a Boca Juniors en Santiago de Chile. El padre de Villanueva llevó a su hijo a las cercanías del camarín, pero allí un guardia les cerró el paso: no podrían entrar porque el partido sería «peligroso». Así fue. Hubo una batalla campal en el campo del estadio. El Monumental estuvo a punto

de ser suspendido. Las autoridades de la Confederación Sudamericana de Fútbol exigieron que, para el partido de la final, ninguna persona ajena al espectáculo se aproximara al campo. El sueño del niño Villanueva estaba apunto de hacerse humo. Cuando esa noche llegó, la mascota del Colo Colo no estaba cerca del campo, ni en los camarines, ni siquiera en el estadio. José Luis Villanueva vio esa histórica final de su equipo en la televisión. «No fui al Monumental porque mi papá estaba de viaje», recordaría años después, desde Corea. «Sé que dicen que yo era el niño de la foto, pero esa parte de la historia está alterada. No soy ese niño, mal podría serlo si ni siquiera estuve en el estadio. Lo demás es cierto, fui la mascota de Colo Colo ese año. Fue una experiencia notable, pero habría que buscar en otro lado a ese niño». La pregunta es dónde.

En el afán de encontrar a El hincha fantasma, algunos se fijaron en una imagen fúnebre que hay en la entrada de los campos donde entrena el Colo Colo. Dijeron que ese 5 de junio de 1991, el muchacho de la imagen apareció y luego despareció fantasmalmente en el estadio. Era un error increíble: el monumento recordaba a una niña muerta en el 2005. Lo único cierto era que sobraban los sitios donde buscar. A fines de mayo del 2007, el misterio pareció de pronto resuelto. Faltaban ocho días para que los hinchas del Colo Colo celebraran el decimosexto aniversario de aquella Copa Libertadores. El periodista Aldo Schiappacasse publicó en el diario El MErcurio el artículo «El niño que se cruzó». Allí decía que El hincha fantasma se llamaba Reinaldo Sandoval, que tenía veintisiete años, que trabajaba como asistente de autobuses interurbanos y que tenía una hija de siete años. «Cuando veo que le van a sacar la foto al equipo vengo y me tiro, no más, arrastrándome. Quedé todo desordenado, algunos fotógrafos reclamaban y llegaron los guardias para agarrarme del brazo y sacarme a la tribuna Océano», explicaba el supuesto hincha en ese texto. Debía de tener once años de edad la noche del campeonato. Un año antes, contaba él, su abuela lo había internado en la Ciudad del Niño, un albergue para chicos con problemas económicos y familiares. Poco a poco él se hizo más



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y más hincha de Colo Colo. Conoció a la secretaria del presidente del club, y ella le regaló unas entradas para el estadio. Con el paso del tiempo, el niño se hizo conocido entre los porteros y los guardias de ese lugar. Por eso, explicaba, no le costó tanto entrar en el campo de juego. «Muy temprano me fui a la sede, donde me pintaron y me llevaron al estadio. Quedé justo en el túnel. Cuando el equipo salió a la cancha me le colé al jefe de seguridad –uno negro y alto que había en esa época– y de repente me vi al medio de todo», le dijo a ese periodista. –Este muchacho me ubicó un día en el celular y me dijo: «Yo soy el niño que sale en la foto de la Copa Libertadores que ganó Colo Colo» –explicaría después Aldo Schipaccasse–. Luego le sugerí que nos juntáramos y más tarde le hice la entrevista. Allí me pidió plata, pero evidentemente le dije que no tenía un peso que darle. Hoy es un domingo por la tarde en la Comuna Pudahuel, al oeste de Santiago de Chile, y Reinaldo Sandoval ha terminado de jugar un partido de fútbol de la liga amateur de la zona. Es un hombre pequeño, de piel clara y frente amplia. Lleva el cabello negro ligeramente ondulado con gel. Está duchado y bebe una cerveza mientras observa junto con unos amigos otro partido. Los equipos juegan en un campo de tierra trazado dentro de un hoyo gigante, tal como el estadio Monumental. –Oiga, ¿y no tiene unas luquitas para pagar la cuenta del celular? –dice con una voz fuerte y algo raspada–. Supongo que el Aldo le pasó mi celular. Él me dijo que me iba a regalar una camiseta, y lo quiero llamar para que se acuerde. Si tiene unas luquitas, las que sea, por último para mi hija, que es mi sol. Ya, hablemos, qué quiere saber. Sandoval sonríe. Su cara es triangular y su nariz fina. Se le ve tranquilo. Dice que no tiene fotografías de cuando era niño. Tampoco sabe por qué no contó antes que él fue El hincha fantasma. «Quizás porque una vez murió una persona en el estadio Monumental y me empezó a dar miedo y no volví más –explica–. Pero ahora me di cuenta de que era importante que la gente sepa que fui yo. Sé que significo mucho para los colocolinos». Dice que eso lo llena de orgullo. Hay un incidente en el campo. Algún foul resistido o una posición adelantada inexistente. Los gritos

y las rechiflas llegan de todos los costados. Sandoval sigue hablando y mueve mucho los hombros, de arriba abajo. «Yo salí cuando salió el equipo de Colo Colo, perro. Estuve muy poquito en la cancha, apenas unos segundos. Y fueron los más espectaculares que yo haya vivido. Salí a pelusear y cuando vi a los jugadores formándose y a los fotógrafos preparados, me puse a correr lo más rápido posible y me deslicé por el pasto hasta quedar justito para la foto, como se ve en los videos y en la foto. En segundos me hice famoso». Ahora se asoma a ver lo que sucede en la cancha. Se ríe del alboroto. Los jugadores, abajo, se trenzan en una discusión y el árbitro intenta separar a los dos más iracundos de cada equipo. En el artículo de El MErcurio Sandoval contó que alguna vez quiso jugar en el Colo Colo. De niño hasta se probó en las divisiones inferiores, cuando el técnico argentino José Pekerman las tenía a su cargo. Fue en 1993. Al verlo jugar, contaba Sandoval, el entrenador quedó conforme, pero no le agradó su físico. «Me dijo que por el porte no quedaba. Así de simple». También recordó que alguna vez, en 1991, lo sacaron del albergue donde vivía y lo llevaron a visitar el estadio de Colo Colo. Fue con sus compañeros. Allí los jugadores del equipo campeón lo saludaron como al héroe que había sido. Sandoval dice que la noche de la final de la Copa Libertadores no llevaba nada encima del rostro: ni autoadhesivos, ni cintillos, sólo la pintura que le aplicaron en la sede del club. «Fue tan rápido todo, que apenas si recuerdo lo que hice», explica mientras se alisa la camisa. «Cuando vi a los fotógrafos yo estaba lejos y me puse a correr hasta que llegué, me deslicé limpiamente y sacaron las fotos. No toqué a nadie, no tuve tiempo de nada más. No hablé con ningún jugador. Sólo hice esa aparición y quedé para la leyenda». Ahora se escuchan tres pitazos que llegan desde el campo. El árbitro acaba de finalizar el partido. La gente aplaude, algunos jugadores se dan la mano, otros se abrazan. Reinaldo Sandoval también se despide. –Compadre, que le vaya bien. Aquí conoció al niño que se cruzó en la foto de la Libertadores del 91. A propósito, dile a Aldo que me mande la camiseta que me prometió porque, si no es así, voy a ir a dejarle la grande, ¿no crees, huevón? Se ríe fuerte. Algunas personas se dan vuelta para mirarlo.

En la página web más importante de los seguidores del Colo Colo, dalealbo.cl, algunos aficionados celebraron la buena noticia. «Por fin apareció», dijo alguien que firmaba como Chartier Albo. Haber encontrado a El hincha fantasma era un beneficio para ellos. Ese niño representó al hincha del equipo durante esa final de la Copa Libertadores. De hecho, muchos seguidores creían que se trataba de un muchacho de Ñuñoa, una comuna del este de Santiago de Chile, que había muerto a causa de su



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Luis Mauricio L贸pez, El hincha fantasma, muri贸 el 30 de julio de 1999.


DICEN QUE JOSÉ LUIS VILLANUEVA PODRÍA SER EL HINCHA FANTASMA.

Ahora es un delantero que juega en Brasil. Pero en 1991, apenas era un chiquillo de diez años que hacía de mascota del equipo. Estuvo en la mayoría de partidos de la Copa Libertadores. Esa noche, dice desde Corea, «no fui al Monumental porque mi papá estaba de viaje. No soy ese niño. Habría que buscar en otro lado». La pregunta es dónde

mala vida. También se mencionaba un apodo: el Monito, pero de su nombre y destino real, nada. Aquellos eran datos vagos que nunca identificaron a nadie. En el texto de El MErcurio, al menos había una persona de carne y hueso a quien creerle. Un ser humano con nombre y apellido que contaba una historia verosímil de lo que había ocurrido. Pero después de ese artículo vinieron las dudas y las nuevas pistas. «Ese huevón está vendiendo la pomada –escribió alguien que firmaba Alboiquique–. Yo conocí y muy bien al que se tiró en esa foto. Le decían Mono y era de Ñuñoa, población Exequiel González Cortés. Toda mi familia y el barrio lo conocía no sólo por esa foto, sino porque era una buena persona; era medio pinganilla, pero no era malo. Sabrán a qué me refiero, pero bueno. Lo cierto es que esa persona ya no está con nosotros sino que está alentando al Cacique desde el cielo». Los comentarios siguieron, incrédulos, enojados, sorprendidos. Catoalbo agregó más detalles: «Por las cosas de la vida se metió en cosas malas y terminó pagando con su vida, dicen que de sida, pero la cosa es que murió hace algún tiempo atrás. Mi viejo me lo contó». Desde el 28 de mayo hasta el 1 de junio del 2007 hubo veintinueve comentarios. Allí quedó todo. El hincha fantasma fue olvidado de nuevo. Días después, los encargados de esa página publicaron un mensaje en el que pedían datos sobre ese muchacho. Algún indicio, lo que fuera que pudiera ser rastreado. Los comentarios volvieron. «Es el futbolista José Luis Villanueva». «Dicen que salió en un diario hace poco». «Es un mito urbano, hay como mil versiones». «Es un mito urbano ese huevón, que quede ahí no más, déjenlo piola; si hubiese querido aparecer ya lo hubiera hecho».

