VI Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels

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VI Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels El Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels es una iniciativa que busca premiar y reconocer la creatividad de nuestros huéspedes. Eurostars reta a los huéspedes a escribir un relato con un máximo de 1.000 palabras y cuya acción se desarrolla en un hotel. Más de 120 personas han aceptado el reto. Todos los textos se han publicado en el blog del certamen cooltura.eurostarshotels.com/concurso-relatos-breves y los usuarios han tenido la posibilidad de votar por sus relatos favoritos. La Fuga de Don Quijote es el relato ganador del concurso, cuyo autor es el madrileño Alejandro Acosta, que se alojó en el Eurostars Convento Capuchinos 5* (Segovia) el pasado mes de septiembre. El jurado eligió esta obra entre los 80 relatos más votados por los usuarios. El premio para el autor del relato ganador es de 3.000 euros. Para conmemorar el Día Internacional del Libro y la fiesta de Sant Jordi, Eurostars Hotels presenta este e-book recopilatorio con los 5 relatos finalistas del concurso. En los textos el lector se sorprenderá de todo lo que puede acontecer en un hotel. Os esperamos pronto en la próxima edición del certamen.

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ÍNDICE CUATRO ESTRELLAS PARA CRÍSPULA (José Luís Valdés)………………..1 MARTÍN PESCADOR (Alejandro Acosta)………………………………………4 LA FUGA DE DON QUIJOTE (Alejandro Acosta)…………………..…………6 VUELTA AL PALACIO DEL TIEMPO (Miguel Garrido)…………...…….......8 EL RECONOCIMIENTO (Joaquín Rolland Andrade)…………………………..10


CUATRO ESTRELLAS PARA CRÍSPULA José Luís Valdés Su nombrecito no era una venganza, sino el capricho del cura de Peñaflor, quien consideró que nacer un diez de junio, día de los Santos Mártires, era motivo más que suficiente para que aquella inocente niña fuese bautizada con el nombre de san Críspulo, uno de los patrones de la localidad andaluza, ya que la versión femenina del otro, san Restituto, no parecía adecuada para una mujer porque podría prestarse a equívocos muy desagradables.

desnuda, sin pan alguno bajo el brazo. Con mucho esfuerzo y cariño fueron saliendo adelante y, a pesar de tantos años transcurridos, Críspula continuaba siendo la bella mujer que siempre había sido y seguía amando la libertad del campo como la aman los alegres jilgueros. Por eso se sentía en el paraíso viviendo en la dehesa junto a su marido, Jacinto Romero, “Romerito”, mayoral de la añeja ganadería del marqués de Torreblanca. En sus contados viajes más allá de la cancela de la finca -al centro comercial o al otro centro, el de salud-, siempre estaba de regreso al anochecer porque pensaba que “como en casa de una no se duerme en ningún sitio”.

Pronto aquella criatura se reveló como un espíritu revoltoso que disfrutaba retozando con sus juegos por el campo, libre y asilvestrada, sin más referencias que el horizonte alrededor del pueblo y las estrellas sobre su cabeza. Amaba los espacios abiertos tanto como a Jacinto, su novio adolescente del que solo se separaba para regresar a casa a dormir antes de que su padre pudiese amonestarla.

Desde las incipientes canas hasta los incómodos juanetes, a "Romerito" le enamoraba todo de su adorada esposa, una santa mujer que se había desvivido por alegrarle cada uno de sus días y sus noches durante veinticinco años que llevaban felizmente casados. Y no iban a renunciar a esa felicidad por el simple hecho de que en su última visita al centro -el de salud- a ella le hubiesen detectado un bultito en la mama.

Un lejano día el mozo fue enviado a Canarias a cumplir el servicio militar con gran añoranza de Críspula. Así que no es de extrañar que en la primera ocasión que regresó de permiso, tras seis largos meses de insoportable ausencia, la joven consintiera encerrarse con él en un pajar. Allí, sin horizonte ni estrellas a la vista, perdió sus referencias habituales. Y sin esas referencias, además de la orientación también perdió su virginidad, pero a cambio la naturaleza obsequió a ambos con el regalito de un inesperado embarazo.

