II Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels El Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels es una iniciativa que busca premiar y reconocer la creatividad de sus huéspedes. Se han presentado un total de 192 relatos. 192 historias diferentes con un denominador común: la acción se desarrolla en un hotel. La originalidad, el esfuerzo creativo y la variedad son características comunes de las obras que han concursado. Todos los textos se han publicado en el blog del certamen (http://blog.eurostarshotels.com/concurso-relatos-breves) y los usuarios del mismo han tenido la posibilidad de votar por sus favoritos. El relato ganador del concurso es Sin ataduras, cuya autora es Verónica Aranda Casado, alojada en el Hotel Eurostars Das Letras,
de Lisboa. El Eurostars Das Letras es un establecimiento dedicado a los grandes autores de la literatura universal, donde cada una de sus 107 habitaciones corresponde a un escritor. El jurado eligió esta obra entre los 68 relatos más votados por los usuarios. El premio para la autora del relato ganador es de 3.000 euros. Para conmemorar el Día Internacional del Libro y la fiesta de Sant Jordi, Eurostars Hotels presenta este e-book recopilatorio con los 8 relatos finalistas del concurso. En los textos, ordenados alfabéticamente, el lector se sorprenderá con las historias de amor, los asesinatos, secuestros, olvidos, casualidades, encuentros y desencuentros que pueden acontecer en un hotel. Os esperamos pronto en la tercera edición del certamen.
Eurostars Hotels
INDICE RELATOS BREVES 218 (Oliver Bosch) ………………..…………………..………………………….… 1 Donde nosotros (José Manuel Cebrián) ..…………..…………………..…..…….…. 2 El sicario (Pedro Fernández) …………………..…………………..……….……..... 4 En silencio (María Ribba) …………………..………………..…..……..………….. 6 Habitaciones traviesas (Miguel Ángel Buj) ………………….…………………...… 8 Pasaporte (Lecina Fernández) …………………..……..………………………….... 10 Sin ataduras (Verónica Aranda) ………………………………….………....…....… 12 Visiones (Ditar de Liesse) ………………………………..……………..……......…. 14
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218 Fue como si con cada golpe, nuestro instrumento protagonista hubiera subido su temperatura hasta que la mano que lo sostenía no soporto mas el calor que transmitía y lo soltó en un rápido y espasmódico movimiento, protegiéndose instintivamente de quemarse.
El cuchillo inició su caída desde la mano que lo había empuñado a la hasta ahora blanca moqueta de la habitación 218 del hotel Unique. En exactamente dos minutos, este objeto había pasado de ser el encargado de repartir el pastel de sus últimos diez cumpleaños, a ser el arma homicida de su propio asesinato.
Tras dos giros aéreos completos, el cuchillo ocupo su nuevo emplazamiento en aquella grotesca escena, hasta que horas más tarde, la mano enguantada en látex de un policía de la unidad científica lo recogiera para depositarlo en una bolsita estéril.
Ironías de la vida, el cuchillo había actuado exactamente igual que la que había sido su principal tarea hasta ese fatídico día. La primera vez que su afilada hoja traspaso su piel, lo hizo guiada por una mano dubitativa y temblorosa que, al igual que al iniciar el reparto del pastel, todavía no había decidido el lugar por el que empezar a cortar, marcando distintos puntos de su fina capa de crujiente chocolate.
El color rojo avanzaba por la blanca moqueta mientras el pecho de la asesina se movía incesantemente, intentando recuperar la respiración entre jadeos y sollozos. Las lágrimas aun resbalaban por su desencajada cara cuando sus piernas fallaron, haciéndola caer de rodillas a escasos centímetros de su víctima por el que, meses atrás, hubiera dado su propia vida.
Tras esta primera lenta y poco profunda puñalada, la mano había ganado en seguridad y firmeza, consiguiendo, como antaño, porciones geométricamente perfectas mientras el color carmesí de la mermelada de fresa se deslizaba en regueros hacia el blanco fondo del plato.
Estaba esperando que de un momento a otro irrumpiera en la habitación el personal de seguridad del hotel o la mismísima policía, pero nada de eso ocurrió. Las habitaciones contiguas estaban desocupadas y aunque, Sergio Hernández, huésped de la 118, lo había escuchado todo, pensó que se trataba de una película que emitía una televisión con el volumen demasiado alto, tal y como hizo constar en su declaración incluida en el informe policial del caso.
La sexta vez que el metal desapareció en sus entrañas fue cuando su vida se escapo entre un leve gemido de dolor y su última exhalación. Pero su muerte no detuvo la mano que guiaba la hoja letal, asestando a su cuerpo inerte 21 puñaladas mas, mientras brillantes gotas de sangre surcaban el aire como gotas de pintura buscando su lugar en un cuadro abstracto.