Los datos del muchacho apodado el Mono regresaron de distintas personas que indicaban el mismo barrio de Santiago de Chile, Ñuñoa, la misma mala vida y un destino trágico similar: muerto hacía un tiempo. Mamsalbo dijo: «Era de acá de Ñuñoa, digo era, porque se fue a vivir a la comuna de Peñalolén. Lo apodaban el Mono. Él vivió en la población Exequiel González Cortés. Lo último que supe de él fue que murió de un balazo en la cabeza». «Cabros, el que está más correcto es el socio que dice que es de Ñuñoa. El de la foto es el Mono de la Exequiel. Al día siguiente de esa noche fue bien comentado por todos, ya que lo cachaban. Yo lo sé porque estudiaba en esa fecha en el colegio que estaba en Guillermo Mann con Maratón y que ahora es una comisaría», contó Orca. Allí había un indicio, un lugar dónde buscar. La historia empezaba a contarse desde múltiples voces. Alboiquique reapareció y escribió que el Mono había trabajado para un señor que vendía cartones en la calle Guillermo Mann. Pero dijo algo más importante que todos los demás: dejó su nombre y el número de su teléfono celular. Alboiquique se llama Mario González y vive en Iquique, un puerto al norte del país. Lo indignaba aquel hombre que decía ser el muchacho de la foto en la columna de El MErcurio. «Todos allá en la población conocen lo que hizo el Mono. Apenas salió en la tele nos dimos cuenta de que había sido él. Nadie dudó», cuenta a través del teléfono. El Mono tenía entre catorce y quince años. Robaba y a veces le ayudaba a cargar cartones a un hombre que tenía un negocio en esa calle llamada Guillermo Mann. Ese tipo también se murió, recuerda González, pero su esposa continúa trabajando en el mismo lugar. Se llama Mónica. «Ella debe saber dónde encontrar a su familia, porque el Mono, loco, ya está muerto. Pero te digo una cosa: él es El hincha fantasma. Te vas a dar cuenta altiro». Sólo hay que averiguarlo.

En la calle Guillermo Mann, donde dicen que trabajaba el Mono, hay varios locales de recolección de cartones. Allí todos se conocen y es muy fácil dar con el negocio de «Mónica», como se llama la viuda del


LOS PADRES DE LUIS MAURICIO LÓPEZ CAMINAN LENTO ENTRE LAS TUMBAS,

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nichos y mausoleos del Cementerio General, el más grande de Santiago de Chile. «Aquí está mi hijo», dice la madre frente a una lápida. De pronto, saca del bolso la fotografía. Copa Libertadores de 1991. Los once jugadores del Colo Colo formados en dos filas. Debajo de ellos, El hincha fantasma. «Hijo mío», dice la mujer. «Te traje tu foto». Luego besa esa imagen y cierra los ojos

patrón de ese muchacho. El local está en la población Exequiel González Cortés, muy cerca del Estadio Nacional de Santiago de Chile. Allí los pasajes son estrechos y en las casas, de construcción sólida, hay poco espacio para que la gente se mueva con soltura. Las piezas chocan unas con otras. Si hay niños en la casa, éstos deben jugar en los pasajes angostos, en la calle o en los alrededores del estadio. Ahora es la hora de almuerzo y un hombre que ordenaba un conjunto de cajas en el local indicado regresa del interior con noticias claras. –Usted busca al Monito –aclara–. El Mono es el papá y esa familia tiene unos parientes que viven en el pasaje siguiente, tercera casa. Antes de llegar a ella, un hombre que ha escuchado hablar del Monito se adelanta. –Sé a quién busca. El Monito se llama Luis Mauricio López Recabarren, el niño que salió en esa foto famosa del campeón de la Libertadores del 91. El vecino curioso se llama Jaime Villagrán y ha vivido siempre en este barrio. Conoce al Monito y a su familia. Lo vio de pequeño cuando jugaba en la calle y cuando iba al Estadio Nacional cada vez que podía. –Usted debe saber que murió –cuenta Villagrán–. Tuvo una vida difícil de niño. Él optó por el camino más complicado. Él quiso vivir en la calle y allí conoció lo malo también. Murió joven. Murió en la cárcel, el Monito. Y sólo aquí en la población siempre han sabido de su hazaña. Villagrán se detiene frente a una casa. Grita «aló» y explica que alguien quiere hablar de Luis Mauricio. Una voz responde y luego la puerta se abre. Un hombre se asoma. Pelo negro, estatura pequeña, ojos caídos y un vientre abundante.

–Qué tal –dice–. Soy Luis López. Me llaman el Mono. Usted quiere saber sobre mi hijo, el Monito. Usted viene por lo de la Copa Libertadores de Colo Colo. Adelante, ahí tenemos una foto grande de él. La sala está oscura. El padre de Luis Mauricio López Recabarren enciende la luz y en una pared aparece una gran fotografía enmarcada donde un muchacho sonríe. Tiene los ojos oscuros, la nariz ancha, una enorme sonrisa, los dientes blancos y separados, los labios contundentes y anchos. Viste una camiseta blanca con tirantes y unos shorts azules. También lleva un gorro que deja ver parte de su cabello negro, grueso y un poco ondulado. La pared parece un santuario en honor al muchacho. –Ése es mi hijo –se oye una voz de mujer–. Él es Luis Mauricio muy poquito antes de que falleciera. ¿Vio las fotos más chicas que están a su alrededor? La enorme imagen está rodeada por otras un poco más pequeñas. En una esquina se encuentra la famosa fotografía del Colo Colo de 1991, donde El hincha fantasma está delante de los jugadores. Al lado hay una imagen similar de la selección nacional, poco antes de un partido contra Argentina. Es la Copa América de 1991, que se jugó en Chile. Debajo de los futbolistas, el pequeño Luis Mauricio aparece recostado en el pasto; tiene la cara descubierta y mira a las cámaras como si fuera un jugador más. –Esa vez mi hijo hizo gritar a todo el estadio un «ce, ache, i» –dice la madre–. Fue la última vez que se metió a una cancha. Hay algunos retratos más: en el colegio, cuando recibe un diploma al lado de una profesora; con amigos de la Penitenciaria, donde estuvo preso hasta su muerte; junto a los arqueros Daniel Morón y Nicolás Villamil, antes de un partido entre Colo Colo y la Universidad de Chile, su clásico rival; sonriendo junto al cantante mexicano José José, en la platea del Estadio Nacional; en una salida de Colo Colo, en 1991; al lado de un jugador de Universidad Católica, en 1987. En todas las fotografías aparecen el mismo mentón, los mismos labios gruesos, la misma nariz ancha y un poco chata. Es el mismo e inequívoco rostro: de niño,



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de adolescente, con la cara de un hombre. Luis Mauricio López Recabarren, el Monito, podría ser El hincha fantasma.

Luis Mauricio López, el Monito, casi no pasaba tiempo en su casa. Lo suyo era la calle. Una vez, cuando tenía seis años, su padre lo sorprendió robando en un autobús. Hizo que devolviera las monedas y lo abofeteó. Pero el hijo tenía cierto talento para los robos de pequeños montos y poco a poco se convirtió en un ladrón de ocasión. Por ese motivo cayó un par de veces en los reformatorios de menores de Santiago de Chile. La única actividad que lo sacaba de los malos pasos era el deporte y eso se lo debía a su padre. Luis López, el Mono (a quien llamaban así por su parecido físico con un chimpancé), había sido popular en su niñez. Al vivir tan cerca del Estadio Nacional, había logrado cientos de imágenes con futbolistas famosos, que luego eran publicadas en revistas como Estadio o Gol y Gol. Su mayor logro fue una fotografía al lado de Pelé. López dice que su hijo siempre quiso imitarlo. Por eso, el niño entraba al campo cada vez que podía. «Cuando supieron que era el hijo del Mono, la gente empezó a decirle igual o Monito. Y lo ponía orgulloso que le dijeran como su papá», explica. «Mi hijo siempre quiso ser como yo». Pero el niño iba a hacer algo mucho más grande. Luis Mauricio, el Monito, comenzó a posar a los nueve años con los equipos titulares de la selección de Chile, el Colo Colo, la Universidad de Chile, Universidad Católica, Cobreloa y otros clubes del país. Las decenas de fotografías que la familia conserva ahora en la pared-altar de su casa se las regaló un fotógrafo profesional apodado Rucio. Luis Mauricio siempre estaba entre los jugadores, a un costado o deslizándose por el pasto. Sabía cuál era el mejor momento para entrar: minutos antes de que el equipo local pisara el campo. En ese instante todos se preocupan del público de las gradas, de sus cánticos y de la efervescencia general. Por eso, aquel 5 de junio de 1991, Luis Mauricio entró cuando el equipo rival, el Olimpia de Paraguay, salió al campo de juego. Luego corrió en busca de esos jugadores y comenzó a moles-

