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V Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels El Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels es una iniciativa que busca premiar y reconocer la creatividad de nuestros huéspedes. Eurostars reta a los huéspedes a escribir un relato con un máximo de 1.000 palabras y cuya acción se desarrolla en un hotel. Más de 120 personas han aceptado el reto. Todos los textos se han publicado en el blog del certamen cooltura.eurostarshotels.com/concurso-relatos-breves y los usuarios han tenido la posibilidad de votar por sus relatos favoritos. Era una Fiesta es el relato ganador del concurso, cuya autora es la malagueña Mónica Barreal, que se alojó en el Eurostars Astoria (Málaga) el pasado mes de diciembre. El jurado eligió esta obra entre los 77 relatos más votados por los usuarios. El premio para la autora del relato ganador es de 3.000 euros. Para conmemorar el Día Internacional del Libro y la fiesta de Sant Jordi, Eurostars Hotels presenta este e-book recopilatorio con los 6 relatos finalistas del concurso. En los textos, ordenados alfabéticamente, el lector se sorprenderá de todo lo que puede acontecer en un hotel. Os esperamos pronto en la próxima edición del certamen.
Eurostars Hotels
ÍNDICE EL ALAZÁN QUE SURGIÓ DEL FRÍO (Natalia Caballero)………………..1 ERA UNA FIESTA (Mónica Barreal)…………………………………………4 HOPPER, 1931 (Nabor Raposo)………………………………………………6 LO QUE HABITA TRAS EL UMBRAL (Ana Díaz Tuya)……………….......8 TAN ENAMORADOS (Javier Casamor)……………………………………..11 2064 (Eugenio Payá)………………………………………………………….13
EL ALAZÁN QUE SURGIÓ DEL FRÍO Natalia Caballero – Ah… ¡ese caballo! –exclamó el gerente al abrir la puerta de la habitación del nuevo huésped, hasta donde este lo había arrastrado jalándole de la manga. En el centro de la sala, un corcel alazán que pacía tranquilamente de un saco de avena apenas se volvió hacia los recién llegados para dedicarles una mansa mirada de bienvenida.
compartir habitación con el caballo y no con el caballero de la 222, que ronca hasta el punto de sacudir los cimientos’. Como el viajante parecía resistirse a coger la llave por propia voluntad, el gerente se la introdujo a la fuerza en el puño cerrado, lo empujó con sutil diplomacia al interior de la habitación y, cuando lo consideró a una distancia prudencial de las jambas, cerró enérgicamente la puerta y huyó escaleras abajo. Fue entonces cuando el viajante escuchó a sus espaldas una voz profunda y varonil, digna del mismísimo Marlon Brando. Pero, al girarse, frente a él sólo estaba el caballo.
‘Tiene usted razón’, admitió el gerente, ‘debería haberle advertido. Resulta que ayer mismo rodaron aquí un anuncio para una marca de brandy con una famosa actriz y, aunque a la muchacha sí se acordaron de llevársela, parece ser que se olvidaron el caballo. Difícil saber cómo lo metieron aquí porque, como habrá observado, estamos en un quinto piso, sin montacargas que pueda con semejante bicho, y por las escaleras apenas cabe el botones con dos maletas. Habrá sido cosa de la magia del cine, supongo. Intentaré que se lo lleven cuanto antes, pero hasta entonces le aconsejo que se ponga cómodo e intente disfrutar de su estancia’.
– ¡Por fin! –resopló el alazán–. Empezaba a pensar que ese viejo zorro no se marcharía nunca. El viajante vio, sin llegar a creerlo, cómo el jamelgo encendía un cigarrillo y abría el minibar. Si alguien tiene el valor de decir que no hay nada más espectacular que un caballo que habla, es porque nunca ha visto a uno servirse una copa.
El nuevo huésped, un viajante poco agraciado al que todos los placeres de la vida parecían haber dado de lado, enrojeció y exigió otra habitación. Algo imposible, ¿o no recordaba que desde Siberia había llegado la más violenta tormenta de todos los tiempos, que las carreteras habían sido cortadas hasta nuevo aviso y que el hotel estaba repleto de viajeros desprevenidos, como había sido su caso? ‘Al fin y al cabo’, lo apaciguó el gerente, ‘es usted afortunado de
– Pero mi querido Dimitri, ¿es que no me reconoces? – Me temo que se equivoca, señor… caballo –balbuceó el viajante–. Yo soy Hipólito Hinojosa, viajante comercial de quesos, de camino a una conferencia de…
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– Cielos, Dimitri –exclamó el caballo–. Así que es verdad lo que dicen. Te la han arrebatado.