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Donde nosotros
Donde nosotros - Son las tres de la madrugada. ¿Qué quiere? – su nombre seguía escociéndole en el orgullo. - Quedar – si se había atrevido a decirlo, se atrevería a acudir a la cita. - ¿Ahora? ¿No pensarás ir? – sentía que Elena se le desvanecía de las manos con sólo pensar en él. - Tengo que ir – empezó a vestirse. - ¿Hasta cuándo va a durar esto? – intentaba contener los celos. - No empieces, por favor – aquella conversación ya la habían tenido infinidad de veces y nunca podría explicarle que cuando ella amaba a alguien, lo amaba para siempre. - Te acompaño. No voy a dejar que vayas sola a estas horas – esgrimió su caballerosidad, para esconder sus miedos. - Está bien – agradeció su ofrecimiento. Al fin y al cabo, hubo un tiempo en el que ellos fueron amigos. “Donde nosotros”, había escrito. Aquel hotel permanecía perenne al tiempo. El mismo cartel luminoso en el que la letra R continuaba fundida, el mismo color en las paredes, la misma decoración, el mismo olor al entrar. Aquel amasijo de cemento había sido testigo de su primer te quiero, de su primera escapada en busca de libertad, de la primera vez que hicieron el amor…, de infinidad de risas, de proyectos y de ilusiones, que nacieron y murieron allí y que ahora parecían contenerse en cada desconchón y cada grieta que veía en la pared. - ¿Elena? – le preguntó la persona que atendía en recepción. - Sí – titubeó.
- ¿Aburrida? – aquellos ojos negros se perdían sin interés en la mesa de billar. - Bueno – arrastró la palabra sin ganas. - ¿Puedo invitarte? – esa noche no habrían desafíos perdidos y la condena grabada en su escote era demasiado tentadora para él. - ¿Sabes lo que haces? – pareció darle una oportunidad, mientras le miraba con una sensualidad descaradamente hiriente. - No – Hugo le sonrió insolente. - Jack Daniels – aceptó encantada por su insensatez. - Chica dura – le clavó su mirada felina. - ¿Qué haces tío? – uno de los que jugaba al billar se acercó a la barra, con sus amigos a la espalda. - Hablando, ¿no lo ves? – le respondió sin mirarle. - Dirás…, - le tiró del hombro para que sus rostros se enfrentaran hablando con mi chica – quiso marcar el territorio. - Como quieras, ¿pero te importa dejarnos? – su tono descreído fue directo al orgullo de aquel tipo. La chica, en cambio, le miraba expectante, rociada de miedo y excitación. - No sabes dónde te has metido – le escupió el fulano. - ¿Quién es? – tras hacer caso omiso a dos llamadas, Elena sintió curiosidad al reconocer en su móvil la melodía de un mensaje. “Estoy mal. Donde nosotros. Te necesito”. Le sorprendió que fuera él y que escribiera todo, sin escamotear ninguna letra. - ¿Es él?Víctor le reconoció en el gesto de Elena. - Sí – contestó como quién está a punto de decir algo que no va a sentar bien a quién lo escucha. 2
Donde nosotros
Hacía seis años que habían emprendido caminos separados. Él se alejó de ella, hasta que Elena ya no pudo seguirle, dejando tras de sí tanto dolor, como preguntas sin respuesta. - Ahora no – le había pillado por sorpresa - ¿Puedes andar? Debemos ir a un hospital – quiso reconducir la conversación, antes de que las palabras rozaran sentimientos encadenados al olvido. - Desde que me fui, dejé de tener un lugar al que volver – el dolor físico no mitigaba el eco de sus miedos. Era la tercera pelea del mes, y más que purgar sus pecados esperaba perder en cada golpe, hasta el último gramo de la soledad que le hería por dentro. Se refugiaba allí cada año, aferrándose a un pasado que ya nunca volvería -. Te dejé porque yo no podía hacerte feliz. Fui un cobarde. Me rendí muy pronto – el insistir en hurgar en aquella herida, hizo que a Elena se le suicidara una lágrima -. Me alegro de lo vuestro – le confesó entre susurros, sin que Víctor le oyera. A pesar de lo ocurrido, y aunque no dijera demasiado de él, aquel que ahora vivía la vida que a él le hubiera gustado tener el valor de vivir, era su mejor amigo…, su único amigo -. Es así como debía ser. - Víctor, ayúdame por favor – le llamó, sin que pudiera adivinar si lo hizo para que le ayudara a levantarlo, o para que la rescatara del embrujo magnético que aquel hombre cosido a golpes y lejanía seguía desprendiendo.
- Si me acompaña, le indicaré dónde se encuentra – miró a Víctor de soslayo. Ya le habían advertido que vendría acompañada -. Habitación 117 – se dispuso a sacar la llave. - ¿117? – se descorchó en su memoria, la esencia de los recuerdos que se encerraban tras aquella puerta. - Sí. Todos los años, para el mismo día, reserva esta habitación – abrió la puerta dudando de si le habría dado demasiada información. Para entonces, Elena buceaba en el tiempo. Ese día, se cumplían diez años de la primera vez que estuvieron juntos en el hotel. Pero ahora la habitación no tenía un sendero de velas que le condujera a la cama, ni había pétalos de rosa, ni botella de champán, ni sonaba “The River” de Bruce Springsteen. Lo encontró sentado en la cama, con la espalda apoyada en el cabezal. Su cara y sus ropas estaban ensangrentadas. Víctor permaneció a unos metros, a la espera de que le invitaran a aquella complicidad secreta que tanto le costaba admitir. - Has venido – su rostro a duras penas consiguió dibujar una sonrisa. - ¿Qué ha pasado Hugo? – rompió la barrera física inicial e intentó limpiarle algo de sangre con un kleenex. - Aún no te había pedido perdón – la desarmó a bocajarro, mostrándose tan vulnerable como un niño. Aquella era una conversación colgada en la lista de las cuentas pendientes, de toda gran historia de amor imposible.