-Hay que estudiarlo; el lunes tiene cita en el hospital -les dijo don Rafael, su médico de toda la vida. "Qué fatalidad -pensó Jacinto-; precisamente este fin de semana se cumplen nuestras bodas de plata."

Tras una apresurada boda y adelantándose a las cuentas de las chismosas cotillas del pueblo, nació Rocío -esta vez el cura no tuvo opción de opinar sobre el santoral del día-, una preciosa y sonriente niña de mofletes sonrosados que, salvo trastocarles la vida, poco pudo aportar a la pobre economía del joven matrimonio porque llegó

Pero Jacinto, bravo como esos toros que con tanto esmero criaba, no estaba dispuesto a venirse abajo por la inquietante noticia y decidió improvisar una merecida sorpresa para su esposa: la llevaría a Córdoba, el soñado viaje de bodas que no hicieron en su día por su

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humilde condición. Para tan señalada ocasión escogió un cuatro estrellas de Eurostars Hotels: "Patios de Córdoba". El problema surgió cuando hizo la reserva… Pilar, la directora del hotel, era una veterana profesional que ya había resuelto situaciones complicadas a lo largo de su carrera, pero la llamada desde el departamento de reservas la dejó boquiabierta. -Buenos días, Eduardo, dígame.

-¡No me diga! ¿Tanto le afecta? -… -¡Ni se le ocurra cancelar esa reserva! Ya veremos cómo resolvemos ese problema, pero no podemos fallarles… ¡Y no lo haremos! Nada más colgar el teléfono Pilar comenzó a darle vueltas a su cabeza. “¡Ajá! ¿Quién dijo que su hotel sólo tuviera cuatro estrellas?” pensó. No tenía mucho tiempo. Ordenó que retiraran el mobiliario del precioso "Patio de los naranjos" y lo convirtieran en una acogedora suite nupcial donde destacaría una espléndida cama de matrimonio con dosel. Y así en aquel día tan señalado, además del olor tan familiar de Jacinto Romero -¡cómo no había de oler bien con ese nombre y apellido!-, doña Críspula se acostó mecida por el aroma del azahar de los naranjos en flor. Arrebolada por tales fragancias, se olvidó por unas horas del maldito bulto en su pecho y abrazó juguetona a "Romerito" sellando sus labios con un apasionado beso.

-… -¿Para unas bodas de plata? ¿Mañana? -… -Pues dele a esa pareja la mejor habitación con botella de cava y los detalles de costumbre. Tienen que llevarse un magnífico recuerdo de su estancia con nosotros. -… -¿Cómo que no les vale? -…

-Crispulita, sujeta las riendas que el caballo se desboca. ¿No ves que pueden vernos? -Jacinto, hijo, que es nuestra noche de bodas…

-¿Y qué inconveniente es ése tan serio que tiene la señora? -…

-Pues espera al menos a que eche las cortinas de la cama. -¡Deja que nos miren las estrellas…!

-Ya… ¿Como un jilguero…? Eduardo, ¿está de guasa tan tempranito?

Esas estrellas que tanto sosiego procuraban a Críspula desde niña, titilaban con un brillo especial aquella noche de primavera y parecían colgadas de un cielo azul, limpio y oscuro, pendiendo de

-…

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hilos invisibles, tan cercanas que pudieran tocarse con las yemitas de los dedos. -Y yo que siempre creí que como en casa de una no se duerme en ningún sitio… -añadió arrebujándose bajo las mantas-, ¡pero en este hotel me siento aún mejor! Jacinto la estrechó entre sus brazos y sonrió al sentir la alegría de su mujer. Como también satisfecha sonreía en sus sueños Pilar, la directora de aquel hotel que con sus infinitas estrellas había conseguido hacer feliz a Doña Críspula, su primer cliente con claustrofobia.