Deberás abrazar una vida de riesgo y aventura en parajes exóticos de donde bien podrías no regresar nunca. ¿Estás preparado, Dimitri?’
– ¿Arrebatado? –preguntó el viajante palpándose los bolsillos para comprobar que todos sus órganos, amén de su cartera, seguían en su sitio.
– ¿Preparado, dices? ¡¿Dónde hay que firmar?! ‘He aquí lo que debes hacer. Abandona el hotel esta misma noche. Deshazte de tus pertenencias, podrían identificarte. Tampoco necesitarás dinero en efectivo, pues el partido proveerá por ti. Mételo todo en un sobre y deposítalo en recepción. El gerente te dará otro a cambio, donde encontrarás instrucciones para alcanzar tu destino. Aléjate lo suficiente antes de abrirlo y nada temas a la tormenta, ya que tus camaradas velan por ti. Ahora, no hay tiempo que perder. Abrázame, hermano, y buena suerte’.
– ¿Pues qué va a ser, querido amigo? ¡La memoria! ‘Te capturaron en acto de servicio, camarada, y te torturaron sin piedad. Pero soportaste el interrogatorio como un héroe, ni tu cápsula de cianuro llegaste a morder, y no dejaste escapar palabra’. – Bueno, un héroe… –se sonroja el viajante– Es verdad que cianuro no tomo… alguna aspirina de vez en cuando…
Cuando la tormenta aullaba en su máximo apogeo, el viajante visitó la recepción oculto tras unas gafas oscuras y con las solapas de la gabardina levantadas. Devolvió la llave, le aseguró al gerente que su repentina partida no tenía nada que ver con el caballo, y le entregó un abultado paquete con toda su vida y ahorros dentro, a cambio del cual recibió el sobre prometido.
‘No bromees, Dimitri. No pudieron contigo y, por eso, te borraron la memoria, para utilizarte contra tus propios hermanos. ¿Un comerciante de quesos, dices? No seas ridículo. Tú, Dimitri, eres un líder nato, un ídolo para las nuevas generaciones. El agente más temido y buscado de la historia’. (¿Eran lágrimas de emoción lo que el viajante vio aparecer en los ojos del caballo?)
– ¿Seguro que no prefiere salir mañana? –insistió el gerente– Con este temporal, temo que no vaya a llegar muy lejos.
‘Y ahora, Dimitri, tu partido te necesita. Has de alcanzar el cuartel general, donde una importantísima nueva misión te espera. Pero he de advertirte: aceptarla significaría perder tu identidad y, muy especialmente, renunciar a tu carrera como comerciante de quesos.
– No me asusta el temporal –respondió el viajante, retirándose las gafas lo suficiente para guiñar un ojo–. Mis camaradas proveerán por mí.
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El gerente lo observó abandonar el hotel y vio como, nada más cruzar la calle, una ráfaga de viento huracanado se llevó su indocumentado cuerpecillo y lo hizo desaparecer en la más absoluta oscuridad de la noche tormentosa. Nunca tendría oportunidad de descubrir que el sobre que había canjeado por todo lo que tenía en el mundo solo contenía un billete de autobús a Soria. – ¿Y ese? –preguntó el botones– ¿Otro que se ha tragado lo del caballo espía? – Así es, Miguelito –suspiró el gerente mientras examinaba las pertenencias del viajante, sopesaba el valor del reloj de oro, contaba cuidadosamente el efectivo–. Extraños tiempos estos en los que un hombre lo echa todo a perder por la primera lisonja absurda que escucha de boca de un jamelgo. Atranca bien la puerta, Miguelito, anda, que la tormenta arrecia.
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ERA UNA FIESTA Mónica Barreal Viéndoles cruzar el umbral del hotel, cogidos de la mano como un matrimonio bien avenido, nadie hubiera imaginado que no se conocían de nada. Acababan de encontrarse en la place du Clichy, siempre bulliciosa, y al instante habían reconocido las señales pactadas: un sobre azul en las manos de ella y un sombrero color vino en la cabeza de él. Subieron las escaleras que conducían a la suite nupcial sin dejar de reírse como dos novios atolondrados, tratándose con una impostada familiaridad que disipaba cualquier atisbo de duda. Al cerrar la puerta las risas cesaron e inmediatamente procedieron al intercambio de información entre observadores, comúnmente conocidos como espías. Una vez cumplida la misión, comenzó la parte más incómoda de aquellas entrevistas, esa en la que solo resta esperar durante horas a que suene el teléfono y una voz les comunique hora y lugar de recogida.