tarlos. Uno de ellos, el defensor Gabriel González, trató de pegarle un manotazo a la pasada. El muchacho lo esquivó y siguió corriendo. Esa noche, durante el juego, González fue el único jugador expulsado. Luis Mauricio había sacado la bandera de casa, recuerda María Recabarren, su madre. «Nosotros ya no teníamos control de sus actos. Él ya se sentía libre, por eso no tuvo temor de meterse a la cancha, a pesar de que todo el mundo sabía que iba a ser muy difícil. Pero él estaba determinado en ser el único». En el estadio, la gente observaba a ese muchacho que llevaba la bandera al cuello como un superhéroe con capa. Carlos Vergara, uno de los sesenta mil aficionados que colmaban el estadio esa noche, dice que un policía empezó a perseguirlo, pero que no pudo alcanzarlo. Luego vio al Monito cerca del arco del Olimpia. Les quitaba la pelota a los jugadores de ese equipo. Un defensa estaba a punto de patear un tiro al arco; de pronto, el Monito se adelantó y dejó parado al arquero paraguayo. «El estadio –dice Vergara–, no sé si recuerdo bien o me lo inventé, lo celebró como gol». Ese grito quedó registrado en la transmisión televisiva que había comenzado hacía pocos minutos. Alberto Foullioux, uno de los comentaristas a cargo, creyó equivocadamente que el griterío se debía a que el Colo Colo salía al campo. Pero los jugadores todavía estaban en el camarín. Quien estaba allí era el Monito, que corría, levantaba los brazos y fastidiaba a los paraguayos. Pero aún faltaba lo más importante para él: la fotografía. El comentarista Sergio Livingstone, uno de los más antiguos de la televisión de Chile, también fue el primero en advertir al intruso e informarlo a la teleaudiencia: «Hay un chico que está dentro de la cancha con una bandera colgando. Es muy pequeñito, pero esas cosas no deben pasar. Se descuelgan por la reja y es la única persona extraña al acontecimiento». Poco después, el estadio estalló en gritos, cuando los jugadores de Colo Colo salieron por fin de los camarines. Llegaron al centro del campo y saludaron. Hay una toma donde se ve a Luis Mauricio tratando de hablar con los jugadores. Luego llegan los guardias y el muchacho tiene que apartarse. Al rato, los once jugadores comenzaron a formarse en dos filas. Los fotógrafos estaban listos para disparar. Luis Mauricio debía saber que su momento había llegado. «Lo que a él le importaba era la foto –dice ahora su padre–. Salir con los jugadores y tenerla de recuerdo. En eso consistía todo el tema. Si no podía sacarse la foto hubiera sido triste para él». Y comenzó a correr, mientras un policía trataba de alcanzarlo. Los flashes estallaban. Entonces Luis Mauricio se lanzó a ese encuadre en perfecta sincronización de tiempo y distancia. Su cuerpo se deslizó por el pasto y con su mano golpeó el hombro del delantero Luis Pérez, quien esa noche hizo dos de los tres goles con que el Colo Colo ganó. «Me hubiera encantado conocerlo –dice ese deportista dieciséis años después–. Ese niño, al final de cuentas, formó parte del equipo. Fue como el jugador número doce que tanto dicen. Él estaba allí como el representante de los hinchas». En la televisión, el comentarista



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Sergio Livingstone parecía ofendido. «Ahí apareció el chiquitín, ese», dijo regañando al vacío. Otros periodistas que se mostraron enfadados en ese momento, ahora dicen haber aprendido varias cosas. «Pasó de ser una barbarie fotográfica (porque le restó protagonismo a los jugadores y un desconocido se convirtió en la reina) a una foto que concentra la esencia del fútbol: el deporte y el fervor», dice el fotógrafo José Alvújar. Al arrojarse hacia la fotografía, Luis Mauricio López Recabarren, el Monito, no buscaba figuración ni fama. Se contentaba con disfrutar del privilegio de estar allí. El resto debía importarle un carajo.

María Recabarren, la madre de El hincha fantasma, arregla un bolso con bebidas y un par de chalecos para ella y su marido. Son las tres de la tarde de un lunes de julio, y la pareja está un poco retrasada para visitar el cementerio, como hacen al principio de cada semana. Un día, dice Recabarren, su hijo le confesó su mala conducta: «Mamita, yo nací ladrón y voy a morir ladrón. Pero eso no quita que no te quiera y te adore», recuerda que él le dijo. La mujer está convencida de que, a pesar de todo, Luis Mauricio fue una persona maravillosa. Después de aquella final de la Copa Libertadores, el Monito era famoso en su barrio. Sus vecinos le reconocieron de inmediato en las imágenes de televisión y lo felicitaron. Sus amigos se sentían orgullosos de él y pronto supieron que un equipo de televisión lo buscaba para entrevistarlo. Alguien había contado que el niño de la fotografía era el Monito y que lo podían ubicar en la calle Guillermo Mann. Pero él no quería que lo encontraran. «Hubiera tenido problemas altiro», explica su padre. En su caso, aceptar la fama habría traído a su vida no sólo periodistas, sino policías. Durante su vida, el Monito entró y salió varias veces de los reformatorios de menores y de la penitenciaria. También tuvo problemas con las drogas. «Cuando se empezó a meter con la pasta base [de cocaína] la cosa se puso más incontrolable», dice su padre; pero luego vuelve a seleccionar los mejores recuerdos. «Mi hijo era rebuena persona. Si usted hubiera visto las pololas que tuvo, todas bonitas. Siempre lo quisieron ellas. Nunca lo abandonaron, hasta el final».

Aquella noche de la Copa Libertadores Luis Mauricio entró a un campo de fútbol por penúltima vez. La última fue en el partido que la selección de Chile jugó contra la de Argentina. Copa América de 1991. «Esa vez dio una tremenda vuelta –dice la madre–. Se dio el gusto de estar como diez minutos adentro y, antes de que lo sacaran, hizo gritar a todo el estadio porque no estaba el señor de la trompeta, y un capitán de Carabineros lo sacó». Ya fuera del campo, el oficial le invitó un sándwich y después lo detuvo. En la comisaría le contaron que, por su culpa, al oficial encargado de la seguridad de la final de la Copa Libertadores lo habían suspendido. Así que le prohibieron volver a entrar a un campo de fútbol de nuevo. «Mi cabro cumplió –dice la madre–. No apareció nunca más». Ahora los padres de El hincha fantasma llegan al Cementerio General, el más grande de Santiago de Chile. Caminan lento entre tumbas, nichos y mausoleos. Luis Mauricio murió de leucemia en el Centro de Detención Preventiva Santiago Sur, mientras cumplía una condena por «robo con intimidación». Durante ese asalto recibió un balazo en la cabeza y casi murió. Sus padres creen que esa herida pudo haberle provocado la enfermedad. Su salud declinó poco a poco. El 30 de julio de 1999, a los veinticuatro años, Luis Mauricio murió en una cama del hospital de la Penitenciaría. Según su madre, sus compañeros de la prisión guardaron cinco minutos de silencio en su honor. Ella también selecciona los mejores recuerdos. Dice que él compartía sus ropas con los reclusos que no tenían nada. «“No importa porque mi mamita me va a traer ropa y no me va a faltar a mí”. Todos lo querían y respetaban», añade mientras se acerca a la tumba. «A veces él conversaba de ese momento en el Monumental, cuando tenía quince años», dice Recabarren. «Y le gustaba acordarse. A veces se veía en los pósters, en la tele. Seguramente fue una de las cosas más bonitas que le pasaron en la vida». –Seguramente –añade su esposo. –Aquí está mi hijo –dice la mujer frente a una lápida de mármol blanco, llena de flores rojas y amarillas, y con la cara de Luis Mauricio grabada sobre una loza–. ¿Cómo estás, amor de mi vida? Hay un silencio breve. En al nicho hay flores de muchos colores y un adorno con la insignia del Colo Colo. Allí está el nombre de Luis Mauricio y las fechas de su nacimiento y muerte. Abajo, un epitafio firmado por sus padres, hermanos y sobrinos. De pronto, María Recabarren saca del bolso la fotografía enmarcada del equipo titular del Colo Colo de 1991, el mismo que ganó la Copa Libertadores de ese año. Los once jugadores formados en dos filas: los del fondo parados; los de adelante, en cuclillas. Debajo de ellos, El hincha fantasma se recuesta en el pasto del estadio. –Hijo mío –dice la mujer–. Te traje tu foto. Luego besa esa imagen y cierra los ojos.



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UNA VEZ UN

RUISEÑOR RECUERDOS DE ESOS MARAVILLOSOS AÑOS SESENTA, CUANDO TODOS LOS NIÑOS QUERÍAN SER JOSELITO

Si eres una estrella de niño, y tu voz fascina a toda una generación, ¿puede ser una tragedia llegar a ser adulto?