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MARTÍN PESCADOR Alejandro Acosta

Martín Pescador (Alcedo atthis): Ave de pequeño tamaño y colorido plumaje que habita en lagos y ríos de Europa, África y Asia. Tanto en vuelo como posado emite un tiit-tiit agudo, rápido y penetrante. ENCICLOPEDIA ILUSTRADA DE LAS AVES

alguien, por puro azar o simplemente por probar y a la desesperada, volvía a ponerlos de nuevo en su particular pecera, recobrándoles la vida. En resumidas cuentas: aquellos niños que habían tenido por suerte nacer aquel veinte de julio, estaban condenados a vivir el resto de sus vidas en una estación de tren, en una iglesia, una lavandería, un parque de atracciones o una gasolinera.

Fue el verano en el que el hombre pisó la luna. Tal vez por eso muchos no lo recuerden o directamente no lo sepan, porque el paseíllo de Armstrong por la superficie del satélite eclipsó todo lo demás. Pero ese mismo veinte de julio de 1969 nacieron en Madrid treinta y dos niños (treinta y cinco según mis últimas investigaciones) con un misterioso síndrome al que los médicos de entonces bautizaron como “síndrome de la pecera”. Al parecer los recién nacidos se negaban a abandonar el lugar concreto en el que habían venido al mundo, fuera éste razonable, como la habitación de un hospital o el dormitorio de una casa, o directamente extravagante, por lo caprichoso del destino, como una cabina telefónica, la sala de espera de un dentista o el columpio de un parque. A veces se limitaba a una dependencia en concreto (una cocina) o a un mueble (una cama). Otras en cambio se extendía al edificio entero, como un centro comercial, una academia de baile, un teatro, o bien un gimnasio con todas sus dependencias, sus duchas, sus letrinas, su cuadrilátero ensangrentado, su enfermería... Cuando decía que los niños se negaban a abandonar el lugar, quería decir que lloraban como nunca madre alguna hubiese visto. De algún modo esos niños sabían que si los alejaban de allí, de ese espacio o habitáculo, de ese punto, de ese preciso enclave en el universo, morirían. Y así ocurría: los pequeños se enfriaban, dejaban de respirar, se ponían azules, tiritaban espasmódicamente como un pez fuera del agua, hasta que

Como ya se habrán figurado, uno de esos niños fui yo, Martín, nombre que debo al ingenioso de mi padre, de apellido Pescador. En mi caso, me tocó nacer en un hotel. Comparado con aquella pobre chica que había sido alumbrada en una barca del Retiro, puedo considerarme bastante afortunado. Por política de empresa no puedo revelar el nombre del hotel, pero baste decir que era bastante grande, lo suficiente para campar a mis anchas, y aun así sentirlo acogedor. Del mismo modo estaba céntrico, lo justo para atraer a numerosos huéspedes, siempre nuevos y casi siempre extranjeros, y a la vez prudentemente retirado para escapar del tráfico y el ajetreo urbanitas. En otras palabras: espacioso, que no desolador; estaba en el mapa, pero no demasiado. La noche que nací mis padres estaban dando un paseo. Al cruzar frente al hotel mi madre empezó con las contracciones y el portero los instó a que entraran mientras llamaban a un médico. Pero no hubo tiempo, vine al mundo allí mismo, en el recibidor, ante los ojos de un conserje, dos recepcionistas, tres botones y un chico de las maletas con flequillo engominado. Como no podían llevárseme de allí, por lo ya referido, mis padres llegaron a un acuerdo con los dueños y el director: trabajarían en el hotel a cambio de comida y un

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cuartucho donde poder criarme. Papá en el restaurante, donde llegaría a jefe de sala, poco antes del infarto; y mamá de limpiadora o, como prefería llamarlo, de camarera de piso.

entero con sus muchos meses y semanas y más días e incontables horas, para verla de nuevo. Y toda esa eternidad merecía la pena cuando finalmente entraba por la puerta, radiante, cada año más guapa, más mujer, hasta que unas navidades no vino, ni a las otras, y a las siguientes tampoco.