sentó, cabizbajo, en una butaca de cretona roja pero, pasados unos minutos, la curiosidad volvió a aguijonearle. Se encontraba frente a la mítica Yvonne, una de las espías más reputadas de la resistencia francesa, la mujer que llevaba años filtrando información entre fronteras, así que no pudo evitar preguntarle por su arriesgado devenir. Ella le confesó que en su vida clandestina las horas de tedio superaban a las de vértigo, aunque cierto era que en Berlín estuvo a punto de morir en un fuego cruzado. Había recorrido todas las capitales europeas pero de ellas únicamente recordaba habitaciones de hotel, ya que tenía absolutamente prohibido salir a la calle. - Para mí Londres fue una suite acristalada -le explicó-, una tetera de porcelana azul y dos tazas blancas con filigrana; Roma, una habitación neoclásica, las paredes cubiertas de escenas mitológicas; Praga, un cuarto lúgubre con una extensa biblioteca donde descubrí a Kafka. Y ahora París.... ¿Sabías que aquí pasé mi infancia?
Ella abrió su maleta y extrajo una fotografía de la torre Eiffel que fijó a la pared mientras él, un hombre joven, casi un muchacho, corría las cortinas con nerviosismo. Le preguntó por qué colgaba esa postal si dentro de unas horas se irían del hotel.
-Yo nunca he salido de aquí -comentó él, sombrío. Desde que la ciudad está ocupada sueño con volar lejos. Yvonne apartó las cortinas para ver la nieve que, lentamente, asediaba la ciudad. Ante la fachada del hotel se alzaba una manzana de casas señoriales coronadas por una ristra de chimeneas humeantes. "Cuánto me gustaría salir a pasear por las calles de París", pensó en voz alta. Quiso saber cómo era la vida allí, si aún pervivían las costumbres disolutas de las noches de antaño. El joven, más relajado, le describió una ciudad gris, arañada por la necesidad y la violencia de los soldados alemanes. "Sin embargo -añadió- existen
- Me gusta contemplar una imagen de la ciudad en la que me encuentro aunque solo sea por una hora. Solo así recuerdo dónde estoy -contestó ella. Tras observarle detenidamente, la mujer le preguntó qué edad tenía. "Veintitrés años", respondió él, contrariado. "Cada vez me envían correos más jóvenes -repuso ella con ironía-. A este paso van a sospechar de mí en los hoteles". A él no le gustó ese comentario y se 4
algunos reductos donde los parisinos aún nos permitimos brindar hasta la madrugada". Los ojos brillantes de Yvonne le instaron a continuar. "En la cima de la colina de Montmartre, junto a los viñedos, se alza una casita rosada que alberga el cabaret Le lapin agile, un lugar de encuentro de artistas, jornaleros y gentes de mala reputación donde se canta al piano durante toda la noche. Al final de la velada los artistas eligen a una persona del público para que entone con ellos el último tema. Es una costumbre que viene de lejos pero que ahora, con la ciudad tomada, ha cobrado un tinte más dramático. Nunca sabemos si volveremos a vernos".
El muchacho negó una, dos, tres veces. Ella insistió esgrimiendo la necesidad de recuperar la alegría secuestrada, la vida que era aquí y ahora. Había perdido a su último amante hacía una semana, deseaba emborracharse y brindar con el pueblo por el que luchaba. "Necesito -le suplicó- no sentirme invisible por unas horas". Pero el joven no podía aceptar el reto. Valoraba demasiado su vida como para jugársela apareciendo con la mismísima Yvonne en un antro de Montmartre. Ante sus súplicas, cada vez más desgarradas, le describió el modo de llegar hasta la casa rosada, el cerezo que precedía la entrada, el rostro del dueño del local. Trató de retenerla en el último momento pero ella padecía una fiebre extraña que la impulsó escaleras abajo, embozada en un abrigo oscuro que se fundió con la noche, salpicado de copos de nieve.
Guardaron silencio. Ella se dejó caer sobre la cama, boca arriba. Él encendió un cigarrillo preguntándose si su relato la habría incomodado.
Horas más tarde, el timbre del teléfono le sorprendió dormido en el sillón. Miró a su alrededor y comprobó, desolado, que Yvonne no estaba en el cuarto pese a que el día despuntaba ya tras el perfil quebrado de las chimeneas. "A las ocho en la estación Rochereau", pronunció una voz ronca al otro lado del auricular. El muchacho sintió un vértigo frío al observar la postal de la torre Eiffel, que desprendió de la pared con delicadeza. Se asomó a la ventana sosteniendo la fotografía entre las manos. Había dejado de nevar y un sol pálido lamía los tejados de Montmartre. "Seguro que esta noche ella ha entonado la última canción", pensó.