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El sicario
El sicario Siempre los llamaba así, individuos, olvidando incluso sus nombres tan pronto como averiguaba lo estrictamente imprescindible – domicilio, lugar de trabajo y rutinas- para asegurarse un asesinato sin riesgos. Saber aspectos personales de sus vidas sólo podía entorpecerle la faena cuando tocaba apretar el gatillo.
El día acordado llegó a Roma en tren desde Nápoles. Su vuelo había aterrizado en el aeropuerto de Capodichino unas horas antes. Pasó la tarde paseando por el centro sin atender a los monumentos que en otras ocasiones le habían cautivado. A las diez se apostó en la cafetería situada frente al hotel a esperar. A medianoche recibió una llamada al móvil. Una voz de mujer dijo que les subieran una botella de champán a la habitación 511. Era la señal.
En cambio, nunca había logrado olvidar la expresión de sus rostros en el momento de descerrajarles un tiro a bocajarro. Recordaba de forma indeleble cada una de sus caras, desde la primera a la última víctima. Era algo que no lograba entender, pues nunca sintió remordimientos por lo que hacía. Acallaba su conciencia pensando que de no ser él quien disparara, sería otro. Y sin embargo, con frecuencia y sin venir a cuento, se le aparecían los rostros de sus víctimas en mitad del sueño o de la vigilia.
Nadie lo conocía ni tampoco era necesario. Quienes lo contrataban sólo debían dejarle un mensaje en una dirección de correo y esperar a que él se pusiera en contacto con ellos. El precio del servicio y las condiciones del pago eran cosa suya. El ingreso del dinero –la mitad por adelantado y la mitad al finalizar el trabajo- se distribuía entre varias cuentas blindadas donde ya acumulaba cifras de seis ceros. Sabía que se cotizaba alto y quienes acudían a él también lo sabían, pero su fiabilidad –nunca había dejado un asunto pendiente- y su discreción lo valían.
Él lo atribuía a una pregunta que le perseguía desde que con diez años tuvo su primer contacto con la muerte. Fue el día en que murió su abuelo. Había ido con sus padres a hacerle una visita y le dejaron a solas con él. Mientras estaba en sus rodillas, de repente el hombre le agarró con fuerza el brazo y, después de un ronco y largo estertor, expiró. Estuvo así, atenazado por la mano del anciano, hasta que llegaron sus padres y lo liberaron. Durante meses no pudo conciliar el sueño. Cada noche veía cómo el rostro de su abuelo cambiaba, en apenas un instante, de la placidez de quien se siente vivo al terror de quien descubre que va a morir.
La relación con sus clientes se reducía a un cruce de mensajes a través de internet para obtener la información que garantizase el éxito de la operación. Desde el principio se aprovechó de la impunidad que proporcionaba la red: la policía nunca sería capaz de leer los millones de correos que se envían cada día en todo el mundo. Además, para cada nuevo encargo creaba una cuenta distinta que eliminaba tan pronto como conseguía la información que necesitaba. Con este sistema –simple pero que la experiencia había demostrado eficaz y seguro- llevaba ejecutados a unos veinticinco individuos.
Desde ese día le atormentaba la idea de saber qué piensa un hombre en el momento en que es consciente de que le ha llegado su hora. Quizá por ello se dedicaba a lo que hacía, para tratar de leer en los 4
El sicario
quedado, la mujer había entrado en él y dejado la puerta entornada. La luz que se filtraba por la abertura se proyectaba oblicuamente sobre la pared de enfrente como el filo de un cuchillo. Sacó la pistola, manteniendo el brazo pegado al cuerpo para evitar que su víctima pudiera percatarse de la trampa.
rostros de sus víctimas qué pensaban cuando sabían que estaban a punto de ser asesinados. Cruzó la calle, entró en el vestíbulo del hotel y, como si de un cliente se tratara, saludó al recepcionista, quien, atento a una llamada telefónica, no le prestó atención. Se dirigió al ascensor y pulsó el botón de la quinta planta. Anduvo hasta la puerta 511, se aseguró de que nadie lo veía, golpeó tres veces seguidas y esperó a que abrieran.
- Les traigo la botella de champán que han pedido –dijo en voz alta a la vez que avanzaba con resolución hasta el dormitorio. Le sorprendió que nadie le respondiera, pero aún más no encontrar a nadie en la habitación. Barrió el cuarto con la vista tratando de localizar en la penumbra la figura de un hombre. Instintivamente supo que algo no iba bien.
En el último encargo el cliente, contrariamente a lo habitual, le había facilitado el trabajo planeándolo todo. Esta vez él sólo tenía que disparar. Una mujer conduciría a la víctima hasta la habitación de un hotel, donde, tras llamarlo al móvil pidiendo una botella de champán, esperaría a que él subiera a la habitación y llamara a la puerta tres veces seguidas con los nudillos. Cuando le abriera, debía esperar unos segundos para darle tiempo a ella de esconderse en el baño y evitar así que se vieran. Entonces él debía entrar en la habitación, atravesar el vestíbulo y matar al hombre que estaría esperando la botella de champán para descorcharla junto a su amante ocasional.
Oyó un clic metálico a su espalda. Cuando se giró, se encontró con el cañón de una Star30M apuntándole a la cabeza. Durante la diezmilésima de segundo que transcurrió entre el fogonazo del arma y el momento en que la bala le atravesaba el cerebro, supo qué había pensado cada uno de los hombres a los que había asesinado en el momento de dispararlos: incredulidad, horror y certeza a la vez por saber que, irremediablemente, iba a morir.