Ser el niño mimado del hotel me duró poco. En cuanto tuve edad para sujetar un cepillo me vi trabajando de ayudante del limpiabotas, de mensajero, asistente del ascensorista, mozo de almacén, pinche de cocina, botones… Desempeñé casi todos los puestos de un gran hotel salvo el de director. Ése estaría reservado por mucho tiempo al señor J. R. G., grandullón, serio en apariencia y con bigote nietzscheano, el cual se dejaba crecer para ocultar su risa, sorda y abundante.

Podría hablarles de todo eso y mucho más, pero la verdad es que aquí sigo, en mi particular pecera. Me llamo Martín Pescador. El globo terráqueo girando sobre el escritorio, frente a la ventana abierta.

Podría hablarles aquí de cuando un huésped me regaló un globo terráqueo y fantaseé, cual Julio Verne, con recorrer el mundo entero desde mi cuartucho de la entreplanta. De cuando preparé un macuto con mapas, ropa y comida para una expedición, y sólo llegué hasta la puerta. O aquella vez que conocí a un hombre con el mismo síndrome que el mío, y que vivía atrapado en un taxi porque fue allí donde su madre lo parió. El tipo aprendió a conducir siendo todavía niño y al parecer nunca tuvo un solo accidente. No sé cómo, pero allí lo hacía todo: se aseaba, afeitaba, comía y dormía. En el coche se sacó el graduado y leía novelas de vaqueros, iba a los autocines con chicas y allí se acostaba con ellas. Sé todo eso porque me lo relataba en sus cartas —un periodista nos puso en contacto—, cartas que nos mandábamos hasta que un buen día pisó el acelerador y se arrojó por un puente. O podría contarles cuando me enamoré como un tonto de una niña de ojos color caramelo, huésped del hotel, que todas las Navidades venía a pasar una noche con su familia. Aprendí la amargura del amor a distancia, el tormento de aguantar un año

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LA FUGA DE DON QUIJOTE Alejandro Acosta Si están leyendo esto quiere decir que todo salió bien, y deben avisar a la policía. También quiere decir que a Cervantes se le sigue leyendo, por suerte. Y en cuanto a la policía, es justo lo que me dispongo a contarles.

no les faltara de nada. Pero el trato recibido muy pronto se me antojó excesivo. En cada turno de comida los camareros obligaban a los comensales a no dejarse nada en el plato. Cada noche, recién daban las diez, los botones mandaban a los clientes a la cama. ¡Y pobre de aquel que opusiera resistencia! Confirmé mis peores temores el día que me planté con las maletas en la puerta, un poco harto ya de tanta monserga y con ganas de retomar mi viaje en busca de inspiración. Los dos porteros que custodiaban la entrada me impidieron el paso. Figúrense, cautivo en un hotel que en lugar de distensión ofrecía padecimientos.

Disculpen la improvisada nota de socorro en esta tarjeta postal, mas no he encontrado otra cosa en el despacho del director. Dispensen igualmente mi letra chapucera, pero llevo no-sé-cuántos años sin coger un lápiz, y eso que soy escritor. O al menos solía serlo, hasta que apareció aquel crítico literario. Ese cernícalo pelagambas puso a parir mi primera novela, "Cabeza de chorlito", y claro, no pude contenerme. Lo arrojé por la azotea de un edificio, durante una fiesta editorial. Por desgracia aterrizó sobre un toldo y sólo se rompió una pierna. Una lástima. Aún así, soy un tipo la mar de pacífico, no se crean. Mi abogado alegó enajenación mental transitoria, y gracias a eso conseguí librarme. En cualquier caso, necesitaba unas vacaciones. El episodio de la azotea me había reportado cierta popularidad, y mi editor, que antes no me cogía ni el teléfono, ahora no hacía más que llamarme. "Cabeza de chorlito" se vendía como rosquillas, y quería que escribiera un segundo libro. Daba igual sobre qué, como si eran recetas de cocina, pero que escribiera. La publicidad ya estaba hecha, decía, el libro se venderá solo. Escribe, ¡escribe! Pero la inspiración no llama a tu puerta así como así, hay que salir a buscarla. Así que agarré las maletas y me fui de viaje. El primer hotel en el que recalé ni siquiera aparecía en la guía. Eso ya tendría que haberme hecho sospechar, pero estaba de vacaciones y en esas circunstancias uno baja la guardia.