- Llévame a esa casa -le rogó Yvonne incorporándose sobre el colchón. Él dudó unos segundos antes de responder que eso era imposible. "No podemos salir de esta habitación hasta que nos den la señal", replicó asustado. - No importa. Una noche, solo una noche. Llevo años cumpliendo las normas dentro de este caos y cada vez me siento más dormida. Vayamos a cantar hasta el alba a ese cabaret de Montmartre. Quizá estemos a tiempo de cambiarlo todo...
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HOPPER, 1931 Nabor Raposo Sentada en el banco de madera estratégicamente dispuesto en la sala 40 del museo, Alicia contempla la belleza desnuda y misteriosa de Habitación de hotel, Edward Hopper, 1931. Aunque está algo aturdida y lleva observándolo mucho rato, prefiere aguantar otro poquito más. No quiere marcharse. Su chico, que desde hace un mes disfruta de una beca de creación artística en el D.F., ha telefoneado esta mañana. Ya no están juntos.
Vermeer de Delft. No sabe quién es Vermeer de Delft, y tampoco le importa. Lo que le interesa está detrás de todo eso. El problema es que ella discrepa de la interpretación que los expertos hacen de la obra. Hace poco leyó un artículo donde se reproducían algunas notas referentes a la pintura que la mujer del artista tomó en su diario. El texto venía a decir que, tal vez, la joven acaba de llegar, y sin deshacer su equipaje, se ha quitado su sombrero, su vestido y los zapatos y se ha sentado en el borde de la cama a consultar un papel amarillento que, siempre de acuerdo a las exhaustivas notas del diario, contiene el horario del tren que ha de tomar al día siguiente. Al parecer fue ella, la mujer de Hopper, quien posó para la obra en el estudio que tenía en Washington Square. Para Alicia, ninguna de estas explicaciones es suficiente.
El cuadro es muy importante para ella por varias razones y esa llamada le ha recordado unas cuantas. Hará un par de años que visita el Thyssen con regularidad, y desde entonces experimenta una extraña sensación de familiaridad cada vez que se enfrenta a la obra. Conoce perfectamente al autor, su contexto y sus características técnicas. Pero hay algunos aspectos con los que no está de acuerdo. Existe algo demasiado inquietante en su explicación.
¿Por qué todo el mundo se ha conjurado para sentenciar, como si fuera la única eventualidad posible, que la muchacha acaba de llegar? ¿Quién es quién para negarle a ella su derecho a pensar que no, que la joven lleva ya en el hotel un par de días, que justo hace dos minutos acaba de terminar de hacer las maletas y sólo le falta ponerse los zapatos y largarse? ¿Por qué todos creen que espera al día siguiente para coger el tren? O mejor: suponiendo que tengan razón y que la chica no haya hecho más que entrar en la habitación y sentarse en la cama, ¿quién le dice a ella que eso no es una carta de amor, en lugar de un triste horario con los próximos trenes?
Sabe que Hopper sentía una verdadera fascinación por los viajes y que pintó varios lienzos ambientados en diferentes hoteles. El que tiene enfrente, el primero de ellos, representa varias cosas: desde una evocadora metáfora de la soledad hasta un velado homenaje a la alienación del hombre contemporáneo, da lo mismo. También sabe, porque lo ha leído en alguna parte, que el encuadre de la figura, con los pies cortados y la perspectiva ascendente de diagonales acentuadas, remiten a Degas, y también a las representaciones de interiores de la pintura holandesa del siglo XVII, en especial las de
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Siempre que ve el cuadro piensa lo mismo, que es tanto como pensar muchas cosas a la vez, o como no pensar absolutamente nada. Pero al final, por pura insistencia y como tantas y tantas veces, logra meterse dentro. Y ya está, sumergida en ese vacío que no es vacío sino melancolía, prácticamente desnuda –o a medio vestir– y a escala monumental; iluminada por una luz artificial que no sabe de dónde viene y que juega con el contraste entre luces y sombras. El hotel es humilde y la habitación pulcra, sencilla y no del todo impersonal, tan desnuda como ella, lo que le incita a la autocompasión; como si quisiera vigorizar el momento con todo su dramatismo, y aunque le provoca vergüenza, se apiada de sí misma, y reconoce en la razón de ser de su actuación cierta armonía. Si pudiera verla él, que está tan lejos.