Contó hasta cinco, pasó y cerró la puerta. Metió la mano en el bolsillo del traje y quitó el seguro de la pistola que llevaba escondida. A la derecha del pasillo estaba el baño. Tal como habían
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En silencio
En silencio Deja el teléfono sobre el escritorio y mientras se dirige a la puerta recorre rápidamente la habitación con sus ojos. Las primeras señales de nerviosismo se leen en su cuerpo. Abre con precaución, dejando un espacio en el que casi únicamente puede observarse su rostro inexpresivo y nuevamente, las únicas palabras que se comprenden son las que brotan de sus labios, pese a que algunos sonidos del exterior se cuelan en el lugar.
Jamás sabría su nombre, pero si me permitieran pintar su personalidad, una y otra vez, lo haría en blanco y negro, a tono perfecto con la lobreguez de su alma. Él se encuentra sereno, al igual que en el ocaso anterior, sentado junto a la pequeña mesita de roble que está frente a la ventana. Detrás del cristal, sólo dos cosas: la noche próxima y Budapest. No sólo la luz en el cuarto es tenue, también los sonidos. No se oyen ruidos, únicamente la voz del silencio que vuelve aún más sombría la habitación 224 del hotel Eurostars. Pese a la oscuridad se distingue su mano izquierda moviéndose vertiginosamente, manipulando algo que parece una fina cadena, produciendo un sonido metálico. En uno de los vaivenes, el objeto cae próximo a la lámpara de pie. Se trata de una pulsera de mujer, adornada con cascabeles de plata. Él no se inquieta, lo posee la serenidad y con un simple movimiento la recoge, sin soltar el celular que sostiene en su mano derecha.
— Muchas gracias, no necesito nada. Sé que es su trabajo, pero pedí en recepción que no me molestaran, necesito descansar. – su tono oscila entre la sinceridad y a descortesía. Termina la frase y cierra ya sin importarle ocultar la brusquedad y llevando nuevamente al cuarto al completo silencio. Exhala fuertemente. Es estremecedor, Todo él lo es: su presencia, su rostro, su voz… sus intenciones. La noche ya está en la ciudad, deben ser las 23. Él se dirige al baño, tarda unos minutos y al salir, sin dar muchas vueltas, se quita la camisa, se mete en la cama y antes de apagar la luz, deja su reloj pulsera sobre la mesita. El dormitorio se vuelve infinito en la oscuridad y sus ojos se cierran un instante que se convierte en toda la noche, para luego encontrarse con el sol. Para otros, la noche es eterna.
— Es casi de noche, ¿Qué hora es allá? Todo está tranquilo, creo que en dos días va a estar listo. – del otro lado se escucha una respuesta y aunque no se distinguen las palabras, el que habla, también es un hombre.
La mañana llega, pero a él no le gusta el sol, mantiene las cortinas cerradas, tal vez no le guste ser visto, o quizás tema ser descubierto. No existen las horas, solo existe el día y la noche, pero deben ser las 10. El teléfono suena nuevamente.
— No, no encendí la televisión aún, pero algo me dice que todo está tranquilo, de otra forma, me hubieran llamado. – dirige una mirada fugaz al televisor que se encuentra frente a la cama y en ese momento, llaman a la puerta. – tengo que colgar, hablamos luego.
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En silencio
— Sí. También creo que es mejor hacerlo hoy. Tarde, bien tarde. – dice esto y se muestra pensativo. Existe un momento, un lugar en el tiempo en el que el acontecimiento posible se vuelve exacto y es necesario comprender nuestra implicancia en ese acontecer. – a las 23 la tenés.
Con determinación gira su rostro a este rincón y nuestros ojos se encuentran por primera vez en una de esas miradas que olvidan el cómo y los porqué. Quiero gritar, pero la mordaza no me lo permite.
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Habitaciones traviesas
Habitaciones traviesas La noche anterior coincidimos en el tren. Me atrajo su forma de observar el mundo: de reojo, al mover la cabeza para recolocar su lustrosa melena pelirroja. Hice cola tras ella en la gélida parada de taxis, soportando ambos el mismo hedor a gasoil quemado. Cuando mi taxi siguió al suyo me divirtió la casualidad. Encontrarnos en la recepción del hotel fue inevitable. «Una reserva a nombre de Cristina Buna», la escuché decir.
Subimos juntos en el ascensor. El chasquido de la puerta de su habitación al abrirse precedió en solo unos segundos al de la mía.
Cuando a la mañana siguiente salí de mi habitación, ella cerraba la suya al comienzo del pasillo. El chasquido de su cerradura precedió al de la mía. Alcanzamos el comedor uno tras otro, y busqué una mesa a su espalda como quien cede a la costumbre. Luego la seguí hasta el zumo de naranja, al café con leche y la piña natural, donde incluso me cedió las pinzas con las que acababa de servirse. Contemplé entonces sus dedos finos, sus manos delicadas. Pronuncié un «gracias» que formó una sonrisa tímida en sus labios pintados de grana. Ya iba maquillada y vestida para trabajar. Yo llevaba traje gris y corbata celeste. Después nuestros rumbos se separaron: ella marchó hacia los cruasanes; yo permanecí anclado entre el jamón y el queso manchego. Cristina, al lado de la tostadora, movió la cabeza para echar hacia atrás su pelo; durante un segundo su mirada me envolvió junto al jamón y al queso, escribiendo esta reflexión en el aire: «se va a poner como una vaca».