un recuerdo de pedro lemebel


ue hace algunos años, en

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Santiago, cuando trabajaba en Radio TieRRa, donde hacia el programa «Cancionero» y echaba a volar crónicas, músicas y flamencos, para acompañar mi voz coliflauta. Entonces, alguna pobladora, un taxista, y el quiosquero esperaban el sonar de la canción «Invítame a pecar», en la voz de Paquita la del Barrio, sintonizando los hilos melódicos de la audición. En la emisora tenía una pequeña oficina donde revisaba las músicas usadas en el programa. Una de esas mañanas en que amanecía contenta y amaripolada rosa, escuchaba a Joselito, el niño cantor español de los años sesenta. «Una vez un ruiseñor, en las claras de

la aurora», trinaba el crío con su voz de cristal, tan idolatrada por las madres que soñaban a sus hijos triunfando con ese lírico diapasón. Muchos niños queríamos ser Joselito. Nuestro futuro debía ser igual al de ese niño que veíamos en el cine haciendo de la humildad conservadora una encantada virtud. Por Dios que sufría Joselito con la madre enferma, la madre inválida, la madre coja, la madre hambrienta con siete hijos,

sus hermanitos moquillentos que el chicuelo mantenía cantan cantando en la calle, en bares, donde fuera, con tal de conseguir unos pesos para matar el hambre del familión. Quizá por eso, imitá imitábamos la voz flautina de ese niño bien peinado, sencillo a pura humillación y esfuerzo. «Una vez un ruiseñor quedó preso en una flor lejos de su ruiseñora», alaraqueaba el españolito pronunciando cada zeta como un pequeño viejo coño. La matiné iba a empezar y, a la entrada del cine, revoloteaban los niños y sus madres peloteándose las últimas entradas. Bajaba la luz, las señoras se apotingaban en los asientos, y el rechinar de la cortina descorría un velo mágico sobre un valle de colinas. Y en esfumado guitarreo con violines, Joselito aparecía gorgoreando su trino agudo. «Esperando su vuelta en el nido ella vio que la tarde moría». Entonces, nadie respiraba en la matiné pulguienta de ese éxtasis colectivo. El sueño piojo de la plebe, nos imantaba en las butacas escuchando esa voz de ángel. Era Joselito cantando: «Dónde estará mi vida, por qué no viene, qué rositas encendidas me la entretienen». Todos queríamos ser Joselito en ese Santiago tristón que dormía siesta con la radio prendida. Todos los pitufos queríamos ser las estrellas precoces en la pantalla amarillenta del cine de barrio. Pero el tiempo pasó y la borrasca de los años fue borrando esa memoria de cascabeles y rosas. Allá en Madrid, la pubertad inevitable del niño trino le enmoheció la voz, le salieron pelos en el pubis y la sombra capilar del bigote envejeció la dulce risa cantora. Joselito se hacía hombre, y ese hombre le arrebató su angélico plañir. Joselito se hacia adulto, pero seguía con un metro cincuenta de estatura. Sus blandos cojoncitos se templaron con la inquietud del sexo urgente, y apenas había logrado crecer unos centímetros. Las disqueras le exigían la misma voz, el mismo timbre de cristal, y él contestaba con ronquera: No puedo. Ya no me sale. La avalancha de un sueño glorioso se precipitó al ritmo de los cambios en la discorola mundial. Llegó la ola rockera y los trovadores de la rebelión empuñaron sus guitarras. Entonces Joselito se desbarrancó en el olvido. Fueron inútiles los intentos por reponer esa euforia de canto tradicional. Y Joselito con su metro cincuenta y una treintena de años, vio la transformación del mundo sumido en las drogas. Cayó a la cárcel en Valencia



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Llegó la ola rockera y los trovadores de la rebelión empuñaron sus guitarras. Entonces Joselito se desbarrancó en el olvido. Cayó a la cárcel en Valencia por tratar de venderle medio kilo de cocaína a un policía. Cumplió la condena y lo asume con romanticismo en una entrevista: «Fue la mejor época de mi vida». El desprestigio lo asfixió en el alcohol que tomaba y tomaba y seguía tomando. Joselito se perdió, y con él se fue la infancia

por tratar de venderle medio kilo de cocaína a un policía. Cumplió la condena y lo asume con romanticismo en una entrevista: «Fue la mejor época de mi vida». Aun así, el desprestigio lo asfixió en el alcohol que tomaba y tomaba y seguía tomando, ya como un anónimo borrachín en las mismas tabernas donde cantaba de niño filmando películas... pero ahora en la sombra sin cámaras ni reflectores. «Dónde estará mi vida, por qué no viene», se escucha a sí mismo en el tocadiscos de la tambaleante madrugada. Joselito se perdió, y con él se fue la infancia. Vinieron otros cantantes, otras músicas rebeldes y otros zamarreos de la eléctrica juventud. Y en el Chile setentero, los aires flameantes de la revolu-

ción apagaron para siempre esa alondra infantil. Y fue sólo hace algunos años, trabajando en Radio TieRRa, cuando encontré un descolorido casete de Joselito y lo puse para experimentar otra vez aquella emoción. «Aguas claras que caminan entre juncos y mimbrales». Eso escuchaba cuando entra a mi enana oficina un señor español que hacía un programa de cine en la emisora, y me increpa ofuscado: Pero cómo puedes oír esa mierda reaccionaria. Este chiquillo era la música insoportable del franquismo. Bueno, entonces yo era muy chico y no lo sabía, le contesté bajando el volumen. Cada proceso histórico lleva su telón de fondo musical, en Chile lo sabemos, y tenemos claro quiénes fueron las voces de la dictadura. Pero Joselito apenas era un chiquillo cuando fue usado por el franquismo. Y eso no lo sabíamos los miles de niños que anhelábamos ser un ruiseñor cantando con el pecho abierto «Dile que tienen espinas las rosas de los rosales».



CLASE DE GIMNASIA China es ese país empeñado en ganar más medallas olímpicas que cualquier otra nación del planeta. Allí, ser un deportista también es una competencia de precocidad. Al cumplir los tres años, medio millón de niños entrenan en internados de los que sólo salen una vez por semana para ver a sus padres. En la escuela de gimnasia Li Xiaoshuang, en la provincia de Hubei, viven ciento veinte estudiantes. Allí comen, entrenan y duermen. ¿Qué ocurre cuando tu país quiere que seas el mejor del mundo?

fotografías de ryan pyle





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un ensayo de mark greif

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traducci贸n de

c茅sar ball贸n


fotografĂ­a: getty images


o hace mucho participé

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en una de esas conversaciones que uno no debería tener jamás. Discutíamos si Vladimir Nabokov, el autor de LOLITA, de verdad sentía deseo sexual ante las muchachas menores. Los argumentos usuales surgieron: Nabokov era un maestro de la personificación y Humbert Humbert, el protagonista de esa novela, tan sólo un ejercicio para su autor. Kinbote, el narrador análogo en PÁLIDO FUEGO, no te llevaba a pensar que Nabokov deseara a los chiquillos. Sus últimas novelas fueron alegorías sobre la seducción de lo estético, que transfigura lo prohibido en lo más bello. O postales morales sobre nuestra aceptación del crimen, cuando el crimen se presenta de manera seductora. Así, el amor al objeto indebido se convierte en una metáfora del arte, la ética, la personalidad y demás. Sentía que estas explicaciones eran inadecuadas e incluso de mala fe, pero me resistí a expresarlo. El problema con LOLITA es su habilidad para describir cómo luce una chiquilla sexual de doce años. Cómo se mueve su vestido al rozarle las rodillas, cómo se ven

sus dedos cuando sus uñas están pintadas, cómo se asienta el color en el arco de sus labios. Se dice que esa descripción es demasiado real; allí está el escándalo. Continúa siendo un escándalo cincuenta años después de su publicación. Y seguirá siéndolo cada vez que un adulto reconozca su capacidad de invertir su visión y contemplar a un menor –el protegido estado larval de la especie– como un objeto sexual. La chiquilla aún es una niña, sólo que ahora es una niña sexual. Esto me hace sentir que Nabokov no era un pedófilo, sino algo por lo que no recibe crédito alguno: un crítico social. Nótelo usted también. La tendencia del último medio siglo ha sido llevarnos a ver juventud sexual donde no existe, y a ignorarla donde sí la hay. Los adultos proyectamos el sexo de los niños con lujuria, o los examinamos con lupas sólo para asegurarnos de que no nos atraen. Pero esas lupas pueden volverse gafas ardientes. La geografía de la moda creó nuevas zonas erógenas (el diafragma pélvico, el escote posterior) para aquéllas que hacen dieta y destruyen mediante inanición sus características sexuales secundarias, y también para las adolescentes pequeñas que representan la convergencia entre la fanática del ejercicio y la niña que llega a la pubertad. Lo ligero y lo malicioso se convierten en lo ideal. Mamá e hija se ven iguales ante el espejo; pero esta vez no visten las perlas y los tacos de la mayor, sino las ropas de la niña. El sueño pertenece a los que tienen dieciséis años o a quienes puedan matarse de hambre hasta parecer de esa edad. El crítico Philip Fisher anotaba que LOLITA, una obra tan prolijamente tramada, repite dos veces una escena. El profesor Humbert espía una ventana iluminada y lejana. Ya que desea ver a una nínfula, observa a una. La ola de deseo vuelve a él, su flujo lo inunda y lo sacude hasta las rodillas. Mientras se acerca al clímax, el objetivo se redefine y aquella imagen se convierte en la de una mujer o de un varón adulto. ¡Repugnante! Pero ésta es una simple inversión de una experiencia característica de nuestra época. Un hombre verá una figura distante que viste una camiseta corta y jeans ajustados a la cadera, y pensará que se encamina por la senda del erotismo; luego se acercará y terminará identificando a una niña. ¡Asqueroso! Las defensas contra ello mantienen el problema. Mientras más hurga una nación en las características sexuales de los niños para asegurarse de que no se siente excitada con su inocencia (vigilando que sus miembros menos confiables tampoco lo hacen) más se arriesga a crear una fascinación sexual por los menores. Como lo quieras ver –o asumiendo la fantasía o asegurándote a ti mismo que no ves nada allí–, ya formas parte de la abominación.