Pero, sorprendentemente, muchos huéspedes parecían estar encantados con la situación. Lo parecían entonces y lo siguen pareciendo ahora. Es evidente que les han lavado el cerebro. No sé cuánto llevan aquí, sospecho que bastante. Con todo, he logrado reunir a una pequeña cuadrilla, un diminuto batallón que ejerce clandestinamente la resistencia. Clientes que, como yo, disimulan ser buenos chicos por la mañana, para luego a la tarde juntarse detrás de una columna a tramar un plan de fuga. El bueno de Anselmo, siempre medio adormilado, la señora Huete, que había sido actriz en su juventud, y el hombre de la 202, que cuando lo conocí ya no recordaba su nombre. Irónicamente, el hombre de la 202 había sido inspector de hoteles. Llegó un buen día para hacer una evaluación del lugar, y aquí sigue desde entonces. El hotel, al que se llega por una carretera perdida, está en medio de ningún sitio. No hay teléfono en las habitaciones, ni servicio de correspondencia, todas las ventanas tienen barrotes, y las puertas son vigiladas de sol a sol por sendos cancerberos. Toda mercancía que entra y sale se revisa minuciosamente. No hay manera humana de salir de aquí. Tras muchas semanas y meses y estaciones y años,

Al principio todo parecía normal, incluso maravilloso. El personal se deshacía en atenciones, siempre preocupado porque a los huéspedes

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hasta perder la cuenta, luego de mucho tiempo, después de darle vueltas y más vueltas y de intentarlo todo, descubrí una pequeña grieta por la que perpetrar la fuga, la misma que, con suerte, estarán leyendo ahora. Cuando esto escribo, hemos perdido al hombre de la 202, que no sólo está encantado con su cautiverio, sino que ya apenas nos reconoce.

Lo dicho, avisen a la policía. Encontrarán la dirección del hotel en el membrete de la postal, junto a la foto de unos tipos con bata blanca. ¡Dense prisa!

El director, un tipo bajito y con bigote, gusta de leer libros voluminosos. Mamotretos con los que pelea semanas enteras, y cuyo ritmo de lectura se adivina por el recorrido galopante del marcapáginas en el canto. De no ser por eso, uno diría que en verdad no los lee, sino que los pasea, todo el día con el libro a cuestas, de aquí para allá y de arriba a abajo, como dando a entender que es un tío cultísimo. Un día que el director atendía a la señora Huete, mientras ésta interpretaba de maravilla un infarto que luego resultó ser cierto, aproveché el revuelo ocasionado para ojear el libro de turno. Era un ejemplar de "La montaña mágica" de Thomas Mann. Al abrirlo, vi en la guarda un papelito pegado con unas fechas de vencimiento y un sello que reconocí al instante. No me lo podía creer, el libro provenía de una biblioteca pública. ¡Ahí tenía mi billete de salida, mi contacto con el mundo exterior! De pronto el plan de fuga se dibujó en mi cabeza. Colocaría dentro de cada libro, al término de su lectura, una nota de auxilio dirigida al siguiente lector anónimo. Primero debía agenciarme un trozo de papel y un lápiz. Y para eso tenía que entrar al despacho del director, donde me hallo ahora, gracias a la ayuda de Anselmo y sus ataques epilépticos. Luego esperaría la ocasión oportuna, el libro adecuado, y finalmente lanzaría mi mensaje de socorro en una suerte de botella impresa. Tras "La montaña mágica" vino "La Regenta", luego "Moby Dick", "David Copperfield"… y ahora, por fin, "El Quijote".

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VUELTA AL PALACIO DEL TIEMPO Miguel Garrido - El diablo está en los detalles, Pietro, en los detalles.