Quizá por seguir a su lado, dejé en mi mesa el plato de piña y me dirigí al mostrador de los cruasanes. Al coger uno alcé la vista buscando a Cristina. Sosteniendo un plato con jamón y queso, me observaba confundida ante las bandejas. Sonreí. Se iba a poner como una vaca.
A la mañana siguiente cambió el orden. ¡Y con qué consecuencias! Ella salió de su habitación cuando yo pasaba por su puerta. Esta vez fue ella quien me siguió hasta el comedor. Busqué una mesa. Ella eligió una a mi espalda. Vino detrás de mí al zumo, al café con leche y a la piña. Le tendí las pinzas y me dio las gracias.
Después tomé un taxi. No me fijé en el recorrido porque fui leyendo un informe. Por eso al llegar advertí, perplejo, que no me encontraba en el mismo sitio que el día anterior. «¿Todavía no ha llegado la señora Cristina Buna?» dijo un hombre a una de las azafatas de recepción. Reaccioné con solo un discreto gesto de sobresalto, pero el hombre lo advirtió y me dijo: «Buenos días. ¿Viene usted a sustituir a Cristina?» No supe decir que no. Por la noche otro taxi paró detrás del mío a las puertas del hotel. De él salió Cristina. Su bello rostro reflejaba no menos confusión que mostró el mío al ver en su mano una carpeta con el anagrama de mi empresa.
Cuando aquella noche el taxi me dejó a las puertas del hotel, me sobresaltó verla salir del taxi detenido delante. La leve sonrisa que esbozó al verme me tranquilizó: no temía que la estuviera siguiendo.
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Habitaciones traviesas
Subimos juntos en el ascensor. Avanzamos por el pasillo, yo delante, y me detuve en la puerta de su habitación. Ella, sin detenerse, me observó de reojo camino de la mía. Las puertas, pese a introducir la tarjeta equivocada, se abrieron.
Del vehículo que llegó inmediatamente después salió Cristina con mi ropa, mi cuerpo y mi maleta. Me sonrió diciendo «¡qué casualidad!», y se introdujo en la estación leyendo un dossier de mi empresa y arrastrando el equipaje.
Al día siguiente, el último de mi estancia, en cuanto llegué al comedor apareció Cristina. Al verla enfundada en mi traje negro y con mi corbata de seda verde al cuello, sentí la necesidad de observarme en un espejo. Lo que vi me dejó helado: llevaba el vestido rojo que había visto por la noche en el armario, y medias y zapatos a juego. Pero lo más extraño es que mi cara y mi cuerpo eran los de Cristina, de la misma forma que ella había adquirido mis rasgos.
Nos fuimos como habíamos venido: en el mismo tren. Al llegar a mi ciudad, caminamos casi juntos hasta el aparcamiento. La vi extraer unas llaves del bolso y subirse a mi coche. En mis bolsillos hallé la llave que me permitió abrir un pequeño deportivo donde reconocí su perfume. Alcancé sin dudar una casa que no era la mía, y me acomodé en ella sin saber cómo escapar de aquella locura. De súbito, pensé en mi mujer. Marqué precipitadamente su número. La voz de Cristina dijo que su esposa acababa de salir. De fondo sonaba mi música favorita. Desesperado, aparté mi cabellera pelirroja y miré de reojo a la puerta, como esperando la entrada de la solución al problema.
Cogí un cruasán temblando, sin pensar si quiera en el jamón y el queso, como ella cogió uno y otro con cara de apetito y sin reparar en la bollería.
En el hotel alguien acababa de llamar al responsable de mantenimiento:
Otro taxi me condujo al mismo lugar que el día anterior, donde la azafata me saludó diciendo «buenos días, señora Cristina».
— Pedro, se han vuelto a descolgar los últimos números de las habitaciones 506 y 509. Los tornillos de arriba del 6 y del 9. Ahora la 506 parece la 509 y al revés. Mira a ver si los sujetas bien de una vez.
Quizá porque ya todo lo que se trató en la reunión me sonaba del día anterior, participé activamente, tratando de evitar la angustia del cambio sumergiéndome en él. Al terminar, fui directamente a la estación en otro taxi. Deseaba llegar a casa para olvidar aquella pesadilla.
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Pasaporte
Pasaporte niciativa con una chica a los 17 años-. Se dispuso a distribuir su equipaje. En el cajón de la mesilla de noche encontró un pasaporte.
¡Dios, qué placer! –dijo el profesor Ricardo Montes al orinar. Llevaba horas reprimiendo aquella necesidad. Durante el trayecto en tren Madrid- Porto viajó junto a la ventanilla y no se atrevió a pedir permiso a su compañera de asiento, una mujer madura y hermosa. “Por favor, sería tan amable, voy a salir”. Lo repitió varias veces en su mente, ensayaba con otras palabras, cambiaba el orden, mutilaba la frase con la intención de acortar la agonía. Pero se rebelaban, golpeaban y rebotaban en su cerebro, atormentadas, una vez más, por la imposibilidad de encontrar la salida por su boca. Y decidió esperar.