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Para las mujeres que hacen dieta y destruyen sus características sexuales, la moda creó nuevas zonas erógenas (el diafragma pélvico, el escote posterior). Mamá e hija se ven iguales ante el espejo; pero esta vez no visten las perlas y los tacos de la mayor, sino las ropas de la niña. El sueño es de los que tienen dieciséis años y de quienes pueden matarse de hambre hasta parecer de esa edad

Vivimos en plena época de las «niñas sexuales». Nabokov tan sólo vio el amanecer. Ahora los niños, desde la primaria y secundaria hasta la universidad, viven en la atmósfera sexual más perfecta que haya podido diseñar la sociedad contemporánea (eso creemos los adultos). Son reclusos de grandes colonias sexuales, donde juegan a la ronda tomados de la mano y con los pantalones abajo. Incluso en público, queremos creer que los niños no están preparados para el sexo, que no lo entienden y que son portadores de una verdad frágil y cristalina, la cual se verá amenazada por un uso prematuro. Como si la búsqueda del sexo, la verdad sobre la «sexualidad», no fuera también un anhelado tesoro para esos mismos chiquillos, como lo es para los adultos. Fabricar a la «niña sexual» ha demandado toda la historia de la cultura estadounidense de posguerra. Fue necesario que el mercado comercial se expandiera hacia los niños (vendiéndoles con sexo, de la misma manera que todo se vende con sexo). Se necesitaba la mala fe de los publicistas y de los escritores de modas. Se requería la paraliteratura que emergió de las cruzadas antipedofilia, como esos libros eróticos distribuidos en las bibliotecas de primaria. Se necesitaba internet. El amor a los niños en la época victoriana es sólo el antecedente vago de la preocupación contemporánea por la pedofilia y la «niña sexual». Con Lewis Carroll y Alicia sabemos que nos hallamos en el umbral de la lujuria adulta. Es la liberación sexual del niño lo que transforma el momento actual. No podemos seguir afirmando que se trata sólo de fantasía lo que recae sobre la vida sexual de nuestros niños. O a lo mejor los niños han sido invitados con insistencia a formar parte de nuestras fantasías. Y cuando ellos crezcan incitarán la continuidad adulta de esta locura.

Pero la mayoría de las «niñas sexuales» que vemos y deseamos no son legalmente niñas. Las representantes de la sexualidad infantil en nuestra cultura del entretenimiento fluctúan, por lo general, entre los dieciocho y los veintiún años (son adultas). Lo resaltante es que su validez sexual apunta hacia atrás, a su estatus de niña, y no hacia delante, hacia su adultez. Allí está Britney, famosa a los dieciocho años por su lúbrico video de «Ups, lo hice de nuevo» («No soy tan inocente»); Paris, que tenía diecinueve años en su aficionado DVD porno (A NIGHT IN PARIS); Christina, que a los veinte años se relame los labios en la portada de ROLLING STONE, su minifalda levantada encima del titular «Adivina lo que quiere Christina»; y Lindsay, veterana de las películas infantiles de Disney, cuyo tamaño de busto, sus dietas extremas y sus exposiciones accidentales sobre la alfombra roja son temas recurrentes en los programas de chismes. Ellas no son «estrellas» adultas, como Nicole Kidman o Julia Roberts; tampoco son llamadas bellas y rara vez aparecen en películas adultas. En cambio se erigen como el epicentro de las noticias y el entretenimiento dirigidos a dos audiencias distintas: los niños de nueve a catorce años, que disfrutan su música y sus películas en sus propios términos, y los adultos, que las tratan como… Bueno, ¿cómo qué? Quienes ahora enfrentamos estas interrogantes también fuimos niños erotizados. Cualquiera diría que lo recordamos. Nuestro sexo nos fue entregado, ya liberado, en cuanto llegamos al mundo. Nos las arreglamos para sentirnos rebeldes, junto con los demás mocosos de doce años, engañados, pero sin ser culpables de ello. Una pandilla inmensa y núbil de rufianes sexuales que rebuscábamos en el sótano a la caza de pornografía. ¿Qué aprendimos? Haber vivido en esa fantasía no disminuye el ensueño. Aún vemos a esos chiquillos con envidia; y éste es uno de los misterios por resolver. Como si el paso a la adultez implicase olvidar lo que uno experimentó. Si volteamos hacia las niñas sexuales tan ávidamente como cualquiera, debe ser porque ellas hacen algo para nosotros también. Y lo que falta no se encontrará de ninguna manera en su niñez, sino en el sistema global de la vida adulta.

El atractivo de una adolescencia permanente proviene en parte de ese sentimiento irresistible de que uno no ha logrado vivir con plenitud su propia y verdadera juventud; porque la verdadera juventud se definiría como una libertad tan inmensa que nadie puede al-



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canzarla. Se presume que hasta los chicos que retozan con abandono en sus vacaciones de primavera saben que hay unas vacaciones más perfectas tras el horizonte. Sin una poderosa aspiración de hacerse adultos, sin un valor separado que haga palidecer la niñez ante las libertades más amplias que se adquieren con la edad y la madurez, el sentimiento de insatisfacción puede seguir sin fin a través de la vorágine del matrimonio, los hijos, la jubilación, la muerte. De la universidad hasta la secundaria, de la secundaria hacia la primaria, la edad de la infancia sexual retrocede y desciende. En términos prácticos, su reciente realidad es su propia dimensión restrictiva. Sólo existe en el contexto de las grandes instituciones que dominan las vidas de los niños: las escuelas. En estos mundos cerrados y enclaustrados como prisiones, el sexo tiene un significado muy distinto al que adquiere entre las licencias de la adultez o durante la gloria de la vida universitaria. El sex appeal es una demanda más temprana que el sexo, y cuando éste llega, aparece primero en las relaciones románticas comunes. Los nuevos actos sexuales son sólo sustitutos de los actos de las generaciones precedentes. Donde hubo caricias, habrá felación. Nunca ocurrirá que los niños puedan tratar el sexo con la desbordante fantasía y brutalidad con que lo hacemos los adultos, porque los adultos nos encontramos atomizados de una manera en que los chicos de colegio no están. Si cometo alguna barrabasada en una cita a ciegas, jamás tendré que volver a ver al único testigo del hecho. Si un niño comete algún exceso en una cita, su compañera estará sentada a su lado al día siguiente, compartiendo el mismo espacio. El mundo adulto marca sus propias pautas sexuales, que no pueden florecer en una institución cerrada (aunque algunos alarmistas digan que es justo allí donde se originan); mientras, los chicos las atesoran, prestos a cumplirlas en cuanto les sea posible. Los niños son los beneficiarios de una cultura que declara por televisión –en cada chiste, en cada conversación cotidiana, en toda la publicidad– que si el sexo no es la cosa más significativa que existe, es el único elemento que nunca falta en cualquier actividad divertida. Los niños observan, silentes, con los ojos bien abiertos, y crecen.

Pero luego los adultos miran hacia atrás, desde el exilio, y ven de manera equivocada, pensando que los niños son libres porque los hemos conducido con imágenes de una transitoria y futura libertad. No importa que tengamos vidas carnales que harían llorar a los viejos. Esas vidas difícilmente cuentan: fuimos atrapados sin remedio en relaciones humanas reales con personas particulares, en una matriz de reglas inamovibles y lazos interpersonales. La envidia hacia nuestros sucesores sexuales es una característica recurrente de nuestra propia modernidad. Philip Larkin, en su poema de los años sesenta «Altas ventanas», ve una pareja de niños y, con envidia, los imagina «fornicando» y «ella está / Tomando pastillas o usando un diafragma», libre de las preocupaciones de su generación. Luego se detiene a pensar que la generación de sus padres pudo haberlo envidiado en algún momento. El consuelo de Larkin, en el poema, son las altas ventanas y el helado azul de la eternidad; en la vida real, una enorme colección de pornografía. Las revistas sucias y sus contrapartes supuestamente legítimas desempeñan un papel significativo en el sistema de la infancia sexual. Las expresiones coloquiales «revistas para hombres» y «revistas para mujeres» parecen definir dos tipos muy distintos de publicaciones. Las revistas «para mujeres» son instructivas: cómo mostrarse, cómo complacer a los hombres, cómo robarles el placer sexual y emocional siendo más astutas que ellos. Las revistas «para hombres», por su lado, son pornográficas: cómo mirar a las mujeres, cómo fantasear sobre ellas, cómo disfrutar y dominar y ver en qué nos convertimos al imaginar este dominio. Ambos géneros son distintos, pero complementarios. Las revistas femeninas de consejos y moda –COSMOPOLITAN, GLAMOUR, ELLE, VOGUE– sostienen una permanente necesidad de erotismo juvenil, aunque no de juventud sexual en un sentido literal. Esas publicaciones proporcionan métodos para permanecer joven, los cuales se orientan a muchachas y viejas por igual: cómo mantener tersa la piel, cómo mantener los músculos tonificados, cómo mantener las ideas frescas, cómo succionar la vitalidad de otros para ser jovial aun cuando ya no se es literalmente joven. Aprendes temprano lo que perderás más tarde; y te acostumbras a negar el envejecimiento, del que, por cierto, no te habrías preocupado tanto si no hubieras contado con toda esta ayuda. Las revistas masculinas fijan los deseos de los lectores en las formas y cuerpos femeninos y en los estilos de seducción y subordinación (fragmentan el mercado según partes del cuerpo, actos sexuales, niveles de explicitud, edades). La pornografía invierte de manera especial en la juventud. La chica universitaria ocupa un lugar preferente de PLAYBOY en sus muestras fotográficas «Girls of the Big Ten». HUSTLER tiene una inagotable franquicia en BARELY LEGAL, imitada y plagiada por JUST 18, FINALLY LEGAL y todos esos títulos vendedores tras los mostradores de las


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tiendas. En el submundo de internet, una categoría pornográfica aun más prominente es la de «adolescentes». Por supuesto, es ilegal fotografiar con intención sexual a cualquiera que se halle por debajo de los dieciocho años. Los productores deben mantener registros públicos que prueben que todas sus modelos tienen dieciocho años o más. Por tanto, sólo hay dos edades –los dieciocho y los diecinueve– en que las actrices «adolescentes» son realmente adolescentes. Tampoco se trata de que las modelos aparenten ser sexualmente inmaduras; la pornografía infantil no es para lo que se hicieron los sitios web. En vez de eso, las modelos adolescentes putativas son puestas en contextos de inmadurez, retratadas con los símbolos de la edad escolar: el salón de clase, el escuadrón de porristas, el hogar paterno. Nunca el marido, los hijos o la agencia bancaria. Jamás la vida adulta. Así, una sociedad que considera ilegal la explotación de una menor de edad está al mismo tiempo interesada en la simulación de la juventud (con frecuencia por personas que son sexualmente maduras pero que bordean el límite de la adultez). Con sus publicaciones legítimas y sus vicios, esta realidad fomenta una urgencia compulsiva en las mujeres de proveer juventud durante el transcurso de sus vidas, así como una avidez masculina por lo mismo.