Canaletto. Quizás acabase siendo un gran día, así que sus ojos querían llevarse todo lo mejor.

Si cerraba los ojos, todavía podía escuchar la voz de Don Genaro, grave y nítida en sus oídos. El olor a bollería recién horneada, el zumo acabado de exprimir y las manchas de café venían después. “…los detalles, Pietro, los detalles…”.

Siguió observándolos con atención y asintió. Sí, eran los mismos. La fachada, austera y rematada por los pequeños leones en piedra que coronaban los dinteles, se conservaba igual que siempre. Tras hacer un saludo a los felinos que casi pareció una reverencia, se decidió a empujar el portón y entrar. Media hora allí de pie era suficiente. En el fondo, todavía pensaba que alguien podría reconocerle y, si lo hacía, seguramente pensase que había perdido el juicio o se había quedado ciego. Mientras arrastraba la maleta, comprobó que era el interior del hotel lo que se había sofisticado. Clavó la vista en los dos centros enormes de geranios y retuvo el olor marino con el que se había perfumado la entrada. Hasta los azulejos del mosaico se habían restaurado. Mamma mía. A Don Genaro no le habría convencido tanta perfección, pero habría apreciado el esfuerzo por agradar de la nueva dirección. “Siempre con educazione”.

Dicen que cuando Venecia amanece con sol, la noche anterior ha sido fiesta de vino y resaca de amor. Aquella mañana, no cabía duda de que alguien debía de haberlo pasado muy bien. Pedro tiraba de la maleta y avanzaba con pasos pequeños hacia la parada junto a Rialto. Al llegar, una horda de japoneses le cortó el paso; esperaban al “vaporetto” y sacaban fotos hasta del último reflejo dorado sobre el canal. “Quieren capturar la belleza…”, hubiera dicho Don Genaro. Se apretó la corbata, echó un vistazo a la rosa del ojal y se plantó al final de la cola. Tragó saliva. Algo dentro de él no quería llevarle de vuelta. Treinta y dos años eran muchos. Ahora, la distancia hacia el Palazzo del Tempo era, sin embargo, muy corta. ¿Quién acudiría? ¿Faltarían a su promesa o la cumplirían? En el fondo, las reuniones de viejos no gustan a nadie. Al volver a España perdió el contacto con todos ellos, y no fue hasta que su nieto Marcos insistió en abrirle una cuenta de correo electrónico que sintió la tentación de traicionar el juramento y buscarlos. A ella en concreto. No lo hizo. “Pasen, pasen, andiamo”. Al subir a la embarcación, se dijo que siempre había sido un hombre de ilusiones, y así es como le gustaba vivir. Se abrió paso con cuidado hacia la cubierta trasera y se apelotonó como pudo hasta que alcanzó a ver un resquicio del agua revuelta que el ruidoso barco iba dejando atrás. Un punto de fuga flanqueado por las majestuosas edificaciones venecianas, como en aquel cuadro de

- Hola, mi nombre es Pedro de Vega, tenía una reserva para este fin de semana…sí, la 232, tiene que ser esa…- a Pedro le hubiera gustado decirle al tipo del mostrador que era él, el legendario Camarero Spagnolo, el que se había hecho cargo de los desayunos del Palazzo del Tempo durante tantas y tantas mañanas en aquellos días gloriosos a finales de los setenta. El recepcionista le atendió con eficacia y revisó su identificación punto por punto, pero, lógicamente, no lo reconoció. Era demasiado joven para haber oído hablar de él. Le acompañó hasta el moderno ascensor y le indicó con amabilidad que no pulsara muy fuerte el

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botón; un pequeño incidente con un piano el día anterior lo había dejado algo estropeado. Pedro sonrió y se alegró de comprobar que algunas cosas nunca cambian: lo cierto era que aquel botón llevaba estropeado, por lo menos, cuarenta años, pero el viejo truco del piano seguía funcionando a la perfección y siempre dejaba la misma mueca de estúpida felicidad a los turistas.

unos preciosos ojos color miel que lo esculpieron en lágrimas casi al instante. Creyó escuchar el susurro de ella, casi sin voz por la sorpresa. “Has venido…has venido…” Supo entonces el camarero que los lugares cambian. Las personas también. Los detalles, sin embargo, siguen definiéndolos a ambos.