— ¡Diablos! -Exclamó al ver la fotografía. La observó con detenimiento y no había duda alguna. Era él. Su cara, su pelo, sus cejas… su camisa, su chaqueta de ante. De sus labios salió un susurro al leer la identidad “Ricardo Ríos”. Quedó estupefacto ante la sorpresa de verse a sí mismo, petrificado al leer los datos, tan... parecidos. La confusión le secó la garganta. Poco a poco tomó conciencia del hecho inclinándose a pensar que sería una casualidad. Lo quiso entregar cuanto antes a la recepcionista, pero ésta muy ocupada atendiendo a clientes dijo “Hola Sr. Ríos, le atiendo en cinco minutos” El profesor Montes quedó sorprendido, no había visto a esa mujer ni había estado nunca en ese hotel. Tal vez “Montes” “Ríos” una confusión y se dirigió a la cafetería para tomar un bocado.
En el hotel, con la excusa de su urgencia fisiológica, se justificó a sí mismo la escasa conversación con la recepcionista y raudo se dirigió a su habitación. Desahogado y más tranquilo observó su rostro en el espejo del baño. Aún reflejaba señales de la tensión vivida. La inquietud se percibía en su mirada de ojos oscuros enmarcados por unas espesas cejas, los músculos de las mejillas, acartonados hasta la mandíbula no muy pronunciada pero viril por la sombra de la barba, construían un rictus de sonrisa forzada. Se retiró el pelo de la frente en la que empezaba a percibirse los surcos de la edad. Suspiró cargado de angustia, recordando de su pasado la timidez con la que coexistía, apercibido de que las perspectivas para el futuro no eran muy consoladoras. Resignado estrenó el jabón y se refrescó la cara y nuca con agua fría.
— Sr. Ríos, me alegra verle de nuevo. ¿Lo de siempre? ¿Un martini? Dijo el camarero. Ricardo Montes sintió un espanto desconocido. ¿Qué estaba ocurriendo? Vio en la barra una mujer atractiva, lucía un vestido negro por encima de la rodilla, permitiendo ver sus piernas perfectamente moldeadas. Ricardo Montes deglutió. Era la mujer del tren. No pudo decir nada y tomó el martini de golpe, un solo trago. Sin pronunciar palabra hizo un gesto de despedida con la mano. Necesitaba escapar de allí. Salió con paso ligero a la calle y anduvo sin rumbo unas
Abrió la maleta y buscó su moneda amuleto -testigo de su única
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Pasaporte
como un manantial de corriente fluida, conquistaban el silencio con el ritmo de los rápidos hasta alcanzar una cascada que se manifestó con una libre y fuerte carcajada. No daba crédito.
manzanas. Ya más calmado, decidió visitar la librería Lelo. “Profesor Ríos, cuánto tiempo sin verle por aquí. Tengo algunas novedades que seguro son de su interés” El librero atendió a Ricardo con profesionalidad, comentaron sobre autores e hizo una compra de la que se sintió muy satisfecho. No había revelado la confusión ni su identidad, por primera vez desde hacía años se había dejado llevar como agua por el cauce del río y reconocía haber sentido cierta excitación y dulzura prohibida para él.
Ricardo Montes no cogió el tren de las 18h del día siguiente como tenía previsto. Se quedó tres días más acariciando el pasaporte de Ricardo Ríos. Conversó con el camarero del Bar del hotel delante del martini de Ricardo Ríos, como Bogart con Sam en Casa Blanca, como siempre había soñado. Cambió su corte de pelo. En el departamento de Historia Contemporánea de la universidad no sólo hizo preguntas, expuso su propuesta educativa. Invitó a la profesora a tomar una copa y a bailar. Ricardo Montes era un torrente de vida.
Con esas emociones como único alimento se dirigió a una cafetería que le habían recomendado. Al entrar en Magestic quedó impresionado por la decoración Art Decó, por unos segundos se olvidó de lo ocurrido y se trasladó en el tiempo, viaje interrumpido por una voz masculina “¡Ricardo Ríos! Qué agradable sorpresa. Estoy con unos amigos, Siéntate con nosotros”. La mano de Ricardo palpaba el pasaporte que guardaba en el bolsillo del pantalón. Aún corría por sus venas la excitación agradable de ser alguien que había experimentado en la librería. Las yemas de sus dedos acariciaban las letras grabadas del pasaporte. Y… ¿por qué no? Pensó. No corría peligro. No era su identidad, no era su ciudad, no era su país. Era visible para los demás e invisible para su, hasta entonces, eterno compañero: el miedo. Compartió mesa y tiempo con ellos. Las palabras salieron de su boca
“¿Es un sueño? ¿Están todos locos? ¿Estoy loco? ¿Funcionará sólo en Porto? ¿Qué ocurrirá si me desprendo de él?” Pensaba tumbado por la noche en la cama del hotel. Despertó de un sobresalto, había hecho un descubrimiento: no era Porto, no era el Sr. Ríos, era el profesor Montes quien había hablado, reído, experimentado. Era él. Dejó su moneda amuleto en el cajón de la mesilla de noche. En recepción pidió la cuenta y devolvió el pasaporte. Se abrieron las puertas del ascensor, la mujer del tren se dirigía a la cafetería. El profesor Montes se acercó a ella. “Buenos días. Soy Ricardo Montes, la he visto por aquí estos días. ¿Me permite invitarla a un café?”