Hablemos sobre el cambio que empezó en tiempos de Nabokov y que ha avanzado mucho en nuestros días, la transformación que creó el mundo en el que somos a la vez libres y esclavos. Ese cambio fue la liberación sexual. La liberación implica libertad para hacer lo que ya hacías o lo que debes hacer. Desbloquea lo que te es natural, libre de costo y que te pertenece libremente, y retira las cadenas de la prohibición social. Sin embargo, lo que ha ocurrido en la gran fase de liberación humana que se extiende desde los años sesenta hasta el presente, es que la liberación a menudo ha sido una liberalización. Ésta, por el contrario, permite el tráfico de bienes antes regulados y prohibidos, y crea mercados para lo que ya posees. En la liberación sexual, los logros más importantes incluyeron el fin de la vergüenza e ilegalidad en el

sexo fuera del matrimonio (siglo XX); separación de sexo y reproducción (la píldora anticonceptiva entra al mercado en 1960); la reorganización femenina de la relación sexual a partir del orgasmo (cerca de 1970); y el inicio de la aceptación social de las relaciones sexuales entre personas del mismo género (desde 1970 en adelante). El hilo conductor bajo las reformas fue la eliminación de la sanción social sobre cosas que la gente ya hacía. Deberías acceder al sexo (o no hacerlo) y ello tendría que ser un asunto indiferente para los demás. Deberías ver las categorías sociales de los asexuales, libres de no tener sexo –como otros pueden tener sexo interminable y espectacular–, y no sentir por ellos sospecha ni lástima. Una de las traiciones crueles de la liberación sexual –a causa de la liberalización– fue la ilusión de que la persona sólo puede ser libre si considera que el sexo es lo-más-importante y lo exhibe sin fatiga ante los demás, proporcionándolo, probándolo, disfrutándolo. Esto se convirtió en una nueva forma de esclavitud. Esta mala formulación de la liberación sexual se hizo tan dañina sólo porque otra fuerza apareció para capitalizar la idea de que el sexo es el agente de las experiencias más ricas: el comercio. Al inicio, el concepto del sexo fue muy difícil de liberar del conjunto de normas que lo habían estructurado durante siglos: la prioridad de la familia, las prohibiciones religiosas, las restricciones biológicas. Una vez que la liberación alcanzó un éxito adecuado el sexo fue fácil de «liberar», incluso hacia límites más amplios. El comercio descubrió que tenía un nuevo medio para ingresar a la vida privada y ejercer presión en pro de los nuevos valores. Lo que ocurría en realidad era la liberalización de las fuerzas de transacción comercial, que empezaban a expandirse y a coordinar con el nuevo medio de intercambio. Las ideas izquierdistas de amor libre, la ausencia de pecado en el cuerpo, la igualdad de la mujer en los terrenos de la dignidad, inteligencia y capacidad, fueron forzadas a encontrar un sustento adecuado. Por un lado, resultaba sencillo incitar al sexo, el ubicuo despliegue de la sexualidad, el pecado redefinido como el cuerpo que no está acondicionado, ejercitado y que no produce deseo; y, recientemente, la vergüenza de cualquiera que no manifieste su sexualidad o que muestre una voluntaria falta de sexo. Se supone que lo opuesto no sólo es anticuado sino aburrido y puritano. En suma, feo. Las charlas sobre sexo están tan ligadas al glamour diario y a la reafirmación de la persona progresista que es odioso renunciar a ellas. En general, el discurso comercial sobre sexo es lo que resulta reaccionario; lo opuesto es lo progresista. La liberalización ha triunfado al asociar una fealdad estética con todos los cuestionamientos a la liberación. No es la represión del sexo lo que se opone a la liberación, sino la «incitación» al sexo como lo conocemos: aquello que pone el sexo en movimiento, lo que lo acerca hacia la publicidad, lejos de las relaciones legítimas entre lo privado (el ámbito de la seguridad corporal) y lo público (la esfera de la igualdad).



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La sociedad considera ilegal la explotación de una menor de edad, pero al mismo tiempo fomenta la simulación de la juventud. Las «niñas sexuales» tienen entre dieciocho y veintiún años. Pero su validez sexual apunta hacia su estatus infantil. Allí están Paris, que tenía diecinueve en su DVD porno; y Christina, que a los veinte se relame los labios en la portada de Rolling Stone

¿Por qué la liberalización viró para enfilar sus baterías hacia la juventud? ¿Cómo un sistema puede convencer a las personas de que no ejercen su sexualidad de manera adecuada? Pues enseñándoles que lo hacen mal. Sólo cuando el ejercicio sexual ha sido modificado, visto por expertos, sofisticado con normas, superpuesto con representaciones pictóricas y luego revendido a los individuos, puede convertirse en lo que los individuos «siempre quisieron». Los pechos disminuidos por las dietas serán recuperados en cirugías de implantación de prótesis. ¿Cómo convencer a las personas de que lo que parece generoso y gratuito –y aun los bienes distribuidos universalmente– es en realidad escaso? Lo ideal no se alcanza sin intervención externa. La juventud se vuelve un supuesto básico en la competencia por el sexo. La sorpresa no es que la juventud sea deseable (siempre tuvo su encanto), sino que pienses que la juventud es competitivamente ineficiente, porque se distribuye a todos por igual al inicio de la vida. Así, la juventud es por naturaleza evanescente, y de hecho desaparece cada día que vivimos. Además, fue la posesión universal de cada persona en algún momento, de modo que los artificiosos medios para mantenerla parecen justificados por un resultado «natural»: ser lo que fuiste. Del deseo de reposeer lo que se ha perdido (o que nunca se aprovechó de verdad) deviene, al final, la incesante extensión de la competencia. Todo lo que se requiere es una cultura en que los instrumentos de comunicación (noticias, talk shows, revistas de consejos) sean auspiciados y pagados por los anunciantes de los productos de belleza. Desde la crema para la piel hasta el Viagra o los automóviles. Para aquellos que andan en busca de la deseable juventud es ventajoso seguir el sendero de los que la poseen de verdad.

De este modo, los jóvenes en toda forma de presentación (publicitando, revoloteando alrededor de las celebridades, en las revistas, en la conversación cotidiana y aun en nuestra mitología) aumentan el competitivo «patrón de juventud», sean ellos el público objetivo de una campaña cualquiera o no. Pero los jóvenes aún están sexualmente fuera de nuestros límites debido a la ley y a la moral. Un adulto no debe jamás enredarse sexualmente con una joven de secundaria, a menos que haya perdido la conciencia y no le tema a la cárcel; y aun así, ocurre. Los desastrosos casos de abuso, como sabemos, provienen de las mismas instituciones que instruyen y protegen a los chicos: profesores, sacerdotes, niñeras y, con más frecuencia, padres y familiares. Los jóvenes se vuelven fascinantes porque tienen consigo la más completa forma de juventud que demandamos para nosotros mismos, para lograr nuestra propia ventaja competitiva. Son ellos los magnates biológicos de cuyos bienes deseamos apropiarnos porque pensamos que no los aprecian. Ellos están por accidente en la cima de la pirámide competitiva. Desear a las niñas sexuales es por eso la culminación del sistema competitivo. De otro lado, la niña sexual como individuo es la única figura que se piensa libre de competencia, que mantiene el sexo aún como un bien potencial natural, bueno, no disminuido, capaz y puro. Nunca un bien escaso o amenazado por la falta de atractivo y el envejecimiento. Para las niñas sexuales, el sexo representa una nueva experiencia de libertad y verdad que promete forjar un mejor ser. Las niñas no son inocentes de carnalidad, pero sí de competencia. Desear la infancia sexual se convierte en un sueño de liberarse del sistema. La niña sexual puede ser la utopía personificada, aun cuando ella sostiene la brutal distopía de que su juventud provee el principio de la competencia.

Mientras esbozaba el primer borrador de este ensayo, las noticias hablaban de una estudiante universitaria de Dakota del Norte, de veintidós años, Dru Sjodin, que había sido secuestrada y asesinada al salir de su trabajo en una tienda de Victoria’s Secret. La Policía arrestó a un «pervertido sexual de tercer nivel» de cincuenta y cinco años, que había sido identificado en el estacionamiento del centro comercial, aunque vivía a cincuenta kilómetros de ahí, en Minnesota. Había sangre de Sjodin por todo su automóvil; la Policía no pudo encontrar a la chica. Las noticias mostraban