Con esta última imagen descollándose en la futilidad de sus pensamientos, regresa repentinamente a la realidad, donde ya no existe otra cosa que Habitación de hotel, óleo sobre lienzo de gran formato, 152 x 166 cm., Edward Hopper, 1931; lo que técnicamente y en rigor a la disciplina nos remite a la introspección propia de las figuras femeninas de los cuadros del artista. Y en un enérgico ademán de despedida, Alicia se incorpora del asiento, se plisa la falda deslizando el antebrazo a la altura de las corvas y le da la espalda al cuadro, a la memoria arraigada en la frontera, a lo extraordinario que sólo tiene lugar en los lugares comunes. No sabe si va o viene, si está dispuesta a marcharse o si acaba de llegar; liberada de cualquier atisbo de carga narrativa, su intuición le induce a la sospecha de que cualquier lugar es bueno para empezar a reconstruir.
Él, que seguramente se imagina su desconsuelo como la construcción de unas cuantas líneas que delimitan grandes planos de color cortados por la fuerte diagonal de la cama; esa fuerte diagonal que desvía su mirada inmediatamente hasta el fondo sin reparar en ella, pasando por encima de ella, donde una ventana entreabierta quizá al D. F. no sea para él nada más que otro punto de fuga en la composición, por mucho que sea de noche y el calor insoportable. La ventana abierta produce, además, un efecto de inversión, diría él, y esta es la manera en que Hopper, con exquisita brillantez, resuelve el problema que se plantea a la hora de introducir al espectador en la obra: convirtiéndolo en voyeur. Dónde estás, amor mío, piensa Alicia. Ojalá pudieran verse por una ventana.
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LO QUE HABITA TRAS EL UMBRAL Ana Díaz Tuya Poco importa ahora la cadena de suertes que le llevaron a ese hotel de los arrabales de Barcelona. Baste decir que era otoño, tiempo de mudas ocres y tramontanas tardías, que habían transcurrido más de dos décadas desde la última vez que se vieron y que sólo precisó un instante para reconocerla. Acababa de recoger la llave de su habitación cuando percibió su perfil y sintió que el mundo se le diluía en el pasado. Se le fugaron las fuerzas porque, para su espanto, supo en ese mismo instante lo que llevaba negándose todos aquellos años transcurridos en su ausencia.
Les separaba apenas un metro. Él estaba a punto de rozar su hombro y ella, como si lo hubiera presentido, se dio la vuelta. Quedaron cara a cara y la pudo contemplar en su plenitud por primera vez. Pongamos que era de curvas abundantes y labios llenos. Pongamos que le doblaba en experiencia y que creía haberla conocido mucho antes de ese momento.
Se escondió en el pasillo que conducía a los ascensores como un acto reflejo, aprendido durante años de esquivar miedos. La observó desde la distancia y fue incapaz de reconocer sobre su piel los pliegues del tiempo. Estaba intacta, atemporal en su belleza. La siguió con la mirada hasta que desapareció en una de las habitaciones.
- ¿Te apetece?
- ¿Nos conocemos? – preguntó. - No creo – respondió ella.
- ¿El qué? - Que nos conozcamos. Ahora, cien años más tarde, no sabe qué le sorprende más: su propio arrojo, ese momento único de extraordinario coraje, o que ella, tras una breve pausa, le respondiera cuatro palabras que, aunque entonces parecían inocuas, determinarían el resto del camino: no hoy, quizás mañana.
Contó las puertas. Ella ocupaba la 107. Observó su propia llave: la 105. No pudo evitar preguntarse cuáles eran las probabilidades de que se encontraran precisamente ahora, justo en aquel lugar. Atravesó el pasillo como un sonámbulo y abrió la puerta de su propia habitación. Poco después se encontraba de pie ante el amplio ventanal observando en la lejanía las playas del Maresme.
Trazó mil planes para el día siguiente; unos le parecieron vacíos y otros desmedidos, todos ellos irremediablemente insuficientes. Se encontraron temprano. Pasearon despacio por los rincones de su vida y se mostraron sus mejores esquinas.
Fue allí mismo, cien vidas atrás, cuando se conocieron por primera vez. Ella salía del patio de un colegio y él la supo ver entre el correr de niños y el griterío de los padres. La intuyó a lo lejos, de espaldas, avanzando con caminar seguro. Se acercó por instinto, como si alguien le susurrara al oído lo que la razón se empeñaba en ocultarle. 8
Esa primera mañana dio paso a unos meses de horas compartidas en las que ambos perdían la noción del tiempo. Descubrió que era tiesa de ideas, lejana en los gestos, escurridiza. Rara vez parecía importarle el dinero.
aceptarlo era ella, así que se engañó diciendo que aquello sería temporal, apenas un paréntesis. Se despidieron sin estridencias. Ella, que ya sabía de lo rápido que se erosiona el amor en la distancia, le advirtió sólo una vez.