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Sin ataduras
Sin ataduras baquelita y solo entonces reparé en la abigarrada decoración de la pieza. Una multitud de objetos sin orden ni concierto anegaban la habitación dándole un aire de chamarilería. Anillos de esponsales, un chal de hilo fino, dos copas rotas, un cuaderno de caligrafía infantil, un balancín, cartas sin franquear, un pasador de carey, un retrato al óleo de una mujer asomada a un muelle, libros de Pessoa y Sá Carneiro, pañuelos deshilachados y cientos de fotografías de distintas épocas donde el tiempo se reflejaba con movimiento de praxinoscopio.
Todos los hoteles del mundo cuentan con una, aunque no lo revelen. Sucede que únicamente los viajeros atormentados son depositarios del secreto. Es una cuestión humanitaria. Al fin y al cabo, esas alcobas existen por y para ellos, transeúntes encadenados a una maleta que llaman al timbre de la recepción con aire de pájaro malherido. Así llegué yo al Hostal Leteo, mi última esperanza encaramada a una de las siete colinas de aquella Lisboa diluida bajo el aguacero. Tan desolador debía ser mi aspecto, empapado hasta el ánimo y con una ansiedad mal disimulada por conseguir alojamiento a cualquier precio, que el recepcionista me confío la llave de un habitáculo poco común. “Es una especie de museo –me confesó entre parpadeos de libélula-. Los clientes han ido olvidando algunos objetos… Técnicamente no nos pertenecen así que será mejor que no toque nada. Y no espere comodidades”. “No se preocupe –le tranquilicé mientras ascendíamos por la escalera de madera crujiente-. Solo necesito un techo y un teléfono. Espero una llamada importante”.
Recorrí la geografía de aquella habitación caleidoscópica acariciando mechones de cabello apelmazado, aspirando el efluvio de los frascos de perfume oriental. ¿A quién pertenecía el traje de novia o ese saquito de semillas? ¿Cómo era posible que los huéspedes hubiesen olvidado aquella miríada de objetos? Reunirlos en un solo cuarto creando un museo del despiste había sido una idea curiosa, sin duda. O tal vez el Leteo solo pretendía proteger aquellos enseres por si sus dueños regresaban algún día. La voz de la fadista trepaba por las paredes, hiedra de melancolía. Prendido de su canción el océano Atlántico inundó mi cuarto. Tan solo emergía el islote de silencio del teléfono. “¿Habrá tenido algún problema para cruzar la aduana? Suena, suena, suena. Empezaremos de nuevo en esta ciudad de poetas y navegantes”.
No tardé en acostumbrarme a la sutil neblina de una habitación sin luz eléctrica. Una vez solo, me acerqué a la ventana con instinto de insecto. Un telón de lluvia velaba el magnífico resplandor de la ciudad blanca. Frente al Leteo discurría el río de quejumbre de las viejas casas de pescadores. Asomada al balcón de una de ellas, una mujer vestida de negro cantaba un fado con aire de naufragio. Sentí una punzada lacerante. “Debe ser la saudade- pensé- pero no caeré en la trampa de esa belleza. Solo debo esperar su llamada”. Me senté junto a la mesa camilla que sostenía un teléfono de
Durante horas engañé a la espera con mi febril exploración. Había infringido la norma de no profanar los objetos, incapaz de resistir la tentación de manosear los naipes marcados o insuflar vida a una armónica. La penumbra del atardecer anegaba el cuarto cuando 12
Sin ataduras
que pesaban como el plomo. La vaga claridad que precede a la noche tiznaba las páginas de oscuridad cuando cerré el cuaderno. Sobre la mesa, el teléfono se obstinaba en un mutismo indolente. “Ella no ha llamado –asumí con profunda tristeza-. Me ha abandonado en esta habitación como a uno de estos objetos”. Fue lo último que pensé antes de caer dormido sobre una cama que más bien parecía una carabela a la deriva. Llovió toda la noche.
tropecé con un legajo empastado en piel verdosa. Creyendo que se trataba de un cuaderno de bitácora lo abrí con desgana por la mitad. Sobre el papel rugoso serpenteaban distintas caligrafías componiendo una suerte de sumario coral. “Dejo aquí el reloj de mi marido. Ahora que su tiempo se ha detenido este latido mecánico me parece insufrible”; “No volveré a tocar esta guitarra. Interpretaré en este cuarto un último tema y me iré de Lisboa para siempre”; “Imposible tomar ese barco a las Azores. Después de cuarenta años no quiero que me vea convertida en una vieja cigüeña. Abandono mi billete”.
Desperté de un sueño en el que recorría el laberinto de Alfama siguiendo una procesión de luminarias. Había cesado el aguacero y con él la voz portuaria de la fadista, dejando tras de sí una estela de silencio. El cuarto desbordaba ese sol alegre que baña los cementerios en primavera. Rehíce mi equipaje sin dejar de mirar el teléfono mudo. Con calma, tomé mi sombrero y me dispuse a abandonar la habitación. Algo me detuvo. Sobre la pared que enmarcaba la puerta, la sombra de un hombre enamorado se proyectaba con extraordinaria nitidez. Era yo. Comprendí de inmediato el gesto que de mí se esperaba. Extraje un lápiz de mi gabán y dibujé la silueta de aquel hombre de penumbra. “Debo abandonarte”, le dije.