una fotografía universitaria, y se la comparaba con otras jovencitas secuestradas. Entonces pensé: esto seguirá sucediendo mientras el sexo con niñas sea el bien más atesorado y recurrente en las fantasías de la sociedad. Hay algo inevitable en la figura de un asesino que va a un centro comercial para atrapar una niña sexual. La tragedia era muy deprimente. Así que paré de escribir. Podemos ser testigos de dos sistemas dispares que entran en conflicto en un único punto. El Sistema A sería la valorización sexual de la juventud, alentada por la liberalización del sexo y su asociación a la juventud en una economía competitiva. El Sistema B sería la moralidad adulta, el impulso a proteger a los seres que necesiten resguardo del abuso sexual y, sobre todo, atención. Ahora, el Sistema A (valor sexual, comercio) muestra una falla mayúscula en su tendencia a guiar la atención sexual a menores de edad, incluso hacia aquellas niñas que mantienen al sexo en su más fresca e inaccesible forma. El Sistema B combatiría esta tendencia, pero quizá se haría más destructivo y punitivo al momento de rehusarse a desconocer enteramente al Sistema A. De otra manera, al aceptar el valor sexual de la juventud con tan temibles efectos colaterales, la moralidad tendría que restringirse a sí misma en represalia hasta llegar a un punto de visible contradicción, y castigar a quien persiga la juventud extrema, o la ataque literalmente. Para cualquiera que vea las noticias es chocante la intensidad de la violencia punitiva cuando los dos sistemas entran en colisión. Desde el punto de vista de la moral, el castigo excesivo al pedófilo (impedido de vivir de manera anónima, sin rehabilitación, perseguidos de pueblo en pueblo, incapaces de reintegrarse a la sociedad) es plausible debido a lo execrable que es el abuso al menor. Sin embargo, tendría sentido si temiéramos que lo implacable de esta condena ayudaría a racionalizar o reforzar los intereses que dan extremo valor sexual a la juventud. Uno teme que nuestra preocupación cultural sobre la pedofilia no se trate de la valoración de la juventud sino de la subestimación del sexo infantil. Sería como si la cultura entendiera que debe ser draconiana para detener la manipulación de los niños justamente porque trabaja para mantener a flote la extrema valoración comercial de la juventud y sus manifestaciones concretas en la ligeramente mayor «niña sexual». ¿Acaso la cultura reacciona con tanta vehemencia sólo porque, de

colapsar la pantalla de la moral, la situación real tendría que ser confesada? Es decir, el extremo desinterés del niño en el adulto, la «liberación» sexual del niño como un subefecto de nuestra propia y falsa liberación, la brutalización de la vida a todo nivel gracias a la incitación sexual. Si esto es así, tanta atención inmoral no es sólo un problema de pérdida de valores, sino la combinación de la liberalización (no liberación) con una sesgada forma de censura cultural. La sensibilidad pedófila de la cultura es reforzada. De esa manera, podemos generar la obsesión que antes denunciábamos. La nueva pedofilia sería entonces un producto de nuestra escala de valores.

Una forma de rehabilitación sería tratar de extinguir la adoración de la juventud. La niñez es precisamente ese período en el que no puedes hacer lo que te plazca. Estás en formación y además desinformado. Conocemos la belleza de la juventud, que se admira por tradición (sus características lozanas, su piel impoluta), pero también podemos saber que la belleza de los niños es la belleza de otra forma de vida, meramente incipiente, que no tiene nada que emular. Una visión del cuerpo joven es un ideal. La otra, una tabula rasa. Una segunda solución sería hacer del sexo algo totalmente trivial. Es más difícil, porque cada aspecto de la cultura juega en contra, antiliberadores y lujuriosos incluidos. Aldous Huxley nos advirtió de un mundo en el que pactaríamos nuestros encuentros sexuales como quien hace una cita para tomar un café, con la misma cortesía y el mismo grado de compromiso. Eso parece ahora un ideal imposible y hermoso. Al menos los compañeros de café comparten recursos de manera pacífica. Te encuentras para tomar un café con gente a la que realmente no quieres ver, y gente que no quiere verte accede a encontrarse contigo, y aun así todos se las arreglan para sacar algún provecho. ¡Si tan sólo el sexo pudiera ser como el café! Pero el sexo ha probado no ser tan adaptable y quizá nunca lo sea, a pesar de la inminente llegada de una condición limitante: la imposibilidad de controlar la excitación sexual a voluntad. Para hacer trivial el sexo y denigrar la juventud debemos empezar por ejercer un acto de reevaluación malintencionada. Se requiere preferir los valores de la adultez: intelecto sobre entusiasmo, autonomía sobre aventura, elegancia sobre vitalidad, sofisticación sobre inocencia y quizá una búsqueda de la confirmación o repetición de la experiencia en lugar de la continua experimentación de la novedad. Miremos hacia los adultos, los repositorios deseables de sabiduría y experiencia. Sepamos que de lo que deseamos ser alimentados es de edad y de logros, no de vacuidad y novedad. Sólo entonces, en sofisticada y depravada sexualidad, en lugar de inocente juventud y el falso rubor de la verdad, dejemos que nuestros impulsos restantes se dirijan hacia el sexo de los adultos y para los adultos hasta agotarse.


98_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

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Manual para hacer turismo sin salir de casa

un consejo de

fritz berger ch.

unto con el vaso de agua, el turismo es una de las

cipal escenario de su regeneración celular. Es hora de explorarlo. Hacerlo requiere

invenciones cumbres de la mente humana. Aven-

de un equipamiento mínimo: guantes de látex de uso quirúrgico se encuentran en

turarse en mundos extraños y ajenos supone una actitud

cualquier farmacia. Más complicado será hallar una muestra del reactivo Luminol y

propositiva a favor del conocimiento de nuestro mundo,

de una lámpara de luz ultravioleta («luz negra») para detectar la presencia de ADN

y por consiguiente, de uno mismo. El único inconvenien-

y otras proteínas líquidas. En caso de que imperen las limitaciones, bastará con que

te es que hacerlo debidamente (llevar a la prometida a

usted se aprovisione de una linterna, una lupa y un poco de harina. Espolvoree este

tomar el té sobre la pirámide de Keops, por ejemplo) re-

ingrediente entre las sábanas. Debido a su microporosidad, se adherirá espontánea-

clama ingentes cantidades de dinero. A menos que usted

mente a cualquier zona húmeda y/o pegajosa. Entonces empezará lo bonito. Apague

sea un miembro más de ese ganado idiota, ahorrador y

las luces, póngase los guantes, encienda la linterna y sumérjase entre los cobertores,

repetitivo que conduce seis horas en automóvil para dis-

lupa por delante, con la misma avidez y mente abierta con las que Jacques Cousteau

frutar de dos y medio metros cuadrados de semicésped en

se adentraba en el Gran Arrecife Australiano. Será grato reencontrarse con una parte

un club campestre, un domingo cual-

suya que, sin advertirlo, lo puede haber ex-

quiera. Ante este sombrío panorama

trañado. Como una uña del verano pasado.

cualquier persona en su sano juicio se

3. El viaje sentimental.- Manías y

asaltará con una batería de preguntas.

atavismos inmemoriales nos hacen coleccio-

Selecciono la más pertinente: ¿Acaso

nar chucherías inútiles del ayer, tanto para

hay manera de practicar una sana ac-

aferrarnos al pasado como para tener una

tividad turística sin salir de casa y sin

coartada física ante la desilusión del pre-

quedar quebrado en el intento?

sente. Tales objetos yacen en cementerios

He aquí el como:

usualmente portátiles e innobles, como una

1. El mundo secreto detrás

caja de leche o una de galletas engullidas

del refrigerador.- Hay gente que

años ha. Visite a sus muertos. Excave entre

puede pasarse horas en mortal se-

los vestigios referenciales de lo que en algún

dentarismo frente a un documental

momento pudo haber sido parte importante

del cable, cuando en su propio há-

de su vida. Hágalo con el respeto y la dedi-

bitat doméstico cuentan con aquella

cación que las circunstancias lo demandan.

fauna con que los seudocientíficos de

Verá que las horas se sucederán inadverti-

la tele pretenden engatusarlos. Aven-

damente mientras usted navega imbuido

túrese en un microsafari detrás de su

hacia tiempos que nunca volverán. Una vez

refrigerador. La humedad y los gases

acabado ese trance, decida si bota o quema

propios de la acción refrigerante, en

esos cachivaches. A la larga, sólo atraen a

conjunción con restos orgánicos ol-

bichos y enfermedades.

vidados para siempre, son terreno

4. El cielo es el límite.- Dominar las

fértil para la incansable naturaleza.

alturas es un milenario designio común en-

Hermosos brotes de hongos silvestres, colonias enteras

tre guerreros y viajeros. Piense en el Corcovado, la Torre Eiffel, Machu Picchu y el

de insectos transgénicos y lácteos descompuestos hasta

Everest. Concéntrese en ellos. De ser necesario, recurra a una postal. Ahora atesore

el borde de la vida inteligente son los posibles tesoros a

de manera imaginaria el vértigo y la magnificencia visual que esas alturas permiten.

encontrar. Para resumirlo: La semana pasada vi la se-

Con esa sensación encapsulada en su mente y corazón suba de inmediato a la azotea

gunda parte de NarNia. Entre los enanos y demás seres

de su casa. Haga a un lado la ropa tendida, ignore a la vecina que espía desde la

fantásticos de esa película no había nada que no hubiera

ventana próxima y quítese simbólicamente el saco, la chaqueta o cualquier prenda

visto detrás de mi refri hace años. Y ahí siguen.

que el pudor permita. Ahora proyecte su visión por encima de las antenas, cables y

2. Sepa dónde duerme.- El lecho es sagrado terri-

paneles publicitarios. Respire hondo tres veces y déjese llevar. Acto seguido baje del

torio que alivia pesares y administra cansancios. Un recin-

techo y haga su vida normal con la sonrisa propia de quien ha hecho del mundo su

to a salvo de las pequeñas canalladas cotidianas. El prin-

hogar. Una cosa es ser pobre y otra muy distinta, ser un infeliz.