Cuando se quedó solo, en la quietud de la habitación, pensó que quizás estaba perdiendo el tiempo. Era una estancia exquisita, perfecta para el descanso y mucho más cuidada de lo que la recordaba, pero nada de aquello tendría sentido si no les veía. Los años le quitan importancia a muchas cosas, pero se la dan a otras. ¿De verdad pensaba que cuatro jóvenes a punto de empezar a vivir se acordarían de una loca promesa de una noche en la que el Martini y la tristeza se habían prodigado en exceso por sus gargantas? Él no lo había olvidado, pero temía que sus compañeros no pensasen igual, y, sobre todo, temía no volver a verla a ella nunca más. La muerte de Don Genaro no sólo había dejado al Palazzo del Tempo sin el mejor director de hotel que la ciudad de los puentes podría desear, sino que también les había dejado a todos sin lo más parecido a un padre que habían tenido hasta entonces. La alarma del móvil le avisó de que ya eran las seis y media. Pedro inspiró con fuerza y se incorporó. Era hora de comprobar hasta donde llegaba el valor de la palabra. Se encaminó hacia el piso superior y siguió las puertas. El corazón le latía a toda velocidad. Al final del pasillo vio el número que buscaba, acercándose hacia él con rapidez. 337. Comprobó su reloj y se paró delante. El lugar y la hora convenidos. Cerró los ojos antes de llamar a la puerta. Después de unos segundos largos y angustiosos, ésta se abrió. Despacio, muy despacio, Pedro descubrió

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EL RECONOCIMIENTO Joaquín Rolland Andrade Estanislao Fuentes es más alto que arrogante, menos grueso que honesto y tan joven como su entusiasmo investigador. Así sigue, a pesar de lo que le ocurrió y aquí se cuenta. Su pandilla son las probetas y las pipetas; sus correrías, el laboratorio. Y siempre ha creído que investigar rejuvenece; aunque él tenga sus sienes, como en el tango, plateadas por las nieves del tiempo. Cuando el taxi le dejó a la puerta del hotel vigués de Beiramar seguía sonriendo. Había incrementado su original y personalísima colección de dislates con tres del taxista, un espigado hombre de mediana edad y un ejemplo de locuacidad incontenida. Tan incontenida como estas píldoras oratorias que Estanis anotó en su libreta roja, donde cabían lo mismo fórmulas químicas que recados para el super, nuevas vías de investigación o los “palabros” que oía. “¿Qué podría regalarle a mi mujer hoy, que es nuestro ‘universario’?”, le había preguntado el taxista para romper el hielo. “Voy a tener que apuntar las cosas en el ‘mural de pared’ de corcho que tengo en la cocina”, confesó después para justificar sus quebraderos de memoria y poco antes de afirmar que le encantaba un estupendo crítico ‘astronómico’ de la tele.

coincidimos tres años en el Instituto de Investigaciones Pesqueras; el tiempo de hacer el doctorado y salir a buscar en Alemania la continuidad investigadora que no tuvo en España, para seguir después a Canadá y últimamente a Estados Unidos. -No te vas a creer lo que me ha pasado hoy –me dijo en la cafetería, donde nos citamos porque a ambos nos enamoró a primera vista un rincón con sendas lámparas de pie, a dos de las tres mesas bajas pegadas, con pantallas superlativas como la nariz del soneto quevediano. Igual que los salones de nuestras casas. Para empezar, me recordó el desapego al dinero que le inculcó su padre cuando le decía, como a mí el mío: “el reconocimiento al esfuerzo, a la honradez, a la valía personal, supera cualquier sueldo. No esperes ni busques fortuna, basta el salario del reconocimiento”. Desde su habitación, Estanis intimaba con la espectacular vista del puerto pesquero de frente y una especie de skyline formado por Coia y Navia, una suerte de ciudad dentro de ella, con casi cien mil habitantes entre ambos barrios. Luego estaba el potencial naviero que veía y alimentaba su despertar más que el desayuno que le aguardaba. Descansando de la faena, barcos cada cual amarrado a un noray de tranquilidad de un puerto de abrigo reconocido universalmente; y una sucesión de muelles paralelos como enlazados por el amoroso abrazo de la mar en calma. La magnífica lonja de altura primero; después, la de bajura y grandes especies. Poderío del primer puerto pesquero europeo y uno de los tres primeros del mundo.