Caminaron por los inicios del amor con más empeño que acierto. Ella le enseñó las orografías de su cuerpo y él se dejó querer a ciegas, sin remilgos ni pudores, con toda la energía de los veinte años y la certeza de no tener nada que perder. Se encontró por las noches inventariando sus grandezas, encumbrándola de a pocos en un pedestal que la hacía a ella inalcanzable y a él inmensamente pequeño.
- No te voy a esperar. - ¿Y si vuelvo? - Estaré aquí. Y tú serás otro. Él la besó, se subió al tren y no miró atrás. Años más tarde reconocería ese momento como el acto de mayor cobardía de su vida.
Apenas comenzó a derretirse la ceguera del deseo, conoció por fin sus flaquezas. Era impaciente y voluble, incapaz de hacer suyos sufrimientos ajenos, y, por lo que pudo intuir, de lealtades cortas y desprecios lentos. Cuando no estaban juntos, vivían realidades diferentes. Ella estaba asentada en la comodidad de una vida construida, con todas las renuncias ya elegidas, y ante él se extendía el reto de armar un futuro.
Superaron los primeros meses sin grandes lamentos. Se veían al menos una vez cada quince días. Nunca hablaban del futuro. Él fue colocando su nueva vida y, casi sin darse cuenta, las visitas se espaciaron. Las manías y rarezas que antes les parecían inofensivas comenzaron a importarles. Discutían más y se reían menos. Apenas cumplido el primer año en Madrid, se descubrieron una mañana perdidos y sin hambre de pelear por volver a encontrarse.
Distinguió todos los recovecos y anticipó cada problema. Recorrió sus aristas y acarició sin remilgos las fragilidades de su relación. Y aun así, supo quererla igualmente.
En los años siguientes deambuló por ciudades y trabajos, tragó fracasos y conoció algún éxito, sobrevivió decepciones, rompió promesas y rodó por el mundo como todos, con más intenciones que certezas. Se topó con otros amores, todos bosquejos de aquel primero. Conoció a su mujer justo en el momento en el que la soledad comenzaba a pesarle en exceso. Se ataron para compartir
Ahora, de pie en la habitación del hotel, no sabría decir en qué momento se les cayó el deseo. A él le ofrecieron un trabajo en Madrid, estable y con proyección. El único anclaje que le impedía
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vacíos y en aquellos quince años había disfrutado de lo holgado de su compañía, de días cómodos y noches tibias. Y ahora, veinte años transcurridos y cien vidas más tarde, les separaban apenas veinte centímetros de pared. Él a un lado. Al otro, lo que quiso haber sido. Sólo tenía que llamar a su puerta para rescatar el pasado. Recompuso el gesto, salió al pasillo y se colocó delante del umbral.
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TAN ENAMORADOS Javier Casamor primera cita”. Unos minutos después, él se levantó. Antes de cerrar la puerta, supo qué había estado haciendo. Había actualizado su blog con una comparativa entre los servicios del hotel y el estándar medio de los alojamientos de su categoría. Al principio ella se enfadó un poco, pero enseguida recordó que las sábanas de aquella cama encajaban perfectamente en su blog de textiles urbanos y también se puso a escribir.
Entraron en la habitación al anochecer, guardando las distancias. Los encuentros furtivos saben mejor en un hotel elegante, decían en la red. Y la red lo sabe todo. Como habían acordado, él se sentó en la parte más cercana a la ventana. Le incomodó un poco que aquella habitación doble tuviera una sola cama, pero era la más grande que nunca había visto. Ella, con la mirada fija en el suelo, intentaba controlar sus emociones. Había soñado mucho tiempo con aquel momento y ahora no tenía palabras.
Mientras estuvo ausente, llegaron tres tuits de su amor. Comentarios sin importancia sobre televisión y deporte. Ni rastro de ella ni del momento que estaban compartiendo. Aquello, que había sido un sueño, estaba empezando a ser una experiencia desconcertante. Al salir, pasó por su lado y no la miró, ni siquiera de reojo. Empezó a pensar que aquella velada difícilmente mejoraría su relación.
Siguiendo el plan previsto, visitaron el mueble bar de manera ordenada. Se observaban furtivamente, con curiosidad ante la perspectiva de lo desconocido. Ambos escogieron un licor fuerte. No parecían estar muy acostumbrados. Bebían sin dejar de mirar sus pantallas. Ella actualizó su estado: “Por fin sola con mi amor”. Al otro lado de la cama, un teléfono sonó y él puso un “Me gusta”. Ella esperaba una respuesta más efusiva, pero no la hubo. Fue una pequeña decepción, pero el calor del vodka suavizó aquel mal sentimiento.