Sacudido por lo inesperado del hallazgo continué la lectura saltando de página en página. “Me deshago de mi brújula. A partir de ahora caminaré sin rumbo por las calles del Chiado”. “Si he de nacer de nuevo que sea descalza ante el mar. Duerman aquí mis viejos zapatos”. “Beban otros a mi salud lo que resta de esta botella de vinho verde. Con él celebré mi libertad brindando con Álvaro de Campos”. “Disfruten de este disco de Lucília do Carmo. Su fado me sumerge en un lago de nostalgia del que no podría salir”. “Me ha escrito más de un centenar de cartas pero no pienso abrir ninguna”.
Más tarde, deambulando por las calles de la Baixa bajo el sol del mediodía, no me sorprendió comprobar que caminaba solo.
Era una habitación de olvido. No se trataba de un almacén de piezas perdidas en el torbellino del viaje sino de un vertedero de recuerdos
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Visiones
Visiones El Prior había pedido a Bernardo que le contara en detalle todo lo que había visto. El monje habló de carros de metal de múltiples colores, tirados por caballos invisibles, en los que llegarían los viajeros. Describió unos objetos, que él entendía que tenían que haber sido hechos con pedazos de pergamino endurecido con cera, y que los visitantes utilizarían para abrir las puertas. Hizo alusión a unas pequeñas ruedecillas colocadas en las paredes, que los ocupantes harían girar para caldear sus celdas. Éstas, ya nada tendrían que ver con las frías y húmedas zonas de reposo de los monjes. En esa época dispondrían de amplias y confortables camas, así como de un “scriptorium”. Sorprendentemente, en aquella época todo el mundo sabría leer y escribir ¡Hasta las mujeres y los niños sabrían hacerlo!
Bernardo de Oseira estuvo al borde de la muerte. Durante tres días fue atacado por altas fiebres y sus hermanos de congregación pensaron que el Altísimo le estaba llamando a su lado. De hecho, el Prior del Monasterio de Santa María de San Clodio, ya había dado orden de empezar con los preparativos del sepelio. Juan de Cova no sabía qué había provocado aquel mal en Bernardo, pero no quería arriesgarse a que otros monjes corrieran la misma suerte. Por eso, sólo permitía que el hermano Santiago se ocupase del enfermo. En el año del Señor de 1151, nadie estaba a salvo del Maligno. Sin embargo, al cuarto día, la fiebre remitió y Bernardo despertó como si tan sólo hubiera estado durmiendo plácidamente durante todo ese tiempo. Santiago pensó que se trataba de un milagro del Señor pero, cuando le oyó hablar, únicamente pudo santiguarse y salir corriendo en busca del Prior. En su delirio, Bernardo no paraba de decir que el Altísimo le había revelado el devenir del Monasterio. Había visto cómo San Clodio abriría sus puertas a viajeros llegados de todas partes: hombres, mujeres, niños, ancianos, incluso animales. Todos serían bien recibidos en aquel remanso de paz y tranquilidad. Afortunadamente, el monasterio seguiría conservando aquellas cualidades a pesar del paso del tiempo. Algunas cosas seguirían igual, pero otras muchas cambiarían. Por ejemplo, el refectorio sería sustituido por cinco salones distribuidos por los dos claustros. Allí, los comensales disfrutarían de todo tipo de manjares, presentados como si el mismísimo rey Alfonso VII estuviera invitado. Buenas carnes y arroces serían degustados junto a vinos traídos tanto de los alrededores, como de zonas muy lejanas, incluidas las tierras moras.
Bernardo estaba feliz. El futuro que había visto para su querido monasterio era muy prometedor. Sólo un pequeño matiz enturbiaba todo aquello: los monjes habían desaparecido. Eso le causaba cierto desasosiego. ¿Qué motivos tendría su orden para abandonar aquellas paredes? ¿Lo harían de forma voluntaria o acaso serían obligados por la fuerza? ¿Cuándo ocurriría? Bernardo estaba deseando contarle a todo el mundo lo que le había sido revelado. La creciente euforia del monje chocaba con el terror que el Prior había ido sintiendo según le escuchaba hablar. Sus pensamientos iban mucho más allá de las cuestiones planteadas por Bernardo. Él veía otra realidad. Si algo de lo que se había dicho en esa celda salía de allí, tendrían serios problemas. Juan de Cova, un hombre bajito y regordete de casi sesenta años, sintió de pronto un gran peso sobre su
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Visiones
espalda. Desde que había sido nombrado en el cargo había intentado por todos los medios evitar cualquier conflicto en el interior, y cualquier problema con el exterior. En algunos momentos, esto había supuesto tener que tomar decisiones muy duras. Este era uno de esos momentos. Juan respiró profundamente dos veces, sonrió y después dijo a Bernardo que no se preocupara por nada. Él se encargaría de todo.
que el Maligno se hubiera apoderado de Bernardo y fuera él precisamente el encargado de liberarlo. De Santiago ya se ocuparía más adelante. Un poco antes de llegar a la botica, el Prior se cruzó con un hermano que le preguntó por el estado de Bernardo. Juan hizo un gesto de pesar con la cabeza, y le indicó que poco se podía hacer ya. Debían continuar con los preparativos del sepelio. Después, en silencio, rogó a Dios que le perdonase. Él, Juan de Cova, Prior del Monasterio de Santa María de San Clodio, sería el encargado de que Bernardo no faltase a la cita.
Al salir por la puerta, pensó con tristeza que esta vez, hacer lo que tenía que hacer, le iba a costar más que en otras ocasiones. Echaría mucho de menos a Bernardo. En casi cuarenta años de convivencia habían llegado a ser buenos amigos. Era una mala jugada del destino
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