-¿Qué crítico dice usted que era? -preguntó Estanis por si no había oído bien. - Astronómico. De cocina, hombre, de cocina. –respondió el taxista lamentándose de la clase de gente que a veces subía a su coche. Le gusta estar en el Eurostars de Vigo. Lo mismo que a mí. Ambos nacimos en esta ciudad, aquí hicimos Ciencias del Mar y

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Caminaba Estanis por esos pensamientos cuando llaman a la puerta tres veces. Sabía, como todos sabemos, que el cartero lo hace sólo dos. Para eso lo dejaron bien sentado la Paramount y Jack Nicholson, quien siempre me parece que hace el papel de sí mismo, abusando del labio torcido en una sonrisa predecible. Como Tom Hanks hace de Tom Hanks y Meryl Streep de Meryl Streep, igual de Miranda Priestly en “El diablo viste de Prada”, que Karen en “Memorias de África” o Francesca Johnson en “Los puentes de Madison”. No sabíamos ni él ni yo cuántas veces llama el director de un hotel.

-¿Don Estanislao Fuentes? No había duda: estaba cerca de degustar una porción de la tarta del reconocimiento, algo de esa fama limitada a futbolistas de élite, exclusiva de cantantes exitosos, algunos actores, media docena de escritores y algún afortunado por la Primitiva. No hay fama para los obreros de la investigación, trabajadores de la ciencia, operarios de laboratorio sin más balón que unas pipetas; ni más música que cubetas ni tablas, bambalinas o decorado que un microscopio ni más suerte que el aplauso. -Yo soy –acertó mi amigo a afirmar, seguro de verse ante el salario del reconocimiento al esfuerzo, a la honradez, a la dedicación; la mejor nómina en esta gran empresa a la que llamamos vida.

Cuando ocurrió lo que ocurrió estaba Estanis saliendo de la ducha. Lo habitual en la situación. -¿Quién es?

Nada más abrir la puerta, sólo vio un enorme ramo de flores adueñándose del dintel. Detrás, un caballero con sonrisa adjunta.

-El director del hotel. El director vendría tras enterarse de que hoy le entregarían a mi amigo un premio de ámbito, renombre y categoría mundiales en el mundo de la pesca. Tal vez por saber que iba Estanis a leer ese mismo día una ponencia sobre las migraciones de la lamprea, incansable del río al mar y de éste al río cuando es en el plato como más a gusto está. Esperaban esa misma mañana su lectura en la exposición mundial de pesca, bianual, que se celebraba en Vigo por cuarto año. Muestra del poderío pesquero vigués valorado adecuadamente por la UE cuando estableció aquí la Agencia Europea de Pesca.

-Perdone la molestia y, sobre todo, si he llamado mucho. -No es molestia, señor director, puedo entenderlo. -Intuyo que ha llegado a sus oídos el motivo de mi presencia aquí, señor Fuentes. En efecto, está usted atravesando el pórtico de la gloria de la catedral de la fama; es usted uno de esos privilegiados tocados por el destino con la varita mágica del reconocimiento público. -Muchas gracias, señor director.

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-Este hotel, seĂąor Fuentes, se siente profundamente orgulloso de su presencia. Es usted el cliente un millĂłn de nuestra cadena. Con nuestro reconocimiento por ello, estĂĄ usted invitado, todo incluido.

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