Pasados diez minutos seguían mirando al techo, inmóviles. Habían dejado todos sus dispositivos a un lado, intentando interactuar de manera natural, pero los echaban profundamente de menos. El silencio era tal que llegaba el murmullo de la calle. Por lo menos, así no se sentían tan vacíos. Al final, él no lo pudo evitar y envió un mensaje. Al sonar, ella supo que le había escrito, pero se resistía a mirarlo. No quería convertir aquel día en algo tan triste. Sonó y volvió a sonar. Hubiera sido ridículo no mirar su pantalla. Había un “Te quiero”. Y otro, y otro...
Entró en el baño con su pequeña maleta y se puso el pijama nuevo. Se sentía incómoda con aquella camiseta de tirantes, pero había leído que era algo sexy. Al volver a la cama, vio que él seguía tecleando sin importarle su presencia. Ella, con cierto aire de resignación, le imitó, iniciando una búsqueda en Google: “Cómo comportarse en la 11
A pesar de saberse atrapada en un callejón sin salida, le respondió con un beso virtual. Y él, y ella y él… Y toda la noche se convirtió en una espiral centrífuga de promesas etéreas. Ya ni siquiera el sonido del teléfono del otro les extrañaba, era parte del juego. Y él, y ella, y él… Estaban allí unidos por su soledad, sin querer abandonarla, porque eran mucho más felices así. Acercarse al otro físicamente sólo podía hacer que las cosas se complicaran y ellos lo sabían.
A las siete de la mañana le despertó el teléfono. Lo vio en la pantalla, todavía en la cama del hotel. Era una llamada de video. ¿Tenía esa aplicación y no había querido utilizarla anoche? ¡Habrían podido verse las caras mientras chateaban! Se quedó mirando al vacío y comenzó a pensar que tal vez él no estaba tan enamorado. Miró hacia su teléfono y colgó. Empezó a hacerse preguntas, todas con respuestas incómodas que, a pesar de todo, le dejaban ver a lo lejos una pálida luz.
Y ella, y ella, y ella, y ella… Y él ya no respondía.
El sol empezó a entrar por la ventana y se sintió ahogada por un mundo que ni siquiera existía. Al bajar a desayunar, sorprendió a su madre con dos besos y se sintió distinta, comprendiendo de pronto por qué anoche había fallado todo. Ella era la única luz en su oscuro mundo y todavía quemaba. Empezó a creer que estaba de vuelta de nuevo. En aquel hotel, que ya sonaba a algo muy lejano, había dejado olvidado un equipaje muy pesado. Se miró al espejo y vio algo que, aunque no fuera perfecto, le gustaba. Hay muchas razones para brillar, ahora quería elegir las adecuadas. Entonces, decidió dejar de ser un sueño y empezar a ser de nuevo real. Sonrió mientras abría la puerta. La luz del sol le cegó un poco, pero le hizo sentir más viva que nunca. No era una mañana cualquiera, era la primera del resto de mañanas y así la vivió.
Armándose de valor, se giró hacia su lado y pudo verle profundamente dormido. Entonces se dio cuenta de que ya eran las cuatro de la mañana y ni siquiera se habían acercado. De todas formas, no tenía ninguna duda: estaban tan enamorados… Le había dicho cosas muy hermosas aquella noche, tantas que hasta había olvidado que estirando un poco su brazo habría podido tocarlo. El amor ya no es el amor de nuestros padres, pensó. Todo es mucho más rico y complejo; como él, como yo. Sacó su teléfono e hizo un selfie: su primera foto juntos. Nunca lo había visto dormido. Parecía todavía más puro así. Quiso abrazarle, pero temió que pudiera despertarse y se apartó suavemente. Tras vestirse, salió silenciosamente de la habitación. Un barrendero empezaba su jornada laboral y, al pasar, la miró a los ojos. Ella se sintió invadida por el desconocido y aceleró el paso. Una vez en casa se sintió por fin completamente segura.
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2064 Eugenio Payá No tenía ni idea de lo que podía a pasar a continuación. Respiró profundamente. El joven era un manojo de nervios cuando postró la rodilla ante ella en el duro asfalto de aquella plaza de Madrid donde la vio por primera vez hacía justo dos años. Había estado preparando durante varias semanas la pedida de mano perfecta: una cena elegante, un inesperado anillo con brillante y una noche de pasión en el mejor hotel de la ciudad, más cerca del cielo que del suelo, donde ya les esperaba una botella bien fría de cava junto a una bandeja de exquisitas fresas bañadas en chocolate.
cabida al verdadero amor. Al amor de tu vida. Al amor que te mata si se va. Aquel vestido negro tan fácil de desabrochar, aquella cena con ese vino suave que a ella tanto le gustaba y aquella enorme habitación de hotel con vistas a la ciudad quedaron para siempre en la memoria de la joven pareja. La pasión de aquella noche en la que quedaron prometidos les trajo a su primera hija: mi madre. La historia de mis abuelos es una historia de amor que hoy cumple cincuenta años. Un amor incondicional de los que ya no quedan, de los que se fueron hace mucho tiempo junto con las libertades de todos. Ese gran hotel del paseo de la castellana, ese antiguo rascacielos donde mis abuelos compartieron aquella noche de alegría, felicidad y compromiso hoy es la sede del MIA, del Ministerio de Inteligencia Artificial. Un Ministerio sin funcionarios ni trabajadores, repleto de ordenadores que controlan al minuto cada uno de nuestros movimientos y todos nuestros pensamientos.