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u n

c u e n t o

d e

a n t o n i o

o r t u 単 o

Libre comercio c o n

u n

D I B U J O

D e

M A R I O

S E G O V I A


100_ FICCIONARIO

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J U N I O

2 0 0 8

L

i b r

e

ocas cosas me provocan tal lástima –ni siquiera los perros a medio atropellar que arrastran su carroña hacia la banqueta inalcanzable– como los comercios absurdos, condenados a la quiebra desde que se ve a su dueño pintar con mano insegura el rótulo junto a la puerta. Recuerdo el vértigo de angustia que me arrastró cuando me enteré de que mi vecino, un desempleado que vivía con parientes ya viejos, reproducía guitarras eléctricas con tecnopor y papel lustre y las ofrecía a la venta por unos pocos pesos. ¿Quién querría comprar una réplica de la guitarra con la que Eric Clapton tocó «White Room» hace cuarenta años, para regalarla a un hijo o nieto que tardaría tres segundos en romperla? ¿Quién la enmarcaría en su sala o la conservaría más de una tarde antes de abandonarla al cubo de basura? Nadie: el rótulo que anunciaba las reproducciones y la guitarra de muestra misma, que pendían de la ventana a manera de propaganda, se cubrieron de polvo y colgaron por meses como guiñapos inertes. Las primeras aguas del temporal recogieron sus restos. Nunca hubo un pedido. Lo que no evitó que el vecino saltara a la puerta cada vez que pulsaba el timbre alguno de sus iguales, vendedores de absurdo a domicilio que ofrecían dulces o panecillos caseros. ¿Creía cada vez que quienes llamaban eran los clientes quienes, al fin, acudían en tropel a enriquecerlo? No me atrevo a sospecharlo. No iban a concluir allí las contingencias comerciales del sujeto. Cuando el negocio de guitarras se hundió, colocó en la cochera de la casa un televisor, con videocasetera integrada, que emitía constantemente capítulos de V iaje a las estrellas , y lo acompañó de unas sillas y una

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e

r

c

i o

jarra de limonada colocada con primor sobre una mesita. Su nuevo giro ofrecía la posibilidad de disfrutar de un vaso de bebida fría por diez pesos: a cambio, uno podía sentarse y mirar las aventuras espaciales que quisiera. Las primeras tardes, una cuñada del tipo mandó a sus hijos a tomar limonada y aburrirse mirando en la televisión cosas que nunca se les hubiera ocurrido sintonizar. Mi cálculo es que esas visitas amañadas reportaron en total unos cincuenta pesos. Nunca, claro, hubo más clientes que aquellos niños sobornados. Una mañana, la cochera amaneció limpia de ciencia ficción y de sillas. Ahora quiero recordar que la jarra de limonada nunca se renovó y que el brebaje, cuatro meses después de su instalación, era el mismo del primer día. Todavía hubo un tercer intento de triunfar en los negocios: mi vecino colocó un tinaco de plástico en su azotea, junto al que le proporcionaba agua a sus tuberías, y con muchos trabajos y la intervención de un fontanero armado con una sierra, le abrió una puerta en un costado. Colocó en el interior un decorado de estrellitas y planetas recortados de un pliego de papel plateado, una silla forrada de terciopelo y un telescopio casero heredado a ancestros de mayor fortuna. La propuesta era preciosa: los clientes subirían a la azotea de un desconocido, se meterían a un tinaco de plástico, se sentarían en la silla de terciopelo y contemplarían, arrobados, las majestades del universo. Por supuesto, ni siquiera los hijos de la cuñada aceptaron subir a la atalaya esta vez, aunque consta que el vecino se pasaba allí las noches, en vela, asomado al telescopio mientras inflamaba de anotaciones un cuaderno. ¿Consignaría conjunciones astronómicas o planearía nuevos negocios desatina-


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dos? Nunca lo sabré: una recóndita hepatitis lo mandó a la cama pocos días después de que las lluvias lo obligaran a desalojar su observatorio. Fue aniquilado en menos de un mes. Es probable que mi lástima infinita por los comercios malogrados proceda de mi propia historia familiar: soy hijo y nieto de vendedores de absurdos. Mi padre fue durante años administrador de una empresa de fotografía. Justo antes de su jubilación –le faltarían dos años

ecuerdo el vértigo de angustia que me arrastró cuando me enteré de que mi vecino, un desempleado que vivía con parientes ya viejos, reproducía guitarras eléctricas con tecnopor y papel lustre y las ofrecía a la venta por unos pocos pesos. ¿Quién querría comprar una réplica de la guitarra con la que Eric Clapton tocó «White Room» hace cuarenta años?

para retirarse con sueldo completo– decidió dar un golpe de mano y lanzarse al éxito. Habló con sus patrones y acordó trocarles el dinero de la pensión por la posesión de unas toneladas de película fotográfica echada a perder. Se encerró en una habitación del patio, construyó una suerte de alambique alquímico y se puso a recuperar la plata que contenía la película. Ahora bien, la película fotográfica no está hecha de plata sino que contiene un baño de nitrato. Los procesos alquímicos –lentos, apestosísimos, incluso peligrosos, a juzgar por las quemaduras en forma de chorreo que comenzaron a aparecer en las manos y cara de mi padre– con-

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siguieron aislar la suficiente cantidad de metal para llenar un par de botes de yogur. El resultado final del experimento fue éste: cada ocho toneladas de película echada a perder equivalen a un par de kilos limpios y utilizables. Mi padre vendió el material recuperado, le entregó a mi madre los pesos obtenidos y nos dio un beso en la frente a cada uno de sus hijos antes de encerrarse en la habitación del patio y tragarse dos litros de solución alquímica. El viejo fue sometido a un lavado estomacal de emergencia y convaleció durante un mes. Cuando pudo ponerse en pie, mi madre lo expulsó de casa. A Merlín no le quedó más remedio que rogar trabajo, de nuevo, en la empresa fotográfica de toda la vida. Si logra vivir otros treinta y cinco años (ya andará por los setenta) podrá retirarse, ahora sí, con sueldo completo. Mi madre nunca tuvo suerte en los negocios, pero al menos expendía objetos o servicios corrientes: seguros de vida, zapatos, títulos de propiedad en fraccionamientos lejanos a medio construir. No recuerdo que haya sido una gran vendedora, pero pudo mantener los gastos de la casa. No sucedía lo mismo con Arcelia, una mujer menuda y ansiosa con quien compartía parte de la cartera de clientes. El catálogo de productos que movía Argelia incluía, simultáneamente, seguros de vida, terrenos selectos en un parque funeral y cacahuate garapiñado a granel. Su táctica era deslumbrante: si se le rechazaba el seguro de vida, recurría al amago de extraer del maletín los folletos del parque funeral. Si el temple del cliente resistía también la incitación a prever sus arreglos finales con la existencia, le ponía enfrente una bolsa de medio kilo de cacahuates recubiertos de dulce. Pocos llegaban a resistirse a los garapiñados con tal de que la mujer se largara.


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Todo iba de maravilla (llegó a vender cuarenta kilos en una semana) cuando a alguien en la compañía de seguros se le ocurrió referirle a la gerencia el método. Arcelia fue despedida. La baja deshonrosa fue transmitida a no sé qué cámara de comerciantes que la boletinó, por lo que el parque funerario decidió retirarla también de su equipo. Sin el respaldo de productos de aparente seriedad y sin el traje sastre que la agencia de seguros proporcionaba a la mujer, el comercio de cacahuate garapiñado decayó. Arcelia hizo un intento final de sobrevivir, distribuyendo unas misteriosas tarjetas que ofrecían un cinco por ciento de descuento en todo lo que se comprara, a excepción de medicinas y alimentos. Pero ni ella –ni nadie– comprendía el arcano mecanismo que las operaba y la mujer terminó por abdicar. Lo que fue una prometedora carrera se eclipsó y Arcelia fue engullida por ese torbellino de tiempo y espacio que arrastra a la gente lejos de nosotros. A veces la imagino, melancólica, garapiñando cacahuates por las noches para su propio consumo. Pasaré por alto algunos casos espantosos más: el de mi compañera de secundaria que tomó un curso de asesora de maquillaje y terminó obligada a ejercer la prostitución. O el de un profesor de la preparatoria que fabricaba arcas de Noé (con todos sus animalitos, acotaba siempre) de plastilina y trataba de que los padres del alumnado las compraran para sus hijos menores (ni siquiera él concebía a un preparatoriano jugando con muñequitos de plastilina). Es fama que el profesor se gastó un aguinaldo entero en comprar un anuncio en el periódico para ver si los pedidos navideños de arcas lo hacían millonario –no se supo si hubo pocos o muchos, porque la noche de Año Nuevo subió a una azotea, por causas desconocidas, y terminó en la calle con la columna

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rota, abatido por la invisible maldición que cerca a los vendedores de absurdos–. Reservo las palabras finales de esta memoria para mi propio caso. Mi primer trabajo fue como vendedor de servicios de fumigación de puerta en puerta. No: no se piense que yo fumigaba ni que entiendo algo de las costumbres de la termita y el comején. Yo sólo vendía solicitudes de fumigación baratas, que eran atendidas por una camioneta que nunca se encontraba a más de dos cuadras de distancia, tripulada por el dueño del negocio y su esposa. Nuestra metodología consistía en pulsar tres veces el timbre eléctrico de casas y portales y solicitar, si es que nos abrían, que nos fuera respondida una encuesta (nadie le mantiene la puerta abierta a un obvio vendedor de fumigaciones más de un segundo). El cuestionario incluía preguntas como «¿A usted le gustan las cucarachas?». Mostrábamos fotografías de puertas roídas por insectos, niños mordidos por ratas, cadáveres de una película a los que reputábamos como víctimas de una infección trasmitida por la chinche común. Cuando lográbamos intimidar al cliente teníamos que hacerlo firmar de inmediato, antes de que se percatara de que nuestro contrato no ofrecía ninguna clase de servicio que repeliera chinches o ratas: sólo insecticida común para bichos rastreros y moscos. Cuando las autoridades apresaron al dueño y su esposa por fraude, los vendedores recibimos la orden de largarnos a nuestras casas. Caminé de vuelta al desempleo por una calle abarrotada de oportunidades, y supe que nunca más podría privarme de vender absurdos. Ahora escribo cuentos sobre vendedores, sobre imitaciones de guitarras en tecnopor, sobre carroña y perros atropellados. Y, fatalmente, los vendo. Soy un predestinado.



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