Desde la primera cita supo que se casaría con ella. Por ninguna razón y por todas al mismo tiempo. Las primeras cenas juntos sentados en el suelo de su minúsculo apartamento de soltero, los nocturnos paseos invernales por el centro de aquel Madrid iluminado como un sueño, las tiernas caricias de cada noche antes de quedarse dormidos, abrazados en aquella incómoda y estrecha cama de estudiante que acaba de encontrar su primer trabajo. Envuelto en dulzura y deseo, su amor de juventud les llegó ya en la frontera con la temida madurez. Cumplir la treintena. Problemas del primer mundo que ya no importan cuando llega el momento de unirse para ser eternos. Quizás fueron sus viajes de fin de semana, tan modestos como divertidos, los que terminaron de hacerlos inseparables, o el esperarse cada noche a la salida del trabajo para volver juntos a casa, o quizás el cuidar amorosamente el uno del otro en los días de fiebre y dolor. Quién sabe los complicados mecanismos que bullen en nuestro interior cuando la pasión y la atracción se agrandan para dar
Recuerdo a mi abuelo recostado junto al fuego en su viejo sillón, contándome como al principio la gente compraba pesados aparatos en los que escribía voluntariamente donde estaba, con quién estaba y que hacía. Me contaba que incluso enviaban fotos de su vida privada. Me decía que se veía como algo divertido. Una diversión que impulsada por la fuerza devastadora del marketing de masas terminó sepultando la libertad de todos con millones de microchips implantados bajo la piel. Mi madre aun recuerda que cuando hace unos años los actualizaron para que comenzaran a enviar 13
información en tiempo real sobre los sentimientos que detectaban en sus portadores, gente como mis abuelos salió a la calle para defender su derecho a tener sentimientos, a amarse en la intimidad y a llorar en familia, pero fueron tachados de inadaptados y marginados por una sociedad que voluntariamente hacía cola ante las sedes del Instituto Global de Avances Tecnológicos para que actualizaran el suyo. Nadie quería ser el último en tenerlo.
Calderón, aquél que se levantaba al lado del río que una vez regó Madrid, donde hoy se agolpan cada noche miles de mendigos buscando cobijo en un cauce tan seco como el alma de los poderosos que los han empujado allí. Acaba de sonar la puerta. Escalofrío. Por un momento he sentido miedo al darme cuenta de que llevo bastantes minutos teniendo pensamientos con “positivismo cero”. Pero esta vez no es la policía. Tan sólo es mi abuelo que acaba de volver de su paseo diario por el monte. Trae flores para mi abuela. Los dos sonríen mientras se besan tiernamente. Y mientras los miro, pienso en aquella infancia feliz que se nos escapó demasiado pronto por no saber cuidarla. Y maldigo a quienes nos arrebataron los últimos rayos de sol de aquel verano que nunca debimos dejar terminar.
Yo no había nacido todavía, pero cuentan que la cárcel (todavía se llamaba así a los Centros de Reeducación Social) les unió mucho más; y que al salir de ella se fueron muy lejos de la ciudad para construir con sus propias manos, juntos como siempre, la pequeña granja en la que viven desde entonces y donde he pasado cada uno de los veranos de mi infancia. Todavía recuerdo de aquellos largos y calurosos días de mi niñez el arroz con pollo de mi abuela, probablemente la última persona que conozco que aun cocina en casa y no compra los paquetes de comida oficial, precocinada y envasada en cartón reciclado, que se venden a precio de oro en los Centros de Distribución de Soluciones Nutricionales. También recuerdo la fotografía enmarcada que, amarillenta y avejentada, todavía preside el comedor de su casa. En ella se ve a mi abuela de joven, posando bellísima delante de aquel hotel en la mañana siguiente a la noche tan feliz que vivieron juntos. Sonríe enamorada, dichosa. Al fondo se adivina el autobús del equipo de la Juventus de Turín, que aquella misma noche iba a perder contra el Atlético de Madrid en el vetusto estadio Vicente
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